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Introducción

La revolución mexicana en su fase armada (1910-1917) ha sido uno de los hechos


históricos más representados e interpretados por diversos artistas de distintos estilos y
disciplinas. La música, la literatura, la escultura son reflejo y legado de ello. Sin embargo,
fue la pintura la que adquirió el rol más significativo en tanto medio de difusión y
comunicación post revolución.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, México era un estado relativamente nuevo que
buscaba asentar su soberanía nacional tras la restauración de la República en 1867 (triunfo
de los patriotas y Benito Juárez como caudillo ante la invasión francesa). La producción
artística se utilizó, entonces, como herramienta de promoción ideológica para consolidar la
idea de una historia común en un territorio vasto y de población muy heterogénea (papel
que el arte, sobre todo en manos de un poderoso clero, ya había jugado durante la colonia).
A través del género histórico, el costumbrismo, la religión y el retrato (especialmente de
familias hegemónicas, herederas de la oligarquía española y que detentaban la propiedad de
la tierra) se buscaba dar un sentido de nación y legitimar los símbolos y hechos de la
historia en todos los sectores de la población.
Buscando el reconocimiento internacional, el Estado financió giras a Europa para los
mejores artistas formados bajo el sello de la academia, en especial para aquellos que
representaban fielmente el estilo del viejo continente. A fines del siglo XIX y comienzos
del siglo XX los referentes seleccionados estudiaron a los artistas plásticos post
impresionistas y fueron influenciados por las nuevas corrientes cubista y futurista. Los
creadores mexicanos permanecieron durante más de una década en Europa. Diego Rivera
vivió en Francia junto a otros artistas y ganaron prestigio y reconocimiento de la
vanguardia parisina.
Para entonces, México vivía bajo la dictadura del general Porfirio Díaz (militar que peleo
junto a Juárez contra los franceses), cuyo régimen, que tenía su base de poder en el ejército
y las élites económicas, ya duraba 35 años. El porfiriato, como se conoce históricamente a
ese periodo, fue una época de auge económico de sello modernizador y progresista, pero
que en manos de políticos y militares corruptos solo beneficiaba a la clase alta. Los grandes
inversionistas foráneos, principalmente franceses y estadounidenses, inyectaban capitales
que impulsaban la economía nacional: minería, comunicaciones (ferrocarril), fábricas
textiles, y el cultivo de caña de azúcar. El grueso de la población (con un fuerte
componente indígena), en tanto, vivía en la extrema pobreza y sometida a condiciones de
vida y trabajo abusivas. El caso de los campesinos era aún peor, ya que en las haciendas
imperaba un orden social semi feudal que con algunos cambios era heredero de los tiempos
coloniales, (eran usuales las pulperías en las que el pago se realizaba mediante fichas y no
dinero, lo que aseguraba el endeudamiento permanente con los terratenientes).
El auge cultural en México tuvo el patrocinio e influencia europea, especialmente de
Francia, debido a que las clases acomodadas pretendían imitar los usos y costumbres de
referencia parisina (una suerte de belle epoque criolla). La producción artística, por lo tanto,
se desarrolló gracias a mecenas capitalistas que impusieron sus términos y gustos a los
creadores.
El estallido de la Revolución Mexicana, en 1910, trajo incertidumbre a los artistas. Si
sumamos los grandes eventos bélicos de alcance mundial que marcaron la primera mitad
del siglo XX, nos encontramos con un panorama social y cultural en que el “regreso al
orden” apareció como uno de los ejes inspiradores que serían plasmados en obras de
diversas corrientes. Cabe recordar que la Revolución se institucionalizó en 1917, dando
paso a un sistema de partido predominante (Partido Revolucionario Institucional, PRI,
fundado en 1929 y que dominó la escena política mexicana hasta 2000) cuya labor se
centró en llevar las obras de gobierno y mensaje oficial a la población (especialmente con
la urgente educación de las mayorías populares y analfabetas).
Tras los sucesos histórico – revolucionarios, varios artistas se quedaron a vivir en Europa
bajo el amparo de familias acaudaladas; otros abandonaron la vanguardia europea y
volvieron a México con la clara intención de dar vida a una nueva corriente, propia e
independiente, que respondiera a un lenguaje plástico de carácter nacional, popular y
revolucionario.
El Muralismo en México
La tradición muralista es parte de la historia mesoamericana. Ya en el período prehispánico
culturas tan antiguas tales como la Olmeca (1200 A.C.), utilizaban este recurso en sus
representaciones rupestres; también lo hizo la Iglesia durante la colonia al ocupar los muros
de los templos como un medio para evangelizar. Hubo una continuación de esta forma
artística en el período republicano: en 1874 se realizó el primer mural de contenido
filosófico, atribuido al pintor Juan Cordero; en 1910, un grupo de pintores encabezados por
Gerardo Murillo, (Dr. ATL), había solicitado al gobierno porfirista la concesión de muros
en algunos edificios para intervenirlos y expresarse en una iniciativa extra academicista,
anhelo que solo se vio materializado años más tarde después de la Revolución.
En 1910 comenzó el alzamiento convocado por Francisco Madero en el norte y tras la toma
de Ciudad Juárez, por parte del líder agrarista Francisco Villa, el general Díaz renunció a la
presidencia y se autoexilió en Francia. El conflicto pronto se extendió al resto del país,
destacando la campaña de Emiliano Zapata en el sur (estado de Morelos).
El impacto social de todo levantamiento armado es innegable, ya que produce un shock y
sumerge a las comunidades en una realidad que se transforma súbitamente y en forma
definitiva. La nueva estructura social que emergió con la Revolución abrió paso a nuevas
posibilidades no vistas como posibles para amplios sectores de la población, que permitió
(luego de 1917), la consolidación de gobiernos estables que impulsaron la creación, avance
y concreción de proyectos en diversas áreas.
El arte, y la pintura en particular, forman parte de los esfuerzos por construir una nueva
sociedad. Lejos del convencionalismo anterior y de la mano del gobierno de Álvaro
Obregón (1920-1924) y su titular de la Nueva Secretaría de Educación Pública, José
Vasconcelos, el Estado priorizó la educación como motor para el progreso de la nación. Se
creo un ambicioso proyecto educativo que impulsó el muralismo con la idea de acercar el
arte a los sectores populares sin exclusión, logrando así el establecimiento de una conexión
vital entre arte y sociedad. De esta forma el muralismo se convirtió en uno de los
fenómenos más importantes del México postrevolucionario. La unión entre arte y la política
hizo del muralismo una poderosa herramienta comunicacional masiva en una época en que
la mayoría de la población era analfabeta; por lo mismo, en un país donde se leía poco, el
muralismo se convirtió en el vehículo perfecto que permitía comunicar, educar y propagar
ideas transformadoras, más allá de la función estética de las obras. Los murales representan
la aspiración de engrandecer los ideales revolucionarios, y de plasmar y renovar el espíritu
nacionalista.
Esta rehabilitación cultural logró que la población mirara la historia desde una nueva
perspectiva e hizo que el pueblo mexicano se sintiera orgulloso de sus raíces indígenas. El
compromiso social del Estado y los artistas fue grande y real. Con sus propios estilos y
matices, sus diferencias estéticas y diversidad de visiones, los creadores narraron la reciente
epopeya revolucionaria visibilizando a un México popular, tradicional e indígena que
anteriormente había permanecido oculto, pero que ahora pretendía ser un país moderno y
desarrollado en términos industriales. El compromiso social e ideológico y la íntima
relación que mantenían los artistas con los acontecimientos les permitió reflejar esta
realidad cambiante, y por su parte la población percibió esta realidad a través del arte
popular.
El muralismo no fue acogido con el mismo entusiasmo por toda la sociedad. El sector más
conservador y tradicionalista de México no vio con buenos ojos como el proceso e ideales
de corte socialista iniciado por la Revolución, se esparcía por todos los ámbitos de la esfera
social. Las élites no concebían que edificios públicos y edificios de la arquitectura
simbólica de la colonia fueran sede para expresar las temáticas elegidas libremente por los
artistas. En los nuevos tiempos, el elitista lienzo mercantil de la academia había sido
reemplazado por los muros, consecuencia de que el nacionalismo había adquirido una
nueva identidad campesina, obrera y ancestral. Fue así como el movimiento muralista tuvo
desde el inicio un compromiso político, primero con la Revolución y luego con las ideas
marxistas. Ahora el arte era para las masas y estaba fuera de los museos. Fue una época de
cambio de paradigmas.

Principales exponentes del muralismo mexicano posrevolucionario


Fueron muchos los artistas que participaron de este movimiento; sin embargo, tres
son los más destacados. No podemos hablar de muralismo sin que se nos venga a la cabeza
el nombre de Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros. Estos
creadores abordaron la realidad mexicana desde perspectivas diferentes y con fuertes
diferencias estéticas, pero con el común denominador del deseo de plasmar una nueva
identidad nacional.
Al empezar la revuelta en México, Diego Rivera (1886-1957) vivía en Europa y
sólo se enteró de lo ocurrido con el desfase propio de las noticias de la época. No vivió los
horrores de la guerra y por ello su visión y obra es idílica y se centra en los logros
alcanzados luego de las hostilidades. Su pintura retrata el anhelo del pueblo por liberarse de
la opresión y la explotación por parte de clases negligentes carentes de empatía social.
Rivera era ateo y creía fielmente en la triada revolucionaria obrero-campesina-soldado
como el eje que haría cambiar la historia. La lucha zapatista por la tierra y del campesinado
contra la miseria también serían recogidas por él, al igual que el sometimiento indígena en
las haciendas azucareras. Sus alusiones y símbolos son claros y de carácter masivo, el
manejo del color y el orden de los elementos en sus composiciones lograron obras de un
gran atractivo visual.
La obra de David Alfaro Siqueiros (1896- 1974), estuvo fuertemente influenciada
por la ideología marxista leninista, con solo 18 años de edad engrosó las filas de la rebelión
uniéndose al ejército constitucionalista de Venustiano Carranza para dar frente al Gobierno
de Huerta, también fue dibujante y escritor en la Vanguardia, medio divulgativo del
movimiento. Junto a los rebeldes recorrió el país y pudo observar las horrendas condiciones
a las que sobrevivían los trabajadores y campesinos mexicanos.
Su activismo social y político fue fielmente representado a través de su obra: el mismo
compromiso que tuvo con la lucha proletaria lo tuvo con la historia y los héroes libertarios
del México de ayer y de hoy. Sus composiciones dan vida a figuras robustas llenas de
colores audaces que condenan el fascismo y el capitalismo pero que también ensalzan la
lucha constante por la libertad que busca romper las ataduras y acabar con la esclavitud. Su
fascinación por el progreso, la modernidad y las máquinas la entrega a los trabajadores que
guían la sociedad hacia un mundo mejor. La producción artística de Siqueiros adquiere vida
a través de una perspectiva extremadamente dramática que plasmó en una exquisita
combinación de corrientes estéticas expresionista, surrealista y futurista.
Nunca fue una opción para el artista separar arte y política, postulaba que en la unión de
ambos estaba la potencia difusora y la guía de la lucha proletaria para crear una conciencia
crítica y activa en la construcción del Nuevo México.
José Clemente Orozco (1884-1949) lega un patrimonio artístico en el que es posible
observar históricamente el origen y desarrollo de América y del mundo, bajo una mirada
que conjuga lo trágico y lo humano. Sus obras retratan armoniosamente el origen mestizo
como producto de la fusión de dos razas tras la colonización, y presentan un México que se
renueva luego de vivir las tragedias de la Revolución. Sin embargo, no idealiza el mundo
moderno, a diferencia de sus pares tal vez demasiado optimistas frente al nacionalismo de
la época.
Orozco muestra un mundo caótico devastado por la violencia y la mecanización, lo que
constituye una crítica a los abusos, vicios y excesos que la burguesía comete con los más
desvalidos. Al proyectar el nuevo orden social en manos del obrero y el campesino en tanto
constructores del futuro, coincide con Siqueiros y Rivera. En una etapa posterior, el pintor
replantea en sus composiciones la mirada de la conquista española en México con un tinte
mucho más dramático, haciendo énfasis en el concepto de un mundo subyugado mediante
sangrientos sacrificios. Las obras de este periodo han sido catalogadas como las más
grandes del arte americano.
Conclusión
Tradicionalmente la historiografía ha relacionado el movimiento muralista con ideas
socialistas, marxistas y/o revolucionarias, principalmente debido la cercanía histórica de
una revolución propia con la Revolución Rusa y la polarización política del mundo durante
la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, desde una perspectiva crítica es necesario ir
más allá de dicho planteamiento.
Una lectura de forma y contenido del muralismo revela los anhelos de libertad, igualdad y
justicia social de un México que redescubre sus raíces étnicas indigenistas como un origen
compartido que había sido silenciado históricamente por las élites dominantes. Se trata del
proceso continuo de la lucha de clases entre poderosos y sometidos o dominadores y
oprimidos que, desde una perspectiva dialéctica, pareciera de nunca acabar. El valor real
del muralismo para la transformación social mexicana es la rehabilitación cultural del
indígena, el mestizo, el trabajador y el marginado, hecho que posibilita el desarrollo de un
nuevo concepto de nacionalismo y que luego se expande al resto de la América morena.

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