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LA PERSONA

SIGNIFICADO DE LA VOZ PERSONA


¿Qué significa la voz persona?, ¿a qué se hace referencia cuando se alude a la persona? Se
procurará contestar esta pregunta, en primer lugar, desde un nivel etimoló gico, esto es, que
hace referencia al origen de la palabra; luego, desde un nivel filosó fico, para lo cual se
estudiará la manera có mo fue considerado el ser humano en diversas culturas que, con
posterioridad, influyen de manera diversa sobre la nuestra; y, por ú ltimo, se examinará el
tema en su faceta jurídica a través de una doble perspectiva: legislativa y jurisprudencial.

A. Etimología

• Según algunos autores persona proviene del griego prósopon, que designaba el rostro o faz del
hombre y, por extensión, la máscara.
• Para otros, el origen de la expresión es etrusco, phersu, y connota a un personaje enmascarado o
la máscara que lleva puesta.
• Asimismo, para algú n autor romano, como recuerda Hervada, persona deriva “del verbo
personare, que significa resonar con fuerza y por ello se aplicó a las máscaras que, en las
representaciones teatrales, utilizaban los actores”. De cualquier modo, como sintetiza este último
autor, las tres teorías coinciden en señalar como primer significado (…) la máscara, esto es, indica
algo exterior al hombre.
Esta última idea parece capital. La máscara alude a algo exterior al hombre. Luego, no
es lo mismo que el hombre. Habría entonces una distinción entre el ser humano y la
persona por cuanto ésta última refiere al papel que el hombre cumple en la vida social.
La máscara, en efecto, sirve para ocultar la verdadera realidad del enmascarado,
permitiéndole desempeñar un papel diverso del que genuinamente aquél es. El ejemplo de las obras
de teatro es sumamente gráfico, ya que en ellas se asume un papel
que no se corresponde con lo que el ser humano en verdad es.
B. El concepto de persona en roma
La noción recién referida es claramente perceptible en el mundo romano. Al respecto,
Beuchot señala que, en un principio, persona aludió a:
• Las máscaras que usaban los actores en el teatro;
• Luego se le dio el sentido del “papel que juega la persona en la representación escénica” y,
• Por último, “pasó a significar la función del individuo en la sociedad” sin que, en ningún caso,
llegara a “designar al individuo mismo”.
De lo recién transcripto fluye una tesis fundamental: para la realidad greco-romana los
seres humanos no son iguales, pues lo decisivo no es discernir y valorar de modo semejante, ciertas
características comunes a todos los seres humanos sino, más bien, todo lo contrario: interesa
puntualizar el papel; la función; la capacidad o, en fin, el estado de cada quien, no ya en la escena
teatral, sino en el gran teatro de la vida.
Se está, como expresa Hervada, ante una concepción “estamental” de la sociedad,
noción que, por cierto, no es exclusiva del mundo greco-romano, sino que se extiende
a cualquier realidad estructurada, por ejemplo:
• En torno de castas (como sucede todavía hoy en algunos lugares de Asia);
• De seres libres y esclavos (como ocurrió prácticamente en todo el mundo),
• O de nobles, libres y siervos (como fue el caso de la Europa medieval).
Según explica el autor citado, “en términos genéricos (no en rigurosos términos históricos)
llamamos estamental a toda concepción de la sociedad, según la cual los hombres son considerados
desiguales en valor y dignidad, de modo que la sociedad se constituye por estratos de personas o
estados”. A su juicio, “es rasgo típico de la sociedad estamental que la participación en la vida
social -y, en consecuencia, los derechos y deberes de los que cada hombre es titular- depende de la
condición o estado en el que el hombre está inserto y es desigual en función de dichos estados o
condiciones”.
C. La persona, ser substancial y digno
Un giro copernicano en el concepto de persona se produce con el advenimiento de la
tradición judeo-cristiana. Conviene ir por partes. Una primera alteración en ese concepto viene de la
mano de las disputas cristianas respecto de los dogmas de la Santí-
sima Trinidad y de la encarnación de Cristo, ocurridas en el área de influencia griega.
Allí se estableció, en relación con el primer dogma, que Padre, Hijo y Espíritu Santo
constituyen una misma realidad, esto es, una única e idéntica esencia (en griego,
ousía), con tres subsistencias (en griego, hypostasis). ¿Cómo se tradujo hypostasis
al latín? Se empleó la voz persona. De esta manera, afirma Hervada, “sin pretenderlo se creó la
acepción filosófica de la palabra persona: una subsistencia o ser subsistente de naturaleza
intelectual o espiritual”, de donde esta significación, originariamente no nacida en razón del
hombre “resultaba referible a toda subsistencia de naturaleza intelectual, por lo que la
filosofía posterior la aplicó al hombre para explicar determinadas dimensiones de su ser (por
ejemplo, su dignidad)”.
Se advierte con facilidad el cambio que se ha producido en el concepto de persona.
De una noción estamental, que hace referencia al papel que se desempeña
en la vida social, necesariamente diverso, se ha pasado a una idea substancial o esencial: existe algo
común, que une a todos los que son conocidos bajo el nombre de persona.
De este modo, se caracteriza a todas las personas como tales más allá de aspectos
accidentales, esto es, de roles, tareas o funciones siempre diversas; más allá de la
raza, del sexo, de la religión o de la nacionalidad. La incorporación, entonces, de las
características que son propias de la palabra “hypostasis” a la voz persona en el mundo latino, la ha
trasmutado por completo. Se está ante otra noción. Se inicia a partir de entonces, un estimulante
proceso en que los padres de la Iglesia y los primeros filósofos cristianos van configurando esta
nueva significación de la palabra latina “persona”. Aquí interesa precisar la célebre definición de
persona acuñada por el filósofo neo platónico romano Boecio, quien en el siglo V, escribe: persona
es la substancia individual de naturaleza racional.
Se advierte que substancia conecta más con “esencia” (ousia) que con “subsistencia”
(hypostasis) y Beuchot da su parecer: Boecio prefiere persona en el sentido de substancia porque
juzga que “subsistencia dice algo todavía universal”, en tanto que ousia
mienta algo individual. La persona contiene, pues, notas esenciales, esto es, comunes
a todos, pero, al mismo tiempo, la persona es un ser incomunicable; es él y sólo él. De
ahí la nota de “individualidad”.
Por cierto, el hombre es el único ser de la creación que puede gobernar sus actos,
esto es, que no actúa mediante instintos. Puede optar y de hecho, constantemente
realiza elecciones entre diversas alternativas, procurando alcanzar objetivos más elevados o,
simplemente, aquellas que estima más pertinentes para su vida. Todo esto
supone el ejercicio de la libertad lo que remite al empleo de la razón. Por ello Boecio
concluye su definición apelando a la naturaleza racional del hombre.
En conclusión, la noción de persona queda liberada de la entonces dominante dimensión estamental
para pasar a circunscribirse a lo que el ser humano tiene de común y
natural; de substancial o esencial; de racional e individual que, necesariamente, los
torna iguales entre sí.
De igual modo, cabe resaltar en un dato que tiene una importancia superlativa y que
está ya insinuado en la noción de persona aquí perfilada. Como subraya pertinentemente Hervada,
“el significado filosófico de persona encierra en sí, como dimensión
propia de la persona, la socialidad o relacionalidad: la persona no es un ser aislado,
sino un ser-en-relación”. En efecto, en las explicaciones trinitarias (…) se trataba de
expresar subsistencias que se distinguen precisamente por su relación entre sí: el Padre en relación
al hijo (…) y ambos en relación al Espíritu Santo…. De ahí que, concluye, al traducirse al latín la
voz persona, se fundió en una significación, al menos parcialmente, las dos líneas semánticas
señaladas. En efecto; se asumió la nota de ousía (esencia), para resaltar lo individual, lo propio de
cada ser humano. Y se incorporó la nota de hypostasis (subsistencia), en el sentido de que, al igual
que el Padre se relaciona con el hijo, las personas se relacionan con los demás; la persona es un
ser -como escribió Heidegger- que “está con” (mit sein), esto es, que coexiste con los
demás, ya que sin los demás, sería imposible el progreso social. Una segunda alteración en el
concepto de persona, que completa a la anterior, es la que procede de la tradición judía y que
adquiere gran desarrollo durante el Medioevo y luego, con el Renacimiento. Se trata de la influencia
que cobra la expresión dignidad humana, la que procede del Antiguo Testamento a partir del
relato, citado más arriba, según el cual Dios creó al hombre a “imagen y semejanza” suya, de modo
que justamente esa semejanza es lo que explica la nota de la dignidad humana. En efecto; la
persona es un ser humano digno en razón de ser hecho a “imagen y semejanza” de
Dios.
Esta nota fundamental llamó la atención de la filosofía Occidental desde horas tempranas. Beuchot
lo advierte cuando escribe que “el cristianismo pone como principio absoluto de lo que hay, lo
personal: no un algo, sino un alguien” que, en última instancia, es Dios. En efecto; en el horizonte
de la cristiandad, el Dios a cuya imagen fue creado el hombre se presenta de manera personal, por
lo que mucho de la concepción cristiana de la persona se obtendrá por analogía con el Dios
personal. Se trata, pues, de “alguien personal con quien se tiene una relación personal”. No se está
ante una visión fatídica y circular de la historia, sino frente a “una historia de la salvación; tanto del
pueblo o iglesia como del individuo concreto, de la persona existente, que apuesta su existencia a
Dios, para ser salvada por Él”.
En la tardía Edad Media, Tomás de Aquino, profesor de la Universidad de París, retoma esta
enseñanza como sigue: la persona es lo más perfecto y, en cuanto aquí
importa, lo más digno en toda la naturaleza, lo cual es debido a su subsistencia en
la naturaleza racional y añade, “persona es la hipóstasis distinguida por la propiedad relativa
a la dignidad”, de modo que si “lo más digno es subsistir en la naturaleza racional, todo
individuo de naturaleza racional se llama persona”.
Se advierte con facilidad la influencia boeciana en el último tramo de la definición, pero
también se nota el empleo de la palabra “subsistencia” (hypostasis), que Boecio había
preferido en favor de esencia (ousia). Sin embargo, el empleo de estas voces no altera
el significado que ha adquirido la palabra persona y que se ha descripto más arriba.
Ahora bien, lo que aquí interesa destacar es el empleo de la voz dignidad, como sinó-
nimo de lo más perfecto, lo cual es debido a la naturaleza racional de la persona.
Por eso, concluye el Aquinate, lo más digno es subsistir en la naturaleza racional,
es decir, que el hombre sea un ser racional.
La asociación entre dignidad y persona, ya presente en Tomás de Aquino, se torna
muy patente entre los autores renacentistas, época en que la noción de dignidad adquiere una
enorme importancia. Posiblemente el texto más representativo de la época
sea el ya citado Discurso sobre la dignidad humana de Pico della Mirandola, quien
escribe:
“El hombre es llamado y reconocido con todo derecho como el gran milagro y
animal admirable” de modo que “es el ser vivo más feliz y el más digno por ello de
admiración”.
Este reconocimiento no es gratuito sino que se halla revestido de no pocas obligaciones. Así, le
recuerda que “Tú mismo te has de forjar la forma que prefieras para ti,
pues eres el árbitro de tu honor, su modelar y diseñador. Con tu precisión puedes rebajarte hasta
igualarte con los brutos, y puedes levantarte hasta las cosas divinas”. Y
en ese intento, añade, “debemos purificar nuestra alma de los impulsos de nuestras
pasiones por medio de la ciencia moral” y “disipar la tiniebla de la razón con la dialéctica…”, de
modo de alcanzar las tres máximas que caracterizan la mejor personalidad
humana: meden agan (de nada demasiado); Gnothi seauton (conócete a ti mismo);
Ei (atrévete a ser).
Como se advierte de lo transcripto, las máximas encierran un gran densidad intelectual
y constituyen una importante interpelación a cada uno de nosotros. Su puesta en práctica es todo un
desafío, tarea que solo cabe realizar al hombre por medio de un esfuerzo continuado y esforzado,
que pone en primera línea el papel de la libertad y de la razón, notas éstas que explican y justifican
porque se considera a la persona como portadora de “dignidad”, es decir, de una superioridad o
eminencia.
D. El aporte de Francisco De Vitoria y de Immanuel Kant
La época moderna es rica en otros ejemplos en los que se exalta la relación entre persona y
dignidad. El libro expone el caso de diversos autores respecto de los cuales cabe retener dos
nombres: Francisco de Vitoria e Immanuel Kant.
El primero resulta muy importante porque representa la extensión del concepto de persona a los
habitantes americanos, a los que los europeos acaban de conocer luego del
desembarco colombino de 1492. Hoy en día dicha extensión puede parecer banal o
evidente. Pero en aquel momento las cosas no eran tan obvias y, de hecho, fue intensamente
discutida la condición filosófico-jurídica de los aborígenes americanos. El libro
explica algunos de los aspectos de esa discusión, a cuya lectura los remito, dado que
se formulan preguntas en torno de este punto. Aquí interesa retener la tesis fundamental de Vitoria,
distinguido catedrático de la Universidad de Salamanca, quien escribe en 1532 una disertación o
relección sobre los indios americanos.
Su planteamiento se funda en que el orbe todo constituye en cierta medida una república de la
que emana, entre otras consecuencias, un derecho natural de comunicación entre los pueblos
(ius comunicationis), postura ésta que es una ampliación, a escala mundial, del reconocimiento de la
igualdad ontológica de todos los seres humanos. Vinculada la tesis recién expuesta al problema
concreto sobre el que debió expedirse, fluye sin esfuerzo la condición personal (en el sentido
postulado a partir de la interpretación de los primeros teólogos y filósofos cristianos) de los
aborígenes americanos, con lo que, garantizada la igualdad ontológica de éstos respecto de los
demás habitantes del planeta, y planteados a partir de dicho “derecho de comunicación”, otros
derechos-deberes entre las personas, se está ante el primer antecedente de las modernas
declaraciones de derechos humanos.
La tesis de Vitoria se profundiza cuando se opone a la postura que considera que el
dominio sobre las cosas se obtiene por la pertenencia al estado de gracia, por lo que
al no ser cristianos, los aborígenes no tendrían dominio sobre sus propiedades y, en
última instancia, sobre su propio ser.
La crítica vitoriana a esta postura es de la mayor relevancia pues, retomando los argumentos
estudiados hasta el presente, considera que la capacidad de dominio de los
aborígenes sobre sí y sobre sus posesiones reside en la condición de imago Dei propia del hombre,
con arreglo a lo establecido en el conocido pasaje del Génesis, 1, 26,
según el cual “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que ellos dominen
los peces del mar, etc.”. Ahora bien: conviene reparar que esta afirmación no vincula
sólo a aquellos que profesan el cristianismo. En opinión de Vitoria, la condición de
imago Dei es propia de todo hombre sin distinción alguna, ya que éste «es imagen de
Dios por su naturaleza, esto es, por sus potencias naturales; luego no lo pierde por el
pecado mortal».
Podría decirse que el círculo de los autores modernos que más han trabajado la relación
persona=dignidad se cierra con la obra de Kant, producida a fines del siglo XVIII.
Este autor distingue con nitidez entre: “los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad,
sino en la naturaleza”, los cuales, “si son seres irracionales” tienen un
“valor relativo como medio, y por ello se llaman cosas”; de “los seres racionales”, a los
que se llama “personas porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos, esto es,
como algo que no puede ser usado meramente como medio y, por tanto,
limita en ese sentido todo capricho (y es un objeto de respeto)”.
El hombre, en efecto, añade, “no es una cosa; no es, pues, algo que pueda usarse
como simple medio”, sino que “debe ser considerado en todas las acciones como fin
en sí”. Y profundiza: “en el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad.
Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que
se halla por encima de toda precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene
una dignidad”. De donde: “aquello que constituye la condición para que algo sea fin en
sí mismo, eso no tiene meramente valor relativo o precio, sino un valor interno, esto
es, dignidad”. Sobre tales bases, concluye el filósofo, es la legislación misma en el
sentido de propia y connatural al hombre la que “debe por eso, justamente, tener una
dignidad, es decir, un valor incondicionado, incomparable, para lo cual solo la palabra
respeto da la expresión conveniente de la estimación racional que debe tributarle”. En
tales condiciones, “la autonomía es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y
de toda naturaleza racional”.
Las palabras del filósofo alemán son claras y han tenido una honda repercusión. Lo
digno es lo que carece de precio; lo que es intocable, inmaculado y su valor es absoluto. Kant cifra
la dignidad humana en la autonomía personal, esto es, en la posibilidad
de que cada uno de nosotros pueda dictar su propia ley (autonomía se origina en las
palabras griegas nomos, ley, y auto, propio); pero, como añade de inmediato, no se
trata de una ley personal en el sentido de una norma mezquina o subjetiva, que solo
atiende los intereses particulares de cada individuo, sino de una ley universal, es decir, una ley
necesaria para todos los seres racionales de modo de: “juzgar siempre
sus acciones según máximas tales que puedan ellos querer que deban servir de leyes
universales”. Se está, en definitiva, ante la idea de una ley objetiva -no subjetiva- que
contiene o incluye a la entera humanidad, por lo que ésta la reconoce como propia.
CONCEPTO FILOSÓFICO-JURÍDICO DE PERSONA
Las consideraciones realizadas a partir del breve recorrido histórico seguido en el punto anterior,
confluyen en lo que se ha denominado la noción “filosófico-jurídico” de persona. En sentido
estricto, tales consideraciones anticipan y fundamentan lo que aquí, de modo sintético, se señalará.
Al respecto, Hervada afirma que ser persona en sentido filosófico connota al ser “que
domina su propio ser”, de donde ese dominio de sí es “el distintivo del ser personal y el
fundamento de su dignidad”.
Dicho dominio contiene, cuanto menos, un triple desglose:
• en primer lugar, engendra “el dominio sobre cuánto le constituye (su vida, su integridad física, su
pensamiento, su relación con Dios, etc.)”;
• en segundo término, alude al despliegue de la personalidad humana, a su desarrollo,
ya que, como añade el autor recién citado, toda persona aspira “obtener sus fines
propios” (ustedes, como estudiantes, a concluir sus estudios; los deportistas, a alcanzar el máximo
rendimiento posible; los padres, a cuidar y brindar consejo a sus hijos, etc.),
• por último, “la capacidad de dominio se extiende a aquel círculo de cosas que encuentra en el
Universo y que, por no ser personas, son seres que no poseen el dominio sobre su propio ser y, en
consecuencia, son radicalmente dominables”.
Tal es el caso de los objetos exteriores, como las plantas que sirven de remedio y alimento para las
personas; las piedras, cuyo despliegue permite un cobijo; los ríos, que sirven para el cultivo y para
la propia nutrición del hombre; los animales, muchos de los cuales cooperan en el trabajo y la
defensa humanas, etc.
Lo expuesto conecta con las notas de libertad y racionalidad anteriormente señaladas.
Hervada profundiza al respecto: el hombre: “no es pieza de un conjunto, sino protagonista de la
historia por medio de decisiones libres; cada hombre es señor de sí, de modo que la sociedad humana es
la armónica conjunción de libertades. En el universo humano la razón sustituye a la fuerza, porque es
un universo libre. Donde hay libertad no hay fuerza sino, en su caso, obligación, que es algo propio del
ser racional”.
El concepto jurídico de persona resulta obviamente comprendido dentro del filosófico,
del que es su necesaria derivación. En este ámbito se trata de mirar al ser humano no
en tanto que tal, sino en relación con los demás, que es como en verdad suceden las
cosas, ya el hombre no está solo en su derrotero vital.
La literatura jurídica ha caracterizado a la persona bajo una triple consideración que,
en todos los casos, resultan conceptualmente asimilables:
• como “sujeto capaz de derechos y obligaciones”;
• como “sujeto titular de derechos y deberes” o
• como el “ser ante el derecho”.
En todas ellas se advierte una nota de la mayor relevancia, a saber, que se está ante
un ser:
• capaz de contraer derechos y obligaciones, esto es, de ejercer por sí (o por sus representantes) su
libertad y de asumir las consecuencias de ello; o,
• que se trata de un sui iuris, es decir, de un sujeto portador de una substancia racional que lo torna
autónomo e incomunicable respecto de los demás seres; o,
• que es un ser ante el derecho, lo cual revela que ya es, y que tal posesión de su ser
y de las operaciones que le son anejas -las que se estructuran como lo suyo-, es recogido y no
creado por el ordenamiento jurídico.
De lo expuesto se derivan las siguientes dos caracterizaciones:
a) el origen natural del concepto de persona y
b) que todos los hombres son persona.
a) Esta primera caracterización apunta a distinguir frontalmente las ideas que fundamentan esta obra
de la que son propias de la teoría conocida como positivismo jurídico, la que se estudiará en la
próxima unidad.
El siguiente ejemplo de Hervada ilustra lo que aquí quiere señalarse: si bien “cualquier sistema de
comunicación oral -todo idioma- es una creación cultural”, sin embargo, “no son culturales sino
naturales la capacidad de hablar, la tendencia a la comunicación oral y el hecho mismo de esa
comunicación”.
De igual modo, si el derecho fuera una creación exclusivamente cultural, significaría
“que el estado natural del hombre sería ajurídico, que nada jurídico habría naturalmente en el
hombre”. Tal conclusión contradice, evidentemente, la noción del hombre como ser substancial y
digno. Si se admite esta tesis, entonces se concede que el ser humano es portador de bienes propios,
que inhieren en él, y que contribuyen a caracterizarlo como ser humano digno.
Con esto quiere decirse que la vida, la salud, la libertad son bienes de cada uno; radicalmente
incomunicables y que requieren de un respeto incondicionado. Esa es la base “natural” del derecho.
Reconocida dicha base, cada sociedad organiza su sistema social de la manera que mejor considera
oportuno. Y ésta última es una dimensión “cultural”, pues es propia de cada pueblo y, por tanto,
admite variantes. Pero, conviene no olvidar que tal variabilidad existe a partir del reconocimiento de
una base común, que es previa y connatural al hombre.
b) La última consideración gravita inexorablemente sobre la siguiente proposición: todos los
hombres son persona. Es que cuanto se predica de uno se aplica a todos, sin excepción. Esta tesis
puede parecer obvia. Sin embargo, en tiempos de una sociedad “estamental” no lo fue y si se
examina con atención, tampoco puede inferirse del “positivismo jurídico”. Ya se ha aludido al
primer ejemplo, habiéndose advertido al estudiarlo que lo relevante reside en la función; el papel o
el rol que cada quien desempeña en la vida social, es decir, en lo accesorio y no en lo que es
común a todo ser humano. En cuanto concierne al positivismo jurídico sólo son personas aquellos
hombres a quienes el derecho positivo reconoce como tales, por lo que el hombre no sería de por sí
titular de derechos naturales.
Las consecuencias de este planteamiento son claras y graves.
• En primer término, como se anticipó, se despoja a la persona humana de toda
juridicidad inherente a ella, es decir, se la priva de derechos suyos por el sólo hecho de ser
persona, lo cual contradice un hecho de experiencia, toda persona es portadora de bienes suyos,
como su vida; su integridad física, etc.
• En segundo lugar, y corolario de lo anterior, dice Hervada que se “destruye cualquier
dimensión natural de justicia, que queda reducida a mera legalidad”. En efecto; si el
hombre no fuese naturalmente sujeto de derecho, entonces no habría sido una injusticia la
esclavitud en las numerosas sociedades que por siglos la practicaron y legislaron y no lo sería en
aquellos lugares donde todavía, de hecho o de derecho, pervive; o la política de apartheid por la
cual ciertas naciones por razón de la raza privaron a determinados grupos, del ejercicio de
determinados derechos; etc.
En definitiva, lo justo pasa a ser lo legal (lo que la ley positiva diga en un caso concreto) y, como es
claro, no cambia las cosas que en la actualidad se reconozca, de manera extendida, la personalidad
jurídica a todas las personas a fin de salvar aquel peligro,
puesto que ello es una cuestión de hecho y no un juicio acerca de la justicia misma de
tal circunstancia, máxime si tal reconocimiento puede desaparecer, si se concibieran
leyes “regresivas” respecto de determinados avances o progresos en materia jurídica.

NOTAS CONCLUSIVAS
En tren de recapitulación, se advierte que el concepto de persona con el que trabaja la
ciencia jurídica y que, como se verá, reciben las legislaciones comparadas, es el resultado de un
dilatado proceso signado por el objetivo de universalizar un reconocimiento
igual a todos los seres humanos.
No se trata -repárese bien- de amputar de los distintos entornos culturales sus características
propias, puesto que tales características, producto -como se verá con mayor
detenimiento en las unidades II y III- de la historicidad humana, además de insustituibles, resultan
imprescindibles, ya que contribuyen a enriquecer el ser del hombre, a
través de las distintas operaciones que pone en acción, a fin de procurar cumplir su
destino individual. Por el contrario, de lo que se trata es de garantizar ese mínimo haz
de exigencias que caracterizan al ser del hombre, sin lo cual nada de su ulterior desarrollo en el
específico contexto social en el que se halla, resultaría posible. Por eso, la
Conferencia Mundial de Derechos Humanos de Viena de 1993 señala que:
“Todos los derechos humanos son universales, indivisibles e interdependientes y están relacionados entre
sí”, de modo que “la comunidad internacional debe tratar los derechos humanos en forma global y de
manera justa y equitativa, en pie de igualdad y dándoles a todos el mismo peso”.
Bajo estas coordenadas, ni el positivismo jurídico entendido en el sentido más clásico
y estricto aquí definido, ni mucho menos, la antigua concepción estamental de la sociedad,
resguardan adecuadamente la condición personal del hombre. Un ejemplo de
ello se encuentra en el artículo 6º de la “Declaración Universal de Derechos Humanos”.
En inglés se dice: “everyone has the right to recognition everywhere as a person before the law”.
Es decir, que ese derecho a ser reconocido como persona (como lo que se es), es
ante la ley. La preposición ante es de la mayor relevancia, porque señala la persona
es portadora de bienes propios o intrínsecos que la hacen esencialmente digna
y que, munida de tal dignidad se presenta ante el derecho, el cual no puede sino
receptar esa dimensión que no crea, sino que recibe y debe contribuir a desarrollar.
En esta misma línea, es igualmente significativo el Preámbulo de la “Declaración Americana de los
Derechos y Deberes del Hombre”, en cuyo segundo considerando se lee
que:
“Los Estados Americanos han reconocido que los derechos esenciales del hombre no nacen del hecho de
ser nacionales de determinado Estado sino que tienen como fundamento los atributos de la personalidad
humana”.
Una vez más, pues, son estos atributos -y no lo que las leyes digan o callen- la razón o
fundamento de los derechos “esenciales”, es decir, inherentes, que los estados “reconocen”, esto es,
que no crean. De ahí que, como concluye Hervada: “el principio de igualdad, la sustitución de la
mentalidad estamental por la sociedad igual y la teoría de los derechos humanos (conjunto de derechos
inherentes a todo ser humano con independencia de cualquier condición como reiteradamente señalan
los documentos internacionales sobre ellos), exigen que de suyo el concepto de persona sea atribuida a
todo ser humano, cualquiera que sea su condición. En este caso, el signo de la historia está en la línea
del derecho natural”.
EL CONCEPTO DE PERSONA EN LA CONSTITUCIÓN NACIONAL
Una rápido repaso al texto y al espíritu de la Constitución Nacional muestra que la tradición jurídica
nacional confronta con la concepción estamental de la persona y su reducción a lo que
expresamente digan los textos positivos. Por de pronto, ya el Preámbulo invita a unirse a los
objetivos que allí se mencionan a todos los hombres del mundo, expresión ésta que, por su
omnicomprensividad, no permite excluir a nadie, en contra de una concepción estamental o fundada
en alguna razón discriminatoria que afecte la noción de persona aquí estudiada, tal y como queda
todavía más claro con la lectura de varias de sus normas. Así, en el art. 16 estipula
categóricamente que: “La Nación Argentina no admite prerrogativas de sangre, ni de nacimiento: no
hay en ella fueros personales ni títulos de nobleza”.

Esta norma que debe completarse con el artículo anterior según el cual “en la Nación
Argentina no hay esclavos; los pocos que hoy existen quedan libres desde la jura de
esta Constitución”, en tanto que los “que de cualquier modo se introduzcan quedan
libres por el solo hecho de pisar el territorio de la República”. Más aún: para dicho artículo 15 “todo
contrato de compra y venta de personas es un crimen de que serán
responsables los que lo celebrasen, y el funcionario que lo autorice”. Es lo lógico, ya
que, concluye el citado art. 16, “todos sus habitantes son iguales ante la ley”, expresión que
obviamente incluye a los extranjeros, como se reafirma en el art. 20, que expresa que “los
extranjeros gozan en el territorio de la Nación de todos los derechos
civiles del ciudadano”.
A su vez, la reforma a la Constitución de 1860 incorporó el actual art. 33, el cual, en
una paradigmática profesión de fe no legalista, estatuye que “las declaraciones, derechos y garantías
que enumera la Constitución, no serán entendidos como negación de
otros derechos y garantías no enumerados”.
Dicho en otros términos: el derecho no es sólo la ley positiva, sino que existen derechos “no
enumerados”, los cuales, a juicio de la norma, tienen su fuente en el “principio de la soberanía del
pueblo” y “la forma republicana de gobierno” que, de conformidad con el debate habido al aprobar
el texto no son otros que los “derechos (…) que son anteriores y superiores a la Constitución
misma…”. Se trata de “…derechos de los hombres que nacen de su propia naturaleza…” y que “no
pueden ser enumerados de una manera precisa. No obstante esa deficiencia de la letra de la ley,
ellos forman el derecho natural de los individuos y de las sociedades, porque fluyen de la razón del
género humano”. (La cursiva no corresponde al original).

EL CONCEPTO DE PERSONA EN EL DERECHO


INFRACONSTITUCIONAL
Las cosas no son diversas en el derecho inferior a la Constitución. El Código Civil es
un adecuado ejemplo de esto. Así, bajo el título genérico de “personas jurídicas” distingue entre:
• las personas de existencia visible (las personas de carne y hueso) y
• las de existencia ideal (sociedades, asociaciones, etc.).
Ambas clases de personas, a juicio del codificador Vélez Sarsfield, son “todos los entes susceptibles
de adquirir derechos, o contraer obligaciones”, definición ésta que
enlaza inequívocamente con la tradición filosófica que cristaliza en Boecio: la persona
es un ente (por eso lo ontológico), de modo que por ya ser, resulta capaz en tanto
que tal y no porque la ley lo diga, de adquirir derechos y obligaciones.
Asimismo, el art. 51, que se refiere a las personas de “existencia visible”, expresa que
se trata de “todos los entes que presentasen signos característicos de humanidad, sin
distinción de cualidades o accidentes”. El texto no puede, en efecto, ser más claro en
cuanto que ya no resultan relevantes las “cualidades” o “accidentes” que puedan
acompañar a una persona (raza, sexo, religión, nacionalidad, mayor o menor altura
física; mayor o menor desarrollo intelectual; mayor o menor posibilidad de sobrevida,
etc.), sino lo “substancial”, aquellas notas que, por ser comunes o naturales a todo ser
humano, lo universalizan y lo hacen acreedor de una dignidad intrínseca. Para decirlo
con el lenguaje de los primeros filósofos occidentales: importa lo “esencial”, la “ousia”
que distingue a todos y cada uno y que los hace sustancialmente dignos.
De algún modo anticipándose a muchos de los debates contemporáneos, Vélez Sarsfield en los arts.
70 y 72 establecieron reglas firmes respecto del comienzo de la existencia humana. En ese sentido,
la existencia no depende de su capacidad de “obrar”,
esto es, de la posibilidad concreta que tienen algunos de realizar ciertas conductas -lo
que es, en última instancia, un mero “accidente”-, sino del hecho de “ser”, más allá del
menor o mayor desarrollo o de sus capacidades físicas o intelectuales. Así, escribe en
el art. 72 que “tampoco importará que los nacidos con vida tengan imposibilidad de
prolongarla, o que mueran antes de nacer, por un vicio orgánico interno, o por nacer
antes de tiempo” (art. 72).
Al explicar el sentido del artículo, Vélez Sársfield desarrolla su fina percepción filosófica del
concepto de persona en la línea de la aquí expuesta. En primer término, el codificador afirma que:
“nuestro artículo no exige la viabilidad del nacido como condición
de su capacidad de derecho” ya que, a título general, “esta doctrina no tiene ningún
fundamento, pues es contraria a los principios generales sobre la capacidad de derecho inherente al
hecho de la existencia de una criatura humana, sin consideración alguna a la mayor o menor
duración que pueda tener esa existencia. Este es el derecho
general y no se comprende qué motivo haya para introducir una restricción respecto al
recién nacido. La muerte que sobrevenga puede provenir de circunstancias exteriores
y no de la no viabilidad”. Y añade: “No porque una persona parezca con signos indudables de una
pronta muerte, queda incapaz de derecho. Sería preciso también que la
ley fijara el tiempo en que el vicio orgánico debía desenvolverse para causar la incapacidad del
recién nacido, y la ciencia no podría por cierto asegurar qué días o qué
horas de vida le quedaban al nacido con un vicio orgánico” (el énfasis se ha añadido
en todos los casos). Vélez Sarsfield, pues, abraza sin subterfugio el concepto de persona fundado en
la substancialidad o esencialidad de todos los entes, con entera prescindencia de su mayor, menor o
incluso nula operatividad pues, como se transcribió, la capacidad de derecho, es decir, la
capacidad basada en el ser del hombre y no la capacidad de hecho,
basada en su obrar, es “inherente al hecho de la existencia de una criatura humana”.
Ésta última, en efecto, es y cómo sagazmente vio Vitoria, resulta susceptible de injusticia en tanto
cualquier ataque lo violenta o hasta lo destruye, con entera prescindencia
de las habilidades o destrezas con que pueda desarrollar su personalidad a lo largo de
su historia.
En nuestros días, Hervada lo ha sintetizado de manera sumamente clara cuando se-
ñala que “conviene distinguir entre el uso del dominio y el dominio en su radicalidad.
Toda persona humana se pertenece a sí misma y en virtud de su misma ontología es
incapaz radicalmente de pertenecer a otra persona. Este dominio radical se manifiesta
en el dominio real, libre, de sus actos. Ahora bien, esta manifestación puede venir obstaculizada
por enfermedades y defectos (dementes, subnormales, etc.); en estos casos cabe una tutela o
cuidado pero no un verdadero y propio dominio -pertenencia en
sentido estricto- sobre la persona; en su radicalidad ontológica, toda persona -aunque
padezca las enfermedades o defectos mencionados-, se pertenece a sí misma”. (La
cursiva no pertenece al original)
Así, en los casos planteados por Hervada la persona no podrá ejercitar tal dominio en
razón de su incapacidad por lo que no podrá hacer uso de su razón. Pero ese más o
menos restringido discernimiento no lo cancela como ser personal sino que, en todo
caso, lo torna acreedor de todos los derechos inherentes a aquél con más uno: el especial resguardo
o cuidado que exige la dignidad de toda persona.
Esta tesis ha sido receptada tanto en la legislación como en la jurisprudencia. En la
primera, la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad (ley
26.378) afirma “la necesidad de promover y proteger los derechos humanos de todas
las personas con discapacidad, incluidas aquellas que necesitan un apoyo más intenso”. A su vez, la
jurisprudencia de la Corte Suprema tiene dicho que ante “la debilidad
jurídica estructural que sufren las personas con padecimientos mentales (…) el derecho debe ejercer
una función preventiva y tuitiva de los derechos fundamentales…”,
por lo que “deviene innegable que tales personas poseen un status particular, que redunda en una
“salvaguardia especial”.

EL CONCEPTO DE PERSONA EN LA JURISPRUDENCIA


Los tribunales, en importantes pronunciamientos, parecen seguir el concepto de persona substancial
y digno que viene dado por la filosofía. Se estudiará el tema a partir
de la siguiente distinción: personas gozan de pleno discernimiento o que tal facultad se
halla relativa o severamente limitada, distinción que no es ingenua ya que, como se
anticipó, buena parte de la discusión contemporánea respecto del ser personal del
hombre se plantea en su ámbito operativo, en la medida en que se tiende a suponer
que, a menor capacidad de ejercicio del ser humano, existen menos fundamentos que
respalden un concepto de persona fundado en la substancialidad-esencialidad del ser.
a. Supuestos de persona con pleno discernimiento
Si el baremo de la personalidad está determinado según las condiciones físicas de una
persona contradicen flagrantemente el concepto de persona defendido en estas páginas. Tal es lo
que la Corte Suprema señaló en la causa “Arenzón”, en la que la parte
actora cuestionó la negativa de la Dirección Nacional de Sanidad Escolar de otorgarle
el certificado de aptitud psicofísica, a fin de poder cursar un profesorado con arreglo a
que no cumplía, entre otras exigencias reglamentarias, con el requisito de estatura
mínima -un metro sesenta decímetros- dispuesto por la Resolución 957/81 , aplicable al
régimen de estudios pertinente. Al respecto, la Corte Suprema confirmó la declaración
de inconstitucionalidad de la mentada resolución, apoyándose, entre otras razones, en
el dictamen del Procurador General, para quien considerar que “el nivel de la altura del
profesor, en la medida en que puede ser superado por la media de los alumnos, es un
factor negativo para el correcto desenvolvimiento de la clase, distan, a mi juicio, de ser
de significación como para constituir el mencionado fundamento” y trasluce “un concepto
discriminatorio impropio de los sentimientos que conforma nuestra moral republicana”.
Por su parte, el voto de los jueces Belluscio y Petracchi, en sintonía con la perspectiva
recién citada, puntualiza que se está ante “una reglamentación manifiestamente irrazonable de los
derechos de enseñar y aprender” (que el voto de mayoría considera
como “esenciales” y “sustanciales” a las personas), por lo que se “afecta la dignidad de
las personas que inicuamente discrimina” (consids. 5º y 4º, respectivamente). Sobre
tales bases, y de consuno con la filosofía substancialista aquí estudiada, expresa que
“lo peor del discurso (…) es la agraviante indiferencia con que en él se deja fuera de
toda consideración los más nobles méritos de los menos talludos (…) como si fuera
posible rebajar las calidades humanas a la mensurabilidad física”, estableciendo “acrí-
ticamente una entrañable e incomprensible relación entre alzada y eficacia…” (consid.
11) (énfasis añadido).
b. Supuestos de personas con disminución de discernimiento
A partir de lo dispuesto por el art. 54 del Código Civil, se examinará si las “personas
por nacer”; los “menores” o los “incapaces” son o no, personas en el sentido hasta
aquí señalado.
a. Personas por nacer
Esta cuestión ha sido desde siempre muy discutida por la ciencia y la filosofía, incidiendo tal
discusión, sobre el derecho. En este último ámbito, el codificador afirma que
se es persona “desde la concepción” (los estudiantes deben examinar, de manera armónica, los arts.
70, 72 y concordantes del Código Civil), pero justamente este punto
(cuándo acaece la concepción) ha sido materia de controversia. Sobre el particular, un
caso célebre en los Estados Unidos por sus cambiantes alternativas, ilustra adecuadamente la
complejidad del tema.
En efecto, en la causa “Davis v. Davis”, que trató el divorcio del matrimonio Davis, se
disputó la tenencia de ciertos embriones conservados en una clínica, a raíz de un tratamiento de
fecundación in vitro que habían realizado los cónyuges. ¿Se está ante
“personas” tal y como se las ha definido y, por tanto, seres humanos que merecen
respeto incondicional? ¿Se está ante “cosas” que pueden dividirse entre los cónyuges,
como cuando se dispone que un inmueble quede en poder de uno y un automóvil en
poder de otro o que, incluso, dado su carácter de “cosas”, pueden ser arrojados a la
basura? ¿Se está ante una realidad distinta a las anteriores?
El tribunal de distrito del Estado de Tennese: “compartió la idea de los siete expertos
médicos liderados por el Dr. Lejeune”, para quienes “mediante la utilización del ADN
se podrían identificar los ‘códigos de vida’ individuales de los embriones humanos y de
tal modo delinear completamente la constitución de ese individuo”. En efecto; “cada
cédula tiene un ácido desoxirribonucleico que es como una ‘huella dactilar’ y que lo
hace fácil de distinguir de otros embriones humanos”. Por ello, concluyó que los embriones tenían
vida “desde el momento de la concepción” y que, en rigor, “no eran embriones sino menores in
vitro”, por manera que invocó la patria potestad y, al considerar que su “mejor interés” era el nacer,
otorgó una guarda provisoria de los “menores” a favor de una de las partes. Se está, pues,
claramente ante la concepción substancial y digna de persona aquí estudiada.
La postura recién expuesta, sin embargo, ha sido resistida por quienes afirman que “el
embrión humano es un tejido humano extracorporal” y, por tanto, un “apéndice del
cuerpo humano”. Entonces, se trataría de una “cosa susceptible de aprehensión”, de
modo que “puede ser algo sujeto a propiedad y por ende, sujeto al dominio de una
persona” quienes, por lo mismo, gozan del “control final” sobre su destino. Esta es la
posición asumida por la Cámara de Apelaciones en el mencionado caso, para la cual
los embriones resultan cosas susceptibles de apropiación y disposición, de modo que
“debían ser tratados como parte del acervo matrimonial” y, por tanto, “divididos como
los demás bienes fungibles del matrimonio”. De ahí que aludió a la necesidad de un
“control conjunto” sobre ellos en lugar de una “custodia conjunta”, terminología que
avala la “posición de que los embriones son cosas y no personas, ya que de las personas se tiene
custodia y no control”.
La distinción recién expuesta ilustra el fundamental distingo entre, por una parte, las
personas incapacitadas de hecho de ejercer su ser personal y los derechos que le son
anejos y, por otra, las cosas, aspecto éste que también ha sido precisado con rigor en
el precedente “Kass v. Kass” en el que un tribunal de apelaciones del estado de New
York autorizó la vigencia de un contrato sobre el destino del embrión humano, asimilándolo a una
cosa, “ya que no se puede contratar sobre el destino de una persona”.
Es claro: si se puede contratar sobre el destino de una persona, quiere decir que la
persona es una cosa, un objeto; no un sujeto de derecho, un ser intocable y, por tanto,
substancial y digno.
Pero el tratamiento del tema no termina ahí. La Corte de Justicia del mencionado Estado
norteamericano adoptó un tercer punto de vista, según el cual el embrión “no es
ni una persona ni una cosa, pero merece un respeto especial”, con sustento, de un
lado, “en el potencial de viabilidad” que ostenta por lo que “no debería ser asimilado a
tejido humano o extracorpóreo”; y, de otro, en que “no ha desarrollado completamente
su estructura biológica”, por lo que “no debería ser asimilado a una persona”. Por eso
concluyó que “el embrión humano merece mayor reconocimiento de personalidad que
una mera cosa aun cuando no es un ser humano”.
b. Los incapaces
El Código Civil, en el citado art. 54 hacer referencia a “dementes” y “sordomudos”. Se
trata de una terminología propia de la época de redacción del texto, que ha sido superada.
• En primer lugar, en la actualidad se advierte un tratamiento más respetuoso de la
persona, en línea con considerarla como un ser substancial y digno (nivel filosófico)
que exige hablar más bien de personas que adolecen de ciertas incapacidades.
• En segundo término, se observa un dato de la experiencia, ya que las incapacidades
de obrar ostentan grados muy diversos (nivel sociológico).
Al respecto, como bien puntualiza Llorens, en esta materia el régimen vigente en nuestro país,
“propio del siglo XIX, produce dos consecuencias gravísimas para el sujeto: la
primea es la falta de matices, pues no se considera la importancia de la ineptitud, ni
para qué cuestiones el sujeto está impedido o afectado. La segunda, es la absoluta
irrelevancia de sus deseos y de su voluntad, aun de los que pueda sanamente formular”. Ante ello,
conviene ponderar, a título general, que de conformidad con la “Convención Interamericana para la
eliminación de todas la formas de discriminación contra
las personas con discapacidad” (ley 25.280) “no es correcto el dictado de una sentencia que
incapacite a una persona para obrar en forma absoluta. Debe precisar para
qué clase de actos lo dispone y en qué medida”. De ahí que acertadamente precisa
este autor que “corresponde sustituir la expresión ‘incapaz’ por ‘discapaz’ en el sentido
de imperfección, dificultad o anomalía en la capacidad”. Es lógico: “cuando determinada persona
no tiene aptitud para ejercer por sí mismo -en igualdad de condiciones con
las demás personas- determinados derechos, podemos decir que se trata de una persona dependiente
en riesgo y necesitada de un régimen de protección jurídica que lo
beneficie y que impida que el aprovechamiento por terceros de esa situación”. Sin embargo, este
beneficio no puede ir más allá de lo estrictamente necesario, puesto que,
de otro modo, se alteraría la finalidad para la que se ha constituido el régimen con directo
detrimento de la substancialidad-dignidad de la persona que es el fundamento
último de aquél.
c. Los menores de edad
La cuestión de la minoría o mayoría de edad (ahora legalmente reducida a 18 años) es
importante porque conecta con el tema de la “discapacidad”. También aquí son obvios
los matices o grados, pues muchos “menores” de edad de hecho razonan y actúan
como “mayores”, en tanto que muchos “mayores” no se comportan como tales. Al igual
que lo ya dicho, el Código Civil adopta un criterio terminante (solo prevé el supuesto
de incapacidad “absoluta”) que ha sido criticado por la doctrina contemporánea.
Ante ello, y más allá de la insoslayable intervención de los padres atento el ejercicio de
la patria potestad, tanto los textos internacionales, como el derecho comparado han
otorgado un creciente protagonismo a los menores. Así, de conformidad al 2º párrafo
del art. 7º del Proyecto original de la Convención de Bioética del año 1994 del Consejo
de Europa, “el consentimiento del menor debe ser considerado como un factor cada
vez más determinante, proporcionalmente a su edad y a su capacidad de discernimiento”. Sobre
tales bases, por ejemplo, en el Reino Unido la Sección 8 del Acta de
Reforma del Derecho de Familia del año 1969 autoriza a los adolescentes de dieciséis
o más años a consentir tratamientos quirúrgicos, médicos y odontológicos, como si
fuesen mayores de edad, prevaleciendo sus deseos por sobre los de sus padres.
Como parece obvio, se trata de un principio general que transita en sintonía con el
máximo despliegue posible de la personalidad humana que es, a su vez, concreción
de la referida nota de substancialidad-dignidad que le es propia, principio éste que, sin
embargo, no excluye las excepciones. Como recuerda Zambrizzi, a partir de la autoridad de
Rabinovich, rige en Gran Bretaña la regla del “menor maduro”, según la cual,
“si bien hasta la mayoría de edad continúa en vigor la patria potestad, a medida que el
menor va madurando, el grado de control paterno debe ir decreciendo”, aunque, matiza, “se duda
sobre la validez de ese consentimiento en el supuesto de que se tratara
del rechazo de una terapia o tratamiento que ofrece un buen pronóstico”. Más aún:
justamente el principio general recién aludido condujo, en ese país, a que un tribunal
autorizara una transfusión de sangre en contra de la decisión tanto de los padres, como del menor de
15 años de edad, todos Testigos de Jehová, en un caso en que éste
último se hallaba enfermo de leucemia. Y, con mayor razón, si se trata de supuestos
en que los menores no se manifiestan o son incapaces, tal y como ha sucedido en los
Estados Unidos, por interpretarse que “ello constituiría un ejercicio abusivo de la patria
potestad, por el cual se incurriría en responsabilidad penal”.

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