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La máquina de escribir (1878-1978)

En Inventario. Antología, Tomo I, México, Ediciones Era, 2017, pp.320-326

José Emilio Pacheco

QWERTY

Los primeros humanos al observar la primera noche creyeron que el sol no volvería a nacer
jamás. Podemos sonreír ante su ignorancia pero la reproducimos ante el medio inorgánico
en que estamos inmersos. ¿Cuántos de nosotros, exceptuando a los especialistas, saben
cómo funciona el televisor, la computadora, el automóvil, el teléfono? Nos parece que las
máquinas siempre han estado allí, como el aire y las montañas, y no podemos entender el
mundo sin ellas.

El periodista en 1978, capaz de ver lo que redacta en su pantalla electrónica y aun


de borrarlo y corregirlo, difícilmente habrá dedicado un segundo a recordar que en este año
cumple su centenario la máquina cuya extensión y metamorfosis está manejando.

Durante el lustro que vio su nacimiento aparecieron también el teléfono (Bell), la


lámpara de filamento de carbón y el fonógrafo (Edison), el motor de combustión (Brayton)
y el de gas (Otto). Como todo producto humano, la máquina de escribir fue una obra
colectiva y cien años después no ha dejado de perfeccionarse.

Richard N. Current estudió a sus precursores e inventores. En 1714 el inglés Henry


Mill patentó una “máquina artificial para imprimir o transcribir letras”. Un inventor francés
presentó un artefacto que estampaba caracteres en relieve a fin de que los ciegos pudieran
leer. El estadounidense William Austin Burt diseñó en 1829 un aparato al que llamó
“tipógrafo”. En la gran Exposición Universal de París en 1851 el francés Pierre Foucault
mostró un mecanismo de escritura que compartía los defectos de sus antecesores: ser de
arduo manejo y mucho más lento que la mano.

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El primero en lograr la aceleración fue Christopher Latham Sholes. En compañía de


otros inventores —Byron, Brooks, Densmore, Glidden y Yost— presentó un nuevo
proyecto a E. Remington and Sons, armeros de Ilion, Nueva York. En 1872 la máquina
Remington modelo 1 salió al mercado. Aunque en esencia era el mismo instrumento que
hoy manejamos, no logró éxito comercial pues tenía el grave defecto de escribir sólo
mayúsculas. Es fama que Mark Twain compró una y presentó a sus editores el primer
original mecanografiado de la historia.

En 1878 Yost añadió un simple resorte que permitió la impresión de mayúsculas y


minúsculas. Nació la Remington modelo 2 y su éxito fue tan avasallador que, sin
exageración, cambió el mundo. Tal vez sin ese resortito las mujeres hubieran tardado
mucho más tiempo en abandonar la esclavitud doméstica e industrial. Gracias a Sholes,

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Yost y Remington, entraron por millares en el mundo del trabajo de oficina y desde
entonces no han hecho sino ganar los puestos que legítimamente les corresponden.

La resistencia fue poderosísima; en países tan atrasados como el nuestro duró por lo
menos hasta la década pasada. En los noventa, veinte años después de que habían aparecido
en Nueva York y Londres las secretarias, un joven mexicano, Federico Gamboa, escribió
un cuento escandalizado: “El primer caso” de una joven que es la primera que entra en un
despacho y, “consecuentemente”, la primera que da a luz un hijo sin padre en una nueva
maternidad.

Es posible que la inspiración de la máquina de escribir haya sido el piano. Lo cierto


es que el teclado de la Remington desencadenó un engranaje tecnológico del que salieron
desde el linotipo hasta la computadora. Por lo pronto, hacia 1890 se logró un nuevo avance:
máquinas que permitían ver la página escrita. Al mismo tiempo se instituyó el método de
mecanografía al tacto y se difundieron las escuelas comerciales por todo el mundo. La
expansión que la máquina de escribir permitió a la industria y el comercio sólo es
comparable en magnitud a su más aterradora consecuencia: el papeleo burocrático, el oficio
con cincuenta copias inútiles, que hubiera sido imposible en la época de los amanuenses.

En 1909 Frank S. Rose presentó la primera máquina portátil. En realidad tenía un


peso descomunal y era mucho menos eficiente que las normales. La máquina ligera y
transportable que hoy fabrican todas las compañías es un invento muy posterior: se debe a
Gutierre Tibón, quien empleó el dinero de la patente en estudiar a nuestro país.

James Smathers fabricó en 1920 las primeras máquinas eléctricas. Pasaron cuarenta
años antes de que se generalizaran: su actual ubicuidad proviene de 1961, cuando la IBM
lanzó al mercado su modelo. La descendencia de la vieja Remington es infinita: máquinas
de contabilidad, taquigrafía, Braille, repetidoras, multígrafos, máquinas de protocolo,
teletipos. Los antiguos maestros del oficio aún recuerdan la (nada lejana) época heroica en
que cuanto recibían los periódicos era un telegrama que la imaginación y el conocimiento
del redactor debían convertir en noticia o crónica. En los anales del periodismo mexicano
es legendario el cable que llegó en 1936 con cuatro palabras: “Incendio en Picadilly
Circus”. El encargado de su desarrollo tomó literalmente las dos últimas y escribió sobre
payasos y jirafas en llamas y elefantes hechos picadillo.

Así como tuvimos que acostumbrarnos a la fotocomposición, tendremos que


habituarnos a que el rumor de las redacciones ya no sea nunca más el de las máquinas de
escribir. Seguirán algún tiempo con nosotros. Pero llegará un día en que la pantalla
electrónica se produzca en masa y cueste lo que una calculadora. Entonces se conectarán
con la “memoria” de una editorial y desde su casa los autores producirán sus libros. Se
habrá hecho realidad, con las adecuadas modificaciones tecnológicas, aquel don que sus
amigos atribuían a Max Aub: escribir directamente al linotipo.

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Entre los libros que faltan por hacer y no se harán nunca ni siquiera en la época de
la explosión bibliográfica, se encuentra el estudio de cómo afectó la máquina de escribir a
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la literatura. No hay muchos datos al respecto. Se sabe que uno de los primeros, o el
primero, que escribió directamente a máquina, fue Henry James. Un siglo después abundan
todavía los escritores que no trabajan sino a mano y consideran un sacrilegio hacerlo a
máquina o no contestar en esta forma su correspondencia.

Otros no pueden siquiera pensar si no ven en letras de molde lo que dicen. Para
Martín Luis Guzmán el ruido de la máquina resultaba estimulante. En un ensayo juvenil ha
contado que se encerraba con la suya para hacer improvisaciones a oscuras, como un
pianista. En general, los escritores que aprendieron mecanografía tienen la facilidad de
pasar pronto en limpio sus originales pero no pueden hacer prosa a máquina. Quienes
componen directamente suelen ser los que escriben con dos dedos, o con uno (pero a gran
velocidad) como sucede con Carlos Fuentes. Por su parte, los periódicos esperaron hasta los
veintes para no admitir más que originales mecanografiados. Quedan algunos especímenes
(como este redactor) que provocan la furia de los impresores y son acusados de cambiar
tanto que parecen entregar páginas manuscritas con algunas correcciones a máquina.

Acaso fue Ezra Pound el primero que hizo poemas a máquina. Hoy muchos poetas
escriben así. Este hecho explica que la lectura poética se haya vuelto también una
experiencia visual: la máquina se atreve en espacios por donde la mano no se aventura. Esto
ha provocado que las imprentas recarguen en un veinte por ciento la impresión de versos,
con lo cual se reduce aún más el estrecho margen que tienen los poetas para ser publicados
comercialmente.

Pero como han dicho Derry y Williams en su Historia de la tecnología que acaba de
publicar Siglo XXI, la máquina de escribir es una imprenta en miniatura. Con el auxilio de
la fotocopiadora puede multiplicar potencialmente al infinito un texto o un conjunto de
textos. Hans Magnus Enzensberger ha estudiado las posibilidades subversivas de este
hecho. Las autoridades soviéticas tienen su pesadilla en el samizdat. Si allí opera a base de
mimeógrafos y papel carbón, su poder es inimaginable en países donde las máquinas Xerox
están, como suele decirse, al alcance de todos. Hasta hoy el mayor uso de esta tecnología
paralela que amenaza a los poderes establecidos es más poética que política. Al ver
cerradas las posibilidades del mercado editorial, un poeta puede hacer circular cien
ejemplares de sus trabajos por una fracción mínima de lo que le costaría imprimir el más
modesto de los libros.

A semejanza de las demás máquinas, la de escribir fue un logrado intento de ampliar


las capacidades y romper las limitaciones humanas. Ha causado infinitamente menos
problemas que el automóvil y nadie, que sepamos, la impugna todavía. Pero en el actual y
generalizado desencanto respecto al progreso, no faltará quien compare su caso con el de
las máquinas de afeitar: el último modelo eléctrico no corta la barba tan eficazmente como
la primitiva navaja libre que ya pocos barberos usan o saben usar.

La máquina de escribir complica el trazo de la línea divisoria entre el trabajo


manual y el intelectual: hundir sus teclas es una de las tareas más fatigosas que existen y de
las que causan el mayor número de enfermedades profesionales. La máquina puede
envenenar el espíritu de quien la golpea (o como expresó el poeta peruano Sebastián
Salazar Bondy, la hace galopar “como un pequeño caballo [...] en busca de la fuente del
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orgullo donde la muerte muere”) y convertirlo en un ser mezquino, susceptible, soberbio,
envidioso, ávido de elogios. Asimismo, a juicio de Anthony Burgess,

Escribir libros es agotador para el cerebro y atormentador para el cuerpo. Engendra


adicción al tabaco, excesiva confianza en la cafeína y la dexedrina. Provoca
hemorroides, dispepsia, ansiedad crónica, impotencia sexual. Tras cada nuevo libro
malo que nos dan para reseñar yacen sufrimientos inexpresados y una diminuta
esperanza

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Como el libro que es su producto final, la máquina de escribir no tiene existencia


alguna en sí misma. Es un espejo y un instrumento de quien se le pone enfrente y nadie
puede esperar de ella lo que no traiga de antemano en sí mismo. En una máquina portátil o
de oficina, eléctrica o mecánica, con pantalla o sin algunas teclas, se pueden escribir
poemas o sentencias de muerte, tratados filosóficos o anónimos que conduzcan al suicidio a
su víctima, textos que liberen e iluminen o que enajenen e imbecilicen. Los señores
Remington no sabían en 1878 que estaban fabricando al margen de sus escopetas la más
peligrosa de sus armas.

Porque en última instancia la máquina de escribir es la herramienta que hace visible


lo invisible, que da materialidad a las ideas al encarnarlas en palabras. Es la casa de las
palabras y todo su poder se encierra en un mínimo teclado. Como escribió Leo Rosten,

las palabras cantan, hieren, enseñan, santifican... Nos liberaron de nuestra


ignorancia y nuestro pasado bárbaro. Porque sin estos maravillosos garabatos que
hacen palabras, sistemas, credos y ciencias a partir de las frases, estaríamos para
siempre confinados en la solitaria prisión del calamar o el chimpancé... Vivimos y
morimos por las palabras.

18 de septiembre de 1978, n.98

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