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QWERTY
Los primeros humanos al observar la primera noche creyeron que el sol no volvería a nacer
jamás. Podemos sonreír ante su ignorancia pero la reproducimos ante el medio inorgánico
en que estamos inmersos. ¿Cuántos de nosotros, exceptuando a los especialistas, saben
cómo funciona el televisor, la computadora, el automóvil, el teléfono? Nos parece que las
máquinas siempre han estado allí, como el aire y las montañas, y no podemos entender el
mundo sin ellas.
POIU
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Yost y Remington, entraron por millares en el mundo del trabajo de oficina y desde
entonces no han hecho sino ganar los puestos que legítimamente les corresponden.
La resistencia fue poderosísima; en países tan atrasados como el nuestro duró por lo
menos hasta la década pasada. En los noventa, veinte años después de que habían aparecido
en Nueva York y Londres las secretarias, un joven mexicano, Federico Gamboa, escribió
un cuento escandalizado: “El primer caso” de una joven que es la primera que entra en un
despacho y, “consecuentemente”, la primera que da a luz un hijo sin padre en una nueva
maternidad.
James Smathers fabricó en 1920 las primeras máquinas eléctricas. Pasaron cuarenta
años antes de que se generalizaran: su actual ubicuidad proviene de 1961, cuando la IBM
lanzó al mercado su modelo. La descendencia de la vieja Remington es infinita: máquinas
de contabilidad, taquigrafía, Braille, repetidoras, multígrafos, máquinas de protocolo,
teletipos. Los antiguos maestros del oficio aún recuerdan la (nada lejana) época heroica en
que cuanto recibían los periódicos era un telegrama que la imaginación y el conocimiento
del redactor debían convertir en noticia o crónica. En los anales del periodismo mexicano
es legendario el cable que llegó en 1936 con cuatro palabras: “Incendio en Picadilly
Circus”. El encargado de su desarrollo tomó literalmente las dos últimas y escribió sobre
payasos y jirafas en llamas y elefantes hechos picadillo.
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Entre los libros que faltan por hacer y no se harán nunca ni siquiera en la época de
la explosión bibliográfica, se encuentra el estudio de cómo afectó la máquina de escribir a
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la literatura. No hay muchos datos al respecto. Se sabe que uno de los primeros, o el
primero, que escribió directamente a máquina, fue Henry James. Un siglo después abundan
todavía los escritores que no trabajan sino a mano y consideran un sacrilegio hacerlo a
máquina o no contestar en esta forma su correspondencia.
Otros no pueden siquiera pensar si no ven en letras de molde lo que dicen. Para
Martín Luis Guzmán el ruido de la máquina resultaba estimulante. En un ensayo juvenil ha
contado que se encerraba con la suya para hacer improvisaciones a oscuras, como un
pianista. En general, los escritores que aprendieron mecanografía tienen la facilidad de
pasar pronto en limpio sus originales pero no pueden hacer prosa a máquina. Quienes
componen directamente suelen ser los que escriben con dos dedos, o con uno (pero a gran
velocidad) como sucede con Carlos Fuentes. Por su parte, los periódicos esperaron hasta los
veintes para no admitir más que originales mecanografiados. Quedan algunos especímenes
(como este redactor) que provocan la furia de los impresores y son acusados de cambiar
tanto que parecen entregar páginas manuscritas con algunas correcciones a máquina.
Acaso fue Ezra Pound el primero que hizo poemas a máquina. Hoy muchos poetas
escriben así. Este hecho explica que la lectura poética se haya vuelto también una
experiencia visual: la máquina se atreve en espacios por donde la mano no se aventura. Esto
ha provocado que las imprentas recarguen en un veinte por ciento la impresión de versos,
con lo cual se reduce aún más el estrecho margen que tienen los poetas para ser publicados
comercialmente.
Pero como han dicho Derry y Williams en su Historia de la tecnología que acaba de
publicar Siglo XXI, la máquina de escribir es una imprenta en miniatura. Con el auxilio de
la fotocopiadora puede multiplicar potencialmente al infinito un texto o un conjunto de
textos. Hans Magnus Enzensberger ha estudiado las posibilidades subversivas de este
hecho. Las autoridades soviéticas tienen su pesadilla en el samizdat. Si allí opera a base de
mimeógrafos y papel carbón, su poder es inimaginable en países donde las máquinas Xerox
están, como suele decirse, al alcance de todos. Hasta hoy el mayor uso de esta tecnología
paralela que amenaza a los poderes establecidos es más poética que política. Al ver
cerradas las posibilidades del mercado editorial, un poeta puede hacer circular cien
ejemplares de sus trabajos por una fracción mínima de lo que le costaría imprimir el más
modesto de los libros.
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