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La selva de los venenos

Ventura García Calderón.

Ni yo ni el capitán pudimos aceptar con entusiasmo que se interrumpiera la partida de poker cuando habíamos ganado
cinco libras y el stout era tan sabroso en la monotonía del mar, a dos días de todo puerto. El juego y la cerveza negra
pueden consolar de muchas soledades; pero el oficial no retiraba la mano de la gorra, excusándose:

—I am sorry, sir.

Abajo, cerca de la cala, en el recinto oliente a brea y bacalao, un marinero moribundo hablaba español y pedía
gimiendo que buscaran un interprete en el barco. Por eso el joven oficial se había atrevido a subir hasta el camarote
del capitán en que jugábamos. Le seguí malhumorado, por escaleras de caracol, hediondas y pegajosas, atravesando
corredores en que silbaban ingleses bajo los balde de la ducha o zapateaba lúbricamente un negro tinto.

—Aquí es —murmuró el oficial cuando llegamos a la recamara en cuya puerta jugaban dos grumetes a los dados.

Era un camarote obscuro, con ese olor peculiar de las cámaras bajas, que puede dar el vértigo: olor de aceite, brea
salada y tabaco inglés. En el camarote, apenas alumbrado por la portilla, reposaba un enfermo sobre el colgante lecho
de lona. Cuando saludé en español se irguió en vilo un perfil amarillento; dos manos titubearon para coger la mía.
Estaban sudorosas y temblaban.

—Señor… —balbuceó el enfermo en voz de lágrimas.

Pero cuando supo que yo era también peruano, su alegría pareció delirante. Y como no había podido hablar en quince
días, como era necesario que contara antes de morir a un ser viviente la congoja de su vida marrada; me retuvo de la
mano para que no escapara; y yo sé apenas traducir la fiebre de su monologo:

—Sí, señor… soy del Callao… Que el señor no se vaya y me perdone. Me moriré y no le molestaré más; pero antes
prométame que llevará esta sortija a mi madre, y este retrato del chiquillo, y este paquete cerrado. Le voy a cansar,
señor, dispensa… Muchas gracias… ¿Por qué me fui a Iquitos? A hacer fortuna, como tantos. No vaya, señor, nunca,
nunca. ¿El señor no conoce la selva virgen? ¡Ah, sí, ya le han hablado de ese infierno! La primera vez, cuando las
gentes llegan allí de noche, se enloquecen y empiezan a echar espuma por la boca, gritando que los lleven río abajo.
¡Si se pudiera dormir siquiera en el campamento! Pero todo grita, todo canta, todo se queja, señor. Las fieras no son
lo más perjúdico ni los silbidos de la serpiente de cascabel, que espanta hasta a los indios cuando viene de pie como
una persona dando chicotazos al tronco de los cauchos. Peor son los monos y los loros, que se ponen a ver pasar a la
gente para rascarse y burlarse. Parece que taladra los oídos la carcajada de los papagayos y un tiro de fusil resulta
inútil. Agarré y me levanté en la noche para gastarme algunos cartuchos, pero es malo mirar la selva bajo la luna.
Nadie sabe todas las cosas que vuelan, todos los pasos que se pierden con el crujido de la muerte en los caminos. ¡Eso
sí, qué olor delicioso, señor, un olor que no se olvida! Por respirarlo otra vez, volvería… En la mañana quise ya salir
a trabajar en el caucho cuando quién te dice que don Cristóbal el brasilero nos llama para decirnos: “Ya vienen las
hormigas.” Unas hormigas gordas como el dedo pulgar, millones de hormigas, un mar moreno que avanzaba por un
claro de la selva. Los peones cogieron algunas para tostarlas y comérselas… No crea, señor, son cosa rica… pero
antes de huir, una víbora aterrada mordió en la mano al patrón, al brasilero. ¡Qué atrocidad! Tuvimos que vaciar las
balas de escopeta para rociarle la mordedura de pólvora. Prendimos fuego y estalló el pedazo de carne. ¡Lo habíamos
salvado…! Aquella excursión llevándolo en unas andas de ramas cubiertas con nuestros ponchos… ¡No le digo nada!
Al pasar bajo la cima de los cedros, los monos tiraban ramas podridas y los papagayos parecían estar anunciando a la
selva entera nuestro paso. Cuando volaban juntos no se les podía mirar, como al sol, porque nos cegaba la color. No
se veía nada en la selva obscura, pero caían flechas como lluvia. Parece que vienen del cielo y se queda un cristiano
atravesado de arriba abajo. ¡Paf! Sin confesión, lo mismo que si lo clavaran en el suelo para espantapájaros. El
cauchero nos gritaba en portugués que disparáramos; pero, ¿a dónde, señor, si todo estaba lleno de ruidos?... ¡Y de
silencio peor que el ruido, ¡mamita!, porque se espera temblando lo que va a pasar: un rugido, una flecha, qué sé yo!
Un peón enfermó de beri-beri (es como terciana, señor, una fiebre que tiemblan las quijadas y se mueren los hombres
como moscas); un peón, como le estaba diciendo, empezó a dar grandes gritos y se metió de un salto en un charco de
agua. No salio más. Tuvimos que amenazar con el revólver a los otros que se querían meter también a la charca llena
de caimanes. Se nos había acabado la quinina; pero lo estoy cansando, señor; y si a mano viene me quedo en una
tribu campa porque no le dije que me enredé con una india de buena cara que me parió un indiecito. Mire, señor, en la
fotografía, cómo se parece el pobre ñaño… No estábamos juntos ese día, pero ella me ayudaba cada mañana a zanjar,
con el machete, los árboles de caucho. Después, por la tarde, pasábamos a recoger los vasos en que ha goteado la
resina todo el día… ¿El señor no oyó hablar jamás de la chicharra machacui? Una mariposa que es una víbora. Sí,
¿qué le parece? Una cosa tan linda, una florecita que vuela, cuando a la hora de la hora viene volando, se tropieza con
uno y le clava el aguijón, que tiene ponzoña. No sale por las tardes porque le diré que es medio cegatona. Cuando
empieza a refrescar, sale de su covacha como los murciélagos. Donde ve luz, allá se va. Y como era casi de noche, mi
indiecita estaba con el niño recogiendo los vasos de caucho y había encendido su linterna. Llegó, como le decía, la
chicharra machacui, y el niño se puso a dar grandes alaridos; pero yo no comprendía nada. Sólo ella, conociendo
estos bichos, vio el bracito mojado de sangre. La madre agarró y miró a todos lados como si buscara amparo de la
Virgen Santísima. ¡Ah, señor, sólo una india es capaz de hacer cosa semejante! En dos por tres se arrodilló en tierra,
afiló el machete y, ¡tras!, le cortó el brazo hasta el codo. ¡Como si me lo hubieran cortado a mí, señor! Se oyó tan
lejos el grito y los llantos que hasta el bosque pareció callarse, y yo estaba loco de atar. ¿Se figura? La madre
amarraba el muñón con un pedazo de la camisa y corría, sin gemir, en dirección al campamento, donde el patrón, que
era algo médico, podía quizás curar al niño; corría por la selva nocturna llena de luciérnagas y de rugidos y del sonido
más terrible de la serpiente de cascabel. Durante una hora estuvo corriendo. Yo iba detrás con el fusil listo para los
tigres. Cayó al fin muerta de mal de corazón; y el niño se me murió allí, gimiendo, en la selva endemoniada… Se
quedó lelito bajo un árbol de caucho, blanco como el papel. Entonces, de un salto, bajó de la sombra el tigre que
había estado siguiéndonos y se llevó, señor, al muertecito, para comérselo… Yo no sé cómo pude escapar a Manaos;
y allí me enganché de marinero para volver a la patria… Era una mariposa bonita, señor, una mariposa que tenía
veneno. Dígame si es justo, por la santa caridad, que así se me llevaran a mi angelito. Era una mariposa de todos los
colores, una mariposa linda…

Estrujaron la mía sus manos sudorosas; y aquel hombre sencillo murió repitiendo el nombre de la chicharra
machacui. Cuando pude separar de sus dedos el saco impermeable hallé dentro, resecado y moreno, el brazo del hijo
muerto.

La venganza del cóndor - Ventura García Calderón

Nunca he sabido despertar a un indio a puntapiés. Quiso enseñarme este arte


triste, en un puerto del Perú, el capitán González, que tenía tan lindo látigo con puño de
oro y un jeme de plomo por contera.

—Pedazo de animal —vociferaba el capitán atusándose los bigotes donjuanescos—. Así


son todos estos bellacos. Le ordené que ensillara a las cinco de la mañana y ya lo ve
usted, durmiendo como un cochino a las siete. Yo, que tengo que llegar a Huaraz en dos
días…

El indio dormía vestido a la intemperie con la cabeza sobre una vieja silla de montar. Al
primer contacto del pie, se irguió en vilo, desperezándose. Nunca he sabido si nos miran
bajo el castigo, con ira o con acatamiento. Mas como él tardara un tanto en despertar a
este mundo de su dolor cotidiano, el militar le rasgó la frente de un latigazo. El indio y
yo nos estremecimos; él, por la sangre que goteaba en su rostro como lágrimas; yo,
porque llevaba todavía en el espíritu prejuicios sentimentales de bachiller. Detuve del
brazo a este hombre enérgico y evité una segunda hemorragia.

—¡Badajo! —repetía el verdugo, mirándome con ojos severos—. Así hay que tratar a
estos bárbaros. Usted no sabe, doctor.

El capitán González me había conferido el grado universitario al ver mis botas


relucientes, mi poncho nuevo, que no curtieron los vientos, y estas piedades cándidas de
limeño. Anoche mismo, después de ganarme, en la pobre fonda del puerto, cinco libras
peruanas al chaquete, me adoptaba ya con una sonrisa paternal, diciendo: “Pues
hacemos juntos el viaje hasta Huaraz, mi doctorcito. Ya verá usted cómo se divierte con
mi palurdo, un indio bellaco que en todas las chozas tiene comadres. Estuvo el año
pasado a mi servicio, y ahora el prefecto, amigo mío, acaba de mandármelo para que sea
mi ordenanza. ¡Le tiene un miedo a este chicotillo!”

Tuve que admirar por largo rato el tejido habilísimo de aquel “chicotillo” de junco que
iba estrechándose al terminar en un cono de bala. En los flancos de las bestias y de los
indios aquello era sin duda irresistible.

Resonaba otra vez en el patio de la fonda la voz marcial:

—¿Y el pellón negro, so canalla? Si no te apuras, vas a probar cosa rica.

—Ya trayendo, taita.

El indio se hundió en el pesebre en busca del pellón que no vino jamás. Diez, veinte,
treinta minutos, que provocaron, en un crescendo de orquesta, la más variada explosión
de invectivas: Dios y la Virgen se mezclaban en los labios del capitán a interjecciones
criollas como en los ritos de las brujas serranas. Pero el ordenanza y guía insuperable no
pudo ser hallado en todo el puerto. Por lo cual el capitán González se marchó solo,
anunciando futuros castigos y desastres.

“No se vaya con el capitán. Es un bárbaro”, me había aconsejado el posadero; y dilaté


mi partida pretextando algunas compras. Dos horas después, al ensillar mi soberbia
mula andariega, un pellejo de carnero vino a mi encuentro y de su pelambre polvorienta
salió una cabeza despeinada que murmuró:

—Si queres contigo, taita.

¡Vaya si quería! Era el indio perdido y castigado. Por una hora yo también había
buscado guía que me indicara los malos pasos de la Sierra y se apeara para restaurar el
brevísimo camino entre el abismo y las rocas que una galga de piedras o las lluvias
podían deshacer en segundos.

Asentí sin fijar precio. El indio me explicó en su media lengua que lo hallaría a las
puertas del poblacho. Me detenía en una choza a pedir un mate de aquella horaciana
chicha de jora que tanto alivia el ánimo, cuando le vi llegar, caballero en una jaca
derrengada, pero más animosa que mi mula de lujo. Y sin hablar, sin más tratos, aquel
guía providencial comenzó a precederme por atajos y montes, trayéndome, cuando el
sol quemaba las entrañas, el cuenco de chicha refrigerante o el maíz reventado al fuego,
aquella tierna cancha algodonada. Confieso que no hubiera sabido nunca disponer en un
tambo del camino con los ponchos, el pellón y la silla de montar tan blando lecho como
el que disfruté aquella noche.

Pero al siguiente día el viaje fue más singular. Servicial y humilde, como siempre, mi
compañero se detenía con demasiada frecuencia en la puerta de cada choza del camino,
como pidiendo noticias en su dulce lengua quechua. Las indias, al alcanzarme el
porongo de chicha, me miraban atentamente y parecióme advertir en sus ojos una
simpatía inesperada. ¡Pero quién puede adivinar lo que ocurre en el alma de estas
siervas adoloridas! Dos o tres veces el guía salió de su mutismo para contarme, en
lenguaje aniñado, esas historias que espeluznan al caminante. Cuentos ingenuos de
viajeros que ruedan al abismo porque una piedra se desgaja súbitamente de la montaña
andina. “Allí viendo, taita”, en la quebrada agudísima, las osamentas lavadas por la
espuma del río.

Sin querer confesarlo, yo comenzaba a estar impresionado. Los Andes son en la tarde
vastos túmulos grises y la bruma que asciende de las punas violetas a los picachos
nevados me estremecía como una melancolía visible. En el flanco de las gigantescas
vértebras aquel camino rebañado en la piedra y tan vecino a la hondonada mortal
parecía llevarnos, como en las antiguas alegorías sagradas, a un paraje siniestro. Pero el
mismo indio, que temblaba bajo el rebenque, tenía agilidades de acróbata para apearse
suavemente por las orejas y llevar del cabestro a mi mula espantadiza que avizoraba el
abismo y resbalaba en las piedras, temblorosa. Una hora de marcha así pone los nervios
al desnudo, y el viento afilado en las rocas parece aconsejar el vértigo. Ya los cóndores
familiares de los altos picachos pasaban tan cerca de mí, que el aire desplazado por las
alas me quemaba el rostro y vi sus ojos iracundos.

Llegábamos a un estrecho desfiladero, de donde pude vislumbrar en la parda monotonía


de la cadena de montañas la altiplanicie amarillenta con sus erguidos cactus fúnebres.

—Tú esperando, taita —murmuró de pronto el guía, y se alejó en un santiamén.

Le aguardé en vano, con la carne erizada. Palpé el revólver en el cinto, estimulando con
la voz a la mula indecisa, que, las orejas al viento, oscilantes como veletas, medía el
peligro y escuchaba la muerte. Un ruido profundo retembló en la montaña: algo rodaba
de la altura. De pronto, a quince metros de mí, pasó un vuelo oblicuo de cóndores, y
entonces, distintamente, porque había llegado a un recodo del camino, vi rebotar con
estruendo y polvo en la altura inmediata una masa obscura, un hombre, un caballo tal
vez, que fue sangrando en las aristas de las peñas hasta teñir el río espumante, allá
abajo. Estremecido de horror, esperé mientras las montañas se enviaron cuatro o cinco
veces el eco de aquella catarata mortal. Un cono invertido de alas pardas giraba como
una tromba sobre los cadáveres.

Más agachado que nunca, deslizándose con el paso furtivo de las vizcachas, hete aquí al
bellaco de mi guía que coge a mi mula del cabestro y murmura con voz doliente, como
si suspirara:

—Tú viendo, taita, al capitán.

¿El capitán? Abrí los ojos entontecidos. El indio me espiaba con su mirada
indescifrable; y como yo quisiera saber muchas cosas a la vez, me explicó en su media
lengua que a veces, taita, los insolentes cóndores rozan con el ala el hombro del viajero
en un precipicio. Se pierde el equilibrio y se rueda al abismo. Así había ocurrido con el
capitán González, “¡pobricitu, ayayay!” Se santiguó quitándose el ancho sombrero de
fieltro, para probarme que sólo decía la verdad. Con ademanes de brujo me designaba
las grandes aves concéntricas que estaban ya devorando presa.

Yo no inquirí más, porque éstos son secretos de mi tierra que los hombres de su raza no
saben explicar al hombre blanco. Tal vez entre ellos y los cóndores existe un pacto
obscuro para vengarse de los intrusos que somos nosotros. Pero de este guía
incomparable que me dejó en la puerta de Huaraz, rehusando todo salario, después de
haberme besado las manos, aprendí que es imprudente algunas veces afrentar con un
lindo látigo la resignación de los vencidos.

EL SUEÑO DE SAN MARTÍN - ABRAHAM VALDELOMAR

Era el 8 de setiembre de 1820. La expedición Libertadora al mando de San Martí


desembarcaba en la bahía de Paracas. Cansado, en tanto que el ejército se preparaba
para la marcha, el Libertador se recostó a la sombre de una palmera, junto al arbolito de
la libertad, en la arena caldeaba.

El sol radiante y viril caía verticalmente. Sobre la extensión vibraba el aire. El héroe
sintió un vago sopor. Tenía sueño y se abandonó a él. Sintió entonces que poco a poco
iba borrándose el paisaje, mientras pensaba en sus planes de libertad. Sabía que de la
empresa que acababa de comenzar dependía la libertad, de un continente; que iba
afrontar las iras castellanas en el corazón del Virreinato; que iba a destruir en pocos
días, meses o años la labor de siglos.

Se durmió y soñó que hacia el norte se elevaba un gran país, ordenado, libre, laborioso y
patriota.

Fueron poblándose los arenales de edificios, los mares de buques, los caminos de
ejército. Muchedumbres inmensas caminaban febrilmente en un ansia infinita de trabajo
y renovación. Los hombres de este país eran libres, fuertes patriotas.
Y cuando todo el pueblo se había elevado, cuando el progreso y la libertad estaban
dando su fruto, oyó sonar una marcha triunfal y vio extenderse sobre la extensión
ilimitada una bandera. Una bella bandera, sencilla y elocuente, que se agitaba con
orgullo sobre aquel pueblo poderoso.

Despertó y abrió los ojos. Efectivamente, una bandada de aves de las alas rojas y pechos
blancos se elevaba de punto cercano. Esas aves eran las parihuanas, que parecen una
bandera del Perú. Aquel grupo de aves, cada una de las cuales formaba una bandera, se
desparramó hacia el norte y se perdió en el azul purísimo del cielo.

El héroe se puso en pie. El ejército estaba listo para la marcha. Entonces le invadió una
sana jovialidad y, cuando sobre sus caballos arrogantes, los capitanes emprendieron la
marcha para cumplir el más noble mandato, les dijo el libertador:
- ¿Ven aquella bandada de aves que va hacia el norte?
- Si, General. Blancas y rojas – dijo Cochrane.
- Parece una bandera – agregó Las Heras.
- Si – dijo San Martí-, son una bandera. La bandera de la libertad, que venimos a
conquistar.
La bandera de aves volaba hacia el norte, como si indicase una ruta a esos tres
corazones.
Luego, al acercarse a Pisco, las aves de leve plumaje se elevaron al cielo, perdiéndose
en las nubes como en una infinita ansia de azul.

La momia - Ventura García Calderón

Nadie supo exactamente por qué desengaños de política abandonó su diputación de


Lima don Santiago Rosales y vino a su apartado feudo serrano a vivir definitivamente
en la hacienda de Tambo chico, en compañía de su extraña hija, Luz Rosales, una
belleza de postal que asombraba a los jóvenes de la sierra por el esplendor de la
cabellera rubia. Para nuestras razas morenas el rubio ha sido siempre un atributo
misterioso. Rubios son los Cristos y el primer rey mago que en los nacimientos
infantiles de diciembre avanza hacia una cuna entre corderos. La comarca entera sintió
simpatía temerosa por Luz Rosales; mas nadie quiso muy bien a su padre, aquel hidalgo
trujillano y severo que blandía al caminar el chicotillo.
Tambo chico, denominado así con modestia orgullosa por algún español perdonavidas,
es la más dilatada de las haciendas del valle y encierra en sus términos fertilísimos un
río, dos montañas, una antigua fortaleza y necrópolis de indios que llaman la huaca
grande. Está en el centro del valle, irguiéndose sobre la colina con sus nidos de lechuza,
siniestra por sus obscuros pasadizos, en donde ningún peón quiere extraviarse. Un
camino secreto lleva acaso hasta el río; y es fama que por allí escaparon los emisarios de
Atahualpa.
Llegaban, según la tradición, con sus talegos de oro cuando supieron la ruina del
Imperio. Allí quedaron las barras de metal a lo largo de los corredores subterráneos,
dispuestos en aspas de molino como los rayos del sol en las vasijas indias. Sería posible
tomarlo sin la vigilancia de las lechuzas que están previniendo el robo con sus silbidos.
Las momias de los generales indios allí enterrados se despiertan si alguien quiere violar
las tumbas; y más de una vez se ha escuchado en la alta noche el ruido de sus
mandíbulas al chacchar la coca amarga con esa masticación interminable de los indios
peruanos. Por eso el día que don Santiago Rosales, empedernido coleccionista, quiso
completar su serie, ningún indio neto obedeció. Sólo empleando peones venidos de la
costa pudo ir trayendo de la huaca grande, a lomo de mula, los utensilios de oro con que
enterraban los indios a sus muertos: vasijas negras con dibujos de lluvia, los dioses
orejones que sonríen dilatadamente llevando en sus manos agarrotadas los rayos del
Padre Sol o un vaso de chicha; y en fin, las momias admirablemente conservadas, las
momias de actitud sumisa y adolorida, con sus cabellos lustrosos y los dedos
enclavijados sobre el pecho, de rodillas ante Huiracocha.
Ningún indio del valle se atrevió a oponerse al desacato. Cuatro siglos de espanto les
han hecho aceptar la peor tragedia, suspirando. Pero en la noche acudían a la choza de la
vieja Tomasa, que era bruja insigne, para pedirle amparo y venganza. Durante cuatro
siglos —colonia española y república peruana— nadie fue osado a buscar momias en
esa fortaleza arruinada. Quizá, en las huacas pobres de los contornos rebuscaban los
avaros mercaderes, para venderlos en Lima a los extranjeros de tránsito, esos caracoles
barnizados de negro, esas serpientes de barro cocido por cuya boca canta el agua, o los
más raros modelos de colección, porque la imagen obscena era vedada en el Imperio,
los platos negros en cuyo fondo una pareja de indios está fornicando
desfachatadamente. Todo ello es simple atributo del muerto para que al despertar a
mejor vida pueda morder unos granos de maíz, beber chicha del cántaro y masticar la
coca que le dé fuerzas para seguir su ruta hacia el Padre Sol, más allá del Lago Titicaca.
Pero las momias, no; las momias son sagradas. Don Santiago Rosales iba a arrostrar el
poder de Tomasa la hechicera.
Durante quince días con sus noches este poder pareció fallar. Con infinitas
precauciones, comprándolos a precio de tambo, que es leonino, pudieron procurarse un
pañuelo del hacendado y sus cabellos, imprudentemente arrojados por el peluquero.
Todo ello, unido a extraños menjurjes, sirvió para componer un muñeco de regulares
proporciones que llevaba en el pecho un corazón visible como en los detentes que
regalan los misioneros. Y en el centro del corazón, después de haber investigado, por la
amargura de la coca mascada en común, si la suerte sería favorable, clavaron todos,
llorando, uno de esos alfileres rematados en cuchara de oro con que cierran el manto las
mujeres. Un sapo hinchado agonizaba allí, junto a los candiles, y el murciélago del
muro, prendido por las alas, abría y cerraba un pico triste. Entonces, una lamentación
sumisa, tétrica, a los poderes infernales comenzó por boca de la hechicera: “Mama coca,
mamitay, te pido por el diablo de Huamachuco, por el diablo de Huancayo, por todos
los diablos rabudos…”
Hasta las altas horas las quenas del valle parecían alegres anunciando que la aurora
vería la redención de la raza vencida.
Pero al día siguiente estaban don Santiago y su hija a caballo dirigiendo los trabajos de
excavación en la fortaleza. De lejos la cabellera rubia de la “niña Luz” relucía
deslumbradoramente. Los indios apartaron de ella la vista con temor visible.
Todo el santo día vieron pasar a lomo de llama las momias renegridas de larga cabellera
colgante. Por la elegancia de los vasos y las telas que circundaban los despojos, por las
llamas de oro (con el lomo horadado para la coca incinerable), se adivinaba que allí
hubo gente principal, jefes militares o príncipes.
Pero don Santiago no estaba satisfecho con sus hallazgos. Era una momia de mujer lo
que buscaba, una momia de princesa antigua que fuera la mejor pieza de su colección.
¡Si excavaran más lejos, en uno de esos subterráneos clausurados con arena endurecida!
Entonces dos indios muy viejos salieron al encuentro del amo, llevando las monteras en
las manos y persignándose la boca antes de hablar para purificarla. Con sollozos y
ademanes sumisos pidieron al taita que dejara en paz a los muertos. ¿Quién mandaría
llover sobre el maíz, quién haría prosperar la coca si todos los antepasados se alejaban
del valle y los espíritus rencorosos se quedaban flotando sobre las casas nocturnas? El
cura no podía comprender estas cosas, pero tal vez el amo sí.
En el salón de la hacienda a donde le habían seguido, gimoteando, los delegados
advirtieron sobre las mesas las momias desenterradas y no las quisieron mirar de frente.
Prometían todo, como sus abuelos a los conquistadores; prometían sus cosechas y sus
ganados si el taita ordenaba que se llevaran de nuevo al sepulcro de la fortaleza las
momias de los protectores del valle. Por toda respuesta el amo aludió al excelente
chicotillo con que castigaba a los atrevidos.
No se supo si fue tal argumento o la belleza de Luz Rosales lo que operó el milagro,
pues dos días después los mismos indios regresaron diciendo que prometían indicar el
sitio de los talegos legendarios. De generación en generación había guardado el secreto
aquella familia de curanderos cuyo más viejo representante vino arropado con un
poncho violeta, llevando todavía, como los antiguos militares, un arete de plata. Para el
día siguiente, domingo, fue la cita y el domingo se bebió la mejor chicha de jora en
Tambo chico. A las cinco de la madrugada, sin despertar a nadie en la casa, para que la
sorpresa fuera mayor, don Santiago se marchó a la fortaleza en compañía de los peones,
que habían pasado, según dijeron, la noche entera en el tambo de la hacienda.
Encendidas las lámparas de minero, bajaron todos con el taita por los intricados
corredores tallados alguna vez en el granito de la montaña. A la luz vacilante se
vislumbraban todavía las rojizas pinturas borrosas que representaban, con la misma
ingenuidad de los huacos, un fragmento de victoria o la fiesta del Sol. Fue preciso cavar
donde indicaron hasta que el choque de la lampa reveló la barra de plata que cerraba el
largo socavón. Dos horas trabajaron afanosamente para levantar una lápida que dejó
abierto el forado, lleno de calaveras. Comenzaba allí un pasadizo de piedras embutidas
unas en otras con tan perfecta ensambladura como las del templo del Sol que está en el
Cuzco. A medida que caminaban por él iba ensanchándose, y en los rebozos de las
piedras talladas como zócalos vieron dispuesta, para asombro del transeúnte, una
portentosa colección de vasos antiguos. Don Santiago no cabía en sí de gozo delirante.
Era un estupendo museo de huacos. ¡Ni en Berlín tenían cosa igual!
El piso de piedra desaparecía bajo los tapices de colores que ostentaban con rigor
geométrico e ingenuidad llena de gracia perfiles de pumas, llamas sentadas o esos ojos
circundados de alas que indican, en pinturas y vasos, la rápida vigilancia del amo. De
cuando en cuando, como para aterrar al audaz, un ídolo afianzaba en la mano su flecha,
más alta que una lanza. Estaba pintado de azul y rojo, pero su faz serena reposaba con
nobleza regia. Al torcer de un corredor una luz verdosa iluminó la gruta del fondo. ¡Allí
debía hallar el tesoro del Inca; los indios lo había predicho! Se divisaron las tinajas
negras de barro cocido, atestadas seguramente de barras de oro y plata, o de esas perlas
de Sechura que buscaba la codicia del conquistador. Don Santiago corrió hacia la escasa
luz del día y se detuvo alborozado. ¡Una momia, la momia de mujer que deseara tanto,
estaba allí custodiando el tesoro milenario!
Un grito espeluznante, despavorido, repercutió en la gruta, mientras los indios se
contemplaban silenciosos e iban ya a jurar que ignoraban todo. Don Santiago arrancó la
linterna de manos del peón. La carátula de lana morena que cubría el semblante era el
retrato ingenuo y tal vez irónico de Luz Rosales, con los dos inmensos rectángulos
azules que imitaban ojos en las momias. Destrozó entonces las cuerdas de esparto, las
vendas de tejido blanco y negro, para mirar el rostro desesperadamente. Acurrucada en
actitud orante, con las manos en cruz, la rubia cabellera desparramada sobre el pecho
muerto, estaba allí su hija Luz Rosales, su hija, o por lo menos su imagen exacta y
duplicada ya en los siglos. Estupefacto, enloquecido, salió al río por la abertura de la
peña, desgarrándose los vestidos en los zarzales, y corrió, corrió por la orilla para buscar
a Luz en la casa de la hacienda, llamándola a gritos por el camino. Pero Luz Rosales
había desaparecido de Tambo chico y no pudo ser hallada nunca.
Algunos cholos liberales del “Club Progreso” explicaron más tarde al juez de primera
instancia de la provincia que, robada en la noche por los indios, la embalsamaron éstos,
empleando los antiguos secretos del arte, que creemos hoy perdidos. Durante la noche
habían macerado en grandes tinajas el cuerpo de la momia rubia. Pero toda la gente del
valle sabe muy bien que fue venganza de los muertos de la fortaleza. La prueba está en
que desaparecieron las momias de la casa cuando se llevaron a don Santiago al
manicomio, y todavía, en las noches de luna, se las oye chacchar la coca nutritiva de los
abuelos.

. Los ojos de Lina

La idea del egoísmo femenino, la lección de desconfianza que frente a la mujer


debe observar el hombre, proceden de muy atrás y no carecen de apoyo en la
concepción cristiana. Pongámonos de acuerdo, al menos en la versión vulgar del
Paraíso: de Eva y la serpiente; pues es sabido, de otra parte, que el cristianismo
inició la dignificación de la mujer en el plano social. Bástenos, por ahora, coincidir
que estamos en presencia de un tópico; de uno de aquellos temas reelaborados
incesantemente a lo largo de la cultura de occidente. Que éste, además, posee
crédito en la mente popular y rueda de boca en boca, con el gratuito brillo de lo
tradicional, de la verdad recibida y trasmitida, a la que, por paradoja común, nadie
se somete, pues, muy por el contrario, y muy a sabiendas, consentimos en ser
víctimas de la seducción o persuasión femeninas. En el caso de Clemente Palma, no
sería improbable que lo hubiese influido, en algún grado, el tema de la vivacidad e
ingenio, desenvoltura y agudeza de la limeña, tan trabajado por su padre, el
célebre Don Ricardo, en las Tradiciones Peruanas. Y más allá de esta hipótesis
vaga, otra tampoco más precisa: que influyera en él esa actitud crítica y reverente,
burlona y galante, que en el siglo pasado y primeras décadas del actual, se cultivó
en Lima, como tributo a la belleza, picardía e impiedad de la mujer.

La composición del cuento es simple. Obsérvese que un narrador antecede a Jym y


describe brevemente su biografía, al par que traza el escenario con escuetas
noticias. Acto seguido, Jym expone en primera persona su historia y conduce la
atención del lector a Lina, a Christhianía; habla de su amor; de la belleza y hondura
de ese amor, pero asimismo del drama que él encierra, al planteársele como una
disyuntiva. El propio Jym, adelantándose a nuestra ansiedad, admite, que, llegado
un momento, hacía falta resolver el obstáculo. Así las cosas, el incidente ocurrido la
noche en que pide la mano de Lina, su inesperada enfermedad, el retorno al cuarto
en penumbras, el deseo de zanjar el problema en aras de una felicidad duradera y
común, son pasos que nos conducen cautamente, impasiblemente, hasta el clímax
del relato. Llega éste con el obsequio que Lina hace de sus ojos –prisioneros ya en
un estuche– al amado. Aquí cesa, quebrada, la voz vigorosa del marino.
Aparentemente ha concluido la versión de Jym y reaparece la voz del primitivo
narrador, quien, sustituyéndolo, nos reconduce a la escena del grupo de amigos. El
tono narrativo varía: en suspenso, transidos de melancolía y asombro, suponemos
en los asistentes una disposición anímica, análoga a la que se apodera del lector
cuando lee este pasaje.

En contraste con ese clima de respetuoso silencio, en forma repentina, Jym


interrumpe el recogimiento, la adhesión del auditorio a su infeliz experiencia y, en
medio de exclamaciones y carcajadas, se burla de los oyentes; declara que la
historia es inverosímil, imagina cuál hubiera sido el desenlace de tratarse de un
hecho verídico y responsabiliza de la paternidad de la ficción a una botella de
ajenjo.

Se suceden, pues, en el relato, cuatro instantes perfectamente caracterizables: 1)


la presentación inicial; 2) la historia de amor con su clímax tensivo; 3) el retorno al
ambiente del camarote, bajo el influjo de la versión escuchada; 4) la revelación y
ruptura del efecto extraordinario. Creo que no debe desdeñarse el significado que
genera la interacción de estas cuatro estancias, y que debe apreciarse en qué
medida cada una de ellas funciona respecto de las otras, al servicio de una norma
que gobierna el decurso del todo. Esos cuatro cuerpos de la narración
corresponden, primariamente, a otros tantos cambios de actitud en el personaje
expositor y de perspectiva entre autor y lector. Cada estancia de la obra usa de un
tono narrativo que se dirige a la postre al lector y lo requiere para que se adapte al
estado general, al ánimo de la realidad que nos propone el cuentista. Es más,
dichos cambios y las mutaciones de perspectivas entre la verdad, o realidad interna
de la pieza, y la persona que la relata o evoca, producen en quien lee, o escucha el
cuento, el efecto de un diálogo. Diálogo que altera el ángulo visual desde el que se
contempla el suceso y que modifica, consecuentemente, el signo de su percepción
afectiva y emocional.

El teniente Jym de la Armada inglesa era nuestro amigo. Cuando entró en la


Compañía Inglesa de Vapores le veíamos cada mes y pasábamos una o dos noches
con él en alegre francachela. Jym había pasado gran parte de su juventud en
Noruega, y era un insigne bebedor de whisky y ajenjo; bajo la acción de estos
licores le daba por cantar con voz estentórea lindas baladas escandinavas, que
después nos traducía. Una tarde fuimos a despedirnos de él a su camarote, pues al
día siguiente zarpaba el vapor para San Francisco. Jym no podía cantar en su cama
a voz en cuello, como tenía costumbre, por razones de disciplina naval, y
resolvimos pasar la velada refiriéndonos historias y aventuras de nuestra vida,
sazonando las relaciones con sendos sorbos de licor. Serían las dos de la mañana
cuando terminamos los visitantes de Jym nuestras relaciones; sólo Jym faltaba y le
exigimos que hiciera la suya. Jym se arrellanó en su sofá; puso en una mesita
próxima una botella de ajenjo y un aparato para destilar agua; encendió un puro y
comenzó a hablar del modo siguiente:

No voy a referiros una balada ni una leyenda del Norte, como en otras ocasiones;
hoy se trata de una historia verídica, de un episodio de mi vida de novio. Ya sabéis
que, hasta hace dos años, he vivido en Noruega; por mi madre soy noruego, pero
mi padre me hizo súbdito inglés. En Noruega me casé. Mi esposa se llama Axelina o
Lina, como yo la llamo, y cuando tengáis la ventolera de dar un paseo por
Christhianía, id a mi casa, que mi esposa os hará con mucho gusto los honores
(45).

Pasemos al examen de ciertos detalles de estilo. Sugeriría marcar en los párrafos


transcritos, los términos que siguen: Jym, Armada inglesa, Noruega, whisky y
ajenjo, baladas escandinavas, incluidos en las primeras líneas, y observar más
adelante: leyenda del norte: por mi madre soy noruego, pero mi padre me hizo
súbdito inglés; y el nombre de la ciudad de Lina, Christhianía. Si se reflexiona
acerca del sentido de estas palabras, se concluirá que ellas aportan una
connotación de distancia, una atmósfera distinta de la circundante que en cierto
grado trasladan el relato a un ámbito desconocido y dejan en el texto una invitación
al desplazamiento imaginario. Pero releamos ambos parágrafos, deteniéndonos
minuciosamente en los detalles que restan; tropezaremos con otra serie de
conceptos: era nuestro amigo, le veíamos cada mes y pasábamos una o dos noches
con él en alegre francachela; era un insigne bebedor, cantaba baladas
escandinavas, es verdad, pero luego las traducía, incluso San Francisco, opuesto a
Christhianía, resulta más ubicable y concreto. Aquella noche se contaban historias y
aventuras de nuestra vida; ya eran las dos de la mañana, hora de complicidad para
los noctámbulos: nótese el énfasis al decir hoy se trata de una historia verídica, de
un episodio de mi vida de novio; y, finalmente, la reducción del nombre de Axelina
en Lina. Esta nueva serie obedece, si nuestra intuición no extravía, a un propósito
análogo al del primer grupo, pero con un objetivo puntualmente opuesto. Es decir,
la primera serie estimula en la sensibilidad del lector la vocación por lo no común,
por lo extraño; la serie última, al contrario, lo predispone para un ambiente
inmediato, habitual; si la primera lo aleja y seduce su fantasía, la segunda lo
retiene y apela a su experiencia. He aquí pues planteada –quizá– la primera
estructura posible del cuento: un intermitente trajín de lo cotidiano a lo
extraordinario, de lo racional a lo fantástico, de lo frecuente a lo insólito.

Nuevos detalles habrán de confirmarnos en lo que hasta ahora, pese a los indicios
reunidos, no pasa de ser una hipótesis. Téngase en cuenta que en el español del
Perú, (hoy quizá menos que hace 50 ó 100 años), se mantiene con vigor el empleo
tradicional de las formas pronominales; que solemos usar lo y la para sustituir al
llamado acusativo, le para el dativo singular, sin distinción del sexo, les para el
dativo plural, y los y las para el plural del acusativo. La norma peninsular es, en
cambio, le para el acusativo masculino y la para el femenino; le para el dativo
masculino y la para el femenino, con sus respectivos plurales. Pues bien, éste es el
uso que ha escogido Palma: "le veíamos (a Jym) cada mes"; "Me senté junto al
lecho y la hablé apasionadamente"; "me llamó Lina para mostrarme el vestido de
azahares, que le habían traído…"; "y yo con galantería de enamorado, la besaba la
mano". Sin duda el cambio de norma no impide la inteligibilidad; pero, leve como
es, impone sin embargo un reajuste en la perspectiva lingüística del lector.
Obsérvese otro detalle paralelo: "no voy a referiros", "ya sabéis", "cuando tengáis",
"arrancándoos", etc. No hace falta repetir que en la lengua del Perú, la segunda
persona del plural ha desaparecido en la conjugación, reemplazada por ‘ustedes’ y
los sufijos de la tercera persona (ejm.: no voy a contarles, etc.); ¿pero entonces,
cómo deben interpretarse estas preferencias del autor? Cabría pensar que habiendo
aparecido la obra en España, Palma quiso resolver aquellos rasgos divergentes
entre el castellano peninsular y el hispanoamericano; sí, no es ésta una observación
desatendible, pero aun en el caso de que fuera exacta, coincidiría con una
motivación de índole estética que, para nosotros, constituye el factor decisivo.
Recuérdese que en el momento literario en que nuestro autor escribe, se operaba
un cambio de gusto y de arte poética en muchos autores hispanoamericanos,
quienes, en lo básico, se definen por su rechazo a los patrones del llamado
naturalismo y costumbrismo, y en cuyas obras la lengua es expuesta a un celoso
proceso selectivo que la escande artísticamente y la opone al ideal de oralidad
espontánea. Aquellos autores postulaban la identidad de prosa y poesía y fundaban
así su escrupulosa elección de los vocablos y su vocación por los usos foráneos,
que, por infrecuentes en la comunidad, resplandecían con un sabor minoritario,
aristocrático, lo más alejado del aplebeyamiento costumbrista o de la tosca réplica
del naturalismo.

En relación con estos valores habría que mencionar otro aspecto saltante, y que
impresiona al lector apenas iniciada la lectura del cuento:

El teniente Jym / de la Armada inglesa / era nuestro amigo. Cuando entró en la


Compañía Inglesa de Vapores / le veíamos cada mes / y pasábamos / uno o dos
noches con él / en alegre francachela. Jym había pasado / gran parte de su
juventud / en Noruega, / y era un insigne bebedor de whisky y ajenjo; // bajo la
acción de estos licores / le daba por cantar / con voz estentórea / lindas baladas
escandinavas. / que después nos traducía. Una tarde fuimos a despedirnos de él / a
su camarote, / pues al día siguiente / zarpaba el vapor / para San Francisco (45).

Los rasgos de este párrafo son extensibles a todo el texto. Quien lo lea en voz alta
advertirá mejor el ritmo de la prosa, la proporcionalidad de los elementos que
constituyen el período; la secuencia sonora que fluye del equilibrio entre miembros
que demandan velocidad o pausa, en una suerte de curso musical que extiende su
amplitud o realza su brevedad, y que, sin causar monotonía, suscita una impresión
uniforme, de serenidad y dominio menudo, sobre la que se afirma el privilegio de la
narración ágil o la descripción feliz.

Pero he ahí que nuestra curiosidad crítica nos regala con nuevas sorpresas.
Debemos admitir que el discurso de Jym interpola exclamaciones de franco acento
coloquial, verbigracia: "le daba por cantar"; "cantar a voz en cuello"; "me decía yo,
vaya ya están pasando los peces"; "Pero bah! Soy un desordenado"; "Hombres de
Dios"; o expresiones del tipo: "cuando tengáis la ventolera"; "hacer los honores";
"erizarse los cabellos de espanto" que, en general, pertenecen al lenguaje de la
conversación y poseen, por lo mismo, un signo distinto al de los signos
mencionados en el acápite anterior. Tal es el caso, igualmente, de buen número de
tecnicismos –llamémoslos así– a través de los que se manifiesta una aparente
interpretación mecanicista del desarreglo emocional que trastorna al personaje;
ellos son: "sistema nervioso", "estados psíquicos o fisiológicos", "entidades
inmateriales", "esclerótica", "retina", "cerebro", "células", "encéfalo", gama de
voces que proclama su discordancia con un contexto sentimental o poético, o
aparenta reducirlo a una pesquisa pseudocientífica.

Si quisiéramos proponer una explicación del empleo de las normas lingüísticas


divergentes, y el patrón rítmico de la prosa, de un lado, y en el extremo opuesto,
del reguste por las voces y giros de origen coloquial, así como por los tecnicismos,
quizá el conflicto exterior quede resuelto en el cuadro de una nueva antinomia, o
para ser más exactos, de una dicotomía en la que perviven los que identificamos
como primera estructura posible, es decir, lo raro (por fantástico o por no habitual)
frente a lo ordinario (por frecuente, por no poético). La distinta norma en el uso de
los verbos y pronombres, el ritmo de la prosa y su innegable búsqueda de melodía
cooperan a espiritualizar la atmósfera del cuento, a concederle un temple elevado y
excepcional que concierta con su apego por lo extravagante. En cambio, los giros
de naturaleza oral y el recurrir a dichos comunes y tradicionales reintroducen en el
cuento un círculo de cotidianidad, de realidad conocida y próxima, con lo que se
reinstala aquella tensión que percibíamos entre lo extraordinario y lo ordinario, lo
normal y lo extravagante, lo exclusivo y lo popular.

No menos sugestivo será el análisis de las descripciones contenidas en Los ojos de


Lina, las cuales pueden ordenarse según dos tipos muy distintos y claramente
definibles. Unas procuran darnos la representación, mas no del objeto descrito, sino
de las impresiones que éste suscita en el personaje que narra Jym:

Cuando Lina fijaba sus ojos en los míos me desesperaba, me sentía inquieto y con
los nervios crispados, me parecía que alguien me vaciaba una caja de alfileres en el
cerebro y que se esparcían a lo largo de mi espina dorsal; un frío doloroso galopaba
por mis arterias, la epidermis se me erizaba, como sucede a la generalidad de las
personas al salir de un baño helado, y a muchas al tocar una fruta peluda, o al ver
el filo de una navaja, o al rozar con las uñas el terciopelo, o al escuchar el frufrú de
la seda o al mirar una gran profundidad.

Se me ocurría comparar los ojos de Lina al cristal de la claraboya de mi camarote,


por el que veía pasar, al anochecer a los peces azorados con la luz de mi lámpara,
chocando sus estrafalarias cabezas contra el macizo cristal, que, por su espesor y
convexidad, hacía borrosas y deformes sus siluetas. Cada vez que veía esa
parranda de ideas en los ojos de Lina, me decía yo: ¡Vaya! ¡Ya están pasando los
peces! Sólo que éstos atravesaban de un modo misterioso la pupila de mi amada y
formaban su madriguera en las cavernas obscuras de mi encéfalo.

Las otras intentan apresar al objeto en un retrato; enumeran sus caracteres,


detallan sus cualidades y reconstruyen parte a parte la totalidad:

Lina es morena y pálida: sus cabellos undosos se rizaban en la nuca con tan
adorable encanto, que jamás belleza de mujer sedujo tanto como el dorso del
cuello de Lina, al sumergirse en la sedosa negrura de sus cabellos. Los labios de
Lina, casi siempre entreabiertos, por cierta tirantez infantil del labio superior, eran
tan rojos que parecían acostumbrados a comer fresas, a beber sangre o a depositar
la de los intensos rubores; probablemente esto último, pues cuando las mejillas se
Lina se encendían, palidecían aquellos. Bajo esos labios había unos dientes
diminutos tan blancos, que iluminaban la faz de Lina, cuando un rayo de luz jugaba
sobre ellos.

(47)

Los ojos de Lina "eran de un corte perfecto, rasgados y grandes; debajo de ellos
una línea azulada formaba la ojera y parecía como la tenue sombra de sus largas
pestañas".

(47)

Luego Jym añade: "Hasta aquí, como veis, nada hay de raro…", y esta declaración
nos sitúa, nuevamente, en la pista vertebral del análisis. Los trazos de la figura de
Lina, de su cabello, color, dientes, etc., o sea la integridad física de la mujer, son
ejecutados de un modo tal que evocan su presencia, y la recrean con una ansiedad
poética, en la que se traduce el fervor del enamorado; Lina vive en el relato. Las
otras, aquéllas que traducen la reacción afectiva y sensorial de Jym, no se dirigen
al conocimiento; apelan a la imaginación. Ésas dibujan, éstas sugieren; pero con
ambas, o merced a la intervención de ambas, el lector reconstruye una visión,
sombría o iluminada, del rostro o cuerpo descritos, o presiente una imagen en la
que el ver se diluye y complementa con el sentir de las impresiones. Lo conocido y
lo imaginado son, pues, los términos a los que transferimos, en esta oportunidad, el
pleito entre lo ordinario y lo fantástico.

Esta penetración de lo extraordinario en lo ordinario se desenvuelve a lo largo del


cuento y nos transporta hasta un clima heroico, que conmueve al lector al quebrar
la norma común con un gesto excepcional y fijar un nuevo deslinde entre los
predios que configuran la realidad del texto. Pero acto seguido, concluye el
predominio de lo insólito: se acaba la penumbra de la alcoba, termina la oscuridad
cómplice, y, a la luz de la ventana junto a la cual contempla Jym el pequeño
estuche, la lección de la experiencia surge con toda pujanza, después de un breve
lapso de encantamiento, y quiebra el balance tensivo: una carcajada, burlona,
como pesado cascabel, apunta hacia la realidad diaria. Como ya en diversos
pasajes de la obra, la falta de luz (ya sea penumbra, noche, anteojos negros, etc.)
encubre lo verdadero, protege la ficción; mientras que la claridad (ya sea punto de
luz, color, o iluminación) lastima al personaje y triza el misterio:

…éstos eran los ojos de Lina cerrados o entornados; pero una vez abiertos y
lucientes las pupilas, allí de mis angustias. Nadie me quitará de la cabeza que
Mefistófeles tenía su gabinete de trabajo detrás de esas pupilas. Eran ellas de un
color que fluctuaba entre todos los de la gama, y sus más complicadas
combinaciones. A veces me parecían dos grandes esmeraldas, alumbradas por
detrás por luminosos carbunclos. Las fulguraciones verdosas y rojizas que
despedían se erizaban poco a poco y pasaban por mil cambiantes, como las
burbujas de jabón, luego venía un color indefinible, pero uniforme, a cubrirlo todo,
y en medio palpitaba un puntito de luz, de lo más mortificante por los tonos felinos
y diabólicos que tomaba. Los hervores de la sangre de Lina, sus tensiones
nerviosas, sus irritaciones, sus placeres, los alambicamientos y juegos de su
espíritu, se denunciaban por el color que adquiriría ese punto de luz misteriosa.

(47 - 48)

o en el instante decisivo:

- Mírala la luz –me dijo– son piedras preciosas, cuyo brillo conviene apre- ciar
debidamente. (51)

Luz y sombra constituyen en Los ojos de Lina el correlato de la realidad verosímil y


la realidad imaginada o extravagante; en su cambiante oposición se nos muestra
además como el ambiente natural que concierta con el comportamiento humano y
la celada demoníaca, y en cuyo dominio se instituye la disyuntiva que frustra la
esperanza del amante, en tanto se perfila el sentimiento de adhesión y rechazo,
pues, según escuchamos, "Lina tenía los ojos más extrañamente endiablados del
mundo". "Y lo peor es que yo adoraba a Lina con exasperación, con locura, a pesar
del efecto desastroso que me hacían sus ojos", los que "una vez abiertos y
lucientes las pupilas, allí de mis angustias. Nadie me quitará de la cabeza –sigue
Jym– que Mefistófeles tenía su gabinete de trabajo detrás de esas pupilas"; "sentí
que me arrancaban el alma para triturarla y carbonizarla entre dos chispazos de
esas miradas de Luzbel". A nadie más, sino a Jym, torturan los ojos de Lina, y a
nadie sino a él se manifiestan en su poder satánico, corrosivo, para dejarlo
"ardiendo de amor y de ira" a causa de sus "tonos felinos y diabólicos". Hay pues
un designio personal, irrevocable, que agudiza el infortunio de Jym y se le impone
como una revelación, incoercible, sobre la que crece lentamente un misterioso
acento trágico. Éste se nos descubre en la reiterada confesión del amor que Jym
profesa a Lina y de manera especialísima cuando confía: "Lo más curioso es que yo,
que odiaba sus hermosos ojos, era por ellos que la quería". Pero una confidencia tal
es algo más, mucho más, que la ratificación de un sentimiento. Es por cierto, la
clave el desasosiego del hombre e inspira el sacrificio de Lina, pero también es el
gozne que articula los dos horizontes de la realidad y estructuras literarias. En ese
dualismo fatal, en su ciega atracción y repulsa vigorosa, en su institución y
aniquilamiento simultáneos, se nos da ahora, transfigurado, el esquema disyuntivo
de realidad y fantasía. Por eso, como un cristal sometido al análisis químico,
repentinamente el brillo mágico se apaga cuando Jym renuncia a mantener la
ecuación necesaria entre los elementos primarios que han configurado el cuento, y
se apoya en el exclusivo mandato del raciocinio. Entonces, casi en rebeldía ante la
crudeza de la "verdad ordinaria", el lector (e igualmente los amigos de charla),
posa la mirada en la botellita de ajenjo que "parecía una solución concentrada de
esmeraldas", y, por virtud de la imagen –que sustituyéndose tiende otro puente
hacia lo imaginario–, mitiga el desencanto y evoca aquella norma dual que, no
obstante su íntimo conflicto, le permitió avistar la penumbra y la diafanidad de una
invención, resarciéndolo así de su empobrecida jornada en el mundo ordinario.

II. Mi corbata

Abre el cuento una estancia en la que Beingolea ha querido reunir los elementos
primordiales en la configuración de la obra; ahí encontramos a Marta; el narrador
que nos confiará su biografía; la célebre corbata, y la caja de jabón Windsor. En
torno de ellos discerniremos otros datos, menudos, que valen para caracterizar a
los personajes: Marta, "provincianita"; Idiáquez, "seductor con aplomo y modales
de limeño"; la corbata, fabricada de un retazo de seda rosa, "oriundo quizá de
algún vestido en receso", con florecillas azules bordadas con puntos gordos e
ingenuos; y la caja de jabón, "¡que olía muy bien!". La lectura mostrará que este
párrafo comprime el desarrollo virtual de la pieza, y que son éstas las figuras que
Beingolea desplazará libremente antes de plantearlas con nuevo mensaje en el
remate del texto.

El relato propiamente dicho empieza al evocar el narrador un pasado remoto, el de


su juventud, y podría subdividirse en tres porciones: a) el periodo anterior a la
fiesta, b) los incidentes ocurridos en ésta, y c) las decisiones que asume el
personaje después de su aventura en casa de las Bocardo.

Varios son los rasgos de estilo que tejen la unidad de este período. El primero
proviene de la identidad del tiempo verbal, de ser presentación en pretérito, como
un ciclo perfecto que es revivido solamente en virtud de la memoria. En su ojeada
retrospectiva, el narrador se identifica y retrata sin omitir ni soslayar caracteres:
"Yo por aquel tiempo –dice– era un pobrete que me comía los codos y andaba de
Ceca en Meca, galopando tras de un empleo en alguna oficina del Estado". Nos
confía además que un sueldo de cincuenta soles habría colmado sus expectativas,
ya que el amor de Marta, "la dulce serranita", alentaba su confianza en el porvenir
y la felicidad; que ella, Marta, tenía "bonito pelo, ojos tiernos, y tocaba en el piano
‘Al pie del Misti’ con bastante sentimiento"; y que, ni la poca fe de él ni los rivales
que asediaban a Marta, "los horteras endomingados que le hacían la rueda,
mientras le vendían media vara de surah o un corte de indiana", amenazaban la
solidez del idilio, si bien tornaban urgente la necesidad del empleo.

En esta enumeración, breve y por fuerza incompleta, se aprecia el surgimiento de


un ánimo crítico –benevolente, pero crítico– que enjuicia con trabajada ironía la
pobreza económica, la estrechez de ambiciones, y el precario modelo estético y
social. En compensación, el desenfado del limeño y el ningún disimulo con que
expone su estado e intenciones, adosan a la sencillez de los valores implicados, un
optimismo que se justifica por el auténtico anhelo de felicidad.

Esta suerte de soltura para colocarse a sí mismo como objeto de inspección crítica,
y para representar sin pudor los trances ridículos en los que el destino lo embroma,
se convierte en la corriente más vigorosa en el relato del personaje: la inexplicable
invitación se le ocurre un recado celestial, a causa de su crónico y obligado ayuno;
la invitante, una gran personalidad, emparentada con alguna "lumbrera del foro
peruano", y que, como tal, podría disponer de muchos empleos de cincuenta soles.
Alborozado con la perspectiva que le ofrece la tarjeta, Idiáquez invita al lector a
contemplar el delicioso proceso de su arreglo, a imaginar la residencia de las
Bocardo y a disfrutar, más tarde, de su infeliz participación en la fiesta.
Escuchemos:

Me emperejilé lo mejor que pude, con un chaquet de diagonal ribeteado con


trencilla, unos pantalones de esa tela a cuadritos que parece un trazado para jugar
al "León y las ovejas"; un chaleco despampanante, escotado hasta el ombligo,
dejando al descubierto la dudosa pechera de mi única camisa formal, donde
figuraba un grueso botón de doublé y un sombrero hongo de copa no más alta que
una cáscara de nuez, de esos que puso de moda en Lima el ya olvidado actor
Perrín. Y en medio de todo esto, resplandeciente como un astro de primera
magnitud, mi famosa corbata. Famosa sí. ¡Voto al chápiro!

La casa de Aumente número 341, era un majestuoso prodigio de simetría.


Constaba de dos ventanas de reja, una a cada lado de la puerta; dos balcones, uno
sobre cada ventana. Adentro, dos departamentos, uno a cada lado del zaguán. En
el fondo una mampara de vidrieras con una ventana a cada lado. Todo allí parecía
en equilibrio, repartido a ambos lados de alguna cosa, como hecho exprofeso para
demostrar la ley de compensaciones. Entré. Alguien tocaba un vals al piano cuyos
fragmentos se escuchaban entre un sordo murmullo. Dejé mi sombrero en una
salita y penetré en el salón. Multitud de parejas bailaban atropellándose. Grupos
animados conversaban en los rincones, en el hueco de las ventanas; algunos
jóvenes se paseaban solos, con las manos entre los bolsillos. Vi, asimismo, niñas a
quienes nadie sacaba a danzar, bien por negligencia o ignorancia del baile. Yo
hubiera querido ponerme a órdenes de la dueña de casa, como se estila en
semejantes ocasiones, pero, la verdad, sentí embarazo. No me atreví preguntar
dónde se la podía encontrar. Una linda morena vestida color malva, sentada en el
extremo de un sofá, me cautivó desde el primer instante. Resolví bailar con ella.
Cuando se lo propuse, pareció sorprendida y me miró de arriba a abajo. Sin
embargo, me dijo con amabilidad exquisita:

"Tengo ya compromiso, caballero".

Yo me senté a su lado, sin saber qué decirla al pronto. Me concreté a olerla. Y qué
bien olía, ¡Voto al chápiro! ¡Qué pobre me pareció Marta con su jabón de Windsor!
Ésta, en cambio, embriagaba. De su seno elevado y palpitante se escapaban
oleadas que me desvanecían. Indudablemente la dicha debería oler a eso.
Empezaba a dirigirla la palabra, cuando un joven se acercó, la dio el brazo y
desapareció dejándome lelo. Entonces me juzgué en la obligación de sacar a una
esbelta rubia que mordía nerviosamente el extremo de su abanico. Miróme de hito
en hito y me dijo secamente: "estoy cansada". Luego creí oportuno dirigirme a otra
señorita, la cual me dijo con marcado desdén, lo mismo. Volví a la carga con otra
que también me despachó fulminándome con una mirada despreciativa. Recorrí las
restantes, a las que acababan de bailar y a las que no habían bailado aún y todas
me petrificaban con aquel terrible y descortés "estoy cansada". ¡Y lo mejor es que
salían con el primero que se les presentaba! Empecé a amoscarme. Me pareció
notar que algo chocarrero, existente en mí, hacíame acreedor al desprecio.
Entonces sin saber qué partido tomar, rogué a un joven que discurría por allí y que
me infundió confianza (hay rostros así, que infunden confianza), que me explicara
el caso. Miróme con impertinencia y me dijo: "tiene usted una corbata imposible.
¡Lo mejor que puede usted hacer es largarse, joven!", ¡Corbata imposible! Y me fijé
en la de él. En efecto, era una hermosa corbata color de vino, hecha de mano
maestra, atravesada por un alfiler de oro.

Salí avergonzado, sin despedirme (42 - 44).

En cada una de estas tres instancias, la textura de la escena depende de un


específico valor situacional; en cada caso, la posición de Idiáquez, rescatada
merced a su testimonio, insufla el sentido de creciente ridículo que avanza a lo
grotesco y fundamenta el éxito del humor de Beingolea. Pero este efecto
concertado, recuérdese, surge como una consecuencia del ejercicio visual al que se
convocó al lector, y de los innumerables detalles que el autor ha dispuesto
pródigamente, a fin de que ése los recoja y ordene en una doble casilla que alinee
las ilusiones y los desengaños que sobrecogen al embarazado personaje.

La parcela tercera del cuerpo central transcribe el enojo de Idiáquez con doña
Grimanesa de Bocardo, "grandísima tía", y su rechazo a "la muy serrana" de Marta,
así como su desprecio por la estrafalaria corbata. Pero si antes de asistir al té,
Idiáquez concebía la felicidad como una conjunción del cariño de Marta y el empleo
público, y suponía que se cree en Dios a partir de cincuenta soles de sueldo,
después de aquella tarde comprendió que había algo "mejor que empleos de
cincuenta soles" y descubrió un mundo opulento, atractivo, que repugnaba de la
miseria y el mal gusto provinciano, y al cual él se decide a penetrar en el más
breve plazo. Aquello significa, en el plano ético, la resonancia de la ruptura en el
nivel sentimental.

Para ejecutar su propósito, ingresan en acción el mejor sastre de Lima, la


propietaria del albergue, el retrato de un coronel fallecido (marido de la dueña de
casa), y los imprescindibles ternos y corbatas. Vemos pasear a Idiáquez por la calle
de Mercaderes, elegantísimo, mundano, transformado; asistimos a su encuentro
con la bella morena que lo desairó en casa de las Bocardo, pero que ahora le
coquetea y se le rinde; y, en pocas líneas, nos enteramos de su cambio de estado
civil, social y financiero. Entretanto, la construcción estilística añade al repertorio de
situaciones y detalles, y al arte de visualizarlos, un elemento dinámico, de
representación del movimiento –enérgico, incisivo, vehemente– y confiere al
perfume un valor significativo, que lo incluye en el código con el que, nuestro
personaje, confía descifrar el secreto de la bonanza y la felicidad.
Cuando cesa el pretérito en la narración y aparece el presente: "Hoy soy padre de
una numerosa familia…" (47) hemos llegado al epílogo del cuento. Leemos la
confidencia de un hombre maduro, curtido en el negocio de vivir una ilusión y
descubrirse defraudado; desatendido por la mujer y los hijos, dependiente de la
fortuna y del estatus que simboliza la corbata elegante, y aunque libre de apremios
económicos, infeliz. Entonces evoca a su "arequipeñita", extrae la vieja corbata
rosada de su gaveta y aspira, recordándola, el débil olor del jabón. La última línea
opera como un lazo que anuda, con inútil gracia, el final con el principio:
"Decididamente la verdadera dicha debe oler a jabón de Windsor", y la fragancia de
ese aroma instala en la corbata un nuevo símbolo, el de lo auténtico y la felicidad
desperdiciada.

La impresión más poderosa y constante que nos suscita el cuento es la de asistir a


un continuo ejercicio de lo ridículo, de escenas y circunstancias en las que el
desaire o lo cursi predominan. Entendemos que este sacar a luz la desproporción de
los elementos o las acciones, sea de personas, ideas o expectativas, invita a la
sonrisa benevolente, sin herir en hondura la caracterización humana del personaje,
ni siquiera en los párrafos que culminan con una imagen grotesca. ¿Cómo consigue
el autor este efecto? ¿Cómo una vez logrado, lo controla? La historia novelada, tal
como aparece en las instancias más saltantes que hemos anotado, es coherente y
podría incluso ser verídica; pero si atendemos a la exposición de los hechos,
habremos de descubrir la sagacidad de Beingolea para insertarlos en un contexto
especial. Son las situaciones, pues, las que motivan esa persistente aureola de
mordacidad que apuntala el sarcasmo con que se juzga el mundo material, ideal y
simbólico del cuento. Las situaciones que, trasladadas al lenguaje, se apoyan en
matices inherentes a la palabras: así la correlación entre lo enunciado y lo
psicológicamente esperable, entre lo ejecutado y lo socialmente establecido. Al
quebrantarse el equilibrio (entre lo dicho y lo que se presume debe ser la
consecuencia; entre lo hecho y lo que suele hacerse), al fracturarse la ecuación,
aflora un tipo de incongruencia social o lingüística que alerta al lector acerca de ese
producto inesperado (aunque ni original ni exclusivo), pero que al advenir en el
circuito ‘novedoso’ del cuento, resulta imbuido de una expresividad agresiva,
violentísima. Ese activo ingrediente fluye, por arte del autor, en la pequeña
ridiculez de la frase, del vocablo elegido por su disonancia, del detalle cursi o cínico,
de la disgregación formal de las ideas, valores y expresiones con que tropieza
nuestra diaria hipocresía.

Volvamos a releer los primeros párrafos y advertiremos un descaro chulesco en el


joven criollo, en su alardeado desplante de "limeño", que coincide con la
descripción de la corbata, fabricada con un disminuido retazo: "oriundo quizá de
algún vestido en receso", sobre el cual la donante había bordado "con puntadas
gordas e ingenuas multitud de florecillas azules, que no pudo reconocer si eran
miosotis". Un vestido antiguo, un retazo, la proliferación de las flores, la
imperfección de las puntadas, el defecto en el dibujo, si son detalles para describir
la corbata obsequiada por la amante, resultan, por cierto, como mirar la escena
teatral desde atrás de las bambalinas y tomar demasiada conciencia de la falsedad
de los castillos o el lago de la escenografía. Insisto en que se vea que los trazos del
bordado son deficientes, y que esta calificación basta para caracterizar a la autora,
tanto como el que las flores hubiesen sido dibujadas de una manera que impedía
reconocer a Idiáquez si era miosotis. ¿Y cuáles son las miosotis? Comúnmente
solemos llamarlas, escúchese: "no me olvides", y su dibujo abunda en el álbum de
las quinceañeras lo mismo que en las coplas sencillas que acompañan a los
bombones semifinos; término y figura que habiendo pertenecido alguna vez al
lenguaje cortesano, revelan hoy extracción popular y gusto apenas cultivado. De
modo que el traje en receso, las puntadas gordas e ingenuas, la dificultad para
reconocer los "no me olvides", su apretujamiento en el dibujo, el origen provinciano
de Marta, etc. contribuyen a tipificar la circunstancia encarada por el aplomo y
modales mundanos del personaje masculino. Su conquista no puede haber sido,
según este testimonio, una faena difícil; pero vano y presumido como se presenta
nuestro héroe, ¿por qué la cuenta? ¿No se trata acaso de una de aquellas aventuras
que, ya antes de nacer están condenadas a la clandestinidad? No, sin duda; existe
una más honda, más oculta ligazón entre esas actitudes y el decurso general del
texto. Sobre ellas se organiza la condición primordial: la situación, como la suerte,
está ya echada. Toda ella ha de caber, como la corbata de Marta, en una caja de
jabón, que cifrada en el lenguaje amatorio habrá de mantener la intensidad de su
fragancia. De esta primera situación, parecería desprenderse que el aroma de la
caja fuera lo único valioso para el personaje. Que el amor de Marta, su candor
provinciano, su lealtad conocida, descienden a un plano inferior, o que lo
accidental, lo involuntario, se imponen sobre lo sustantivo, sobre lo deseado y
deseable.

Los mecanismos que confieren su efecto incisivo a las situaciones obedecen a una
sola norma, aunque organizan sus elementos de muy diverso modo. En cada
ocasión, el objetivo consiste en traducir con ingenuidad natural esa atmósfera
incómoda en que se instala la figura del ridículo; pero véase cuánto más eficaz
resulta éste en la confidencia de la propia víctima, nótese cómo de un lado se
exaltan así las aristas de la burla y como de otro se atenúa con la ironía la crueldad
de la intención, liberando al actor de su embarazo, y desdoblándolo en el juego
múltiple de sujeto crítico y objeto reservado:

Yo por aquel tiempo era un pobrete que me comía los codos y andaba de Ceca en
Meca, galopando tras de un empleo en alguna oficina pública del Estado. Ser
amanuense era entonces mi mayor ambición. Cincuenta soles de sueldo eran para
mí, inestimable tesoro, que sólo muy pocos mortales podían poseer. ¡Oh cincuenta
soles de sueldo!

(41)

Con mayor nitidez aún resalta el procedimiento en la experiencia de la fiesta:

Yo me senté a su lado, sin saber qué decirla al pronto. Me concreté a olerla. Y qué
bien olía, ¡Voto al chápiro! ¡Qué pobre me pareció Marta con su jabón de Windsor!
Ésta, en cambio, embriagaba. De su seno elevado y palpitante se escapaban
oleadas que me desvanecían. Indudablemente la dicha debería oler a eso.
Empezaba a dirigirla la palabra, cuando un joven se acercó, la dio el brazo y
desapareció dejándome lelo. Entonces me juzgué en la obligación de sacar a una
esbelta rubia… Miróme de hito en hito y me dijo secamente: estoy cansada. Luego
creí oportuno… Volví a la carga… Recorrí las restantes… Y lo mejor es que salían con
el primero que se las presentaba.

(43-44)

Pasaje cuyo efecto se actualiza a través del tono del relato, de la impertinencia del
personaje relievado con las alusiones ya cortesanas y deportivas y la confesión del
fracaso personal. En otros momentos, lo ridículo asciende por gestión del cinismo
que luce el actor, verbigracia, cuando declara: "Por lo pronto, era menester vivir
elegante y usar corbatas atravesadas por un alfiler de oro" y añade "haciendo
acopio de todo el aplomo que me quedaba, me lancé donde el mejor sastre de
Lima…" (45); o cuando desencantado de su éxito explicó: "Mi mujer no contenta
con hacerme rico, ha querido hacerme célebre: gracias a ella he sido diputado,
senador y… lo demás. Todo sin más esfuerzo que un cambio de corbata" (47). La
construcción más frecuente, no obstante, es aquella que torna contiguos valores
disociados: "¡Con esa suma asegurada hubiera yo doblado el cabo de la felicidad!";
"Con ella y mis cincuenta soles hubiera sido feliz"; "Sólo se cree en Dios a partir de
cincuenta soles de sueldo"; o cuando en instantáneo desliz abandona cierta
insinuación picaresca: "La despatarré con una docena de corbatas hábilmente
combinadas. La pedí en matrimonio y a los cuatro meses me casaba con ella
entrando en posesión de una fortuna respetable"; o por fin, cuando aprovecha
simbólicamente la sustitución de elementos: "Hoy soy padre de una numerosa
familia que da bailes a los que concurren las mejores corbatas de Lima". Sin
embargo, debemos insistir en la atmósfera de benigna tolerancia con que el autor
nos predispone para juzgar a su criatura, en la falta de encono o resentimiento de
sus remembranzas y protestas; pues bien, intentemos averiguar el surtidor que
causa esa sensación tan pareja en el curso del relato; quizá ella provenga del tono
sentimental, (a veces risueñamente sentimental, por lo recargado), que tachona la
narración; por ejemplo, desde los diminutivos: provincianita, pobrete, florecillas, mi
arequipeñita; o desde la pretendida espontaneidad de los raptos exclamativos:
"¡Voto al chápiro!" "¡Una corbata que no servía ni para ahorcarse!", "Lo que es yo…
¡Que si quieres!" Pero además, así como el personaje se ubica bajo el lente que
destaca su ridículo porte, así también, no lo callemos, ha desplegado una
jactanciosa leyenda en torno de sus relaciones con Marta: "Sólo yo era el
preferido", "la dulce serranita me amaba", "muchos pretendientes había
despachado por mi causa" pues era "distinto a los jóvenes de su tierra", es decir,
que este elogio del seductor limeño a costa de la provincianita sencilla, compensa la
erosión que produce la ironía y nos brinda, junto con la imagen ulterior del cazador
de fortunas, un cuadro, equilibrado, del favor y disfavor con que la suerte y las
mujeres trataron a Idiáquez, condicionando la burla con la pedantería, el desplante
con el desaire, el fracaso con el suceso, que, por fluir del recuerdo se enhebran en
la evocación melancólica, en la añoranza sentimental de la última confesión, que
habrá de reordenar la secuencia del cuento.

Atisbar los pormenores desde los que fermenta el impacto del ridículo y descubrir el
halo de afectividad que aminora su sarcasmo, es la tarea esencial que Beingolea ha
planteado al lector de Mi corbata. Para acceder hasta el meollo de la composición,
dos son las vías que conducen a través del cuidadoso desorden de imágenes y
emociones que asedian al actor: la visualización del arte con que se han edificado
los ambientes, el sentido dinámico que trasunta la inescrupulosa ansiedad del
personaje. Si retornamos a aquellos párrafos que dibujaban la indumentaria usada
por Idiáquez para concurrir al té, así como su cándida satisfacción al suponerse
modelo de elegancia, percibiremos un disloque de líneas que grafican el desacuerdo
entre lo supuesto y su efectiva apariencia: "… Un chaquet de diagonal ribeteado con
trencilla, unos pantalones de esa tela a cuadritos que parece un trazado para jugar
al ‘León y las ovejas’; un chaleco despampanante, escotado hasta el ombligo…" La
ironía se aguza, perfilándose conforme avanza la acumulación de los detalles y se
nos revela la ponderación inversa que conquista la imagen visual. Algo semejante
acontece con el cuadro de la casa de las Bocardo: "La casa de Aumente 341, era un
majestuoso prodigio de simetría. Constaba de dos ventanas de reja, una a cada
lado de la puerta, dos balcones, uno sobre cada ventana. Adentro, dos
departamentos uno a cada lado del zaguán. En el fondo una mampara de vidrieras
con una ventana a cada lado. Todo allí parecía en equilibrio, repartido a ambos
lados de alguna cosa, como hecho exprofeso para demostrar la ley de
compensaciones. "Al aproximarse Idiáquez a la casa se produce el primer estado de
contigüedad entre elementos disociados; se propicia la ruptura de esa ley de
compensaciones, que en el relato adquiere expresión geométrica, y por la que los
trazos subrayan la coincidencia y disidencia que delínea el sentimiento de
desubicación y subsecuente ridículo. Escúchese la pausa del narrador, luego dice:
"Entré", y luego nueva pausa. A partir de ese instante empieza a crecer
lentamente, tenuemente, una noción de movimiento, rítmico al comienzo y agitado
después: "Yo me senté a su lado…", "Empezaba a dirigirla la palabra, … y
desapareció", "… me juzgué en la obligación de sacar una esbelta rubia…", "… creí
oportuno dirigirme a otra señorita…", "Volví a la carga con otra que también me
despachó…", "Recorrí las restantes…", "Y lo mejor es que salían con el primero…",
"rogué a un joven que discurría…", "Salí avergonzado…"; el predominio y vigor del
aspecto verbal es notable; el énfasis del relato incide en el instante de iniciación de
los actos, que, al frustrarse, denotan el clima de desconcierto y sarcasmo. Ya en la
calle, la convicción del ridículo que lastima al personaje nos llega con la impotencia
reprimida en los infinitivos: aporrear, abofetear, pisotear a alguien; y cuando
Idiáquez decide emprender la conquista de ese mundo fragante y vistoso, los
verbos nos alcanzan nuevamente la imagen dinámica que acompaña su ascenso
veloz y su mundana estrategia: "me lancé donde el mejor sastre de Lima", "Apenas
lo vi torcer la esquina me colé a la casa…", "Corrí a mi tugurio, lo dejé sobre mi
camastro y volví donde mi patrona desolado…", "Pero prefiero mostrarme en
Mercaderes…". Vale decir que el dinamismo que señalamos no es sólo un factor
denotativo en el texto de Beingolea, no; con él se expresa la secuencia psicológica,
el salto de normas y valores, y se perfecciona la técnica situacional engarzando las
escenas en una perspectiva óptica que se disloca (externa e internamente) con un
ritmo instituido dentro de la escena, por la ansiedad del personaje.

En este ejercicio visual a que nos ha sometido la técnica de Beingolea, hemos ido
deteniéndonos en los detalles menudos que se aglutinaban en torno de las
situaciones o del desplazamiento del personaje entre ellas; pero circunstancias,
personas, efectos, anhelos, etc., se han definido por virtud de innumerables
detalles minúsculos. De esta manera, aquellos aspectos que habitualmente dejamos
de advertir, que los presuponemos sin atender a su presencia, se han revelado y
descubierto un peso significativo que no sospechábamos. Fue también en este
crucero donde ocurrió el desconcierto de nuestro personaje: los detalles
sustituyeron al todo y la apariencia se confundió con la esencia. Así la corbata
deviene símbolo de miseria o abundancia (¡o camino a la abundancia!), y la
felicidad se anticipa a través del olor del perfume de una morena hermosa.

La confusión entre lo adjetivo y lo esencial, entre el parecer y el ser, desordena las


situaciones y las reemplaza por una alucinación: la frivolidad de las corbatas y la
felicidad que ellas alcanzan; así Marta y su regalo se alejan cada vez más y acaban
diluyéndose en la escena. Pero la experiencia, el presente, desempolva los
genuinos e imperceptibles lindes de la realidad, y el símbolo esperanzado y
optimista que es la corbata se trueca en expresión de un destino frívolo y vacío,
mientras el olor del perfume cede el privilegio de anunciar la dicha al higiénico
aroma del jabón Windsor.

De la estructura goznada entre lo aparente y lo esencial, trasciende el recado ético


del cuento que concierta con su amena ironía y se resuelve en un planteamiento de
autenticidad; y ésta se instituye como premisa del ser uno mismo en el infortunio o
en la dicha. Pero la lección, como suele ocurrir en las bellas ficciones, nos subyuga
–sin que lo adivinemos– al reconciliarnos con Marta, su modesta corbata y el
desvaído aroma del jabón.

III. El alfiler

El cuento despliega una atmósfera que se nos antoja distinta de la que usualmente
conocemos, y que nos atrapa por ciertos rasgos indefinibles, que, más que
enlazados a la apariencia material de la representación del ambiente, se inscriben
en un propósito de recreación del espíritu de una época, configurando así una
instancia que difiere y evita el presente, y asciende hasta un período remoto en
busca de un paradigma de vida familiar y valores éticos, exaltado por el prestigio
de la antigüedad:

La bestia cayó de bruces, agonizante, rezumando sudor y sangre, mientras el


jinete, en un santiamén, saltaba a tierra al pie de la escalera monumental de la
hacienda de Ticabamba. Por el obeso balcón de cedro asomó la cabeza fosca del
hacendado, don Timoteo Mondaraz, interpelando al recién venido que temblaba.

Era burlona la voz de sochantre del viejo tremendo: -¿Qué te pasa Borradito? Te
están repiqueteando las choquezuelas… ¡Si no nos comemos aquí a la gente! Habla
no más.

El Borradito, llamado así en el valle por el rostro picado de viruelas, asía con
desesperada mano el sombrero de jipijapa y quiso explicar tantas cosas a la vez –la
desgracia súbita, su galope nocturno de veinte leguas, la orden de llegar en pocas
horas aunque reventara la bestia en el camino– que enmudeció por un minuto. De
repente, sin respirar, exhaló su ingenua retahíla:

Pues, le diré a mi amito que me dijo el niño Conrado que le dijera que anoche
mismito agarró y se murió la niña Grimanesa.
Si don Timoteo no sacó el revólver, como siempre que se hallaba conmovido, fue,
sin duda, por mandato de la Providencia; pero estrujó el brazo del criado,
queriéndole extirpar mil detalles.

- ¿Anoche?… ¿Está muerta?… ¿Grimanesa?…

Algo advirtió quizá en las obscuras explicaciones del borradito, pues sin decir
palabra, rogando que no despertaran a su hija, "la niña Ana María", bajó él mismo
a ensillar su mejor "caballo de paso". Momentos después galopaba a la hacienda de
su yerno, Conrado Basadre, que el año último casara con Grimanesa, la linda y
pálida amazona, el mejor partido de todo el valle. Fueron aquellos desposorios una
fiesta sin par, con sus fuegos de bengala, sus indias danzantes de camisón morado,
sus indias, que todavía lloran la muerte de los incas, ocurrida en siglos remotos,
pero reviviscente en la endecha de la raza humillada, como los cantos de Sión en la
terquedad sublime de la Biblia. Luego, por los mejores caminos de sementera,
había divagado la procesión de santos antiquísimos, que ostentaban en el ruedo de
velludo carmesí cabezas disecadas de salvajes. Y el matrimonio tan feliz de una
linda moza con el simpático y arrogante Conrado Basadre terminaba así… ¡Badajo!
(81-82).

Podría postularse que el ambiente que concibe el autor es, en primer término, de
orden psicológico-cultural, y que sobre el centro de esa construcción gravita la
conducta patriarcalista de don Timoteo: "viejo tremendo", de cabeza fosca y voz
sochantre.

Sólo después, un tanto en el fondo, se insinúa el perfil arquitectónico de la


hacienda: escalera monumental, obeso balcón de cedro y la lista de indicaciones
concurrentes y a veces sólo decorativas, que bosquejan las costumbres lugareñas
en fugaz apunte: indumentaria, formas de tratamiento, celebración del matrimonio,
festejos religiosos, en fin, un mundo colonial, cuya jerarquía se instala sobre un
régimen de temido autoritarismo y suntuosa opulencia provinciana.

Ambos estratos se combinan en el discurso cuentístico, el que, por instantes,


alcanza un nivel de idealización espiritual y, otras veces, se engolfa en el diseño
miniado de signos que confinan las formas físicas:

Hincando las espuelas nazarenas, don Timoteo pensaba, aterrado, en aquel festejo
trágico. Quería llegar en cuatro horas a Sincavilca, el antiguo feudo de los Basadre.
En la tarde, ya vencida, se escuchó otro galope resonante y premioso, sobre los
cantos rodados de la montaña. Por prudencia, el anciano disparó al aire, gritando:

- ¿Quién vive?

Refrenó su carrera el jinete próximo, y, con voz que disimulaba mal su angustia,
gritó a su vez:

- ¡Amigo! Soy yo, ¿no me conoce?, el administrador de Sincavilca. Voy a buscar al


cura para el entierro.

Estaba tan turbado el hacendado, que no preguntó por qué corría tanta prisa en
llamar al cura si Grimanesa estaba muerta, y por qué razón no se hallaba en la
hacienda el capellán. Dijo adiós con la mano, y estimuló a su cabalgadura, que
arrancó a galopar con el flanco lleno de sangre.

Desde el inmenso portalón que clausuraba el patio de la hacienda, aquel silencio


acongojaba. Hasta los perros, enmudecidos, olfateaban la muerte. En la casa
colonial, las grandes puertas claveteadas de plata ostentaban ya crespones en
forma de cruz. Don Timoteo atravesó los grandes salones desiertos, sin quitarse las
espuelas nazarenas, hasta llegar a la alcoba de la muerta, en donde sollozaba
Conrado Basadre. Con voz empañada por el llanto, rogó el viejo a su yerno, que lo
dejara solo un momento. Y cuando hubo cerrado la puerta con sus manos, rugió su
dolor durante horas, insultando a los santos, llamando a Grimanesa por su nombre,
besando la mano inanimada, que volvía a caer sobre las sábanas, entre jazmines
del Cabo y alhelíes. Seria y ceñuda por primera vez, reposaba Grimanesa como una
santa, con las trenzas ocultas en la corneta de las carmelitas y el lindo talle
prisionero en el hábito, según la costumbre religiosa del valle, para santificar a las
lindas muertas. Sobre su pecho colocaron un bárbaro crucifijo de plata que había
servido a un abuelo suyo para trucidar rebeldes en una antigua sublevación de
indios.

Al besar don Timoteo la santa imagen quedó entreabierto el hábito de la muerta, y


algo advirtió, aterrado, pues se le secaron las lágrimas de repente y se alejó del
cadáver como enloquecido, con repulsión extraña. Entonces miró a todos lados,
escondió un objeto en el poncho y, sin despedirse de nadie, volvió a montar,
regresando a Ticabamba, en la noche cerrada.

Durante siete meses nadie fue de una hacienda a otra ni pudo explicarse este
silencio. ¡Ni siquiera habían asistido al entierro! Don Timoteo vivía enclaustrado en
su alcoba, olorosa a estoraque, sin hablar días enteros, sordo a las súplicas de Ana
María, tan hermosa como su hermana Grimanesa, que vivía adorando y temiendo a
su padre terco. Nunca pudo saber la causa del extraño desvío ni por qué no venía
Conrado Basadre. (82-84).

La ternura y la rudeza se conjugan en los personajes de El Alfiler en sobrio


desquite, ya sea en el intrincado mundo anímico de don Timoteo, en la diferencia
de personalidad que existe entre él y sus hijas, o en la callada amargura que
lastima a Conrado Basadre; pero la versión que rebalsa de las áreas individuales y
envuelve el curso entero de la narración, ésa es más bien de una fuerza brutal, que
se impone ciegamente sobre el sentimiento; que no obedece sino al implacable
absoluto de un principio feudal, y que, en su rigor, concilia la virtud con la barbarie,
y funda la honra en la vigencia de un código arcaico.

El aura espiritualista que connota la adhesión sin reserva a los ideales caballerescos
de dignidad y honor masculinos, y la actitud pagano-cristiana en el rito y empleo
formal de símbolos culturales o idiomáticos (por ejemplo, "crespones en forma de
cruz", "Don Timoteo vivía enclaustrado"), entretejen en la prosa de García Calderón
una gama de figuras que descienden de un módulo de pecado y virtud, de violencia
y afecto; e insuflan así, con este factor, la impronta de mayor rango en la
caracterización de la obra, al traducirse en la imagen plástica que incrusta la
percepción sensorial, su gozoso deleite, entre el esfuminado aliento de idealidad y
la blasfema soberbia: "… besando la mano inanimada, que volvía a caer sobre las
sábanas, entre jazmines del Cabo y alhelíes. Seria y ceñuda por primera vez,
reposaba Grimanesa, como una santa, con las trenzas ocultas en la corneta de las
carmelitas y el lindo talle prisionero en el hábito, según costumbres religiosas del
valle, para santificar a las lindas muertas". Fundidos en el fuego de inadmisibles
alianzas, al eco de remotos prestigios: lo temporal, religioso y costumbrista,
acuñan el plasticismo que enmarca el escorzo del cuento.

Desde el punto de vista de la técnica narrativa, El alfiler ha sido compuesto sobre


un molde sencillo, en el que la secuencia de las acciones conduce linealmente hacia
el efecto final. Los actos, sin embargo, se distribuyen en un contrapunto de
movimientos súbitos y suspensiones transitorias, con el que fraccionan el avance de
la pieza en dos períodos deslindados por un misterioso silencio de siete meses. Pero
ese mismo contrapunto acabará unificando la trama y reunirá a los hombres en el
compromiso de un secreto, y dramatizará el flujo escalonado hasta el desenlace
terminal. E inclusive, éste mismo, como se verá habrá de surgir de la combinación
certera de ambos recursos.

Esa es la forma en que García Calderón conduce a su lector en una suerte de


sobresalto continuo, sumiéndolo en abrupto desconcierto o distrayéndolo con la
evocación histórica, el relato de costumbres o el cuadro paisajista. El mérito de su
arte reside en la habilidad con que calzan ambas versiones hasta concurrir,
confundidas, en pos del clima tensivo que acontece en el efecto final:
Con la solemnidad de las grandes horas, preguntó por el hacendado y no le llamó
con el respeto de siempre "don Timoteo", sino que murmuró, como en el tiempo
antiguo, cuando era novio de Grimanesa:

– Quiero hablarle, mi padre.

Se encerraron en el salón colonial, donde estaba todavía el retrato de la hija


muerta. El viejo, silencioso, esperó que Conrado, turbadísimo, le fuera explicando,
con indecisa y vergonzante voz, su deseo de casarse con Ana María. Medió una
pausa tan larga que don Timoteo, con los ojos entrecerrados, parecía dormir. De
súbito, ágilmente, como si los años no pesaran en aquella férrea constitución de
hacendado peruano, fue a abrir una caja de hierro de antiguo estilo y complicada
llavería, que era menester solicitar con mil ardides y un "santo y seña" escrito en
un candado. Entonces, siempre silencioso, cogió allí un alfiler de oro. Era uno de
esos topos que cierran el manto de las indias y terminan en hoja de coca, pero más
largo, agudísimo y manchado de sangre negra.

Al verlo, Conrado cayó de rodillas, gimoteando como un reo confeso.

– ¡Grimanesa, mi pobre Grimanesa!

Mas el viejo advirtió, con un violento ademán, que no era momento de llorar.
Disimulando con un esfuerzo sobrehumano su turbación, murmuró en voz tan sorda
que se le comprendía apenas:

– Sí, se lo saqué yo del pecho cuando estaba muerta… Tú le habías clavado este
alfiler en el corazón… ¿No es cierto?… Ella te faltó, quizá…

– Sí, mi padre.

– ¿Se arrepintió al morir?

– Sí, mi padre.

– ¿Nadie lo sabe?

– No, mi padre.

– ¿Fue con el administrador?

– Sí, mi padre.

– ¿Por qué no lo mataste también?

– ¡Huyó como un cobarde!

– ¿Juras matarlo si regresa?

– Sí, mi padre.

El viejo carraspeó sonoramente, estrujó la mano de Conrado, y dijo, ya sin aliento:

– ¡Si ésta también te engaña, haz lo mismo!… ¡Toma!…

Y entregó el alfiler de oro, solemnemente, como otorgaban los abuelos la espada al


nuevo caballero, y con brutal repulsa, apretándose el corazón desfalleciente, indicó
al yerno que se marchara en seguida, porque no era bueno que alguien viera
sollozar al tremendo y justiciero don Timoteo Mondaraz. (85-87).
Ya en el comienzo del relato: "cayó de bruces" y "en un santiamén" denotan la
función temporal de lo repentino e instantáneo, que según parece, marcan los
pasajes de intensificación emotiva y subrayan el proceso psicológico de los
personajes: "De repente, sin reparar, exhaló su ingenua retahíla"; "anoche mismito
agarró y se murió la niña Grimanesa"; "quería llegar en cuatro horas"; "atravesó
los grandes salones desiertos sin sacarse las espuelas"; "escondió un objeto"; "de
súbito, ágilmente, como si los años no pesaran"; "Conrado cayó de rodillas";
"¡Toma!". Dijimos, sin embargo, que la fase –tensiva– del movimiento era
distendida en un lapso de suspensión transitoria, y que, de esa manera, en
correlato constante, se articulaba la dinámica de la pieza; en efecto, podríamos
sobreponer a la enumeración anterior otra secuencia que la reproduce desde la
vertiente opuesta, de silencio o pausa, y que aparentemente interrumpe el curso
del movimiento, pero que en verdad lo estimula con el ingrediente del suspenso, el
que deviene, por tal mérito, otra de las fibras subterráneas que contribuyen a la
formulación dramática de las escenas. Léanse los pasos siguientes ajustando su
función en la obra al sentido constructivo que acabamos de examinar: "asía con
desesperada mano el sombrero de jipijapa"; aquellas líneas de evocación de la
boda: "el inmenso portalón clausuraba el patio de la hacienda…"; la imagen de
Grimanesa, ya muerta; la descripción del topo; el diálogo final; la reminiscencia del
"rito caballeresco".

Los párrafos últimos potencian el ritmo y la emoción del cuento y arremolinan todo
su curso anterior en el desenlace. Un tono de grandiosa solemnidad campea en la
escena: asistimos a una reedición de la vieja ceremonia medieval y presenciamos la
entrega de las armas al nuevo caballero. Cada uno de los detalles evoca un tiempo
remoto, legendario, el tiempo antiguo: el salón en el que sobrevive la colonia, la
caja de hierro de "antiguo estilo y complicada llavería", el "santo y seña", el
nerviosismo de Conrado, el retraído silencio de don Timoteo, son elementos que
hábilmente se adosan, en el arte del autor, al alfiler indígena que corona en forma
de hoja de coca, y procuran una simbiosis estética, por cuya virtud, la épica
hispánica se aposenta en el contexto mestizo, y el esquema de los valores y usos
de la caballería europea, transitoriamente ilumina el paisaje rural, asoleado, de la
hacienda andina. En paulatino avance se consolida la posesión de la escena
costumbrista y se la recubre con un halo de leyenda arcaica que orea su vetusta
pátina con el rudo vigor de la vida en la norma campestre, reforzándola con la
crudeza de su código humano y el entrevisto horizonte de la gleba indígena.

Cuando don Timoteo extrae de su caja el alfiler manchado con la ya negra sangre
de su hija, el relato ha llegado a la cima más alta. El diálogo que sobreviene, entre
el hacendado y su yerno, es una réplica de los motivos y promesas que responden
al refuerzo de la tradición que encarna en el aspirante a caballero cristiano; la
terca, la agudísima insistencia en el tratamiento de "mi padre" –en señal de sumisa
obediencia– y el juramento de venganza, así como la contricción precedente,
combinan una vez más el emparejamiento del odio y el amor, de la justicia y la
violencia feudal, que sustentan la ficción del mundo novelado. Observante
escrupuloso de la pauta técnica que lo guía, García Calderón, súbitamente convierte
el diálogo en una nueva suspensión transitoria, propicia otra ruptura, y muestra a
don Timoteo entregando el alfiler a Conrado en un gesto de transferencia de
omnímoda autoridad: lo hace con aquellas palabras que en su sobriedad bastan
para tipificar al personaje y reducir a una imagen vibrante el clima de su fábula: "Si
ésta también te engaña, –dice– haz lo mismo… ¡Toma!…" y cierra el relato con esa
escogida ecuación entre el viejo abuelo: Don Timoteo Mondaraz; el nuevo
caballero: Conrado Basadre; la espada: el alfiler indígena. La brutalidad y ceguera
de la justicia patriarcal, en el abandonado reducto de la hacienda serrana, se
aglutinan en el sucesivo efecto del desenlace, y apenas si se aminora su impacto al
insinuarse el reprimido llanto del anciano. Ha finalizado el cuento con una certera
identificación del estado afectivo de los personajes; el clímax tensivo del discurso y
la desconcertada respuesta del lector, sobrecogido de asombro y de rechazo.

Se consuma así la vitalización estética de un ideal conservador de lealtad cristiana


(arrepentimiento y promesa), de hombría (discreción, secreto), de valor (no pudo
castigarlo, pues el traidor huyó), de dignidad (jura matarlo), con el sustento del
cañamazo sobre el que García Calderón disimula su aparente verismo coloquial y
poético. Los atributos de una justicia, local, privativa, ejercida en el reducto de un
omnímodo hacendado serrano, asimilan el arbitrario e ilimitado poder de su clase
en un enfoque que apunta a su trato con el propio grupo familiar; y de ese modo,
se ensambla el clima de violencia en una cristalización del espíritu heroico que se
resuelve en una ficción de elaborada factura. La barbarie, la rudeza incluso en el
trato cordial, el sentido de severidad ante la vida ajena y la vida propia, asordinan
el flujo de una vertiente lírica, lo subyugan largamente; pero al fin, éste,
concentrado, desborda las últimas líneas como una remembranza de idealidad
poética, y se consume en la quimera de un pasado legendario y su distorsionado
extrañamiento real.

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