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EL FUNERAL

Yerto y rígido yace sobre el tálamo,

su desnuda juventud se exhibe sin pudor.

En su gesto hierático se advierten, aún,

las marcas de dolor de la cruel agonía.

Con esmerada atención por el detalle,

con un cuidado exquisito,

van disponiendo, familiares y amigos,

todo lo necesario para las solemnes exequias.

En una esquina, unos amigos recuerdan

sus últimos momentos y su juventud interrumpida,

abrazándose entre porqués, que no esperan respuesta.

Otros reprimen su llanto, avergonzados de que

les vean llorar y lamentarse.

La madre mantiene un aspecto sereno, templado,

de angustia contenida, camuflando su sufrimiento

en una mueca que simula una sonrisa de gratitud.

Intenta, sin éxito, sosegar su alma vaciada

y ahogar el grito mudo de su corazón,

que ansía partir con él,

mientras una voz dulce y apacible

trata de reconfortar su atribulado ánimo,

atravesado por el cuchillo de la congoja.


Se siente desgraciada al pensar que ya

no volverá a verlo ni recibirá su caricia

de consuelo en las largas noches de soledad.

Antes de partir para su fría morada

tomó con fuerza sus manos entre las suyas,

y lo besó y lo abrazó,

como había hecho tantas veces,

mientras en su pecho sentía como

si una mortaja oprimiese su corazón.

A las cinco de la tarde lo llevaron a enterrar.

Un sacerdote le dedicó varias plegarias,

bajo un reverente silencio,

mientras lo humedecía de virtud con su hisopo.

Sobre su féretro derramaron delicadas flores

antes de ser cubierto de tierra y de gloria.

En su epitafio, la madre inscribió estas palabras:

" La homicida muerte te ha arrebatado de mi lado

tiñendo mi cielo de gris desconsolado.

En mi corazón, vestido de luto, nunca prenderá

la triste flor del olvido "

Una vez más la muerte ha sido honrada

y el dolor, celebrado.

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