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La Selva de Los Venenos
La Selva de Los Venenos
Ni yo ni el capitán pudimos aceptar con entusiasmo que se interrumpiera la partida de poker cuando habíamos ganado
cinco libras y el stout era tan sabroso en la monotonía del mar, a dos días de todo puerto. El juego y la cerveza negra
pueden consolar de muchas soledades; pero el oficial no retiraba la mano de la gorra, excusándose:
—I am sorry, sir.
Abajo, cerca de la cala, en el recinto oliente a brea y bacalao, un marinero moribundo hablaba español y pedía
gimiendo que buscaran un interprete en el barco. Por eso el joven oficial se había atrevido a subir hasta el camarote
del capitán en que jugábamos. Le seguí malhumorado, por escaleras de caracol, hediondas y pegajosas, atravesando
corredores en que silbaban ingleses bajo los balde de la ducha o zapateaba lúbricamente un negro tinto.
—Aquí es —murmuró el oficial cuando llegamos a la recamara en cuya puerta jugaban dos grumetes a los dados.
Era un camarote obscuro, con ese olor peculiar de las cámaras bajas, que puede dar el vértigo: olor de aceite, brea
salada y tabaco inglés. En el camarote, apenas alumbrado por la portilla, reposaba un enfermo sobre el colgante lecho
de lona. Cuando saludé en español se irguió en vilo un perfil amarillento; dos manos titubearon para coger la mía.
Estaban sudorosas y temblaban.
Pero cuando supo que yo era también peruano, su alegría pareció delirante. Y como no había podido hablar en quince
días, como era necesario que contara antes de morir a un ser viviente la congoja de su vida marrada; me retuvo de la
mano para que no escapara; y yo sé apenas traducir la fiebre de su monologo:
—Sí, señor… soy del Callao… Que el señor no se vaya y me perdone. Me moriré y no le molestaré más; pero antes
prométame que llevará esta sortija a mi madre, y este retrato del chiquillo, y este paquete cerrado. Le voy a cansar,
señor, dispensa… Muchas gracias… ¿Por qué me fui a Iquitos? A hacer fortuna, como tantos. No vaya, señor, nunca,
nunca. ¿El señor no conoce la selva virgen? ¡Ah, sí, ya le han hablado de ese infierno! La primera vez, cuando las
gentes llegan allí de noche, se enloquecen y empiezan a echar espuma por la boca, gritando que los lleven río abajo.
¡Si se pudiera dormir siquiera en el campamento! Pero todo grita, todo canta, todo se queja, señor. Las fieras no son
lo más perjúdico ni los silbidos de la serpiente de cascabel, que espanta hasta a los indios cuando viene de pie como
una persona dando chicotazos al tronco de los cauchos. Peor son los monos y los loros, que se ponen a ver pasar a la
gente para rascarse y burlarse. Parece que taladra los oídos la carcajada de los papagayos y un tiro de fusil resulta
inútil. Agarré y me levanté en la noche para gastarme algunos cartuchos, pero es malo mirar la selva bajo la luna.
Nadie sabe todas las cosas que vuelan, todos los pasos que se pierden con el crujido de la muerte en los caminos. ¡Eso
sí, qué olor delicioso, señor, un olor que no se olvida! Por respirarlo otra vez, volvería… En la mañana quise ya salir
a trabajar en el caucho cuando quién te dice que don Cristóbal el brasilero nos llama para decirnos: “Ya vienen las
hormigas.” Unas hormigas gordas como el dedo pulgar, millones de hormigas, un mar moreno que avanzaba por un
claro de la selva. Los peones cogieron algunas para tostarlas y comérselas… No crea, señor, son cosa rica… pero
antes de huir, una víbora aterrada mordió en la mano al patrón, al brasilero. ¡Qué atrocidad! Tuvimos que vaciar las
balas de escopeta para rociarle la mordedura de pólvora. Prendimos fuego y estalló el pedazo de carne. ¡Lo habíamos
salvado…! Aquella excursión llevándolo en unas andas de ramas cubiertas con nuestros ponchos… ¡No le digo nada!
Al pasar bajo la cima de los cedros, los monos tiraban ramas podridas y los papagayos parecían estar anunciando a la
selva entera nuestro paso. Cuando volaban juntos no se les podía mirar, como al sol, porque nos cegaba la color. No
se veía nada en la selva obscura, pero caían flechas como lluvia. Parece que vienen del cielo y se queda un cristiano
atravesado de arriba abajo. ¡Paf! Sin confesión, lo mismo que si lo clavaran en el suelo para espantapájaros. El
cauchero nos gritaba en portugués que disparáramos; pero, ¿a dónde, señor, si todo estaba lleno de ruidos?... ¡Y de
silencio peor que el ruido, ¡mamita!, porque se espera temblando lo que va a pasar: un rugido, una flecha, qué sé yo!
Un peón enfermó de beri-beri (es como terciana, señor, una fiebre que tiemblan las quijadas y se mueren los hombres
como moscas); un peón, como le estaba diciendo, empezó a dar grandes gritos y se metió de un salto en un charco de
agua. No salio más. Tuvimos que amenazar con el revólver a los otros que se querían meter también a la charca llena
de caimanes. Se nos había acabado la quinina; pero lo estoy cansando, señor; y si a mano viene me quedo en una
tribu campa porque no le dije que me enredé con una india de buena cara que me parió un indiecito. Mire, señor, en la
fotografía, cómo se parece el pobre ñaño… No estábamos juntos ese día, pero ella me ayudaba cada mañana a zanjar,
con el machete, los árboles de caucho. Después, por la tarde, pasábamos a recoger los vasos en que ha goteado la
resina todo el día… ¿El señor no oyó hablar jamás de la chicharra machacui? Una mariposa que es una víbora. Sí,
¿qué le parece? Una cosa tan linda, una florecita que vuela, cuando a la hora de la hora viene volando, se tropieza con
uno y le clava el aguijón, que tiene ponzoña. No sale por las tardes porque le diré que es medio cegatona. Cuando
empieza a refrescar, sale de su covacha como los murciélagos. Donde ve luz, allá se va. Y como era casi de noche, mi
indiecita estaba con el niño recogiendo los vasos de caucho y había encendido su linterna. Llegó, como le decía, la
chicharra machacui, y el niño se puso a dar grandes alaridos; pero yo no comprendía nada. Sólo ella, conociendo
estos bichos, vio el bracito mojado de sangre. La madre agarró y miró a todos lados como si buscara amparo de la
Virgen Santísima. ¡Ah, señor, sólo una india es capaz de hacer cosa semejante! En dos por tres se arrodilló en tierra,
afiló el machete y, ¡tras!, le cortó el brazo hasta el codo. ¡Como si me lo hubieran cortado a mí, señor! Se oyó tan
lejos el grito y los llantos que hasta el bosque pareció callarse, y yo estaba loco de atar. ¿Se figura? La madre
amarraba el muñón con un pedazo de la camisa y corría, sin gemir, en dirección al campamento, donde el patrón, que
era algo médico, podía quizás curar al niño; corría por la selva nocturna llena de luciérnagas y de rugidos y del sonido
más terrible de la serpiente de cascabel. Durante una hora estuvo corriendo. Yo iba detrás con el fusil listo para los
tigres. Cayó al fin muerta de mal de corazón; y el niño se me murió allí, gimiendo, en la selva endemoniada… Se
quedó lelito bajo un árbol de caucho, blanco como el papel. Entonces, de un salto, bajó de la sombra el tigre que
había estado siguiéndonos y se llevó, señor, al muertecito, para comérselo… Yo no sé cómo pude escapar a Manaos;
y allí me enganché de marinero para volver a la patria… Era una mariposa bonita, señor, una mariposa que tenía
veneno. Dígame si es justo, por la santa caridad, que así se me llevaran a mi angelito. Era una mariposa de todos los
colores, una mariposa linda…
Estrujaron la mía sus manos sudorosas; y aquel hombre sencillo murió repitiendo el nombre de la chicharra
machacui. Cuando pude separar de sus dedos el saco impermeable hallé dentro, resecado y moreno, el brazo del hijo
muerto.
El indio dormía vestido a la intemperie con la cabeza sobre una vieja silla de montar. Al
primer contacto del pie, se irguió en vilo, desperezándose. Nunca he sabido si nos miran
bajo el castigo, con ira o con acatamiento. Mas como él tardara un tanto en despertar a
este mundo de su dolor cotidiano, el militar le rasgó la frente de un latigazo. El indio y
yo nos estremecimos; él, por la sangre que goteaba en su rostro como lágrimas; yo,
porque llevaba todavía en el espíritu prejuicios sentimentales de bachiller. Detuve del
brazo a este hombre enérgico y evité una segunda hemorragia.
—¡Badajo! —repetía el verdugo, mirándome con ojos severos—. Así hay que tratar a
estos bárbaros. Usted no sabe, doctor.
Tuve que admirar por largo rato el tejido habilísimo de aquel “chicotillo” de junco que
iba estrechándose al terminar en un cono de bala. En los flancos de las bestias y de los
indios aquello era sin duda irresistible.
El indio se hundió en el pesebre en busca del pellón que no vino jamás. Diez, veinte,
treinta minutos, que provocaron, en un crescendo de orquesta, la más variada explosión
de invectivas: Dios y la Virgen se mezclaban en los labios del capitán a interjecciones
criollas como en los ritos de las brujas serranas. Pero el ordenanza y guía insuperable no
pudo ser hallado en todo el puerto. Por lo cual el capitán González se marchó solo,
anunciando futuros castigos y desastres.
¡Vaya si quería! Era el indio perdido y castigado. Por una hora yo también había
buscado guía que me indicara los malos pasos de la Sierra y se apeara para restaurar el
brevísimo camino entre el abismo y las rocas que una galga de piedras o las lluvias
podían deshacer en segundos.
Asentí sin fijar precio. El indio me explicó en su media lengua que lo hallaría a las
puertas del poblacho. Me detenía en una choza a pedir un mate de aquella horaciana
chicha de jora que tanto alivia el ánimo, cuando le vi llegar, caballero en una jaca
derrengada, pero más animosa que mi mula de lujo. Y sin hablar, sin más tratos, aquel
guía providencial comenzó a precederme por atajos y montes, trayéndome, cuando el
sol quemaba las entrañas, el cuenco de chicha refrigerante o el maíz reventado al fuego,
aquella tierna cancha algodonada. Confieso que no hubiera sabido nunca disponer en un
tambo del camino con los ponchos, el pellón y la silla de montar tan blando lecho como
el que disfruté aquella noche.
Pero al siguiente día el viaje fue más singular. Servicial y humilde, como siempre, mi
compañero se detenía con demasiada frecuencia en la puerta de cada choza del camino,
como pidiendo noticias en su dulce lengua quechua. Las indias, al alcanzarme el
porongo de chicha, me miraban atentamente y parecióme advertir en sus ojos una
simpatía inesperada. ¡Pero quién puede adivinar lo que ocurre en el alma de estas
siervas adoloridas! Dos o tres veces el guía salió de su mutismo para contarme, en
lenguaje aniñado, esas historias que espeluznan al caminante. Cuentos ingenuos de
viajeros que ruedan al abismo porque una piedra se desgaja súbitamente de la montaña
andina. “Allí viendo, taita”, en la quebrada agudísima, las osamentas lavadas por la
espuma del río.
Sin querer confesarlo, yo comenzaba a estar impresionado. Los Andes son en la tarde
vastos túmulos grises y la bruma que asciende de las punas violetas a los picachos
nevados me estremecía como una melancolía visible. En el flanco de las gigantescas
vértebras aquel camino rebañado en la piedra y tan vecino a la hondonada mortal
parecía llevarnos, como en las antiguas alegorías sagradas, a un paraje siniestro. Pero el
mismo indio, que temblaba bajo el rebenque, tenía agilidades de acróbata para apearse
suavemente por las orejas y llevar del cabestro a mi mula espantadiza que avizoraba el
abismo y resbalaba en las piedras, temblorosa. Una hora de marcha así pone los nervios
al desnudo, y el viento afilado en las rocas parece aconsejar el vértigo. Ya los cóndores
familiares de los altos picachos pasaban tan cerca de mí, que el aire desplazado por las
alas me quemaba el rostro y vi sus ojos iracundos.
Le aguardé en vano, con la carne erizada. Palpé el revólver en el cinto, estimulando con
la voz a la mula indecisa, que, las orejas al viento, oscilantes como veletas, medía el
peligro y escuchaba la muerte. Un ruido profundo retembló en la montaña: algo rodaba
de la altura. De pronto, a quince metros de mí, pasó un vuelo oblicuo de cóndores, y
entonces, distintamente, porque había llegado a un recodo del camino, vi rebotar con
estruendo y polvo en la altura inmediata una masa obscura, un hombre, un caballo tal
vez, que fue sangrando en las aristas de las peñas hasta teñir el río espumante, allá
abajo. Estremecido de horror, esperé mientras las montañas se enviaron cuatro o cinco
veces el eco de aquella catarata mortal. Un cono invertido de alas pardas giraba como
una tromba sobre los cadáveres.
Más agachado que nunca, deslizándose con el paso furtivo de las vizcachas, hete aquí al
bellaco de mi guía que coge a mi mula del cabestro y murmura con voz doliente, como
si suspirara:
¿El capitán? Abrí los ojos entontecidos. El indio me espiaba con su mirada
indescifrable; y como yo quisiera saber muchas cosas a la vez, me explicó en su media
lengua que a veces, taita, los insolentes cóndores rozan con el ala el hombro del viajero
en un precipicio. Se pierde el equilibrio y se rueda al abismo. Así había ocurrido con el
capitán González, “¡pobricitu, ayayay!” Se santiguó quitándose el ancho sombrero de
fieltro, para probarme que sólo decía la verdad. Con ademanes de brujo me designaba
las grandes aves concéntricas que estaban ya devorando presa.
Yo no inquirí más, porque éstos son secretos de mi tierra que los hombres de su raza no
saben explicar al hombre blanco. Tal vez entre ellos y los cóndores existe un pacto
obscuro para vengarse de los intrusos que somos nosotros. Pero de este guía
incomparable que me dejó en la puerta de Huaraz, rehusando todo salario, después de
haberme besado las manos, aprendí que es imprudente algunas veces afrentar con un
lindo látigo la resignación de los vencidos.
El sol radiante y viril caía verticalmente. Sobre la extensión vibraba el aire. El héroe
sintió un vago sopor. Tenía sueño y se abandonó a él. Sintió entonces que poco a poco
iba borrándose el paisaje, mientras pensaba en sus planes de libertad. Sabía que de la
empresa que acababa de comenzar dependía la libertad, de un continente; que iba
afrontar las iras castellanas en el corazón del Virreinato; que iba a destruir en pocos
días, meses o años la labor de siglos.
Se durmió y soñó que hacia el norte se elevaba un gran país, ordenado, libre, laborioso y
patriota.
Fueron poblándose los arenales de edificios, los mares de buques, los caminos de
ejército. Muchedumbres inmensas caminaban febrilmente en un ansia infinita de trabajo
y renovación. Los hombres de este país eran libres, fuertes patriotas.
Y cuando todo el pueblo se había elevado, cuando el progreso y la libertad estaban
dando su fruto, oyó sonar una marcha triunfal y vio extenderse sobre la extensión
ilimitada una bandera. Una bella bandera, sencilla y elocuente, que se agitaba con
orgullo sobre aquel pueblo poderoso.
Despertó y abrió los ojos. Efectivamente, una bandada de aves de las alas rojas y pechos
blancos se elevaba de punto cercano. Esas aves eran las parihuanas, que parecen una
bandera del Perú. Aquel grupo de aves, cada una de las cuales formaba una bandera, se
desparramó hacia el norte y se perdió en el azul purísimo del cielo.
El héroe se puso en pie. El ejército estaba listo para la marcha. Entonces le invadió una
sana jovialidad y, cuando sobre sus caballos arrogantes, los capitanes emprendieron la
marcha para cumplir el más noble mandato, les dijo el libertador:
- ¿Ven aquella bandada de aves que va hacia el norte?
- Si, General. Blancas y rojas – dijo Cochrane.
- Parece una bandera – agregó Las Heras.
- Si – dijo San Martí-, son una bandera. La bandera de la libertad, que venimos a
conquistar.
La bandera de aves volaba hacia el norte, como si indicase una ruta a esos tres
corazones.
Luego, al acercarse a Pisco, las aves de leve plumaje se elevaron al cielo, perdiéndose
en las nubes como en una infinita ansia de azul.
No voy a referiros una balada ni una leyenda del Norte, como en otras ocasiones;
hoy se trata de una historia verídica, de un episodio de mi vida de novio. Ya sabéis
que, hasta hace dos años, he vivido en Noruega; por mi madre soy noruego, pero
mi padre me hizo súbdito inglés. En Noruega me casé. Mi esposa se llama Axelina o
Lina, como yo la llamo, y cuando tengáis la ventolera de dar un paseo por
Christhianía, id a mi casa, que mi esposa os hará con mucho gusto los honores
(45).
Nuevos detalles habrán de confirmarnos en lo que hasta ahora, pese a los indicios
reunidos, no pasa de ser una hipótesis. Téngase en cuenta que en el español del
Perú, (hoy quizá menos que hace 50 ó 100 años), se mantiene con vigor el empleo
tradicional de las formas pronominales; que solemos usar lo y la para sustituir al
llamado acusativo, le para el dativo singular, sin distinción del sexo, les para el
dativo plural, y los y las para el plural del acusativo. La norma peninsular es, en
cambio, le para el acusativo masculino y la para el femenino; le para el dativo
masculino y la para el femenino, con sus respectivos plurales. Pues bien, éste es el
uso que ha escogido Palma: "le veíamos (a Jym) cada mes"; "Me senté junto al
lecho y la hablé apasionadamente"; "me llamó Lina para mostrarme el vestido de
azahares, que le habían traído…"; "y yo con galantería de enamorado, la besaba la
mano". Sin duda el cambio de norma no impide la inteligibilidad; pero, leve como
es, impone sin embargo un reajuste en la perspectiva lingüística del lector.
Obsérvese otro detalle paralelo: "no voy a referiros", "ya sabéis", "cuando tengáis",
"arrancándoos", etc. No hace falta repetir que en la lengua del Perú, la segunda
persona del plural ha desaparecido en la conjugación, reemplazada por ‘ustedes’ y
los sufijos de la tercera persona (ejm.: no voy a contarles, etc.); ¿pero entonces,
cómo deben interpretarse estas preferencias del autor? Cabría pensar que habiendo
aparecido la obra en España, Palma quiso resolver aquellos rasgos divergentes
entre el castellano peninsular y el hispanoamericano; sí, no es ésta una observación
desatendible, pero aun en el caso de que fuera exacta, coincidiría con una
motivación de índole estética que, para nosotros, constituye el factor decisivo.
Recuérdese que en el momento literario en que nuestro autor escribe, se operaba
un cambio de gusto y de arte poética en muchos autores hispanoamericanos,
quienes, en lo básico, se definen por su rechazo a los patrones del llamado
naturalismo y costumbrismo, y en cuyas obras la lengua es expuesta a un celoso
proceso selectivo que la escande artísticamente y la opone al ideal de oralidad
espontánea. Aquellos autores postulaban la identidad de prosa y poesía y fundaban
así su escrupulosa elección de los vocablos y su vocación por los usos foráneos,
que, por infrecuentes en la comunidad, resplandecían con un sabor minoritario,
aristocrático, lo más alejado del aplebeyamiento costumbrista o de la tosca réplica
del naturalismo.
En relación con estos valores habría que mencionar otro aspecto saltante, y que
impresiona al lector apenas iniciada la lectura del cuento:
Los rasgos de este párrafo son extensibles a todo el texto. Quien lo lea en voz alta
advertirá mejor el ritmo de la prosa, la proporcionalidad de los elementos que
constituyen el período; la secuencia sonora que fluye del equilibrio entre miembros
que demandan velocidad o pausa, en una suerte de curso musical que extiende su
amplitud o realza su brevedad, y que, sin causar monotonía, suscita una impresión
uniforme, de serenidad y dominio menudo, sobre la que se afirma el privilegio de la
narración ágil o la descripción feliz.
Pero he ahí que nuestra curiosidad crítica nos regala con nuevas sorpresas.
Debemos admitir que el discurso de Jym interpola exclamaciones de franco acento
coloquial, verbigracia: "le daba por cantar"; "cantar a voz en cuello"; "me decía yo,
vaya ya están pasando los peces"; "Pero bah! Soy un desordenado"; "Hombres de
Dios"; o expresiones del tipo: "cuando tengáis la ventolera"; "hacer los honores";
"erizarse los cabellos de espanto" que, en general, pertenecen al lenguaje de la
conversación y poseen, por lo mismo, un signo distinto al de los signos
mencionados en el acápite anterior. Tal es el caso, igualmente, de buen número de
tecnicismos –llamémoslos así– a través de los que se manifiesta una aparente
interpretación mecanicista del desarreglo emocional que trastorna al personaje;
ellos son: "sistema nervioso", "estados psíquicos o fisiológicos", "entidades
inmateriales", "esclerótica", "retina", "cerebro", "células", "encéfalo", gama de
voces que proclama su discordancia con un contexto sentimental o poético, o
aparenta reducirlo a una pesquisa pseudocientífica.
Cuando Lina fijaba sus ojos en los míos me desesperaba, me sentía inquieto y con
los nervios crispados, me parecía que alguien me vaciaba una caja de alfileres en el
cerebro y que se esparcían a lo largo de mi espina dorsal; un frío doloroso galopaba
por mis arterias, la epidermis se me erizaba, como sucede a la generalidad de las
personas al salir de un baño helado, y a muchas al tocar una fruta peluda, o al ver
el filo de una navaja, o al rozar con las uñas el terciopelo, o al escuchar el frufrú de
la seda o al mirar una gran profundidad.
Lina es morena y pálida: sus cabellos undosos se rizaban en la nuca con tan
adorable encanto, que jamás belleza de mujer sedujo tanto como el dorso del
cuello de Lina, al sumergirse en la sedosa negrura de sus cabellos. Los labios de
Lina, casi siempre entreabiertos, por cierta tirantez infantil del labio superior, eran
tan rojos que parecían acostumbrados a comer fresas, a beber sangre o a depositar
la de los intensos rubores; probablemente esto último, pues cuando las mejillas se
Lina se encendían, palidecían aquellos. Bajo esos labios había unos dientes
diminutos tan blancos, que iluminaban la faz de Lina, cuando un rayo de luz jugaba
sobre ellos.
(47)
Los ojos de Lina "eran de un corte perfecto, rasgados y grandes; debajo de ellos
una línea azulada formaba la ojera y parecía como la tenue sombra de sus largas
pestañas".
(47)
Luego Jym añade: "Hasta aquí, como veis, nada hay de raro…", y esta declaración
nos sitúa, nuevamente, en la pista vertebral del análisis. Los trazos de la figura de
Lina, de su cabello, color, dientes, etc., o sea la integridad física de la mujer, son
ejecutados de un modo tal que evocan su presencia, y la recrean con una ansiedad
poética, en la que se traduce el fervor del enamorado; Lina vive en el relato. Las
otras, aquéllas que traducen la reacción afectiva y sensorial de Jym, no se dirigen
al conocimiento; apelan a la imaginación. Ésas dibujan, éstas sugieren; pero con
ambas, o merced a la intervención de ambas, el lector reconstruye una visión,
sombría o iluminada, del rostro o cuerpo descritos, o presiente una imagen en la
que el ver se diluye y complementa con el sentir de las impresiones. Lo conocido y
lo imaginado son, pues, los términos a los que transferimos, en esta oportunidad, el
pleito entre lo ordinario y lo fantástico.
…éstos eran los ojos de Lina cerrados o entornados; pero una vez abiertos y
lucientes las pupilas, allí de mis angustias. Nadie me quitará de la cabeza que
Mefistófeles tenía su gabinete de trabajo detrás de esas pupilas. Eran ellas de un
color que fluctuaba entre todos los de la gama, y sus más complicadas
combinaciones. A veces me parecían dos grandes esmeraldas, alumbradas por
detrás por luminosos carbunclos. Las fulguraciones verdosas y rojizas que
despedían se erizaban poco a poco y pasaban por mil cambiantes, como las
burbujas de jabón, luego venía un color indefinible, pero uniforme, a cubrirlo todo,
y en medio palpitaba un puntito de luz, de lo más mortificante por los tonos felinos
y diabólicos que tomaba. Los hervores de la sangre de Lina, sus tensiones
nerviosas, sus irritaciones, sus placeres, los alambicamientos y juegos de su
espíritu, se denunciaban por el color que adquiriría ese punto de luz misteriosa.
(47 - 48)
o en el instante decisivo:
- Mírala la luz –me dijo– son piedras preciosas, cuyo brillo conviene apre- ciar
debidamente. (51)
II. Mi corbata
Abre el cuento una estancia en la que Beingolea ha querido reunir los elementos
primordiales en la configuración de la obra; ahí encontramos a Marta; el narrador
que nos confiará su biografía; la célebre corbata, y la caja de jabón Windsor. En
torno de ellos discerniremos otros datos, menudos, que valen para caracterizar a
los personajes: Marta, "provincianita"; Idiáquez, "seductor con aplomo y modales
de limeño"; la corbata, fabricada de un retazo de seda rosa, "oriundo quizá de
algún vestido en receso", con florecillas azules bordadas con puntos gordos e
ingenuos; y la caja de jabón, "¡que olía muy bien!". La lectura mostrará que este
párrafo comprime el desarrollo virtual de la pieza, y que son éstas las figuras que
Beingolea desplazará libremente antes de plantearlas con nuevo mensaje en el
remate del texto.
Varios son los rasgos de estilo que tejen la unidad de este período. El primero
proviene de la identidad del tiempo verbal, de ser presentación en pretérito, como
un ciclo perfecto que es revivido solamente en virtud de la memoria. En su ojeada
retrospectiva, el narrador se identifica y retrata sin omitir ni soslayar caracteres:
"Yo por aquel tiempo –dice– era un pobrete que me comía los codos y andaba de
Ceca en Meca, galopando tras de un empleo en alguna oficina del Estado". Nos
confía además que un sueldo de cincuenta soles habría colmado sus expectativas,
ya que el amor de Marta, "la dulce serranita", alentaba su confianza en el porvenir
y la felicidad; que ella, Marta, tenía "bonito pelo, ojos tiernos, y tocaba en el piano
‘Al pie del Misti’ con bastante sentimiento"; y que, ni la poca fe de él ni los rivales
que asediaban a Marta, "los horteras endomingados que le hacían la rueda,
mientras le vendían media vara de surah o un corte de indiana", amenazaban la
solidez del idilio, si bien tornaban urgente la necesidad del empleo.
Esta suerte de soltura para colocarse a sí mismo como objeto de inspección crítica,
y para representar sin pudor los trances ridículos en los que el destino lo embroma,
se convierte en la corriente más vigorosa en el relato del personaje: la inexplicable
invitación se le ocurre un recado celestial, a causa de su crónico y obligado ayuno;
la invitante, una gran personalidad, emparentada con alguna "lumbrera del foro
peruano", y que, como tal, podría disponer de muchos empleos de cincuenta soles.
Alborozado con la perspectiva que le ofrece la tarjeta, Idiáquez invita al lector a
contemplar el delicioso proceso de su arreglo, a imaginar la residencia de las
Bocardo y a disfrutar, más tarde, de su infeliz participación en la fiesta.
Escuchemos:
Yo me senté a su lado, sin saber qué decirla al pronto. Me concreté a olerla. Y qué
bien olía, ¡Voto al chápiro! ¡Qué pobre me pareció Marta con su jabón de Windsor!
Ésta, en cambio, embriagaba. De su seno elevado y palpitante se escapaban
oleadas que me desvanecían. Indudablemente la dicha debería oler a eso.
Empezaba a dirigirla la palabra, cuando un joven se acercó, la dio el brazo y
desapareció dejándome lelo. Entonces me juzgué en la obligación de sacar a una
esbelta rubia que mordía nerviosamente el extremo de su abanico. Miróme de hito
en hito y me dijo secamente: "estoy cansada". Luego creí oportuno dirigirme a otra
señorita, la cual me dijo con marcado desdén, lo mismo. Volví a la carga con otra
que también me despachó fulminándome con una mirada despreciativa. Recorrí las
restantes, a las que acababan de bailar y a las que no habían bailado aún y todas
me petrificaban con aquel terrible y descortés "estoy cansada". ¡Y lo mejor es que
salían con el primero que se les presentaba! Empecé a amoscarme. Me pareció
notar que algo chocarrero, existente en mí, hacíame acreedor al desprecio.
Entonces sin saber qué partido tomar, rogué a un joven que discurría por allí y que
me infundió confianza (hay rostros así, que infunden confianza), que me explicara
el caso. Miróme con impertinencia y me dijo: "tiene usted una corbata imposible.
¡Lo mejor que puede usted hacer es largarse, joven!", ¡Corbata imposible! Y me fijé
en la de él. En efecto, era una hermosa corbata color de vino, hecha de mano
maestra, atravesada por un alfiler de oro.
La parcela tercera del cuerpo central transcribe el enojo de Idiáquez con doña
Grimanesa de Bocardo, "grandísima tía", y su rechazo a "la muy serrana" de Marta,
así como su desprecio por la estrafalaria corbata. Pero si antes de asistir al té,
Idiáquez concebía la felicidad como una conjunción del cariño de Marta y el empleo
público, y suponía que se cree en Dios a partir de cincuenta soles de sueldo,
después de aquella tarde comprendió que había algo "mejor que empleos de
cincuenta soles" y descubrió un mundo opulento, atractivo, que repugnaba de la
miseria y el mal gusto provinciano, y al cual él se decide a penetrar en el más
breve plazo. Aquello significa, en el plano ético, la resonancia de la ruptura en el
nivel sentimental.
Los mecanismos que confieren su efecto incisivo a las situaciones obedecen a una
sola norma, aunque organizan sus elementos de muy diverso modo. En cada
ocasión, el objetivo consiste en traducir con ingenuidad natural esa atmósfera
incómoda en que se instala la figura del ridículo; pero véase cuánto más eficaz
resulta éste en la confidencia de la propia víctima, nótese cómo de un lado se
exaltan así las aristas de la burla y como de otro se atenúa con la ironía la crueldad
de la intención, liberando al actor de su embarazo, y desdoblándolo en el juego
múltiple de sujeto crítico y objeto reservado:
Yo por aquel tiempo era un pobrete que me comía los codos y andaba de Ceca en
Meca, galopando tras de un empleo en alguna oficina pública del Estado. Ser
amanuense era entonces mi mayor ambición. Cincuenta soles de sueldo eran para
mí, inestimable tesoro, que sólo muy pocos mortales podían poseer. ¡Oh cincuenta
soles de sueldo!
(41)
Yo me senté a su lado, sin saber qué decirla al pronto. Me concreté a olerla. Y qué
bien olía, ¡Voto al chápiro! ¡Qué pobre me pareció Marta con su jabón de Windsor!
Ésta, en cambio, embriagaba. De su seno elevado y palpitante se escapaban
oleadas que me desvanecían. Indudablemente la dicha debería oler a eso.
Empezaba a dirigirla la palabra, cuando un joven se acercó, la dio el brazo y
desapareció dejándome lelo. Entonces me juzgué en la obligación de sacar a una
esbelta rubia… Miróme de hito en hito y me dijo secamente: estoy cansada. Luego
creí oportuno… Volví a la carga… Recorrí las restantes… Y lo mejor es que salían con
el primero que se las presentaba.
(43-44)
Pasaje cuyo efecto se actualiza a través del tono del relato, de la impertinencia del
personaje relievado con las alusiones ya cortesanas y deportivas y la confesión del
fracaso personal. En otros momentos, lo ridículo asciende por gestión del cinismo
que luce el actor, verbigracia, cuando declara: "Por lo pronto, era menester vivir
elegante y usar corbatas atravesadas por un alfiler de oro" y añade "haciendo
acopio de todo el aplomo que me quedaba, me lancé donde el mejor sastre de
Lima…" (45); o cuando desencantado de su éxito explicó: "Mi mujer no contenta
con hacerme rico, ha querido hacerme célebre: gracias a ella he sido diputado,
senador y… lo demás. Todo sin más esfuerzo que un cambio de corbata" (47). La
construcción más frecuente, no obstante, es aquella que torna contiguos valores
disociados: "¡Con esa suma asegurada hubiera yo doblado el cabo de la felicidad!";
"Con ella y mis cincuenta soles hubiera sido feliz"; "Sólo se cree en Dios a partir de
cincuenta soles de sueldo"; o cuando en instantáneo desliz abandona cierta
insinuación picaresca: "La despatarré con una docena de corbatas hábilmente
combinadas. La pedí en matrimonio y a los cuatro meses me casaba con ella
entrando en posesión de una fortuna respetable"; o por fin, cuando aprovecha
simbólicamente la sustitución de elementos: "Hoy soy padre de una numerosa
familia que da bailes a los que concurren las mejores corbatas de Lima". Sin
embargo, debemos insistir en la atmósfera de benigna tolerancia con que el autor
nos predispone para juzgar a su criatura, en la falta de encono o resentimiento de
sus remembranzas y protestas; pues bien, intentemos averiguar el surtidor que
causa esa sensación tan pareja en el curso del relato; quizá ella provenga del tono
sentimental, (a veces risueñamente sentimental, por lo recargado), que tachona la
narración; por ejemplo, desde los diminutivos: provincianita, pobrete, florecillas, mi
arequipeñita; o desde la pretendida espontaneidad de los raptos exclamativos:
"¡Voto al chápiro!" "¡Una corbata que no servía ni para ahorcarse!", "Lo que es yo…
¡Que si quieres!" Pero además, así como el personaje se ubica bajo el lente que
destaca su ridículo porte, así también, no lo callemos, ha desplegado una
jactanciosa leyenda en torno de sus relaciones con Marta: "Sólo yo era el
preferido", "la dulce serranita me amaba", "muchos pretendientes había
despachado por mi causa" pues era "distinto a los jóvenes de su tierra", es decir,
que este elogio del seductor limeño a costa de la provincianita sencilla, compensa la
erosión que produce la ironía y nos brinda, junto con la imagen ulterior del cazador
de fortunas, un cuadro, equilibrado, del favor y disfavor con que la suerte y las
mujeres trataron a Idiáquez, condicionando la burla con la pedantería, el desplante
con el desaire, el fracaso con el suceso, que, por fluir del recuerdo se enhebran en
la evocación melancólica, en la añoranza sentimental de la última confesión, que
habrá de reordenar la secuencia del cuento.
Atisbar los pormenores desde los que fermenta el impacto del ridículo y descubrir el
halo de afectividad que aminora su sarcasmo, es la tarea esencial que Beingolea ha
planteado al lector de Mi corbata. Para acceder hasta el meollo de la composición,
dos son las vías que conducen a través del cuidadoso desorden de imágenes y
emociones que asedian al actor: la visualización del arte con que se han edificado
los ambientes, el sentido dinámico que trasunta la inescrupulosa ansiedad del
personaje. Si retornamos a aquellos párrafos que dibujaban la indumentaria usada
por Idiáquez para concurrir al té, así como su cándida satisfacción al suponerse
modelo de elegancia, percibiremos un disloque de líneas que grafican el desacuerdo
entre lo supuesto y su efectiva apariencia: "… Un chaquet de diagonal ribeteado con
trencilla, unos pantalones de esa tela a cuadritos que parece un trazado para jugar
al ‘León y las ovejas’; un chaleco despampanante, escotado hasta el ombligo…" La
ironía se aguza, perfilándose conforme avanza la acumulación de los detalles y se
nos revela la ponderación inversa que conquista la imagen visual. Algo semejante
acontece con el cuadro de la casa de las Bocardo: "La casa de Aumente 341, era un
majestuoso prodigio de simetría. Constaba de dos ventanas de reja, una a cada
lado de la puerta, dos balcones, uno sobre cada ventana. Adentro, dos
departamentos uno a cada lado del zaguán. En el fondo una mampara de vidrieras
con una ventana a cada lado. Todo allí parecía en equilibrio, repartido a ambos
lados de alguna cosa, como hecho exprofeso para demostrar la ley de
compensaciones. "Al aproximarse Idiáquez a la casa se produce el primer estado de
contigüedad entre elementos disociados; se propicia la ruptura de esa ley de
compensaciones, que en el relato adquiere expresión geométrica, y por la que los
trazos subrayan la coincidencia y disidencia que delínea el sentimiento de
desubicación y subsecuente ridículo. Escúchese la pausa del narrador, luego dice:
"Entré", y luego nueva pausa. A partir de ese instante empieza a crecer
lentamente, tenuemente, una noción de movimiento, rítmico al comienzo y agitado
después: "Yo me senté a su lado…", "Empezaba a dirigirla la palabra, … y
desapareció", "… me juzgué en la obligación de sacar una esbelta rubia…", "… creí
oportuno dirigirme a otra señorita…", "Volví a la carga con otra que también me
despachó…", "Recorrí las restantes…", "Y lo mejor es que salían con el primero…",
"rogué a un joven que discurría…", "Salí avergonzado…"; el predominio y vigor del
aspecto verbal es notable; el énfasis del relato incide en el instante de iniciación de
los actos, que, al frustrarse, denotan el clima de desconcierto y sarcasmo. Ya en la
calle, la convicción del ridículo que lastima al personaje nos llega con la impotencia
reprimida en los infinitivos: aporrear, abofetear, pisotear a alguien; y cuando
Idiáquez decide emprender la conquista de ese mundo fragante y vistoso, los
verbos nos alcanzan nuevamente la imagen dinámica que acompaña su ascenso
veloz y su mundana estrategia: "me lancé donde el mejor sastre de Lima", "Apenas
lo vi torcer la esquina me colé a la casa…", "Corrí a mi tugurio, lo dejé sobre mi
camastro y volví donde mi patrona desolado…", "Pero prefiero mostrarme en
Mercaderes…". Vale decir que el dinamismo que señalamos no es sólo un factor
denotativo en el texto de Beingolea, no; con él se expresa la secuencia psicológica,
el salto de normas y valores, y se perfecciona la técnica situacional engarzando las
escenas en una perspectiva óptica que se disloca (externa e internamente) con un
ritmo instituido dentro de la escena, por la ansiedad del personaje.
En este ejercicio visual a que nos ha sometido la técnica de Beingolea, hemos ido
deteniéndonos en los detalles menudos que se aglutinaban en torno de las
situaciones o del desplazamiento del personaje entre ellas; pero circunstancias,
personas, efectos, anhelos, etc., se han definido por virtud de innumerables
detalles minúsculos. De esta manera, aquellos aspectos que habitualmente dejamos
de advertir, que los presuponemos sin atender a su presencia, se han revelado y
descubierto un peso significativo que no sospechábamos. Fue también en este
crucero donde ocurrió el desconcierto de nuestro personaje: los detalles
sustituyeron al todo y la apariencia se confundió con la esencia. Así la corbata
deviene símbolo de miseria o abundancia (¡o camino a la abundancia!), y la
felicidad se anticipa a través del olor del perfume de una morena hermosa.
III. El alfiler
El cuento despliega una atmósfera que se nos antoja distinta de la que usualmente
conocemos, y que nos atrapa por ciertos rasgos indefinibles, que, más que
enlazados a la apariencia material de la representación del ambiente, se inscriben
en un propósito de recreación del espíritu de una época, configurando así una
instancia que difiere y evita el presente, y asciende hasta un período remoto en
busca de un paradigma de vida familiar y valores éticos, exaltado por el prestigio
de la antigüedad:
Era burlona la voz de sochantre del viejo tremendo: -¿Qué te pasa Borradito? Te
están repiqueteando las choquezuelas… ¡Si no nos comemos aquí a la gente! Habla
no más.
El Borradito, llamado así en el valle por el rostro picado de viruelas, asía con
desesperada mano el sombrero de jipijapa y quiso explicar tantas cosas a la vez –la
desgracia súbita, su galope nocturno de veinte leguas, la orden de llegar en pocas
horas aunque reventara la bestia en el camino– que enmudeció por un minuto. De
repente, sin respirar, exhaló su ingenua retahíla:
Pues, le diré a mi amito que me dijo el niño Conrado que le dijera que anoche
mismito agarró y se murió la niña Grimanesa.
Si don Timoteo no sacó el revólver, como siempre que se hallaba conmovido, fue,
sin duda, por mandato de la Providencia; pero estrujó el brazo del criado,
queriéndole extirpar mil detalles.
Algo advirtió quizá en las obscuras explicaciones del borradito, pues sin decir
palabra, rogando que no despertaran a su hija, "la niña Ana María", bajó él mismo
a ensillar su mejor "caballo de paso". Momentos después galopaba a la hacienda de
su yerno, Conrado Basadre, que el año último casara con Grimanesa, la linda y
pálida amazona, el mejor partido de todo el valle. Fueron aquellos desposorios una
fiesta sin par, con sus fuegos de bengala, sus indias danzantes de camisón morado,
sus indias, que todavía lloran la muerte de los incas, ocurrida en siglos remotos,
pero reviviscente en la endecha de la raza humillada, como los cantos de Sión en la
terquedad sublime de la Biblia. Luego, por los mejores caminos de sementera,
había divagado la procesión de santos antiquísimos, que ostentaban en el ruedo de
velludo carmesí cabezas disecadas de salvajes. Y el matrimonio tan feliz de una
linda moza con el simpático y arrogante Conrado Basadre terminaba así… ¡Badajo!
(81-82).
Podría postularse que el ambiente que concibe el autor es, en primer término, de
orden psicológico-cultural, y que sobre el centro de esa construcción gravita la
conducta patriarcalista de don Timoteo: "viejo tremendo", de cabeza fosca y voz
sochantre.
Hincando las espuelas nazarenas, don Timoteo pensaba, aterrado, en aquel festejo
trágico. Quería llegar en cuatro horas a Sincavilca, el antiguo feudo de los Basadre.
En la tarde, ya vencida, se escuchó otro galope resonante y premioso, sobre los
cantos rodados de la montaña. Por prudencia, el anciano disparó al aire, gritando:
- ¿Quién vive?
Refrenó su carrera el jinete próximo, y, con voz que disimulaba mal su angustia,
gritó a su vez:
Estaba tan turbado el hacendado, que no preguntó por qué corría tanta prisa en
llamar al cura si Grimanesa estaba muerta, y por qué razón no se hallaba en la
hacienda el capellán. Dijo adiós con la mano, y estimuló a su cabalgadura, que
arrancó a galopar con el flanco lleno de sangre.
Durante siete meses nadie fue de una hacienda a otra ni pudo explicarse este
silencio. ¡Ni siquiera habían asistido al entierro! Don Timoteo vivía enclaustrado en
su alcoba, olorosa a estoraque, sin hablar días enteros, sordo a las súplicas de Ana
María, tan hermosa como su hermana Grimanesa, que vivía adorando y temiendo a
su padre terco. Nunca pudo saber la causa del extraño desvío ni por qué no venía
Conrado Basadre. (82-84).
El aura espiritualista que connota la adhesión sin reserva a los ideales caballerescos
de dignidad y honor masculinos, y la actitud pagano-cristiana en el rito y empleo
formal de símbolos culturales o idiomáticos (por ejemplo, "crespones en forma de
cruz", "Don Timoteo vivía enclaustrado"), entretejen en la prosa de García Calderón
una gama de figuras que descienden de un módulo de pecado y virtud, de violencia
y afecto; e insuflan así, con este factor, la impronta de mayor rango en la
caracterización de la obra, al traducirse en la imagen plástica que incrusta la
percepción sensorial, su gozoso deleite, entre el esfuminado aliento de idealidad y
la blasfema soberbia: "… besando la mano inanimada, que volvía a caer sobre las
sábanas, entre jazmines del Cabo y alhelíes. Seria y ceñuda por primera vez,
reposaba Grimanesa, como una santa, con las trenzas ocultas en la corneta de las
carmelitas y el lindo talle prisionero en el hábito, según costumbres religiosas del
valle, para santificar a las lindas muertas". Fundidos en el fuego de inadmisibles
alianzas, al eco de remotos prestigios: lo temporal, religioso y costumbrista,
acuñan el plasticismo que enmarca el escorzo del cuento.
Mas el viejo advirtió, con un violento ademán, que no era momento de llorar.
Disimulando con un esfuerzo sobrehumano su turbación, murmuró en voz tan sorda
que se le comprendía apenas:
– Sí, se lo saqué yo del pecho cuando estaba muerta… Tú le habías clavado este
alfiler en el corazón… ¿No es cierto?… Ella te faltó, quizá…
– Sí, mi padre.
– Sí, mi padre.
– ¿Nadie lo sabe?
– No, mi padre.
– Sí, mi padre.
– Sí, mi padre.
Los párrafos últimos potencian el ritmo y la emoción del cuento y arremolinan todo
su curso anterior en el desenlace. Un tono de grandiosa solemnidad campea en la
escena: asistimos a una reedición de la vieja ceremonia medieval y presenciamos la
entrega de las armas al nuevo caballero. Cada uno de los detalles evoca un tiempo
remoto, legendario, el tiempo antiguo: el salón en el que sobrevive la colonia, la
caja de hierro de "antiguo estilo y complicada llavería", el "santo y seña", el
nerviosismo de Conrado, el retraído silencio de don Timoteo, son elementos que
hábilmente se adosan, en el arte del autor, al alfiler indígena que corona en forma
de hoja de coca, y procuran una simbiosis estética, por cuya virtud, la épica
hispánica se aposenta en el contexto mestizo, y el esquema de los valores y usos
de la caballería europea, transitoriamente ilumina el paisaje rural, asoleado, de la
hacienda andina. En paulatino avance se consolida la posesión de la escena
costumbrista y se la recubre con un halo de leyenda arcaica que orea su vetusta
pátina con el rudo vigor de la vida en la norma campestre, reforzándola con la
crudeza de su código humano y el entrevisto horizonte de la gleba indígena.
Cuando don Timoteo extrae de su caja el alfiler manchado con la ya negra sangre
de su hija, el relato ha llegado a la cima más alta. El diálogo que sobreviene, entre
el hacendado y su yerno, es una réplica de los motivos y promesas que responden
al refuerzo de la tradición que encarna en el aspirante a caballero cristiano; la
terca, la agudísima insistencia en el tratamiento de "mi padre" –en señal de sumisa
obediencia– y el juramento de venganza, así como la contricción precedente,
combinan una vez más el emparejamiento del odio y el amor, de la justicia y la
violencia feudal, que sustentan la ficción del mundo novelado. Observante
escrupuloso de la pauta técnica que lo guía, García Calderón, súbitamente convierte
el diálogo en una nueva suspensión transitoria, propicia otra ruptura, y muestra a
don Timoteo entregando el alfiler a Conrado en un gesto de transferencia de
omnímoda autoridad: lo hace con aquellas palabras que en su sobriedad bastan
para tipificar al personaje y reducir a una imagen vibrante el clima de su fábula: "Si
ésta también te engaña, –dice– haz lo mismo… ¡Toma!…" y cierra el relato con esa
escogida ecuación entre el viejo abuelo: Don Timoteo Mondaraz; el nuevo
caballero: Conrado Basadre; la espada: el alfiler indígena. La brutalidad y ceguera
de la justicia patriarcal, en el abandonado reducto de la hacienda serrana, se
aglutinan en el sucesivo efecto del desenlace, y apenas si se aminora su impacto al
insinuarse el reprimido llanto del anciano. Ha finalizado el cuento con una certera
identificación del estado afectivo de los personajes; el clímax tensivo del discurso y
la desconcertada respuesta del lector, sobrecogido de asombro y de rechazo.