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I

C uentan las crónicas del n�turalismo literario que, en las pos­


trimerías del siglo XIX, Emile Zola quiso escribir una nove­
la sobre amores homosexuales. Pero no se atrevió: desistió al fin
de su intento y terminó regalando toda su documentación y las
notas que había recogido a un amigo, quien se sirvió por cierto
de ellas para escribir un tratado sobre la perversión_sexual... Algo
parecido le oéurrió por las mismas fechas a Stephen Crane, el
introductor del realismo en la literatura estadounidense: consta
en sus biografías que a él lo desanimaron sus seres más cercanos,
horrorizados ante la idea de que el admirado escritor pudiera
explorar semejante universo de vicios inmundos.
Desde luego, no corrían buenos tiempos por aquel entonces
para la homosexualidad, ni siquiera como tema literario. Si el
"pecado nefando" había sido despreciado y perseguido tradicio­
nalmente por la cultura cristiana, la segunda mitad del siglo XIX,
con su normalización de los principios burgueses, su énfasis en
la innata bondad de la familia, su oficializada devoción por la vir­
tud -acompañada, como suele ser habitual, de las mayores depra­
vaciones en las vidas secretas-, lo convirtió en un horrendo cri­
men cuya exhibición pública debía ser castigada con la mayor
dureza: el juicio a Osear Wilde en 1895 y su condena a dos años

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II

L a vieja y gloriosa corbeta ni siquiera se parecía ya-¡qué lás­


tima!- al navío de otros tiempos, aquel sugestivamente deli­
cioso, perfectamente radiante, como una galera de leyenda, blan­
ca y leve en alta mar, que acometiese serena el relieve de las olas...
Ahora tenía un aspecto muy distinto, con su casco negro, con
sus velas sucias de verdín, sin el espléndido aire marcial que entu­
siasmaba a la gente en los buenos tiempos de la gran marinería.
Vista desde lejos, en la infinita extensión azul, se habría dicho
ahora la sombra fantasmagórica de un barco aventurero. Todo
había cambiado en la vieja carcasa flotante, desde la blancura
límpida y triunfal de las velas hasta la primitiva pintura del casco.
Y sin embargo -esquife de mal augurio-, navegaba, singlaba
las agua de la patria, casi lúgubre en su marcha pausada; nave­
gaba, no semejante a una enorme garza blanca que cruzase como
una flecha la líquida planicie, sino lenta, pesada, igual que si fuera
un gran murciélago apocalíptico de alas abiertas sobre la mar...
Hacía poco que había entrado en la región de las calmas: las
velas empezaban a batir débiles, blandas, hinchándose a cada
tumbo, para recaer después, con un golpe sordo e igual, en el
mismo abandono somnoliento; el viaje se volvía monótono; la
ancha superficie del océano se extendía muy bruñida e inmóvil

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A la calma ecuatorial de la víspera le sucedió, felizmente, una


brisa fresca y reparadora que crispaba la ancha superficie
del agua, hinchiendo las velas y dando a todos los rostros una
nueva apariencia de buen humor y jovialidad.
El cielo, limpio de nubes, alto e inmenso en el eterno solaz
de la luz, tenía un color azul desvaído. Algunos pájaros de cue­
llo blanco acompañaban la corbeta, posándose en el agua, bulli­
ciosos y propicios, mezclando en un rápido revoloteo su alegría
ruidosa con el sordo estrépito de las olas.
Ahora sí, ahora todos se sentían regocijados con la esperan­
za de llegar pronto, en paz y a salvo, a Guanabara, donde había
sosiego y abundancia, donde la vida transcurría suave y llena de
tranquilidad, porque se estaba cerca de la familia, frente a la ciu­
dad, sin las preocupaciones de quien anda en alta mar. ¡Y ade­
más, ya iba siendo hora! ¡Veinte días dando bordadas estúpida­
mente, sin ver un pedazo de tierra, ni siquiera una isla, pasándolo
peor que los perros! Ya iba siendo hora...
Sólo una persona hubiera deseado que el viaje se prolongase
indefinidamente, que la corbeta no llegara a puerto nunca jamás,
que la mar se acrecentara de repente sumergiendo islas y conti­
nentes en una inundación gigantesca y que la vieja nave, sólo ella,

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IV

Amaneció un hermoso día soleado, caliente, luminoso, con la


J-\. transparencia fina del cristal limpio.
Muy temprano en la madrugada, antes de apagarse la última
estrella, la corbeta encendió las calderas y buscó el puerto, sin
aparejo, impulsada por su viejo motor de sistema ya anticuado,
un estafermo casi inservible que destilaba vapor, y todo se par­
tía en descoyuntamientos de maquinaria secular.
¡Por fin estaban llegando!
Ahora cada uno se ocupaba de sí mismo, de sus cosas, de lo
que había traído del largo viaje al sur, aquel viaje maldito que
parecía no terminar nunca.
Allí enfrente, a babor, guardando la entrada, estaba el Pan de
Azúcar, cortado a pico, sombrío, escarpado, batido por las aguas;
y más lejos, hacia el sur -punto final de una cordillera primitiva
y agreste-, la cima de la Gávea, cenicienta, dominando la mar...
-¿Y esa isla con un punto blanco? -preguntó Aleixo con curio­
sidad.
Estaba al lado de Buen Criollo, contemplando embobado la
costa fluminense.
-Esa isla es la Rasa -explicó el negro-. ¿ Ves el faro, aquello
blanco?

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IX

L a vida de Buen Criollo en.el hospital era triste, tan lejos de


la Rua da Misericórdia y de su único afecto, obligado a lle­
var un régimen conventual, alimentándose parcamente, oyendo
a toda hora gemidos que se le metían en el alma como una sal­
modia agorera, como la dolorida expresión de su propio abando­
no, mientras se sentía encerrado entre las paredes de una lúgubre
enfermería, él, que amaba la libertad con un entusiasmo salvaje,
y cuyo ideal era vivir siempre en compañía de Aleixo, del ingra­
to Aleixo.
La imagen del muchacho, rechoncha y brillante, revoloteaba
por su imaginación provocadoramente, seduciéndolo, arrastrán­
dolo a un mundo de placeres, a una atmósfera de lubricidad, hacia
el silencio misterioso de una existencia entregada al amor clan­
destino, al regalo soberano de la carne, a todos los delirios de una
pasión que llegaba a ser locura.
La ausencia aumentaba su desesperación, aquella vida triste
de hospital lo llenaba de tedio; era un castigo enorme para alguien
que, como él, reclamaba libertad y amor, libertad absoluta para
proceder conforme a su temperamento, amor físico por una cria­
tura de su mismo sexo, tan extraordinariamente querida como
Aleixo ... Nunca más había tenido noticias de él, nunca más lo

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L.

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