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Crimen y castigo

Una fría mañana en San Petersburgo, en un viejo edifico destartalado, se


escuchaban los constantes golpes de un arrendador furioso, mientras gritaba
desesperadamente a la persona que se hallaba dentro de la habitación. Mientras
tanto, en esta se encontraba un joven recostado en un sillón, cuestionando sus
decisiones de vida, al mismo tiempo que hacía oídos sordos, a las exigencias del
pago de su arrendador.
Simultáneamente, se lamentaba de su situación.
—“Porque sigo tumbado aquí”— pensó
Hacía ya seis meses que había perdido su trabajo como profesor y proveniente de
una familia sumamente pobre, no podía esperar la ayuda de sus familiares,
lentamente iba perdiendo la esperanza.
—Menuda vida, no hay más que miseria— gritó en alto a la vez que se escuchaba
el grujido de su estómago debido al hambre que pasaba— todo por culpa del
dinero— dijo mientras recordaba a su madre y a su hermana, aquellas mujeres
que lo eran todo para él— no puedo seguir así.
Pensó que debería haber alguna solución y se le vino a la mente la frase que
alguna vez dijo Napoleón Bonaparte.
“La palabra imposible no está en mi vocabulario”
Entonces se levantó del sillón suspirando —igual que hizo él— se dijo para sí
mismo.
De inmediato se acercó a su escritorio, prosiguiendo a rebuscar entre los papeles
que se hallan ahí, tratando de organizar aquellos pensamientos que no habían
cedido durante el último mes. Finalmente, entre tantas hojas encontró un artículo
que había escrito antes de dejar sus estudios, en él resaltaba la frase “el hombre
verdaderamente grande, no debería estar sujeto a la ley”. Al instante se le vino a
la mente el recuerdo de aquella anciana, la conocía bastante bien, era una
prestamista sin escrúpulos que se aprovechaba, de aquellos en situaciones
desesperadas, no podía evitar sentir rabia al ver cómo se enriquecía a costa de
los más vulnerables.
Se preguntó si sería lo más justo matarla, para que de esa manera tomar posesión
de sus riquezas y así aliviar la pobreza de aquellos que tuvieron la desgracia de
recurrir a ella. Luego se dijo así mismo que solo un gran hombre puede hacerlo y
que aquellos que imparten justicia no son seres comunes. De pronto sintió como si
un destello lo iluminara, se cuestionó si acaso él era un solo un hombre común o
uno extraordinario, ya confiado, empieza a arreglarse para salir de su morada, su
puso un sombrero de copa y sujeto un largo bastón. Mientras que finalmente
aquel hombre al otro lado de la puerta se daba por rendido lanzando amenazas al
aire.
Se precipitó hacia fuera del departamento, ya siendo medio día, gran cantidad de
personas caminaban en las ajetreadas calles, paro en seco, reflexionando en lo
absurdo que resultaba la idea de ser un gran hombre, ya que si no fuera porque
hace años le pido dinero a la anciana ya estaría muerto.
Continúo su camino, llegando más tarde a las cercanías de un edificio de
deteriorada apariencia, se adentró en él, subiendo rápidamente por las escaleras,
echo un vistazo y diviso a dos hombres tratando de bajar un gran baúl, uno le
reclamo al otro que disminuyera la velocidad, ya que podrían perder el equilibrio y
caer.
Al parecer unos alemanes estaban por irse y necesitaban el baúl, esto no le causo
mayor impresión y decidió ignorarlo, continuó subiendo hasta el cuarto piso, donde
residía aquella anciana usurera, completamente sola, al pensar en eso no pudo
evitar reír.
Al poco tiempo llegó al cuarto piso, acercándose a la puerta, se detuvo unos
instantes a repasar el plan que tenía. Se cuestionó si era el momento oportuno de
matarla. Tocó el timbre del departamento y segundos más tarde se abrió la puerta,
saliendo de ella una anciana de aspecto decrépito.
Se presentó apresuradamente como Raskolnikov, aquel estudiante que alguna
vez recurrió a ella por su necesidad financiera y que hoy volvía nuevamente en
busca de sustento. Tan pronto como pronuncio estas palabras, la vieja dama
pareció reconocerlo, encarándole por el plazo de una anillo que trajo hace un año,
el cual ya casi expiraba. Raskolnikov le puso en cara que ella le había dicho que
podía esperar. Pero de todos modos no importaba, porque él venía con motivos de
empeñarle un reloj de bolsillo.
Dispuso a entregarle el objeto al tiempo que le decía que era un recuerdo de su
padre.
La anciana observó minuciosamente el reloj y con cara de perplejidad le dijo que
por eso, como mucho, le daba un rublo y medio, descontando los intereses.
Raskolnikov se indignó y le comento que con ese dinero no le alcanza ni para
comer.
La vieja riendo le dijo que le daría menos, si es que no dejaba de molestarla.

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