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***
***
Una hora más tarde, los empleados habían preparado todo para el juego.
Robert sería compañero de Victoria, mientras que Alexander formaría dúo con
Rudolf.
—El primer arco está a tu izquierda —instruyó Robert.
—Sé que el movimiento sigue el sentido del reloj —Había cierta irritación en
la voz de la cuñada.
—Discúlpame por subestimarte —replicó Robert impaciente.
Victoria se preparó para jugar, asumiendo su posición e ignorando las risitas
de los caballeros. Estaban perturbando su concentración. Golpeó decidida,
lanzando la pelota con el taco. ¡Desastre total!. Mientras Rudolf y Alexander se
reían, Robert tenía un aire de desolación en el rostro.
—Era para pegarle a la pelota en dirección al primer arco —recordó él.
—Fue lo que hice —porfió Victoria.
—Tendrías que haberle pegado para la izquierda —dijo Robert meneando la
cabeza.
—¿No sabes distinguir derecha e izquierda? —Indagó Alexander, dejándola
furiosa.
Victoria vio que sus cuñados se reían por lo bajo. Sintió ganas de tirarle las
pelotas de juego a Alexander, pero sería mejor que no perdiera la compostura.
Caminó hacia un costado, para que la próxima persona jugara.
—No puedes hacer eso —dijo Alexander. —Tienes que jugar otra vez. Aún es
tu turno.
—Hago como me parece oportuno —replicó nerviosa, mirándolo. —Puedo
equivocarme, pero nunca hago trampa.
Rudolf y Robert jugaron a continuación, sus tacadas mandaron las pelotas
para más cerca del arco. En seguida fue el turno de Alexander; él tocó la pelota,
que pasó por el arco número uno.
—¡Bella jugada! —Exclamó Rudolf.
—Muy bien —elogió Robert, antes de volverse hacia Victoria. —¿Crees que
puedes mandar la pelota hacia la dirección correcta esta vez?
Con la sangre subiéndole a la cabeza, se posicionó.
—Estás sosteniendo de forma equivocada el bastón —observó Alexander. —
Estaré complacido en enseñarte cómo se debe sostener el bastón, si así lo
permites, Victoria —agregó, provocándola.
Rudolf y Robert largaron la carcajada. Su cara ardía de indignación. Notó que
Stepan, Víctor y Magno se acercaban, atraídos probablemente por las risas de los
cuñados. Ella le pegó a la pelota, que llegó hasta cerca del arco, pero no entró.
—¿Cuántas jugadas necesitas para hacer que la pelota entre? —Robert estaba
desanimado.
Victoria ignoró lo que decía su compañero. Rudolf y Robert jugaron,
mandando la pelota para el arco número uno. A continuación le tocó el turno a
Alexander, que mandó una pelota acertada por el arco número dos. ¡Bingo!
Mientras los hombres discutían la jugada del maestro Alex, Victoria aprovechó
para empujar la bola por el arco número uno. Temía los comentarios que, con
seguridad, vendrían, pero por otro lado juzgaba que lo merecía. Había sido una
tonta, ingenua. Nunca imaginaría que Alexander pudiera ser tan cruel.
—Es tu turno, Victoria —anunció Roberto.
—¡Espera! —Intervino Alex. —Tu pelota estaba del otro lado del arco.
—Estás equivocado, querido —Victoria lo encaró.
—Hace poco dijiste que no eras tramposa, querida —provocó Alexander,
alejándose, —Qué pena, perderás de cualquier manera —él miró a Robert. —Te
compadezco por la compañera que elegiste.
En el límite de la irritación, Victoria jugó una vez más, pero ni así la pelota
entró. Rudolf y Robert jugaron a continuación, con éxito. Llegó nuevamente la vez
de Alexander: él le pegó a la pelota, que no llegó a pasar por el tercer arco.
—Parece que tu suerte está cambiando, estimado conde —dijo punzante y
con desdén. Él estaba muy lejos de ser la imagen de la perfección.
Alexander ignoró el comentario sarcástico y le dio la espalda, mientras ella se
posicionaba para jugar una vez más. Pero no hizo como era de esperarse. Su
paciencia se agotaba. Miró la pelota y le pegó con toda la fuerza de la que fue
capaz en dirección a Alexander, acertándole en la pierna.
—¡Oh! lo siento muchísimo señor —fingió consternación. —Usted sabe que
tengo problemas de dirección.
Sus palabras, sin embargo, no impidieron que Alex reaccionara. Caminó
furioso en su dirección. Victoria miraba, paralizada, temblando a medida que él se
acercaba. Esta vez, en cambio, Dios la protegió, mandando una lluvia torrencial,
que obligó a todos a correr hacia dentro de la casa.
Una vez protegidos por el techo, ella intentó correr. Entonces, Alexander la
alcanzó, sosteniéndola por el brazo, hizo que se miraran.
—Si vuelves a actuar de esa forma infantil como acabas de hacer, juro que te
daré unas buenas palmadas —amenazó él. —¿Estamos de acuerdo?
Asustada, Victoria repitió varias veces un movimiento afirmativo de cabeza,
hasta que él se alejó, rezongando.
CAPÍTULO III
***
Todos miraron en silencio cuando los dos volvieron para el salón,
sorprendidos con el cambio de actitud de ella. Llegando a la mesa donde antes
habían jugado, Victoria se arrodilló y comenzó a recoger las cartas, sin una
palabra.
—Hay una más allí —Alexander avisó, apuntando hacia donde estaba la carta
que ella no había visto.
—Dios mío —exclamó Magno. —¿Cómo lograste eso?
—Victoria y yo llegamos a un acuerdo —respondió Alexander. —Yo daré las
órdenes en nuestra familia y ella obedecerá. ¿No es así, querida?
Estaba demasiado humillada como para decir algo, ella se limitó a hacer una
señal afirmativa con la cabeza. Poniéndose de pie, colocó las cartas sobre la mesa.
—Quédate en tu cuarto hasta que te mande llamar... —Recomendó
Alexander, pasando el brazo sobre el hombro de ella, para luego acompañarla
hasta la puerta del salón. Antes de despedirse de Victoria, tocó levemente el
mentón y miró dulcemente a sus ojos.
—Discúlpame por la vergüenza que te hice pasar.
—Está bien —murmuró ella antes de alejarse.
—Felicitaciones por el notable hecho —el príncipe Stepan saludó a Alexander.
—¿A qué hecho te refieres?
—Lograste domar a Victoria, claramente.
—No la domé, simplemente logré controlar su primer berrinche —corrigió
Alexander. —Ella acordó en hacer lo que le pedí, nada más que eso. Amansar ese
temperamento no es algo que se logre de la noche al día, estimado.
—La vida con mi cuñada jamás será aburrida, eso puedo garantizártelo —dijo
Robert.
—Pero no lograrás nada con facilidad —opinó Rudolf.
—Lo que vale la pena en esta vida no se logra con facilidad —Alexander pensó
en cuan bella era su futura esposa. Casi podía ver aquella cascada de tupido
cabello color fuego que tanto combinaba con la intensidad que había sentido en
Victoria la noche anterior. Valía la pena luchar por ella, no tenía duda de ello.
—Intentar obtener la obediencia de mi novia es una cosa. Rendirse a sus
caprichos, sin cualquier criterio, es ser insensato —señaló.
—¿Qué estás queriendo decir? —Preguntó Stepan.
—Sabemos que la llevaste al Callejón de Las Tabernas.
—Ella me amenazó con pedirle a otra persona que la llevara, en caso de que
yo me negara. Otro hombre podría no haberla protegido —se defendió el joven
príncipe.
—¿Ya pensaste si algún otro caballero la hubiera llevado a aquel lugar?
—No nunca —admitió Stepan.
—Por ahora, es mejor contentarse con las muchachitas que viven corriendo
detrás tuyo, mi hermano —aconsejó Víctor, metiéndose en la conversación.
—Controlar una mujer de temperamento fuerte parece estar fuera de tus
actuales posibilidades.
Tinker, el mayordomo del duque, entró en el salón de juegos en aquel
momento y se dirigió directamente a Alexander.
—Conde Emerson —empezó él, con respetable mesura.
—¿Sí?
—Lady Victoria pide que usted la libere de aquella prisión —comunicó el
mayordomo, en un tono que no dejaba lugar para rehuirse.
—No te sientas ofendido, estimado Alex —recomendó Rudolf. —Tinker me
dijo una vez que fuera a buscar mi propia taza de café si quería beberla.
—Por lo que recuerdo nuestra majestad bien lo mereció por haber hecho
llorar a lady Samantha —Tinker lanzó una mirada de censura hacia Rudolf y
entonces se volvió nuevamente hacia Alexander. —Aquí tenemos una situación
bastante diversa. Lady Victoria me instruyó a repetir sus propias palabras y a
hacerlo “con emoción”.
Al oír las palabras del mayordomo, los hombres no pudieron contener la risa,
ni siquiera Tinker. Claro que en su caso se trataba de una sonrisa casi
imperceptible.
—Señores, hagan sus apuestas —propuso Alexander, sonriendo, —el
berrinche número dos está por empezar —Se volvió hacia el mayordomo. —Dígale
a Lady Victoria que mi respuesta es no.
—Como quiera, mi Lord.
—Dime, Tinker, ¿en quién apostaría en caso de que quisiera arriesgarse? —
Quiso saber Alexander.
—¿Quién está anotando las apuestas? —Preguntó el mayordomo, llevándose
una mano al bolsillo.
—Yo —propuso Rudolf, agitando en el aire el billete que Tinker había sacado
de su bolsillo.
—Apuesto una libra en Lady Victoria —declaró el mayordomo.
Entre risas y mucho entusiasmo, todos comenzaron a hacer sus apuestas.
Alexander se sintió aliviado al constatar que los demás hombres apostaban en él.
—Les agradezco que estén contribuyendo a mi fondo de pensión —bromeó,
mientras el mayordomo dejaba el salón de juegos.
Después de hechas las apuestas, el juego de billar recomenzó para ser
interrumpido cinco minutos más tarde.
—Lord Emerson —era Tinker quien volvía.
—¿Podría esperar que al menos terminara mi jugada? —Replicó Alexander.
—Siento muchísimo interrumpir el juego, mi Lord —el mayordomo se disculpó
formalmente. —pero Lady Victoria quiere saber si milord pretende convertirla a la
sumisión a través del hambre.
—Pues dígale a Lady Victoria que ella tendrá sus comidas con los niños, hasta
que decida comportarse como una persona adulta —Mientras veía a Tinker
alejarse apurado, Alexander pensó en cuan maravilloso sería cuando la madurez
emocional de su futura esposa se igualara a la madurez de su bello cuerpo
femenino. Y ella le pertenecería solamente a él.
Todos se divirtieron al ver a Tinker, quien volvió a la sala de juegos minutos
más tarde. De esta vez, en cambio, se dirigió al príncipe Rudolf.
—Majestad, lady Victoria le manda decir que no tiene dinero, pero que le
gustaría poner una libra en la apuesta —informó el mayordomo. —En caso de que
ella pierda, lo que dice que es altamente improbable, el adinerado conde
Alexander Emerson cubrirá la deuda, ya que es un perfecto caballero.
—¡Ella que espere! —Replicó Alex, que mal podía haber en tal atrevimiento.
—Dile a mi cuñada que solo aceptamos apuestas en dinero vivo —fue la
respuesta jocosa de Rudolf.
—A Lady Victoria no le gustará esto —Tinker se alejó, rezongando.
A la vez siguiente que el mayordomo se dirigió a Alexander, éste ya lo
esperaba sonriendo, intentando imaginar cual sería el comunicado de esta vez.
—Lady Victoria le recuerda que es costumbre que la novia y el novio se
sienten juntos en la mesa del desayuno del casamiento —Tinker carraspeó. —Ella
quiere saber si milord se unirá a ella en la mesa de los niños.
Todos esperaban la respuesta de Alexander. Sin dudas su novia era divertida,
espiritual e insistente, Alexander tuvo que admitirlo.
—Pues puedes decirle a Lady Victoria que le concederé una tregua especial en
el día del casamiento —respondió.
Para sorpresa de todos, en vez de retirarse, Tinker se volvió para Robert.
—Su cuñada me pidió que le recuerde que el título de marqués es más alto
que el de conde, y que por lo tanto, señor marqués, si usted le daría el permiso
para salir del cuarto —preguntó el mayordomo.
—No —fue la respuesta de Robert.
—¡Que chica tan impertinente! —Exclamó atónito Alexander con la osadía de
Victoria.
—Un príncipe es más que un marqués y que un conde —continuó Tinker,
volviéndose hacia Rudolf. —¿Vuestra majestad autorizaría a Lady Victoria a salir
del confinamiento en sus aposentos?
—Hoy es mi día libre —dijo Rudolf. —Me abstengo de tomar decisiones en
este día.
—Dos príncipes son más que uno, por lo tanto, vuestras majestades —
prosiguió Tinker, dirigiéndose a Stepan y Víctor.
Los muchachos se limitaron a reír, sin dar respuesta alguna.
—Muy bien —dijo el mayordomo. —transmitiré los mensajes.
El juego recomenzó, siendo una vez más interrumpido.
—Lord Emerson —llamó Tinker.
—¿Qué sucede esta vez? —La voz de Alexander demostraba irritación.
—Lady Victoria solicita que usted vaya hasta sus aposentos. Desea
disculparse.
—Dígale que iré cuando esté desocupado.
—Ella me pidió que le dijera que no vivirá por mucho tiempo. Si demora
mucho en ir a verla, tal vez sea demasiado tarde.
—¿Qué mal afecta a mi novia?
—Está muriéndose de aburrimiento.
—Pues dígale que lloraré su muerte y respetaré el período de luto como lo
haría un viudo amoroso.
Así que Tinker dejó el salón, Robert y Rudolf lo felicitaron por su respuesta.
—Victoria quiere disculparse. Eso significa que tú has ganado —Stepan apretó
la mano de Alex. —¿Por qué no subes y aceptas sus disculpas de una vez?
—Si hago eso, estaré entrando en su juego, y eso es lo que ella quiere. No,
solo habré ganado cuando ella espere hasta que yo esté dispuesto a oírla.
Rudolf y Robert levantaron sus tazas de champaña para saludar al conde.
Transcurrió casi una hora hasta que Tinker reapareció.
—Cuando tenga un tiempo libre, milord, y si no le causa ningún trastorno,
¿hablaría usted, por favor, con lady Victoria?. La pobre muchacha mal puede
contenerse debido al remordimiento que le consume el alma. Está desesperada
para pedirle perdón y ansiosa por compartir lo que aprendió con la experiencia
que usted le ha proporcionado.
—¡Dios del cielo, parece un castigo!
—¿Debo trasmitirle ese mensaje? —Preguntó el mayordomo, impasible.
—Por favor.
Minutos más tarde, Rudolf tanteó el brazo de Alexander.
—Por lo visto, demoraste demasiado en tomar una decisión, querido —le
avisó el príncipe.
—¿De qué estás hablando? —Preguntó Alexander, mirando a Rudolf, quien
espiaba por la ventana.
—Mira tú mismo.
Rudolf condujo al conde hasta la ventana y apuntó hacia afuera. Caminando
por el pasto, con la flauta en la mano, Victoria se dirigía alegremente al bosque.
Alexander pudo percibir que ella daba pequeños saltos, llena de felicidad por
haber salido de su confinamiento.
—Le pedí a la camarera que me avisara si Victoria salía del cuarto —el conde
dijo entre dientes.
Alexander cruzó la habitación y abrió la puerta. Tinker caminaba detrás de él.
—¡Rayos! —Gritó Alex. —¡Le pedí a la camarera de Victoria que me avisara,
en caso de que ella saliera del cuarto!
—Lady Victoria tiene métodos poco ortodoxos, usted debería saberlo. Salió
por la ventana, no por la puerta. Y bajó por el árbol —Luego de decir esto, el
mayordomo se retiró con la nariz empinada.
—Lo que significa que ella ha ganado —el comentario provenía de Stepan,
que lo miraba con sarcasmo.
Alexander lanzó una mirada llena de indignación hacia el joven príncipe, quien
parecía muy satisfecho con aquella situación y por verlo humillado delante de
todos. Después de todo, Stepan y Victoria eran amigos, ya habían incluso, salido a
escondidas de noche y esa idea lo incomodaba.
—Tengo profundo afecto por mi hermano —intervino Rudolf, antes de
volverse hacia Stepan. —¿Quieres complicarle aún más las cosas a Victoria?
Sin decir una palabra, Alexander se dirigió hacia la puerta dando largos pasos.
Esta vez le daré una lección que jamás olvidará, pensó.
La duquesa Roxanne apareció y lo sostuvo por el brazo, antes que él hiciera
algo de lo que pudiera arrepentirse más tarde.
—¿Pretendes arruinar tus manos de tanto pegarle a Victoria? —Preguntó por
lo bajo. —¿O prefieres tener a tu futura condesa solo para ti mismo de verdad?
—Estoy oyendo —Alexander se sentó en una silla, en un intento por controlar
su acelerada respiración.
—Ve a encontrarte con Victoria y haz como si nada hubiera sucedido. Después
acompáñala hasta sus aposentos —Roxanne hablaba bajo, en un tono de
complicidad evidente. —En seguida, ve hasta tu propio cuarto y disponte a hacer
las valijas. Yo misma me encargaré de decirle a Victoria que has decidido liberarla
del compromiso del casamiento —Se aproximó y le habló al oído. —Apuesto mi
cabeza que ella irá corriendo hasta tu cuarto para intentar persuadirte para que te
quedes.
—¿Y si ella no hace como usted se imagina?
—Conozco a esa chica más de lo que ella se conoce a sí misma. Tiene un
temperamento fuerte, no hay duda de eso, pero tú necesitas entender que es una
joven soñadora como todas las demás y que está con el orgullo herido y
decepcionada. A fin de cuentas, nunca la cortejaste y mantuvimos en secreto el
acuerdo de casamiento, que, dicho sea de paso, es algo para nada romántico. Una
joven ingenua como mi sobrina sueña con un caballero hermoso que le pida en
casamiento.
—Está bien —Alexander asintió. —Veré que puedo hacer.
Dejó la casa y se dirigió hacia la pérgola. Podía sentir en sus espaldas las
miradas curiosas de Robert y Rudolf, quienes, ciertamente, espiaban desde la
ventana, pero resolvió seguir adelante y hacer como Roxanne había instruido.
Cuando Victoria divisó al conde, volvió a colocar la flauta en el estuche, un
tanto temerosa. Mientras tanto, no podía perder la oportunidad de mirar una vez
más a aquel hombre bello y pensar que en muy poco tiempo ambos serían marido
y mujer y dormirían lado a lado. Harían el amor todos los días y ella le dará lindos
hijos. Aquellos pensamientos la hacían suspirar.
—¿Debo prepararme para una paliza o tendré que regresar a mi cuarto?
Alexander la miró por un momento y, entonces, se sentó a su lado, pasando
su brazo por sus hombros, trayéndola para cerca suyo.
—Solo tengo curiosidad por oír sobre las lecciones que dices haber aprendido
—dijo él, con el ceño fruncido.
—Pido disculpas por haber escapado —murmuró ella confundida, mientras se
preparaba para un reproche de aquellos.
—Pedir disculpas no cambia lo que hiciste.
—Lo sé.
—Aún no has dicho nada sobre las lecciones que aprendiste.
—Necesito controlar mi temperamento —ella se enderezó, como una
muchacha bien comportada. —También tengo que agradarte, ser cariñosa,
comprensiva, obediente y hacer lo que me pides, porque ni en caso de intento de
asesinato puedo contar con mi familia para salvar mi piel.
—Aún tienes que aprender la virtud de la paciencia, mi lady —Alexander se
puso de pie y le extendió la mano, como invitándola para bailar.
—Ahora que estamos prometidos uno al otro, tu bien podrías besarme, como
hiciste en el salón de juegos ayer de noche.
—El beso no sucederá cuando tú quieras y sí cuando yo quiera —sentenció él.
Tomados de la mano, ambos caminaron por el extenso césped. Cuando estaban
cercanos a la casa, Victoria se detuvo y lo miró.
—¿Por qué los hombres dan órdenes y las mujeres tienen que obedecer? —
De hecho ella había venido cavilando por el camino.
—Porque los hombres son más fuertes e inteligentes.
—Me estás diciendo que aún el hombre más frágil y estúpido del mundo es,
aun así, más fuerte e inteligente que la más fuerte e inteligente de las mujeres
—Los hombres rigen el mundo porque piensan, mientras las mujeres sienten
—justificó él, encontrando graciosa la lógica de ella. No era fácil convencer a su
novia, sobre todo cuando la cuestión eran derechos y deberes. —Tenemos el
dinero y la sabiduría suficiente para mantener a las mujeres embarazadas, de
manera que no puedan competir con nosotros.
—Pues yo daría todo para poder vivir, al menos un día, en un mundo en el
cual las mujeres sean quienes dan las órdenes —Victoria tenía un aire pensativo.
—¿Y qué harías en ese día?
—Para empezar, le daría un gran reto a mi tío Magno. Luego te daría una
paliza a ti y luego te mandaría para tu cuarto sin comer.
—Pero no te negarías a darme el sustento, espero —dijo él, fingiendo estar
intimidado.
—¿De qué estás hablando?
—De comida, ropa y un techo seguro, por ejemplo.
—Permitiría que comieras con los niños, mantuvieras la ropa que tienes hoy y
vivieras en tu cuarto —dijo ella, lanzando una mirada maliciosa para Alexander.
—Realmente eres incorregible —él tocó la punta de la nariz de Victoria con un
dedo. Aquella irreverencia lo movilizaba.
Victoria tomó el dedo entre sus labios y lo tocó con la punta de la lengua. Fue
un gesto espontáneo, que generó un imprevisto clima de erotismo. No pudiendo
resistirse, Alexander la abrazó, trayéndola para cerca de su cuerpo, y tomó los
labios aterciopelados en un famélico beso. Ella reaccionó deslizando las manos por
el pecho fuerte, para después enlazarle el cuello con los brazos. Se había vuelto
experta en el arte de besar.
—Me parece gracioso —comentó ella. —Minutos antes no estabas preparado
para besarme y de repente...
—Tú eres de hecho una brujita, ¿o serás un hada llena de poderes? —Dijo
Alexander, antes de llevarla en sus brazos, poniendo el cuerpo delgado sobre su
hombro como una bolsa de harina.
—¡Mi flauta! —Gritó ella, riéndose.
—Mandaré a alguien que venga a buscarla, quédate tranquila.
—¿No crees que estás llevando esa historia de disciplina de marido
demasiado lejos?
—Es lindo mirarte desde aquí —respondió él, dándole una leve palmada en su
trasero prominente.
Con Victoria sobre su hombro, Alexander entró en la casa. Ambos se divertían
como si nada hubiera sucedido anteriormente. Rudolf, los hermanos y Robert se
acercaron a la puerta para dar una mirada.
—Creo que el conde ganó la disputa —arriesgó Stepan llevado por las
evidencias.
—No te engañes, hermano mío. Si Victoria se está riendo, ella ha ganado la
partida —Aunque sin poderlo confesar, Rudolf había apostado todo el tiempo por
su cuñada.
***
Luego de haber subido las escaleras con la novia sobre su hombro, Alexander
llegó a los aposentos de ella y la dejó sobre el suelo.
—Intenta no volver a salir por la ventana —aconsejó. —o mando cortar ese
maldito árbol. Estoy seguro de que estás dispuesta a salvar un árbol tan bonito y
frondoso.
Victoria se despidió de Alex y se acostó en su cama. ¿Cómo aprendería a ser
paciente?, se preguntó a sí misma sin creer en posibilidades de éxito. Si al menos
supiera leer... Las personas normales viajaban entre las páginas de un libro, iban a
lugares diferentes, se veían envueltas en circunstancias inusitadas, reían, lloraban,
amaban, odiaban y sufrían por sus personajes favoritos. Pero ella jamás disfrutaría
del placer de una buena lectura.
¿Qué podría hacer para que Alexander no descubriera que tenía un problema
tan serio y que tanto la limitaba?. Al final, sería imposible mantener aquel secreto
indefinidamente, una vez que viviesen juntos. Haría un intento más por aprender.
Esta vez, contrataría un profesor y acabaría superando a su tía y a sus hermanas
en conocimientos. Decidió que conversaría con los tutores de sus sobrinos, los
hermanos Philbin, cuando fuera a Londres.
Veinte minutos más tarde, Roxanne entraba en los aposentos de la sobrina,
con nítida expresión de contrariedad en el semblante.
—Bien, querida, lograste finalmente lo que tanto deseabas —la voz de la
duquesa revelaba profunda decepción. —Él me buscó, y a tu tío, y dijo que no
deseaba forzarte a un matrimonio no deseado.
—Pero yo quiero casarme con él —dijo Victoria, alarmada, sin poder creer en
lo que oía.
—Alexander volverá a Londres esta noche. Está haciendo sus valijas para
partir.
—¡No puedes dejar que se vaya!, haz algo tiita. Dile que estoy satisfecha,
contenta, feliz —Victoria buscaba las palabras correctas para revertir aquella
situación inesperada.
—No te entiendo, Victoria. Pasaste todo el tiempo desafiándolo y portándote
como una niña maleducada. Si deseas de verdad casarte con él, debes hacerle
creer que no lo harás solamente porque tu tío y yo queremos.
Con la preocupación estampada en su rostro, confundida y en pánico, Victoria
saltó de la cama y caminó hacia la puerta. Por un pelo no llegó a ver el rostro de
satisfacción de su tía.
—La puerta del cuarto del conde es la última a la derecha —indicó Roxanne.
Victoria se apresuró por el corredor, deteniéndose sobre la puerta del cuarto
de Alexander. Sus manos temblaban y su corazón parecía estar a punto de saltarle
por la boca. Preparándose para otra posible humillación, respiró hondo y llamó a
la puerta.
—Entra —autorizó el conde.
Ella entró rápidamente, cerrando la puerta detrás de sí.
—¿Qué sucede? —Él preguntó mirándola de reojo y continuando con sus
valijas.
—¿Te vas?
—Muy perceptivo de tu parte.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —Dijo, imitando la voz de Victoria.
—Por favor, ¡haz lo que quieras pero no te vayas! —Ella se recostó contra la
puerta, como impidiendo que él pasara por allí.
—¿Y por qué no debería hacerlo? —Alexander se acercó y la encaró de cerca.
— No estás ni un poco interesada en casarte conmigo.
—Nunca dije que no honraría el contrato matrimonial.
—¿Y por qué yo pasaría los próximos cuarenta años teniendo que dar
palmadas para intentar hacer que madures?
—¡Prometo obedecerte en todo! —Victoria cruzó los dedos sobre el pecho. —
Dime qué hacer, pero no te vayas, ¡por favor!
Alexander se aproximó a ella en una mezcla de incredulidad y encanto delante
de tanta ingenuidad y autenticidad. Su novia era un tesoro rarísimo y no había
precio que pagara por ella.
—Está bien —enmendó Victoria. —Prometo obedecerte en casi todo, no
quiero mentirte.
—Y yo no quiero casarme con una mujer que está solamente interesada en
honrar un contrato. Quiero una mujer que se preocupe por mí.
—Yo quiero casarme contigo. Yo me preocupo por ti.
—Ven aquí, Victoria —había calma en su voz. Con las piernas temblorosas, se
acercó a Alexander. Levantó el rostro y miró fijamente sus ojos.
—Estaremos casados por mucho tiempo —le recordó él. —¿Estás segura que
es lo que deseas?
—Sí, es lo que quiero, solo que...
—¿Sólo qué?
—Yo quería que me hubieras cortejado antes para que luego me propusieras
casamiento. Como hacen los demás caballeros, ¿entiendes? —Se calló por un
momento y bajó la mirada. —Aún no logro entender por qué todos pudieron saber
sobre el tal acuerdo entre tú y mis tíos, excepto yo.
—Cometí un error —confesó Alexander, trayéndola para cerca de sí y
envolviéndola en sus brazos. —Las otras personas simplemente acataron mi
petición. Repito que me equivoqué. Listo. ¿Tú me perdonas?
—Claro que sí —respondió Victoria, con sus ojos azules fijos en los de él —Me
siento segura y protegida cuando estamos así —ella apoyó la cabeza en el pecho
de Alexander. —No recuerdo haberme sentido así antes en mi vida.
—Mírame —pidió él.
El beso que se dieron a continuación fue largo y embriagador.
—Tú nunca te sentiste protegida, ni yo tuve una familia amorosa —dijo
Alexander, sin alejar sus labios de los de ella. —Tendremos juntos una familia y
nuestros hijos se sentirán siempre seguros, protegidos y amados.
—Sí, Alex —susurró Victoria contra sus labios.
El conde volvió a besarla y el mundo dejó de existir para ella. Aquello era todo
lo que deseaba en la vida. Sentía el calor de los labios de Alexander contra los
suyos, la lengua húmeda explorando su boca, el cuerpo firme contra el suyo. Su
excitación aumentaba, y un gemido escapó de sus labios. Quería más.
Alexander la sostuvo firmemente por las nalgas, trayendo su cuerpo más hacia
arriba, para que sintiera la rigidez de su sexo. Entonces, sin apuro, volvió a ponerla
en el suelo, mientras sus manos fuertes tocaban los senos suaves hasta hacerla
gemir. Victoria deseaba el contacto de aquellas manos sobre su piel desnuda.
Entendiendo lo que ella quería, Alexander la desvistió hasta la cintura. Tomó
los senos en sus manos, acariciando los pezones entumecidos por la excitación. En
seguida, la acostó en la cama, se sacó la camisa y se acostó sobre ella, apoyándose
en los codos para aliviar el peso. Contempló el rubor que se expandía por el rostro
de Victoria, llegando hasta el valle entre los senos.
Alexander la besó nuevamente, haciendo que se volviera hacia él. Tomó uno
de los pezones entre los labios, jugó con la lengua sobre él y chupó, mientras
acariciaba el otro pezón con la mano.
Ella ardía de deseo. Sostuvo con firmeza la cabeza de Alexander, arqueando el
cuerpo hacia atrás, ofreciéndose a él. Instintivamente, comenzó a mover el cuerpo
en el ritmo de un acto sexual. Ansiaba cada vez más entregarse a aquel hombre.
Lo quería cada vez más cerca, hasta que se fundieran en un solo ser.
En cambio él, poco a poco, fue disminuyendo el ritmo de las caricias y, de
repente, se levantó de la cama. Extendió la mano para ayudar a Victoria a
levantarse también y sonrió al ver la expresión de decepción en su rostro.
—Tendremos muchos años para disfrutar de lo que apenas hemos comenzado
aquí —dijo él, volviendo a cubrirla con las prendas que había retirado. En seguida,
la acompañó hasta la puerta. —Gracias por haber aceptado ser mi esposa. Iré a tus
aposentos treinta minutos antes de la cena, para acompañarte al salón. Tengo una
sorpresa para ti.
—No me gustan las sorpresas, tú sabes.
—Estoy seguro que esta te gustará.
CAPÍTULO IV
Dos horas después, delante del espejo, Victoria examinaba cada detalle de su
traje: un vestido de tela azul celeste, un escote redondeado y mangas cortas. Su
cabello prendido a la altura de la nuca con algunos mechones sueltos que le daban
aún más graciosidad.
La puerta del cuarto se abrió y ella pudo ver, a través del espejo, que era
Alexander quien entraba. Él no se dio el trabajo de llamar, reaccionando como su
fuera su dueño, pensó para sí misma.
Sin volverse, le sonrió a Alex por el espejo. Él colocó las manos sobre sus
hombros y la besó en la nuca, llevándola a experimentar una sensación agradable.
Ella suspiró. No tenía ganas de bajar a cenar. Quería casarse con él en aquel
instante. Quería saber que otros placeres él podría proporcionarle.
—Estás linda —Alexander le susurró al oído, —pero tengo una sugerencia —él
soltó el cabello de Victoria, que cayó como una catarata de rulos por las espaldas.
—Prefiero tu pelo así... pareces una princesa pagana.
—Las damas siempre usan el cabello prendido de noche —ella repitió lo que
la tía acostumbraba decirle.
Victoria decidió que siempre usaría el cabello suelto, excepto que fuera
imprescindible prenderlo. Se recostó contra el cuerpo de Alex, disfrutando de un
placentero escalofrío que los besos en el cuello le provocaban. Entonces, él la
abrazó por atrás mientras le acariciaba los senos, que se sentían rígidos a través de
la tela suave del vestido. Una fuerte excitación se expandió desde los pezones
hasta un punto aún más sensible, entre las piernas.
—Abre los ojos querida —Alexander susurró. —quédate mirando mientras
acaricio tus senos.
Victoria abrió los ojos y observó sus manos deslizándose para dentro de su
vestido, frotando firmemente los pezones entre el índice y el pulgar hacia adelante
y hacia atrás.
—Cielos —murmuró ella bajito.
—Después que estemos casados, estaremos desnudos delante del espejo.
Quiero que me veas haciendo esas y otras cosas deliciosas contigo. También
quiero que murmures mi nombre mientras te toco.
Victoria sentía que las piernas le temblaban, de tanto placer. Lentamente,
entonces, él plantó un beso en su cuello e interrumpió las caricias. Alexander
sonrió al constatar que su querida soñadora tenía en el rostro la expresión de
alguien que flotaba.
—Nos están esperando abajo —hizo acuerdo él, alejándola levemente. —Si no
bajamos, comenzarán a imaginarse donde estamos.
—Que se imaginen lo que quieran —Victoria levantó los hombros. —Nadie se
preocupa con nuestra ausencia. Al fin y al cabo, estamos prometidos hace casi un
año.
—Yo asumí un compromiso hace casi un año —corrigió él. —Tú lo asumiste
hace menos de un día. Acuérdate que necesitas aprender a ser paciente.
—¿No puedo empezar a aprender eso mañana?
—No, debes pedirle disculpas a todos por la demora —Victoria suspiró,
aburrida. ¿Por qué tenía que vivir pidiéndole disculpas a todos?, odiaba pedir
disculpas, casi tanto como odiaba las sorpresas.
Todos estaban reunidos en el salón principal, como de costumbre, antes de ir
al comedor. Nadie notó cuando ella y Alexander entraron.
—¿Será que estamos invisibles? —Preguntó ella por lo bajo.
—Creo que todos están con miedo que tengas otro ataque de berrinche si te
saludan —bromeó.
—No tengo ataques de berrinche —replicó ella molesta.
Al aproximarse al tío, ella se preparó para pedir disculpas por su
comportamiento de aquella tarde, una vez más. Si tenía que hacerlo de cualquier
manera, entonces lo haría ya y terminaba con aquel drama de una vez por todas.
—Sepan disculparme —comenzó, en un susurro. —Entiendo que sepan lo que
es mejor para mí. Mi conducta fue imperdonable.
Roxanne abrió una sonrisa de satisfacción y abrazó a su sobrina.
—Entiendo perfectamente que saber de un acuerdo matrimonial firmado
hace meses haya sido una sorpresa para ti, querida.
—Todo lo que queremos es que tomes juicio y seas feliz —agregó Magno, casi
rezongando. —Alexander es un buen muchacho.
—Entiendo que estén demasiado mayores como para lidiar con alguien llena
de defectos como yo —comentó Victoria.
—Fue una bella petición de disculpas —Alexander se apresuró a intentar
arreglar la falta de prudencia de su novia.
Victoria miró a sus hermanas.
—Lo siento. Saben que las adoro.
—No te preocupes por eso, ya pasó —Angélica la tranquilizó.
—Te amamos tanto como tú nos amas a nosotros —agregó Samantha,
abrazando a su hermana menor.
—No puedo creer cuánto placer les da provocarme —Victoria se dirigió a sus
cuñados, con los ojos azules brillando de alegría. —Discúlpenme por haber
reaccionado en un impulso de rabia.
—Te admiro por la sinceridad y por el coraje, entre tantos otros atributos —
elogió Rudolf, besándole la mano.
—Pedimos disculpas por las provocaciones —Robert admitió los excesos
constantes.
—Peleadora —le susurró Alex al oído.
—Gracias.
—¿Qué les parece si cenamos ahora? —Propuso Roxanne, levantándose.
—Sepan disculparme, pero a mí me gustaría pedir la atención de todos por un
momento —anunció Alexander. Tomó a Victoria de la mano, la llevó hasta un
sillón al lado de la estufa y le pidió que se sentara.
En seguida, la contempló intensamente y se apoyó sobre una rodilla
flexionada en el suelo.
—Lady Victoria... —comenzó. —¿me concedes la honra de ser mi esposa,
condesa de Winchester y madre de mis hijos?
—Sí milord, ¡quiero casarme contigo! —Victoria no sabía cómo había logrado
decir aquello, con la agitación en el corazón que sentía. Nunca hubiera imaginado
que aquel momento fuera a suceder de manera romántica y emocionante, como
siempre había soñado. Al son de los aplausos de los presentes, Alexander tomó las
manos de su novia entre las suyas. Volviendo las palmas de las manos de ella hacia
arriba, las besó amorosamente. En seguida, sacó del bolsillo un pequeño y
elegante estuche de terciopelo. Lo abrió y tomó el anillo que había dentro,
colocándolo en el dedo anular de la mano derecha de Victoria. Era una joya
hermosa, un lindo diamante incrustado en oro, con dos hileras de diamantes
menores en las laterales.
—El contraste entre el fuego y el hielo me agrada —declaró él. —Tú, Victoria,
eres la llama del fuego y estos diamantes, el hielo. Prometo cubrirte de cosas
buenas y bellas por el resto de nuestras vidas.
Todavía aturdida por la magia de aquel momento, sin decir una sola palabra,
Victoria se inclinó hacia Alexander y lo besó detenidamente en los labios, ajena a
quienes los observaban.
Todos sonreían, compartiendo aquel momento bello y emocionante.
—Muy bien, conde Alexander —Roxanne rompió el silencio. —¿Qué tal si
cenamos ahora?
Como haría un perfecto caballero, Alexander se incorporó, y sosteniendo a
Victoria de la mano, la ayudó a levantarse.
—Parece que te ha gustado el anillo —comentó, mientras caminaban
abrazados hasta el comedor.
—Es precioso. Tienes muy buen gusto. Pero sobre todo, quiero agradecerte
por haberme proporcionado el momento con el cual soñé toda mi vida.
—A todas las mujeres le gustan las joyas. ¿A ti no?
—Las joyas pueden perderse o ser robadas. Momentos como este, en cambio,
nadie podrá robarlos. Son eternos.
Encantado con lo que decía ella, Alexander le besó con cariño en lo alto de la
cabeza. No eran muchas las mujeres que pensaban de aquella manera. Para la
mayoría, la riqueza y la opulencia estaban por delante de cualquier tipo de
sentimiento.
***
***
Al volver a la mansión, el mayordomo anunció que los caballeros esperaban a
Alexander en el salón de juegos.
—Gracias, Tinker —agradeció y se volvió hacia Victoria. —¿Vamos juntos a la
iglesia mañana?
—No sé. Estoy con un dolor de cabeza terrible —mintió. —qué pena, es
posible que no pueda acompañarte.
—Pues trata de ir directa a la cama y que tengas lindos sueños —le
recomendó Alexander, sabiendo que aquella era una de las más famosas mentiras
desvergonzadas de su novia. —Tengo la certeza de que estarás perfectamente por
la mañana.
Victoria se puso en puntas de pie, besó a Alexander y en seguida se recluyó en
sus aposentos.
El conde se encaminaba al salón de juegos, cuando oyó la voz del mayordomo
que lo llamaba.
—Conde Emerson, ¿cuándo recibiré el dinero de la apuesta?
—Pero fui yo quien ganó.
—Por lo que sé, lady Victoria huyó de su cuarto sin su consentimiento —
afirmó Tinker, arqueando las cejas. —Para completar, milord la recompensó con
un bellísimo anillo de diamantes. Es evidente, por lo tanto, que su novia fue quien
ganó.
—Creo que tienes razón —Alexander se dio por vencido. —Le pediré al
príncipe Rudolf que te entregue lo que es tuyo, no te preocupes.
—Saber perder es un arte noble —comentó el mayordomo.
—Me gustaría apostar si voy a lograr poder llevarla a la iglesia. Ya en cuanto a
que se quede y rece...
—¡Desafío aceptado! —Alexander estuvo de acuerdo.
A la mañana siguiente, Alexander subió hasta los aposentos de Victoria con un
abundante desayuno.
—¿Despierta, querida? —Preguntó, colocando una bandeja sobre la mesa de
luz.
—Sal y déjame en paz —murmuró una voz ahogada, que venía de abajo de las
frazadas.
Por lo visto, aquello no sería tan fácil como había imaginado, se dijo Alex a sí
mismo. Asimismo, decidió que quitaría las frazadas y terminaría luego con aquella
maña de una vez. Era lo que le restaba hacer. Al levantar las sábanas, en cambio,
el encanto de las formas explícitas del cuerpo de Victoria sobre un camisón fino,
como un precioso tesoro que se encontraba inesperadamente, casi le sacó el aire:
senos perfectos, pezones rosados, cintura fina y caderas redondeadas. Ella era
hermosa, no había duda, y pronto le pertenecería.
Aún con los ojos cerrados, ella intentó tirar nuevamente de las frazadas.
Alexander impidió que comenzara uno más de sus jugueteos y le sostuvo la mano.
Entonces Victoria abrió los ojos.
—Alex, estaba soñando contigo —murmuró ella, antes de dar un largo
suspiro.
—¿Estás mejor? —Fingió preocupación con su estado de salud. —¿El dolor de
cabeza pasó?
—Pasó, pero ahora estoy con un dolor de estómago horrible, no sé qué me
pasa. Es una pena, pero como había previsto anoche, no podré ir contigo a la
iglesia.
—Toma este té y tu estómago estará como nuevo —Alexander sirvió una taza
con el líquido perfumado. —Vamos, bebe. Estoy seguro que el aire fresco de la
mañana en el camino a la iglesia también te hará muy bien.
Vacilante al principio, Victoria se recostó en la cabecera de la cama y procedió
a beber el té, como él había recomendado.
Ella siempre está de acuerdo con lo que le piden y después hace como bien le
viene en gana... Las palabras de Roxanne vinieron al recuerdo de Alex.
—Saldré para mi propiedad en Grosvenor Square, después de la misa —
comentó él, buscando sonar casual. —Volveré el jueves para llevarte a la ópera.
—Te voy a extrañar —murmuró Victoria, entristecida.
—¿De verdad?
—Como tu futura esposa tengo el deber de extrañarte —ella le guiñó un ojo.
—Bien, te esperaré abajo. Busca estar vestida y lista dentro de una hora, ¿está
bien?
Empujó la bandeja más cerca de su novia y bajó. Una hora pasó y Victoria no
apareció.
—La muchacha no vendrá —vaticinó Magno.
—Pues yo digo que si ella no quiere asistir a la misa de hoy... Ah, ahí viene ella
—Alexander sonrió aliviado por no tener que entablar una nueva batalla, ya por la
mañana.
Con un lindo traje blanco con bordados en el escote, Victoria bajó la escalera,
cargando una sombrilla rosada.
Alex nunca había visto algo tan adorable, tuvo que admitir para sí mismo. Su
novia era la imagen de la inocencia, mientras que un aura de sensualidad la
envolviera.
—Nos podemos ir —invitó ella, enlazando el brazo de su novio.
—Te dije —Alexander provocó por lo bajo, al pasar por el mayordomo.
—Pues debe saber qué cosas imprevisibles pueden suceder entre este
momento y el comienzo de la misa —recordó Tinker al conde.
Victoria no dijo una sola palabra durante el recorrido hasta la villa. No le
gustaba ir a la iglesia, pero parecía que esta vez no tenía escapatoria. Creía en Dios
y lo reverenciaba, pero no lograba leer el misal, ni la letra de los himnos que se
cantarían. Eso hacía con que se sintiera inferior a los demás y estaba siempre
preparada para hacer lo que pudiera para huir de aquella situación incómoda.
Al llegar a la iglesia, todos bajaron de los carruajes para saludar al vicario,
cambiando gentilezas.
—Alex, quiero que conozcas a nuestro vicario, el padre Small. Él es Alexander
Emerson, conde de Winchester, y novio de mi sobrina más joven, Victoria —
Roxanne los presentó.
Los dos hombres se saludaron con un apretón de manos, y Victoria hizo una
venia graciosa.
—¡Yo no sabía que eran tres sobrinas! —Dijo el vicario, provocando la risa del
príncipe y del marqués. —¿Estabas de viaje, querida joven?
—Victoria tiene la salud bastante delicada —la tía se apuró a justificar.
—Bien, estoy feliz que estés aquí con nosotros esta mañana y sintiéndote bien
—el vicario sonrió.
—El poder de Dios hizo con que yo mejorara —dijo Victoria como si tuviera la
respuesta en la punta de la lengua.
Ella y el novio se acomodaron en el banco de la cuarta fila en la iglesia.
Alexander le pasó el misal, que intentó concentrarse para entender un poco de lo
que estaba escrito. El libro, en cambio, estaba en la posición invertida.
—Compórtate y déjate de gracias —censuró Alex.
—No traje mis lentes —aquella excusa, ya un tanto desgastada, fue la única
que se le ocurrió.
La inquietud de Victoria crecía a cada instante. Estaba segura que de esta vez
Alexander descubriría que ella no sabía leer y aquello pondría un punto final en
sus sueños románticos de un futuro junto a él. Al final, Alex no habría de querer
una estúpida como condesa. Pensó en fingir que estaba teniendo vértigo, pero
decidió que esta vez la decisión debería ser más drástica y definitiva. Relajando
cada músculo de su cuerpo, ella se soltó, dejándose ir al suelo, fingiendo haber
perdido los sentidos. Alexander la tomó en los brazos, afligido, y caminó por la
nave central, en dirección a la puerta de la iglesia.
Algunas voces llegaban a los oídos de Victoria, entre ellas la del vicario, que
les pedía a los fieles que rezaran por la recuperación de la pobre sobrina del duque
y la duquesa de Inverary. El aire fresco de la mañana tocó su cara, así que
Alexander la cargó hasta el patio externo, donde estaban estacionados los
carruajes.
Abriendo lentamente los ojos, vio la preocupación estampada en el semblante
del conde.
—Voy a estar bien —murmuró con voz débil.
—Voy a llevarte a casa. Ayúdame a colocarla en el carruaje —pidió Alex al
cochero.
Al llegar de vuelta a la mansión, Tinker se adelantó para recibirlos.
—Yo le avisé, conde Emerson —recordó el mayordomo.
Temiendo que las palabras de Tinker llevaran a su novio a descubrir que todo
no era más que una farsa, Victoria trató de retomar la escena.
—Llévame hacia arriba —pidió así que el conde la colocó en el suelo.
Amparándola, Alexander llevó a Victoria hasta el cuarto. La acostó en la cama
y cerró la puerta.
—¿Quieres que pida un té para ti? —Él no sabía qué hacer.
—Ayúdame a desvestirme antes —continuó ella, sonriendo para sí misma al
pensar que bien llevada que era su actuación.
Alexander se sentó en el borde de la cama y se puso a desabotonar el vestido
de Victoria, desde la espalda alta hasta la cintura. Separando los dos lados del
traje, el corrió un dedo por sus espaldas, provocándole un escalofrío. En seguida
levantó el cabello y besó detenidamente la nuca.
—El contacto de tus labios en mi piel es simplemente delicioso —murmuró
ella.
—Levántate por favor —pidió él.
Victoria se puso de pie y él la desvistió, prenda por prenda, hasta que toda su
belleza femenina estuvo expuesta.
—Ahora siéntate.
La voz de Alex era cálida y él observaba sin apuro el cuerpo desnudo. En
seguida, sostuvo uno de los pies de Victoria en sus manos y los besó, rozando los
dedos de ella con sus labios. Después volvió a admirarla de pies a cabeza.
Entonces se levantó y comenzó a desvestirse también.
—¿Te sientes bien? —Quiso saber.
—Muy bien.
Estaba, al fin, cerca de lograr lo que tanto deseaba, pensó Victoria,
interpretando el mensaje de deseo que los ojos del conde enviaban.
—No tengas miedo —Alexander se acostó a su lado.
—No tengo miedo, solo preocupación.
—Relájate.
Él la besó, volviendo a encender en ella la pasión y robándole el aliento. En
seguida, alejó las rodillas de ella con sus propias piernas y dejó, entonces, que
Victoria sintiera el peso de su cuerpo.
—¿Qué te preocupa? —Quiso saber él, al notar que ella temblaba.
—Aquello —ella señaló la pelvis de él. Alexander tuvo que contenerse para no
reír.
—No te preocupes… —volvió a besarla. —Aquello, es una parte de mí, no un
monstruo listo para herirte.—¿Confías en mí?
—Confío —sus ojos azules lo miraban fijamente, ansiosos.
Alexander se acostó sobre ella, haciéndole abrir aún más las piernas, pero no
la penetró. Besó y lamió los senos en movimientos circulares, aproximando cada
vez más la lengua de los pezones. Al tocarlos, finalmente, los sintió rígidos de
placer. Entonces jugó con ellos, jalando, lamiendo, chupando.
—No pares —pidió Victoria delirante de deseo.
Respondiendo a su petición, Alexander pasó a besarle todo el cuerpo, desde
los senos hasta el vientre, bajando al fin hasta el nido no tocado. El cuerpo de
Victoria se contrajo.
—Déjame saborear cada pedacito de ti —la voz de Alexander estaba ronca de
pasión. —No me niegues ese placer.
Victoria separó aún más las piernas, como obvia invitación a sus caricias.
Alexander exploró con habilidad el centro de placer del cuerpo femenino. Sin
lograr contener más la excitación, ella gimió, dejándose tragar por una inmensa
ola de placer, que la hacía contraerse en repetidos espasmos, entregada a las
delicias que experimentaba por primera vez en su vida.
—Te quiero dentro de mí… —pidió.
Entonces, Alexander la penetró con su miembro rígido, tomándola toda para
sí, despacio al principio, y pasando poco a poco a un ritmo más acelerado y lleno
de ardiente pasión.
—Alex —gimió ella, al llegar al ápice del placer, sintiendo su cuerpo trémulo.
Alexander llegó al clímax siguiendo el ritmo de ella, llenándola con su savia
caliente. Ambos se sentían vulnerables y completamente satisfechos.
Recuperándose, él se acostó al lado de Victoria, trayéndola para bien cerca de
sí.
—No me arrepiento de no haber esperado hasta el día del casamiento —
declaró. Estaba siendo sincero y sabía que debía despreocupar a Victoria.
—Vamos a hacer esto otra vez, en nuestra noche de nupcias, ¿no?
—Cuando y cuantas veces tengamos ganas, por el resto de nuestras vidas —se
divirtió con su ingenuidad.
—¿Vamos a hacer el amor hoy mismo otra vez?
—Calma querida. Necesito unos minutos para recobrar las fuerzas.
Después de un breve intervalo, Alexander retomó el juego erótico,
comenzando por caricias que en breve los llevarían a otro acto amoroso. Un
repentino abrir de puertas, sin embargo, les causó un sobresalto, interrumpiendo
el interludio.
—Veo que te sientes mejor, querida —la voz era de Roxanne, quien miraba a
Victoria con una sonrisa irónica, para luego retirarse sin una palabra más, cerrando
la puerta detrás de sí.
—No te preocupes —Alexander intentó calmarla. —Le gusto a tu tía.
Poco después, los dos retomaban lo que habían interrumpido, dejándose
envolver nuevamente por las delicias de la pasión. En medio de tantas
sensaciones, Victoria ni siquiera se acordaba que tenía una tía.
Dos horas más tarde, ella acompañaba a su futuro marido hasta el carruaje.
—Voy a extrañarte —confesó.
—Espero que estés preparada para ir a la ópera el próximo jueves, a las siete
de la noche —Alexander le besó las manos, pero no dijo que también la
extrañaría.
Victoria lo saludó con la mano y permaneció allí, de pie, mirando hasta que el
carruaje desapareciera en la distancia.
***
***
Victoria llegó a la casa a la hora del té. Había decidido que no le contaría a
nadie sobre las clases. Quería sorprender a todos así que se sintiera preparada.
—¿Dónde estuviste? —La pregunta de Roxanne la sacó de sus devaneos.
—Fui a visitar a Samantha y no percibí el paso del tiempo —mintió.
—Ven aquí. Vamos hasta tu cuarto. Alexander envió una nota: estará aquí en
unas horas. Quiere que te vistas de azul. Elegí tu vestido de seda azul zafiro.
—¿Ahora es él quien decide qué debo vestir? —indagó Victoria, contrariada.
—Alex debe tener un buen motivo para haber hecho esa petición. El baño ya
está preparado y el té estará servido en algunos minutos —Roxanne detuvo
bruscamente la puerta. —A propósito, ¿has tenido náuseas, querida?
—No, ¿por qué?
—Bobadas mías.
CAPÍTULO V
Vistiendo un lindo vestido de seda azul zafiro, Victoria bajó la escalera que
llevaba al salón donde Alexander esperaba.
—Lady Victoria, no hay duda de que eres la mujer más hermosa que he visto
—saludó Alexander, besándole las manos.
—Eres un adulador, mi Lord —dijo ella en respuesta, con sus lindos ojos
azules realzados por el color del traje.
—Me distingue mi honestidad —jugó él.
Enseguida, le entregó a su novia un lindo estuche de terciopelo azul.
—Te pedí que usaras un vestido azul a causa de este regalo —éste extendió el
estuche hacia Victoria.
Al abrirlo, no pudo creer en lo que tenía delante de sus ojos: una gargantilla
de plata adornada por un enorme zafiro y un diamante de belleza extrema.
—Es demasiado para mí —murmuró ella levantando los ojos hacia Alexander.
—Las joyas nunca son demasiado —comentó Roxanne, fascinada por aquel
lujo.
—Gírate, por favor, querida —Alexander sacó la gargantilla del estuche y
colocó la joya en torno al cuello de Victoria y el brazalete en su delicada muñeca.
—Creo que deberías contener los gastos. Al final, estamos por casarnos —
bromeó Victoria. —No tengo intenciones de volver a vivir en la cabaña.
—Gracias por haber aceptado mi regalo, querida —Alex besó los labios de la
novia.
—Yo soy quien debe agradecer —ella retribuyó el beso.
—Prometí cubrirte de diamantes, ¿recuerdas?
—Y de perlas —completó ella.
—Voy a cubrirte de diamantes, derramar perlas en tus manos, adornarte con
esmeraldas y sumergirte en zafiros.
—¿Y rubíes?
—Adornaré tu cabello con ellos.
—Parece una buena propuesta.
Alexander la acompañó hasta el carruaje, la ayudó a subir y se sentaron
juntitos.
—Te extrañé tanto —murmuró ella, cuando el carruaje se puso en el camino.
El conde, con todo, rehusó decir lo mismo. No pretendía permitir que ella
pensara que tenía dominio sobre él. Ninguna mujer volvería a dominarlo, mucho
menos una muchachita de dieciocho años.
Victoria estaba decepcionada. ¡Le hubiera gustado tanto que él dijera lo
mismo, que la había extrañado!. Tal vez estuviera aspirando a mucho, se dijo a sí
misma. A fin de cuentas, su novio no la amaba, estaba solamente honrando un
acuerdo y siendo gentil con ella. El daño que Charles Emerson le había hecho a la
familia Douglas pesaba en su conciencia.
—Siempre voy a la ópera los jueves —dijo Alex de repente. —Me ayuda a
relajarme.
Aquellas palabras trajeron a Victoria de vuelta al presente.
—Más tarde, Samantha y Rudolf nos encontrarán en el baile en la residencia
de los Wilmington. Debo advertirte ante el hecho de que la aristocracia londinense
se mostrará curiosa por saber a quién elegí como esposa. Busca no molestarte con
las miradas curiosas de las personas. Ah, algo más... ¿Hablas italiano?
—No, no conozco esa lengua.
—No hay problema, yo traduciré. La ópera está cantada en italiano, ¿sabías?
—Nunca presté atención a eso las veces que vine a la ópera con mis tíos.
—¿Qué te atraía entonces?
—Para ser sincera, el momento del intervalo.
La respuesta hizo que Alexander se riera mientras el carruaje se estacionaba
delante del Teatro Real de Ópera. La sonrisa sorprendió a los otros aristócratas
que caminaban por allí, acostumbrados a su habitual seriedad. Había rumores que
el conde de Winchester y lady Victoria Douglas, su futura esposa, estaban muy
enamorados.
Victoria buscó no prestar atención a las miradas, mientras atravesaba el gran
vestíbulo de la entrada, para luego subir las escaleras que llevaban al palco
particular de Alexander. El conde había saludado a diversas personas a lo largo del
camino, pero no se había parado a conversar con nadie. Victoria se sentía aliviada.
—¿Viste cómo nos miraban? Durante el intervalo será aún peor, prepárate
—avisó Alexander, mientras acercaba su asiento al de ella. —Muchos querrán
conocerte. A propósito, la ópera de hoy es Las Bodas de Fígaro de Mozart.
—¿Mozart es el compositor?
—Sí. Esta ópera es la continuación de El Barbero de Sevilla. El conde Almaviva
se había casado con Rosina, una joven heredera, a despecho de las intenciones de
su guardián de casarse, él mismo, con ella. Un hombre llamado Fígaro había
ayudado al conde Almaviva a casarse con Rosina. La historia de la ópera de esta
noche comienza tres años después de este casamiento. El conde pasa sus días
cuidando de sus propiedades y llevando tantas mujeres como era posible a su
lecho.
—¿El conde le es infiel a su esposa? —Victoria preguntó, sorprendida. —¿Te
parece apropiado?
—Quédate tranquila —recomendó Alexander. —no mostrarán al conde
haciendo el amor con las mujeres.
—Menos mal —Si bien no se sentía especialmente atraída por las óperas,
Victoria decidió que lo mejor sería concentrarse y seguir la historia. En fin,
aprender nunca estaba de más, sobre todo para alguien que iba a casarse con un
hombre noble y culto. Después de transcurrida una hora de presentación, el telón
se cerró. Era el fin del primer acto.
—Todos quedarán encantados en conocerte —Alex buscó calmarla.
Muchos aristócratas vinieron al palco para saludarlos, mientras otros los
observaban desde sus propios palcos, usando binoculares.
Victoria decidió que sonreiría sin alejarse nunca de su novio, y que hablaría lo
mínimo posible.
En medio del intervalo, dos caballeros acompañados por una bella mujer de
aproximadamente veinticinco años vinieron a saludarlos. Victoria se sintió, de
repente, incómoda y detectó una expresión tensa en el semblante de Alexander.
—¿Es esta la niña que se volverá condesa de Winchester? —Las palabras de la
mujer eran poco amables y su sonrisa no tenía nada de natural.
—Victoria, querida, me gustaría presentarte a lady Lydia Stanley, marquesa de
Tewksbury —Alexander había quebrado a propósito la etiqueta, una vez que
debería haber presentado la novia a la marquesa, a lord Russel y a lord
Sommerset.
—Es una enorme satisfacción conocer a la señorita que va, finalmente, a
conseguir llevar al conde al altar —los lores saludaron.
—El conde es quien tendrá que continuar esforzándose para conseguir mi
mano —replicó Victoria, mientras miraba de reojo a la otra mujer, quien parecía
bastante descontenta.
Aunque lady Stanley no había dicho nada explícitamente, Victoria podía leer
en la expresión de su rostro y en los gestos de la marquesa que ella y Alexander
eran viejos amigos, íntimos amigos.
—Dime, Alex, ¿esa preferencia tuya por pelirrojas es algo pasajero? —Lady
Stanley volvió a la carga. —Alex y yo somos amigos desde siempre, ¿sabías? —La
mujer ahora miraba a Victoria.
—Si nos permiten —Lord Sommerset hizo una reverencia. —Necesitamos
volver a nuestros asientos antes del inicio del próximo acto —El hombre parecía
avergonzado con los comentarios de la marquesa.
—Te veré en breve, Alex —Lydia lanzó una sonrisa ensayada a Victoria e hizo
una ligera reverencia, antes de alejarse.
—Es un placer conocer a los viejos amigos de mi novio —replicó ella con una
sonrisa amplia.
Obviamente irritada con aquel comentario, la marquesa de Tewksbury se
alejó de sus acompañantes.
—Que lengua afilada tienes, mi querida —comentó Alexander, cuando las
personas se alejaron.
—Quien comenzó fue aquella arpía —Victoria luchaba por mantener el
control.
Algo extraño había sucedido entre su novio y la tal marquesa. Se sintió de
repente como si caminara en la oscuridad. Se reanimó, no obstante, al recordar
que más tarde encontraría a su hermana Samantha y a su cuñado Rudolf. Decidió
que les preguntaría que sabían al respecto de Alex y Lydia.
El resto de la ópera transcurrió sin mayores incidentes, excepto por el hecho
de que había más miradas que provenían de la platea y de los palcos, sobre ella
que sobre el escenario.
Horas más tarde, ambos se dirigían a la mansión de los Wilmington.
—¿Preparada para enfrentar más curiosos? —Interpeló Alexander, mientras
caminaban hacia el salón de baile.
—Decididamente, tienes el don de calmarme —replicó Victoria esforzándose
por sonreír.
Al llegar al salón, el mayordomo de los Wilmington anunció la presencia de
ellos con solemnidad.
—El conde de Winchester y lady Victoria Douglas.
—Permanece mirándome a mí —sugirió Alex. —De esa forma no estarás
contrariada al notar que las personas se empujan, disputando el espacio para
verte.
—Es mucha pretensión de tu parte creer que todos están interesados en ver
quién es la feliz acompañante del conde de Winchester —ella miró a los invitados
que llenaban el vasto salón. —Y no hay de qué, están curiosos.
—Yo te avisé —Alex susurró al oído de su novia, dándole a los presentes la
impresión que era de verdad un hombre enamorado.
Lord y lady Wilmington se apresuraron para darle la bienvenida a la pareja.
—Felicitaciones, mi estimado —Rupert Wilmington lo saludó, devorando a
Victoria con los ojos sin discreción alguna.
—Mis votos de felicidad a la pareja —saludó lady Wilmington, sin despegar la
mirada de Alexander.
—Rupert, Miriam, les presento a Victoria Douglas, mi futura esposa —el
conde se adelantó a hacer las presentaciones.
—Un placer —dijo Victoria, con una elegante reverencia.
—Prometa que reservará un vals para mí, futura condesa de Winchester —
Lord Wilmington buscó sonar casual y amigable.
—No se preocupe señorita. Me haré cargo de sus intereses, mientras baila
con mi marido y haré lo mejor que pueda —Lady Wilmington lanzó una mirada
lánguida hacia Alexander.
Victoria reconoció en los ojos de aquella mujer la misma expresión que había
detectado en la mirada de Lydia Stanley.
—Si nos permiten, necesito saludar a mi hermana y a mi cuñado —anunció
ella —No se puede hacer esperar a la realeza, aunque se trate de la familia.
—Miriam y yo estaremos ansiosos por conversar con ustedes más tarde —
murmuró lord Wilmington sonriente, sin dejar de mirar a Victoria.
—Me gustó lo que dijiste —cuchicheó al oído de la novia. —Ten cuidado con
Rupert. El hombre tiene fama de mujeriego.
—Y Miriam parece apreciar demasiado a los hombres —observó ella. —¿O
serás tú, en particular, a quien aprecia?
—Yo diría que los Wilmington mantienen entre sí un acuerdo que les permite
cierta libertad.
—¿Y eso es común en los matrimonios de aristócratas? —Victoria estaba
impactada. Aquella era la primera vez que participaba en una fiesta con gente tan
extraña.
—Claro que no —Cuando finalmente se encontraron con Samantha y Rudolf,
los príncipes Víctor y Stepan estaban con ellos.
—¿Cómo estuvo la ópera? —Samantha indagó a modo de saludo y cumplido.
—Muy bonita —respondió Victoria. —Creo que había más personas
mirándome a mí que hacia el escenario. Debería haber agradecido al público
cuando se cerró el telón.
La orquesta comenzó a tocar el primer vals.
—¿Podrías concederme el placer? —Dijo Alexander, encorvándose delante de
ella.
Con una tímida sonrisa, ella extendió la mano a su novio. Aquella sería la
primera vez que bailaban.
Enlazándola por la cintura, Alexander la trajo para bien cerca de sí y, en
seguida, ambos salieron bailando por el salón. Victoria buscó olvidar a la multitud
que los cercaba y se entregó a la alegría de aquel momento. Solamente aquel
hombre y la música importaban. Estaba demasiado feliz como para decir algo. De
repente, divisó a Lydia Stanley bajando la escalinata que conducía al salón de
baile.
—Una nube oscura parece haber apagado tu sonrisa, querida —observó
Alexander.
—¿Qué tal ahora? —Ella volvió a sonreír, pero su alegría y espontaneidad
habituales se habían desvanecido.
Al término del vals, Alex la acompañó hasta donde estaban sus familiares.
—Lady Victoria, ¿aceptarías bailar con tu cuñado favorito? —Rudolf le
extendió la mano, divertido y cortés al mismo tiempo.
—Me encantaría —respondió ella, y fueron a la pista de baile.
Mientras bailaba con su cuñado, vio a su hermana, quien bailaba con Stepan.
Sintió el corazón apretado, sin embargo, al ver a Alexander dirigiéndose a la pista
de baile acompañado por nada menos que con Lydia Stanley.
—¿Qué sucedió? —Preguntó Rudolf, al ver que el rostro de su cuñada
empalidecía.
—Alex está bailando con aquella tal marquesa —ella miró a su cuñado. —
Dime, ¿qué hay entre ellos?
—Nada, que yo sepa.
—¿Qué hubo entre ellos entonces? —Volvió a formular su pregunta.
—¿Por qué no conversas con tu novio e intentas descubrirlo?. No me gusta
meterme en asuntos que no me atañen, sabes bien de eso.
—¿Por qué no quieres contarme?, soy tu cuñada y tengo derecho a saber.
—Muy bien. Ellos tuvieron una relación años atrás —contó Rudolf al acabar el
vals. —Fue cuando Reginald Stanley, el marqués de Tewksbury, hombre con la
edad suficiente para ser el padre de Lydia, la pidió en matrimonio. Ella prefirió
volverse marquesa antes que condesa.
—¿Dónde está su marido ahora?
—Murió luego que Lydia tuvo su primer hijo, lo que la dejó libre para casarse
con Alex.
—¿Y por qué no se casaron?
—Alexander es un hombre orgulloso y poco flexible, que no acepta las sobras
de los demás —aclaró Rudolf. —Lydia Stanley volvió a buscarlo luego que pasó el
período de luto por la muerte de su marido.
—¿Crees que Alex está interesado en ella?
—Lo que creo es que debemos volver para nuestro grupo y dejar esta historia
de lado.
Así que Victoria y Rudolf se reencontraron con Lord Magno y la duquesa
Roxanne cuando llegaron. Los recién llegados luego de pusieron a bailar. A esta
altura, lord y lady Wilmington y Lydia Stanley vinieron a unirse al grupo. Lydia y
Miriam intercambiaban miradas de fría cortesía.
—Lady Victoria —comenzó Miriam. —Debes estar ansiosa por tus nupcias tan
cercanas.
—Alex está más ansioso que yo —disparó ella. —Prometió cubrirme de
diamantes y, como pueden constatar, él empezó muy bien —llevó su mano a las
bellísimas joyas que el conde le había regalado.
—¡La petición en matrimonio fue tan romántica! —Samantha se integró a la
conversación. —Delante de toda la familia, Alexander se puso de rodillas y pidió
que mi hermana se casara con él.
—Muy romántico, sin dudas —asintió Miriam Wilmington, verde de envidia.
—¿Qué te pareció la ópera de esta noche? —Lydia Stanley se dirigió a
Victoria.
—Las Bodas de Fígaro, ¿no? —Indagó Miriam, interesada.
—Me encanta la ópera —Victoria intentó parecer una mujer sofisticada. —
Una composición fantástica de Mo.
—¿Mo? —Repitió Lydia.
—Mo Sart, el compositor de la obra —aclaró Victoria. Todos la miraron como
si se hubiera transformado en una calabaza. Ella percibió que había dicho alguna
burrada, pero no tenía idea de cuál.
—Lady Victoria me prometió esta pieza —Stepan se apuró a alejarla de allí.
Satisfecha por permanecer lejos de aquella gente, ella aceptó el brazo que
Stepan le extendía y luego bailaba con él. No perdía de vista, en cambio, a aquellas
dos mujeres. Parecían querer disputar a su novio. Lydia Stanley ganó la disputa y
luego volvió a bailar con Alexander.
—En general, las personas hablan sobre nimiedades mientras bailan —se
apresuró a decir Stepan, con el fin de amenizar la situación.
—Discúlpame pero no me siento bien —Victoria estaba confundida e irritada.
—¿Puedo ayudarte? —Se ofreció Stepan, sin saber qué hacer.
—Sólo si tienes el poder de impedir que diga más burradas. Alex me dijo que
Mo Sart era el compositor de la ópera de esta noche.
—El nombre correcto es Mozart —explicó Stepan. —Una palabra sola.
Wolfgang Amadeus Mozart. Pero busca olvidarte de eso, Victoria. En fin, todos nos
equivocamos.
—Algunos más que otros.
—No seas tan enérgica contigo misma.
—Me gustaría refrescarme un poco, si no te importa, amigo mío —Inventó
una excusa para alejarse de allí. No lograría enfrentarse a los otros en aquel
momento. —Por favor, dile a Alex que volveré luego.
Se retiró a una pequeña sala reservada para el reposo de las damas.
Necesitaba tiempo para volver a componerse sin ser observada por lo demás.
Llegando a la sala, se sentó en un rincón y buscó respirar hondo y calmarse.
—La chiquilla dijo que el compositor de la ópera era Mo Sart —escuchó decir
a Lydia Stanley, al entrar también en la sala de reposo.
—¿Qué importa? —Replicó Miriam Wilmington, quien acompañaba a la
marquesa. —Ella no pronunció mal el nombre.
—¡Cielos, Miriam! ¡Estás siendo tan idiota como aquella tontita!
—Sea como haya sido, no será tan difícil tener a Alexander otra vez. Cabello
rojizo y una pretendida inocencia son meras novedades para él.
—¡Finalmente te encontré! —Victoria oyó decir a su tía Roxanne. —Tu novio
te está buscando.
—¡No había visto que estabas ahí! —Lydia Stanley se giró, sorprendida.
—Me di cuenta —respondió Victoria, con la mirada llena de indignación.
—Me gustaría presentarte a Sara...
—No me interesa conocer a quien sea que tienes la intención de presentarme
—se levantó y pasó como una bala por entre las dos mujeres.
—¡Qué lindo vestido, Lydia! —Roxanne buscó desviar la atención de las
personas. —Lástima que el color no te queda nada bien.
De brazos cruzados, Alexander esperaba por Victoria a cierta distancia del
salón de reposo. Al verlo, ella se acercó. Su cabeza giraba de mareo. Había
cometido un patinazo y ahora Lydia Stanley quería a su novio de vuelta.
—Victoria, querida —murmuró él. —No te quedes molesta. Cualquier persona
que no sepa mucho de óperas puede cometer un error como aquel.
—Creo que deberías casarte con otra.
—¿Por qué?, es contigo con quien quiero casarme —el tono de voz de
Alexander era suave y cariñoso.
—Lydia Stanley te quiere de vuelta. Es muy bonita y debe ser inteligente
también.
—Lo que hubo entre Lydia y yo terminó hace años. ¿Será que no entiendes
que es a ti a quien quiero?
—Lo que sé es que no elegiste casarte conmigo. Estás solamente honrando un
acuerdo propuesto por mis tíos.
—Ellos nunca me forzaron a aceptar la propuesta —declaró Alexander.
—Me gustaría conversar con mi sobrina —Roxanne interrumpió la
conversación. —Espera aquí Alex. Es un asunto particular.
Así que se alejaron, la duquesa se dirigió a Victoria.
—Conozco a los hombres mejor que tú, querida —comenzó. —Alex jamás
reanudaría con Lydia Stanley, y ella no es más que una tonta si piensa que podrá
reconquistarlo. Ningún hombre que se precie acepta la traición de una mujer.
Ahora, en cuanto al error que has cometido, llego a dudar que tengas mi sangre
corriendo en tus venas.
—No tengo la culpa de ser tan retardada —respondió Victoria.
—No se trata de eso, mi bien. No importa qué digas o hagas, siempre encara
al adversario de frente. Nunca más corras ni te escondas como hiciste hace un
rato.
—¿Debería haberme quedado allí, oyendo los insultos de aquella mujer?
—Eso mismo. Deberías haberte quedado allí y haber tomado represalias con
altura, como hice yo, por ti —Roxanne tomó las manos de su sobrina en las suyas.
—No dejes que tus emociones se transparenten querida. Mantener la calma ante
la provocación más terrible es una necesidad, si quieres tener éxito en la vida en
sociedad.
—Gracias por los consejos, tiita —una sonrisa volvió a iluminar la cara de
Victoria. —No causaré más vergüenzas a tu reputación.
—Así se habla. Y ahora, ve. Alexander está esperando por ti. ¡Corre!
En instantes, Victoria se reunió con su novio.
—¿Estás bien? —Quiso saber él, preocupado.
—Estoy perfectamente. ¿Darías una vuelta conmigo?
—No hay otra persona con quien quiera caminar o hacer cualquier otra cosa
en este mundo.
Alexander tomó la mano de Victoria y la condujo hasta un lugar donde
pudieron tener cierta privacidad, pero aun así serían observados.
—Eres adorable, Victoria Douglas —acarició la piel perfecta del rostro de ella.
—Quiero que los días que faltan para nuestra boda pasen bien rápido. Así
podremos quedarnos juntos todo el día, todos los días.
—¿No vas a contarme sobre Lydia Stanley?, mi tía me aconsejó mantener la
calma aún delante de las peores provocaciones. Creo que esta regla se aplica a los
hombres también.
—Lo que hubo entre Lydia y yo son aguas pasadas. No debes perder un único
segundo preocupándote por ella. Por un lado, me siento halagado por saber que
te importo, pero por otro lado, me quedo triste por saber que no confías en mí.
—Yo sí confío en ti Alex, es que... —una voz femenina interrumpió la
conversación.
—¡Alex! —De pie, delante de ellos, estaba Venetia Emerson, hermana de
Alexander, que creía estar en Australia. Un hombre alto, de cuerpo atlético y una
bella mujer la acompañaban.
Venetia se lanzó a los brazos de su hermano.
—¡Le dije a Harry y a Diana que estarías en el baile de los Wilmington!
La expresión del rostro del conde demostraba desagrado con aquel
encuentro.
—Te presento a mi marido, Harry Gibbs —Venetia señaló a un hombre alto
que estaba a su lado.
Alexander y Harry estrecharon las manos.
—Diana Drummond es la hermana viuda de Harry —Venetia presentó a la
bella mujer. —Creo que te agradará mucho.
Un malestar se apoderó de Victoria al mirar a la viuda. Lo último que podría
desear era la presencia de aquella mujer, compitiendo por la atención de su novio.
—¿Te acuerdas de Victoria Douglas? , ella y yo nos casaremos dentro de dos
semanas —anunció Alex.
—Que novedad maravillosa, hermano mío —no había ni una pizca de
entusiasmo en la voz de Venetia.
—Felicitaciones —saludó Diana Drummond, con voz grave y sensual.
La viuda era una mujer bonita, sofisticada, voluptuosa y confiada.
Comparándose con ella, Victoria concluyó que no era más que una niñita.
—Harry compró una mansión en la ciudad, tres delante de la tuya, Alex —
informó la hermana.
—¿Y Charles? —Alex buscó aparentar una frialdad que no sentía.
—Nuestro padre está muerto. Lamentó hasta el último día de su vida las
violentas palabras que intercambiaron tú y él.
—Puedo imaginármelo.
Victoria podía ver la decepción en el rostro de su novio. Charles Emerson
había muerto y había llevado a la tumba el secreto del origen de Alexander.
—Ven a cenar a nuestra casa mañana de noche. La invitación se extiende a
ella, claro —Venetia intentó sonar como una perfecta anfitriona.
—Muy bien. ¿A qué hora debemos llegar?
—A las ocho de la noche. Hasta mañana, entonces —Venetia enlazó el brazo
de su marido y de su cuñada y se alejó.
—¿Cómo pudiste aceptar la invitación de una mujer que atentó contra tu
vida? —Victoria estaba perpleja.
—Fue Charles Emerson quien intentó matarme, no Venetia.
—Pero ella intentó matar a mi hermana Angélica.
—¿Te rehúsas a acompañarme, es eso?
Victoria no tenía la menor intención de dejar que Alex se sentara a la mesa
con la bella viuda Drummond, sin que ella misma estuviera cerca.
—Claro que iré contigo —afirmó. —Y pretendo comer bien rápido, antes que
le pongan veneno a la comida. Te sugiero que hagas lo mismo.
—Victoria Douglas. Eres única —Alex la tomó en los brazos y la besó.
***
***
***
Media hora más tarde, ambos llegaban a la mansión de Venetia. El
mayordomo de Harry Gibbs abrió la puerta y el mismo Gibbs vino a saludarlos.
—Sean bienvenidos a nuestra casa —el anfitrión apretó la mano de Alex y
besó la de Victoria con caballerosidad. —Vengan, acompáñenme hasta el salón.
Venetia y Diana estaban sentadas al lado. Alex besó el rostro de su hermana y
la mano de Diana.
Victoria casi se dejó sacudir por tener que admitir que la viuda estaba
bellísima en un traje negro con un escote bastante osado. Se acordó, en cambio,
de las palabras de la tía y no se permitió afectar. Tendría que portarse como una
verdadera diva aquella noche.
—Qué placer reencontrarlas —saludó a las damas con una sonrisa.
—¿Este es tu anillo de compromiso? —Preguntó Diana, mirando espantada el
diamante enorme.
—Mi futuro marido prometió cubrirme de diamantes —Victoria extendió la
mano, para que pudieran admirar mejor la joya. —Creo que este anillo fue un
buen comienzo, ¿no están de acuerdo?
—Mi hermano siempre tuvo buen gusto —interrumpió Venetia, con
despecho.
—Lo que se volvió evidente en la mujer que elegí como esposa —agregó
Alexander.
—Respecto a eso no tengo la menor duda —convino Harry, respetuosamente.
—¿Qué tal cenar ahora? —Invitó, mientras indicaba en la dirección del comedor.
Venetia y Diana, enlazaron, cada una de ellas, un brazo de Alexander, como si
hubieran ensayado aquel gesto y siguieron para el comedor. Harry ofreció el brazo
a Victoria, como un perfecto caballero y un excelente anfitrión.
Victoria pudo ver cómo la viuda se acercaba demasiado a Alex.
—¿Algún problema? —Preguntó.
—¿Y qué problema podría haber cuando estoy acompañada por un apuesto
caballero como usted, señor Gibbs?
La diva acababa de entrar en acción.
Se sirvió la cena. El comedor era amplio y elegante. Los cubiertos de plata
eran muy finos así como la cristalería y los platos de porcelana.
Para beber, había vino y zumo de limón.
—¿Prefieres leche tibia, Victoria querida? —Preguntó con ironía Venetia y
hubo un intercambio de sonrisas entre ella y Diana.
Soy una diva, soy una diva, se repetía Victoria para sí misma, buscando ganar
confianza y serenidad.
—Zumo de limón, por favor —hizo un delicado gesto de agradecimiento con
la cabeza. —Admito que aun no aprendo a apreciar las bebidas alcohólicas pero
estoy segura que desarrollaré ese gusto cuando llegue a una edad más avanzada,
como la de las señoras Venetia y Diana.
—No precisas hacer ese tipo de apreciación para ser encantadora, lady
Victoria —elogió Harry Gibbs.
—Gracias.
—Adoro la ópera —Diana prefirió cambiar el rumbo de la conversación. —
Conde Emerson, ¿permitiría que usara su galería una noche de estas?
—Siempre que quiera —respondió Alexander, educado.
—¿Aún vas a la ópera todos los jueves, hermano? —Quiso saber Venetia.
—Sí.
—Pueden creer que no contengo la risa cada vez que recuerdo a la chiquilla
que pensó que Mozart era “Mo Sart”—comentó Diana, soltando una carcajada.
—Yo soy la tal chiquilla —anunció Victoria. Era una diva aquella noche, lo que
quería decir que encararía cualquier papel.
La expresión de los demás, inclusive la de Alexander, era de alguien que había
sido tomado por sorpresa. Victoria prometió que le daría un beso a tía Roxanne
por los sabios consejos que le había dado.
—Yo osaría decir que lady Victoria es demasiado joven para tener la
experiencia de mujeres maduras como ustedes —Harry se dirigía a su esposa y
hermana, yendo en defensa de Victoria.
Con una sonrisa de complicidad, ella se inclinó a Harry, permitiéndole una
vista privilegiada de su perfecta falda.
—¿Sabían que Beethoven era una mujer? —Victoria lanzó la pregunta
inesperadamente, con una sonrisa conspiradora en los labios. —Su verdadero
nombre era Bea Toven.
—Lady Victoria, usted es como un soplo de aire fresco, luego de una noche en
una taberna ahumada —rió Harry.
—Puedes llamarme Victoria —sugirió. —al final, somos amigos.
—Que así sea, entonces, Victoria —apreció la sugerencia.
—Me gustaría muchísimo conocer tu famosa biblioteca, conde Emerson —
Diana no desistía con facilidad. —¿Podría prestarme algunos libros?
—Mi cuñada adora una buena lectura —Venetia y Diana se entre miraron.
—Permíteme darte un consejo —Victoria interrumpió antes que Alexander
pudiera contestar, —aquí en Inglaterra no está bien visto que una bella viuda
como usted vaya a la casa de un hombre soltero —ella fijó la mirada muy azul en
Diana. —Te prometo, en cambio, que serás bienvenida para conocer nuestra
biblioteca cuando el conde y yo estemos casados —ella inclinó la cabeza. —Hasta
ese entonces, te recomiendo que visites alguna de las espléndidas librerías de
Londres. Algunas hasta prestan libros.
—Estoy segura que no habrá problema alguno, si yo acompaño a Diana —
intervino Venetia. —En suma, Alex y yo somos hermanos.
—Hermanos bastante distanciados, de hecho —disparó Victoria. No
comprendía por qué Alex permanecía callado. Con todo, la expresión de su rostro
revelaba sorpresa.
—Los problemas entre ellos han sido superados —se metió Diana en un tema
que no le incumbía.
—En cuanto a ello, veremos —concluyó Victoria, con osadía. —Puede ser tan
inocente como un bebé, mi estimada señora, pero los ingleses somos un pueblo
reservado y hay que evitar la maledicencia ajena. Además, Alex y yo estaremos
muy ocupados hasta el día del casamiento, ¿no es así, querido?
—Nuestra agenda de compromisos sociales está llena —acordó él, con una
sonrisa. —Bravo, Victoria —le susurró al oído, con discreción.
—¿Qué es tan divertido, Alex? —Venetia se movía en la silla, incómoda.
Comenzaba a perder la paciencia.
—Perdóname si fui rudo —él besó la mano de Victoria. —fue solamente una
broma íntima, entre mi novia y yo.
—¿Por qué no pasamos al salón? —Harry intentó amenizar la tensión que
flotaba en el aire.
—Picarona —dijo Alex bajito a Victoria, mientras pasaban al otro recinto. —
Estás empezando a hablar como tu tía.
—Una noche llena de elogios —agradeció ella, con un guiño.
Llegando al salón, Victoria se acomodó bien cerca de Alexander y fingió estar
interesada en la conversación entre él y su cuñado.
—¿Cómo murió Charles Emerson? —Preguntó Alex en cierto momento.
—Fue el corazón —respondió Venetia. —No hubo nada que pudiéramos
hacer.
—¿Él dijo algo importante antes de morir? —Quiso saber Alexander.
Victoria detectó un poco de esperanza en la pregunta. Charles Emerson
conocía el secreto del origen de Alexander.
—Nuestro padre lamentó, en varias ocasiones, las palabras amargas que
ustedes dos se dijeron —Venetia volvió a repetir lo que había dicho en casa de los
Wilmington, —Salvo eso... —se encogió de hombros. —no hubo tiempo para
despedidas o cosas por el estilo.
Poco después terminó la noche. Harry, Venetia y Diana acompañaron a Alex y
Victoria hasta el recibidor.
—Queremos que vengan a cenar en nuestra casa —Alex se comportó según la
etiqueta. —Cuando Victoria esté bien acomodada en su nuevo hogar les enviará
las invitaciones.
—Estaremos ansiosos —Venetia forzó una sonrisa.
Una vez dentro del carruaje, Alexander se vio libre para conversar con
Victoria.
—Estoy orgulloso por la manera en que lidiaste con aquella avalancha de
comentarios con maldad. Nunca imaginé que pudieras salir tan bien.
—Gracias.
Ella sonrió y besó a Alex en la mejilla.
***
***
Victoria tomó su lugar en el carruaje que los llevaría a la mansión del tío.
Apenas se sentó al lado de su esposa, Alexander la abrazó con fuerza y la besó.
—Nunca vi una novia tan linda como tú y tu saludo en respuesta al mío me
llenó de orgullo.
—Estoy feliz porque me hayas elegido para ser tu esposa —los ojos de Victoria
brillaban. Era la viva imagen de la alegría, —Aunque, en principio, me parecías un
poco viejo y aburrido —bromeó.
—¿Y cuál es tu opinión sobre mí ahora?
—¡Eres simplemente maravilloso!
—Quiero agradecerte por haberme permitido que invitara a Venetia y a sus
parientes para la boda.
—¿Tu familia es ahora mi familia, no es cierto?
—De cualquier manera, la vida sería más fácil si mi hermana se hubiera
quedado en Australia.
—¿Crees que regresará? —Preguntó esperanzada. Si Venetia y Harry volvieran
para Australia, Diana iría con ellos. Sólo Dios sabe lo que ella hará...
El duque Magno no ahorró gastos en el desayuno en conmemoración del
casamiento de Victoria. Platos bellamente ornamentados y deliciosos estaban
dispuestos sobre el aparador, además de los vinos, champañas y caros cristales. En
la mesa central, se podía ver el pastel de la novia, digno de una reina.
Mientras se relajaba, acomodado en un sillón individual, Alexander admiraba
la belleza de su esposa. Su rostro era de una indescriptible exuberancia y belleza.
Además de encantadora, Victoria era una mujer que se dejaba llevar por la pasión.
Y ahora le pertenecía solamente a él. Esperaba con ansiedad el momento en que
salieran de allí para salir hacia la mansión de Grosvenor Square.
—¿Qué es eso? —Le preguntó a Tinker, así que el mayordomo colocó una
bandeja de plata, cubierta con una delicada tapa, delante de él y de Victoria.
—La duquesa Roxanne pide a ambos que retiren juntos la tapa que cubre la
bandeja —informó el mayordomo.
Victoria y Alexander hicieron como Tinker había instruido. Así que levantaron
la tapa, decenas de mariposas de los más variados colores alzaron vuelo en
dirección al cielo.
—¡Siempre quise hacer esto! —Roxanne aplaudió, mirando hacia arriba, así
hicieron los invitados.
—Sólo tú podrías tener esa idea —rezongó Magno.
Después del homenaje de Roxanne, los novios se pusieron de pie y fueron
juntos a saludar y agradecer a todos por su presencia. Cuando llegaron a la mesa
de Venetia, Victoria hizo un esfuerzo para mantener su sonrisa.
—Eres la novia más encantadora que vi jamás —elogió Harry Gibbs.
—Les agradezco su presencia.
—No me hubiera perdido por nada en este mundo el casamiento de mi único
hermano con una muchacha adorable —declaró Venetia con su habitual falsedad.
—La ópera de ayer por la noche fue simplemente soberbia, ¿de acuerdo,
Alex? —La pregunta de Diana estaba llena de malas intenciones.
Victoria logró mantener la apariencia de serenidad en su semblante, aunque
aquel comentario le hubiese dado de lleno como un golpe. Alex había ido a la
ópera con Diana en la víspera de su casamiento, pensó, defraudada.
—Para ser sincero, mal pude prestarle atención a la ópera. Mi pensamiento
estaba en mi novia —besó las manos de Victoria. —Creo que ahora ya podemos
irnos a casa sin ser indiscretos.
—No me dijiste que irías a la ópera anoche —comentó Victoria, así que
quedaron a solas.
—Es lo que he hecho todos los jueves hace años. Tú estabas ocupada con los
preparativos para el casamiento y yo no lograba pensar en qué hacer para
ocuparme.
—¿Fue esa la razón por la cual invitaste a la viuda Drummond para
acompañarte?
—Yo no la invité. Fui solo a la opera. Diana apareció más tarde. A fin de
cuentas, yo había puesto mi palco a su disposición. Bien, pero ¿no crees que
estamos desperdiciando demasiado tiempo hablando de esa mujer, especialmente
en la fiesta de nuestro casamiento?
Victoria estuvo de acuerdo, aunque aún se sentía perturbada. Según las
apariencias, el hecho de que Alex era ahora su marido no impediría que la viuda
siguiera intentando conquistarlo. Aquella mujer era bonita y experimentada, en
otras palabras, todo lo que los hombres buscaban en una amante. Sólo podía
pedirle a Dios que Alex fuera tan fiel a ella como ella le sería a él.
***
***
***
En la tarde siguiente, Victoria tomó los guantes y la sombrilla, así que
Alexander salió para una reunión de negocios, y se dirigió rápidamente para la
casa de sus tutores, los hermanos Philbin. ¿Quizá ellos tuvieran una varita mágica
que la hiciera aprender a leer?
—Buenas tardes, condesa —Phineas la saludó al abrir la puerta. —por aquí —
él indicó la habitación donde se habían reunido antes.
—Buenas tardes —saludó a Barnaby Philbin, el más joven de los dos
hermanos.
—Que placer condesa —respondió Barnaby. —Siéntese aquí, por favor —
indicando la mesa.
—Cerca de la ventana es mejor, porque es un lugar bien iluminado.
Victoria se sentó, abrió su billetera, y entregó una generosa cantidad de
dinero a los hermanos Philbin. Era todo el dinero que Alexander le había dado
para pasar el mes.
—He aquí el pago por cuatro semanas de clase —explicó.
—Gracias, mi Lady —Phineas tomó el dinero y lo puso sobre una repisa.
—Estoy lista para comenzar —anunció. —Prometo hacer lo mejor que pueda.
Después de haber aprendido la primera estrategia de lectura con sus tutores,
Victoria salió de su casa dispuesta a practicar con dedicación. Todo lo que debería
hacer sería leer con el sonido de “b” donde viera una “d”, hasta que lograra
hacerlo con la misma naturalidad con que respiraba.
***
—Por favor, Bundles. Tráigame el Times y un vaso de limonada —pidió así que
llegó a casa. —Estaré en el salón. A propósito, ¿mi marido ya llegó?
—Aún no, mi Lady.
Pocos minutos más tarde, el mayordomo volvía con una bandea de plata,
donde traía una jarra de limonada y una copa de cristal, además del diario.
Depositó la bandeja sobre la mesa enfrente al lugar donde Victoria estaba sentada
y entonces, la miró, ansioso.
—¿Hay algún problema?
—Hay una mujer en el hall de entrada. Es una mujer, no una dama, si es que
me entiende. Ella pide para hablar con el conde.
—¿Quién es?
—Es una mujer sin clase —Bundles no sabía qué decir. —Le expliqué que
usted no podría hablar con ella. Dijo que esperará por el conde.
—Yo hablaré con ella —Victoria se levantó, seguida por Bundles, y se dirigió al
hall de entrada.
Había tres mujeres en el hall. Una de ellas era bonita, de cabello negro, y
caminaba de un lado a otro, inquieta. Usaba un vestido que dejaba los senos
abundantes muy visibles. Se dio vuelta al oír los pasos de Victoria.
Una niñita de cabello también negro, de aproximadamente cinco años,
sentada en el banco de entrada, se parecía a la mujer y Victoria supuso que sería
su hija. Tenían los mismos rasgos. Estaba una tercera persona con ellas, una
señora mayor.
—¿Es la condesa de Winchester? —Preguntó la mujer.
—Discúlpame, pero mi marido y nuestro mayordomo no son los responsables
por la contratación de empleados —explicó Victoria.
—No estoy buscando empleo. Soy bailarina de ballet.
—¿Cómo puedo ayudarte?
—Dile a tu marido que Suzette está devolviéndole uno de los regalitos que
dejó conmigo: Darcy, su hija. Las valijas de ella están afuera, en la vereda.
Habiendo dicho esto, se dio media vuelta y se retiró. Después del choque
inicial, Victoria corrió detrás de ella, que a aquella altura ya había subido al
carruaje que esperaba en la esquina.
Al entrar de nuevo a la casa, Victoria miró a la niña quien lloraba abrazada a la
mujer mayor. Bundles no sabía qué hacer.
—Quiero a mi madre, nana Pink —la niña pedía a gritos, con el rostro
escondido en el cuerpo de su niñera.
—¿Debo llamar al Conde? —Bundles esperaba por una orientación.
—Aún no —Victoria se arrodilló cerca de la niña. —¿Darcy?
La pequeña la miró, pasando su mano sobre los ojos grisáceos. Eran los ojos
de Alexander.
—Tu madre tuvo que salir, querida. ¿Sabías que tu padre vive aquí?
—No.
—¿Ya viste a tu padre alguna vez?
—Él es muy alto.
—¿Cuántos años tienes?
—Cinco —mostró ella con los deditos, reafirmando lo que decía.
—¿Sabes algo? —Victoria ignoró sus propios sentimientos y prosiguió. —
Estaba pensando en pedirle a Bundles que traiga limonada y budín de nueces.
¿Comes conmigo?
—Me encanta el budín de nueces —respondió la pequeña Darcy, más
calmada. —¿Pink puede comer también?
—Claro que sí —Victoria se volvió hacia el mayordomo. —Manda a un
empleado que traiga las valijas de la niña.
—Pero, condesa...
—Haz lo que ordené.
Seguida por la niñera Pink, Victoria condujo a Darcy hasta el comedor y la
ayudó a sentarse en una silla. En seguida, hizo una seña para que Pink se sentara.
—No puedo sentarme a la mesa con una condesa —rehusó la mujer.
—Siéntese ahora mismo. Estoy ordenando —la orden de Victoria era firme.
—Siéntate, Pink —repitió Darcy, imitando a su nueva amiga.
Minutos más tarde, Bundles depositaba la bandeja sobre la mesa. Colocó un
plato de porcelana inglesa delante de cada una de las tres y, seguidamente, llenó
los vasos de cristal con limonada.
—Pídele a mi marido que venga aquí, en cuanto llegue —dijo Victoria al
mayordomo.
—Sí, mi Lady —asintió Bundles, antes de dejar el salón.
—Tu cabello es rojo —observó Darcy.
—Eso mismo.
—¿Quién eres tú?
—Soy la esposa de tu padre, lo que quiere decir que soy tu hada madrina.
¿Sabías que tengo una varita mágica?
—¿Me la muestras? —Pidió Darcy, llena de ilusión.
—Claro que sí —los ojos de la niña eran iguales a los de Alex, pensó
nuevamente Victoria. —¿Te gustan los juegos?
—¡Me gustan!
—Conozco muchos —murmuró al oído de la niña. Una especie de ternura
llenaba su corazón.
Darcy aplaudió de alegría. El sonido de los pasos hizo con que Victoria se diera
la vuelta. Alexander estaba de pie, a poca distancia de la mesa.
—¿Sabes quién es esta niña linda? —Preguntó ella.
—Mi hija —una expresión de amargura surgió en el semblante de Alex.
—¿Ya habías estado con ella?
—Algunas veces.
¿Qué tipo de hombre era aquel, quien engendraba a un niño y lo veía “algunas
veces”? se preguntó Victoria.
—¿Me das un beso? —Alex se dirigió a la niña, poniéndose a su altura.
Darcy enlazó el cuello de su padre y le dio un sonoro beso en el rostro.
—¡Que besito dulce! —El comentario sonó amoroso.
—Es porque comí budín de nueces —Alex se levantó y miró a Victoria.
—Quiero una explicación.
—Yo también —replicó ella. —Bundles, lleve a nuestros huéspedes hasta uno
de nuestros cuartos y encárguese de que queden bien acomodadas.
—¿Enloqueciste? —Había indignación en la voz de Alex.
—Haz lo que mandé, Bundles —ordenó ella con firmeza, ignorando la
interferencia de su marido.
Bundles se retiró con cortesía.
—¿Por qué no me contaste sobre Darcy? —Exigió ella, así que quedaron a
solas.
—Mi hija no es asunto tuyo. Encontraré la manera de enviarla nuevamente
con su madre.
—Su lugar está aquí. No puedo permitir que la niña sea enviada con la mujer
que la abandonó.
—No seas ingenua, Victoria. Es inaceptable e inadecuado que un caballero
respetable de cobijo a una niña bastarda.
—“Inadecuado” e “inaceptable” fue abandonarla —había furia en los ojos de
Victoria. —Y oye bien, si vuelves a repetir la palabra “bastarda” en esta casa, yo,
yo... ¡voy a lavar tu boca con jabón!
—Aprecio tu preocupación para con Darcy —sonrió Alex. —pero no puedes
aceptar una hija de otra mujer viviendo bajo tu techo.
—Su madre perdió sus derechos en el momento en que la abandonó.
—Siempre di lo suficiente para mantener a mi hija. Su madre está haciendo
esto para sacarme aún más dinero.
—Darcy ahora vive con nosotros, por lo tanto no tendrás que darle dinero
alguno a su madre. Vamos a tomar un té en la biblioteca y conversar mejor sobre
el tema. Pero antes necesito verificar si están bien acomodadas.
Que confusión tremenda, se dijo a sí mismo, mientras veía alejarse a su
esposa. Se sentó a la mesa, imaginando qué hacer con Darcy.
Pensó en cómo aquella Victoria era diferente de la niña que conocía un mes
atrás; ahora parecía una mujer madura, determinada, en control de sí misma y de
los demás. Había demostrado tanto cariño con Darcy que aquello era más de lo
que cualquier hombre podría desear.
Él la amaba, pero no confiaba en ella más que en cualquier otra mujer.
Alexander notó que su hija había comido solamente la mitad de su porción de
budín. Tomando la cuchara, él comió lo que restaba del dulce entonces, se levantó
de la silla, exhausto.
Al volverse, encontró al mayordomo.
—¿Qué debo hacer con esto? —Bundles señaló las valijas.
—Mi esposa insiste en que Darcy se quede aquí por algún tiempo —el conde
metió las manos en los bolsillos de su pantalón. —Pídele a un empleado que lleve
las valijas para el piso de arriba.
—Muy bien, señor.
Alex se dirigió al escritorio, con la esperanza de trabajar un poco. Pero fue en
vano, no podía concentrarse. Se sirvió una dosis de whisky y se acomodó en su
sillón de trabajo para evaluar la situación doméstica. Aquello era un plato lleno
para los buitres de la prensa y chusma de la sociedad londinense. Peor que eso, su
casamiento, que apenas había comenzado, podría irse por la borda.
Para su sorpresa, Victoria había reaccionado a la situación con bondad y
caritativa comprensión, cosa poco común entre las mujeres que conocía. Mientras
tanto, ¿qué hacer?. Decidió que pediría a su abogado que descubriera las
verdaderas intenciones de Suzette.
Se rió para sus adentros cuando recordó que su esposa lo había amenazado
con “lavar su boca con jabón”. Era de hecho una cajita de sorpresas. Había
descubierto en ella una criatura de infinita compasión, bondad y fuerte instinto
maternal. Debería levantar las manos al cielo y agradecer el tenerla como esposa.
Curioso por saber qué sucedía allá arriba, caminó hasta la biblioteca. Al salir
de allá, empero, se topó con su hermana y la viuda Drummond, quienes entraban
en el salón principal de la mansión.
—Buenas tardes, Alex —Venetia besó el rostro del hermano.
—¿Cómo le va conde Emerson? —Saludó Diana, sonriendo.
Dios del cielo pensó Alexander. Ahora el día estaba completo. Mientras tanto,
fingió una sonrisa para las indeseadas visitas, arrepentido de haberles permitido
acceso libre a la biblioteca. La bella viuda se comportaba de forma demasiado
íntima para alguien que lo conocía tan poco. Esperaba que Victoria no hubiera
percibido las intenciones de Diana. Si bien no había ninguna intención involucrarse
con aquella mujer o con cualquier otra, no quería darle motivos a su esposa para
que se enojara.
—A Diana le gustaría dar una mirada a tu biblioteca —anunció Venetia. —
¿Podremos tomar en préstamo algunos libros?
Así que su cuñada se alejó, Venetia notó la expresión preocupada de Alex.
—¿Algo está mal? —Pareces distante.
—Todo bajo control. Con tu permiso... —se disculpó, listo para salir de la
biblioteca y evitar problemas con su esposa.
Pero era demasiado tarde. Victoria entró a la biblioteca, como un general que
se lanzaba al ataque contra el enemigo.
—Buenas tardes —Venetia y Diana la saludaron.
—Necesito hablar contigo —dijo Victoria a Alex, ignorando a las dos mujeres.
—Cuando nuestras invitadas se retiren —intentó proponer.
—Estoy segura que a tus invitadas no les importará salir inmediatamente —
Estaba siendo ruda a propósito. No quería que Venetia ni Diana vinieran a su casa
sin haber sido invitadas.
—¡Victoria! —Alex estaba sorprendido con la actitud y las palabras de ella.
—¿Algún problema? —Preguntó Venetia.
—Suzette abandonó a su hija hoy aquí —explicó él.
—La bailarina con quien tú...
—¿Por qué una bailarina dejaría a su hija aquí? —Opinó Diana.
—Alexander es el padre —Venetia se volvió hacia el hermano. —Líbrate de la
niña inmediatamente. Mándala con su madre.
—Será mejor para todos —Diana volvió a opinar sobre el tema.
—Mi esposa se rehúsa a dejar ir a la niña.
—Lady Victoria, acepta mi consejo —Diana volvió a opinar. —Tener en tu casa
a una hija bastarda de tu marido es inaceptable. Los comentarios no acabarán
nunca.
—¡Ve a cuidar de tu vida! —Disparó Victoria.
—¡Alex! —Venetia miró a su hermano esperando que él dijera algo.
—Estás hablando con mi hermana y su cuñada.
—Sé muy bien con quien estoy hablando.
—Piensa en la reputación de Alex —recordó Venetia.
—Si él no pensó en su propia reputación antes, ¿por qué debo pensar en eso
yo ahora? —Dijo Victoria. —Por favor, salgan de mi casa y no vuelvan sin ser
invitadas.
—Esta es mi casa —corrigió Alex.
—Pues pensé que era nuestra casa —el marido debería apoyarla.
—Estás portándote mal —reprendió él.
—Tú también —Alex no debería hablar con ella de aquella manera en
presencia de las visitas. —Tu hermana y su amiga no reconocerían la moralidad ni
que mordieran su trasero.
—¡Eso es un ultraje! —Gritó Venetia. —Esa muchacha está sacando la rabia
que siente por la niña sobre nosotros.
—Venetia y Diana solamente quieren que pienses en la repercusión social de
un hecho como este. ¡Pídeles disculpas! —Ordenó Alex.
—No les pediría disculpas ahora, ni aunque fuera la única forma de salvar mi
alma —finalizó Victoria, antes de retirarse.
Confundido, Alex vio alejarse a su esposa, y concluyó que podría haber lidiado
mejor con la situación. Pensando en la buena educación, había terminado por
insultar a su esposa quien, ciertamente, lo haría pagar por lo que había dicho.
—Veo que Victoria te hizo enojar, hermano mío —Venetia acarició el brazo de
Alex. —Deberías haberte casado con una mujer más madura. Quizá con alguien
que ya hubiera estado casada.
—Con el debido respeto, señor —intervino Diana. —Tu esposa no tiene el
menor sentido común.
—No es más que una chiquilla ignorante —agregó Venetia.
—Mi esposa está lejos de ser ignorante —Alex salió en defensa de Victoria. —
Ella tiene buenas razones para no gustar de ti, Venetia.
—Vámonos, Diana. Que Alex se arregle con todo esto.
Así, cuando las dos partieron, él se sentó y estiró las piernas. Victoria sabía
cómo expresar su furia. Él, en cambio, no estaba dispuesto soportar ataques de
mal genio y falta de delicadeza con sus invitados.
Al subir a cambiarse de ropa, Alex encontró a Victoria sentada, mirando hacia
la chimenea con aire distante. ¿Estaba enojada o triste?. Se colocó al lado de su
esposa y pasó largo rato observándola. Ella no le hablaría, no importaba cuanto
tiempo permaneciera allí. La altivez de Victoria lo irritaba.
—¿Me vas a acompañar a la ópera? —Quebró el silencio.
—No quiero meterme en tu palco —ella lo miró con una frialdad glacial.
—Como quieras.
***
***
Media hora más tarde, él subía la escalera que llevaban al tercer piso de la
mansión. Al entrar en el cuarto, se encontró con Victoria acostada en la cama
matrimonial.
—¿Cómo estuvo la ópera? —Preguntó ella, abriendo lentamente los ojos.
—Pasé la noche con Rudolf y Robert en el White's —dijo, sentándose en la
cama y quitando sus botas. —¿Victoria?
—¿Sí?
—Pido disculpas por mi comportamiento de esta tarde. Darcy se puede
quedar.
—¿Qué hizo que cambiaras de idea?
—Percibí que tienes, de sobra, la cualidad que más admiro en una mujer: el
instinto maternal.
—¿Alex?
—¿Qué sucede querida?
—Necesito dinero para hacer compras con Darcy mañana.
—¿Y tu dinero?
—Lo gasté todo.
—¡Cielos! ¿Cómo pudiste derrochar todo aquella cantidad de dinero en tan
poco tiempo?
—Lo gasté todo en tu regalo de Navidad.
—¿Navidad? Aún estamos en julio.
—Tu regalo llevará meses en estar listo.
—¿Qué regalo es ese?
—No puedo contarte. Es una sorpresa.
—Pues me niego a darte un centavo más antes que comience agosto.
Necesitas aprender a administrar el dinero.
—No hay problema. Les pediré a los vendedores que te envíen la cuenta.
Alex sonrió y sintió ganas incontrolables de besarla.
—Niñita incorregible —murmuró él, riendo. —No tienes remedio.
—Mi tía debió prevenirte de eso, antes de casarnos.
—Ella me previno.
CAPÍTULO VII
—Por favor, enséñenme las otras dos estrategias de lectura —la voz de
Victoria sonaba como una súplica.
—Lady Victoria, todavía no domina a la perfección la primera estrategia —
Phineas Philbin tenía la mejor de las intenciones. A fin de cuentas, era un tutor
responsable.
—Tal vez nunca alcance a satisfacer su nivel de exigencia —había decepción
en su voz.
Dos semanas habían pasado desde su último encuentro con los hermanos
Philbin. En ese tiempo, estuvo bastante ocupada con la pequeña Darcy, lo que no
le impedía practicar religiosamente la lectura, conforme las instrucciones de los
tutores.
—Creo que estoy un poco irritada —se disculpó. El bochornoso calor alteraba
su humor.
—No hay de que disculparse, condesa. Es la alumna más dedicada que jamás
tuvimos. El progreso en su caso puede ser un poco lento.
—El fracaso me hace doler la cabeza —suspiró e intentó nuevamente. —Si me
enseñan las otras dos estrategias de lectura, juro que practicaré dos horas en vez
de una, todos los días.
Los Philbin se miraron entre sí y confabularon por algunos instantes.
—Muy bien, mi lady. Le enseñaremos las tres estrategias. Pero no le
enseñaremos otras mientras no domine estas dos estrategias a la perfección —
Phineas y Barnaby estaban irreductibles.
—Prometo que no pediré nada más, señores.
—La primera estrategia es: leer “d” donde vea una “b” —instruyó Phineas. —
La segunda es lo opuesto: donde vea “d” lea “b”, como en “bebe”.
—“Bebé”—repitió Victoria, buscando memorizar la regla.
Phineas le dio un papel y le pidió que leyera. Victoria leyó y casi no pudo creer
al percibir que lo que había acabado de leer tenía sentido.
—La frase que leyó tiene sentido, mi Lady, pero aún no es correcta —observó
Phineas.
—Aquí están dos estrategias más —dijo Barnaby, enseñándole dos nuevas
reglas a Victoria.
Haciendo como habían dicho los tutores, ella releyó la frase.
—¡Bravo! —Aplaudieron. —Muy bien, condesa.
—Lo logré —sus ojos se llenaron de lágrimas de alivio y alegría. —¿Creen que
podré leerle cuentos a la hija de mi marido en breve?
—Sea paciente y practique. Mucho depende de su esfuerzo. No tenga apuro
—aconsejó Barnaby.
—Un logro cada vez —aquella idea la tranquilizaba. —Los veo en una o dos
semanas.
***
***
***
***
***
***
***
—Bienvenido mi Lord.
—Buenas tardes, Bundles. ¿Dónde están mi esposa y las niñas?
—Las señoritas están tomando jugo. Su hermana y la señora Drummond están
en la biblioteca.
—¿Ellas aún están aquí? —Alex estaba sorprendido.
—Sí, señor —era evidente que el mayordomo no apreciaba a aquellas
mujeres.
Alex se esforzó por ser simpático con las visitas. Victoria debería estar furiosa
por haber tolerado su presencia por tanto tiempo.
—Buenas tardes, señoras —saludó. —¿Dónde está Victoria?
—Salió ni bien llegamos —mintió Venetia.
—¿Salió?
—Disculpa, pero en el apuro, su esposa dejó caer este sobre abierto —Diana
entregó el sobre a Alex.
Él abrió el sobre y leyó lo que estaba escrito
—Encuéntrame en la casa de los hermanos Philbin, en la esquina de las calles
Oxford y Soho. Nadie sospechará de una visita a los tutores. Estoy contando los
segundos hasta que nos podamos ver otra vez.
R.W.
Alexander estaba sorprendido. RW... ¡Rupert Wilmington! —Aquel hombre y
Victoria estaban teniendo un amorío.
Sin decir una palabra a su hermana y a Diana, él salió de la biblioteca.
—¿Mi esposa recibió esta carta hoy, Bundles?
—Sí, señor.
—¿Y salió después?
—No la vi salir, señor —Bundles estaba confundido, sin saber qué sucedía.
—Manda preparar el carruaje —ordenó. — voy a salir.
Ni bien el carruaje estacionó en la esquina de las calles Oxford y Soho, Alex
saltó, caminando apurado en dirección a la casa de los Philbin.
Ya iba a golpear la puerta, cuando notó que estaba abierta. Entró y llamó a
Victoria. Fue de habitación en habitación, temiendo lo que podría encontrar. De
repente, se detuvo, atónito: en una cama de soltero, estaba su esposa, aún
desnuda, después del encuentro amoroso.
Tomado por una mezcla de furia y dolor, él se acercó a Victoria. ¿Por qué las
mujeres que amaba lo traicionaban? Lydia Stanley lo había traicionado, y ahora
Victoria, lo que era aún más doloroso. Una lágrima furtiva brotó de sus ojos, pero
él trato de contenerla. Sintió repulsión al pensar en su mujer embarazada
haciendo el amor con otro hombre.
Llevaría a Victoria al tribunal, aunque fuera lo último que hiciera en la vida, y
ella sería condenada por adulterio. Sacaría a aquella mujer de su corazón, de su
mente y de su vida. Cuando ella diera a luz a su heredero, el requeriría la plena
custodia de su hijo. Entonces, Victoria Douglas estaría libre para hacer lo que
quisiera con quien quisiera. Nunca más participaría de su vida y mucho menos de
la de su hijo.
—¡Despierta, Victoria! —Ordenó.
No hubo respuesta. La idea de tocarla le causaba repulsión. Asimismo, la
sacudió por los hombros.
—¡Vamos, despierta!
Lentamente, ella abrió los ojos y le sonrió.
—Ven a la cama, Alex —murmuró, volviendo a dormirse en seguida.
La infiel estaba borracha.
—¡Vamos, Victoria, despierta!
La voz parecía llegar de muy lejos a los oídos de Victoria, y ella dormitó
nuevamente.
—¡Te dije que te despiertes!
El tono insistente e irritado de la voz finalmente penetró en el sopor que
envolvía el cerebro de Victoria, y ella se dio vuelta. Abrió los ojos y vio a Alexander
en frente suyo.
—Buen día, querido —le saludó.
Mirando fijamente a su marido, notó una expresión de enojo en su rostro.
Con esfuerzo, se incorporó y lo miró. Parecía furioso. No podía acordarse del
encuentro de ellos en la casa de los Philbin, pero el hecho es que ahora estaba
acostada en su cama. ¿Por qué no estaba en la cama de su marido, donde siempre
dormía?
—Vístete y ven al salón —ordenó.
—¿Estás enojado conmigo porque descubriste mi secreto? —Ella imaginaba
que Alex había descubierto que tenía dificultades para leer y no la quería más
como esposa.
El conde interpretó erróneamente su pregunta y se enfureció aún más.
—No tengo culpa de ser como soy —Victoria buscó defenderse.
—Trae tu bolso y tu capa cuando bajes —sentenció Alexander.
—¿Vamos a salir antes del desayuno?
—Tú vas a salir —respondió él, saliendo del cuarto.
La conducta de su marido la asustaba. Victoria se levantó de la cama y se
vistió. Siguiendo las instrucciones de Alex, ella tomó el pequeño bolso y la capa.
Sería mejor que conversaran luego, hicieran las paces y llevaran su vida adelante.
Entrando en el despacho, ella se detuvo confundida. Allí estaban Magno,
Robert y Rudolf, y podía detectar un aire de censura en sus semblantes.
—¿Qué está sucediendo? —Preguntó.
—Tu familia está aquí para llevarte de esta casa —anunció Alex. —No eres
más bienvenida.
—¿Quieres que deje mi propia casa? —La palidez del rostro de Victoria era
cadavérica.
—Mi casa —corrigió Alex. —Estoy pidiendo el divorcio, y si tú tienes la
inteligencia de una pulga, no dirás una palabra en tu defensa.
—¿Divorcio?¿Sobre qué alegato?¿Incapacidad? —El cuerpo de Victoria
temblaba entero.
—Adulterio.
—¿Cómo...? —Comenzó a decir.
—Te encontré desnuda en la cama de otro hombre. También leí el mensaje de
tu amante, coordinando el lugar de encuentro.
—Fuiste tú quien me mandó un mensaje para que nos encontráramos en la
casa de los Philbin.
—Allí fue donde encontraste a tu amante. Cargas a mi hijo en tu vientre, y aun
así tuviste coraje de... —Alex no pudo terminar la frase.
—Por favor, escúchame...
—¡Basta Victoria! —Ni una palabra más.
—Imploro que escuches lo que tengo que decir —las lágrimas rodaban
copiosamente por el rostro de Victoria, mientras ella se arrodillaba delante de su
marido. —No hagas esto, por favor... ¡yo te amo!
—¡Saquen a esa mujer de delante de mí! —Vociferó Alex, con evidente
emoción en su voz.
—¿Y las niñas?
—Tú, querida, no sirves para ser madre de nadie.
Aquellas palabras sonaron como un puñetazo en el estómago de Victoria. Ella
se dobló, tomada por un fuerte dolor. Rudolf y Robert acudieron, sosteniéndola.
—Déjame ayudarte —Rudolf la tomó en brazos.
—Venetia está detrás de esto —acusó Robert. —Te dije que...
—Mi hermana no tiene nada que ver con el hecho de que mi mujer
embarazada se haya acostado con otro hombre —contestó Alex. —Hablas de
Venetia como si fuera la encarnación del mal.
—Tal vez ella lo sea —Robert dijo exactamente lo que pensaba, antes de
retirarse.
—Pretendo ir hasta el fondo de este escándalo —garantizó Magno a
Alexander. —Si Victoria es culpable, se quedará encerrada en mi propiedad hasta
el día de su muerte. Pero si es inocente, te las verás conmigo.
—No eres más que un gran tonto —se desahogó Rudolf, mientras llevaba a su
inconsolable cuñada, en brazos, hacia afuera de la mansión.
***
Más tarde, de regreso a la casa de los tíos, Victoria se preguntaba cómo era
posible que todo hubiera cambiado tan de repente. Del día a la noche, perdía a su
marido y a las niñas. Todo lo que le quedaba era el hijo que traía en el vientre.
¿Alex volvería con ella después que naciera el bebé, o, quien sabe, él aceptaría oír
lo que ella tenía para decir?
Exhausta, se levantó y vistió el salto de cama. Sacó del bolso la nota que había
recibido por el correo y el otro que había escrito para Alex. La hora de enfrentar a
su tío y los cuñados había llegado. Ellos querían una explicación.
Bajó las escaleras y se dirigió al escritorio del tío. Respiró hondo y golpeó la
puerta. Por primera vez sería forzada a admitir su deficiencia delante de los
demás. El problema que había intentado ocultar toda su vida acababa por llevarla
a aquel momento profundamente doloroso.
Al entrar al escritorio, Rudolf se apuró a ayudarla a acomodarse en el sillón
delante del escritorio de Magno. Felizmente, su tía estaba allí y podría testificar su
incapacidad.
—Tío, tienes que hacer que Alexander oiga lo que tengo que decirle —pidió.
—Soy inocente de las acusaciones que hizo.
—Él está demasiado enojado como para dar oídos a lo que sea. Tal vez, con el
paso del tiempo él logre pensar con más claridad.
Magno miró a Victoria
—¿Por qué no me cuentas que sucedió?
—No sé qué sucedió.
—¿Estabas en la casa de los Philbin?
—Sí.
—¿Por qué fuiste hasta allí?
—Porque no puedo leer, escribir ni calcular. Tía Roxanne siempre lo supo. Las
letras y los números se mezclan en mi cabeza. No logro siquiera distinguir derecha
e izquierda. —Victoria se sacó los zapatos y mostró la letra “i”marcada en la suela
—Angélica y Samantha me marcan los zapatos. Tuve vergüenza de hablar sobre mi
problema con Alexander. Les imploré a los hermanos Philbin que me enseñaran a
leer y escribir en secreto, porque quería ser mejor para mi marido. Los dos
siempre estaban presentes durante las clases, excepto ayer.
—Discúlpame, Victoria —Magno comprendía lo difícil que era para su sobrina
admitir una incapacidad con la que había luchado por mantener oculta toda la
vida. —Todo lo que me dijiste hasta ahora no explica el hecho de haber sido
hallada desnuda en la cama de otro hombre.
—Recibí este mensaje, pero no podía leerlo —ella extendió el papel al tío,
para que pudiera examinarlo. —Entonces le pedí a Diana Drummond que lo leyera
para mí.
—Yo sabía que Venetia estaba por detrás de todo este escándalo —comentó
Robert.
—Imaginé que Alex ya sabía de mi problema de alguna forma —Victoria vio el
tío pasar la nota a Robert y después a Rudolf.
—Escribí esta carta para Alex mientras Barnaby preparaba un té —Victoria
entregó el segundo papel a su tío.
—Continúa —dijo Magno.
—Empecé a sentirme muy somnolienta mientras tomaba el té, y Barnaby
Philbin sugirió que me acostara para descansar, en la habitación de al lado.
Garantizó que me llamaría cuando Alex llegara —Victoria miró a los parientes de
frente. —Si no me creen, pregúntenle al señor Philbin.
—Los hermanos Philbin se fueron de Londres —informó Magno.
Sin saber qué hacer, Victoria enterró la cara en sus manos y lloró. Aquello era
lo que llamaban infelicidad.
—Alexander considerará la situación más racionalmente dentro de unos días.
Además de eso, soy más influyente que tu marido y podré hacer con que los
procedimientos del divorcio se atrasen meses. Creo que podré persuadir a las
autoridades a concedernos una audiencia informal, antes siquiera de pensar en
crimen por adulterio —Magno hizo algo poco habitual: acarició el cabello de
Victoria. —Esto te dará la oportunidad de explicarle a tu marido como se dio todo.
—Alguien planificó toda esta emboscada, para que pareciera que Victoria era
infiel —concluyó Rudolf. —Probablemente, los hermanos fueron usados por quien
sea que quiera el mal de Victoria.
—Venetia y Diana Drummond conspiraron contra Victoria —Robert no tenía
dudas sobre eso. —Nadie podrá convencerme de lo contrario.
—Diana tiene los ojos en Alex —dijo Victoria. —Venetia y ella usarán el
tiempo en que estemos separados para envenenarlo aún más contra mí. ¿Qué voy
a hacer si Alexander no me cree?
—Debes prepararte para lo peor, querida —aconsejó Magno. —De acuerdo
con la ley, tu bebé pertenece a su padre. No tengo dudas que el conde te quitará
al niño y que la sociedad te rechazará para el resto de tu vida.
Al oír lo que el tío decía, Victoria estalló en sollozos y necesitó de la ayuda de
su tía y cuñados para volver a sus aposentos.
En el lugar del corazón de Victoria, que antes estaba ocupado por Alexander,
había ahora un profundo e inmenso vacío. Desprovista de cualquier esperanza,
ella pasó la primera semana en la casa de sus tíos, sin tener contacto con ninguna
persona.
No quería ver ni conversar con nadie. Su rutina diaria se había resumido ahora
a períodos alternados de sueño agitado y desesperación.
Durante la segunda semana, ella deambuló por la casa como sonámbula,
triste y sin fuerzas para luchar contra lo que el perverso destino tan temprano le
había reservado.
A veces, se sentía tentada a pedirle a Tinker que le leyera la columna social del
Times. ¿Quién sabe alguna noticia no le traería algún aliento? El sentido común,
en cambio, le recomendaba que evitara hacerlo, bajo la amenaza de que
encontrara allí más razones para sufrir.
En el décimo cuarto día después de haber sido alejada de la casa y de la vida
de su marido, ella decidió que lo buscaría. Probablemente ahora, después de
transcurridas dos semanas, él estaría más calmado y dispuesto a oír lo que ella
tenía que decirle.
Se puso una capa negra de lana y cubrió su cabeza con una capucha. Sería
mejor que no dejara sus cabellos rojos a la vista, pues alguien podría reconocerla y
tratarla con desprecio. Salió de la casa de su tío y se echó a caminar. Tenía un
largo camino por delante.
El aire frío anunciaba el término del otoño y el inicio del invierno. El viento
soplaba las hojas muertas a lo largo del camino que Victoria recorría y los troncos
desnudos de los árboles se asemejaban con escuálidos espectros que erguían sus
brazos débiles hacia el cielo tenebroso.
El melancólico escenario de aquel día de noviembre restó el poco optimismo
que le restaba a la joven condesa, quien un día había sido la imagen viva y
contagiosa de la alegría.
Cuando finalmente llegó a la mansión de Grosvenor Square, miró
detenidamente a aquel lugar donde había sido feliz y donde había vivido
inolvidables momentos de amor y risas. Buscando calmarse, bajó despacio el
camino que bordeaba el jardín de los fondos de la casa.
El sonido distante e irresistible de las vocecitas de Darcy, Fiona y Aidan atrajo
a Victoria como un imán. Sin pararse para reflexionar, ella entró al jardín por el
portón del fondo y allí permaneció en silencio, observando a las niñas jugar.
—¡Mamá Victoria! —Darcy divisó a la madrastra y corrió a abrazarla. Sus
hermanas la siguieron y se agarraron a ella, quien un día había sido compañera de
juegos y que tanto cariño les había dado.
Victoria se arrodilló y abrazó a las niñas, apretándolas junto a su pecho.
—Te extrañé, mamá Victoria —murmuró Darcy.
—Yo también, querida. Sentí mucho la ausencia de ustedes, mis tres amores.
—¿Para dónde fuiste? —Preguntó Fiona.
—Estoy pasando unos días con tía Roxanne. Ella está enferma.
—¿Ella se morirá? —Quiso saber Aidan.
—No, no. Tiita se pondrá bien pronto.
—Quiero a tía Roxanne —Darcy besó el rostro de Victoria. —pero a ti te
quiero más.
—Y yo las amo mucho, mis queridas —volvió a abrazar a las niñitas.
Mientras se preguntaba se debía o no entrar a la casa, Victoria levantó la
mirada y se dio de frente con el bulto de Diana Drummond, que la observaba
desde el ventanal del despacho de Alexander.
La puerta que daba al jardín se abrió, de repente y entonces ella comprendió
el error que había cometido en ir hasta allí. Divisó a su marido, que caminaba
apurado en dirección a sus hijas, pareciendo de verdad contrariado.
—Alex, yo... —intentó decir Victoria.
—Vengan con papá, niñas —llamó él, ignorándola. —Las niñeras las llevarán a
tomar un chocolate caliente.
—Alex, tú mismo dijiste que esposa y esposo se pertenecen uno al otro, no
importa qué suceda —ella lo siguió por el jardín. —Necesito hablar contigo.
—¡Esto es invasión de la propiedad privada! —Dijo él. —Instruiré a las niñeras
para que no permitan que te aproximes a mis hijas, en caso de que seas lo
suficiente insensata como para volver.
—¡Por favor, escucha lo que tengo que decirte! ¡Es muy importante! ¡Tienes
que darme una oportunidad! —Imploró Victoria, mientras las lágrimas escurrían
por la cara.
—Si quieres, habla con mi abogado. Es lo más cerca que podrás estar de mí
ahora. Y no oses volver a mi casa, si tienes un mínimo de decencia y amor propio.
Con esas palabras, el conde entró en la mansión y golpeó la puerta con un
estruendo.
Estupefacta, Victoria permaneció allí mirando hacia la puerta, estática.
Después de algunos minutos se alejó, con los hombros curvados y la cabeza gacha,
y retomó el camino que llevaba a la casa de sus tíos.
***
***
Las semanas pasaban, y Victoria pedía al cielo que los contactos de su tío le
consiguieran una audiencia informal, antes que Alexander solicitara a la justicia
con un pedido de divorcio.
Si ganaba la causa, su marido pediría la custodia del niño, luego del
nacimiento. Ella no dejaría que eso pasara. Huiría con el bebé si eso fuera
necesario.
Casi dos meses después, Victoria entraba en el séptimo mes de embarazo. Por
insistencia de Samantha y Rudolf, estuvo de acuerdo en salir un poco de la casa, y
fueron a la ópera.
—No te preocupes —dijo Samantha, durante el trayecto hasta el teatro.
—Busca relajarte y divertirte —Rudolf intentó alegrarla. Los recuerdos que
Victoria guardaba de la ópera no eran los mejores. Nada, en cambio, la había
preparado para lo que sucedería aquella noche.
Apenas había pisado en el zaguán del teatro, sintió las miradas de
desaprobación de la sociedad presente sobre ella. Se arrepintió inmediatamente
de haber ido a aquel lugar. Levantó la cabeza y los hombros y atravesó el
vestíbulo.
Era probable que todos allí supieran que Alexander pretendía divorciarse por
causa de un supuesto crimen de adulterio. Cercada por su hermana y por su
cuñado, llegó al pie de la escalera que llevaba a los palcos particulares. Entonces
oyó una voz que le era familiar. Era Miriam Wilmington.
—¡Esta adúltera es más atrevida de lo que suponíamos! —Dijo la mujer, con
un tono alto.
—¡Pobre conde Emerson! —Exclamó otra voz. —Oí decir que el bebé es de
otro hombre.
Victoria se tensionó al oír aquellos insultos dirigidos a su bebé. No le
importaba ser blanco del veneno de aquella gente, pero que no mencionaran a su
hijo.
—Continúa caminando —susurró Rudolf mientras la protegía con el cuerpo.
Al entrar en el palco del príncipe Rudolf, las miradas de los presentes se
volvieron hacia Victoria.
—¡Oh, no! —Exclamó Samantha.
—No es posible —agregó Rudolf.
En el palco de la derecha estaban Alexander, Diana, Venetia y Harry.
—Diana está usando el anillo que le di a Alex como regalo de casamiento —
susurró Victoria a su hermana.
—Canalla —Samantha se sintió indignada.
—Lo siento mucho querida —Rudolf apretó la mano de su cuñada. —pero
salir ahora sería aún peor.
Victoria no podía dejar de mirar para la galería de al lado. Todas las veces que
lo hacía, en cambio, se encontraba con los ojos de Alexander fijos en ella.
Decidió que esperaría solamente hasta el intervalo de la ópera. Nadie notaría
si ella saliera en el segundo acto.
¿Por qué la sociedad aceptaba las transgresiones morales de Alex mientras
ella era crucificada por meros rumores?
El intervalo llegó, era la hora de ver y de ser visto, para la mayoría de las
personas. Mirando hacia atrás, Victoria vio a Lord Russel, quien conversaba de
negocios con Rudolf. A su lado estaba Lydia Stanley.
—Buenas noches, princesa —la mujer saludó a Samantha. —¿Cómo está tu
familia?
—Los niños están muy bien. ¿Te acuerdas de mi hermana, Victoria? —
Preguntó Samantha, intentando darle alguna naturalidad a la situación.
Lydia miró a Victoria como si fuera un insecto repulsivo.
—Bien, necesito saludar a algunos amigos —miró en dirección a Alexander,
antes de salir del palco.
Victoria estaba pálida, tal era la incomodidad que la actitud de aquella mujer
le causaba. Alguien que ocupaba uno de los palcos próximos aplaudió la actitud de
Lydia Stanley.
—¡Bravo, marquesa!
Venetia y Diana se divertían, riendo, así como lo hacían muchos de los
presentes. Victoria miró fijamente a Alexander, como acusándolo por ser el
culpable de la humillación pública que sufría.
Él parecía triste, pero ella no sentía pena. Su marido había permitido e incluso
fomentado la divulgación de rumores vergonzosos sobre la madre de su hijo que
estaba por nacer. Con eso, lanzaba una sombra nefasta sobre la paternidad de su
propio hijo. Jamás lo perdonaría por haber hecho aquello.
—Les agradezco los esfuerzos que hicieron para alegrarme, pero no tengo que
continuar aquí —les dijo a la hermana y al cuñado.
—Te llevaré hasta el carruaje —se dispuso Rudolf.
—Prefiero ir sola —ella agradeció al cuñado, levantó la cabeza y salió de la
galería.
—¡Victoria! —La voz de Alexander llegó a sus oídos. —Lo siento mucho.
—¿De veras? —dudó ella.
—Deberías haber pensado muy bien antes de venir a un evento social —sus
palabras arruinaron el pedido de disculpas que acababa de hacer.
—Te agradezco por querer dejarme las cosas claras —ironizó ella, amargada.
—Voy a acompañarte hasta el carruaje.
—Puedo hallar sola el camino. En cuanto a ti, es mejor que vuelvas rápido
para Diana. Ella puede enojarse por haberla dejado sola.
—Tú estás esperando a mi hijo, Victoria —miró a su vientre. —Insisto en
acompañarte.
Victoria casi replicó si él tenía tanta seguridad que el hijo era de él, pero no
tenía más fuerzas para seguir con aquella discusión y dejó que él hiciera lo que
quería.
Bajaron al vestíbulo en absoluto silencio, bajo la mirada de varios curiosos.
—Recibí la convocatoria para una audiencia informal para el primer día de
abril —informó Alexander, al llegar a la vereda.
—Ya lo sabía —Victoria no se resistió y continuó. —¿Cómo están las niñas?
—Están bien. Sienten tu falta, claro. A pesar de nuestros problemas, te estaré
agradecido siempre por haber traído a mis hijas para casa.
—¿Diana las quiere?
—No tiene ningún sentimiento especial hacia las niñas. Para ser franco, las
niñas no la quieren, ni a Venetia. Las dos nunca juegan con ellas, al contrario de lo
que hacías tú.
Cuando el carruaje llegó, él ayudó a Victoria a que entrara. En seguida, le dio
instrucciones al cochero.
—Victoria...
Lo que fuera que Alexander quería decirle había quedado en el aire. Ella se
controló para no mirar atrás y ver, una vez más, al hombre que amaba.
CAPÍTULO X
***
El primer día de abril llegó, por fin. Por cinco meses, los minutos parecían
arrastrarse por horas y los días demasiado largos para Victoria.
—¿Dónde está el Sr. Howell? —Quiso saber ella.
—Nos encontrará en el tribunal —informó Magno.
Minutos más tarde, el carruaje estacionaba delante del lugar de la audiencia.
Una muchedumbre agitada y ruidosa se comprimía delante del edificio.
—¿Quiénes son estas personas? —El pánico tomó cuenta de Victoria, el
pensar que tendría que pasar en medio de aquella gente.
—El pueblo está curioso y ansioso por ver a la condesa acusada de adulterio
—explicó Magno. —Los pecados de los ricos atraen al público y venden diarios.
—Nosotros te protegeremos —Rudolf tomó la mano de Victoria y la besó
como le haría a una hermana.
El cochero abrió la puerta del carruaje. Magno bajó primero, seguido por
Robert. Por último bajó Rudolf, quien ayudaba a Victoria a salir de allí con
seguridad.
—¡Es ella! —Alguien gritó en medio de la muchedumbre.
—¡La condesa adúltera!
Victoria se encogió, asustada. Rudolf pasó el brazo en torno de ella y siguieron
adelante. Una piedra venida de la muchedumbre golpeó a Victoria en la cara, y
ella comenzó a sangrar. Rudolf intentaba protegerla, mientras Magno y Robert
abrían camino entre la gente.
Victoria temblaba cuando, finalmente, llegaron al interior del edificio.
—Vas a sobrevivir —intentó calmarla Rudolf, mientras examinaba la herida. —
Vamos a limpiar esta sangre.
—No, deje que ella entre en la sala de audiencia antes —aconsejó el abogado.
—embarazada y apedreada por una salvaje muchedumbre, Victoria se ganará en
seguida la simpatía de los jueces.
—Excelente idea —asintió Magno.
Rudolf y Robert llevaban a Victoria hasta el sitio que ella ocuparía durante la
audiencia. Del otro lado del corredor, Alexander y su abogado, Charles Burrows la
miraban. Venetia, Diana y Harry se sentaban detrás del conde.
Victoria se acomodó con dificultad en la silla. Humedeciendo un pañuelo en
agua, Rudolf limpió la sangre del rostro de la cuñada y le pidió que sujetara el
pañuelo sobre la herida por unos instantes.
Reusándose a nutrir esperanzas en lo que respectaba al resultado de la
audiencia, mantuvo los ojos bajos. No quería ver a nadie, mucho menos a Alex. Al
final, aquella audiencia era el primer paso para la disolución del casamiento.
—Pensé que tendríamos un procedimiento informal aquí —le dijo Magno al
abogado. —¿Por qué hay personas del pueblo presentes?
—“Informal” no quiere decir “privado” —Decenas de curiosos y periodistas
ávidos por conseguir una noticia sensacionalista llenaron el recinto.
En silencio, Victoria pensaba en la vergüenza que sería admitir su incapacidad
delante de toda aquella gente.
—¿Qué sucedió? —Alexander le preguntó a Rudolf. Se sentía perturbado por
la falta de privacidad de la audiencia.
—La condesa fue apedreada por la multitud afuera. Todos la consideran una
adúltera —las palabras de Rudolf dejaban entrever la decepción que el conde le
había causado a la familia y el mal que había hecho y que aún le hacía a Victoria.
—No pensé que...
—No te hagas el inocente —ironizó Robert, desafiando a Alexander. —
Contrataste a personas para incitar a esa banda de imbéciles salvajes a la
violencia.
—¡No tuve nada que ver con eso!
—¡Puede verse claramente el trabajo de “la encarnación del mal” para
proteger a su hermanito y de esa maldita viuda negra! —Disparó Robert, furioso e
indignado.
—Venetia y Diana jamás...
—¡Déjanos en paz y vuelve con tu gente conde Emerson! —Victoria no pudo
contenerse más. —Yo debería saber que un Emerson no podría hacerle bien a un
Douglas. Ya era hora de que yo aprendiera la lección.
—Jamás deberíamos habernos casado —declaró Alexander.
—Esa es la primera cosa acertada que dijiste en los últimos cinco meses.
Cuando sepas la verdad, no me busques. Nunca te perdonaré por el mal que me
has hecho todos estos meses.
—Dudo que tenga de qué disculparme al final de esta audiencia.
—Vas a implorar por mi perdón, Alexander, de la misma manera que yo
imploré que me escucharas.
—Mi sobrina tiene más de ocho meses de embarazo, conde —intervino
Magno. —No la amargues más de lo que ya lo hiciste.
Alexander volvió a su lugar en el tribunal, pero sus ojos estaban fijos en
Victoria.
—Déjame sostener tu capa, querida —el vestido de un blanco virginal sobre
su enorme vientre fue la elección ideal.
Robert buscaba dar cariño y esperanza a la cuñada en aquel momento difícil.
—Todos de pie —ordenó el alguacil.
Así que las personas se levantaron, tres jueces entraron en el lugar, yendo a
ocupar sus lugares.
—Pido a los abogados que se acerquen —el juez presidía la audiencia. —
Déjenme recordarles que esta es una audiencia informal y no un juicio. Por lo
tanto, ordeno que se comporten de manera adecuada. Sr. Burrows, presente las
pruebas de su cliente.
—Le pido al conde Alexander Emerson que se acerque, para que demos inicio
a esta audiencia —llamó Burrows.
Alexander atravesó el salón, yendo a sentarse en el banco de los testigos.
—Conde Emerson, háblenos de los acontecimientos del día en cuestión.
—Volví a mi casa cerca de las cinco horas de la tarde. Mi hermana, Venetia
Emerson Gibbs, y Diana Drummond estaban en mi biblioteca —la voz sonaba clara
y fuerte. —Cuando les pregunté por mi esposa, ellas me informaron que la
condesa había salido luego de haber recibido una nota por correo.
—Ésta es la nota, señores jueces —Burrows pasó el papel a los jueces, para
que fuera examinado. —Mi cliente pide que el contenido del mensaje no sea leído
en voz alta, afín de ahorrarle vergüenza. En fin, esto aún no es un juicio.
—¿Le gustaría leer la nota, Sr. Howell? —El juez le preguntó al abogado de
Victoria.
—No será necesario —la respuesta de Howell sorprendió a todos, excepto a la
familia de Victoria.
—¿Está seguro de eso? —Insistió el juez.
—Esa nota nada tiene que ver con la verdad de los hechos de aquel día —
declaró Howell confiado.
Hubo tumulto en la galería. La gente gritaba, ululaba, comentaban y decían
palabras ofensivas. Ciertamente, Robert había acertado al decir que alguien había
contratado a aquellas personas para perturbar el orden.
—¿Estás sugiriendo que la nota es un fraude pensado por mi cliente? —Había
indignación en la pregunta de Burrows.
—No, señor Burrows —Howell sonrió para el colega. —Estoy afirmando que
esa nota fue pensada por una tercera persona.
—Sigamos con la audiencia, señores —fue la orden del juez.
—Seguí inmediatamente para la casa de los hermanos Philbin, que era la
dirección señalada en la nota —Alexander retomó la declaración. —La puerta del
frente estaba sin seguro. Entré y busqué a mi esposa. La encontré acostada,
desnuda y dormitando en una cama de soltero. Quise despertarla, pero estaba
embriagada.
Victoria mantenía la mirada sobre su vientre. Alex, una vez más, había
reducido a cenizas su reputación.
—¿Mi Lord reconoce el bebé que ella carga en su vientre como suyo?
¡Dios del cielo! Aquello era más de lo que Victoria podía esperar. Se sentía
cada vez más triste y decepcionada.
—Sí, reconozco que el bebé es mío —afirmó Alexander. —Victoria quedó
embarazada luego del casamiento.
—No tengo más preguntas —declaró Burrows, alejándose del banco de los
testigos y retomando su lugar.
El juez llamó a Howell, el abogado de Victoria.
—Finalmente, me veo frente a frente con el hombre del cual tanto he oído
hablar —Howell le sonrió a Alexander, quien parecía ahora incómodo. —Conde
Emerson, mi cliente y yo no tenemos que estar disconformes con su declaración,
excepto en lo que respecta a la supuesta embriaguez de la condesa. Creo que
ignora buena parte de lo sucedido. Me gustaría, por lo tanto, dirigirle algunas
preguntas de naturaleza personal.
—No tengo nada que ocultar —dijo Alexander.
—¡Objeción! —Gritó Burrows. —Mi colega no puede...
—Siéntese, abogado —ordenó el juez con firmeza. —esto es una audiencia
informal, no un juicio. Prosiga Howell.
—Gracias. Conde Emerson, ¿cómo describiría, en pocas palabras, su relación
con su hermana, Venetia Emerson Gibbs?
—Hasta hace poco tiempo atrás, nuestra relación era complicada —admitió
Alexander. —Nos volvimos más cercanos desde que ella volvió de Australia con su
marido y cuñada.
—¿Y cómo describiría, la relación entre Venetia Emerson y Diana Drummond?
—Son grandes amigas, creo.
—¿Lo suficiente para que su hermana desee que ella se convierta en la
condesa Emerson?
Hubo nuevo tumulto en la galería.
—Si está sugiriendo...
—No estoy sugiriendo nada —Howell interrumpió lo que Alex iba a decir. —
Estoy solamente pidiéndole una opinión.
—En ese caso, diría que mi hermana, Venetia, desea lo mejor para su cuñada.
—¿Por qué se casó con Victoria Douglas, conde Emerson?
Victoria y Alexander se miraron.
—Para honrar un acuerdo hecho entre la tía de Victoria la duquesa de
Inverary y yo. Acepté el acuerdo para redimir daños causados por mi fallecido
padre a la familia Douglas.
—¿Usted me está diciendo que no fue un casamiento por amor? —Howell
miró a Victoria, quien lloraba en silencio.
—No fue un casamiento por amor. No había amor —la voz de Alexander se
había vuelto vacilante.
—¿Está hablando por usted mismo o también por lady Emerson?
—Creo estar hablando también por ella.
—Hay una historia de acontecimientos negativos alrededor de los Emerson y
los Douglas, que usted alega haber intentado reparar. ¿Correcto?
—Sí.
—¿Quiénes son las tres niñas que viven con usted?
—Las niñas son mis hijas, con tres ex amantes —afirmó Alexander.
—¿Cuántos años tienen?
—Cinco.
—¿Tres hijas de cinco años de tres mujeres diferentes? ¿Tres hijas en un solo
año?
—Sí.
—¡El conde es un galán! —El comentario, seguido de risas, vino de la galería.
El juez pidió silencio, golpeando con el martillo sobre la mesa.
—¿Por qué sus hijas fueron a vivir con usted? —Howell retomó el
interrogatorio.
—Fueron abandonadas en la puerta de mi casa por sus madres.
—¿Antes o después de su casamiento con Victoria Douglas?
—Después.
—¿Ya se preguntó por qué las tres madres abandonarían a sus hijas en un
espacio de tiempo tan corto? Al final, por lo que es de mi conocimiento, no lo
habían perturbado anteriormente. ¿Es correcto esto?
—Creo que alguien les dio dinero para intentar arruinar mi casamiento.
—¿Y eso sucedió?
—La llegada de las niñas no alejó a mi esposa de mí. Para mi sorpresa, ella
acogió a las niñas con mucho amor —Alexander miró a Victoria. —Ella expresó el
deseo de que las niñas se quedaran permanentemente con nosotros, ya que soy el
padre, y ellas hermanas entre sí.
—Actitud loable de la condesa Emerson, ¿no?
—Sí, estoy de acuerdo.
—A propósito, ¿su hermana volvió de Australia antes o después de su
casamiento con lady Victoria?
—Dos semanas antes creo.
—¿El contrato ya había sido firmado y los planes del casamiento concluidos,
cuando la Sra. Venetia Gibbs llegó?
—Sí.
—¿Cuándo llegó su primera hija a la mansión?
—Tal vez, dos o tres semanas después del casamiento.
—Gracias, conde Emerson. Sin más preguntas —Howell volvió a sentarse al
lado de su cliente por un instante.
—Sr. Burrows —el juez se dirigió al abogado de Alexander, a fin de saber si no
tenía más preguntas.
—No tengo más testigos.
Howell volvió al frente del salón.
—Llamo a lady Victoria Douglas Emerson, condesa de Winchester, a declarar.
Hubo un rumor general en la galería y, en seguida, un absoluto silencio inundó
el lugar. Todos querían oír a la joven condesa que, con la ayuda de los cuñados, se
levantaba de la silla y caminaba hasta el asiento de los testigos, con la mano sobre
el vientre.
El traje blanco de Victoria realzaba su juventud. Su cara, en cambio, estaba
pálida y aparentaba sufrimiento. Sobre los grandes ojos azules había ahora marcas
oscuras, pruebas de noches mal dormidas y cansancio.
—Lady Emerson, trate de relajarse —aconsejó Howell después que el alguacil
trajo un asiento más cómodo para ella. —Intentaremos poner fin a estos
interrogatorios hoy y no después que el bebé haya nacido. Por favor, condesa,
díganos, ¿cómo conoció a los hermanos Philbin?
—Phineas y Barnaby Philbin son los tutores de mis sobrinos.
—¿Cuál es su conexión con ellos, además de esa?
Victoria respiró hondo. La hora de la verdad había llegado, y lo mejor era
terminar luego con aquello.
—Los hermanos Philbin eran mis profesores —miró a Alexander, que la
miraba con aire de descreimiento.
—¿Cuándo, cómo y por qué los contrató para que le enseñaran?
—En junio pasado, antes de mi boda con el conde Emerson, visité a los Philbin
y pedí que me enseñaran. Impuse una condición, antes que empezaran a trabajar
para mí.
—¿Qué condición era esa?
—Que no comentaran sobre las clases con nadie. Las clases eran los jueves
por la tarde, con los dos hermanos Philbin presentes.
—¿Y por qué era importante que nadie supiera de las clases?
—Mi... Mi limitación siempre fue una vergüenza para mí.
—¿A qué limitación se refiere?
Algunos instantes de silencio sepulcral le siguieron.
—Por favor, responda condesa Emerson. ¿A qué incapacidad se refiere? —
Howell repitió la pregunta.
—No puedo leer, escribir ni calcular. Soy una incapaz —Victoria comenzó a
llorar.
—Cálmese, mi Lady —le trajeron un vaso de agua. —¿Qué quiere decir con
“incapaz”? —Howell retomó el interrogatorio.
—No puedo leer, quiero decir, las letras y los números se confunden en mi
mente. Y no sé distinguir derecha e izquierda. Me pierdo fácilmente cuando
camino sola por la calle. Mi tía y mis hermanas trataron de enseñarme, pero nunca
pude aprender. Había desistido de intentar, hasta que… —Victoria dudó. —…
hasta que supe que me casaría con el conde. No quería que el supiera de mi
problema y desistiera del acuerdo. Yo quería de verdad casarme con él.
—¿Hace cuánto tiempo sufre con ese problema para aprender?
—Tuve esa dificultad toda la vida.
Victoria miró a Alexander, que en aquel momento le sonreía. Ahora él
recordaba: el juego de croquet, de cartas, la lectura del Times, el eterno olvido de
los lentes.
—¿Cómo acostumbraba ir a la casa de los Philbin, condesa Emerson?
—A pie.
—¿Por qué no usaba el carruaje?
—Porque el cochero le contaría a Alexander sobre las clases y él descubriría
mi incapacidad.
—¿Salía de la casa por la puerta del fondo?
—No, por la puerta del frente. Bajaba las escaleras entonces doblaba a la...
derecha o izquierda, no sé decirle.
—¿Quiere decir que no salía escondida?
—No, las personas en la calle podían verme, así como los empleados de la
mansión.
—¿Está diciendo que si alguien quisiera descubrir a donde iba los jueves
bastaba con seguirla?
—Exactamente.
—¿Tuvieron éxito los Philbin en enseñarle a leer?
—Ellos me enseñaron algunas estrategias de lectura y elogiaron mi
entusiasmo por aprender.
—Tales estrategias de lectura ¿fueron eficaces para su aprendizaje?
—Yo practicaba dos horas todos los días, pero todo lo que lograba era
agarrarme un buen dolor de cabeza —el tono de voz de Victoria reflejaba
decepción consigo misma.
—¿Dijo que no sabe distinguir entre derecha e izquierda?
—Es cierto. Mis hermanas marcan la suela del zapato izquierdo con una “i”
para que no confunda mis pies.
Se oyeron risas en la galería.
—¿Podría mostrarnos la suela de su zapato? —Pidió Howell.
—No puedo alcanzar mi pie —Victoria miró su vientre.
Esta vez se repitieron las risas, pero había un nuevo tono en ellas. No eran
risas de burla, pero sí de simpatía con la joven condesa. Podría decirse que los
espectadores empezaban a quererla.
—Vamos a creer en la palabra de la condesa —decidió el juez.
—Gracias, magistrado —Howell prosiguió. —¿Cómo pagaba por las clases,
condesa Emerson?
—Les entregaba todo el dinero que mi marido me daba para los gastos
mensuales.
—¿No hubiera preferido gastar ese dinero en perfumes, adornos, cintas,
encajes o cosas de ese tipo?
—Yo necesitaba aprender a leer antes que esas cosas.
—¿Por qué?
—Porque quería ser capaz de leerle cuentos a mis hijos antes de ponerlos en
la cama. No quería que ellos tuvieran que leerme a mí —Victoria volvió a llorar. —
además...
—¿Además?
—Estaba harta de mentir. Quería poder ser yo misma... ser aceptada con
limitaciones.
—¿Mentir? —Repitió Howell. —¿Qué quiere exactamente decir con “mentir”?
—Yo estaba acostumbrada a decirle a las personas que había olvidado mis
lentes o que no sabía dónde estaban —Victoria suspiró y bajó la mirada por un
momento. —La verdad es que nunca necesité lentes. No hay nada de mal en mis
ojos, y sí en mi cerebro.
—Condesa Emerson, ¿puede decirnos, qué sucedió, de hecho, en el día de
aquel acontecimiento infeliz meses atrás?
—Mi marido había ido al White's con su cuñado, el señor Harry Gibbs, marido
de Venetia, y me pidió que recibiera a Venetia y Diana Drummond.
—¿Tiene buena relación con su cuñada?
—Ella me desprecia. Y el sentimiento es recíproco.
El silencio en la corte era tan profundo que casi podía hacer eco.
—Continúe, por favor.
—Venetia y Diana habían venido a usar la biblioteca, por lo menos fue lo que
dijeron. Minutos después de su llegada, el Sr. Bundles, quien era el mayordomo en
la mansión del conde, me entregó una nota que recién había llegado.
—Magistrado, este es el billete al que la condesa de Winchester se refiere —
Howell pasó el papel a los jueces. —con el permiso de los señores jueces, me
gustaría leerlo para que todos los presentes tomen conocimiento del mensaje en
él contenido —Los jueces devolvieron la nota a Howell. —Oigan: “Victoria;
encuéntrame en la casa de los hermanos Philbin a las cinco. Alex”. Como no sabe
leer, mi lady, no tenía idea que esta no era la caligrafía de su marido, ¿cierto?
—No, no sabía.
—¿Cómo, entonces, tomó conocimiento del contenido del mensaje?
—Diana Drummond leyó la nota para mí. Yo le dije que mis lentes estaban
quebrados y le pedí a ella que lo leyera.
En medio de lágrimas, Victoria miró a Alexander, que ahora encaraba a la
viuda.
Diana lo miró e hizo un movimiento negativo con la cabeza, antes de
levantarse y dirigirse a los jueces.
—¡La condesa Emerson está mintiendo! —Se defendió la viuda.
—¡Orden! —Mandó el juez.
Diana Drummond obedeció. Se sentó y miró a Venetia como pidiendo el
apoyo de su cuñada.
—Continúe condesa —retomó Howell. —¿Qué hizo en seguida?
—Pedí disculpas a las visitas, salí de la mansión y fui a la casa de los Philbin.
—Dígale a esta corte qué pasó en la casa de los Philbin, condesa.
—Phineas Philbin no estaba. El hermano más joven, Barnaby fue quien me
recibió. Él fue a preparar una taza de té, mientras yo escribía un mensaje de
Navidad para mi marido.
Ahora faltaba poco, pensó consigo misma Victoria y siguió.
—El té me dejó somnolienta. No lograba mantener los ojos abiertos. Entonces
Barnaby sugirió que me acostara para descansar un poco. Me acosté en una cama
de soltero, en un cuarto al lado de la habitación donde acostumbraba tener las
clases. Barnaby aseguró que me avisaría en cuanto mi marido llegara. Entonces
me dormí. Cuando desperté, estaba en mi cama en la mansión del conde. Fue él
quien me despertó. No tengo ningún recuerdo de lo que sucedió en ese tiempo
intermedio.
—Magistrados —Howell se dirigió a los jueces. —este es el mensaje de
Navidad que mi cliente le escribió a su marido —el abogado entregó el papel a los
jueces, que leyeron y devolvieron el papel al abogado de Victoria.
—Condesa Emerson, le pido que lea el mensaje en voz alta —el juez
encargado solicitó.
Usando el dedo índice para señalar las letras, Victoria leyó con evidente
dificultad:
—“ No-vien-dre. Mi pue-ribo ma-ri-bo A-lex. Te a-mo mucho. Fe-liz Na-vibad.
Tu es-qo-sa Vic-to-ria Con-be-sa de Win-ches-ter”.
—Es un bello mensaje, condesa —elogió el juez.
Victoria mordió su labio inferior, preocupada y avergonzada, mientras el
alguacil le entregaba la carta a Alexander, afín de que él pudiera leerlo. Él leyó y
releyó, detenidamente el billete, entonces la miró. Lágrimas bajaban por el rostro
de Alexander. ¿Sería posible que temiera que el hijo tuviera el mismo problema
que ella tenía? Si no, ¿por qué estaría llorando?
—¿Qué cree que haya llevado los acontecimientos de aquella malograda
tarde? —Indagó finalmente Howell.
—Yo sé qué causó todo este problema y me costó meses de infelicidad y
desesperación —declaró Victoria. —Los hermanos Philbin enviaron una carta a mi
tío, el duque de Inverary, en la cual relatan lo que sucedió. Una mujer
desconocida, sobornó a Barnaby Philbin, un jugador empedernido y lleno de
deudas, para que pusiera un somnífero fuerte en mi té. A cambio ella saldaría las
deudas de juego suyas y le daría una generosa suma de dinero. Pero, para eso, él
tendría también que quitarme mi ropa, mientras yo estuviera dormida. Entonces
Barnaby me dejó allí, para que mi marido me encontrara.
—¿Dónde está esa carta? —El abogado de Alexander se levantó y desafió. —
¡Vamos, quiero la carta de los hermanos Philbin! Mi cliente y yo tenemos ese
derecho.
—Los Philbin están escondidos pues temen por su propia vida —Howell
informó. —En caso de que haya un juicio, ellos darán su testimonio. La carta, cuyo
contenido es de conocimiento de los magistrados, esta guardada en un lugar
seguro, para la eventualidad de un juicio.
—Muy conveniente —ironizó Burrows.
—Condesa Victoria Emerson —retomó Howell. —¿Por qué no le contó todo
esto a su marido?
—Él se negó a oírme, mientras aún estaba en la mansión. Mi tío y mis cuñados
son testigos de ello. Después intenté hablar con Alexander dos veces —Victoria
miró al conde, mientras hablaba. —La primera vez que fui a buscarlo, él cerró la
puerta en mi cara, sin ningún respeto o consideración. A la segunda vez, o sea, la
semana pasada, fui a su casa y encontré al conde en sus aposentos con Diana
Drummond.
Hubo gran agitación en la galería. Todos hablaban al mismo tiempo, mientras
el juez volvía a golpear el martillo y exigir orden en el lugar.
Victoria veía irritación en el semblante de Alex. En cuanto a Diana, tenía el
rostro muy ruborizado. Después de todo el mal que le había hecho, ella ahora
sabría lo que era tener la reputación hecha pedazos, como ella había tenido.
—Condesa —prosiguió Howell. —¿Alguna vez fue infiel a su marido?
—Nunca.
—Una vez que sabía que la presente audiencia representaría una humillación
pública, ¿por qué insistió en venir y contar su versión?
—Porque nunca cometí adulterio... Quería tener una oportunidad de contarle
todo a mi marido, porque... yo lo amo.
—¿Ama al conde a pesar de que haya denigrado su reputación y causado
tanto sufrimiento?
—Sí, amo a Alexander.
—¿Cree que los daños causados a su casamiento con el aún pueden ser
reparados?
—No hay cómo reparar los daños. Pero él no logrará el divorcio basado en un
delito que no cometí —Victoria hablaba con firmeza y coraje, no como una niña
angustiada. —Si él quiere quedarse con Diana Drummond, tendrá que encontrar
otra forma de lograrlo.
—Sin más preguntas, magistrados —declaró Howell, finalizando el
interrogatorio.
Victoria hizo un esfuerzo para levantarse, pero el abogado de Alexander se lo
impidió.
—¿Dónde piensa que va, condesa? —Burrows impuso una nota de sarcasmo a
la palabra “condesa”.
—Pensé que ya podía irme a casa —Victoria miró a los jueces.
—El abogado de su marido tiene el derecho de interrogarla —aclaró uno de
los jueces.
—¿Acaso era virgen cuando se casó con mi cliente? —Disparó Burrows.
—¡Mi esposa era virgen cuando nos casamos! —Gritó Alexander desde el
lugar que ocupaba.
—¿Por qué se casó con el conde? —Burrows ignoró las palabras de su cliente
y no se dejó desfallecer.
—Como ya lo dijo el conde, hubo un acuerdo entre mi tía y él. Al principio,
pensaba que Alexander era viejo y aburrido.
Las personas rieron, divirtiéndose con lo que acababa de decir.
—¿Cuándo cambió de opinión sobre esa idea que se hacía del conde de
Winchester? —Interpeló Burrows.
—Cuando me besó por primera vez —ella miró a lo alto y sonrió al recordar
cómo había comenzado todo. —él no besaba como un viejo ni como un aburrido.
Todos se rieron con su sinceridad y autenticidad, incluso los jueces y
Alexander.
—¿Cuántos hombres besó en sus dieciocho años de vida? —Burrows quiso
saber.
—Solamente a mi marido, a nadie más.
—¿Con cuántos hombres mantuvo relaciones sexuales? —La osadía de la
pregunta de Burrows sorprendió a todos. —Vamos, responda.
—Tuve relaciones con mi marido, claro —la respuesta de la joven condesa fue
imprevisible. —¿De qué otra manera podría haber quedado embarazada?
—Fuiste hallada en la cama de otro hombre ¿Te parece que esta corte cree en
la ficción, por casualidad?
—No le doy la mínima importancia a lo que la corte cree o no. Lo único que
me importa es la opinión de mi marido. Parece que él cree que soy “La prostituta
de Babilonia”—dijo Victoria, enojada con el atrevimiento del abogado. En seguida,
se levantó.
—¡Aún no terminé! —Gritó Burrows, con la cara roja.
—¡Pero yo ya terminé! —Dijo Victoria. —Mi marido pedirá el divorcio, tanto si
permanezco sentada o no. Con la excepción de mi abogado y mis familiares,
hombre alguno confía en mi honestidad.
—Yo creo —declaró Alexander, levantándose y caminando en dirección a ella.
—Magistrados, quiero retirar mi petición de divorcio y pedir disculpas por haber
hecho perder el precioso tiempo de esta respetable corte.
Victoria no comprendía como todo se acababa tan de repente. Se sentía
confundida, y un súbito vértigo se apoderó de ella. Cinco meses de profundo y
continuo desgaste habían acabado por dejarla agotada.
—Te pido disculpas por haber dudado de ti, Victoria —dijo Alexander,
cayendo de rodillas delante de ella. —Haré lo que sea necesario para reparar los
daños que te causé.
—Ni siquiera quisiste saber de mi estado de salud, Alex —le recordó Victoria.
—Es tu hijo el que cargo en mi vientre.
—Por favor, dime qué hacer para que podamos retomar nuestro matrimonio,
querida.
—Vete y déjame en paz.
—Haz lo que ella te está pidiendo —Rudolf se dirigió a Alex mientras ayudaba
a su cuñada a salir de aquel lugar.
—Deja que ella repose —aconsejó Magno. —Ven a mi propiedad mañana. Y
trata de resolver tus asuntos pendientes antes de buscar a mi sobrina —Magno
indicó a los parientes de Alexander.
—Gracias, Excelencia. Tomaré las providencias necesarias.
—Lo siento mucho, Alexander —murmuró Harry Gibbs, avergonzado. —no
pude percibir lo que sucedía delante de mi nariz.
—Todo esto es un terrible malentendido —Venetia intentó defenderse —
Diana y yo...
—¡Eres, de hecho, la encarnación del mal! —Disparó Alexander. —Y si yo
fuera tú, Diana, volvería rápido para Australia. Su reputación está tan arruinada
como estaba la de Victoria.
Sin una palabra más, el conde se retiró, seguido de un periodista del Times.
—¿Mi Lord haría una declaración para el diario?
—Es muy importante que lo haga. Quiero dejar registrado que todo no fue
más que un terrible engaño. Mi esposa y yo fuimos víctimas de una trampa.
Quiero decir, también, que solamente una mujer con coraje como la condesa de
Winchester enfrentaría el mundo por lo que un día había creído era una
incapacidad terrible y vergonzosa —la voz de Alexander reflejaba admiración por
su esposa y decepción en relación a sí mismo.
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