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El edredón rojo

Era una perfecta tarde de otoño. Observé por la ventana; las hojas amarillas se desprendían de los
árboles como acompañando al viento en un baile con una cadencia única.

El canto de los pájaros fue el llamado definitivo a dejar la comodidad de mi sillón para ir a
contemplar la naturaleza, en un contacto más pleno.

Afuera de la cabaña estaba frío, por lo que me envolví en el edredón rojo que mamá me había
regalado la Navidad pasada. Todavía conservaba su perfume. La nostalgia se hizo presente y me
cobijó aún más que esa delicada manta.

Mientras caminaba por el bosque, sólo podía concentrarme en el placentero cantar de las aves
que se acoplaba, en perfecta comunión, con el crujir de las hojas secas desarmándose bajo mis
pies.

Estaba tan embelesada con ese obsequio holístico que me brindaba la naturaleza que, sin darme
cuenta, recorrí una gran distancia llegando a un sitio que desconocía. En ese lugar, el camino que
venía recorriendo se bifurcaba y no había ningún cartel que anticipara hacia donde se dirigía cada
uno.

Me quedé pensando si debía aventurarme y elegir alguno de los caminos para continuar mi paseo
o volverme hasta la cabaña. Ya estaba oscureciendo. Entonces, decidí regresar.

En el camino de retorno, a poca distancia de aquella bifurcación, la puerta de una casita que
estaba al lado del camino se abrió ruidosamente y de ella salieron una mujer que con dulzura le
decía a una niña: - Llevale estas empanaditas porque a ella le encantan, mientras le daba una
delicada canastita de mimbre que la chiquilla sostuvo con sus manos.

Dirigí mi mirada hacia la pequeña que le dio un beso a la mujer y salió de la casucha dando saltos
alegremente. Cuando estaba llegando a su lado, me llamó tremendamente la atención el abrigo
que llevaba puesto, se parecía mucho al edredón que yo llevaba puesto… la misma textura y el
mismo intenso color rojo, con la única diferencia que su abrigo tenía una especie de caperuza que
la niña llevaba prolijamente sobre su cabeza.

Me detuve y quedé observándola por un instante, ella me miró y fue en ese momento que caí en
cuenta de lo pequeña que era. De inmediato, recordé los consejos de mi madre cuando éramos
niños y salíamos de casa: “no salgan de noche porque es peligroso”, “no hablen con extraños” …
casi automáticamente y sin poder evitarlo me acerqué a la niñita y le dije (contrariando el segundo
consejo de mi madre): - ¿Te vas a ir solita caminando por este bosque tan oscuro?, ¡es muy
peligroso! Y, cuando me disponía a compartirle mi tercer consejo, la pequeña abrió muy grandes
los ojos, pero más grande se abrió su boca cuando empezó a llorar mientras gritando decía: -
¡Mamá!, ¡mamá! ¡una mujer extraña me está hablando! De pronto, se oyó el mismo chirrido de la
puerta de aquella pequeña casita y de ella salió nuevamente la mujer que había visto, que
obviamente resultaba ser la madre, cosa que comprobé, otra vez, cuando ella también comenzó a
gritarme desaforadamente: ¿Qué le está haciendo a mi hija?, ¡no se le acerque porque es usted
una desconocida!
Quedé impactada ante rapidez en que se habían dado todos los sucesos. Me sonrojé, le pedí
disculpas a la madre y a la hija, me envolví con mi edredón rojo formando una caperuza sobre mi
cabeza para ocultar, de alguna manera, mi pudor y proseguí mi caminata de regreso.

En ese momento me sentía muy avergonzada, pero a la vez orgullosa, si, orgullosa… orgullosa que
todavía hubieran madres que aconsejaran a sus hijas que no hablen con extraños y que aunque
ellas no pudieran estar de manera constante al lado de sus hijos, escoltándonos personalmente,
siempre van a haber perfumados edredones rojos representando la seguridad y el cuidado
materno que nos acompaña a donde vayamos…

FIN

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