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Oceanía

Cuento Birria
El pez mágico

Había una vez un indio que llevó a pescar a su hijo, el cual sacó de las aguas un enorme pez.
Cuando lo vio, el muchacho sintió un hambre voraz y le pidió a su padre que lo cocinase. El hombre
quería seguir pescando, pero hizo un fuego y puso el pescado sobre las llamas, para que se asara.
-Tú mira el pescado, y avísame cuando se dore –dijo-. Yo vendré a sacarlo del fuego y nos lo
comeremos.
El padre continuó pescando, mientras el muchacho miraba como se asaba la gran raya que
había pescado.
-Ya está –dijo cuando la piel empezó a cambiar de color por las llamas; pero su padre estaba
tan absorto pescando, que le respondió que esperase.
-¡Ven, corre! –gritó de nuevo el muchacho- ¡Se está quemando!
Pero el padre no le prestó atención. Estaba tratando de pescar otro gran pez, y tenía toda la
atención puesta en su tarea, como sólo lo hacen los pescadores de vocación.
El muchacho decidió entonces hacerse cargo de la situación y sacar el pescado del fuego. Lo
hizo, pero estaba tan caliente que se quemó los dedos y, sin querer, arrojó el pescado al aire. Éste,
al caer, golpeó al muchacho en la cabeza, que por unos momentos quedó cegado por la sacudida y por
el humo.
-¡Aaah! –gritó-. ¡Que me quemo!
Fue entonces cuando ocurrió algo extraño, muy extraño. Es posible que aquel fuera un pez
mágico, o quizá los rescoldos del fuego estaban encantados; eso nadie lo sabe.
Pero unos sonidos misteriosos comenzaron a difundir su eco por el bosque. Parecía como si al
tirar el pez por los aires, el muchacho hubiera despertado a una extraña fuerza que intentaba
comunicarse con él.
Corrió hasta un árbol cercano y trepó por sus ramas.
-Protégeme, abuelo árbol –suplicó.
Y el árbol, que era también la casa de los espíritus, lo escuchó y lo ayudó. Mientras el
muchacho trepaba por las ramas, el árbol creció y creció hasta que su copa quedó muy lejos del
suelo, llegando tan alto que todos los demás árboles del bosque parecían una alfombra de musgo a
sus pies.
Entre las ramas, el muchacho perdió la noción del tiempo, pues estuvo allí durante meses, e
incluso años, escuchando los espíritus del árbol. Por la noche, los espíritus hablaban con las estrellas
del oscuro cielo. Los espíritus del árbol se expresaban mediante silbidos, y las estrellas, a su vez,
respondían también con silbidos, contándole al árbol cuáles eran sus nombres y sus leyendas.
Muy pronto, el muchacho aprendió a entender ese lenguaje, y supo los nombres de las
estrellas, además de la historia de sus vidas.

Una noche, cuando los espíritus del árbol conversaban con las estrellas, el muchacho empezó
a sentir añoranza de sus padres y de la vida en la aldea. Como los espíritus del árbol no le hacían el
menor caso, pidió suavemente al árbol que se volviera a hacer pequeño, para poder bajar e irse a
casa. De inmediato tuvo el suelo a su alcance, y un minuto después estaba junto a sus padres, que lo
recibieron como quien ve a un fantasma, pues le creían muerto.
El muchacho nunca olvidó el tiempo que pasó en el árbol y, como había aprendido el nombre y
la vida de las estrellas, con el tiempo se convirtió en un hombre famoso.

A veces, cuando la noche era clara y brillaban las estrellas en el firmamento, volvía al árbol a
escuchar su conversación con los espíritus. Pero nunca más pudo oír lo que decían.

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