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Aparecida Cuerpo Afectos y Comunidad Dur
Aparecida Cuerpo Afectos y Comunidad Dur
Cecilia Sosa
UNTREF- CONICET
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reparación afectiva donde los lectores, aún aquellos no necesariamente implicados en la
experiencia del duelo, también son partícipes.
Desde el llamado “giro afectivo”, autores como Sara Ahmed o Jo Labany proponen
acercarse a los textos como cierto modo de prácticas culturales (Ahmed, 2004) o formas
de cultura expresiva (Labanyi, 2010: 229-230). Esto implica leer los textos literarios no
desde la perspectiva de la representación sino como cuerpos capaces de tocarnos,
herirnos, afectarnos. Precisamente, como desafió alguna vez Gilles Deleuze invocando a
Spinoza, un cuerpo no se define por su forma ni como sujeto, sino “por los afectos de los
que es capaz” (2004: 151). En ese marco, Aparecida presenta una complejidad
agregada, acaso paradójica: supone una invitación a adentrarse en el mundo de los
afectos a través de un texto-cuerpo que transita desde un cuerpo desaparecido a cuerpo
aparecido. Para avanzar sobre esta complejidad, se propone un viaje, cuyas distintas
etapas se enlazan y dialogan entre sí.
El retorno a la comunidad
En Las formas comunes: animalidad, cultura, biopolítica, Gabriel Giorgi analiza cómo la
biopolítica de la dictadura intentó borrar el cadáver como evidencia jurídica e histórica
para destruir así “los lazos de ese cuerpo con la comunidad” (2014: 198). Frente a la
producción dictatorial de “cadáveres sin comunidad” que caracterizó el escenario de
secuestro y desaparición forzada durante el terrorismo de estado en Argentina,
Aparecida recorre el camino inverso: se trata de un cuerpo que es recuperado por un
proceso político para una comunidad. El cuerpo de Marta Taboada regresa no solo para
una hija, sino que “aparece”, por así decirlo, enmarcado, en una comunidad que lo
espera, lo reclama y lo cobija. Dillon lo dice en gerundio, acaso marcando cierta
voluntad colectiva que debe persistir en ese intento: “Ahora era nítido, mamá estaba
volviendo” (p. 188). Por eso mismo, ese cuerpo “aparecido” también señala una
victoria, y una forma de “reparación afectiva” (David Eng, 2010). De ese modo,
Aparecida como cuerpo-texto recorre un camino tan transformador como colectivo,
aquel de crear, o acaso de re-crear una comunidad.
Aparecida nombra una comunidad que excede a lo biológico. Ese cuerpo dado de baja el
2 de febrero de 1977 como resultado de “heridas de bala, paro cardíaco traumático” (tal
como consta en la partida de defunción) parecería estar atado a la genética, a lo
forense, y es ciertamente interrogado desde la sangre. Sin embargo, aún cuando es
invocado desde un principio sanguíneo – la reconstrucción de un vínculo filial--, se hace
evidente de que se trata de un cuerpo (y también de un relato) desbordado de toda
contención y certeza biológicas. Es un cuerpo que se libera de una economía
estrictamente familiar para regresar a la comunidad.
Memoria carnal
A lo largo de más de 200 páginas, Aparecida confronta a sus lectores con una insistencia
casi morbosa frente a los restos. El conjunto de huesos enterrados como NN y
recuperados bajo el nombre de Marta Taboada son examinados, descriptos, evaluados.
Hay una impertinencia desmedida en un cráneo, un aletargamiento excesivo frente a un
coxal o un maxilar superior. Se filtra cierto regodeo ante una “cadera zigzagueante” (p.
57), y una obstinación frente a una “mandíbula loca” o el “chasquido de una bolsa de
huesos” (p. 33). En definitiva, esas “cinco piezas óseas, cuatro huesos y una calavera
con su maxilar inferior encastrado” (p. 58) hablan de un modo de concebir el cuerpo
donde los bordes entre lo orgánico y lo inorgánico, entre la vida y la muerte se
encuentran amenazados. Así, Aparecida trae a la superficie un conjunto de restos
corporales, construyendo un tipo de memoria que se encuentra en las antípodas de la
representación. Se trata de una memoria anclada a una práctica, a un hacer. Esa
memoria se inscribe en el cuerpo-relato con insistencia obcecada, como si la inscripción
misma de la palabra acabara de dar forma al resto óseo, terminando de completar algún
sentido que se pega al músculo y que, en definitiva, termina encarnando --nunca más
literalmente-- el relato. De allí, casi 40 años después del golpe militar, el texto de Dillon
permite comenzar a entender la gravedad, el peso de la ausencia. Esa forma de politizar
la materia permite que el resto orgánico se vuelva signo de su propia ausencia (Giorgi,
2014: 200). Más aún, Aparecida habla del peso insoportable de ese cuerpo
“reaparecido”. En algún sentido, el libro de Dillon muestra por qué nunca hubo cuerpos
más pesados que los cuerpos de los desaparecidos.
La polera azul
Los restos de esa memoria tan carnal como afectiva parecen haber quedado
extrañamente adheridos a la ropa que cubría los cuerpos de los activistas asesinados,
que recibió Dillon en una bolsa junto al cuerpo de su madre. Según el equipo de
forenses, algunas de aquellas prendas podrían haber pertenecido a Taboada.
Precisamente, Aparecida muestra hasta qué punto los afectos logran desquiciar
temporalidades lineales. Funcionan como fuerza material que excede los bordes de un
fémur o un coxis, y que siempre está en exceso. Así como una polera azul que una ex
detenida en Brigada Güemes asocia a su recuerdo de Taboada en cautiverio da lugar a un
descubrimiento que corta el aliento, así también Aparecida logra dar cuenta de una
memoria que se inscribe en el presente, que co-actúa y se co-constituye en el encuentro
con otros (Clough, 2010).1
La promesa
Hay una promesa que recorre el libro y aparece anticipada en la cita de Hélène Cixous
que lo inaugura: “Lo intolerable no es que la muerte tenga lugar, sino que sea sustraída,
en la desaparición.” La experiencia del duelo traería consigo una posibilidad de
empoderamiento que, sin embargo, se niega frente a la sustracción del cuerpo. Desde
principios de los 80s, cuando las Madres de Plaza de Mayo enarbolaron la consigna
“aparición con vida”, la materialidad de los cuerpos ha sido para los deudos un lugar de
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llegada, un destino posible. Si el hallazgo de las primeras fosas comunes desestimó las
posibilidades de recuperar esos cuerpos con vida, la consigna se mantuvo como suerte
de reclamo imposible, alimentando un horizonte de lucha en común. Más allá de las
distintas personalidades en los grupos de Madres, el reclamo de “aparición con vida”,
puede ser leído como una forma del afecto, una forma enfurruñada y testaruda de la
memoria que organiza una temporalidad escindida, clavada en los intersticios de las
políticas de la memoria durante los últimos 40 años (Sosa, 2011).
Placeres en el duelo
Por eso mismo, la presencia del resto orgánico, la incómoda insistencia en el cadáver
que recorre Aparecida funciona como continuidad de una política de resistencia. Sin
embargo, esta vez, el cuerpo recuperado señala una nueva instancia en la experiencia
de duelo que reclama cierto goce. Si las emociones asociadas al duelo suelen ser las
emociones “tristes”, como advierte Judith Butler frente al escenario en Estados Unidos
pos septiembre 9/01, en el duelo también anida un principio vital que desarmar
subjetividades pero también las abre a nuevos afectos y reconfiguraciones (Butler, 2004:
21). Aparecida parece llevar a un extremo esta invitación. Lejos de hundirse en la
desolación o la melancolía, el libro de Dillon se recorta como grito furibundo de victoria.
Así muestra cómo el duelo también puede incluir formas de exaltación, efervescencia y
empoderamiento. De hecho, la recuperación de los restos de Taboada también están
atravesados por una boda, la boda de la hija-deuda y su novia-cineasta Carri, también
hija de desaparecidos. Esa radiación de intensidades contrapuestas encuentra a las
novias vistiendo “atuendos oscuros, mitad bailarinas de cancán, mitad dominatrices de
corpiños de goma negro” –aún así, escribe Dillon--. Éramos más nosotras, más lascivas,
más dispuestas a usar el luto para bailar clavando los tacos sobre el dolor, obligándolo a
aullar de alegría” (p. 96).
Humor de guachxs
En los nuevos afectos contenidos en el duelo, Aparecida también incluye una forma del
humor tan oscura y desgarrada, como incisiva, visceral y vertiginosa. En las vísperas del
entierro de su madre, Dillon escribe: “Nos reímos. Nos íbamos a reír a carcajadas toda la
noche. Desde que el entierro tenía fecha, mi cuerpo era la caja de resonancia de unas
risas cristalinas que sonaban a cada rato como perlas sueltas de un collar cayendo por
una escalera de mármol interminable” (p.188). Esas inquietantes, incómodas risas que
resuenan como perlas caídas en Aparecida también hablan de una herencia que recorre
que excede el libro de Dillon. Se trata de la herencia “guacha”, el humor de los hijos de
desaparecidos (o de “los hijis”, al decir de Mariana Eva Perez, otra de las herederas que
hizo del humor desgarrado su forma de intervención)2. Fueron ellos, los descendientes
de los ausentes quienes desde mediados de los 90, autoafirmados como colectivo
H.I.J.O.S., imprimieron una nueva tonalidad afectiva a las luchas por la memoria. Si por
entonces, los hijos apelaron al humor negro para hacer frente y lidiar con su condición
de “guachos” (Sosa 2013), Aparecida redescubre ese registro en clave feminista, acaso
queer. Esos vestigios del humor negro se infiltran en el texto de Dillon y emergen bajo
las órdenes de una cofradía de amigas que actúan como “velority planners” (Dillon, p.
187) o productoras de descarados emprendimientos digitales como “huesitos punto com”
(Dillon, p. 193). Ese humor de “hadas locas” intersecta en cierto tono guachx de aquel
que busca “un parentesco nuevo” (Dillon, p. 108). Sólo en ese marco, dentro de esa
genealogía común que habla de una pérdida compartida, se hace posible organizar “un
funeral postergado como si fuera una fiesta” (Dillon, p. 153).
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Fechado I
Hay que decirlo. Aparecida es un libro fechado. Fue sólo a partir del período político
iniciado en 2003 que un tono afectivo nuevo para dar cuenta de la experiencia pérdida
comenzó a hacerse visible de manera desembozada. Así, en Aparecida, el relato de la
boda de las protagonistas está teñido por otro episodio traumático, un “dolor colectivo”:
la muerte de Néstor Kirchner. La figura del ex presidente parece devenir en una suerte
de líder dentro de una genealogía vicaria que excede lo estrictamente familiar. Después
de todo, ya en 2003, a poco de asumir, Kirchner había declarado: “Somos los hijos e
hijas de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo”.3 Auto-investido bajo la figura de un
hijo político, vicario, el ex presidente mostró por entonces cómo el linaje de la pérdida
podía ser furtivamente habitado por quienes adoptaran el duelo como compromiso
personal. Así también, frente a su muerte, “Albertina y yo nos sumamos como hijas a las
endechas desafinadas por la muerte del líder, el presidente que había revindicado parte
de la generación masacrada” (Dillon, p. 97).4 En ese marco de dolor colectivo se
superponen otras fuerzas donde intersectan trayectorias individuales cobrando nueva
densidad. “Nuestra fiesta se hizo un deber, una necesidad”, dice Dillon (p.97). Es
entonces cuando aquella jerga secreta de los deudos, protegida como tesoro
inconfesable entre víctimas, descendientes directos, en cierto sentido, los “elegidos”,
comienza a circular entre sus herederos más espurios y contemporáneos (Sosa 2013).
Fechado II
Nuevas filiaciones
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sangre pero también con risas, donde los tacos siempre pueden clavarse en el dolor,
“obligándolo a aullar de alegría”.
Bibliografía
Ahmed, Sara. The Culture Politics of Emotion. Londres: Routledge, 2004.
Butler, Judith. Precarious Life: The Powers of Mourning and Violence, London and New York:
Verso, 2004.
Clough, Patricia. ‘Afterword: The Future of Affect Studies’, Body & Society, 16 (2010), 222-230.
Giorgi, Gabriel. Formas Comunes: Animalidad, Cultura, Biopolítica. Buenos Aires: Eterna
Cadencia, 2014.
Deleuze, Gilles. Spinoza: filosofía práctica, Buenos Aires: Tusquets Editores, 2004.
Eng, David, The Feeling of Kinship: Queer Liberalism and the Racialization of Intimacy, Durham
& London, Duke University Press, 2010.
Labanyi, Jo. “Doing things: Emotion, Affect, and Materiality”, Journal of Spanish Cultural
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Perez, Mariana Eva. Diario de una Princesa Montonera, Buenos Aires: Capital Intelectual, 2012.
Sosa, Cecilia. ‘Affect, memory and the blue jumper: Queer languages of loss in Argentina’s
aftermath of violence´, Subjectivity (2015) 8, 358–381.
Sosa, Cecilia, ‘On Mothers and Spiders: a Face-to-Face Encounter with Argentina’s Mourning’,
Memory Studies, 4.3 (2011), 63-72.
Sosa, Cecilia, ‘Humour and the Descendants of the Disappeared. Countersigning Bloodline
Affiliations in Post-dictatorial Argentina’, Journal of Romance Studies, Vol.13.3 (2013), 75-87.
Notas
1 Para un análisis exhaustivo del poder de los afectos en el duelo a partir del episodio de la
polera azul ver Sosa, C., ‘Affect, memory and the blue jumper: Queer languages of loss in
Argentina’s aftermath of violence´, Subjectivity (2015) 8, 358–381.
2Ver Mariana Eva Perez, Diario de una Princesa Montonera (Buenos Aires: Capital Intelectual,
2012).
3Citado en el discurso frente a la Asamblea General de Naciones Unidas (25 de septiembre de
2003).
4 El subrayado es mío.
CECILIA SOSA
UNTREF- CONICET
sosaceci@gmail.com
Cecilia Sosa es socióloga (UBA) y periodista cultural. Realizó un Master en
Goldsmiths (University of London) y es Doctora en Drama por Queen Mary
(University of London). Su libro, premiado por la AHGBI, Queering Acts of
Mourning in the Aftermath of Argentina’s Dictatorship (Tamesis Books, 2014)
explora las nuevas filiaciones y afectos surgidos en la posdictadura argentina. Es
autora de artículos en revistas internacionales como Memory Studies; Theory,
Culture & Society; Journal of Latin American Cultural Studies y E-misférica,
entre otros. Fue investigadora posdoctoral en University of East London y acaba de
ser nombrada investigadora adjunta de CONICET (Universidad Nacional Tres de
Febrero).
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