Está en la página 1de 13

El ciclo político

Manuel Fraga. Fotografía de archivo. Europa Press


JERÓNIMO MOLINA

 ABRIL 16, 2023





El curso 1987-1988 tiene en España cierto simbolismo
intelectual, pues se liquida ritualmente una forma de entender
la vocación y el magisterio universitarios en la persona
de Manuel Fraga. Entre los desperfectos ocasionados por la
Ley Orgánica de Reforma Universitaria, la infame LRU de
1983, se cuenta la jubilación forzosa de los catedráticos a los
65 años. Aquello fue un paseo militar del PSOE, baldón de
España y también su dogal —pues hace más de un siglo que
ese partido arrastra a la nación adonde ella no quiere ir—, para
ocupar a marcha exprés los departamentos universitarios y, en
particular, sacar de la circulación a los últimos representantes
del grupo de pensadores políticos españoles más compacto y
brillante desde el Siglo de Oro: el de los juristas del 27 y la
promoción que le sucede, la de los juristas de Estado, nacidos
aquellos en la primera década del siglo XX y estos en la
tercera. Una lista que alineara los nombres de los profesores
raídos del escalafón de catedráticos con los de sus sucesores y
sucedáneos sería hoy de amenísima y estupefaciente lectura.
Me he entretenido en escribirla con un anejo bibliográfico y mis
notas personales sobre la calidad de su producción literaria,
pero tengo por buen consejo, para evitar el escándalo,
circularla reservadamente, como se leyera a finales del siglo
XVII el Arcano de príncipes (1681) del capitán Vicente
Montano.

El 23 de noviembre de 1987, «purgado» por la Ley Maravall —


un ministro que, para decirlo todo, viene a ser un Portalis o un
Savigny comparado con el autor de la LOSU, Joan Subirats,
prototipo del catedrático-LRU y embajador del negoci
universitari català—, dicta Manuel Fraga, en el «satélite» de la
antigua Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la
Complutense, su lección jubilar. Se despide de la universidad
este «político intelectual» con un parlamento, «Ciencia y
práctica de la política», que arranca vindicativo: «A la hora de
la despedida aceptada, pero no consentida de la docencia
universitaria (a una edad insólita en todos los países de nuestro
entorno cultural) …», y termina con el tono elegíaco de estas
ocasiones postreras: «Y aquí remato. Aquí me despido, con
vosotros que generosa y amablemente me habéis querido
acompañar, de casi medio siglo de vida universitaria y de
cuarenta años de servicio público». Seguro que ese día no
tuvimos «Historia de las Ideas y de las Formas Políticas» con
Dalmacio Negro Pavón, pues recuerdo clarísimamente cómo
transcurrió la última conferencia de Fraga, a la que asistí con
otros condiscípulos que, como yo, nunca se fumaban una clase
de don Dalmacio —enseguida captamos que un profesor como
él sería nuestro despabilador; más tarde he vislumbrado que,
gracias a don Dalmacio, sus alumnos y lectores tenemos
alguna posibilidad de no morir políticamente idiotas, intonsos o
vírgenes—.

La biografía política de Manuel Fraga es un drama. Lo dice él


mismo de otros, particularmente de Antonio Maura,
insinuándolo también para su propio caso: «El drama sin
analizar del veto a los políticos serios» en España. Como
escritor y jurista de Estado, miembro de esa escuela de
pensamiento político cuya magnitud se agiganta
exponencialmente en esta nueva hora de los enanos, una
época que toca ya el fondo, no hay censura ni silencio que
puedan con él. Fraga es un realista político que, como quien no
quiere la cosa, ha dejado caer en aquella memorable lección
de finales de los años 80, a voz en grito, para mejor zafarse de
los jabalíes que le gruñían alrededor del aula, una enseñanza
elemental, pero a la que sólo se llega sin afectación y con
naturalidad al cabo de los años: «De la acción política
podemos saber algo y no todo, ni lo último. Podemos saber
algo parecido a lo que sabemos del mar, es decir, patrones de
funcionamiento (mareas, corrientes, etc.), pero
no exactamente lo que va a pasar en una navegación o pesca
determinada».

El catedrático de Teoría del Estado roza una de esas


«banalidades superiores y olvidadas» que, según Julien
Freund, constituyen el verdadero pensar político. Me parece
imposible describir con más sencillez los límites del saber sobre
la república y lo común y, al mismo tiempo, su objeto. No
podemos conocer lo último, tampoco el todo, pues es apenas
un fragmento de lo político lo que podemos inteligir. Fraga
piensa en «patrones constantes», su coetáneo
italiano Gianfranco Miglio, de la misma pasta realista, pero
«intelectual político», piensa en «regularidades» (regolarità).
Las regularidades o patrones políticos son muy pocos y difíciles
de descubrir y, aunque no cambian, constantemente se
recombinan en la historia y pueden parecer novedades a gente
poco versada en la política.

Una de esas regularidades, despreciada por la «teoría política»


contemporánea —un moralismo naíf, con ribetes de religión
civil, sin más horizonte que una «democracia participativa» y
unos «derechos humanos de exportación» figurados—, es la
persistencia del «ciclo político», la anaciclosis del buen Polibio,
el historiador griego que se ríe de nuestro candor político
demoliberal, como el profeta Daniel se sonríe en la cara del
ingenuo rey Ciro.

La historia política es una sucesión oscilante de regímenes


y gobiernos que lo mismo se empinan que decaen, muchas
veces de modo inopinado, sin señales precursoras de su
cenit o su nadir ya cercanos. Solo sabemos, como recuerda
Saavedra Fajardo en su famosa empresa LX, que «llegando las
cosas a su último estado, han de volver a bajar sin detenerse».
No hay gobernaciones eternas, sino que todas «nacen, viven y
mueren, sin edad firme de consistencia. Y así, son naturales
sus caídas. En no creciendo, decrecen». Pueden mantenerse
un tiempo, pero después se eclipsan y desaparecen.

Como se han de borrar también las constituciones políticas y


las leyes fundamentales escritas; todas, sin excepción,
hermosas «cartas otorgadas» … aunque recen en ellas
ficciones jurídicas o mentiras políticas como el We the People,
una de las quimera más grandes de la Edad Contemporánea,
inscrita ladinamente por la convención de Filadelfia en la
constitución norteamericana, imputando así al «pueblo de los
Estados Unidos» lo que es decisión de una «clase política»
legitimada por la «insubordinación fundante» de 1776
(expresión fría y cálida a la vez de Marcelo Gullo).

Un ejemplo a voleo, pero sobresaliente, de la levedad de toda


obra política: la Ley de Principios Fundamentales del
Movimiento Nacional de 1958. Resulta conmovedora su
confianza nominalista en la letra, pues declara que los
principios que promulga, «por su propia naturaleza, [son]
permanentes e inalterables» (artículo primero). La historiografía
constitucional española desprecia razonadamente ese abuso
de la razón jurídica y política, pues su eternal vigencia recibe
sepultura con suma facilidad: bastan la mayoría de unas cortes
ordinarias, no constituyentes (haraquiri) y un referéndum
nacional (plebiscito) para rogar la Ley para la Reforma Política
(1977), «la más grande de las leyes habilitantes» (die tollste
Ermächtigungsgesetz), como seguramente habrá pensado el
experimentado Carl Schmitt.

Curiosamente, el constitucionalismo español, siervo de


nacimiento de la política (ancilla politicae), no aplica la misma
vara de medir a la constitución vigente, la novena de las leyes
fundamentales según las cuentas que Pablo Lucas Verdú echa
en La Octava Ley Fundamental. Crítica político-jurídica de la
reforma Suárez (1976), acaso su más inspirado y mejor libro.
Retorcido el contenido de las decisiones políticas
fundamentales de la constitución de 1978 (la constitución en
sentido positivo de Schmitt) o alterados sus preceptos por leyes
orgánicas de dudosa constitucionalidad (el muestrario se abre
con la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985), se desdibuja
su arquitectura, así como sus particulares principios
inmutables, blindados, no obstante, por un proceso de revisión
constitucional agravado. ¿Mas de qué servirán todas esas
«garantías» formales cuando los trujimanes del consenso
invoquen, no sería la primera vez, el abracadabra
constitucional: «De la ley a la ley, pasando por la ley»? Huelga
decirlo: de nada.

Con violencia o sin ella, nada se para y todo lo transforman la


urgencia de la vida política y la enconada lucha por el poder. El
combate político a muerte civil, incluso física —ello depende
del grado de intensidad de la enemistad—, es la más
extremada de las artes venatorias, pues persigue la
dominación de otros hombres y su capitación (explotación
fiscal). Abierta hace unos días la campaña del impuesto
personal sobre la renta, el impuesto de la tiranía, no es mal
momento para recordar el maltrato que el gobierno inflige a
las reses políticas (ciudadanos). La resultante de aquel tenso
combate, dice Miglio que «semejante a la caza mayor», es el
ciclo político, en el que permanentemente se pasa del orden al
desorden y de nuevo al orden. Pues no hay solución al
problema del equilibrio político que no sea provisional.
Sublevarse contra esa realidad metapolítica tiene la misma
naturaleza infantil que el miedo a la oscuridad.

Gianfranco Miglio ha estudiado con gran penetración la


sucesión cíclica de los gobiernos, indistintamente abyectos o
benéficos, en dos planos. El primero que aflora es el del
régimen constitucional moderno, modelado por la experiencia
política de la Revolución francesa.

Desde finales del siglo XVIII hay una oscilación permanente


entre regímenes representativos, más o menos imperfectos, y
dictaduras, una polaridad más significativa que la multiplicidad
de formas de gobierno –por lo demás, no hay más forma de
gobierno que la oligarquía, un genuino trascendental político a
juicio de Gonzalo Fernández de la Mora–. La oscilación o el
cambio de régimen se cumple, como media, cada 25 años. Así
es en Francia o en Italia, según Miglio. Probablemente también
en España, en donde la (segunda) Restauración (1876-1931),
la (segunda) dictadura militar (1939-1975) y la Monarquía
parlamentaria de la Instauración (1978-2023), son periodos
excepcionalmente largos que, con algún interregno, se
destacan sobre la convulsa sucesión de regímenes y
constituciones, hasta once –las nueve que contemplan los
constitucionalistas del establishment, más la constitución de
1967 (Ley Orgánica del Estado) y la constitución-puente de
1977 (la Ley para la Reforma Política, ya mencionada
anteriormente)–. Pero la española es una historia política
solo presuntamente convulsa, como explican José Miguel Ortí
Bordas —Las revoluciones imaginarias (2017)— y el general
Miguel Alonso Baquer —El modelo español de
pronunciamiento (1983)—.

La inestabilidad del ciclo político español, al menos durante los


dos siglos de impronta de la ideología constitucional, no tiene
que ver, al menos decisivamente, ni con el carácter montaraz y
explosivo de nuestro pueblo, ni con una tara congénita que nos
inclina a la violencia política. La realidad es muy distinta: un
pueblo más bien «tardígrado» (Ortega y Gasset, Ortí Bordás)
asiste con expectación, desde el tendido, a una larga serie de
pronunciamientos motivados, no por un «hispánico atavismo»
(no existe), sino por ciertas constituciones, mayormente de
influencia francesa, con las que se cincha la vida nacional,
atosigando su genio (Alonso Baquer). España no es una
enfermedad, sino que ha estado muchas veces enferma de
«pseudomorfismo» político y Ortega y Gasset, que conocía
muy bien esa categoría de Oswald Spengler, debería haberse
enterado mejor antes de frivolizar en España
invertebrada (1921) sobre algo tan delicado.

En el segundo plano migliano, más profundo, se contraponen


dos regímenes trascendentales: la monocracia y el pluralismo.
Aquella es «generadora de autoridad», de la que vivirá
después un régimen pluralista, «consumidor de autoridad». La
monocracia se caracteriza por la concentración del poder y
su negación se llama pluralismo, del mismo modo que la
negación del pluralismo se encuentra en la monocracia,
contraria a la dispersión del poder y a las interferencias de los
poderes indirectos. Hay, por último, una monocracia sana en su
fase ascendente y enferma cuando decae. Lo mismo puede
decirse del pluralismo: existe uno sano y otro enfermo.
Curiosamente, dos escritores tan distintos como Carl Schmitt y
Wilhelm Röpke han distinguido también un pluralismo virtuoso
de otro perturbador. Como se ve, no se trata de un problema
ideológico (derechas-izquierdas, liberalismo-socialismo), sino
de la naturaleza del poder político y sus manifestaciones
institucionales concretas.

Coinciden con Miglio y su visión circular del ciclo político, sin


haber tenido contacto con su obra, Francisco Javier Conde –
Representación política y régimen español (1945)– y Rodrigo
Fernández Carvajal –La constitución española (1969)–,
dos chefs-d’oeuvre del derecho político español. En las páginas
de esos libros se encuentra una visión radicalmente
desmitificadora de la política española: la paulatina
degradación de la Restauración (pluralismo), acelerada
después del «gobierno largo» de Maura, se ve contenida por la
dictadura de Primo de Rivera (monocracia). Ejecutado el
pronunciamiento del 14 de abril de 1931, la dictadura
constituyente instrumentalizada por la Ley de Defensa de la
República (1931) apenas logra estabilizar el nuevo régimen,
muy pronto copado por los poderes indirectos
(pluralismo enfermo). El pronunciamiento del 18 de julio de
1936 es la reacción antipluralista. Librada la guerra, el Estado
campamental deja paso al Nuevo Estado, institucionalización
del «caudillaje» (monocracia perturbadora). Pero el franquismo,
inexorablemente, se transforma también en un sentido
pluralista: los sucesivos gobiernos de concentración que
mantienen el equilibrio entre las «familias del régimen» son
simiente de la Transición y del régimen del 78 (pluralismo).

¿En qué punto se encuentra hoy el ciclo político español? En la


deriva cierta hacia un pluralismo enfermo (partidocracia,
separatismo, diferencialismo exacerbado, perturbación de la
neutralidad estatal, parasitismo de la dirigencia política),
proceso análogo al que desemboca en un «Estado total en
sentido cuantitativo». Pero la historia está abierta y nada está
perdido del todo. Recompongamos la figura, porque no
tenemos derecho a desesperar, y «accedamos sin prejuicios a
la realidad política efectiva». Encuentro por ello reconfortante
esta opinión de Gianfranco Miglio: «Desde los tiempos de
Maquiavelo —más bien desde Tucídides— recae sobre
aquellos que escrutan por oficio y vocación la naturaleza de la
política –incluso sobre los más modestos artesanos de esa
profesión– el duro privilegio de llamar a las cosas por su
nombre y ayudar a los hombres a no confundir la realidad
efectiva con los propios sueños».
Más noticias relacionadas

En torno a la derecha
Alberto Núñez Feijoo y Santiago Abascal. Europa Press / LGI
POR PEDRO CARLOS GONZÁLEZ CUEVAS
ABRIL 16, 2023



Sin duda, la distinción entre izquierda y derecha permanece


vigente en el campo político de las sociedades occidentales
desarrolladas. España es un buen ejemplo de ello. Negar la
distinción equivale, se quiera reconocer o no, a un utópico
intento de abolir la política e incluso lo político. Como
señala Chantal Mouffe: la negación de la existencia de
fronteras entre derecha e izquierda, lejos de constituir un
avance en una dirección democrática, es «una forma de
comprometer el futuro de la democracia», porque la esencial de
ese sistema político es el «pluralismo agonístico». Para
algunos, la distinción izquierda/derecha puede ser
fundamentada en términos psicoanalíticos: la izquierda
representaría el principio de «deseo», es decir, la
emancipación, la liberación del individuo, mientras que la
derecha equivalía a seguridad y el mantenimiento de las
condiciones de conservación, es decir, el principio de
«realidad». A veces se olvida, o se ignora, que Sigmund
Freud fue, a pesar de su agnosticismo religioso, políticamente
un conservador, que no ocultó su admiración por Mussolini.

El filósofo británico Michael Oakeshott define la derecha como


una actitud de preferencia de «lo familiar a lo desconocido, lo
experimentado a lo no experimentado, el hecho al misterio, lo
real a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo lejano,
lo suficiente a lo sobreabundante, lo conveniente a lo perfecto,
la risa del presente a la dicha utópica». Para los
conservadores, la historia, señala Robert Nisbet, se expresa
no en forma lineal, cronológica, sino en la persistencia de
estructuras, comunidades, hábitos y prejuicios, generación
tras generación. Todas estas aseveraciones son
complementarias. Lo que las sintetiza son las características de
su «visión» de la realidad. Thomas Sowell clasifica las
«visiones» de la realidad en dos categorías: «trágica» y
«utópica». La primera enfatiza y tiene como soporte las
restricciones humanas, mientras que la segunda lo hace en la
posibilidad de supresión de esas restricciones. La primera se
identificaría con la derecha; y la segunda con la
izquierda. Así, pues, una ideología o tendencia política puede
ser clasificada como de «derecha» cuando tiene por
fundamento las restricciones características de la naturaleza
humana; lo que se traduce en el pesimismo antropológico, el
realismo político, la defensa de la continuidad histórica, de la
diversidad cultural y social, de la religiosidad o sentimiento de
«lo sagrado» y de la reforma social frente a la revolución. No
deja de ser significativo que, volviendo por un momento al tema
del psicoanálisis, el filósofo Paul Ricoeur estimara que tenía
como fundamento una visión trágica de la existencia. De
hecho, Freud fue un gran lector y admirador de Arthur
Schopenhauer.

Los dolorosos efectos de la epidemia del COVID-19 han puesto


de relieve la fragilidad de nuestras sociedades y han sometido
a prueba tanto el optimismo de los marxistas como de los
neoliberales; y además, pone en cuestión los fundamentos de
la globalización. Y, a mi modo de ver, favorece, en definitiva,
la visión trágica característica de la derecha.

Después de estas afirmaciones, es preciso igualmente dejar


claro que no puede hablarse de una derecha históricamente
monolítica y homogénea; hay derechas. El plural significa que
existen diferentes formas de comprender y vivir la derecha,
coincidentes en una serie de puntos esenciales de la visión
«trágica» de la vida social y política. De ahí que la derecha
haya alumbrado diferentes «tradiciones». A lo largo de los
siglos XIX y XX, existieron dos tradiciones hegemónicas de
derecha en España: la liberal y la tradicionalista.

El proceso de desarrollo económico de los años sesenta y sus


consecuencias sociales, unido al aggiornamento de la Iglesia
católica en el Concilio Vaticano II, socavaron la cultura política
de la derecha tradicional hegemónica a lo largo del régimen de
Franco. Ya sólo era posible una derecha que aceptara las
reglas del pluralismo social y político. De este proceso
surgieron Alianza Popular y la Unión del Centro Democrático.
Sin embargo, ésta última incurrió en el error «centrista», es
decir, en pretender abarcar distintas ideologías y proyectos en
su seno, Todo valía, lo mismo la socialdemocracia que la
democracia cristiana o el liberalismo, incluso un poco de
falangismo residual. Y todo ello aderezado con el oportunismo
como táctica. Y es que el «centrismo» suele ser la filosofía
política de los mercachifles. Como era previsible, la
experiencia ucedista duró muy poco, siempre presa de sus
contradicciones. Y lo mismo le ha ocurrido a Ciudadanos, que
nunca fue un partido de derechas, sino de «extremo centro» o,
si se quiere, catch-all party, atrapalotodo, sin un proyecto
político claro y preciso. De ahí su pronta desaparición.
Hoy en España sólo hay dos derechas. El Partido Popular y
VOX. El Partido Popular es una organización liberal-
conservadora, plenamente inserta en el neoliberalismo
económico y partidaria del proceso globalizador. Lo más
novedoso es la emergencia de lo que podríamos denominar
«derecha identitaria» o nacional-populista. Surgida al socaire
de las contradicciones del proceso de globalización y de la
lucha entre «cosmopolitas» y «arraigados», la derecha
identitaria no es una tendencia extremista, ya que no pone
en cuestión los fundamentos pluralistas del régimen
demoliberal. Su leitmotiv es la defensa de la identidad
nacional cuestionada tanto por la globalización y el modelo
de construcción europea como por la inmigración masiva,
sobre todo de raíz musulmana. En ese sentido, manifiesta una
posición nacionalista, que se traduce en la defensa del poder
de decisión de los estados nacionales; plantea la
transformación de la Unión Europea en una confederación
de naciones; es proteccionista desde el punto de vista
económico priorizando el mercado interior para que los
empleos que se generen lo ocupen los nacionales; rechaza el
multiculturalismo; se muestra partidaria del control de la
emigración.

Hasta ahora inexistente en España, la derecha identitaria tiene


su concreción en VOX. El movimiento político liderado
por Santiago Abascal ha ido asumiendo posturas claramente
identitarias y reivindicaciones populares. VOX ha ido
asumiendo parte del discurso identitario y transversal y ya
intenta penetrar en el espacio de las clases populares
amenazadas por la crisis económica y social. Es su
destino. No tiene otro. El espacio liberal ha sido ocupado ya
por un Partido Popular que pretende seguir jugando al
«centro», como ha señala a diario su actual líder Alberto Núñez
Feijoo. Es decir, un partido idóneo para la izquierda, como el
liderado por Eduardo Dato durante la etapa crepuscular del
régimen de la Restauración. Y es que en la España actual la
hegemonía ideológica de las izquierdas resulta
abrumadora, incontestable, a unos niveles que rozan la
obscenidad. Cabe incluso negar la condición de derecha al
Partido Popular; ni tan siquiera es un «conservadurismo tibio»,
como el que George Orwell veía en la obra de T.S. Eliot. El
Partido Popular es, en ese sentido, un peligro para el
conjunto de la derecha social. En la dramática situación
actual, busca el consenso con la izquierda actual, y huye de
cualquier planteamiento de pluralismo agonístico. Incluso
sueña, y así lo dice uno de sus portavoces, el inefable José
Manuel García Margallo, un político que se autodefine como
de «extremo centro», con una reedición del bipartidismo de la
Restauración canovista, una especie de paraíso centrista, con
populares y socialistas repartiéndose del poder, al lado de los
nacionalistas vascos y catalanes. En realidad, el Partido
Popular defiende, en su práctica política cotidiana, una especie
de neoliberalismo progresista, muy próximo al del Partido
Demócrata norteamericano, que mezcla un liberalismo
económico a ultranza con la aceptación implícita y ya explícita
del feminismo radical, del multiculturalismo, de los derechos
LGTBI, del aborto y de la ideología de género. De ahí que no
sólo sus elites dirigentes hayan sido incapaces de someter a
crítica puntual el contenido ideológico de tales tendencias, sino
de derogar la legislación promulgada por los socialistas. Un
partido siempre errático y acomplejado que es incapaz de
interpretar aquello que Wilhelm Dilthey denominaba «el espíritu
del tiempo».

También podría gustarte