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A. Etimología
• Según algunos autores persona proviene del griego prósopon, que designaba el rostro o faz del
hombre y, por extensión, la máscara.
• Para otros, el origen de la expresión es etrusco, phersu, y connota a un personaje enmascarado o
la máscara que lleva puesta.
• Asimismo, para algú n autor romano, como recuerda Hervada, persona deriva “del verbo
personare, que significa resonar con fuerza y por ello se aplicó a las máscaras que, en las
representaciones teatrales, utilizaban los actores”. De cualquier modo, como sintetiza este último
autor, las tres teorías coinciden en señalar como primer significado (…) la máscara, esto es, indica
algo exterior al hombre.
Esta última idea parece capital. La máscara alude a algo exterior al hombre. Luego, no
es lo mismo que el hombre. Habría entonces una distinción entre el ser humano y la
persona por cuanto ésta última refiere al papel que el hombre cumple en la vida social.
La máscara, en efecto, sirve para ocultar la verdadera realidad del enmascarado,
permitiéndole desempeñar un papel diverso del que genuinamente aquél es. El ejemplo de las obras
de teatro es sumamente gráfico, ya que en ellas se asume un papel
que no se corresponde con lo que el ser humano en verdad es.
B. El concepto de persona en roma
La noción recién referida es claramente perceptible en el mundo romano. Al respecto,
Beuchot señala que, en un principio, persona aludió a:
• Las máscaras que usaban los actores en el teatro;
• Luego se le dio el sentido del “papel que juega la persona en la representación escénica” y,
• Por último, “pasó a significar la función del individuo en la sociedad” sin que, en ningún caso,
llegara a “designar al individuo mismo”.
De lo recién transcripto fluye una tesis fundamental: para la realidad greco-romana los
seres humanos no son iguales, pues lo decisivo no es discernir y valorar de modo semejante, ciertas
características comunes a todos los seres humanos sino, más bien, todo lo contrario: interesa
puntualizar el papel; la función; la capacidad o, en fin, el estado de cada quien, no ya en la escena
teatral, sino en el gran teatro de la vida.
Se está, como expresa Hervada, ante una concepción “estamental” de la sociedad,
noción que, por cierto, no es exclusiva del mundo greco-romano, sino que se extiende
a cualquier realidad estructurada, por ejemplo:
• En torno de castas (como sucede todavía hoy en algunos lugares de Asia);
• De seres libres y esclavos (como ocurrió prácticamente en todo el mundo),
• O de nobles, libres y siervos (como fue el caso de la Europa medieval).
Según explica el autor citado, “en términos genéricos (no en rigurosos términos históricos)
llamamos estamental a toda concepción de la sociedad, según la cual los hombres son considerados
desiguales en valor y dignidad, de modo que la sociedad se constituye por estratos de personas o
estados”. A su juicio, “es rasgo típico de la sociedad estamental que la participación en la vida
social -y, en consecuencia, los derechos y deberes de los que cada hombre es titular- depende de la
condición o estado en el que el hombre está inserto y es desigual en función de dichos estados o
condiciones”.
C. La persona, ser substancial y digno
Un giro copernicano en el concepto de persona se produce con el advenimiento de la
tradición judeo-cristiana. Conviene ir por partes. Una primera alteración en ese concepto viene de la
mano de las disputas cristianas respecto de los dogmas de la Santí-
sima Trinidad y de la encarnación de Cristo, ocurridas en el área de influencia griega.
Allí se estableció, en relación con el primer dogma, que Padre, Hijo y Espíritu Santo
constituyen una misma realidad, esto es, una única e idéntica esencia (en griego,
ousía), con tres subsistencias (en griego, hypostasis). ¿Cómo se tradujo hypostasis
al latín? Se empleó la voz persona. De esta manera, afirma Hervada, “sin pretenderlo se creó la
acepción filosófica de la palabra persona: una subsistencia o ser subsistente de naturaleza
intelectual o espiritual”, de donde esta significación, originariamente no nacida en razón del
hombre “resultaba referible a toda subsistencia de naturaleza intelectual, por lo que la
filosofía posterior la aplicó al hombre para explicar determinadas dimensiones de su ser (por
ejemplo, su dignidad)”.
Se advierte con facilidad el cambio que se ha producido en el concepto de persona.
De una noción estamental, que hace referencia al papel que se desempeña
en la vida social, necesariamente diverso, se ha pasado a una idea substancial o esencial: existe algo
común, que une a todos los que son conocidos bajo el nombre de persona.
De este modo, se caracteriza a todas las personas como tales más allá de aspectos
accidentales, esto es, de roles, tareas o funciones siempre diversas; más allá de la
raza, del sexo, de la religión o de la nacionalidad. La incorporación, entonces, de las
características que son propias de la palabra “hypostasis” a la voz persona en el mundo latino, la ha
trasmutado por completo. Se está ante otra noción. Se inicia a partir de entonces, un estimulante
proceso en que los padres de la Iglesia y los primeros filósofos cristianos van configurando esta
nueva significación de la palabra latina “persona”. Aquí interesa precisar la célebre definición de
persona acuñada por el filósofo neo platónico romano Boecio, quien en el siglo V, escribe: persona
es la substancia individual de naturaleza racional.
Se advierte que substancia conecta más con “esencia” (ousia) que con “subsistencia”
(hypostasis) y Beuchot da su parecer: Boecio prefiere persona en el sentido de substancia porque
juzga que “subsistencia dice algo todavía universal”, en tanto que ousia
mienta algo individual. La persona contiene, pues, notas esenciales, esto es, comunes
a todos, pero, al mismo tiempo, la persona es un ser incomunicable; es él y sólo él. De
ahí la nota de “individualidad”.
Por cierto, el hombre es el único ser de la creación que puede gobernar sus actos,
esto es, que no actúa mediante instintos. Puede optar y de hecho, constantemente
realiza elecciones entre diversas alternativas, procurando alcanzar objetivos más elevados o,
simplemente, aquellas que estima más pertinentes para su vida. Todo esto
supone el ejercicio de la libertad lo que remite al empleo de la razón. Por ello Boecio
concluye su definición apelando a la naturaleza racional del hombre.
En conclusión, la noción de persona queda liberada de la entonces dominante dimensión estamental
para pasar a circunscribirse a lo que el ser humano tiene de común y
natural; de substancial o esencial; de racional e individual que, necesariamente, los
torna iguales entre sí.
De igual modo, cabe resaltar en un dato que tiene una importancia superlativa y que
está ya insinuado en la noción de persona aquí perfilada. Como subraya pertinentemente Hervada,
“el significado filosófico de persona encierra en sí, como dimensión
propia de la persona, la socialidad o relacionalidad: la persona no es un ser aislado,
sino un ser-en-relación”. En efecto, en las explicaciones trinitarias (…) se trataba de
expresar subsistencias que se distinguen precisamente por su relación entre sí: el Padre en relación
al hijo (…) y ambos en relación al Espíritu Santo…. De ahí que, concluye, al traducirse al latín la
voz persona, se fundió en una significación, al menos parcialmente, las dos líneas semánticas
señaladas. En efecto; se asumió la nota de ousía (esencia), para resaltar lo individual, lo propio de
cada ser humano. Y se incorporó la nota de hypostasis (subsistencia), en el sentido de que, al igual
que el Padre se relaciona con el hijo, las personas se relacionan con los demás; la persona es un
ser -como escribió Heidegger- que “está con” (mit sein), esto es, que coexiste con los
demás, ya que sin los demás, sería imposible el progreso social. Una segunda alteración en el
concepto de persona, que completa a la anterior, es la que procede de la tradición judía y que
adquiere gran desarrollo durante el Medioevo y luego, con el Renacimiento. Se trata de la influencia
que cobra la expresión dignidad humana, la que procede del Antiguo Testamento a partir del
relato, citado más arriba, según el cual Dios creó al hombre a “imagen y semejanza” suya, de modo
que justamente esa semejanza es lo que explica la nota de la dignidad humana. En efecto; la
persona es un ser humano digno en razón de ser hecho a “imagen y semejanza” de
Dios.
Esta nota fundamental llamó la atención de la filosofía Occidental desde horas tempranas. Beuchot
lo advierte cuando escribe que “el cristianismo pone como principio absoluto de lo que hay, lo
personal: no un algo, sino un alguien” que, en última instancia, es Dios. En efecto; en el horizonte
de la cristiandad, el Dios a cuya imagen fue creado el hombre se presenta de manera personal, por
lo que mucho de la concepción cristiana de la persona se obtendrá por analogía con el Dios
personal. Se trata, pues, de “alguien personal con quien se tiene una relación personal”. No se está
ante una visión fatídica y circular de la historia, sino frente a “una historia de la salvación; tanto del
pueblo o iglesia como del individuo concreto, de la persona existente, que apuesta su existencia a
Dios, para ser salvada por Él”.
En la tardía Edad Media, Tomás de Aquino, profesor de la Universidad de París, retoma esta
enseñanza como sigue: la persona es lo más perfecto y, en cuanto aquí
importa, lo más digno en toda la naturaleza, lo cual es debido a su subsistencia en
la naturaleza racional y añade, “persona es la hipóstasis distinguida por la propiedad relativa
a la dignidad”, de modo que si “lo más digno es subsistir en la naturaleza racional, todo
individuo de naturaleza racional se llama persona”.
Se advierte con facilidad la influencia boeciana en el último tramo de la definición, pero
también se nota el empleo de la palabra “subsistencia” (hypostasis), que Boecio había
preferido en favor de esencia (ousia). Sin embargo, el empleo de estas voces no altera
el significado que ha adquirido la palabra persona y que se ha descripto más arriba.
Ahora bien, lo que aquí interesa destacar es el empleo de la voz dignidad, como sinó-
nimo de lo más perfecto, lo cual es debido a la naturaleza racional de la persona.
Por eso, concluye el Aquinate, lo más digno es subsistir en la naturaleza racional,
es decir, que el hombre sea un ser racional.
La asociación entre dignidad y persona, ya presente en Tomás de Aquino, se torna
muy patente entre los autores renacentistas, época en que la noción de dignidad adquiere una
enorme importancia. Posiblemente el texto más representativo de la época
sea el ya citado Discurso sobre la dignidad humana de Pico della Mirandola, quien
escribe:
“El hombre es llamado y reconocido con todo derecho como el gran milagro y
animal admirable” de modo que “es el ser vivo más feliz y el más digno por ello de
admiración”.
Este reconocimiento no es gratuito sino que se halla revestido de no pocas obligaciones. Así, le
recuerda que “Tú mismo te has de forjar la forma que prefieras para ti,
pues eres el árbitro de tu honor, su modelar y diseñador. Con tu precisión puedes rebajarte hasta
igualarte con los brutos, y puedes levantarte hasta las cosas divinas”. Y
en ese intento, añade, “debemos purificar nuestra alma de los impulsos de nuestras
pasiones por medio de la ciencia moral” y “disipar la tiniebla de la razón con la dialéctica…”, de
modo de alcanzar las tres máximas que caracterizan la mejor personalidad
humana: meden agan (de nada demasiado); Gnothi seauton (conócete a ti mismo);
Ei (atrévete a ser).
Como se advierte de lo transcripto, las máximas encierran un gran densidad intelectual
y constituyen una importante interpelación a cada uno de nosotros. Su puesta en práctica es todo un
desafío, tarea que solo cabe realizar al hombre por medio de un esfuerzo continuado y esforzado,
que pone en primera línea el papel de la libertad y de la razón, notas éstas que explican y justifican
porque se considera a la persona como portadora de “dignidad”, es decir, de una superioridad o
eminencia.
D. El aporte de Francisco De Vitoria y de Immanuel Kant
La época moderna es rica en otros ejemplos en los que se exalta la relación entre persona y
dignidad. El libro expone el caso de diversos autores respecto de los cuales cabe retener dos
nombres: Francisco de Vitoria e Immanuel Kant.
El primero resulta muy importante porque representa la extensión del concepto de persona a los
habitantes americanos, a los que los europeos acaban de conocer luego del
desembarco colombino de 1492. Hoy en día dicha extensión puede parecer banal o
evidente. Pero en aquel momento las cosas no eran tan obvias y, de hecho, fue intensamente
discutida la condición filosófico-jurídica de los aborígenes americanos. El libro
explica algunos de los aspectos de esa discusión, a cuya lectura los remito, dado que
se formulan preguntas en torno de este punto. Aquí interesa retener la tesis fundamental de Vitoria,
distinguido catedrático de la Universidad de Salamanca, quien escribe en 1532 una disertación o
relección sobre los indios americanos.
Su planteamiento se funda en que el orbe todo constituye en cierta medida una república de la
que emana, entre otras consecuencias, un derecho natural de comunicación entre los pueblos
(ius comunicationis), postura ésta que es una ampliación, a escala mundial, del reconocimiento de la
igualdad ontológica de todos los seres humanos. Vinculada la tesis recién expuesta al problema
concreto sobre el que debió expedirse, fluye sin esfuerzo la condición personal (en el sentido
postulado a partir de la interpretación de los primeros teólogos y filósofos cristianos) de los
aborígenes americanos, con lo que, garantizada la igualdad ontológica de éstos respecto de los
demás habitantes del planeta, y planteados a partir de dicho “derecho de comunicación”, otros
derechos-deberes entre las personas, se está ante el primer antecedente de las modernas
declaraciones de derechos humanos.
La tesis de Vitoria se profundiza cuando se opone a la postura que considera que el
dominio sobre las cosas se obtiene por la pertenencia al estado de gracia, por lo que
al no ser cristianos, los aborígenes no tendrían dominio sobre sus propiedades y, en
última instancia, sobre su propio ser.
La crítica vitoriana a esta postura es de la mayor relevancia pues, retomando los argumentos
estudiados hasta el presente, considera que la capacidad de dominio de los
aborígenes sobre sí y sobre sus posesiones reside en la condición de imago Dei propia del hombre,
con arreglo a lo establecido en el conocido pasaje del Génesis, 1, 26,
según el cual “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que ellos dominen
los peces del mar, etc.”. Ahora bien: conviene reparar que esta afirmación no vincula
sólo a aquellos que profesan el cristianismo. En opinión de Vitoria, la condición de
imago Dei es propia de todo hombre sin distinción alguna, ya que éste «es imagen de
Dios por su naturaleza, esto es, por sus potencias naturales; luego no lo pierde por el
pecado mortal».
Podría decirse que el círculo de los autores modernos que más han trabajado la relación
persona=dignidad se cierra con la obra de Kant, producida a fines del siglo XVIII.
Este autor distingue con nitidez entre: “los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad,
sino en la naturaleza”, los cuales, “si son seres irracionales” tienen un
“valor relativo como medio, y por ello se llaman cosas”; de “los seres racionales”, a los
que se llama “personas porque su naturaleza los distingue ya como fines en sí mismos, esto es,
como algo que no puede ser usado meramente como medio y, por tanto,
limita en ese sentido todo capricho (y es un objeto de respeto)”.
El hombre, en efecto, añade, “no es una cosa; no es, pues, algo que pueda usarse
como simple medio”, sino que “debe ser considerado en todas las acciones como fin
en sí”. Y profundiza: “en el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad.
Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que
se halla por encima de toda precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene
una dignidad”. De donde: “aquello que constituye la condición para que algo sea fin en
sí mismo, eso no tiene meramente valor relativo o precio, sino un valor interno, esto
es, dignidad”. Sobre tales bases, concluye el filósofo, es la legislación misma en el
sentido de propia y connatural al hombre la que “debe por eso, justamente, tener una
dignidad, es decir, un valor incondicionado, incomparable, para lo cual solo la palabra
respeto da la expresión conveniente de la estimación racional que debe tributarle”. En
tales condiciones, “la autonomía es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y
de toda naturaleza racional”.
Las palabras del filósofo alemán son claras y han tenido una honda repercusión. Lo
digno es lo que carece de precio; lo que es intocable, inmaculado y su valor es absoluto. Kant cifra
la dignidad humana en la autonomía personal, esto es, en la posibilidad
de que cada uno de nosotros pueda dictar su propia ley (autonomía se origina en las
palabras griegas nomos, ley, y auto, propio); pero, como añade de inmediato, no se
trata de una ley personal en el sentido de una norma mezquina o subjetiva, que solo
atiende los intereses particulares de cada individuo, sino de una ley universal, es decir, una ley
necesaria para todos los seres racionales de modo de: “juzgar siempre
sus acciones según máximas tales que puedan ellos querer que deban servir de leyes
universales”. Se está, en definitiva, ante la idea de una ley objetiva -no subjetiva- que
contiene o incluye a la entera humanidad, por lo que ésta la reconoce como propia.
CONCEPTO FILOSÓFICO-JURÍDICO DE PERSONA
Las consideraciones realizadas a partir del breve recorrido histórico seguido en el punto anterior,
confluyen en lo que se ha denominado la noción “filosófico-jurídico” de persona. En sentido
estricto, tales consideraciones anticipan y fundamentan lo que aquí, de modo sintético, se señalará.
Al respecto, Hervada afirma que ser persona en sentido filosófico connota al ser “que
domina su propio ser”, de donde ese dominio de sí es “el distintivo del ser personal y el
fundamento de su dignidad”.
Dicho dominio contiene, cuanto menos, un triple desglose:
• en primer lugar, engendra “el dominio sobre cuánto le constituye (su vida, su integridad física, su
pensamiento, su relación con Dios, etc.)”;
• en segundo término, alude al despliegue de la personalidad humana, a su desarrollo,
ya que, como añade el autor recién citado, toda persona aspira “obtener sus fines
propios” (ustedes, como estudiantes, a concluir sus estudios; los deportistas, a alcanzar el máximo
rendimiento posible; los padres, a cuidar y brindar consejo a sus hijos, etc.),
• por último, “la capacidad de dominio se extiende a aquel círculo de cosas que encuentra en el
Universo y que, por no ser personas, son seres que no poseen el dominio sobre su propio ser y, en
consecuencia, son radicalmente dominables”.
Tal es el caso de los objetos exteriores, como las plantas que sirven de remedio y alimento para las
personas; las piedras, cuyo despliegue permite un cobijo; los ríos, que sirven para el cultivo y para
la propia nutrición del hombre; los animales, muchos de los cuales cooperan en el trabajo y la
defensa humanas, etc.
Lo expuesto conecta con las notas de libertad y racionalidad anteriormente señaladas.
Hervada profundiza al respecto: el hombre: “no es pieza de un conjunto, sino protagonista de la
historia por medio de decisiones libres; cada hombre es señor de sí, de modo que la sociedad humana es
la armónica conjunción de libertades. En el universo humano la razón sustituye a la fuerza, porque es
un universo libre. Donde hay libertad no hay fuerza sino, en su caso, obligación, que es algo propio del
ser racional”.
El concepto jurídico de persona resulta obviamente comprendido dentro del filosófico,
del que es su necesaria derivación. En este ámbito se trata de mirar al ser humano no
en tanto que tal, sino en relación con los demás, que es como en verdad suceden las
cosas, ya el hombre no está solo en su derrotero vital.
La literatura jurídica ha caracterizado a la persona bajo una triple consideración que,
en todos los casos, resultan conceptualmente asimilables:
• como “sujeto capaz de derechos y obligaciones”;
• como “sujeto titular de derechos y deberes” o
• como el “ser ante el derecho”.
En todas ellas se advierte una nota de la mayor relevancia, a saber, que se está ante
un ser:
• capaz de contraer derechos y obligaciones, esto es, de ejercer por sí (o por sus representantes) su
libertad y de asumir las consecuencias de ello; o,
• que se trata de un sui iuris, es decir, de un sujeto portador de una substancia racional que lo torna
autónomo e incomunicable respecto de los demás seres; o,
• que es un ser ante el derecho, lo cual revela que ya es, y que tal posesión de su ser
y de las operaciones que le son anejas -las que se estructuran como lo suyo-, es recogido y no
creado por el ordenamiento jurídico.
De lo expuesto se derivan las siguientes dos caracterizaciones:
a) el origen natural del concepto de persona y
b) que todos los hombres son persona.
a) Esta primera caracterización apunta a distinguir frontalmente las ideas que fundamentan esta obra
de la que son propias de la teoría conocida como positivismo jurídico, la que se estudiará en la
próxima unidad.
El siguiente ejemplo de Hervada ilustra lo que aquí quiere señalarse: si bien “cualquier sistema de
comunicación oral -todo idioma- es una creación cultural”, sin embargo, “no son culturales sino
naturales la capacidad de hablar, la tendencia a la comunicación oral y el hecho mismo de esa
comunicación”.
De igual modo, si el derecho fuera una creación exclusivamente cultural, significaría
“que el estado natural del hombre sería ajurídico, que nada jurídico habría naturalmente en el
hombre”. Tal conclusión contradice, evidentemente, la noción del hombre como ser substancial y
digno. Si se admite esta tesis, entonces se concede que el ser humano es portador de bienes propios,
que inhieren en él, y que contribuyen a caracterizarlo como ser humano digno.
Con esto quiere decirse que la vida, la salud, la libertad son bienes de cada uno; radicalmente
incomunicables y que requieren de un respeto incondicionado. Esa es la base “natural” del derecho.
Reconocida dicha base, cada sociedad organiza su sistema social de la manera que mejor considera
oportuno. Y ésta última es una dimensión “cultural”, pues es propia de cada pueblo y, por tanto,
admite variantes. Pero, conviene no olvidar que tal variabilidad existe a partir del reconocimiento de
una base común, que es previa y connatural al hombre.
b) La última consideración gravita inexorablemente sobre la siguiente proposición: todos los
hombres son persona. Es que cuanto se predica de uno se aplica a todos, sin excepción. Esta tesis
puede parecer obvia. Sin embargo, en tiempos de una sociedad “estamental” no lo fue y si se
examina con atención, tampoco puede inferirse del “positivismo jurídico”. Ya se ha aludido al
primer ejemplo, habiéndose advertido al estudiarlo que lo relevante reside en la función; el papel o
el rol que cada quien desempeña en la vida social, es decir, en lo accesorio y no en lo que es
común a todo ser humano. En cuanto concierne al positivismo jurídico sólo son personas aquellos
hombres a quienes el derecho positivo reconoce como tales, por lo que el hombre no sería de por sí
titular de derechos naturales.
Las consecuencias de este planteamiento son claras y graves.
• En primer término, como se anticipó, se despoja a la persona humana de toda
juridicidad inherente a ella, es decir, se la priva de derechos suyos por el sólo hecho de ser
persona, lo cual contradice un hecho de experiencia, toda persona es portadora de bienes suyos,
como su vida; su integridad física, etc.
• En segundo lugar, y corolario de lo anterior, dice Hervada que se “destruye cualquier
dimensión natural de justicia, que queda reducida a mera legalidad”. En efecto; si el
hombre no fuese naturalmente sujeto de derecho, entonces no habría sido una injusticia la
esclavitud en las numerosas sociedades que por siglos la practicaron y legislaron y no lo sería en
aquellos lugares donde todavía, de hecho o de derecho, pervive; o la política de apartheid por la
cual ciertas naciones por razón de la raza privaron a determinados grupos, del ejercicio de
determinados derechos; etc.
En definitiva, lo justo pasa a ser lo legal (lo que la ley positiva diga en un caso concreto) y, como es
claro, no cambia las cosas que en la actualidad se reconozca, de manera extendida, la personalidad
jurídica a todas las personas a fin de salvar aquel peligro,
puesto que ello es una cuestión de hecho y no un juicio acerca de la justicia misma de
tal circunstancia, máxime si tal reconocimiento puede desaparecer, si se concibieran
leyes “regresivas” respecto de determinados avances o progresos en materia jurídica.
NOTAS CONCLUSIVAS
En tren de recapitulación, se advierte que el concepto de persona con el que trabaja la
ciencia jurídica y que, como se verá, reciben las legislaciones comparadas, es el resultado de un
dilatado proceso signado por el objetivo de universalizar un reconocimiento
igual a todos los seres humanos.
No se trata -repárese bien- de amputar de los distintos entornos culturales sus características
propias, puesto que tales características, producto -como se verá con mayor
detenimiento en las unidades II y III- de la historicidad humana, además de insustituibles, resultan
imprescindibles, ya que contribuyen a enriquecer el ser del hombre, a
través de las distintas operaciones que pone en acción, a fin de procurar cumplir su
destino individual. Por el contrario, de lo que se trata es de garantizar ese mínimo haz
de exigencias que caracterizan al ser del hombre, sin lo cual nada de su ulterior desarrollo en el
específico contexto social en el que se halla, resultaría posible. Por eso, la
Conferencia Mundial de Derechos Humanos de Viena de 1993 señala que:
“Todos los derechos humanos son universales, indivisibles e interdependientes y están relacionados entre
sí”, de modo que “la comunidad internacional debe tratar los derechos humanos en forma global y de
manera justa y equitativa, en pie de igualdad y dándoles a todos el mismo peso”.
Bajo estas coordenadas, ni el positivismo jurídico entendido en el sentido más clásico
y estricto aquí definido, ni mucho menos, la antigua concepción estamental de la sociedad,
resguardan adecuadamente la condición personal del hombre. Un ejemplo de
ello se encuentra en el artículo 6º de la “Declaración Universal de Derechos Humanos”.
En inglés se dice: “everyone has the right to recognition everywhere as a person before the law”.
Es decir, que ese derecho a ser reconocido como persona (como lo que se es), es
ante la ley. La preposición ante es de la mayor relevancia, porque señala la persona
es portadora de bienes propios o intrínsecos que la hacen esencialmente digna
y que, munida de tal dignidad se presenta ante el derecho, el cual no puede sino
receptar esa dimensión que no crea, sino que recibe y debe contribuir a desarrollar.
En esta misma línea, es igualmente significativo el Preámbulo de la “Declaración Americana de los
Derechos y Deberes del Hombre”, en cuyo segundo considerando se lee
que:
“Los Estados Americanos han reconocido que los derechos esenciales del hombre no nacen del hecho de
ser nacionales de determinado Estado sino que tienen como fundamento los atributos de la personalidad
humana”.
Una vez más, pues, son estos atributos -y no lo que las leyes digan o callen- la razón o
fundamento de los derechos “esenciales”, es decir, inherentes, que los estados “reconocen”, esto es,
que no crean. De ahí que, como concluye Hervada: “el principio de igualdad, la sustitución de la
mentalidad estamental por la sociedad igual y la teoría de los derechos humanos (conjunto de derechos
inherentes a todo ser humano con independencia de cualquier condición como reiteradamente señalan
los documentos internacionales sobre ellos), exigen que de suyo el concepto de persona sea atribuida a
todo ser humano, cualquiera que sea su condición. En este caso, el signo de la historia está en la línea
del derecho natural”.
EL CONCEPTO DE PERSONA EN LA CONSTITUCIÓN NACIONAL
Una rápido repaso al texto y al espíritu de la Constitución Nacional muestra que la tradición jurídica
nacional confronta con la concepción estamental de la persona y su reducción a lo que
expresamente digan los textos positivos. Por de pronto, ya el Preámbulo invita a unirse a los
objetivos que allí se mencionan a todos los hombres del mundo, expresión ésta que, por su
omnicomprensividad, no permite excluir a nadie, en contra de una concepción estamental o fundada
en alguna razón discriminatoria que afecte la noción de persona aquí estudiada, tal y como queda
todavía más claro con la lectura de varias de sus normas. Así, en el art. 16 estipula
categóricamente que: “La Nación Argentina no admite prerrogativas de sangre, ni de nacimiento: no
hay en ella fueros personales ni títulos de nobleza”.
Esta norma que debe completarse con el artículo anterior según el cual “en la Nación
Argentina no hay esclavos; los pocos que hoy existen quedan libres desde la jura de
esta Constitución”, en tanto que los “que de cualquier modo se introduzcan quedan
libres por el solo hecho de pisar el territorio de la República”. Más aún: para dicho artículo 15 “todo
contrato de compra y venta de personas es un crimen de que serán
responsables los que lo celebrasen, y el funcionario que lo autorice”. Es lo lógico, ya
que, concluye el citado art. 16, “todos sus habitantes son iguales ante la ley”, expresión que
obviamente incluye a los extranjeros, como se reafirma en el art. 20, que expresa que “los
extranjeros gozan en el territorio de la Nación de todos los derechos
civiles del ciudadano”.
A su vez, la reforma a la Constitución de 1860 incorporó el actual art. 33, el cual, en
una paradigmática profesión de fe no legalista, estatuye que “las declaraciones, derechos y garantías
que enumera la Constitución, no serán entendidos como negación de
otros derechos y garantías no enumerados”.
Dicho en otros términos: el derecho no es sólo la ley positiva, sino que existen derechos “no
enumerados”, los cuales, a juicio de la norma, tienen su fuente en el “principio de la soberanía del
pueblo” y “la forma republicana de gobierno” que, de conformidad con el debate habido al aprobar
el texto no son otros que los “derechos (…) que son anteriores y superiores a la Constitución
misma…”. Se trata de “…derechos de los hombres que nacen de su propia naturaleza…” y que “no
pueden ser enumerados de una manera precisa. No obstante esa deficiencia de la letra de la ley,
ellos forman el derecho natural de los individuos y de las sociedades, porque fluyen de la razón del
género humano”. (La cursiva no corresponde al original).