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«No es justo que sean tan altos, tan guapos», pensó Nando. «Seguro que no son
felices en la vida real». Cuando los veía sonreír, y mover brazos y caderas al son
de la música, se deprimía. ¿De dónde sacaban a esos hombres? No dejaba de
rumiar mientras masticaba un sándwich de mortadela y veía una actuación tras
otra de Tu rostro me es familiar, el talent show de máxima audiencia de los
domingos. En Edimburgo no había encontrado un programa de televisión con
tanta música, humor y bailarines potentorros.
Sudaba. Aunque le hubiese gustado culparlos a ellos, cuando se sacudió las
migas de la camiseta, notó que los michelines pedían auxilio dentro de tanta
estrechura. Se la quitó, la tiró al suelo y se arrellanó en el sofá. Se rascó la barba.
—No sería mala idea que me afeitara antes de empezar en el nuevo trabajo —
susurró. Aunque, probablemente, el estilo hípster también se llevara en España.
O el estilo porcino, más adecuado a su presencia.
Regresaba a su país en otoño porque había encontrado un trabajo-de-lo-suyo
en una editorial, pero no se alegraba tanto; era solo un contrato de formación.
Los bailarines musculados y elásticos de Tu rostro me es familiar tampoco lo
remediaban. Ni siquiera ese que se parecía a Roberto Colón, el líder de Izquierda
Reunida, pero que tenía el cuerpo de Alfred Riera, el presidente de Cívicos.
¿Qué había pasado durante su ausencia para que la mayoría de candidatos a las
elecciones generales de 2015 estuvieran follables? Un novio como aquellos
bailarines, o incluso como esos políticos, quizá lo ayudaría a calmarse.
Se estaba durmiendo, así que se arrastró hacia el dormitorio. Por el pasillo
revisó el correo electrónico en el móvil; nadie había contestado a su mensaje
para alquilar la otra habitación.
La sede de Ciudad Eterna se ubicaba en el típico bloque que tan pronto acogía
la consulta de una dentista como de una notaria. En la puerta, un joven alto y
corpulento, con gafas de sol, gorro de lana y camisa de cuadros, caminaba de un
lado a otro. Examinó preocupado el enrejado del portal y luego la calzada. Metió
con rapidez la mano derecha en el bolsillo del pantalón. Sacó un móvil, lo colocó
a la altura de sus ojos y extendió el brazo. Sonrió. Cuando bajó la mano y miró
la pantalla, hizo un mohín de asco; caminó de nuevo de un lado a otro de la
puerta, escrutando la entrada.
Nando llegó a su altura cuando el joven movía la cabeza como un metrónomo.
Volvió a extender el brazo con el móvil y lo alzó hasta la frente, con el filólogo a
sus espaldas, lo que provocó que Nando se apartara para no salir en la foto y
carraspeara. El otro saltó como un resorte y se apartó. Nando musitó un
«gracias» mientras pulsaba el telefonillo.
—¿Sí? —preguntó una voz grave y cavernosa al otro lado. Nando lo saludó y
se presentó.
—Vengo por lo del contrato de formación —dijo mientras notaba tras él al
joven, que daba pasos cortos.
—Pasa. La puerta está rota —dijo con cansancio la voz.
Conforme caminaba por el vestíbulo, escuchó detrás de él: «¡Hola, mis
queridos seguidores! Tengo algo importante que contaros. Estoy frente al
edificio donde…». Dejó de escucharlo cuando el ascensor cerró sus puertas.
Capítulo 2: Canela y limón
En el cuarto piso, le dio la bienvenida una puerta con un cartel blanco pegado
con celo, en el que estaba escrito «Editorial Ciudad Eterna» en negro y fuente
Comic Sans. Nando cruzó los dedos y llamó al timbre.
Abrió un armario con piernas que lucía una barba negra frondosa y cuidada,
enmarcada por una media melena con la que se podía fregar el suelo. En la
mandíbula le cabría un buzón y en las cejas un nido de cigüeñas.
El gigante lo señaló.
—Tú eres el nuevo, ¿verdad?
—S… sí, sí.
—Yo soy Gorka, el webmaster. Y administrativo. Administrativo antes que
webmaster, para ser sinceros, pero le doy a todo. Encantado.
Se estrecharon la mano. O, mejor dicho, Nando estrechó la de Gorka, y Gorka
destrozó los metacarpianos de Nando.
—Pasa, por favor. A ver si don-ni-co-lás está disponible —dijo con retintín.
En una de las paredes de gotelé del recibidor, una estantería negra albergaba
decenas de títulos con el logo de la editorial. Sobre un dispensador de agua y dos
botellas de recambio llenas de polvo, colgaban pósteres de portadas con diseños
art déco. Una puerta a la izquierda dejaba oír el goteo de una cisterna.
—No sabes dónde te has metido —dijo Gorka.
«Empezamos bien», pensó Nando.
El administrativo le hizo una señal para que lo acompañara por un pasillo. Se
veían dos puertas, una a la derecha y otra de frente. El gigante llamó a la
primera.
—Don Nicolás —sonó con el mismo retintín de antes—, el becario está aquí.
Nando se molestó. No era un simple becario, tenía un contrato de formación.
—¿Quién? —dijo desde dentro una voz pesada.
—No sé, el chico que iba a llegar hoy.
—¡Ah!, ¡sí! ¡Lalo! —exclamó. Nando se molestó todavía más—. ¡Que pase!
Gorka lo invitó a entrar y se marchó sin añadir nada.
Sentado en un sillón que debía de tener tantos años como el gotelé y con los
brazos apoyados en una mesa de aglomerado, se hallaba Jabba el Hutt. Unos
ojos pequeños lo miraban por encima de las gafas. La papada le unía el cuello, si
es que lo tenía, con la barbilla. Rematándolo, un peluquín marrón se ladeaba
peligrosamente. Le tendió la mano con fuerza y tacto calloso.
—Soy Nicolás Parra Grau, el dueño del tinglado. Siéntate, por favor. —Señaló
las dos sillas que había frente a él—. Encantado de tenerte aquí, Lalo.
—Fernando. O Nando, como prefiera.
—¡Tutéame, por favor, hacha! ¿Se sigue llamando «hacha» a la gente?
—No. ¿Se les ha llamado así alguna vez?
—Me encanta decir a mis trabajadores que son unos máquinas y unas fieras.
Habría que recuperar el «hacha». En fin, Lalo…
—Nando.
—La fundación mandó los papeles. Ellos son los responsables de tu contrato
de asistente editorial, yo no he intervenido en la selección. —De un cajón de la
mesa sacó una carpeta de cartulina, de la que extrajo dos folios—. Tu expediente
académico, muy bien. Tu experiencia laboral… no tanto.
Nicolás sonrió. Nando extendió los labios como pudo para imitarlo.
—Si después de este año va bien, te podremos ampliar el contrato o… —bajó
el tono de voz— hacerte indefinido; esto es poco probable. Pero, bueno —volvió
a subirlo—, aprovecha estos doce meses, disfrútalos, aprende mucho y que
nosotros aprendamos de ti.
—¿Cuál es mi función? ¿Trabajaré con la colección de novela, con la de
ensayo…?
Nicolás apretó los labios y tamborileó con los dedos en la mesa, mirando con
los ojos achinados. El joven pensó que la puerta estaba demasiado lejos y él no
tenía un Halcón Milenario en el que huir.
—Sé que lo que más llama la atención de Ciudad Eterna son sus colecciones
de novela y ensayo. Durante años, hemos publicado a los mejores narradores y
ensayistas de la región, con permiso de —habló con desdén— las grandes
editoriales. Sin embargo, los tiempos han… empeorado, y ya no se vende tanto
como antes. Acabamos de sacar un libro de un chiquito, un lliutuber de esos, que
no está funcionando mal, sobre todo en supermercados.
Nando se temió lo peor.
—No te he ofrecido nada —continuó el jefe—. ¿Un vaso de agua? ¿Licor
café?
—No, gracias. Continúa, por favor.
—Ahora nos ha salido una propuesta de colaboración interesante, con otro
chiquito. Se llama… Nunca me acuerdo del nombre. —Abrió un cajón del
escritorio y sacó un folio—. Jairo Montaner. Jairo… No sé de dónde sacan las
familias esos nombres. ¿Lo conoces?
—Creo que es hebreo.
—Quiero decir al chiquito.
—¡Ah! No.
—Es otro famoso en internet. Cuelga fotos y vídeos en esto de… vosotros
sabéis lo que es. Que la gente le da a me gusta y eso.
—Debe de ser Instagram.
—Sí, porque yo uso Badoo y…
—¿Cómo? —Nando se quedó ojiplático.
—Sí, esa web para mojar el chu… Nos estamos desviando del tema. Yo lo he
conocido por mis hijos: no quieren saber nada de su padre, pero nos juntamos
hace poco en un velatorio y terminamos hablando de estas cosas. Es bailarín, de
aquí del barrio, y especialista en deporte, estética y nutrición para el hombre.
—¿Especialista? ¿Tiene un negocio? ¿Estudios? Licenciado, algún ciclo
formativo…
—Ha hecho cursos. En sus redes sociales comparte información interesante
que atrae a miles de personas. Y doy las gracias porque quiere presumir de patria
chica y apostar por una editorial local. A él y a la cadena de televisión en la que
trabaja, que ha visto un posible negocio. En fin, creemos que un libro en el que
cuente sus trucos puede tener éxito. Y aquí es donde entras tú.
Nando se hundía en el respaldo de la silla y el asiento se lo tragaba.
—Lo acompañarás en sus encuentros con los profesionales del bienestar
masculino —continuó el editor—. La idea es que los entrevistes y vayas
montando los diferentes capítulos del libro. Con sus aportes, el expertise del
chaval y su foto en las cubiertas, debe de quedar un libro mazo guapo. ¿Se sigue
diciendo «mazo guapo»? Eso sí… —se rascó la cabeza, y el peluquín jugó con la
gravedad— me temo que el resto de fotos serán de stock; no tenemos
presupuesto para un fotógrafo.
Ambos callaron. La cisterna gorgoteó.
—Y esto es lo que hay —continuó Nicolás—. Aquí tienes el contrato. Mañana
por la mañana debes ir a la mutua a hacerte unas pruebas médicas. Las
condiciones ya te las dijeron en la fundación, ¿no? Quizá tengas que echar
alguna horilla extra; ya… ya hablaremos de eso. ¿Qué te parece? ¿A que está
genial?
Nando reprimió un bufido.
—Maravilloso.
—Me alegra oír eso, hacha. El figura estará al llegar, para hacer las
presentaciones. —Sonó el timbre—. ¡Ah! Tiene que ser él.
Se levantó con esfuerzo, haciendo ruido con la garganta. «Acompáñame, por
favor», dijo mientras se bamboleaba. Nando fue detrás, con los hombros caídos
y la cabeza gacha.
—¡Gorka! ¡No abras, que ya voy yo!
—No lo iba a hacer —se escuchó a Gorka desde la otra sala.
El editor abrió la puerta.
—Jairo, ¿no? ¡Encantado, hacha!
A Nando le pasó de todo en un segundo: sintió un puñetazo en el estómago, el
cuello oprimido y una ligera erección. El tal Jairo Montaner era el joven con
gorro de lana y camisa de cuadros que se había fotografiado y grabado en la
entrada. Jugaba con las gafas de sol en la mano. Sin ellas, Nando lo reconoció:
era el bailarín de Tu rostro me es familiar calcado a…
—Oye, ¿te han dicho que te pareces a Roberto Colón? El chiquito este de
izquierdas que no se va a comer un colín en las elecciones con el Lalo Catedrales
por medio. —Nicolás interrumpió a voces sus pensamientos.
—Sí, me lo han dicho. —La voz de Jairo seguía sonando como si grabara un
vídeo para sus miles de fans; hablaba deprisa y abría la boca lo máximo posible
—. Y que tengo el cuerpo de Alfred Riera.
—¡De Riera! ¿Qué te parece, Lalo? Yo nunca le hubiese sacado parecido a
Riera.
—Quién lo hubiera imaginado…
Era idéntico a Roberto Colón, pero con una barba más exuberante y, al
quitarse el gorro, un tupé reluciente con degradado. Su cuerpo mazado de
gimnasio no envidiaba al de Riera. Desde que Jairo había entrado a Ciudad
Eterna, olía a canela y limón, y la cisterna había dejado de sonar.
—Jairo, este será tu asistente para la redacción del libro. —Nicolás cerró la
puerta—. Se llama Lalo…
—Nando.
—Eso, Mauro. Te acompañará en las entrevistas que hagas e irá redactando
los textos.
—Encantado. —Jairo le guiñó un ojo y le tendió la mano; Nando lo
correspondió con la consistencia de las natillas. El tacto era cálido. El bailarín
sonrió, y sus dientes refulgieron tanto como su pelo.
A Nando ya le agradaba más la idea de trabajar en Ciudad Eterna. No sabía
nada de nutrición ni de estética, y llevaba sin hacer deporte desde las clases de
Educación Física del instituto, si jugar al fútbol durante una hora en el patio se
podía llamar así; pero lo tranquilizó el aura que irradiaba el bailarín.
—Vamos a mi despacho.
Nando cedió el paso al editor y a Jairo, y los siguió flotando.
—¡Un momento, un momento! —gritó Jairo mientras se sentaba en la silla—.
Nos tendremos que hacer un selfi para inmortalizar esta nueva aventura.
—Yo esas moderneces… —dijo Nicolás, pero Jairo ya había sacado el móvil
y buscaba el mejor ángulo para que salieran los tres sin levantarse. Nando sonrió
como no lo había hecho hacía tiempo—. Lalo, en tus manos está el proyecto.
Hemos firmado un preacuerdo con la cadena en la que trabaja este chaval. Si el
libro tiene el suficiente éxito, publicaremos otros sobre su parrilla: novelas
derivadas de las series, recetarios de los programas de cocina…
—Va a salir genial, seguro —comentó Jairo sin apartar la vista de la pantalla.
—¿Te quedas y te presento al resto del equipo de la editorial?
—¡Claro! Quiero conocer a mis nuevos colegas. Y también nos podemos
hacer una foto con ellos.
—No subirás a internet la de antes, ¿verdad? —preguntó Nicolás.
—No, no te preocupes. Es muy poco… fotogénica —terminó de decir con un
susurro.
—¡Qué gracioso eres, hacha!
Se levantaron. Nando levitaba.
En la otra habitación, también forrada de gotelé, dos personas tecleaban a
ritmos distintos en sendos ordenadores: junto a la puerta, Gorka trabajaba con
parsimonia, intercalando pequeños sorbos a un termo de aluminio; al fondo,
oculta tras el monitor, una chica pequeña, de pelo negro lacio y gafas de concha,
martilleaba mirando la pantalla con ansiedad. Un cartón doblado aseguraba una
pata de la mesa.
—Gorka, este es Amaro, tu nuevo compañero —dijo Nicolás.
—Ya lo conozco. He sido yo el que te lo ha llevado al despacho, ¿recuerdas?
—Y este es Jairo —continuó como si no hubiese escuchado nada.
Gorka se levantó y le estrechó la mano. «Están comprobando quién aprieta
más fuerte», pensó Nando, y los comparó con los ciervos en la berrea.
—¿Qué pasa, tío? —saludó Gorka, y luego lo señaló—. Somos como el meme
del doble Spiderman.
—¿Cómo?
—Una imagen que comparten en redes sociales de dos Spiderman iguales que
se señalan entre sí… Nada, olvídalo. Encantado —dijo antes de volver a chupar
del termo.
—Me han dicho que vamos a trabajar juntos…
—Con él, con él —atajó Gorka apuntando con la cabeza a Nando.
—Entre vosotros os entenderéis a la perfección —continuó Nicolás—. Yo os
dejo solos para que os conozcáis, os pongáis al día y, sobre todo, trabajéis. ¡Ah!
—Se dio la vuelta y asustó a todos—. Hoy es la toma de contacto, así que os
podéis marchar cuando queráis. ¡Mañana empieza lo bueno! —Levantó el puño
en señal de victoria antes de desaparecer por la otra puerta.
Nando se fijó en la chica del fondo.
—¿Y ella? —susurró a Gorka, señalándola—. No nos la ha presentado.
—Es Verónica, nuestra correctora y maquetadora. Es freelance, pero le
dejamos un espacio aquí. A veces se nos olvida que está y hablamos a voces. Un
encanto. No sé cómo puede trabajar en estas condiciones y con la mesa coja.
Gorka la contempló con, le pareció a Nando, una mezcla de pena y ternura.
—Vero, ¿todo bien? —le preguntó.
—Ñié.
—Es un encanto, creedme, aunque no lo parezca —murmuró a Nando y Jairo.
—¡Te he oído! Gracias.
El administrativo sonrió sin dejar de mirarla. Nando empezó a zapatear.
—En fin… Mejor que no la interrumpamos, ya os la presentaré algún día —
dijo Gorka tras algunos segundos. Empujó a Nando y Jairo al pasillo—. Tomaos
algo en el minibar —señaló el dispensador—, que yo voy a preparar el equipo. O
sea, sacar el portátil de la funda para que trabajéis a mi lado.
Gorka cerró la puerta. Jairo miró a Nando, se encogió de hombros y le tomó el
brazo para llevarlo a la fuente. El contratado para la formación sintió que un
chispazo lo atravesaba.
—¡Ay! —chilló Jairo.
—¡Lo siento! Es electricidad estática.
—No te preocupes. Ha sido más el susto. ¿Un vaso de agua, entonces? Es lo
único que bebo. O eso o infusiones, leche… —Agarró dos vasos de plástico—.
Así que eres escritor.
—Filólogo, más bien.
—Espero que te gusten la estética, comer sano y sentirse bien.
—Pues… no mucho. Me tendrás que aficionar.
Jairo tendió un vaso lleno a Nando. Levantó las cejas y movió la cabeza de
una forma que a este le pareció seductora.
—¿Brindamos? —sugirió levantando el suyo—. Aunque dicen que da mala
suerte hacerlo con agua. Pero quien cree eso se pierde la gracia de una salud de
hierro. —Chocó el vaso con el de Nando—. Encantado de conocerte. Espero que
este libro nos traiga muchos éxitos.
Nando bebió a la vez que él.
—Es un libro sobre el nuevo hombre —continuó el bailarín—. Ya no somos
metrosexuales, somos lumbersexuales. Representamos una nueva generación de
urbanitas con estética de leñador: parecemos descuidados, pero, en el fondo, no
lo somos. Ahora los hombres seguimos siendo bellos a los treinta. Incluso, si me
apuras, hasta bien pasados los cuarenta. —Se apoyó en el dispensador—.
Nuestro objetivo, mío y de las personas y marcas con las que colaboro (para qué
te voy a mentir, en este libro mete mano todo el mundo), es representar y fijar en
papel esa generación. Y en una app complementaria, claro.
Jairo rellenó su vaso.
—Pero ya veremos lo de la app —continuó—, porque Nicolás me dijo que no
hay presupuesto para fotos, y si no tenemos para eso… Necesitaré que me
acompañes por peluquerías, centros de entrenamiento… Si te parece bien,
empezamos mañana mismo. Ya he quedado con los peluqueros y con el
entrenador físico que aparecerán en el libro. Charlaremos con ellos, les podrás
preguntar lo que quieras e incluso programar una tabla de ejercicios. —Señaló a
Nando de arriba abajo con la mano que tenía libre—. Tú… no haces mucho
deporte, ¿verdad?
Nando enrojeció.
—No.
—Eso tiene arreglo a partir de mañana. Nos vemos en mi casa a las nueve.
Apunta la dirección en el móvil y mi número. Y ya sabes —soltó el vaso encima
de la fuente y se frotó las manos—, toca trabajar duro.
Capítulo 3: Pomada para cabello
Nando se descargó Instagram esa noche. Descendió por las fotos más
recientes del perfil de Jairo, pero enseguida cerró la aplicación: un chico
sevillano con el que compartía piso en Edimburgo y que estudiaba psicología le
advirtió sobre pasar demasiado tiempo viendo esas imágenes. Llevaba razón. La
desinstalaría al día siguiente.
Unas horas después, se levantó al ritmo de Lady Gaga. Pero, al contrario que
el día anterior, con una sonrisa en la boca. Sin desayunar (metió unas galletas
para después en una mochila), se marchó a la mutua, donde los análisis y el
reconocimiento médico se le pasaron volando. A las nueve menos cinco se
encaminó a casa de Jairo.
El bailarín vivía en una de las callejuelas de la judería, en un edificio de pisos
reformados. Abrió desplegando una constelación como sonrisa. Vestía una
camiseta blanca de tirantes y unos pantalones cortos de pijama.
—¡Buenos días! Entra, entra. —Dio un paso para atrás. Nando sintió un
escalofrío cuando el bailarín le echó el brazo por encima de los hombros—.
Bienvenido a mi apartamento. ¿Algo de fruta?
Nando pensaba en las galletas de su mochila.
—Vale.
—¿Qué quieres?
—Un plátano.
—¡Marchando un plátano! ¿Cómo te gustan más? Cuando se ponen blandos,
hago un bizcocho vegano con ellos. Para el día a día los prefiero más… duros.
—Yo… igual que tú.
Get Lucky sonaba a todo volumen. De la puerta se pasaba a un minúsculo
salón comedor, dividido en dos espacios con una estantería repleta de libros y de
fotos. A un lado, una mesa y sillas de Ikea; al otro, un sofá, una mesa baja y una
pantalla plana colgada en la pared. Junto al sofá, la puerta abierta de un
dormitorio y un pasillo, con la cocina al fondo.
—¿Quieres también un té o agua? Ponte cómodo, que termino de quitar las
pelusas. —Barrió debajo de la mesa mientras Nando se sentaba—. En una
ocasión no barrí durante dos semanas; estaba grabando el programa en
Barcelona y no venía. Cuando lo hice, alguna pelusa tenía un tamaño… Con una
me encariñé, le puse una correa y ahora le doy de comer todos los días. La tienes
a tu izquierda, se llama Leidi.
Nando miró, pero solo había una estufa.
—¡Que es broma! —dijo Jairo.
Los dos se rieron. Nando enrojeció, y Get Lucky continuaba:
We’ve come too far to give up who we are.
—Me encanta esta canción. ¿A ti no? —preguntó Jairo—. So let’s raise the
bar. And our cups to the stars…
Dejó de barrer y empezó a mover las piernas. En el sitio, giraba los pies de un
lado a otro y lo acompañaba moviendo las caderas con una ligereza que ya
querría Nando para sí. Con la mano que le quedaba libre, fingía mover una
chaqueta abierta.
—¿Qué te parece? ¿Te gusta?
—Mucho. —Intentó aparentar indiferencia, pero se quemaba por dentro.
—¿Está malo el plátano?
—¿Cómo? —preguntó en combustión.
—Que si no te gusta el plátano. —Señaló la mesita.
Delante de Nando, relucía una cesta con fruta.
—¡Ah! Sí, sí, claro. —Agarró uno y lo peló.
—Me cambio y nos vamos a una peluquería que te va a encantar. Por cierto,
estaría bien que te arreglaran esas… greñas. ¡Que no es que estés mal! Pero, si
quieres que te hagan un corte de pelo moderno o algo en la barba, te quedarías
de lujo. —Le guiñó un ojo. Nando estaba a punto de hiperventilar—. Deja la
mochila aquí si quieres, luego volvemos. ¿Hace frío en la calle? —le preguntó
mientras se quitaba la camiseta, antes de entrar en el dormitorio. Nando rehuyó
la mirada.
—No, no te abrigues mucho. Está bien de temperatura… ahí fuera.
Jairo salió del cuarto con una camisa de cuadros rojos y negros.
—Oye, ¿nos hacemos un selfi juntos? —sugirió—. Ven. —Sacó un móvil del
bolsillo del pantalón y rodeó con el brazo libre a Nando, que temblaba—.
Perfecto, sonríe. ¿Te importa que lo suba a Instagram?
—No, para nada. Pásamelo luego por WhatsApp.
En la calle, Jairo se colocó el gorro de lana, aunque el sol brillaba con fuerza.
—Espérame aquí, que voy a tirar la propaganda del buzón al contenedor del
papel.
Al lado del portal, una heladería comenzaba la jornada. «Oferta de la semana:
helado de nata con topping de galleta» aparecía escrito en una pizarra del
escaparate, con rotuladores de tiza líquida. Nando salivaba. Cuando el bailarín
llegó, observó el mismo cartel.
—Uf, galletas. No puedo con ellas. Mejor dicho, con las industriales.
Demasiada azúcar y mierda llevan.
Nando cruzó los dedos para que no viera las que llevaba en la mochila que se
había quedado arriba.
Por las calles peatonales, Jairo se paraba cada diez pasos para sacarse un selfi
o fotografiar un edificio.
—Luego lo subo a Instagram.
Entre medias, contaba su vida.
—Soy el único artista de la familia. No tengo hermanos. Mi madre es
esteticista y mi padre nutricionista. De casta le viene al galgo. El piso era de mis
abuelos maternos. Cuando fallecieron, reformamos y lo heredé yo.
—Me suena esa historia.
—Ahora es el… picadero perfecto. —Levantó las cejas varias veces.
El filólogo se sentía como la caldera de un barco.
Jairo siguió contando que, gracias a su madre, sabía cuidarse la piel, y que,
gracias a su padre, conocía recetas veganas «para escribir otro libro»; también,
desinfectar una cocina. Cuando le empezaba a relatar qué hacer y qué no con
bayetas y estropajos usados, llegaron a la peluquería-barbería: Tijeras Fatales.
Jairo adivinó el pensamiento de Nando.
—No te asustes, que el nombre no le hace honor. —Sonrió con su dentadura
perfecta.
Tijeras Fatales quería ser como las barberías clásicas. Cuatro peluqueros con
una barba boscosa y cuidada, y el pelo bien fijado con cera, trabajaban frente a
espejos con marcos de madera; los clientes, sentados en sillas de barbero con
pedal y reposacabezas de cuero. En las paredes, fotos antiguas coronaban
azulejos blancos lacados y rectangulares que llegaban hasta la cintura. Olía a
nuevo, mezclado con espuma de afeitar y lavanda.
Ante Nando y Jairo, en un mostrador con más décadas que el local, un joven
con una barba tan poblada que podía esconder un cepo atendía el teléfono. Como
muelles, los empleados miraron a la vez a los recién llegados y los saludaron con
una sonrisa.
De una puerta lateral del fondo, salió otro joven. La cera sujetaba un denso
tupé brillante que a Nando le pareció una obra de ingeniería, como la barba,
trazada con escuadra y cartabón.
—¡Jairo! —saludó la obra de ingeniería. Se acercó al bailarín y se abrazaron.
Tardaron en separarse y, cuando al fin lo hicieron, no dejaban de acariciarse.
Nando los envidió.
—¿Qué pasa, Gonzalo? —Jairo se quitó el gorro mientras hablaba—. Oye,
qué tupé, qué barba.
—Como los tuyos, cabrón.
—Me parece que tu nuevo corte me ayuda a bailar, el pelo hace menos
resistencia al aire. No sé; paranoias mías. Vengo por lo del libro que te dije. Te
presento a Nando, mi ayudante. Es de la editorial. Él es Gonzalo, el dueño de
Tijeras Fatales.
—¿Qué pasa, tío? —Gonzalo le tendió la mano.
—Hola —le contestó con la boca pastosa mientras intentaba encontrar la
proporción áurea en su tupé.
—Que digo yo, Gonzalo, me retocáis, cuentas un poco la historia del sitio,
Nando lo graba con el móvil… —continuó Jairo—. Nando, que te arreglen el
pelo y la barba. Te va a salir gratis; como los vamos a promocionar…
El peluquero no parecía convencido.
—Que sí, hombre. Tú atiende a Nando y a mí que me mire Paquito. ¡Ey,
Paquito! ¿Qué pasa?
Jairo se alejó hacia el fondo. Gonzalo se encogió de hombros y habló a
Nando:
—Ponte cómodo, por favor. Enseguida estoy contigo. —Acercándose al oído,
le susurró—: Ya le pasaré la factura.
A la derecha, junto a la puerta, otro puesto se encontraba libre. Nando se sentó
frente al espejo y espió la sonrisa de triunfador de Gonzalo, que tarareaba una
canción que el joven desconocía.
—¿Quieres algo en concreto? Como un milagro.
Nando no sabía si era una gracia o demasiada franqueza.
—Tú eres el especialista. Me dejo llevar. Lo que sí… —sacó el móvil de un
bolsillo del pantalón—. Si puedes ponerte el teléfono cerca de la boca mientras
trabajas y me vas contando…
Un incrédulo Gonzalo cogió el terminal.
—Lo dejo en la mesa. —Lo colocó sobre una torre de envases de jabones de
afeitar naturales—. Sería difícil cortar y sostener el móvil a la vez, aunque en
peores plazas he toreado. —Y volvió a acercarse al oído para susurrarle—: No
sabes lo que es lavarle la melena en precampaña a alguno de los políticos que se
presentan a las elecciones.
El filólogo prefirió no preguntar.
—¿Qué quieres saber exactamente? —Gonzalo agarraba y soltaba mechones
de pelo con las manos—. Ahora se llevan las técnicas old school. Deberías
hablar de ellas en el libro, ya se lo comenté a Jairo. Podemos aplicarte alguna.
¿Cuál prefieres?
Nando, cuyo peluquero español se había jubilado hacía poco y con el que se
entendía con solo decir «todo por igual con tijera», balbuceó:
—No sé. ¿Qué estilos hay? ¿Con la maquinilla?
Gonzalo levantó una ceja y enumeró:
—Tienes flop, crew cut, tapered nape, flat top, flat top Boogie, pompadour,
Boston…
—Has dicho «flap top» dos veces.
—No. Flat top y flap top Boogie; no son lo mismo.
—¿Y algo más castizo? ¿Tupé y patillas de cortijero o algo así?
—Creo que te voy a mandar unos apuntes al correo; tardaremos menos.
Nando lo miró con recelo a través del espejo.
—Ya se me han olvidado la mitad. ¿El último que dijiste, el Boston? Me ha
recordado a Cheers. ¿La has visto?
—¿Es una película?
—Una serie.
—¿Salían peluqueros?
—No, estaba ambientada en un bar.
—Si no salen peluqueros ni barberos, no me interesa. ¡Marchando un Boston!
Gonzalo trajinó con tijeras y peines. Nando cerró los ojos y se dejó hacer.
—¿Te estás durmiendo? —escuchó el vozarrón del peluquero media hora
después.
Se acomodó asustado.
—No, no.
—Lo que tú digas.
Sonrió con los ojos aún entrecerrados.
—¿Qué tal? ¿Cómo lo llevas?
—Júzgalo tú mismo.
La imagen que le devolvía el espejo era nueva, más aseada, más pulcra.
Gonzalo había recortado y peinado hacia atrás el cabello, y lo había fijado con
una pomada brillante.
—Como estabas, ejem, descansando, me he tomado la licencia de recortarte la
barba.
Nando había optado por no afeitarse para el primer día de trabajo. Ahora lucía
mejor de lo que nunca hubiese conseguido él: los pelos medían igual, como si un
cortacésped hubiese nivelado las mejillas, y no recordaban a una madeja de hilos
mustios en los mofletes.
—¿Estás estresado? —preguntó Gonzalo.
A Nando le sorprendió la pregunta. Se sinceró:
—Sí.
—Es que se nota en el pelo y en el cuero cabelludo. Trabajo, ¿verdad?
—Más o menos. Que me estoy haciendo mayor.
Le lanzó una mirada irónica al espejo. La de Gonzalo mostraba comprensión.
Ambos sonrieron.
Jairo llegó en el momento en que Nando se acariciaba la cara. Fijó la vista en
el espejo y asintió.
—Te han dejao niquelao. ¡Y esa barba! Pocas cosas me gustan tanto como una
barba cuidada.
Le acarició los hombros.
—Paquito no ha querido hacerme nada —continuó—. Dice que estoy muy
bien así y que me conforme con probar un nuevo aceite esencial de bergamota.
Llevo media hora hablando con él sobre romero y madera de palisandro.
¿Vosotros qué tal?
—Pues…
—Le he dicho que le mandaré un correo —atajó Gonzalo—. Me lo has traído
verde verde, chaval.
—Pero contigo se convertirá en un máster del pelo. Saldrá un libro
insuperable.
—Qué zalamero.
—A la gente que se lo merece hay que decirle cosas bonitas. Como a mi
becario, que saldrá con una planta…
A Nando no le molestó que lo llamara «becario».
—¡Nos vamos! —continuó el bailarín—. ¿Dónde he dejado mi gorro?
Mientras Jairo se alejaba para buscarlo, Gonzalo susurró:
—Ten cuidado, que a este tío le encanta hablar y hablar, y te embelesa. —Le
tendió un taco de pósits y un bolígrafo—. Escríbeme tu correo y te mando
algunas notas. Y, de regalo, llévate un bote de pomada para cabello. También le
pasaré la factura.
Rafa: A qué hora vienes a comer? Quiero prepararte algo como regalo
de bienvenida y por acogerme :-)
«¿Qué hago aquí?», pensó mientras no dejaba de girar sobre sí mismo. Aquel
edificio anodino y desangelado no parecía albergar un gimnasio. Jairo y él se
encontraban en un bajo; un fluorescente iluminaba el recibidor, decorado con la
maceta de un ficus y una fuente de agua. Un ordenador gris languidecía sobre
una mesa alta de contrachapado, y un pasillo lúgubre parecía esconder máquinas
de tortura.
—¡Hola, Leo! —saludó Jairo.
—¿Qué pasa, tío? Bienvenido al centro de entrenamiento Nenikékamen —
escuchó Nando detrás de él. Habían pasado años, pero la voz sonaba igual. Si
acaso, con un poco de acento catalán. A Nando le dio tiempo de pensar todo eso
mientras enrojecía, tropezaba con la maceta y desparramaba la tierra sobre el
suelo.
—¡Perdónperdón! ¡Todobientodobientodobien! —La colocó en su lugar y
recogió la tierra con las manos mientras escuchaba la conversación.
—He venido a hacerte la visita que habíamos cerrado —dijo Jairo.
—De lujo. ¿Cómo van esos entrenamientos?
De espaldas a ellos, solo por el sonido, a Nando le pareció que se tocaban
demasiado los bíceps, los costados o los pectorales.
—Genial. Ahora no entreno tanto. Bailo más. Por el programa, ya sabes.
—Estás estupendo.
Y de nuevo se escucharon las manos contra los bíceps.
—Pero hoy es el día para promocionar tu negocio.
—Eso es lo que más me gusta.
—Te voy a presentar a mi ayudante. ¡Nando! ¡Deja eso, macho!
El aludido quiso que la tierra (no precisamente la de la maceta) se lo tragara.
—Acércate, que no muerde. Que yo sepa —añadió Jairo.
—Solo cuando me lo piden.
—Este es uno de los mejores tíos que ha emigrado a la ciudad —dijo con un
puñetazo en el omóplato—. Leo del Álamo.
Con la cabeza gacha, Nando le extendió la mano. Se atrevió a mirarlo a los
ojos unas décimas de segundo.
—Ey —susurró, mientras Leo le estrangulaba el brazo.
—Hola, Nando. Bienvenido.
Había mantenido la mirada lo suficiente como para notar que a Leo le sonaba
su cara. Y que estaba rapado.
—Pasad —los invitó Leo—. Os voy a enseñar el local, que tú solo lo has visto
en obras, Jairo.
Detrás de Leo, Nando contempló sus brazos duros y el culo respingón,
marcado en los pantalones de un chándal. La espalda, ancha y ceñida por una
camiseta de Nenikékamen (quizá llevaba una talla menos de lo que le
correspondía), contrastaba con las dos cerillas que tenía por piernas. Con una
mezcla entre mareo y aturdimiento, Nando concluyó que quien tuvo retuvo, y
que también hay gente que es como el vino.
Leo estaba mucho mejor que cuando dejaron el instituto. Aunque entonces ya
prometía.
—Y cuando huele mucho a sudor enciendo unas velas de frambuesa que están
escondidas allí —concluyó Leo entre dos máquinas de remo mejor iluminadas
que el pasillo y señalando a un soporte de mancuernas—. ¿Qué os parece?
Jairo aplaudió y Nando se giró para, con las manos en los bolsillos, examinar
una espaldera como si aguardara encontrar en ella la solución al sentido de la
vida. O de su vida, al menos.
—Es increíble lo que has montado. ¿A que sí, Nando? —preguntó Jairo.
—Sí.
—Perdona. —La voz de Leo sonaba temerosa—. Nando, ¿no te acuerdas de
mí?
Nando se descompuso por dentro.
—Humm… —Se giró y puso cara de hacer memoria.
—Soy Leo, del instituto.
En un nanosegundo, Nando decidió la mejor respuesta. Descartó demasiada
efusividad.
—Ah, sí. ¿Qué tal?
Leo sonrió con unos dientes perfectos y le colocó las manos sobre los
hombros; Nando dio un paso atrás por puro instinto.
—¿Cómo estás? —preguntó Leo.
—Bien —mintió—. ¿Y tú?
—Aquí, sacando adelante el negocio. ¿Y tú qué? ¿Escribiendo, como en el
instituto?
—Ya ves.
—A pesar de la crisis, hemos conseguido lo que nos proponíamos. —Leo
señaló la habitación en todas direcciones, fluorescentes del techo incluidos—.
Me acuerdo de las clases a las ocho y media de la mañana. Joder, qué coñazo. Y
mira ahora. Que sepas que puedes usar gratis el centro y te entreno sin ningún
coste. Por ser compañero y por la promoción en el libro. Tendrás que venir más
veces, así que…
—Gracias. —«Ni de coña», pensó.
—¿En serio os conocíais? —preguntó Jairo con los ojos salidos de las órbitas
y la boca muy abierta, como si grabara uno de sus exagerados vídeos—. ¡Nos
tenemos que hacer un selfi de reencuentro!
Leo no le hizo caso y siguió hablando:
—¿Cuánto tiempo ha pasado?
—No sé, siete u ocho años. No me acuerdo. —Nando no tenía ganas de
pensar. Prefería deleitarse con la perfección de los trapecios de Jairo, ya que lo
tenía al lado.
—¿Y qué fue de tu vida?
—Estudié Filología Hispánica aquí, me fui a trabajar fuera…
—Qué interesante. —Leo cruzó los brazos.
—Y he vuelto para currar.
—¿En la editorial? ¿Indefinido?
—No, un contrato de formación.
—¿Eso es como becario?
—No exactamente —respondió enfadado.
—Oye, ¿y qué sabes de la gente del instituto?
—Poco. Como estuve fuera, perdí el contacto.
—Ya. A mí me pasó lo mismo cuando me fui a Barcelona a terminar INEF.
—Barcelona es lo más —intervino Jairo.
Leo miró con los labios apretados a su excompañero. Parecía que se callaba
algo.
—¡A ver si un día quedamos todos! —terminó diciendo.
—Sí, por supuesto —volvió a mentir el filólogo.
Jairo sonreía como un bebé feliz.
—¡El mundo es un pañuelo! Podéis empezar a trabajar juntos en el libro
cuando queráis. No estaré disponible durante un mes, que tengo una preboda esta
noche, el fin de semana la boda y luego me voy a grabar el programa. Seguro
que os entenderéis a la perfección.
«Seguro», pensó Nando.
—Con cualquier cosa me pegas un toque, Nando. —El bailarín se encaminó a
la salida—. ¡Espero que te dejen escribir en paz en esa oficina de locos!
—¡Me voy contigo! ¡Vamos hablando, Leo! —se despidió Nando sin mirar
atrás.
Parapetado con la bolsa de Atlanta 96, Nando entró al gimnasio de Leo, que lo
recibió con cara de sorpresa:
—¡Hombre! Nos vamos a ver más en una semana que en ocho años. ¿Se te
olvidó algo ayer?
—No, tranquilo. Tú… ¿Tú querrías entrenarme? ¿Sigue en pie tu oferta?
Nando tuvo agujetas durante dos días, pero, cuando se acordaba de Jairo,
sentía un calambre de placer por el cuerpo que las eliminaba.
Conforme el bailarín grababa programa tras programa con temas de Bruno
Mars o Leticia Sabater, el escritor continuaba con el libro. Recibía los ánimos de
Nicolás («¡está genial, hacha!»), y Gorka incluso le ofreció un sorbito de su
termo.
—¿Qué lleva?
—Lo sabrás si te atreves a beber. Es agua con misterio.
—Prefiero no arriesgarme. Es que estoy a dieta, ¿sabes? —Y sacó de la
mochila uno de los batidos de la farmacia.
—Yo esta noche me voy a meter un chuletón entre pecho y espalda. ¿Qué
opina Jairo del libro? Espero que no diga tanto «hacha» como uno que yo me sé.
—Todavía no le he mandado nada. Está liado con las grabaciones.
El mes que Jairo pasó en Barcelona transcurrió entre nuevos capítulos del
libro, máquinas de gimnasio que Nando asemejaba a las de tortura y una
Verónica que continuaba hablando poco. Una tarde, después de que Nicolás se
marchara a echarse «una siesta», recibió un wasap del bailarín:
—Ni se te ocurra irte con ese jersey, maricón. Vas a sudar como un pollo allí
dentro.
Nando estaba delante del espejo del cuarto de baño. No se lo dijo a Rafa, pero
el jersey le quedaba mejor que unas semanas atrás.
—Sí, mejor una camisa.
—Claro. Y ligerita.
—Me voy a poner una que compré ayer cuando salí de trabajar. Azul, lisa.
Estaba en la sección «Fácil de planchar».
—Muy útil.
Regresó con la camisa y se sacó el jersey ante la mirada de Rafa. Se dio
cuenta de que en otro tiempo le hubiese costado sudor y sangre desnudarse fuera
de su dormitorio.
—Se notan los progresos en el gimnasio. Enhorabuena —dijo Rafa. Nando le
sonrió—. Un momento. Ese color, ese corte… ¿No es como la camisa que
llevaba el otro día Riera en Rescatados?
El domingo por la noche, Rescatados, el programa de reportajes de actualidad,
había enfrentado a Alfred Riera y Lalo Catedrales, los políticos del momento.
Nando, que se saltó la dieta con sándwiches de mortadela y dónuts de postre,
había coincidido con Rafa en que, aunque nunca votarían a Riera, el político
tenía un buen polvo. Cuando el programa terminó, Nando se había quedado solo,
viendo los bailes de Jairo en Tu rostro me es familiar.
—Pues… —Nando se ruborizó.
—La madre que te parió.
—Reconociste que le sentaba bien.
—Sí, pero no quiero ser su clon ni estar rodeado de ellos.
—Para ser su clon, primero debería quedarte bien.
—¿Insinúas algo?
—¡No, no!
—Te queda genial, sí. Conjunta con la barba. ¿Has vuelto a Tijeras Fatales?
Nando se limitó a sonreír.
Tras horas de duermevela, los rayos del amanecer que se colaban por la persiana
lo sacaron de la cama. Los recuerdos de la noche anterior se abrieron paso sin
piedad y no pudo pararlos.
El teléfono sonó mientras se bebía un vaso de leche (Rafa había comprado
estos días). Era Jairo. Dudó si contestar o dejar que The Edge of Glory sonara
por si había posibilidad de levantar su día. No hizo falta ni una ni otra
alternativa: el bailarín colgó.
Pero a los diez segundos volvió a sonar.
—Buenos días, Jairo. Dime.
No escuchó una respuesta inmediata. Solo un sonido de gente que pasaba y se
alejaba, y de ruedas girando.
—Buenos días. —La voz de Jairo sonaba seca—. ¿Te importa si nos vemos
esta tarde en mi casa?
Le extrañó ese cambio de planes.
—No, claro. ¿Pasa algo?
Jairo tardó de nuevo en contestar.
—Me hice un esguince anoche y me he abierto una muñeca. Esto cambia
nuestros planes para el resto del libro. No puedo ir a la oficina en unos días
porque la doctora me ha recomendado el máximo reposo posible. ¿Nos vemos en
mi casa a las cinco? Ahora necesito dormir; he pasado la noche en el hospital,
estoy saliendo.
Una hora más tarde, y sin luxación de hombro, un documento en blanco del
procesador de textos intimidaba a Leo y Nando, sentados en taburetes frente al
ordenador del vestíbulo. El escritor giró sobre el asiento.
—Tú eres el experto —susurró Leo, como si temiera que el ordenador los
escuchara—. ¿Por dónde empezamos?
Nando se detuvo.
—¿Hablamos de los diferentes tipos de mancuernas? —preguntó mareado.
Leo arrugó el entrecejo—. Lo digo en serio.
—No creo que tengan mucho misterio. Las tienes con agarre de goma, de
metal… Y de colorines, pero eso se quedó en la primera década del siglo XXI.
El escritor infló los carrillos.
—No, el libro tiene que durar para siempre. Nicolás quiere que dentro de
veinte años esté tan vigente como hoy. Lo van a publicar en tapa dura y papel
satinado.
—No entiendo del mundo editorial, pero me parece bien que dure bastante
tiempo; así se lo podré vender a mis nuevos clientes y a los viejos.
Nando enderezó la espalda y sintió que la bombilla de los cómics se encendía
encima de su cabeza. Pero era un fluorescente que reventó.
—¡Qué susto!
—Lleva parpadeando varios días. Tenía que haberlo cambiado antes. Voy a
por…
—¡No, espera! Lo que has dicho de los viejos clientes. ¡Podríamos hablar de
las fitballs de la tercera edad! Los que hoy vienen para mazarse y presumir en
Tinder son tus clientes con dolores lumbares del mañana. Y las fitballs son
atemporales, ¿no?
—Eso espero, por el bien de mi negocio.
Nando se acercó al teclado y escribió «Las fitballs: así son las únicas pelotas
que necesitas en tu cuerpo».
—Con este título también ayudamos a derribar el heteropatriarcado.
El teléfono de Leo sonó.
—¡Hombre, Jairo! —contestó—. ¿Qué pasa, man?
El filólogo dejó de escribir las primeras líneas: «Tan blandas como tu mullida
barba y tan grandes como tu tupé Elephant Trunk, las fitballs son…».
—Sí, aquí lo tengo, a mi lado. Lo estoy cuidando bien. Somos los mejores
compañeros, como Astérix y Obélix, como Tintín y Milú, como Mortadelo y
Filemón. Te lo paso.
—¡Jairo! Dime.
—¿Va todo bien?
—De lujo. Adentrándonos en el apasionante mundo de las fitballs después de
sufrir un bloqueo del escritor. —Guiñó un ojo a Leo—. ¿Tú cómo estás?
—Mejor. En cuanto desayuno pipas de calabaza, se me pasan los males. ¿Te
pillo en un buen momento para pedirte un favor?
Nando notó al bailarín más animado y eso lo hacía levitar, algo que implicaba
menos riesgos de mareo que girar en un taburete.
—¡Por supuesto! Tú dirás.
—¿Te acuerdas de lo que te dije de estudiar danza y dirección de empresas
musicales en Londres? Le he dado vueltas esta noche y me gustaría solicitar la
beca de una academia potente. No creo que me la den, porque prefieren a gente
más joven, pero por probar… Hay que mandar una carta de motivación, en
inglés. Y tú sabes inglés. A mí es que me sacas del What’s your name? y…
—Cuenta conmigo.
—¡Qué majo! Si es que eres el mejor. Le pones un precio, ¿vale?
—No, te hago el favor. No me cuesta nada, es sencillo.
—Encima modesto.
—Solo me tienes que explicar qué quieres contar, cómo hay que estructurar la
carta…
—No tengo ni idea de esas cosas. Las últimas cartas que mandé fueron de
pequeño para conseguir regalos con tapas de yogur.
—Seguro que en la web de la academia lo explican. Lo vemos juntos.
—¿Te viene bien esta tarde? Me urge un poco. No debo moverme, pero…
—¡Perfecto! ¡Hasta luego!
Giró dos vueltas rápidas en el taburete y devolvió el teléfono a Leo, que leía la
pantalla del ordenador.
—Oye, me gusta cómo has escrito esto de las fitballs. Tienes mucho… ¿cómo
se dice? Mierda, se nota que tú eres el especialista en palabras y papel satinado.
¿Desenvoltura? ¿Desparpajo?
—Sí, cualquiera de las dos me vale. —Se rio—. ¡Gracias! Hoy es el día en el
que solo me llevo flores.
—Te las mereces. Quizá te pida algún encarguito para mi página web. ¿Qué
quería nuestro bailarín favorito?
—Que lo ayudara con una carta de motivación en inglés —dijo mientras
seguía tecleando.
—Siempre pidiendo favores, el tío. Como tiene ese don de lenguas…
Cuidado, que solo necesita una flauta para embrujarte. Hay que reconocer su
encanto irresistible. Con ellas y con ellos. Le he tirado la caña un par de veces,
pero se resiste el mamonazo.
Nando se desconcentró.
—¿Te parece bien que lo dejemos por hoy? —preguntó—. Esto debería
escribirlo en la oficina, si a mi portátil no le hubiese caído agua con misterio.
—¿Qué es el agua con misterio?
—Algo que mi compañero tiene en un termo. Prefiero no saber lo que es.
—Quizá sea agua con gas y limón.
—Esta tarde no tengo clase. —Rafa lo recibió desde el sofá, con la boca llena
—. Los profesores hacen huelga para reclamar subida de sueldos y nuevos
pedales de las máquinas de coser. Yo iré a la manifestación, pero es a última
hora. ¿Quieres que te recoja de la oficina? Luego vamos a la mani y a otra que
hay contra la subida de los alquileres. Y después, al cine.
—No me importaría, pero por la tarde tengo que ir a casa de Jairo.
Rafa terminó de tragar.
—¿Puede trabajar? ¿No estaba lisiado? Para qué pregunto, si da igual que lo
esté: tampoco te ayudó mucho desde Barcelona.
Nando le tiró una pedorreta y se apoyó en la pared, frente a Rafa.
—Quiere que escribamos una carta de motivación para una beca de estudios.
—¿No sabe ir más allá de textos cortos con hashtags?
—Ahógate con unas semillas de lino, anda. Es en inglés, para irse a Londres.
—Se ve que no ha oído hablar de una cosa… ¿cómo se llama? No me sale…
Ah, sí, ya me acuerdo: traductores freelance.
El escritor arrugó el morro.
—A mí no me cuesta nada hacerle el favor. No sé cómo es el formato, pero
seguro que no se diferencia mucho de las que redacté en Edimburgo para buscar
trabajo.
—Y si se la dan, ¿qué?
—¿Qué de qué?
—Se irá y tú te quedarás solo.
—No, las posibilidades de que se la den son pequeñas. Creo que lo hace por
ilusión.
—Pero la posibilidad existe. Si no, no la pediría.
—Quizá lo hace… para pasar tiempo conmigo.
—Sí, claro, tiene la pinta. Cuida que no te destroce el corazón. ¿Quieres una
galleta? —Le enseñó una caja de colores brillantes y con personajes de dibujos
animados.
—No, lo siento. —Nando intentó disimular la cara de asco.
—¿Te pasa algo?
—Nada, es que no me sientan bien.
—Excuse me? Pero si hasta hace cuatro días… ¿Qué te han dicho de las
galletas?
—Nada —repitió. La oferta de helado con topping de galleta regresó a su
mente.
—Ay, Dios… No sé lo que voy a comer como sigamos en este plan.
—Te lo dije, tú haces la compra por un lado y yo por el otro. Voy a
prepararme algo.
Antes de entrar en la cocina, Nando escuchó a Rafa decir: «Bébete una botella
de lejía, a ver si revientas».
Abrió el armario de encima de la vitrocerámica, donde resplandecía un
paquete de pan de molde sin empezar. Tentado de abrirlo y darse un último
homenaje, se contuvo. Abrió la nevera y valoró si sería adecuado comer pavo en
lonchas; también descartó la idea. Con la nevera pelada, decidió bajar en busca
de una hamburguesería para comprar una ensalada. Esta vez, sin pollo rebozado.
Cuando regresó, Rafa continuaba en el sofá. En el televisor emitían una
tertulia. Se dio cuenta de la caja de galletas tirada ante el aparato y de los ojos
enrojecidos de su compañero de piso.
—¿Todo bien? —dijo preocupado.
—Sí —le contestó Rafa. Nando no distinguió si lo había hecho con una
palabra o con un suspiro. En el televisor, dos tertulianos se gritaban enseñándose
carteles con gráficos y recortes de periódico. Parecía que Gonzalo les había
perfilado la barba y llenado el pelo con potingues. «¡Qué guapos son!». Pero no
podía deleitarse mucho con lo que tenía delante.
—Voy a comer.
—Que aproveche.
—¿Tú?
—Ya me he comido las galletas. Son digestivas. Supongo que eso quiere decir
que son buenas para el almuerzo. O no, quién sabe; tú eres el experto.
—Creo que me da tiempo a ir a las manifestaciones y al cine. Invito yo. Aún
no hemos fijado la hora, pero lo llamo o le escribo y quedamos temprano.
—No te preocupes, no quiero molestar. Ya he hecho otros planes.
—¿Con quién vas?
—Solo.
La palabra sonó tan brusca que Nando entendió: debía callarse. Se sentó a la
mesa, y masticó la lechuga y los tomates cherry. En el televisor, empezaba el
informativo; las primeras noticias fueron un carrusel de políticos varones
guapos, entre ellos sus Roberto Colón y Alfred Riera; esa madrugada
comenzaban las dos semanas de campaña electoral. En otro momento, Rafa y él
los hubiesen piropeado juntos, pero la tensión se podía cortar con los carteles
que blandían los tertulianos minutos antes. Sin embargo, Nando intentó empezar
una conversación:
—Por cierto, en tu wasap me hablabas de dos sorpresas. ¿Había algo más?
Rafa tardó en contestar, sentado en la misma posición.
—¿Qué haces en Navidad?
—Me quedo aquí, supongo. Paso de celebraciones familiares.
—Yo cenaré con unos amigos que viven en una urba a las afueras. Te iba a
preguntar si querías venir.
—Me lo pensaré.
—Te lo pensarás. Ya.
Capítulo 9: Kickboxing
Nando y Jairo redactaron juntos la carta de motivación. Leyeron con detalle las
bases de la convocatoria, buscaron plantillas en internet y cruzaron los dedos
para que los ejemplos que copiapegaron no los usaran otros estudiantes. El
bailarín bromeaba con «¿crees que debería decirles que yo inventé la coreografía
de Macarena? ¡Que no, que es mentira!», y el escritor deseaba que repitiera los
intentos de caricias del encuentro anterior.
—Pues ya está —dijo el filólogo después de la quinta revisión—. Que
tengas… suerte. —Intentó que no le temblaran los labios.
—¡No hace falta! Como te dije, no creo que me la den. Ya verás. En cuanto la
denieguen, me pondré a echar currículums de profesor en academias; guardo
algunos contactos. Si esto es, sobre todo, por las ganas de viajar y de conocer
mundo. Y para que no se diga que no he perseguido un sueño. ¿Qué opinas?
Nando no respondió.
El primo de Gorka continuaba enfrascado con el portátil. Con el permiso de
Nicolás («¡me parece bien, hacha!»), el filólogo pasaba la jornada laboral en el
vestíbulo de Nenikékamen. En las horas de cierre, él y Leo escribían sobre
ejercicios de tonificación, déficit calórico y mitos sobre las luxaciones («cada
vez me gusta más esta palabra»). Cuando el entrenador abría, Nando tecleaba
solo e incluso aconsejaba a los posibles clientes que llegaban.
—¿Que si le convienen las mancuernas? Pues…
También seguían con el entrenamiento; kickboxing y dominadas. Leo le
explicaba los avances frente al espejo; le señalaba los músculos, la función de
cada uno y lo bien que le quedarían con una camiseta ceñida.
—Pero, por favor, no te la compres con cuello de pico. Ajustada, todo lo que
tú quieras, pero de cuello de pico, no.
Aunque tenía a Jairo en mente, Nando no le escribía: el bailarín seguía de baja
y el reposo debía ser total; demasiado se habían excedido redactando esa carta
para llegar a la convocatoria. Se afanaba en escribir el mejor libro posible. Ya
habría tiempo de enseñarle los resultados.
Los días pasaron. Rafa estaba menos comunicativo; apenas se cruzaban en el
piso: el camarero llegaba cada vez más tarde.
A punto de cumplirse una semana de campaña electoral, mientras tecleaba en
el gimnasio, recibió un wasap de Gorka:
Jairo: Hola! Me han dado el alta! Perdona que no te haya escrito antes,
pero mi muñeca permitía pocos movimientos y me he venido corriendo
a Barcelona para grabar. Nos vemos pronto. Tengo cosas que contarte,
y mejor cara a cara. Te he echado de menos!
Jairo: Hola! Creo que ya te han dado la buena noticia, no? Te lo quería
decir a la cara :-)
Jairo: Esta semana voy a estar muy ocupado en Barcelona con las
grabaciones y arreglando papeles en Madrid, así que no podré terminar
el libro contigo. Te encargas tú de todo con Leo, vale? Seguro que
haréis un buen trabajo :-)
No, no valía. Se tumbó en el sofá, con el brazo colgando. Dejó que el móvil
resbalara por los dedos hasta el suelo. Unos minutos después, soñaba con
bailarines de tupés pompadour y plantas de açaí que crecían de sus barbas.
Lo despertó Rafa, sentado en el suelo junto a su mochila, con meneos:
—Ey, que estás frito. —Miró el televisor—. ¿Ahora te pones El invernadero
como nana?
El invernadero era un programa de entretenimiento de máxima audiencia. Dos
marionetas de unas mariquitas salían de la mesa para entrevistar a los invitados.
Nando gruñó, con la boca pastosa. «¿Cuánto tiempo llevo sin hablar con él?».
Miró a la tele.
—¿Qué hace Pello Suárez en El invernadero?
—Ni idea, acaba de empezar. Pero esta tarde ha llamado a Rescátame y le ha
prometido a Roque Asier Álvarez que prohibirá el toro de la Vega si lo eligen
presidente.
—¿A Roque…? ¿En Rescátame? —La cabeza le daba vueltas.
—¿Estás enfermo? ¿Qué te pasa?
—Nada. —El libro y Jairo llegaron a su mente al mismo tiempo.
—¿Cómo va el trabajo?
—Normal. Comenzando el final de una etapa.
—¿Cómo que «el final de una etapa»?
—Después de las elecciones, Jairo se marcha a Londres, a estudiar.
La cara de Rafa mostró durante un segundo una expresión de «te lo dije», pero
se recompuso.
—¿Y qué pasa con el libro? ¿Lo termináis?
—Lo termino. A solas. Mejor dicho, con Leo. Ayer me habló de unos
ejercicios de flexibilidad para posturas de penetración anal que…
Rafa soltó una carcajada y se tumbó de espaldas en el suelo. No paró de reír
en varios segundos; cuando se incorporó, las lágrimas le corrían por las mejillas.
Nando lo contempló reconfortado y sonriente.
—Sigue, sigue. ¿Cómo son esos ejercicios? ¿En vez de lubricante se usa
aceite de coco? —preguntó Rafa.
—Te dejo con la intriga, que no sé si los meteremos en el libro. —Le guiñó—.
Jairo se ha ido a Barcelona a grabar, así que va a colaborar poco.
—Al final, ese libro va a ser más de Leo y de ti que de esa loca del coño.
Nando se rio.
—Probablemente.
—Ya no lo ves de la misma manera, ¿verdad?
El escritor fantasma con contrato de formación se detuvo a pensar. En apenas
unos segundos, había hecho suyo un libro cuya escritura lo había reconciliado
con su pasado. Y a la vez, en el fondo de su mente, un doble de Roberto Colón
se acercaba moviendo las caderas al ritmo de Get Lucky.
—Vamos a buscar el lado positivo —seguía Rafa. Pero, en la cabeza de
Nando, el culo bailón no cesaba de menearse—. Jairo se marcha, pero nuestros
políticos macizorros se quedan. Y seguro que ganan e instauran la guapocracia.
Y, hablando de guapos, qué quieres que te diga… Ese libro te ha venido muy
bien, porque estás más guapo que nunca.
Nando lo escuchó ahora con nitidez. Las palabras ocuparon todo el lugar.
Asintió con la cabeza.
—¿Quieres cenar? —continuó Rafa—. Y, por favor, no me digas que te vas a
preparar una ensalada. A mí déjame de tus monsergas sobre nutrición, que tengo
bastante con el traje que debo entregar antes de Navidad. Hoy comienza el fin de
semana, así que es una noche de ponerse como cerdos con lo más guarro del
supermercado. Además, llevamos una semana de campaña electoral
prometedora, así que debemos celebrarlo. He traído unos nachos espectaculares.
Mira.
Rafa arrastró la mochila y sacó dos bolsas de plástico rellenas de triángulos
naranja fluorescente.
—Me encantan, me alegran la vida cuando vengo de las clases. Incluso les he
compuesto una canción. —Las agitó como maracas:
Somos nachos industriales,
estamos requetebién;
vestidos de colorante,
cuyo nombre no quiero saber.
Nando se quedó boquiabierto y se echó a reír. Su risa sonaba tan limpia como
la de Leo cuando hicieron las paces. Se incorporó en el sofá.
—Venga, vamos a cenar. Voy a encargar una ensalada. Pero te agradezco los
nachos.
—Bueeeeeno, vaaaaale.
En la cocina, Nando pidió la ensalada a través de una app. El dedo
seleccionaba ingredientes y envases biodegradables («por dos euros más ayudas
a proteger el medioambiente»), y la mente pensaba en Jairo. Se recreaba en su
cuerpo, su pelo y barba bien cuidados, y esos gestos y palabras tan dudosos de
los últimos encuentros. Una frase resonaba en su cabeza: «Te he echado de
menos».
—Me voy a hacer un sándwich. —Rafa metió la cabeza en la nevera—. Tengo
embutido de sobra por si quieres echarle a tu comida para conejos. Insisto: es un
día para celebrar que el libro va por buen camino, que falta poco para el cambio
político y que Jairo dejará de marearte.
Nando no contestó. Se acarició la barba que Gonzalo le seguía recortando
gratis («la publicidad que me vais a dar lo merece», le dijo un día) y se palpó los
bíceps fortalecidos con Leo. No había una barriga en medio que le impidiera
comprobar rotos en las zapatillas. Y estaba escribiendo un libro que prometía ser
la bomba. Tenía que lanzarse a por Jairo: un éxito encadenaba otro éxito, y
faltaba el remate. «Ahora o nunca».
Rafa se giró con un paquete de salchichón en la mano..
—No creo que debas correr detrás de ese bala perdida. ¿Lo verás antes de que
se vaya?
Nando volvió a la realidad. Qué grande era Rafa. Cómo le había sugerido
vestirse para la fiesta, cómo se apenó por no saber ayudarlo para escribir el
libro… y cómo lo había piropeado.
—No lo sé —contestó.
Capítulo 10: Luz azul
Rafa: Hola! Cómo vas? Necesitas ayuda? Insisto en que debes meter
un capítulo sobre cómo peinarse si tienes entradas
Nando sonrió.
Nando: No me hace falta nada. ¡Gracias! Buen viaje, pásalo bien y nos vemos a
la vuelta.
Llamó al telefonillo.
—¿Quién es?
—¡¡¡Jairo!!! —Se sorprendió de su tono de voz—. Soy Nando. Ábreme, por
favor.
Subió a la carrera. Cuando llegó al rellano, notó que lo había hecho por las
escaleras y no por el ascensor. Llevaba días igual en su casa y en la oficina, y no
había reparado en ello. Algo más que agradecer a Leo.
Jairo lo esperaba en la puerta, con pantalones cortos, una camiseta negra de
tirantes y deportivas. La cara le brillaba.
—Vengo de correr. Por poco no me pillas en la ducha; estoy sudando como un
cerdo. —Le sonrió.
Nando también sudaba ahora.
—Pasa —continuó. El escritor no podía más y se quitó deprisa el abrigo—.
Oye, cada día estás mejor. De figurín, digo.
Se sofocó.
—Te he traído el libro. —Dejó el borrador en uno de los estantes, junto a una
foto en la que el bailarín aparecía sacándose un selfi con sus compañeros de Tu
rostro me es familiar.
—¡Gracias! Juro que lo leeré esta noche. Ya he apagado las notificaciones del
móvil, que la gente no hace más que mandarme mensajes de despedida. Menos
Nicolás: ha descubierto los audios de WhatsApp y lleva todo el fin de semana
pidiéndome salseo de los concursantes.
Los dos se rieron. Después, un silencio incómodo llevó a Nando a actuar.
—Verás…
—Perdona —lo cortó—. ¿Quieres tomar algo?
—Uhm… Agua.
—¿Agua? Te puedo preparar una infusión. Tengo que gastar un rooibos.
—No, el agua está bien. De momento.
Jairo se marchó a la cocina. Nando dejó el abrigo encima de la mesa mientras
intentaba despegarse la camisa del cuerpo.
—Aquí tienes. —Jairo le tendió un vaso—. ¿Te importa que estire mientras
hablamos?
—¡No, claro!
El influencer se sentó en el suelo y se abrió de piernas como si fuera un
compás. Extendió los brazos hacia arriba.
—¿Así estiras? —le preguntó Nando sin dejar de mirarlo. Si se echara el agua
por encima, se evaporaría al instante.
—Sí —respondió conforme se inclinaba hacia delante—. Me lo recomendó un
cuñado de la presentadora del programa. Un entrenador físico como Leo.
—Nunca había visto algo así. De estirar tanto, digo.
—Te queda por aprender.
Los dos se rieron otra vez. Jairo se levantó y, apoyado en la pared, dobló la
pierna derecha hasta que el talón de la deportiva rozó el glúteo. Nando quiso ser
talón de deportiva.
De nuevo, se creó un silencio incómodo. Esta vez, el bailarín se encargó de
romperlo:
—Esto es también una despedida.
El corazón de Nando se aceleró: no había preparado nada para ese momento.
La estrategia de los pósits que había usado con Nicolás dio tan mal resultado que
se quedó sin ganas de reutilizarla. Y eso que los pósits, en su mente, tenían
forma de gatito. Además, justo en ese instante, sus conocimientos sobre textos
argumentativos también se habían volatilizado, como si no hubiera estudiado
filología en la vida.
«Si he sido capaz de tanto en tan pocos meses, esto también debe tener
solución».
—No estoy seguro. Antes quería decirte algo.
—Dime.
Los diccionarios normativos, los de uso y los de tecnicismos también habían
desaparecido de su mente. Los de sinónimos y antónimos estaban en el anaquel
más alejado de sus manos.
«De perdidos al río».
—Pues verás… Resulta que estoy enamorado de ti. O encoñado, no sé. Me
gustas desde que te vi entrar en la oficina con aquella camisa de leñador, el pelo
brillante y esa pinta de empotrador rural. Y creo que no solo me gustas, sino que
estoy enamorado de ti. Pero eso ya te lo he dicho al comienzo, ¿no? —Movió las
manos, pidiendo inspiración divina—. Ya, creo que ya. Espera que beba agua.
Se llevó el vaso a la boca. Una poca cayó dentro, y el resto sobre el cuello y la
camisa.
—¿Estás bien? —preguntó Jairo.
Nando escupió el agua.
—¡Sí! Y… no sé… —Comenzó a pasear—. A lo mejor digo una burrada, pero
¿y si no te vas a Londres? ¿Y si continúas aquí con tus bailes en la tele, y tus
fotos y vídeos? Seguro que te sale un trabajo de profesor en una academia. O en
más programas. Como juez en un talent, por ejemplo; ahora hay talents para
todo.
El bailarín arrugó la frente y sonrió.
—Me gustas, Jairo, me gustas mucho —continuó Nando—. Pero no solo eso:
creo que te quiero. Debía decírtelo porque los sentimientos no han de
mantenerse dentro. Tienen que aflorar y cerrar heridas del pasado… No, eso era
con Leo… Me voy a callar, que estoy hablando más de la cuenta.
Jairo abrió la boca, pero Nando siguió:
—¿Y si me voy contigo? —Dejó el vaso encima de la mesa, junto al abrigo—.
Algo podré hacer. Dar clases de español, fregar platos en un hotel… Se me da
bien lo de fregar platos.
—Bueno… —Jairo sonrió, bajando la mirada. El pie seguía en el glúteo.
Nando se calmó. Se imaginaba una vida increíble a partir de ahora con Jairo:
acudiría a las grabaciones de programas de televisión, visitarían lugares
fotogénicos y cenarían en restaurantes orgánicos, según la vida que eligiera el
bailarín.
—¿Y por qué no me lo has dicho antes? —continuó el influencer.
Lo que quedaba en la cabeza de Nando, sin pósits ni diccionarios, era un
cerebro que estalló como una bomba atómica.
—¿Qué? Tío, ¡no es sencillo! ¿Te crees que esto sale tan fácil como un
estornudo o como uno de tus espagat? Pues no.
Jairo estiraba la otra pierna, aún con la mirada baja.
—Nando —alzó la cabeza—, eres muy agradable y te has portado genial
conmigo, pero me marcho a empezar una nueva vida, solo. Es una oportunidad
única. Lo siento.
Todo se rompió dentro de Nando. Un calor, otro tipo de calor, distinto al que
sentía con él, le inundó el cuerpo. No podía respirar. La cabeza le daba vueltas.
—No pasa nada. —Fue lo único que pudo decir. Pero sí pasaba.
Jairo se acercó con los brazos abiertos. El escritor lo paró con la mano.
—Es que, si te abrazo, te tocaré el culo.
—Perdona.
—Tranquilo. Hablando de abrazos, creo que te malinterpreté el día que nos
vimos, tras el esguince. Cuando me besaste.
—No te besé.
—Sí, cerca del lóbulo.
—¡Ah! Es que soy así de cariñoso. ¿Por qué dos tíos no se pueden dar un beso
sin que haya algo sexual entre ellos? Los argentinos y los uruguayos lo hacen
para saludarse. Lo deberíamos importar a España. A veces me controlo para no
dar lugar a malentendidos. Y… veo que contigo la lie parda.
—Y los mensajes de «te he echado de menos», tus guiños de ojo…
—No lo puedo remediar. Soy así de cariñoso, ya te he dicho.
—Es verdad. Solo había que verte en aquella fiesta, bailando con todo el
mundo.
Se quedaron callados, con la vista en el suelo.
—Si no te importa… —Jairo tomó la iniciativa—, sigo estirando.
Nando sonrió y alzó la cabeza.
—No, claro. Y, si no te importa a ti, me voy a marchar. —Cogió el abrigo—.
Suerte y éxitos en Londres. Cuando regreses, el libro estará publicado, supongo.
Y felices fiestas.
—Pero nos seguiremos viendo, ¿no? Quedamos a mi vuelta cuando quieras. Y
podemos charlar por Skype, o me cuentas tus dudas por correo electrónico.
—Sí, claro. —«Ni de coña».
En la última imagen que tuvo de Jairo, el bailarín estiraba la pierna izquierda
apoyado en la pared. De nuevo, el pie rozaba el glúteo. Pero Nando ya no quería
ser talón de deportiva.
—Vamos, que la has liado, maricón. —Rafa se apoyó en la puerta del cuarto de
baño. Nando se tiraba agua con furia. Salpicó el espejo, el lavabo, el suelo; las
gotas chorreaban por la barba perfectamente recortada—. No deberías haberte
ilusionado. En el fondo, él es como tú: también regresaste a España por una
oportunidad única.
—Y ha salido bien. —Se miró en el espejo.
—No lo dudes. ¿Sabes lo que necesitas? Un dónut.
Se sentaron en el sofá. Rafa le tendió un dónut industrial en su envoltorio de
plástico de un solo uso; una circunferencia perfecta brillaba como si tuviese luz
propia, con su capa de azúcar escarchada, y su olor a conservantes y blandura
añadidos. Nando sintió un deseo que no experimentaba desde semanas atrás.
Con la boca llena de saliva, lo sacó del envoltorio. Se deleitó masticándolo,
paseando cada pedazo por la boca antes de tragarlo. Lo había devorado cuando
se dio cuenta de que el televisor estaba encendido. Intentó concentrarse en la
retahíla de datos sobre las elecciones que salían de él.
—Dios, se me ha olvidado ir a votar —acertó a decir.
—¡¿Qué?! ¿Después de los calentones que nos hemos pegado con estos
chulazos?
—Tenía la cabeza en otro sitio. Mierda, mierda. ¿Cómo van?
—Gana el Partido Populoso, pero ninguno tiene mayoría.
—¿Y tu Riera?
—Nuestro Riera, querrás decir. Cuartos, detrás de Sabremos. Se ha metido
una hostia de las buenas.
—Como la mía. ¿Y qué tal Roberto Colón? —Seguía masticando y
saboreando.
—Peor aún. Dicen que solo dos diputados.
—«Peor aún» ha sido mi fracaso con su doble.
Nando terminó de tragar y suspiró satisfecho.
—¿Mejor, entonces? —le preguntó Rafa.
—Sí, me he quedado más tranquilo. Y no me arrepiento de habérselo dicho.
Me he quitado un peso de encima. Otro más. —Se pasó la lengua por los labios
—. Y esto me ha sabido a gloria bendita. ¿Te queda alguno?
Rafa suspiró.
—Bienvenido al club. Has madurado.
—No sé si he madurado. Dame un poquito más de tiempo.
—Sí, créeme que has madurado. El mundo está lleno de tíos, y tú eres guapo y
simpático. Lo eras antes de los barberos, el gimnasio o la cera en el pelo; si en el
grupo de teatro interpretabas al protagonista de las comedias, por algo sería.
—Perdona que insista: ¿te queda otro dónut?
—No, te has comido el último. Mañana compraré más.
—De chocolate, por favor. O de esos rellenos de mermelada o vete a saber
qué. Pero que tenga sustancia semisólida por dentro.
El especial informativo de las elecciones continuaba. Un tertuliano rugía para
hacerse entender entre el resto de invitados mientras el presentador, agitando una
calculadora, gritaba a cámara: «¡No dan los números! ¡No dan para una
mayoría!».
Sonó el teléfono de Nando. Era Leo.
—¡Buenas noches! Perdona las horas, pero la próxima semana tengo bastante
lío. ¿Te pillo bien?
—Mejor que nunca.
—Eso es porque ya no tienes agujetas. Llevo todo el fin de semana dándole
vueltas al libro. Hemos pasado momentos muy divertidos, como cuando
describías las fitballs. —Se rio con la misma carcajada amplia que cuando
hicieron las paces en el gimnasio. Esa risa y el azúcar del dónut aumentaron la
autoestima de Nando.
—Hemos disfrutado escribiéndolo.
—Lo sé. Por eso te llamaba. No sé si recuerdas el día que escribimos el
capítulo de las fitballs. Te dije que estaba pensando en reformar mi página web.
Añadir fotografías, mis servicios… Un primo informático que no tiene curro…
«¿Cuántos primos informáticos sin trabajo hay en este país?».
—… me ha dicho que escriba textos que lleven a los buscadores a mi web. Me
ha dado algunas nociones, pero quien sabe escribir de verdad eres tú. Y he
pensado que, si quieres ayudarme… Por supuesto, pagándote.
Recordaba haber escuchado a Leo, pero en aquel momento él había estado
concentrado en la propuesta de Jairo. Y ahora, el bailarín había dejado de existir.
—¡Claro! ¡Cuenta conmigo!
—Además, mi primo me ha dicho que hay muchas empresas que buscan
redactores, así que quizá tengas ingresos extra.
—Siempre vienen bien. ¿Cuándo nos vemos?
—¿El próximo domingo y te presento a mis follamigos? Les he hablado muy
bien de ti.
—¡Vale! ¡Te escribo! ¡Feliz Navidad!
Colgó. A su lado, Rafa estrujaba el envoltorio de plástico.
—De verdad, hay muchos tíos —le repitió.
Nando apartó la mirada del televisor y sonrió.
—Ya, ya lo sé.
—Solo es cuestión… de encontrarlos.
Nando le acarició una pierna. No podía atender al programa. No importaba lo
que fuera a pasar en los próximos meses con esos políticos.
—Seguro que están cerca —continuó Rafa.
Capítulo 13: Dieta paleo
Nando sonrió.
Nando: ¡Gracias!
Siempre tan atento.
Terminó de leerlo cuando sus compañeros se sentaban con las bandejas frente
a él. No pudo responder al siguiente mensaje:
En primer lugar, tengo que nombrar a Ana González Duque, mentora durante la
escritura de esta novela. Gracias por todo, Ana.
Gracias también a Roberto Congiu, Antonio Heras, Ruth Ibáñez, Sergio Mesa,
Cristina Sánchez y Zarco Pareja, que hicieron la lectura beta. Sus consejos e
ideas la han mejorado.
Asimismo, gracias a Celia Arias, que se encargó de la corrección
ortotipográfica y de estilo. Con su trabajo y consejos, la novela quedó lista para
maquetar, un trabajo que ha sido responsabilidad de David Generoso. Muchas
gracias a ti también, David. Por otra parte, si te han gustado las cubiertas, son
responsabilidad de Gemma Martínez. Moltes gràcies, Gemma.
Y por último, gracias a ti, por haber confiado en Dónuts, barbas y
mancuernas.
Antes de que te vayas
Si esta novela te ha gustado, dale a like, suscríbete al canal y comparte con tus
amigos.
Ahora en serio. Muchas gracias por dedicar tu tiempo a leer Dónuts, barbas y
mancuernas. Si te ha gustado, por favor compártelo en las redes sociales con la
etiqueta #DónutsBarbasyMancuernas. Además, te invito a que dejes un
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¡Gracias de nuevo!
El autor