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No hay percepción colectiva.


Lo comprobó Ana, quince minutos después de que la noticia llegara a sus oídos.
Diego Armando Maradona había muerto, no existían palabras sutiles que dijeran lo
indecible.
En el mundo, azotado por una pandemia que llevaba más de un año arrasando con millones
de vidas, el veinticinco de noviembre fue la fecha que marcó a fuego el almanaque, cuando
aquel
cabecita negra, capaz de alcanzar lo más alto de la gloria, arrimó al desenlace.

Sesenta años evadiendo la realidad con una pelota, desde las zonas humildes directo al
cielo, llevando luz a todas esas casas donde las monedas no relucían. Más de dos décadas
sacando de la tristeza a cada rincón del país, que no tenían muchas más razones para
hacerlo. Regalando como una ofrenda,el don de la euforia al que rascaba la olla en su casa,
mientras esperaba que Diego entrara a la cancha con la celeste y blanca, a causar la
emoción apenas comparable a la que podía sentirse en un cumpleaños.

El éxito de Maradona había sido la vía de salvación para toda una generación condenada a
la relegación por su origen. El futuro definitivamente podía ser otro, a base de sueños y
perseverancia. Cuando no había trabajo, cuando no había comida, entre tanta desventura,
había Maradona. Maquillando el infortunio, aportando un sostén anímico a la gente
golpeada por el tedio hasta el hartazgo.

Ídolo popular, genio y figura, si era un dios, era de barro. Barro de los potreros de Villa
Fiorito, donde había crecido escuchando a su mamá fingir dolor de estómago para cederle
el plato de comida, o a su papá pedir las monedas que le permitieran llevar a su “pelusa” a
entrenar.

Ningún olimpo del fútbol pudo alejarlo de ese lugar aunque medio planeta se postrara a sus
pies. Diego sabía que el costo de ser políticamente incorrecto era alto, pero para quien
nunca tuvo nada, renunciar a los ideales era un precio impagable.

Así fue despertando pasiones desde los pies y desde la palabra, con sus cuestionamientos
incesantes a los poderosos, con sus repetidas acusaciones a la entidad internacional del
fútbol, con su reivindicación de las islas malvinas tras la dictadura, con la crítica severa
hacia la iglesia en la que dejó de creer el día que vió como besaba la panza de los pobres
mientras acumulaba el oro en el vaticano. Sin declararse nunca un hombre de izquierda
manifestó simpatía por la revolución cubana y apoyó a los organismos de derechos
humanos en luchas populares como las de los jubilados. Incluso en Italia,llevó la fiesta a
los sectores pobres,con la posibilidad de una revancha futbolera contra ese norte rico que
acumulaba todos los títulos deportivos.

Siempre del lado de los débiles. Nunca de los dirigentes e inversores. No por
revolucionario, sino por pobre. Una impronta que lo acompañó por el resto de su vida, aun
cuando la vorágine de la plata fácil, la fama, y el reconocimiento masivo lo llevaran al
repudio de sus actos personales. Denuncias de violencias, desconocimiento de hijos en
relaciones circunstanciales, vínculos poco claros con la mafia napolitana, consumo de
drogas excesivo, y todo aquello que los “estándares de humanización” invitaban a
condenar. Pero nada impediría la gestación de una ideología maradoniana que, excediendo
los límites del deporte, se instalaría en lo más intrínseco de las personas.

Treinta y dos años le llevó a Ana comprender esa idolatría capaz de separar a la persona del
deportista. Eran las doce del mediodía cuando, preparada para iniciar su clase virtual,
empezó a recibir las llamadas de las familias que, acongojadas como quien despide a un ser
querido, se justificaban anticipando la inasistencia: “usted me va a disculpar Seño, pero
hoy no puedo… pensará que estoy loco Seño, pero yo me llamo Diego por Maradona vió”.

Sin demasiadas opciones, Ana comunicó a la directora de la escuela donde trabajaba como
docente de música, que su clase del día quedaría suspendida por falta de estudiantes. Con
una mano cerró la computadora mientras que con otra tomaba el control remoto, dispuesta a
pasar el resto del dia mirando y escuchando todo sobre aquel hecho histórico.
Una multitud despidiendo al astro en la casa rosada de Buenos Aires. Eso generaba
Maradona. En un país en el que las personas no podían velar a sus muertos por protocolo,
ni trabajar sin un permiso que los habilite, ni despedirse de sus seres queridos agonizantes,
un pueblo con más lágrimas que palabras se reunía en filas kilométricas para dar el saludo
final. Un lazo negro en todas las pantallas y los tres días de duelo nacional le confirmaron
que no, nunca, jamás, las percepciones son colectivas.

Julieta

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