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El mal llamado “darwinismo social” y la falacia

naturalista:
dos lacras a distinguir de la teoría de Darwin
Juan Moreno Klemming
Departamento de Ecología Evolutiva, Museo Nacional de Ciencias Naturales (CSIC),
José
Gutierrez Abascal 2. 28006 Madrid. E-mail: jmoreno@mncn.csic.es

Es evidente que muchas críticas científicas o políticas del darwinismo se basan en


la errónea concepción de que la teoría sobre evolución por selección natural
postula que la naturaleza es un sangriento cúmulo de procesos competitivos que
ha resultado en un orden natural beneficioso para algo y por tanto moralmente
aceptable. Este supuesto postulado del darwinismo ha suscitado
comprensiblemente un rechazo general entre muchos científicos, humanistas y
ciudadanos de diversas corrientes políticas. La idea de que el orden natural es
éticamente aceptable se ha denominado “la falacia naturalista”(Moore1903) y se
suele basar de forma más o menos explícita en tres premisas falsas:
1) El orden natural expresa procesos tendentes a algún fin u objetivo; 2) El fin u
objetivo debe ser algo admirablemente perfecto; 3) Como el fin es algo perfecto,
las etapas
conducentes a dicho fin deben caracterizarse por una aproximación constante a
dicha perfección.

Aunque se achaca al darwinismo la lacra de postular que el orden natural es


moralmente intachable, la realidad es que Darwin dejó muy claro que el orden
natural se basa en procesos evolutivos que no tienden a, ni persiguen fin alguno.
Dado que no hay objetivo alguno en la evolución, las etapas intermedias no
muestran ninguna propiedad éticamente interesante, es decir lo que observamos
es totalmente amoral. Por tanto, el darwinismo rechaza de plano la falacia
naturalista y no deduce ninguna consecuencia ética de los procesos naturales que
observamos.

¿De dónde procede la curiosa idea de que el darwinismo defiende la moralidad del
orden natural? Seguramente de la lectura de uno de los filósofos más perniciosos
del siglo XIX, Herbert Spencer, que tergiversó el pensamiento evolutivo hasta
límites extremos, empleando para ello la vieja idea de Aristóteles sobre la escala
de perfección tendente, como no, al ser humano. Spencer creía que el orden social
establecido era una consecuencia de un proceso evolutivo imparable de
perfeccionamiento, que los procesos naturales expresaban esa finalidad de
perfeccionamiento manifestada en las sociedades europeas de su época, y que
por tanto la dominación de unos por otros, ya fueran estamentos sociales o etnias
enteras, estaba moralmente justificada, pues era natural. Imbuido de ideas
lamarckistas sobre los efectos de la voluntad superadora, siempre despectivo con
respecto al papel de la selección natural, Spencer fue aplaudido por los defensores
del orden establecido y fundó el mal llamado “darwinismo social” al postular que el
orden natural era bueno, porque beneficiaba el progreso de la humanidad hacia un
objetivo de perfección moralmente intachable. Se supone que lo de“darwinismo”
venía de la defensa spenceriana de la realidad de la evolución, no de que aceptara
ala selección natural como su mecanismo.
Cualquier lector de las novelas de Jack London (un ejemplo extremo se puede leer
en su novela autobiográfica “Martin Eden”) habrá podido comprobar la enojosa
influencia de estas ideas y la confusión que introdujo en las mentes de muchos
progresistas. Para London y muchos spenceristas que creían basarse en una
teoría científica, la fuerza, el coraje y las ansias de perfección eran algo natural
porque llevaban al triunfo social, y al ser naturales eran éticamente encomiables.
La interpretación difería según los intereses particulares de cada uno. Si para Jack
London lo natural, y por tanto moral, era la lucha
por el ascenso social, para los militaristas alemanes de la primera guerra mundial,
lo natural era la conquista de recursos de otros países por la fuerza (Crook 1994).
Si el uso de la fuerza era algo natural, y los propios militaristas hacían denodados
esfuerzos por demostrarlo en carne ajena, debía ser algo bueno para cumplir algún
objetivo de perfeccionamiento de la especie humana. La última conclusión de que
lo natural es bueno por ser natural fue la de los nazis. Para ellos los grandes logros
del pueblo alemán eran el resultado de algo “natural” como la supremacía racial, y
por lo tanto bueno y admirable. Si era bueno y admirable, había que llevar dichos
éxitos hasta sus últimas consecuencias. Este batiburrillo confuso derivado de las
ilusas especulaciones de un filósofo de segunda y del voluntarismo lamarckista, ha
sido desafortunadamente mezclado con el nombre del fundador de la teoría sobre
evolución por selección natural. Ser tergiversada por ignorantes es, sin duda, la
mayor desgracia que le puede pasar a una teoría científica. Ni Spencer, ni London,
ni los militaristas alemanes ni fascistas de diverso pelaje entendieron nunca la
teoría de Darwin.

Actualmente se sigue utilizando de forma errónea la tautología spencerista como


martillo para golpear a la teoría científica menos finalista jamás planteada. Suelen
mezclarse dos argumentos contradictorios en cierta crítica antidarwinista. Por un
lado, se resalta que hay muchos procesos de cooperación en la naturaleza y que
no todo es competencia feroz por la propagación genética. Como la selección
natural se basa en la competencia por recursos limitantes, la teoría deja sin
explicar estos fenómenos. Este argumento se rebate mostrando que no hay
competidor más exitoso en ciertas circunstancias, que el que coopera con otros. La
unión hace la fuerza para competir con éxito. La selección natural es el motor de la
cooperación allí dónde se encuentre. Por otro lado, se utiliza la propia falacia
naturalista para atacar resultados de la investigación que no gustan. Si se
descubren procesos de competencia desaforada en la naturaleza y se interpretan
como adaptaciones los mecanismos para competir, el latiguillo de los críticos es
que se están justificando moralmente los procesos descubiertos. Si se estudian las
consecuencias de procesos de selección natural para la conducta humana, llueven
las críticas de todo bien pensante en base a que los estudiosos son defensores de
dichas consecuencias. Sin embargo, a muchos darwinistas como Huxley (1894),
Williams (1989) o Dawkins (2003), los productos de la selección natural nos
parecen en muchos casos éticamente repugnantes. Esta reacción de rechazoes
comprensible, pero es más acertado olvidarnos de los criterios con los que
evaluamos la conducta de nuestros semejantes y asumir la total carencia de ética
en los fenómenos naturales. Darwin dedujo de dicha falta de moral en los procesos
que estudió que la naturaleza era totalmente amoral y que la evolución no podía
estar guiada por finalidad alguna, ni divina ni humana. A los que critican el
spencerismo (no darwinismo) social, pero aplican igual que Spencer (que no
Darwin) la falacia naturalista, un darwinista puede replicar:

1) Estudiar algo no significa aceptarlo como bueno. Estudiar la historia del


genocidio nazi o la guerra de las cruzadas no significa aprobar dichos procesos
históricos.

2) La naturaleza no tiene moral. Tiene tanto sentido buscar la moral en la conducta


de un parasitoide que inyecta su huevo en una oruga anestesiada para que la larva
la devore viva desde dentro, como preguntarse por la moral del estallido de una
supernova. Si la moral no se mezcla en la astronomía o en la física cuántica, no
tiene porque mezclarse en el estudio de la evolución biológica.

3) No se puede criticar la falacia naturalista como fue empleada políticamente en


el siglo XX, y al mismo tiempo emplearla para frenar la
investigación que resulte en datos desagradables. Hay que ser consecuente. La
competencia no esfalsa porque si existiera sería necesariamente buena, ni la
cooperación es buena porque es natural. Lo natural no es ni bueno ni malo, y el
bien y el mal son conceptos inapropiados para estudiar procesos naturales.

Ante estos argumentos surge la pregunta: ¿De dónde provienen entonces los
criterios éticos que no debemos aplicar a los procesos naturales, pero sí en
nuestra vida cotidiana? ¿Está la moral fuera del ámbito científico? Aquí existe un
debate entre los que como Huxley, Williams y Dawkins defienden que las
capacidades mentales humanas les han permitido rebelarse contra la tiranía de los
genes y crear una superestructura ética ajena a nuestra biología, y los que como
Wilson (1978) o De Waal (1996, 2006) propugnan que nuestra moral se basa en
las propensiones sociales que hemos heredado de nuestros ancestros primates. El
debate filosófico es mucho más antiguo. Por ejemplo, ya en el siglo XVIII, Kant
defendía una ética racional y bien argumentada, mientras Hume propugnaba una
moral asociada a los sentimientos y pasiones más básicas. Ambas propuestas no
son mutuamente excluyentes (Hauser 2006). Es indudable que sin la base de
nuestras pulsiones más básicas de simpatía o animadversión apoyadas en la raíz
biológica social de los primates, la ética kantiana no se sostiene. Pero también
parece verosímil que el tremendo desarrollo de la corteza cerebral seleccionada
para competir en un ambiente difícil haya terminado por producir como
subproducto una contemplación de las interacciones sociales en función de sus
consecuencias negativas o positivas para otros seres humanos, base del
imperativo categórico kantiano. Esta clasificación de las consecuencias ha podido
generalizarse posteriormente a cualquier proceso natural observado. Aunque la
visión moral es encomiable en la vida cotidiana y nos permite vivir en sociedad, no
es nada recomendable en el estudio científico de cualquier problema.
Las teorías finalistas de Spencer, no el darwinismo, estimularon ciertas ideologías
políticas durante el siglo XX. Probablemente, sin estas teorías, el militarismo y las
ideologías racistas hubieran prosperado igual, pues los genocidios y guerras
anteceden a cualquier filosofía conocida. Pero sin el barniz pseudocientífico del
spencerismo, el militarismo y el racismo hubiera necesitado otra justificación
ideológica (la hubieran encontrado sin duda). La falacia naturalista también fue
empleada al revés bajo el régimen de Stalin. Si la cooperación y el altruismo eran
la base de la sociedad socialista, estos fenómenos, siendo moralmente admirables,
debían ser también naturales. Bajo el charlatán lamarckista Lysenko, solo se
permitían estudios que demostraran cooperación entre organismos(el castigo por
detectar otro tipo de fenómenos era poco benévolo). La falacia naturalista
implicada en el spencerismo se criticó justificadamente al principio, para pasar a
ser asumida como propia por la crítica anti darwinista en tiempos recientes. Bajo el
paraguas de la falacia naturalista, se ha pretendido imponer un lysenkoismo
de baja intensidad (con condenas públicas, pero sin purgas) al estudio de procesos
naturales, con la consigna de que sólo se pueden descubrir fenómenos
moralmente intachables, pues todo lo demás sería producto de los prejuicios del
investigador (se suele añadir algún “ismo” al término prejuicio).

Es indudable que los argumentos filosóficamente falaces no valen para justificar


acuerdos sociales de ningún tipo. Ciertos estamentos religiosos que predican la
infinita superioridad humana sobre las bestias, defienden que ciertos arreglos
sociales como uniones civiles entre personas del mismo sexo, son condenables
porque dichos lazos sexuales son supuestamente “contra natura”. Al mismo tiempo
ensalzan el celibato absoluto voluntario. Aún suponiendo que las relaciones
homosexuales no se produjeran entre los animales (algo que no se sostiene
empíricamente) y que sí se observara el celibato voluntario (algo desconocido
hasta la fecha), el argumento sigue siendo falaz. Pero tampoco se puede aceptar
este tipo de argumentos por parte de feministas y progresistas varios. Sea un
obispo o un intelectual bien pensante quién la utilice, la falacia naturalista es falsa
de raíz e invalida cualquier argumento basado en ella.

El empleo de la falacia naturalista y la mención del darwinismo en vano tienen


manifestaciones profundamente desagradables. Hace unos meses,un psicópata
finlandés asesinó a sangre fría y en masa a varios conciudadanos con un fusil
automático, reclamando que estaba limpiando a la sociedad de individuos débiles y
por tanto inadaptados, y para colmo reclamándose como“darwinista” social.
Psicópatas diversos han utilizado las más peregrinas ideas para justificar sus
barbaridades. Pero la mención del darwinismo en el discurso de este psicópata y
muchos otros que le antecedieron, demuestra que no hemos sabido explicar
claramente que nada es encomiable sólo por ser natural, y que la selección natural
no tiene nada de admirable en cuanto a su funcionamiento sino todo lo contrario.
Intentar emular a un proceso amoral bajo criterios morales y ejemplarizantes es un
sinsentido hasta para un psicópata. La popularidad de la falacia naturalista es, en
parte, la causa de aberraciones como ésta. Habrá que seguir repitiendo el mensaje
de la amoralidad natural hasta que la falacia naturalista desaparezca de entre
nosotros. Sólo entonces, nos libraremos del estigma del mal llamado “darwinismo
social”.

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