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Los Hermanos Lidenbrock
Los Hermanos Lidenbrock
Y así empezó.
¿Quién diría que una carta tan insignificante podría destruir todo?
Bueno, mucha gente lo pasaría por alto, pero aquella carta lo cambió todo.
—Su padre se ha ido.—Contó la mujer, lágrimas brillantes y frescas bordeando sus ojos, un
torrente que no paraba cuando arrojó el papel sellado al suelo y se deshizo en llanto.
Los tres muchachos la miraron en silencio hasta que la comprensión finalmente llegó.
—¿A dónde?—Preguntó el más pequeño de todos, aún sin entender lo que sucedía. Una
gran sonrisa apareció en su rostro cuando dijo:—¿Fue a un viaje otra vez? ¿Nos traerá
regalos?—Cuestionó, la emoción palpable en su voz. La señora, sin ganas de explicarle al
pequeño la verdad, solo asintió débilmente.
—Sí, hijo mío. Tu padre se fue de viaje a un lugar muy lejano.—Y, habiendo dicho eso, su
voz se quebró. En parte por la mentira hacia Louis, y en parte por la dolorosa pérdida.
Jean, el mayor de los Lidenbrock, se armó de valor para sostener la carta en el suelo.
En esencia, la carta decía que la noche pasada, encontraron el cuerpo de su padre, que
yacía sin vida en una de las aceras de un pueblo aledaño. No había motivos aparentes
explicados, pero decia que la información fue enviada a la comisaría para investigación.
Se contuvo de llorar. Sin su padre, él era el único soporte firme que su familia tenía. Su
madre, ya algo entrada en años, había dejado la juventud atrás y todo lo que venía con ella.
Ya no podía trabajar adecuadamente, pues sus manos, que habían cargado con el peso de
ser una empleada doméstica a tiempo completo durante mucho, ya no podían ejercer mayor
esfuerzo que cosas mínimas, como cosechar sus alimentos en el huerto, o cuidar de
algunos animales en el establo.
(...)
O así lo descubrieron Jean y Fancine después de algunos meses esforzándose por llevar
alimento a la mesa. En su pequeño pueblo, las plazas de empleo eran pocas, y el salario
era aún más escaso. Jean hacía lo que podía, unas semanas ayudando en el taller del
herrero, otras en una manufacturera, y unas pocas más despejando vías para la
construcción del único ferrocarril que pasaría por el lugar.
Fancine, en cambio, había tratado lo más que pudo siguiendo los pasos de su madre como
empleada doméstica, enfrentándose al maltrato y baja remuneración del oficio.
En algún momento, esa rutina se volvió agotadora; ninguno de los dos tenía ganas de
soñar, de vivir como deberían. Se habían atado a la amargura de una vida que no querían.
Su madre, al ver que les había causado tal sufrimiento, decidió hacer algo por ellos.
—Ha llegado una nueva carta de la comisaría.—Anunció ella, sentándose junto con sus dos
hijos junto al calor de la chimenea. Jean se apresuró a tomar el papel y romper el sello, pero
vió que este ya había sido abierto antes. Con gesto interrogante empezó a leer el contenido
de la carta.
El documento explicaba que su padre había sido asesinado la misma noche por un grupo
de comerciantes con los que el hombre tenía una deuda. Simple y sencillo. Pero no era lo
único. En una letra más pequeña, hecha a mano, se indicaba que dichos comerciantes
estaban en Estrasburgo, Francia. Era lejano, sí. Pero también prometía un buen futuro para
su familia.
Jean se dió cuenta de inmediato de lo que estaba sucediendo. Pero fingió que no, mirando
de reojo a su madre y ocultando una sonrisa.
—No es la principal.—Afirmó Jean.—Pero podemos llegar por tierra. Mamá tiene razón,
Fancine. ¿No es una buena oportunidad?—Preguntó. Lo había considerado. No lograrían
subsistir si las condiciones de empleo en su pueblo continuaban de esa forma.
—¿Y Louis?
••
Después de unos días de prepararse con equipaje, los tres hermanos estaban listos para
partir.
—Lo siento, mamá. Parece que no tendrás la postal que te prometí después de todo.—Se
disculpó. Para la mujer fue imposible no sonreír, atrayendo a sus tres hijos en un abrazo.
—Cuídense entre ustedes, ¿entendido? Son lo único que conservarán aunque lo pierdan
todo.—Aconsejó su madre.
En cierta manera, los Lidenbrok se sintieron mal por dejar sola a su madre mientras ellos
viajaban. Por tomar los caballos más fuertes, el carruaje viejo de su padre y todos los
ahorros de la familia. Era egoísta. Así se sentían.
Pero Jean sabía que su madre quería lo mejor para ellos. Y lo entendía.
Lo aceptaba, porque sabía que al final era lo que la mujer deseaba. No podía culparla.
(...)
En realidad, no habían avanzado mucho. Casi todo el día había acabado y apenas habían
logrado salir de su pueblo. De hecho, era la primera vez que iban más lejos del lugar, en
medio de las montañas, y ese era simplemente el principio de su viaje.
Por supuesto, no podían vivir viajando para siempre, y tampoco tenían suficientes recursos,
por lo que, en algún punto tenían que buscar otras maneras de subsistir.
Su primera semana de viaje transcurrió sin problemas. Pero, como habían anticipado,
prontamente tuvieron que detener su viaje a causa de la falta de recursos.
Jean miró su mapa con un suspiro. Aún estaban lejos de llegar a la capital. Desde allí, sería
más fácil llegar, e incluso podrían pagar un boleto en tren y devolver los caballos a su
madre.
—¿Ya llegamos a Francia?—Preguntó Louis, por millonésima vez. A esas alturas, Fancine
se dió cuenta de que cuidar a su hermano resultaba más difícil conforme el tiempo que
pasaba. Y aquella dichosa pregunta se repetía al menos tres veces al día, todos los días.
—Así parece—Bufó la joven, con la cabeza agachada. Sabía que su hermano tenía razón.
Lo sabía, pero no iba a admitirlo.
A decir verdad, no se diferenciaba mucho de su pueblo natal. Una pequeña plaza con una
pileta en el centro, pequeños locales genéricos, gente viviendo sin preocupaciones
extremas. Casi como en su hogar. Casi, si no hubiera sido porque se veía más brillante,
menos cansado.
Pasearon en los alrededores hasta que se encontraron con Jean y una anciana hablando
amenamente. Louis quiso acercarse, pero Fancine lo evito.
—Estos son mis hermanos.—Anunció el mayor.—No le darán problemas, y nos iremos tan
pronto como podamos.—Continuó. La anciana asintió con una débil sonrisa, dejándoles el
camino libre para entrar a su enorme casa.
—Será bueno para nosotros tener un poco de compañía.—Sonrió ella, invitándolos a pasar.
—...¿Nosotros? Creí que había dicho que estaba sola.—Recordó Jean, extrañado.
—Ah, es cierto. Estoy sola.—Confirmó, un tono extrañamente oscuro en su voz. Por un
momento, Jean dudó de su decisión. Pero era todo lo que tenían.
•••
Nuevamente, las semanas transcurrieron entre conseguir dinero y tratar de ahorrar un poco
para continuar con su viaje, pero, por más que intentaban, les resultaba casi imposible.
Entre sus gastos personales, el pequeño cuarto que rentaban a la anciana y el espacio en el
establo del pueblo que tenían para sus caballos, las cosas no parecían ir bien.
A pesar de ello, la vida transcurría sin problemas. Pasó un mes. Luego dos. Luego seis
desde que recibieron noticias de su madre.
La luna llena se miraba hermosa y grande a través de los barrotes de madera de la ventana,
su luz plateada entrando como pequeñas volutas brillantes. Jean y Fancine abrieron la
carta, solo para encontrarse algo que, quizá, muy en el fondo de sí mismos, ya esperaban.
Su madre había fallecido. Una enfermedad que los sanadores no entendieron, que fue
deteriorando de a poco y terminó por matarla.
Fancine cayó al suelo, sin poder evitar que su llanto viniera acompañado de gritos
desgarradores y tristes.
—Pero…
—No es una pregunta.—Terminó por decir. El más pequeño de los Lidenbrok obedeció sin
quererlo realmente, y sus dos hermanos mayores pudieron asimilar aquella sentencia.
Y, nuevamente, Jean se contuvo de llorar. Fancine, por su parte, no pudo dejar de gritar y
sollozar desesperada, que le devolvieran a su madre.
Después de todo le tenía mucho aprecio por tanto tiempo que habían pasado juntas. La
joven no fue a la escuela, pero sí aprendió a leer, escribir y algo de matemáticas, historia y
ciencia con su madre. Aprendió a cocinar, a coser, a lavar y a cuidar de los animales,
aprendió todo con ella.
—...¿Puedes… puedes bajar un poco la voz, por favor?—Pidió firmemente, su voz casi
saliendo fría. Si bien era normal escucharlo hablando de esa forma con cualquier
desconocido, no lo era cuando se trataba de su familia.
Pero la puerta del baño se abrió estrepitosamente, dejando ver al más pequeño de todos
con lágrimas en los ojos, labios entreabiertos y el dolor en su expresión.
—No continuaré con tu mentira.—Masculló entre dientes para que solo Jean pudiera oírla.
Si bien era cierto que Louis era algo tonto e ingenuo, no podía negar lo que su hermana
acababa de decir. Esas palabras ya habían llegado a su corazón.
—¡Louis, no!—Gritó Fancine en vano. A esa hora no se podía salir, lo dictaban las normas
de la anciana.
No lo iban a dejar huir. Era pequeño, así que no pudo haber ido lejos. O eso esperaban.
Salieron tan pronto como pudieron, buscando al niño entre la oscuridad de los pasillos,
ligeramente atenuados por la luz de los candelabros que había en algunos lugares.
—¡Eso no significa que no deba saber la verdad!—Gritó, tan alto que pudo escucharse a sí
misma como eco en los pasillos.
—¡Louis!—Gritaron a la vez.
••••
Sus piernas eran pequeñas. Estaba cansado, y perdido. Nunca había caminando solo en
ese enorme lugar. Y menos a oscuras.
Su llanto no le permitía ver por dónde caminaba, por lo que terminó tropezando con unas
escaleras que no pudo ver, terminando por golpearse con fuerza la cabeza.
No lo entendía.
No, quería volver al pasado. Donde toda la familia Lidenbrock vivía en paz. Todos juntos.
No como ahora.
Nunca hubo viaje. Su padre estaba muerto. Su madre estaba muerta. ¿Desde cuándo? No
sabía. Y no sabía si su hermano continuaría diciéndole que su padre volvería con regalos
para todos en caso de que él no se hubiera enterado la verdad.
Se sentía furioso. Frustrado, dolido. Pequeño, como una hormiga en un mundo de gigantes.
Incapaz, insignificante.
Era un niño, sí. Creía en hadas y ratones especiales, creía en un viejo barbudo que le daba
regalos todos los inviernos. Creía que sus padres estaban vivos.
La gente que iba a alojarse en ese lugar no se quedaba mucho tiempo. Siempre se
preguntó por qué, y sus hermanos—hasta donde Louis sabía—, tampoco tenían ni idea.
Entonces, ¿por qué podía sentir la presencia de alguien más en el aire, como si se mezclara
con la oscuridad?
Se puso de pie, su cuerpo temblaba. Jamás había corrido tanto, más que por unos campos
persiguiendo a las ovejas o espantando a los cuervos. Pero su instinto le dijo que debía
seguir adelante.
Emprendió una carrera lo más rápido que pudo. La presencia pasó de ser algo calmado e
intangible a sentirse cerca, pasos gigantes resonando. Ya no huía de la verdad, no huía de
sus hermanos. Estaba huyendo de algo real. Algo que respiraba, que se movía, y que lo
quería a él.
Sentía que había oscuridad infinita tras suyo, intentando engullirlo. Sus piernas ya no
soportaban. Vió una puerta. La abrió con rapidez, esperando esconderse de algo de lo que
no podía ocultarse.
Pero no vió otra habitación. Vió la salida. Esa puerta enorme que daba a la plaza, ahora
desierta y oscura, y tomó una decisión: saldría de allí.
Y así lo hizo.
Por un momento llegó a considerar que todo era un sueño. Que despertaría nuevamente
con sus hermanos. O mejor aún, que despertaría en su hogar. Con su familia.
—¡Louis!—Llamaban las voces. Volvió a correr. No supo cuanto, solo supo que se había
detenido en algún punto desconocido, cayendo al suelo con fuerza.
Lágrimas se deslizaron por sus ojos, y se sintió como lo que era: solo un niño. No podía ser
más. Nunca iba a ser más.
Y aunque su cabeza se golpeó tan fuerte contra el pavimento que pudo sentir líquido
bajando por su cuello, no despertó.
Uno…
Dos…
No pudo llegar a tres. Sus ojos se cerraron. Oyó un grito. Pero no pudo hacer nada.
Después de todo, era un niño.
•••••
Fancine empezó a pensar que realmente fue su culpa. Intentaba no llorar, pero las lágrimas
se deslizan solas cada vez que recordaba esa noche.
Una lágrima cayó por la mejilla de la joven mientras miraba a su hermano con alivio.
—¿Lo encontraron?
—Sí. En cuanto estemos con él me disculparé por haberle mentido. Y entonces partiremos
nuevamente. Estaremos solo a unas cuantas millas de Francia si salimos de aquí.—Explicó,
y ambos se llenaron de determinación.
(...)
Su madre ya no estaba. Su padre tampoco. Debían aceptarlo, porque esa era la realidad.
Y, como la mujer le había dicho a Jean antes de partir, todo lo que tenían eran ellos
mismos.
Seguían siendo los Lidenbrock. Una familia. Y Debían llegar a Francia juntos, porque era lo
que su madre quería.
—¿Y qué haremos en Estrasburgo?—Preguntó Fancine.—Mamá dijo que allí estaban esos
comerciantes.—Recordó.
Una lágrima se saltó mientras leía. Eso era lo que la mujer quería para sus hijos. Agradeció
silenciosamente a su hermano por hacer eso por ellos.
—¡Jean!—Oyeron una voz, y seguidamente, el pequeño Louis estaba corriendo a los brazos
de su hermano mayor, quien lo cargó con gusto. Detrás de él había una mujer, no tan joven
pero evidentemente triste, y justo tras ella, el comisario del pueblo.
—Lo sentimos por las molestias. Y gracias otra vez.—Terminó por completar Fancine. No
hubo nada más que decir. Los tres Lidenbrock se retiraron hacia sus caballos, listos para
partir.
—No, tenías razón cuando dijiste que ya lo entendería. Solo, no mientas así la próxima vez.
—Sonrió el menor.
—No, no queremos próxima vez.—Se unió Fancine. Los tres hermanos terminaron por
sonreírse mutuamente, y, con un simple y rápido abrazo, partieron.
Ya comprendían lo que su madre les dijo: solo se tenían los unos a los otros. Eran una
familia. Y lo serían siempre, sin importar lo que pasara. Pero, ahora, a diferencia de en el
pasado, no dejarían que los problemas los separaran.
Los ojos de Jean, por primera vez, se llenaron de lágrimas.Sus hermanos vitoreaban de
alegría.