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José Manuel Blanco, 2020


ISNI: 0000 0004 7433 5671
Corrección: Celia Arias
Ilustración y diseño de cubiertas: Gemma Martínez
Maquetación: David Generoso
Todos los derechos reservados
Capítulo 1: Açaí

«No es justo que sean tan altos, tan guapos», pensó Nando. «Seguro que no son
felices en la vida real». Cuando los veía sonreír, y mover brazos y caderas al son
de la música, se deprimía. ¿De dónde sacaban a esos hombres? No dejaba de
rumiar mientras masticaba un sándwich de mortadela y veía una actuación tras
otra de Tu rostro me es familiar, el talent show de máxima audiencia de los
domingos. En Edimburgo no había encontrado un programa de televisión con
tanta música, humor y bailarines potentorros.
Sudaba. Aunque le hubiese gustado culparlos a ellos, cuando se sacudió las
migas de la camiseta, notó que los michelines pedían auxilio dentro de tanta
estrechura. Se la quitó, la tiró al suelo y se arrellanó en el sofá. Se rascó la barba.
—No sería mala idea que me afeitara antes de empezar en el nuevo trabajo —
susurró. Aunque, probablemente, el estilo hípster también se llevara en España.
O el estilo porcino, más adecuado a su presencia.
Regresaba a su país en otoño porque había encontrado un trabajo-de-lo-suyo
en una editorial, pero no se alegraba tanto; era solo un contrato de formación.
Los bailarines musculados y elásticos de Tu rostro me es familiar tampoco lo
remediaban. Ni siquiera ese que se parecía a Roberto Colón, el líder de Izquierda
Reunida, pero que tenía el cuerpo de Alfred Riera, el presidente de Cívicos.
¿Qué había pasado durante su ausencia para que la mayoría de candidatos a las
elecciones generales de 2015 estuvieran follables? Un novio como aquellos
bailarines, o incluso como esos políticos, quizá lo ayudaría a calmarse.
Se estaba durmiendo, así que se arrastró hacia el dormitorio. Por el pasillo
revisó el correo electrónico en el móvil; nadie había contestado a su mensaje
para alquilar la otra habitación.

A la mañana siguiente, el despertador del móvil lo tiró de la cama con el


sonido de The Edge of Glory. Mientras Lady Gaga cantaba el estribillo, Nando
se preguntó si un contrato de formación de un año sería suficiente para su nueva
vida.
Se secó el agua de la ducha y se vistió sin mirarse al espejo; no le hacía falta
para recordar sus lorzas y sus ojeras. Maldijo al abrir la nevera: otra vez se había
olvidado de comprar leche. Entre tomar un café en un bar o desayunar una
cocacola, optó por lo primero. Aunque no hubiese sido la primera vez que hacía
lo segundo.
Al salir, dudó cuál sería el mejor recorrido para ir a la editorial. No reconocía
la ciudad a la que había regresado también como heredero del piso de sus
abuelos. Los bloques de protección oficial, algunos con la placa del yugo y las
flechas franquistas, alojaban en los bajos centros de depilación láser y de
nutrición. Giró hacia la izquierda. Mejor buscar un bar cuesta abajo, y ya vería
en el móvil cómo llegar. El camino lo entorpecían parejas jóvenes y mayores,
familias de varios miembros con hijos adolescentes o con carritos; bloqueaban el
paso blandiendo un paloselfi y sonriendo al móvil que pendía de él. Los bares
parecían haber desaparecido. En el escaparate de una farmacia, destacaban unos
batidos que prometían adelgazar diez kilos en una semana. Tomó nota mental
porque quizá le convendrían en un futuro.
Al final de la acera, encontró un local que le sonaba: era el bar al que lo
habían llevado sus abuelos cuando venía de visita del pueblo y que se mantuvo
durante sus años de estudiante universitario. Bar Cafetería Juana. El cartel era el
mismo de entonces y cubría la esquina con letras mayúsculas de plástico rojo
sobre fondo blanco.
Entró y pensó que se había equivocado. Las pequeñas mesas de zinc y los
azulejos marrones que recordaba habían desaparecido; también, los boquerones
en vinagre, la ensaladilla rusa y las aceitunas con pepinillo de la barra. Las
paredes, revestidas de pizarra, invitaban a los clientes a explotar su creatividad
con tizas rosas, naranjas y rojas desparramadas por el suelo. Sobre mesas y
sillones de palé, en vez de periódicos, se desplegaban revistas de diseño y
arquitectura, junto a la carta impresa en varias hojas de papel reciclado cosidas
con hilo de bramante.
Se sentó en la mesa más cercana a la puerta. «Podrían haber dejado cojines en
vez de tanta revista». Con desconfianza, buscó una parte sin astillas de los
sillones.
Revisó la carta. Enumeraba varios tipos de café de los que no había oído
hablar.
—¿Qué es el açaí? —susurró al leer la lista de zumos.
La chía de uno de los boles de fruta y semillas que vendían le sonaba al grito
para espantar a las palomas en su pueblo. En el hilo musical sonaba chill out.
«¿Estoy en 2015 o he vuelto a 2005?».
—Bienvenido a Bar Cafetería Juana —saludó un camarero a espaldas de
Nando—. ¿Qué desea?
—Hola —respondió Nando sin apartar los ojos del menú—. Estoy pensando si
mezclar la chía con el açaí o solo un vaso de agua del grifo.
—¿Cómo?
—Nada, nada. ¿Tenéis… tostadas?
—Sí, aquí. —El camarero agarró la carta y le dio la vuelta para mostrar la
última página. Llevaba un anillo en cada dedo. Nando se fijó en su baja estatura
y en su delgadez; la cara huesuda, los ojos negros, y el pelo teñido de rubio
oxigenado y peinado hacia delante para ocultar las entradas—. De pan normal,
integral, de semillas… Con tomate, aceite, mantequilla de cacahuete…
—¿Mantequilla de cacahuete?
El camarero frunció el ceño; a Nando le sonaba su cara. Sentía que el barrio
había cambiado tanto que se había convertido en un consulado de Estados
Unidos.
—Es casera, la preparamos aquí cada mañana —respondió el camarero
desganado.
—Creo que optaré por lo tradicional. Una tostada de aceite y tomate, por
favor. En pan normal, que no necesito ayuda para ir al baño. Y un café con
leche… —giró la carta a la primera página— que no lleve ninguna palabra
italiana en el nombre.
El camarero le quitó el menú. No abrió la boca, pero Nando se imaginó que
por dentro decía «ñiñiñi». Se arrepintió de su comportamiento: no merecía que
lo trataran así. Hojeó una revista de arquitectura dedicada a cabañas para poblar
las azoteas de las grandes ciudades.
—Rafa, ¿cómo llevas la búsqueda de piso? —se escuchó una voz de mujer
desde la cocina.
—Tía, no encuentro nada —dijo el camarero, que debía de ser el tal Rafa—. Y
no hay quien convenza al casero de que mantenga el precio. Me dice no sé qué
de que conviene más alquilárselo a turistas. ¡Pero si es un quinto sin ascensor en
un barrio en el que no pasa ni el autobús! Al final tendré que volver al pueblo e
ir y venir cada día.
Esa mención al pueblo zarandeó a Nando. Se giró. Detrás de la barra, Rafa
esperaba a que la cafetera terminara su trabajo, con la mirada perdida en la calle
y las manos en la cintura. Volvió a mirar el menú y simuló que leía un artículo
sobre tipografías para triunfar en redes sociales mientras maldecía su
bocachanclismo.
Rafa llegó con una bandeja y dejó caer el desayuno en la mesa, sin cuidado.
—Que aproveche —susurró.
—¿Rafa?
El camarero se giró. Había puesto los brazos en jarras, como delante de la
cafetera, pero con cara de extrañeza. Nando dudó si continuar.
—Soy… Nando. ¿Te acuerdas de mí? —Se levantó—. Íbamos juntos al grupo
de teatro del instituto, en la ESO. Me ayudabas a memorizar los versos de El
perro del hortelano.
Rafa abrió la boca y los ojos hasta que tuvieron el mismo diámetro.
—¡Pero bueno! —Le tendió la mano conforme Nando se acercaba para darle
dos besos; chocaron y casi se dieron un pico—. ¿Qué pasa, cómo estás? Ya sé
que vas bien al baño, pero ni idea del resto.
Nando enrojeció.
—Bien, bien. Estudié Filología Hispánica al terminar el instituto y…
—Y estás con las oposiciones.
—No. Terminé la carrera, parecía que no iban a convocar oposiciones en un
tiempo y me fui a Edimburgo a trabajar.
—¿Dando clases de español?
—Fregando platos en un hotel.
Rafa apretó los labios.
—Lo siento. Pues si has venido a la cafetería a buscar trabajo, entre la Juana,
que está en la cocina, y yo nos ocupamos de lavar los platos y servir los frutos
secos de la mañana. No sabes el boom que hay ahora con las nueces. Y al
mediodía cerramos.
—No, no, tranquilo. —Nando se sentó en el pico de la mesa—. Me ha salido
un contrato con una editorial. Algo de lo mío.
—Qué bien. ¿Indefinido?
—No, de formación.
—Lo suponía —susurró Rafa. Nando prefirió ignorar el comentario.
—Es mediante la fundación de una caja de ahorros, que hace esos convenios
con la diputación para unos programas de empleo joven. La editorial se llama
Ciudad Eterna, está cerca de aquí, yendo para el casco.
—Mira. Pues me alegro.
—¿Y tú qué? ¿Cómo va la vida? Tampoco te quiero molestar si estás
currando.
—No, no, si no molestas. Ya ves —Rafa alzó la cabeza mientras señalaba
alrededor con los brazos—, si aquí ahora mismo no hay nadie. ¡Juana! —gritó
hacia la cocina—. Estoy aquí con el Nando, del pueblo.
—¡Vale! —se escuchó entre el ruido de una batidora.
Rafa soltó la bandeja encima de las revistas y se sentaron uno frente al otro.
—Esta Juana vale más que las pesetas.
—¿Es la dueña del bar de siempre? Yo venía aquí de pequeño con mis
abuelos.
—No, su hija, que es una moderna. Si no fuera por ella, las mañanas aquí se
me harían, como tu editorial, eternas, sobre todo cuando llegan las musculocas
del gimnasio a por la ración diaria de batido de plátano. —Cogió la tostada y la
mordió—. No te importa, ¿verdad? No te voy a pegar nada malo; como mucho,
la hermosura; pero es que me ha tocado abrir y no me ha dado tiempo a
desayunar.
—Podrías haberle echado aceite y tomate encima.
—Da igual. Pues yo hice el bachillerato artístico en el instituto de al lado, ¿te
acuerdas? El de los pijos. Me presenté a selectividad para guardarme la nota, y
me metí en un ciclo de estética y maquillaje. Terminé, no encontraba nada, me
vine y estuve un par de años trabajando de camarero en bares y discotecas. Pero
todo el mundo empezó con lo de seguir formándose, que no había que dejar de
aprender… Y mira, llevaban razón. Me apunté a un ciclo de patronaje y moda.
Estoy en el segundo curso, en el turno de tarde. Y por las mañanas aquí,
sacándome un dinero. —Volvió a morder la tostada.
Nando se quedó callado.
—¿Y ya? —preguntó antes de coger la taza.
—Bueno, he presentado dos colecciones, una de primavera-verano y otra de
otoño-invierno.
Nando casi escupió el café.
—Guau, eso es… aprovechar el tiempo.
—Tú has vivido en Reino Unido.
—Sí, fregando platos.
—Pero ahora estás aquí y con curro nuevo. ¿Cuándo empiezas? —preguntó
Rafa antes de mordisquear la tostada.
—Dentro de un rato. —Nando miró el reloj—. Antes de irme... Te he
escuchado decir que buscas piso.
—Sí. Vamos, piso… Una habitación que no sea un cuchitril, pero con un buen
armario para meter mis creaciones. Soy como las folclóricas y su baúl.
—Tengo una habitación libre en mi casa y te puedo ofrecer un precio especial.
¿Qué te parece?
A Rafa le brillaron los ojos.
—¿En serio? ¿A qué llamas precio especial?
—Pagar los gastos a pachas y, no sé, ¿ciento cincuenta euros al mes? Así
tengo compañía. Y te debo una por lo del instituto.
—Hombre, te salgo más barato que un perro y encima no me tienes que
recoger las cacas. ¡Y ganas dinero!
—No es el mejor símil, pero sí, sería algo así.
—Por mí estupendo. —Rafa terminó de devorar la tostada—. ¿Me puedo
pasar esta noche después de clase?
—Claro, sin problemas. Estaré… cenando algún sándwich, probablemente.
—Un planazo. Dime tu número y la dirección, y nos vemos. A este desayuno
invito yo.
—A este café, querrás decir. Te has acabado la tostada.
—Te puedes tragar el tomate y beber el aceite. Es virgen extra.
—Olvídalo, para ti.
Se levantaron y se despidieron con dos besos en la puerta.
—¡Suerte en tu primer día! —gritó Rafa mientras Nando se alejaba; dos
turistas con gorras de un toro y una flamenca se sobresaltaron—. ¡Seguro que
sale genial!

La sede de Ciudad Eterna se ubicaba en el típico bloque que tan pronto acogía
la consulta de una dentista como de una notaria. En la puerta, un joven alto y
corpulento, con gafas de sol, gorro de lana y camisa de cuadros, caminaba de un
lado a otro. Examinó preocupado el enrejado del portal y luego la calzada. Metió
con rapidez la mano derecha en el bolsillo del pantalón. Sacó un móvil, lo colocó
a la altura de sus ojos y extendió el brazo. Sonrió. Cuando bajó la mano y miró
la pantalla, hizo un mohín de asco; caminó de nuevo de un lado a otro de la
puerta, escrutando la entrada.
Nando llegó a su altura cuando el joven movía la cabeza como un metrónomo.
Volvió a extender el brazo con el móvil y lo alzó hasta la frente, con el filólogo a
sus espaldas, lo que provocó que Nando se apartara para no salir en la foto y
carraspeara. El otro saltó como un resorte y se apartó. Nando musitó un
«gracias» mientras pulsaba el telefonillo.
—¿Sí? —preguntó una voz grave y cavernosa al otro lado. Nando lo saludó y
se presentó.
—Vengo por lo del contrato de formación —dijo mientras notaba tras él al
joven, que daba pasos cortos.
—Pasa. La puerta está rota —dijo con cansancio la voz.
Conforme caminaba por el vestíbulo, escuchó detrás de él: «¡Hola, mis
queridos seguidores! Tengo algo importante que contaros. Estoy frente al
edificio donde…». Dejó de escucharlo cuando el ascensor cerró sus puertas.
Capítulo 2: Canela y limón

En el cuarto piso, le dio la bienvenida una puerta con un cartel blanco pegado
con celo, en el que estaba escrito «Editorial Ciudad Eterna» en negro y fuente
Comic Sans. Nando cruzó los dedos y llamó al timbre.
Abrió un armario con piernas que lucía una barba negra frondosa y cuidada,
enmarcada por una media melena con la que se podía fregar el suelo. En la
mandíbula le cabría un buzón y en las cejas un nido de cigüeñas.
El gigante lo señaló.
—Tú eres el nuevo, ¿verdad?
—S… sí, sí.
—Yo soy Gorka, el webmaster. Y administrativo. Administrativo antes que
webmaster, para ser sinceros, pero le doy a todo. Encantado.
Se estrecharon la mano. O, mejor dicho, Nando estrechó la de Gorka, y Gorka
destrozó los metacarpianos de Nando.
—Pasa, por favor. A ver si don-ni-co-lás está disponible —dijo con retintín.
En una de las paredes de gotelé del recibidor, una estantería negra albergaba
decenas de títulos con el logo de la editorial. Sobre un dispensador de agua y dos
botellas de recambio llenas de polvo, colgaban pósteres de portadas con diseños
art déco. Una puerta a la izquierda dejaba oír el goteo de una cisterna.
—No sabes dónde te has metido —dijo Gorka.
«Empezamos bien», pensó Nando.
El administrativo le hizo una señal para que lo acompañara por un pasillo. Se
veían dos puertas, una a la derecha y otra de frente. El gigante llamó a la
primera.
—Don Nicolás —sonó con el mismo retintín de antes—, el becario está aquí.
Nando se molestó. No era un simple becario, tenía un contrato de formación.
—¿Quién? —dijo desde dentro una voz pesada.
—No sé, el chico que iba a llegar hoy.
—¡Ah!, ¡sí! ¡Lalo! —exclamó. Nando se molestó todavía más—. ¡Que pase!
Gorka lo invitó a entrar y se marchó sin añadir nada.
Sentado en un sillón que debía de tener tantos años como el gotelé y con los
brazos apoyados en una mesa de aglomerado, se hallaba Jabba el Hutt. Unos
ojos pequeños lo miraban por encima de las gafas. La papada le unía el cuello, si
es que lo tenía, con la barbilla. Rematándolo, un peluquín marrón se ladeaba
peligrosamente. Le tendió la mano con fuerza y tacto calloso.
—Soy Nicolás Parra Grau, el dueño del tinglado. Siéntate, por favor. —Señaló
las dos sillas que había frente a él—. Encantado de tenerte aquí, Lalo.
—Fernando. O Nando, como prefiera.
—¡Tutéame, por favor, hacha! ¿Se sigue llamando «hacha» a la gente?
—No. ¿Se les ha llamado así alguna vez?
—Me encanta decir a mis trabajadores que son unos máquinas y unas fieras.
Habría que recuperar el «hacha». En fin, Lalo…
—Nando.
—La fundación mandó los papeles. Ellos son los responsables de tu contrato
de asistente editorial, yo no he intervenido en la selección. —De un cajón de la
mesa sacó una carpeta de cartulina, de la que extrajo dos folios—. Tu expediente
académico, muy bien. Tu experiencia laboral… no tanto.
Nicolás sonrió. Nando extendió los labios como pudo para imitarlo.
—Si después de este año va bien, te podremos ampliar el contrato o… —bajó
el tono de voz— hacerte indefinido; esto es poco probable. Pero, bueno —volvió
a subirlo—, aprovecha estos doce meses, disfrútalos, aprende mucho y que
nosotros aprendamos de ti.
—¿Cuál es mi función? ¿Trabajaré con la colección de novela, con la de
ensayo…?
Nicolás apretó los labios y tamborileó con los dedos en la mesa, mirando con
los ojos achinados. El joven pensó que la puerta estaba demasiado lejos y él no
tenía un Halcón Milenario en el que huir.
—Sé que lo que más llama la atención de Ciudad Eterna son sus colecciones
de novela y ensayo. Durante años, hemos publicado a los mejores narradores y
ensayistas de la región, con permiso de —habló con desdén— las grandes
editoriales. Sin embargo, los tiempos han… empeorado, y ya no se vende tanto
como antes. Acabamos de sacar un libro de un chiquito, un lliutuber de esos, que
no está funcionando mal, sobre todo en supermercados.
Nando se temió lo peor.
—No te he ofrecido nada —continuó el jefe—. ¿Un vaso de agua? ¿Licor
café?
—No, gracias. Continúa, por favor.
—Ahora nos ha salido una propuesta de colaboración interesante, con otro
chiquito. Se llama… Nunca me acuerdo del nombre. —Abrió un cajón del
escritorio y sacó un folio—. Jairo Montaner. Jairo… No sé de dónde sacan las
familias esos nombres. ¿Lo conoces?
—Creo que es hebreo.
—Quiero decir al chiquito.
—¡Ah! No.
—Es otro famoso en internet. Cuelga fotos y vídeos en esto de… vosotros
sabéis lo que es. Que la gente le da a me gusta y eso.
—Debe de ser Instagram.
—Sí, porque yo uso Badoo y…
—¿Cómo? —Nando se quedó ojiplático.
—Sí, esa web para mojar el chu… Nos estamos desviando del tema. Yo lo he
conocido por mis hijos: no quieren saber nada de su padre, pero nos juntamos
hace poco en un velatorio y terminamos hablando de estas cosas. Es bailarín, de
aquí del barrio, y especialista en deporte, estética y nutrición para el hombre.
—¿Especialista? ¿Tiene un negocio? ¿Estudios? Licenciado, algún ciclo
formativo…
—Ha hecho cursos. En sus redes sociales comparte información interesante
que atrae a miles de personas. Y doy las gracias porque quiere presumir de patria
chica y apostar por una editorial local. A él y a la cadena de televisión en la que
trabaja, que ha visto un posible negocio. En fin, creemos que un libro en el que
cuente sus trucos puede tener éxito. Y aquí es donde entras tú.
Nando se hundía en el respaldo de la silla y el asiento se lo tragaba.
—Lo acompañarás en sus encuentros con los profesionales del bienestar
masculino —continuó el editor—. La idea es que los entrevistes y vayas
montando los diferentes capítulos del libro. Con sus aportes, el expertise del
chaval y su foto en las cubiertas, debe de quedar un libro mazo guapo. ¿Se sigue
diciendo «mazo guapo»? Eso sí… —se rascó la cabeza, y el peluquín jugó con la
gravedad— me temo que el resto de fotos serán de stock; no tenemos
presupuesto para un fotógrafo.
Ambos callaron. La cisterna gorgoteó.
—Y esto es lo que hay —continuó Nicolás—. Aquí tienes el contrato. Mañana
por la mañana debes ir a la mutua a hacerte unas pruebas médicas. Las
condiciones ya te las dijeron en la fundación, ¿no? Quizá tengas que echar
alguna horilla extra; ya… ya hablaremos de eso. ¿Qué te parece? ¿A que está
genial?
Nando reprimió un bufido.
—Maravilloso.
—Me alegra oír eso, hacha. El figura estará al llegar, para hacer las
presentaciones. —Sonó el timbre—. ¡Ah! Tiene que ser él.
Se levantó con esfuerzo, haciendo ruido con la garganta. «Acompáñame, por
favor», dijo mientras se bamboleaba. Nando fue detrás, con los hombros caídos
y la cabeza gacha.
—¡Gorka! ¡No abras, que ya voy yo!
—No lo iba a hacer —se escuchó a Gorka desde la otra sala.
El editor abrió la puerta.
—Jairo, ¿no? ¡Encantado, hacha!
A Nando le pasó de todo en un segundo: sintió un puñetazo en el estómago, el
cuello oprimido y una ligera erección. El tal Jairo Montaner era el joven con
gorro de lana y camisa de cuadros que se había fotografiado y grabado en la
entrada. Jugaba con las gafas de sol en la mano. Sin ellas, Nando lo reconoció:
era el bailarín de Tu rostro me es familiar calcado a…
—Oye, ¿te han dicho que te pareces a Roberto Colón? El chiquito este de
izquierdas que no se va a comer un colín en las elecciones con el Lalo Catedrales
por medio. —Nicolás interrumpió a voces sus pensamientos.
—Sí, me lo han dicho. —La voz de Jairo seguía sonando como si grabara un
vídeo para sus miles de fans; hablaba deprisa y abría la boca lo máximo posible
—. Y que tengo el cuerpo de Alfred Riera.
—¡De Riera! ¿Qué te parece, Lalo? Yo nunca le hubiese sacado parecido a
Riera.
—Quién lo hubiera imaginado…
Era idéntico a Roberto Colón, pero con una barba más exuberante y, al
quitarse el gorro, un tupé reluciente con degradado. Su cuerpo mazado de
gimnasio no envidiaba al de Riera. Desde que Jairo había entrado a Ciudad
Eterna, olía a canela y limón, y la cisterna había dejado de sonar.
—Jairo, este será tu asistente para la redacción del libro. —Nicolás cerró la
puerta—. Se llama Lalo…
—Nando.
—Eso, Mauro. Te acompañará en las entrevistas que hagas e irá redactando
los textos.
—Encantado. —Jairo le guiñó un ojo y le tendió la mano; Nando lo
correspondió con la consistencia de las natillas. El tacto era cálido. El bailarín
sonrió, y sus dientes refulgieron tanto como su pelo.
A Nando ya le agradaba más la idea de trabajar en Ciudad Eterna. No sabía
nada de nutrición ni de estética, y llevaba sin hacer deporte desde las clases de
Educación Física del instituto, si jugar al fútbol durante una hora en el patio se
podía llamar así; pero lo tranquilizó el aura que irradiaba el bailarín.
—Vamos a mi despacho.
Nando cedió el paso al editor y a Jairo, y los siguió flotando.
—¡Un momento, un momento! —gritó Jairo mientras se sentaba en la silla—.
Nos tendremos que hacer un selfi para inmortalizar esta nueva aventura.
—Yo esas moderneces… —dijo Nicolás, pero Jairo ya había sacado el móvil
y buscaba el mejor ángulo para que salieran los tres sin levantarse. Nando sonrió
como no lo había hecho hacía tiempo—. Lalo, en tus manos está el proyecto.
Hemos firmado un preacuerdo con la cadena en la que trabaja este chaval. Si el
libro tiene el suficiente éxito, publicaremos otros sobre su parrilla: novelas
derivadas de las series, recetarios de los programas de cocina…
—Va a salir genial, seguro —comentó Jairo sin apartar la vista de la pantalla.
—¿Te quedas y te presento al resto del equipo de la editorial?
—¡Claro! Quiero conocer a mis nuevos colegas. Y también nos podemos
hacer una foto con ellos.
—No subirás a internet la de antes, ¿verdad? —preguntó Nicolás.
—No, no te preocupes. Es muy poco… fotogénica —terminó de decir con un
susurro.
—¡Qué gracioso eres, hacha!
Se levantaron. Nando levitaba.
En la otra habitación, también forrada de gotelé, dos personas tecleaban a
ritmos distintos en sendos ordenadores: junto a la puerta, Gorka trabajaba con
parsimonia, intercalando pequeños sorbos a un termo de aluminio; al fondo,
oculta tras el monitor, una chica pequeña, de pelo negro lacio y gafas de concha,
martilleaba mirando la pantalla con ansiedad. Un cartón doblado aseguraba una
pata de la mesa.
—Gorka, este es Amaro, tu nuevo compañero —dijo Nicolás.
—Ya lo conozco. He sido yo el que te lo ha llevado al despacho, ¿recuerdas?
—Y este es Jairo —continuó como si no hubiese escuchado nada.
Gorka se levantó y le estrechó la mano. «Están comprobando quién aprieta
más fuerte», pensó Nando, y los comparó con los ciervos en la berrea.
—¿Qué pasa, tío? —saludó Gorka, y luego lo señaló—. Somos como el meme
del doble Spiderman.
—¿Cómo?
—Una imagen que comparten en redes sociales de dos Spiderman iguales que
se señalan entre sí… Nada, olvídalo. Encantado —dijo antes de volver a chupar
del termo.
—Me han dicho que vamos a trabajar juntos…
—Con él, con él —atajó Gorka apuntando con la cabeza a Nando.
—Entre vosotros os entenderéis a la perfección —continuó Nicolás—. Yo os
dejo solos para que os conozcáis, os pongáis al día y, sobre todo, trabajéis. ¡Ah!
—Se dio la vuelta y asustó a todos—. Hoy es la toma de contacto, así que os
podéis marchar cuando queráis. ¡Mañana empieza lo bueno! —Levantó el puño
en señal de victoria antes de desaparecer por la otra puerta.
Nando se fijó en la chica del fondo.
—¿Y ella? —susurró a Gorka, señalándola—. No nos la ha presentado.
—Es Verónica, nuestra correctora y maquetadora. Es freelance, pero le
dejamos un espacio aquí. A veces se nos olvida que está y hablamos a voces. Un
encanto. No sé cómo puede trabajar en estas condiciones y con la mesa coja.
Gorka la contempló con, le pareció a Nando, una mezcla de pena y ternura.
—Vero, ¿todo bien? —le preguntó.
—Ñié.
—Es un encanto, creedme, aunque no lo parezca —murmuró a Nando y Jairo.
—¡Te he oído! Gracias.
El administrativo sonrió sin dejar de mirarla. Nando empezó a zapatear.
—En fin… Mejor que no la interrumpamos, ya os la presentaré algún día —
dijo Gorka tras algunos segundos. Empujó a Nando y Jairo al pasillo—. Tomaos
algo en el minibar —señaló el dispensador—, que yo voy a preparar el equipo. O
sea, sacar el portátil de la funda para que trabajéis a mi lado.
Gorka cerró la puerta. Jairo miró a Nando, se encogió de hombros y le tomó el
brazo para llevarlo a la fuente. El contratado para la formación sintió que un
chispazo lo atravesaba.
—¡Ay! —chilló Jairo.
—¡Lo siento! Es electricidad estática.
—No te preocupes. Ha sido más el susto. ¿Un vaso de agua, entonces? Es lo
único que bebo. O eso o infusiones, leche… —Agarró dos vasos de plástico—.
Así que eres escritor.
—Filólogo, más bien.
—Espero que te gusten la estética, comer sano y sentirse bien.
—Pues… no mucho. Me tendrás que aficionar.
Jairo tendió un vaso lleno a Nando. Levantó las cejas y movió la cabeza de
una forma que a este le pareció seductora.
—¿Brindamos? —sugirió levantando el suyo—. Aunque dicen que da mala
suerte hacerlo con agua. Pero quien cree eso se pierde la gracia de una salud de
hierro. —Chocó el vaso con el de Nando—. Encantado de conocerte. Espero que
este libro nos traiga muchos éxitos.
Nando bebió a la vez que él.
—Es un libro sobre el nuevo hombre —continuó el bailarín—. Ya no somos
metrosexuales, somos lumbersexuales. Representamos una nueva generación de
urbanitas con estética de leñador: parecemos descuidados, pero, en el fondo, no
lo somos. Ahora los hombres seguimos siendo bellos a los treinta. Incluso, si me
apuras, hasta bien pasados los cuarenta. —Se apoyó en el dispensador—.
Nuestro objetivo, mío y de las personas y marcas con las que colaboro (para qué
te voy a mentir, en este libro mete mano todo el mundo), es representar y fijar en
papel esa generación. Y en una app complementaria, claro.
Jairo rellenó su vaso.
—Pero ya veremos lo de la app —continuó—, porque Nicolás me dijo que no
hay presupuesto para fotos, y si no tenemos para eso… Necesitaré que me
acompañes por peluquerías, centros de entrenamiento… Si te parece bien,
empezamos mañana mismo. Ya he quedado con los peluqueros y con el
entrenador físico que aparecerán en el libro. Charlaremos con ellos, les podrás
preguntar lo que quieras e incluso programar una tabla de ejercicios. —Señaló a
Nando de arriba abajo con la mano que tenía libre—. Tú… no haces mucho
deporte, ¿verdad?
Nando enrojeció.
—No.
—Eso tiene arreglo a partir de mañana. Nos vemos en mi casa a las nueve.
Apunta la dirección en el móvil y mi número. Y ya sabes —soltó el vaso encima
de la fuente y se frotó las manos—, toca trabajar duro.
Capítulo 3: Pomada para cabello

El sándwich de aquella noche también fue de mortadela. Nando lo acompañó


con un vaso de cocacola mientras la tele escupía los últimos anuncios antes del
informativo.
Cuando sonó el timbre, se metió a presión el resto del sándwich en la boca y
fue a abrir. Con unos pantalones de pitillo y una camiseta de mínimos tirantes,
Rafa le dio dos besos al entrar. Llevaba un macuto a la espalda y no dejó de
radiografiar la casa desde el primer minuto.
—Te enseño el cuarto —se ofreció Nando—. Está aquí, junto al salón.
Encendió la luz. Una bombilla pelada iluminaba un colchón sin sábanas sobre
un somier y, ante una ventana, una mesa de plástico y una silla de metal muy de
chiringuito. Rafa abrió y cerró las puertas de un armario empotrado.
—Está en una buena zona, no hay ruido —valoró.
—Lo tiene todo. Y tengo una tulipa de recambio para colocar encima de la
bombilla.
—¿Es tuyo el piso?
—Sí, lo heredé de mis abuelos. No podría permitirme una hipoteca ahora
mismo.
Rafa sonrió.
—Si te parece bien, me quedo.
—Genial. Trae tus cosas cuando quieras. Puedes quedarte esta noche.
Rafa tiró el macuto al instante.
—Te cobro la parte proporcional de este mes —continuó Nando—. ¿Quieres
que hagamos la compra juntos?
—Sí, gracias. Me imaginaba que me gustaría el cuarto.
—¿Cómo ibas a saberlo? —Nando rio.
Rafa se ruborizó.
—Cosas mías. Por eso, en el macuto me he traído ropa para mañana.
—Qué loco estás.
—Si tú supieras… ¿Cómo ha ido el primer día?
Nando había invertido la tarde en olvidarse del trabajo, pero, con las palabras
de Rafa, Jairo volvió a la mente.
—Bien y mal. La editorial no es lo que esperaba.
—Welcome to la falta de expectativas de nuestra generación.
—El director es un personajazo. Y también el administrativo, Gorka, que se
hace llamar webmaster, como si estuviéramos en 1999. Además, hay una
correctora, también maquetadora, pero parece… que no habla mucho. Me han
encargado ser el escritor fantasma de un libro sobre nutrición, estética y deporte.
En la portada saldrá que lo ha escrito un influencer.
—¿Cuál?
—No creo que lo conozcas, a mí solo me sonaba de la tele. Se llama Jairo
Montaner, es bailarín en Tu rostro me es familiar.
Rafa soltó una carcajada malévola.
—¿Que no? Claro que sí. —Se apoyó en el quicio de la puerta del dormitorio
—. Media internet mariconcil española lo conoce. Yo lo sigo en Instagram.
—Dejé de usarla. Demasiados chulazos que me recordaban lo miserable que
es mi vida. De hecho, no sé cómo aguanto Tu rostro me es familiar sin cambiar
de cadena.
—No te pierdes nada. Es gilipollas.
—¿Y para qué lo sigues en Instagram?
—Porque está bueno. Una cosa no quita la otra. Me parece gilipollas por sus
consejos, su forma de hablar, pero me cuesta dejar de seguirlo. Es algo curioso.
—Se sentó en el sofá del salón—. Es el tipo de hombre con el que me enrollaría:
alto, barbudo, fuerte… Pero es ver sus vídeos y pensar en ponerme una
pandereta en el culo.
—Es majo.
—No puedo con ese postureo, maricón; de verdad que no puedo. Tanta
felicidad me abruma. Menos intensitos, por favor.
—Si lo quieres ver de cerca…
—Con las fotos me basta.
—…, mañana he quedado con él en su casa para empezar a trabajar.
—Suerte. No me esperes, que estaré sirviendo boles de granola o cortando
patrones. —Levantó el mando de la tele—. ¿Te importa si la cambio? Estoy
enganchado a las tertulias políticas, y este otoño se avecina apasionante. ¿El
dinero lo quieres en transferencia o en cash?

Nando se descargó Instagram esa noche. Descendió por las fotos más
recientes del perfil de Jairo, pero enseguida cerró la aplicación: un chico
sevillano con el que compartía piso en Edimburgo y que estudiaba psicología le
advirtió sobre pasar demasiado tiempo viendo esas imágenes. Llevaba razón. La
desinstalaría al día siguiente.
Unas horas después, se levantó al ritmo de Lady Gaga. Pero, al contrario que
el día anterior, con una sonrisa en la boca. Sin desayunar (metió unas galletas
para después en una mochila), se marchó a la mutua, donde los análisis y el
reconocimiento médico se le pasaron volando. A las nueve menos cinco se
encaminó a casa de Jairo.
El bailarín vivía en una de las callejuelas de la judería, en un edificio de pisos
reformados. Abrió desplegando una constelación como sonrisa. Vestía una
camiseta blanca de tirantes y unos pantalones cortos de pijama.
—¡Buenos días! Entra, entra. —Dio un paso para atrás. Nando sintió un
escalofrío cuando el bailarín le echó el brazo por encima de los hombros—.
Bienvenido a mi apartamento. ¿Algo de fruta?
Nando pensaba en las galletas de su mochila.
—Vale.
—¿Qué quieres?
—Un plátano.
—¡Marchando un plátano! ¿Cómo te gustan más? Cuando se ponen blandos,
hago un bizcocho vegano con ellos. Para el día a día los prefiero más… duros.
—Yo… igual que tú.
Get Lucky sonaba a todo volumen. De la puerta se pasaba a un minúsculo
salón comedor, dividido en dos espacios con una estantería repleta de libros y de
fotos. A un lado, una mesa y sillas de Ikea; al otro, un sofá, una mesa baja y una
pantalla plana colgada en la pared. Junto al sofá, la puerta abierta de un
dormitorio y un pasillo, con la cocina al fondo.
—¿Quieres también un té o agua? Ponte cómodo, que termino de quitar las
pelusas. —Barrió debajo de la mesa mientras Nando se sentaba—. En una
ocasión no barrí durante dos semanas; estaba grabando el programa en
Barcelona y no venía. Cuando lo hice, alguna pelusa tenía un tamaño… Con una
me encariñé, le puse una correa y ahora le doy de comer todos los días. La tienes
a tu izquierda, se llama Leidi.
Nando miró, pero solo había una estufa.
—¡Que es broma! —dijo Jairo.
Los dos se rieron. Nando enrojeció, y Get Lucky continuaba:
We’ve come too far to give up who we are.
—Me encanta esta canción. ¿A ti no? —preguntó Jairo—. So let’s raise the
bar. And our cups to the stars…
Dejó de barrer y empezó a mover las piernas. En el sitio, giraba los pies de un
lado a otro y lo acompañaba moviendo las caderas con una ligereza que ya
querría Nando para sí. Con la mano que le quedaba libre, fingía mover una
chaqueta abierta.
—¿Qué te parece? ¿Te gusta?
—Mucho. —Intentó aparentar indiferencia, pero se quemaba por dentro.
—¿Está malo el plátano?
—¿Cómo? —preguntó en combustión.
—Que si no te gusta el plátano. —Señaló la mesita.
Delante de Nando, relucía una cesta con fruta.
—¡Ah! Sí, sí, claro. —Agarró uno y lo peló.
—Me cambio y nos vamos a una peluquería que te va a encantar. Por cierto,
estaría bien que te arreglaran esas… greñas. ¡Que no es que estés mal! Pero, si
quieres que te hagan un corte de pelo moderno o algo en la barba, te quedarías
de lujo. —Le guiñó un ojo. Nando estaba a punto de hiperventilar—. Deja la
mochila aquí si quieres, luego volvemos. ¿Hace frío en la calle? —le preguntó
mientras se quitaba la camiseta, antes de entrar en el dormitorio. Nando rehuyó
la mirada.
—No, no te abrigues mucho. Está bien de temperatura… ahí fuera.
Jairo salió del cuarto con una camisa de cuadros rojos y negros.
—Oye, ¿nos hacemos un selfi juntos? —sugirió—. Ven. —Sacó un móvil del
bolsillo del pantalón y rodeó con el brazo libre a Nando, que temblaba—.
Perfecto, sonríe. ¿Te importa que lo suba a Instagram?
—No, para nada. Pásamelo luego por WhatsApp.

En la calle, Jairo se colocó el gorro de lana, aunque el sol brillaba con fuerza.
—Espérame aquí, que voy a tirar la propaganda del buzón al contenedor del
papel.
Al lado del portal, una heladería comenzaba la jornada. «Oferta de la semana:
helado de nata con topping de galleta» aparecía escrito en una pizarra del
escaparate, con rotuladores de tiza líquida. Nando salivaba. Cuando el bailarín
llegó, observó el mismo cartel.
—Uf, galletas. No puedo con ellas. Mejor dicho, con las industriales.
Demasiada azúcar y mierda llevan.
Nando cruzó los dedos para que no viera las que llevaba en la mochila que se
había quedado arriba.
Por las calles peatonales, Jairo se paraba cada diez pasos para sacarse un selfi
o fotografiar un edificio.
—Luego lo subo a Instagram.
Entre medias, contaba su vida.
—Soy el único artista de la familia. No tengo hermanos. Mi madre es
esteticista y mi padre nutricionista. De casta le viene al galgo. El piso era de mis
abuelos maternos. Cuando fallecieron, reformamos y lo heredé yo.
—Me suena esa historia.
—Ahora es el… picadero perfecto. —Levantó las cejas varias veces.
El filólogo se sentía como la caldera de un barco.
Jairo siguió contando que, gracias a su madre, sabía cuidarse la piel, y que,
gracias a su padre, conocía recetas veganas «para escribir otro libro»; también,
desinfectar una cocina. Cuando le empezaba a relatar qué hacer y qué no con
bayetas y estropajos usados, llegaron a la peluquería-barbería: Tijeras Fatales.
Jairo adivinó el pensamiento de Nando.
—No te asustes, que el nombre no le hace honor. —Sonrió con su dentadura
perfecta.
Tijeras Fatales quería ser como las barberías clásicas. Cuatro peluqueros con
una barba boscosa y cuidada, y el pelo bien fijado con cera, trabajaban frente a
espejos con marcos de madera; los clientes, sentados en sillas de barbero con
pedal y reposacabezas de cuero. En las paredes, fotos antiguas coronaban
azulejos blancos lacados y rectangulares que llegaban hasta la cintura. Olía a
nuevo, mezclado con espuma de afeitar y lavanda.
Ante Nando y Jairo, en un mostrador con más décadas que el local, un joven
con una barba tan poblada que podía esconder un cepo atendía el teléfono. Como
muelles, los empleados miraron a la vez a los recién llegados y los saludaron con
una sonrisa.
De una puerta lateral del fondo, salió otro joven. La cera sujetaba un denso
tupé brillante que a Nando le pareció una obra de ingeniería, como la barba,
trazada con escuadra y cartabón.
—¡Jairo! —saludó la obra de ingeniería. Se acercó al bailarín y se abrazaron.
Tardaron en separarse y, cuando al fin lo hicieron, no dejaban de acariciarse.
Nando los envidió.
—¿Qué pasa, Gonzalo? —Jairo se quitó el gorro mientras hablaba—. Oye,
qué tupé, qué barba.
—Como los tuyos, cabrón.
—Me parece que tu nuevo corte me ayuda a bailar, el pelo hace menos
resistencia al aire. No sé; paranoias mías. Vengo por lo del libro que te dije. Te
presento a Nando, mi ayudante. Es de la editorial. Él es Gonzalo, el dueño de
Tijeras Fatales.
—¿Qué pasa, tío? —Gonzalo le tendió la mano.
—Hola —le contestó con la boca pastosa mientras intentaba encontrar la
proporción áurea en su tupé.
—Que digo yo, Gonzalo, me retocáis, cuentas un poco la historia del sitio,
Nando lo graba con el móvil… —continuó Jairo—. Nando, que te arreglen el
pelo y la barba. Te va a salir gratis; como los vamos a promocionar…
El peluquero no parecía convencido.
—Que sí, hombre. Tú atiende a Nando y a mí que me mire Paquito. ¡Ey,
Paquito! ¿Qué pasa?
Jairo se alejó hacia el fondo. Gonzalo se encogió de hombros y habló a
Nando:
—Ponte cómodo, por favor. Enseguida estoy contigo. —Acercándose al oído,
le susurró—: Ya le pasaré la factura.
A la derecha, junto a la puerta, otro puesto se encontraba libre. Nando se sentó
frente al espejo y espió la sonrisa de triunfador de Gonzalo, que tarareaba una
canción que el joven desconocía.
—¿Quieres algo en concreto? Como un milagro.
Nando no sabía si era una gracia o demasiada franqueza.
—Tú eres el especialista. Me dejo llevar. Lo que sí… —sacó el móvil de un
bolsillo del pantalón—. Si puedes ponerte el teléfono cerca de la boca mientras
trabajas y me vas contando…
Un incrédulo Gonzalo cogió el terminal.
—Lo dejo en la mesa. —Lo colocó sobre una torre de envases de jabones de
afeitar naturales—. Sería difícil cortar y sostener el móvil a la vez, aunque en
peores plazas he toreado. —Y volvió a acercarse al oído para susurrarle—: No
sabes lo que es lavarle la melena en precampaña a alguno de los políticos que se
presentan a las elecciones.
El filólogo prefirió no preguntar.
—¿Qué quieres saber exactamente? —Gonzalo agarraba y soltaba mechones
de pelo con las manos—. Ahora se llevan las técnicas old school. Deberías
hablar de ellas en el libro, ya se lo comenté a Jairo. Podemos aplicarte alguna.
¿Cuál prefieres?
Nando, cuyo peluquero español se había jubilado hacía poco y con el que se
entendía con solo decir «todo por igual con tijera», balbuceó:
—No sé. ¿Qué estilos hay? ¿Con la maquinilla?
Gonzalo levantó una ceja y enumeró:
—Tienes flop, crew cut, tapered nape, flat top, flat top Boogie, pompadour,
Boston…
—Has dicho «flap top» dos veces.
—No. Flat top y flap top Boogie; no son lo mismo.
—¿Y algo más castizo? ¿Tupé y patillas de cortijero o algo así?
—Creo que te voy a mandar unos apuntes al correo; tardaremos menos.
Nando lo miró con recelo a través del espejo.
—Ya se me han olvidado la mitad. ¿El último que dijiste, el Boston? Me ha
recordado a Cheers. ¿La has visto?
—¿Es una película?
—Una serie.
—¿Salían peluqueros?
—No, estaba ambientada en un bar.
—Si no salen peluqueros ni barberos, no me interesa. ¡Marchando un Boston!
Gonzalo trajinó con tijeras y peines. Nando cerró los ojos y se dejó hacer.
—¿Te estás durmiendo? —escuchó el vozarrón del peluquero media hora
después.
Se acomodó asustado.
—No, no.
—Lo que tú digas.
Sonrió con los ojos aún entrecerrados.
—¿Qué tal? ¿Cómo lo llevas?
—Júzgalo tú mismo.
La imagen que le devolvía el espejo era nueva, más aseada, más pulcra.
Gonzalo había recortado y peinado hacia atrás el cabello, y lo había fijado con
una pomada brillante.
—Como estabas, ejem, descansando, me he tomado la licencia de recortarte la
barba.
Nando había optado por no afeitarse para el primer día de trabajo. Ahora lucía
mejor de lo que nunca hubiese conseguido él: los pelos medían igual, como si un
cortacésped hubiese nivelado las mejillas, y no recordaban a una madeja de hilos
mustios en los mofletes.
—¿Estás estresado? —preguntó Gonzalo.
A Nando le sorprendió la pregunta. Se sinceró:
—Sí.
—Es que se nota en el pelo y en el cuero cabelludo. Trabajo, ¿verdad?
—Más o menos. Que me estoy haciendo mayor.
Le lanzó una mirada irónica al espejo. La de Gonzalo mostraba comprensión.
Ambos sonrieron.
Jairo llegó en el momento en que Nando se acariciaba la cara. Fijó la vista en
el espejo y asintió.
—Te han dejao niquelao. ¡Y esa barba! Pocas cosas me gustan tanto como una
barba cuidada.
Le acarició los hombros.
—Paquito no ha querido hacerme nada —continuó—. Dice que estoy muy
bien así y que me conforme con probar un nuevo aceite esencial de bergamota.
Llevo media hora hablando con él sobre romero y madera de palisandro.
¿Vosotros qué tal?
—Pues…
—Le he dicho que le mandaré un correo —atajó Gonzalo—. Me lo has traído
verde verde, chaval.
—Pero contigo se convertirá en un máster del pelo. Saldrá un libro
insuperable.
—Qué zalamero.
—A la gente que se lo merece hay que decirle cosas bonitas. Como a mi
becario, que saldrá con una planta…
A Nando no le molestó que lo llamara «becario».
—¡Nos vamos! —continuó el bailarín—. ¿Dónde he dejado mi gorro?
Mientras Jairo se alejaba para buscarlo, Gonzalo susurró:
—Ten cuidado, que a este tío le encanta hablar y hablar, y te embelesa. —Le
tendió un taco de pósits y un bolígrafo—. Escríbeme tu correo y te mando
algunas notas. Y, de regalo, llévate un bote de pomada para cabello. También le
pasaré la factura.

—¿Volvemos a casa por el parque? —preguntó Jairo al salir de Tijeras


Fatales.
Nando subió a una nube. El sol calentaba pero no quemaba. Los niños
montaban en triciclos y no paraban de reír; sus abuelos los observaban desde los
bancos. Un joven con pinta de estudiar en la facultad de Filosofía y Letras leía
en el césped, con gafas de pasta, pantalones de tiro largo y camisa de su padre.
No se escuchaba el ruido de los coches, sino pajaritos piando. A su nube se
acercaba un arcángel con pelo castaño y rizado, barba espesa y ortodoncia.
—¡Hola! —Les sonrió.
Nando no lo conocía, pero le gustó que un joven tan atractivo los saludara.
Jairo se adelantó.
—¡Ese Sergio! ¿Cómo estás?
Bajó de la nube. ¿Quién era el tal Sergio?
—¿Qué pasa, Jairo? Camino a la oficina. —Se dieron la mano estrechando el
puño y se abrazaron con un nivel máximo de intensidad.
—¡Muy bien! Este es Nando.
—¿Qué pasa, Nando?
—Hola. —Se dieron la mano apenas rozándosela.
—Sergio es…
«No, no, no».
—… vocal en una protectora de animales con la que colaboro…
Eso le gustó a Nando.
—…, y su novia es la veterinaria, la jefa del cotarro.
Eso le gustó aún más. Se volvió a montar en la nube.
—Sí —continuó Sergio—, y justo ahora cojo el coche y me voy para la finca.
—Esa oficina es mejor que la de la ciudad.
—¡Cierto! No hay voces de jefes, solo ladridos. ¿Te veo en la boda?
—Seguro.
—¡Venga, tío! ¡Cuídate! —Se estrecharon el puño y se abrazaron nivel
amistad fuerte.
—¿Colaboras con una protectora de animales? —le preguntó Nando a Jairo al
reanudar el paso.
—Sí, llevo varios años. Voy de vez en cuando a la finca, he bailado en
festivales para recaudar fondos… ¿Te gustan los animales?
—Lo normal. Yo soy voluntario en una ONG de ayuda a refugiados LGBTQ.
—¡Genial! —Jairo volvió a sonreír.
En el portal, Nando recibió un wasap de Rafa:

Rafa: A qué hora vienes a comer? Quiero prepararte algo como regalo
de bienvenida y por acogerme :-)

Entraron al ascensor y subían en silencio hasta que Jairo se rio.


—Momento típico en el que nadie sabe lo que decir.
Nando le correspondió con una sonrisa. El bailarín parecía tan fresco como
cuando limpiaba pelusas.
—¿Quieres quedarte a comer? Tengo seitán en la nevera, está riquísimo.
Pensó que era una oferta tentadora y dudó si insinuaba algo más.
—Gracias, pero mi compañero ha cocinado en su primer día y me sabe mal
dejarlo tirado.
El ascensor se abrió en la planta de Jairo.
—Como veas. Incluso te podías echar una siesta. Hay una habitación libre, y
el sofá es cama.
Nando se ruborizó y agachó la cabeza.
En el pasillo se escuchaban unos jadeos. Por un segundo, Nando pensó que
era él mismo: el bailarín lo ponía a cien. Pero había contenido el sofoco y eran
otros los que jadeaban.
Jairo sonrió. Nando no sabía qué hacer.
—Alguien se lo está pasando muy bien. Y eso que las paredes son recias —
dijo Jairo mientras metía la llave en la cerradura del apartamento—. ¿Dónde
dejaste la mochila? Por la tarde nos vemos en el gimnasio. Ahora te paso la
ubicación.

Cuando llegó a casa, Rafa estaba colocando cubiertos y servilletas en la mesa


del salón. De fondo, el televisor vomitaba una tertulia política.
—¿Cómo ha ido la mañana? —le preguntó—. Pero… ¿qué te has echado en el
pelo? ¿Espuma?
—No, pomada.
—¿¿Pomada??
—Sí. Es una larga historia. ¿Qué me has preparado de comer?
—Prepararte, nada.
—¿Pero no me has dicho que…?
—Era para hacerme el interesante. —Le sacó la lengua—. Han sobrado unas
hamburguesas de buey cien por cien carne y me las he llevado. Estaban listas
para recoger, y llamaron para cancelarlas, así que o me las traía o las tirábamos a
la basura. Las patatas fritas están algo secas pero comestibles.
—Pues muchas gracias.
—¿Traigo cocacola? He visto que tenías en la nevera.
—Sí, por favor. ¿Por casualidad no habrás comprado leche?
—No. ¿Se ha acabado?
—Hace un par de días.
—Ya te vale. Ahora lo importante: ¿qué tal con el Montaner? —preguntó
mientras se alejaba a la cocina.
—¿No decías que no lo soportabas?
—¡Mi alma de cotilla está por delante! —gritó desde la nevera—. Y así me
preparo para el día que te suelte un «te lo dije», como aquella vez que estábamos
en un ensayo y…
—No me lo recuerdes. Hemos ido a la peluquería de un amigo suyo y me han
hecho este corte.
—Parece que una vaca te ha lamido las greñas hacia atrás. —Rafa regresó con
una botella de cocacola y una bolsa de plástico que olía a queso fundido.
—Vete a la mierda. —Nando agarró la bolsa y, mientras se sentaba, sacó dos
bultos envueltos en papel de aluminio—. Como no entendía el nombre de los
peinados que el colega me decía, me va a mandar un correo con las
descripciones para el libro.
—Qué lujo. Segundo día de curro y otros ya te hacen el trabajo. —Rafa se
sentó y desenvolvió la otra hamburguesa—. Por cierto, he encontrado a tu
compañero Gorka en Facebook. Qué chicarrón del norte. Tiene las mismas
formas que Alfred Riera. Quién fuera tronco para que me partiera con su…
—Por favor, que tengo que verlo en la oficina. ¿Cómo lo has hecho?
—He escrito «Gorka» y «Ciudad Eterna» en el buscador, y me ha salido. Da
mucha información, no es discreto. Pero, a lo que íbamos, cuéntame cómo te ha
ido el día. ¿Jairo ha subido muchos selfis mientras te acicalaban?
—No. —Nando le sacó la lengua.
—Los estará publicando ahora. ¿Hasta cuándo no lo ves? ¿Hasta que prepare
su ensalada con semillas de lino?
—Hasta la tarde. Hemos quedado para ir a un gimnasio o centro de
entrenamiento o qué sé yo.
—Ánimo. Y cuidado: que no se os caiga una mancuerna en el pie.
Capítulo 4: Mancuernas

«¿Qué hago aquí?», pensó mientras no dejaba de girar sobre sí mismo. Aquel
edificio anodino y desangelado no parecía albergar un gimnasio. Jairo y él se
encontraban en un bajo; un fluorescente iluminaba el recibidor, decorado con la
maceta de un ficus y una fuente de agua. Un ordenador gris languidecía sobre
una mesa alta de contrachapado, y un pasillo lúgubre parecía esconder máquinas
de tortura.
—¡Hola, Leo! —saludó Jairo.
—¿Qué pasa, tío? Bienvenido al centro de entrenamiento Nenikékamen —
escuchó Nando detrás de él. Habían pasado años, pero la voz sonaba igual. Si
acaso, con un poco de acento catalán. A Nando le dio tiempo de pensar todo eso
mientras enrojecía, tropezaba con la maceta y desparramaba la tierra sobre el
suelo.
—¡Perdónperdón! ¡Todobientodobientodobien! —La colocó en su lugar y
recogió la tierra con las manos mientras escuchaba la conversación.
—He venido a hacerte la visita que habíamos cerrado —dijo Jairo.
—De lujo. ¿Cómo van esos entrenamientos?
De espaldas a ellos, solo por el sonido, a Nando le pareció que se tocaban
demasiado los bíceps, los costados o los pectorales.
—Genial. Ahora no entreno tanto. Bailo más. Por el programa, ya sabes.
—Estás estupendo.
Y de nuevo se escucharon las manos contra los bíceps.
—Pero hoy es el día para promocionar tu negocio.
—Eso es lo que más me gusta.
—Te voy a presentar a mi ayudante. ¡Nando! ¡Deja eso, macho!
El aludido quiso que la tierra (no precisamente la de la maceta) se lo tragara.
—Acércate, que no muerde. Que yo sepa —añadió Jairo.
—Solo cuando me lo piden.
—Este es uno de los mejores tíos que ha emigrado a la ciudad —dijo con un
puñetazo en el omóplato—. Leo del Álamo.
Con la cabeza gacha, Nando le extendió la mano. Se atrevió a mirarlo a los
ojos unas décimas de segundo.
—Ey —susurró, mientras Leo le estrangulaba el brazo.
—Hola, Nando. Bienvenido.
Había mantenido la mirada lo suficiente como para notar que a Leo le sonaba
su cara. Y que estaba rapado.
—Pasad —los invitó Leo—. Os voy a enseñar el local, que tú solo lo has visto
en obras, Jairo.
Detrás de Leo, Nando contempló sus brazos duros y el culo respingón,
marcado en los pantalones de un chándal. La espalda, ancha y ceñida por una
camiseta de Nenikékamen (quizá llevaba una talla menos de lo que le
correspondía), contrastaba con las dos cerillas que tenía por piernas. Con una
mezcla entre mareo y aturdimiento, Nando concluyó que quien tuvo retuvo, y
que también hay gente que es como el vino.
Leo estaba mucho mejor que cuando dejaron el instituto. Aunque entonces ya
prometía.

—Y cuando huele mucho a sudor enciendo unas velas de frambuesa que están
escondidas allí —concluyó Leo entre dos máquinas de remo mejor iluminadas
que el pasillo y señalando a un soporte de mancuernas—. ¿Qué os parece?
Jairo aplaudió y Nando se giró para, con las manos en los bolsillos, examinar
una espaldera como si aguardara encontrar en ella la solución al sentido de la
vida. O de su vida, al menos.
—Es increíble lo que has montado. ¿A que sí, Nando? —preguntó Jairo.
—Sí.
—Perdona. —La voz de Leo sonaba temerosa—. Nando, ¿no te acuerdas de
mí?
Nando se descompuso por dentro.
—Humm… —Se giró y puso cara de hacer memoria.
—Soy Leo, del instituto.
En un nanosegundo, Nando decidió la mejor respuesta. Descartó demasiada
efusividad.
—Ah, sí. ¿Qué tal?
Leo sonrió con unos dientes perfectos y le colocó las manos sobre los
hombros; Nando dio un paso atrás por puro instinto.
—¿Cómo estás? —preguntó Leo.
—Bien —mintió—. ¿Y tú?
—Aquí, sacando adelante el negocio. ¿Y tú qué? ¿Escribiendo, como en el
instituto?
—Ya ves.
—A pesar de la crisis, hemos conseguido lo que nos proponíamos. —Leo
señaló la habitación en todas direcciones, fluorescentes del techo incluidos—.
Me acuerdo de las clases a las ocho y media de la mañana. Joder, qué coñazo. Y
mira ahora. Que sepas que puedes usar gratis el centro y te entreno sin ningún
coste. Por ser compañero y por la promoción en el libro. Tendrás que venir más
veces, así que…
—Gracias. —«Ni de coña», pensó.
—¿En serio os conocíais? —preguntó Jairo con los ojos salidos de las órbitas
y la boca muy abierta, como si grabara uno de sus exagerados vídeos—. ¡Nos
tenemos que hacer un selfi de reencuentro!
Leo no le hizo caso y siguió hablando:
—¿Cuánto tiempo ha pasado?
—No sé, siete u ocho años. No me acuerdo. —Nando no tenía ganas de
pensar. Prefería deleitarse con la perfección de los trapecios de Jairo, ya que lo
tenía al lado.
—¿Y qué fue de tu vida?
—Estudié Filología Hispánica aquí, me fui a trabajar fuera…
—Qué interesante. —Leo cruzó los brazos.
—Y he vuelto para currar.
—¿En la editorial? ¿Indefinido?
—No, un contrato de formación.
—¿Eso es como becario?
—No exactamente —respondió enfadado.
—Oye, ¿y qué sabes de la gente del instituto?
—Poco. Como estuve fuera, perdí el contacto.
—Ya. A mí me pasó lo mismo cuando me fui a Barcelona a terminar INEF.
—Barcelona es lo más —intervino Jairo.
Leo miró con los labios apretados a su excompañero. Parecía que se callaba
algo.
—¡A ver si un día quedamos todos! —terminó diciendo.
—Sí, por supuesto —volvió a mentir el filólogo.
Jairo sonreía como un bebé feliz.
—¡El mundo es un pañuelo! Podéis empezar a trabajar juntos en el libro
cuando queráis. No estaré disponible durante un mes, que tengo una preboda esta
noche, el fin de semana la boda y luego me voy a grabar el programa. Seguro
que os entenderéis a la perfección.
«Seguro», pensó Nando.
—Con cualquier cosa me pegas un toque, Nando. —El bailarín se encaminó a
la salida—. ¡Espero que te dejen escribir en paz en esa oficina de locos!
—¡Me voy contigo! ¡Vamos hablando, Leo! —se despidió Nando sin mirar
atrás.

—¿Cómo ha ido en el gimnasio? —preguntó Rafa aquella noche, nada más


llegar a casa.
Nando se había tumbado en el suelo del salón, entre el sofá y la tele, y se
abrazaba a la botella de cocacola mientras veía un programa sobre vestidos de
novia. El smartphone yacía a sus pies.
—Humillante. Lo ha montado un compañero mío de bachillerato, Leo del
Álamo. Ya era chulazo entonces, pues ahora más. Lo bien que les sientan a
algunos los veintimuchos y lo mal que yo… Joder. Está rapado, por cierto; te lo
digo por si continúas con los mismos gustos que en el instituto.
—¿Cómo? ¡Quiero verlo! ¿Tiene Instagram?
—Sí, lo he buscado hace un rato y lo he encontrado, pero no me preguntes el
usuario porque no me acuerdo. Con lo poco que he visto, he tenido suficiente.
—¿Cuál es el problema?
Nando se apretó más a la botella. En el televisor, una joven vestida de novia se
tropezó con la falda y cayó encima de la modista.
—Me ha traído malos recuerdos.
—¿Te pegaba? ¿Se burlaba de ti?
—No, no. Es que… le tiré los tejos.
—¿Cómo? Espera que me siente, que esto se pone interesante.
—Llegó al instituto en bachillerato; venía de un colegio de monjas. En
primero estábamos en clases distintas, pero yo le había echado el ojo: era el
único de todos los tíos que iba al gimnasio; no me extraña que al final estudiara
INEF. En la excursión de fin de curso, nos pasamos con el alcohol una noche; yo
me lancé a besarlo y él me hizo la cobra.
—No me lo puedo creer, maricón.
—Por si fuera poco, tenía novia. E iba al instituto, además; un curso por
debajo. Desde entonces, no quiero saber nada de excursiones a Tenerife.
Háblame del resto de islas si quieres, pero de Tenerife, no. Y en segundo de
bachillerato fuimos juntos a clase; imagínate el panorama.
—Un poco drama adolescente, sí.
—Lo dejé tocado porque en clase me rehuía hasta la mirada. Yo también
estaba afectado; no me acerqué a ningún tío hasta que entré en la facultad, y si lo
hacía era porque el radar gay pitaba mucho. Prepararse la selectividad en casa
fue un trámite en comparación con ese viacrucis. Y ahora… él feliz, con su vida
resuelta. Y yo aquí.
Rafa se repantigó en el sofá.
—No tendrás un gimnasio, pero trabajas en lo tuyo, como él. Era lo que
querías, ¿no? Para eso volviste de Edimburgo.
—Pf. Pan para hoy y hambre para mañana. A ver si me renuevan. —Nando
soltó la botella y apoyó la espalda en el sofá—. ¿Por qué ha tenido que volver a
mi vida? En la misma ciudad en la que vivo ahora, y con ese exitazo. ¿Por qué la
gente no emprende en sus pueblos?
—Quizá es que el destino existe, y el vuestro era reencontraros. O que el
karma te las devuelve y la única forma de mirar hacia adelante es reconciliarse
con el pasado. —Rafa se encogió de hombros—. ¿Ya está? ¿Solo eso?
—No. Ha hablado de las clases, de lo que se aburría a primera hora y de lo
bien que se encontraba ahora. Y me he calentado.
—¿Te has empalmado?
—Calentado de rabia. Me toca trabajar con él, con su centro de fitness o como
se llame. Ni mirando el Instagram de Jairo se me ha pasado el sofocón. Está de
preboda, por cierto.
Señaló el móvil con un pie. En la pantalla continuaba la etiqueta
#PrebodaPepiyManolo. Las fotos de Jairo se acumulaban con las de otras
personas: sonrisas, filtros y ropa blanca.
—¿Preboda ibicenca?
—Eso parece. Puf.
—No, puf, no. Que te encantaría estar allí ahora mismo, maricón.
Nando siguió pendiente de los vestidos de boda de la televisión mientras Rafa
sacaba un smartphone con una carcasa rosa forrada de purpurina.
—¡Lo encontré! —gritó.
—¿El qué?
—A tu Leo.
—Joder, Rafa. Eres stalker profesional.
—Demasiado ciclado para mi gusto, pero no está mal.
—Lo ves así en Instagram y piensas: «¿Qué haces con esas pintas? ¿Por qué te
pones camisetas ajustadas? ¿Por qué no entrenas piernas?».
En la tele, una mujer de unos cuarenta años y sus familiares discutían sobre la
conveniencia de llevar velo.
—Creo que lo voy a dejar —susurró Nando.
—¿El qué?
—El trabajo. No quiero estar al lado de Leo. Y no me he venido de
Edimburgo para escribir un libro sobre ceras mate para el pelo y sentadillas. Lo
mejor es dejarlo antes de que sea más tarde.
—A ver, a ver, a ver. —Rafa se deslizó del sofá al suelo—. ¡Ah, mi culo! —Se
frotó—. No puedes hacer eso. ¿Te ilusionaba o no trabajar en lo tuyo, como un
señor filólogo?
—Sí.
—¡Pues ahí lo tienes! Mi consejo es que mañana hables con el jefe y le
cuentes lo que te pasa.
—¿Que no quiero escribir un libro sobre potingues y pesas con mi
excompañero de instituto al que le tiré la caña?
—No, pero una mentira piadosa sí le puedes echar. ¿Qué más publican en esa
editorial? ¿Fascículos? ¿No tendrán por casualidad una colección sobre costura?
—¿De qué hablas?
—Es un chiste, Nando. —Rafa sonrió—. ¿Qué más podrías hacer?
—Tienen una colección de ensayo y otra de novela bastante importantes. Pero
me dijo que ya no vendían tanto. ¿Te acuerdas? Eran las ediciones comentadas
que nos mandaban leer en el instituto.
—Nunca me leí esos libros. —Chascó los dedos—. Pues ya está. Dile que
crees aportar más en otro proyecto, que tienes experiencia en la edición de
ensayos por un trabajo que hiciste en la facultad, aunque sea mentira. Eso lo
aprendimos en teatro. Cómo vencer la timidez, improvisar y hacer frente a los
problemas.
—¿Y si no quiere?
—Pero cómo no va a querer que su becario…
—Contratado para la formación.
—Que su lo-que-sea cambie de proyecto, con el riesgo de perder a un chico
tan inteligente, tan guapo y tan…
Rafa se calló, se rascó la cabeza y se centró en el programa de novias.
—En fin, tienes labia y bagaje. Prepáratelo. Así podrías reflotar esas míticas
colecciones de ensayo y novela que ningún veinteañero-casi-treintañero recuerda
excepto tú. Mañana será un gran día, seguro. —Mientras le agarraba la cabeza
con las manos, le dio un beso fuerte y sonoro en la mejilla. En el programa, una
novia se abrazaba feliz y radiante a sus padres mientras el rímel le corría rostro
abajo como si fuera un reloj daliniano.
Solo en el salón, mientras Rafa se preparaba un sándwich, Nando redactaba
mentalmente lo que le diría a Nicolás. «No todo está perdido».
—¡Rafa! —gritó hacia la cocina—. ¿Y si no hay más proyectos?
Desde el salón se oyó el suspiro del camarero.
—Pues tú verás. O ciclados rapados o regresar a Edimburgo.
Capítulo 5: Ensalada

Nando se despertó de buen humor. En su cabeza, ordenados en pósits mentales,


guardaba las propuestas y los argumentos con los que convencería a Nicolás para
potenciar las colecciones. Un concurso literario, ensayos sobre el nuevo mundo
digital, un grafismo renovado… Repetía las frases mientras se duchaba, se vestía
y caminaba hacia la editorial. Ni siquiera se enfadó cuando a un turista se le voló
con el viento un folleto que se le estampó en la cara.
En el rellano de la oficina, se encontró a un Gorka que vapeaba un líquido con
olor a galleta. Entró enseñándole los pulgares hacia arriba y fue directo al
despacho de Nicolás. Despegó los pósits mientras se sentaba y empezó a
recitarlos.
—No, hacha, no continúes —lo cortó Nicolás—. No podemos hacer eso.
Los pósits se desintegraron a 451 grados Fahrenheit. El respaldo del asiento se
convirtió en un tobogán resbaladizo por el que Nando no quería caerse.
—A partir de ahora, solo sacaremos reediciones. Las está revisando la
correctora simpática que nunca habla. Te lo dije el primer día: la idea es apostar
por esta línea de libros con influenzas. ¿Por qué los llaman igual que a la gripe?
—Se dice influencers. Es inglés. Significa «personas influyentes».
—Eres igual de moderno que mis hijos, hacha; normal que no quieran verme.
A lo que iba: no podemos. Este es el único proyecto nuevo que hay, y cruzo los
dedos todos los días mientras me tomo un chupito de licor café para que tenga
éxito. De él dependen los encargos de libros derivados de la cadena donde
trabaja Olegario.
—Jairo.
—Eso. Así que ya sabes lo que hay. ¿Tienes alguna alternativa?
Mientras seguía deslizándose milimétricamente por el respaldo, apoyó con
fuerza las plantas de los pies para hacer tope. «Lo importante es ser coherente
con uno mismo», pensó, y así se lo diría a Jabba el Hutt.
—Pues en ese caso…
—Habías estado en Edimburgo, ¿no? Algo me dijeron los de la fundación.
Edimburgo. Nando cerró los ojos.
—Sí.
—¡Qué frío debe de hacer allí! ¿Tienen editoriales o solo whisky?
—No… no lo sé. Trabajé en un hotel.
—Mucho mejor esto. Además, si sale bien, no te faltará la faena. Eso seguro.
Los restos de pósits desaparecieron de su cabeza. En su lugar apareció una
balanza con las pesas «Edimburgo» y «Libro mamarracho».
—Sí, supongo que sí.
—¡Eso quería oír! Si ese chiquito, Olegario, es muy majo.
Nando asintió. Nicolás continuó:
—Si yo tuviera veinte años menos me iría con él a que me pusieran la dieta
Dukan o lo que sea que hagan ahora los nutricionistas y entrenadores. Por cierto,
me ha mandado un wasap. Que iba a estar unas semanas sin pasarse por aquí y
que tú te encargarías de lo del libro, que ya te había presentado a sus colegas…
Nando apretó los puños en los brazos de la silla.
—Y que confiaba mucho en ti. Le parecías buena gente e interesado en el
tema. También me dijo algo de una preboda ibicenca. ¿Tú sabes lo que es eso?

Salió arrastrando los pies. En el otro despacho de Ciudad Eterna, inició el


portátil mientras silbaba The Edge of Glory, a la que dio un tono de marcha
fúnebre. Si los programas del ordenador se actualizaban y podía descargarse la
nueva versión del sistema operativo, calculó que estaría trabajando en una hora.
A su izquierda, Gorka le dio con el codo. Se llevó uno de los largos y gruesos
dedos índices a la boca, y señaló el fondo de la habitación.
—Verónica —susurró.
—Perdón.
—Nada. ¿Cómo lo llevas?
—No he empezado aún. A ver si el ordenador… —Le mostró la pantalla.
—¿Y el chaval este? ¿No viene hoy?
—No, está de bodas y grabaciones. Me encargo yo.
—¿Podrás?
—Seguro. —Recordó ufano las palabras que Jairo le había dicho a Nicolás. A
la cabeza le vino también su sonrisa; se palpó la cabeza, con el pelo duro por la
pomada, para asegurarse de que no había sido un sueño. Todo ello lo animó.
Gorka volvió a su pantalla y a sorber del termo de aluminio.
—Acaba de llegarme un correo —masculló—. Puedes ir a la mutua a recoger
los resultados. Creo que, si vas ahora, cuando regreses estará listo el portátil. O
no. Por el camino puedes silbar lo que quieras.
Nando se marchó pensando en Jairo. Solo quería saltar, bailar y chascar los
dedos, e imitó mentalmente algunos de los movimientos que le había visto
ejecutar en la tele. Por un segundo, se le apareció Leo, pero lo apartó de la mente
con rapidez. En la calle silbó tan fuerte como pudo, rivalizando en volumen con
el autobús turístico de dos plantas.

—En resumen —Nando terminaba de hablar—: es alto, guapo y con un


cuerpo de escándalo. Además, baila… Es atento, se cuida, inteligente… Quisiera
que vieras su Instagram.
—Me alegro por ti —le respondió la doctora de la mutua, mirándolo con
extrañeza. Nando enrojeció cuando se dio cuenta de que llevaba más de diez
minutos hablando de Jairo como un colegial enamorado. La médica revisó unos
papeles que tenía en la mesa y levantó los ojos—. Hemos detectado colesterol.
El joven sintió un zarandeo en el cuerpo, como si las placas de ateroma se
hubiesen puesto de acuerdo para agitarlo.
—¿Cómo? Pero si solo tengo…, si soy muy joven aún.
La doctora puso los ojos en blanco.
—No es algo exclusivo de la tercera edad. Aquí tienes los resultados. —Le
tendió una hoja de papel reciclado—. Debes adelgazar; es por tu salud a largo
plazo. Esta es la dieta para reducir los niveles de colesterol y el diámetro de la
cintura.
Sacó de un cajón otra hoja de papel reciclado con caracteres de caligrafía
infantil y se la tendió. Nando inspiró hasta que los pulmones no dieron más de sí
y espiró tan fuerte que los análisis salieron volando. La doctora los atrapó como
si fueran una mosca tamaño DIN-A4.
—Tampoco es para tanto. —Se los devolvió.
—Me voy a morir, ¿verdad?
—¡No! Eres joven y solo necesitas cambiar la dieta.
Nando apoyó los codos en la mesa y se estrujó las sienes.
—Además de eso, deberías practicar deporte —continuó la doctora—. ¿Haces
ejercicio?
—¿Agarrarse a una botella de cocacola por las noches cuenta?
—¿Cómo?
—Nada. No, no hago.
—Te sugiero apuntarte a un gimnasio…
Se acordó de Leo.
—… o empezar a caminar, correr… Hay centros de entrenamiento que te
servirán para ponerte en forma.
—Me lo creo. —«Aunque, por el momento, descarto alguno».
De vuelta a la editorial, trabajó con la información que Gonzalo le había
mandado al correo electrónico: estructurar los diferentes cortes de pelo, ordenar
los tipos de ceras, pomadas y aceites esenciales, y calentarse la cabeza para
explicar a qué huele el sándalo. A las dos de la tarde, los sesos le ardían y el
estómago le pedía combustible, así que se fue a la hamburguesería más cercana y
barata para comer. Recordando el consejo de la doctora, pidió una ensalada.
Como lo mejor era comenzar la dieta poco a poco, escogió la que llevaba tiras de
pollo rebozado.
Con más hambre que antes, regresó a la editorial.
—¿El jefe está?
—No —le respondió Gorka—. Me ha dicho que ha conocido a alguien por
Badoo y que se iba a echar una siesta. Lo de «siesta» me lo ha dicho haciendo el
gesto de las comillas con los dedos. Bergh. Puedes irte cuando te dé la gana. Yo
me marcho en cinco minutos.
—¿Y Verónica?
—¿Verónica? ¿Sigue ahí?
—Sí.
—Se marcha cuando quiere. No tiene contrato, pero sí llaves.
Una hora después, Nando entraba por segunda vez en su vida en un gimnasio.
Temió que los ciclados se rieran de él, que los entrenadores lo mandaran para
casa por incompetente o que no pudiera controlar la velocidad de la cinta y
terminara en el suelo. Decidió no ir al de Leo (no lo soportaría), sino a uno que
estaba enfrente de su casa: se había fijado en él en la pubertad, cuando, a la
espera de que los abuelos contestaran al telefonillo, miraba con timidez los
cuerpazos que llegaban. En la puerta, con una bolsa de deporte de Atlanta 96 que
encontró en el fondo del armario, dudó si hacía lo correcto y si aún estaría a
tiempo de cambiarlo por una carrera de obstáculos a través de la ciudad, con
salto de maletas y lanzamiento de turistas.
En el mostrador de recepción, un chico con la piel morena y sonrisa blanca se
crujía los dedos. «Tiene un peinado Boston», concluyó Nando, como nuevo
experto en la materia.
—¡Hola! —Demasiado tarde para escapar.
—Ey —respondió Nando.
El recepcionista no dejaba de sonreír.
—¡Dime!
—Quería apuntarme.
—Bien. ¿A qué?
—Pues…
—Máquinas, spinning, sauna…
—¿Sauna?
El recepcionista le entregó un folleto. Lo descartó rápido: no era el tipo de
sauna que le interesaba.
—¿Eso del spinning qué es?
—Un ejercicio intenso en bici y con diferentes ritmos. Una monitora lo dirige.
—Suena bien.
—También tienes el paquete de la sala de máquinas. Veinticuatro horas por
veinte euros, los siete días de la semana, uso libre.
—No, no, que me dirijan, que, si no, me pierdo. ¿Puedo empezar hoy? Traigo
la ropa para cambiarme.
—Por supuesto. La clase de principiante comienza en media hora. La cuota
son ochenta euros al mes, tres veces a la semana, hora y media cada sesión.
—¿No es un poco excesivo?
—¿El qué?
—Todo. El precio, la intensidad…
—Es lo que cobran más o menos el resto de gimnasios de la ciudad por estas
clases. Recuerda que tienes la opción de la sala de máquinas.
—No, que me controlen, ya te he dicho.
—O la sauna.
«Otro día y con Jairo dentro».
—Lo vamos a dejar, lo siento mucho. —Soltó el folleto en el mostrador—.
Gracias por atenderme.
—Como quieras. Pero dudo que encuentres por aquí chollos en sesiones
monitorizadas.

Parapetado con la bolsa de Atlanta 96, Nando entró al gimnasio de Leo, que lo
recibió con cara de sorpresa:
—¡Hombre! Nos vamos a ver más en una semana que en ocho años. ¿Se te
olvidó algo ayer?
—No, tranquilo. Tú… ¿Tú querrías entrenarme? ¿Sigue en pie tu oferta?

—¿Cómo? —chilló Rafa.


—De perdidos al río —dijo Nando mientras miraba un folleto de batidos
dietéticos que había cogido de la farmacia cuando regresaba a casa.
—¡Pero si no lo soportabas! ¡Si no querías ni verlo!
—Es más barato; vamos, gratis. Y total, debía quedar con él para el libro, así
que… Que sea lo que Lady Gaga quiera.
Capítulo 6: Seitán a la plancha

—¡Nando! ¿Cómo lo llevas?


El joven agradeció la llamada de Jairo, que le daba una excusa para descansar.
Tuvo la deferencia de salir del despacho para no molestar a Verónica y respondió
caminando entre los pósteres art déco.
—No te esperaba. ¿Ha pasado algo?
—Solo quería saber cómo ibas. ¿Has vuelto a ver a Gonzalo y a Leo?
—Gonzalo me mandó la información al correo, como dijo. Y Leo…, sí, estuve
un día en su gimnasio. Mañana volveré.
—¿Qué te está contando?
—Lo voy a experimentar en mis carnes. Me va a entrenar.
Jairo se rio con un tono que a Nando le sonó a trompetas celestiales.
—¡Buena suerte! Esto hay que celebrarlo cuando vuelva de Barcelona. Quiero
invitarte a una fiesta con influencers que organiza en el barrio una marca de
moda sostenible y vida ecológica. Presentan la primera novela de un
nutricionista amigo mío que también quiero que aparezca en el libro. Lo mejor
es que él no me ha invitado: la gente de prensa de la marca me mandó un
privado por Instagram para que fuera. Y si hay fiesta gratis, allí que voy.
Nando se apoyó en la fuente de agua, tan ruborizado que le pareció que el
contenido empezaba a hervir.
—Me dejan llevar acompañante, así que había pensado en que vinieras. Sales
de la oficina, te relajas, nos tomamos algo hablando del libro y te presento a
Ernesto, el nutricionista. Alguien nos tiene que hablar del peligro de los zumos
naturales, ¿no?
Se controló para no dar saltitos y que, en uno de ellos, se cayera al suelo y se
llevara con él la fuente.
—Claro. Por supuesto. —La respuesta le salió con un hilo de voz.
—Procura ir elegante sin pasarte, que a estos influencers les gusta vestir
arrreglaos pero informales.
—¡Faltaría más! —«Pero si no tengo arreglo…».
—Te paso hora y ubicación cuando se acerque la fecha. Me voy a grabar.
Ahora imitamos a Michael Jackson en Thriller; pan comido. ¿Tienes alguna
duda de algo?
—¿Sabes si la rodilla puede sobrepasar la punta del pie en las sentadillas?
—Pregunta a Leo mejor.
—¿Y un aceite de barba que no pique a los pelirrojos?
—Esa para Gonzalo. Vamos hablando.

—Menuda mierda de influencer —le dijo Rafa aquella noche, sentados en el


sofá.
—Obviamente, no es una enciclopedia con patas. ¿O tú sabes qué frutos secos
combinan mejor con la mandarina en un bol de desayuno, señor camarero de
smoothies?
—Qué gracioso. No, no lo sé, pero no voy dando lecciones de desayunismo en
mis redes sociales.
—Él no da lecciones de barbismo y peluquerismo.
—¿Cómo que no? ¡Pero si lo acaba de hacer! —Rafa le enseñó el móvil: en la
última foto que Jairo había subido a Instagram, comparaba dos frascos de elixir
para barbas largas—. ¡Y para colmo! —Le mostró la imagen anterior: aparecía
sonriendo a cámara mientras se acercaba a la boca una cuchara llena de gajos de
mandarina, nueces y yogur natural que chorreaba. El texto decía: «Las nueces
son el mejor fruto seco para combinar con la mandarina en el desayuno».
—Hijo, cómo te pones por nada. Ya no te voy a contar mi vida.
—Yo te lo digo por tu bien, para que no lo endioses.
En el televisor, el equipo de un programa mostraba un tuit de uno de los
candidatos a las elecciones generales de diciembre, y se reía de su falta de
concordancia entre sujeto y predicado.
—Gracias —musitó Nando.
—Me preocupo por ti. Solo eso.

—Empezaremos con entrenamiento de fuerza, Nando. ¿De qué peso quieres


las mancuernas?
—¿Doscientos cincuenta gramos?
Leo se rio.
—Anda, vamos a comenzar con cuatro kilos, que ya las tengo montadas.
Ponte frente al espejo, por favor.
Nando escudriñó la sala sin moverse del sitio.
—¿Estamos solos?
—Quedo contigo y con Jairo fuera de horario. El otro día llegaste cuando
acababa de abrir la puerta. Te citaré antes para tener todo el tiempo del mundo
contigo.
Mientras Leo seleccionaba las mancuernas, Nando comprobó en un espejo
que ocupaba el ancho del gimnasio que la barba aún presentaba un aspecto
uniforme y que el cabello resplandecía gracias a la pomada de Gonzalo. Se sintió
un poco más seguro.
La puerta del centro de entrenamiento al abrirse provocó que los dos giraran la
cabeza.
—Creí haber echado la llave —dijo Leo caminando hacia el vestíbulo.
El filólogo escuchó una voz femenina. Las palabras ininteligibles se cruzaban
con risas intensas. El último sonido fue el de un beso que, entre balones
medicinales y steps, llegó largo y profundo, con tres picos de colofón.
Leo regresó enrojecido y tocó todas las mancuernas sin saber cuáles coger.
—Perdona, era Jimena, mi follamiga.
—Gracias por la sinceridad.
—La conoces.
—¿De qué?
—Haz memoria. No es un nombre muy común.
Nando rebuscó en las tinieblas de la mente. Solo recordaba a la esposa del
Cid, pero Leo no podía referirse a ella. Hasta que, entre tanta oscuridad, se topó
con una figura que encendió la luz.
—No.
—Sí. —Leo sonrió—. Vive aquí también.
—Estamos dejando el pueblo vacío.
—Insaciable. No quiere atadura ninguna. Los dos somos felices y no nos
hacemos daño.
—No sé de qué me sorprendo. En el instituto ya pensábamos que os gustabais,
aunque tú tenías… novia.
Leo enrojeció.
—Y ella tenía novio. Un cerdo, por cierto; lo mandó a pastar cuando terminó
el primer año de carrera. Nos reencontramos y… felices sin compromiso. Pero…
¡que nos despistamos!
—Eran las de doscientos cincuenta gramos, recuerda.
Leo lo miró con sorna y le tendió un par de mancuernas de cuatro kilos cada
una.
—¿Tú no tienes a nadie o qué? —Le sonrió a través del espejo.
Nando apretó los labios mientras agarraba las mancuernas.
—No.
—Ya te buscaré yo a alguien. Entrenamiento para ejercitar la fuerza y rolletes
para flexionar la lengua; dos en uno, y encima gratis.
—Qué generoso.
—Pero primero la fuerza. Y luego treinta minutos de cardio en la cinta.
—¿Estás seguro de lo que haces? —Nando soltó las mancuernas en el suelo
—. No voy a ser capaz de correr media hora. Estaré tan cansado que me habré
olvidado de cómo se mueven las piernas.
—Cómo no voy a estar seguro. Confía en mí. Y nadie ha hablado de correr;
será solo andar. A paso ligero, pero andar. Para el primer día estará bien. Y toma
nota mental, que luego tienes que sacar las explicaciones en el libro. Empezamos
con sentadillas con peso. Venga, piernas abiertas, agarras las mancuernas…

Nando tuvo agujetas durante dos días, pero, cuando se acordaba de Jairo,
sentía un calambre de placer por el cuerpo que las eliminaba.
Conforme el bailarín grababa programa tras programa con temas de Bruno
Mars o Leticia Sabater, el escritor continuaba con el libro. Recibía los ánimos de
Nicolás («¡está genial, hacha!»), y Gorka incluso le ofreció un sorbito de su
termo.
—¿Qué lleva?
—Lo sabrás si te atreves a beber. Es agua con misterio.
—Prefiero no arriesgarme. Es que estoy a dieta, ¿sabes? —Y sacó de la
mochila uno de los batidos de la farmacia.
—Yo esta noche me voy a meter un chuletón entre pecho y espalda. ¿Qué
opina Jairo del libro? Espero que no diga tanto «hacha» como uno que yo me sé.
—Todavía no le he mandado nada. Está liado con las grabaciones.
El mes que Jairo pasó en Barcelona transcurrió entre nuevos capítulos del
libro, máquinas de gimnasio que Nando asemejaba a las de tortura y una
Verónica que continuaba hablando poco. Una tarde, después de que Nicolás se
marchara a echarse «una siesta», recibió un wasap del bailarín:

Jairo: Hola! Mañana nos vemos en la fiesta que te dije. Es en el


espacio Amazing Afterwork. Calle Héroes de lo Moderno, número 13.
Estará abierto desde las 7 de la tarde, así que pásate cuando quieras.
Hablamos!

Nando ejecutó una danza de la victoria en su asiento. Escribió a Rafa:

Nando: ¡Hola! Me tienes que ayudar.


Rafa: Hola! De acuerdo, si me ayudas antes con una duda que teníamos Juana y
yo, y que seguro que tú sabes ya. Comer semillas de lino es bueno para cagar?

Nando: Se lo preguntaré mañana a Jairo. Lo veo en una fiesta. Tengo que ir


guapete. ¿Qué me pongo?

—Ni se te ocurra irte con ese jersey, maricón. Vas a sudar como un pollo allí
dentro.
Nando estaba delante del espejo del cuarto de baño. No se lo dijo a Rafa, pero
el jersey le quedaba mejor que unas semanas atrás.
—Sí, mejor una camisa.
—Claro. Y ligerita.
—Me voy a poner una que compré ayer cuando salí de trabajar. Azul, lisa.
Estaba en la sección «Fácil de planchar».
—Muy útil.
Regresó con la camisa y se sacó el jersey ante la mirada de Rafa. Se dio
cuenta de que en otro tiempo le hubiese costado sudor y sangre desnudarse fuera
de su dormitorio.
—Se notan los progresos en el gimnasio. Enhorabuena —dijo Rafa. Nando le
sonrió—. Un momento. Ese color, ese corte… ¿No es como la camisa que
llevaba el otro día Riera en Rescatados?
El domingo por la noche, Rescatados, el programa de reportajes de actualidad,
había enfrentado a Alfred Riera y Lalo Catedrales, los políticos del momento.
Nando, que se saltó la dieta con sándwiches de mortadela y dónuts de postre,
había coincidido con Rafa en que, aunque nunca votarían a Riera, el político
tenía un buen polvo. Cuando el programa terminó, Nando se había quedado solo,
viendo los bailes de Jairo en Tu rostro me es familiar.
—Pues… —Nando se ruborizó.
—La madre que te parió.
—Reconociste que le sentaba bien.
—Sí, pero no quiero ser su clon ni estar rodeado de ellos.
—Para ser su clon, primero debería quedarte bien.
—¿Insinúas algo?
—¡No, no!
—Te queda genial, sí. Conjunta con la barba. ¿Has vuelto a Tijeras Fatales?
Nando se limitó a sonreír.

Tapizada de ladrillo visto, la sala de Amazing Afterwork rebosaba de gente


hasta las vigas de acero del techo. Los influencers habían formado grupos. El
primer pensamiento de Nando fue huir, pero caminó rápido, con la cabeza baja,
hasta la barra, elevada sobre una tarima de palés.
—¿Qué te pongo? —le preguntó un camarero musculado de camiseta blanca y
tirantes.
—Una caipiriña, por favor.
Se volvió hacia la sala con la copa en la mano. O Jairo le había engañado o no
se había explicado bien: todo el mundo iba elegante, con americanas, botas con
tacón o cera mate para el pelo. De vez en cuando, alguien extendía el brazo, que
terminaba en un iPhone, y lo alzaba al cielo para sacar un selfi grupal. Identificó
a varios blogueros hípsters con bigotillo, guedejas encrespadas, y camisas a
medio camino entre lo hawaiano y un regreso a los ochenta.
Se centró en el movimiento de la coctelera del barman. Cuando volvió la
mirada a la pista, Jairo entraba.
Acabó la copa de un trago; estaba tan fuerte que no sabía si quedarse con el
dulzor que impregnaba el paladar o pedir agua fría para apagar la garganta.
Devoró un par de trozos de seitán a la plancha que el camarero acababa de dejar.
—Por favor, otra cuando puedas —farfulló, aferrado al zinc de la barra.
Las botellas de alcohol de los estantes, iluminadas por bombillas naranjas,
daban un aspecto de panal a la zona donde se movían los camareros. Detrás,
unos espejos altos reflejaban no solo el vodka negro o la ginebra azul, sino
también a la gente que reía, charlaba y bailaba como patos mareados y felices. Y
con ella, a Nando. Le dio la razón a Rafa: tenía la cara más chupada, y la piel le
brillaba de otra manera.
Bebió la segunda caipiriña de un solo trago. Como Rodrigo de Triana en
busca de América, aprovechó la altura de la tarima de palés para localizar a
Jairo. Lo avistó en la puerta, como si no se hubiera movido de allí. Resuelto, fue
hacia él, no sin antes tropezarse al bajar.
—¡Jairo! —le gritó por encima de la música, con los brazos abiertos.
El bailarín se sobresaltó y le tendió la mano, pero Nando no le hizo caso:
intentó un abrazo tan efusivo como los que aquel se daba con Gonzalo y Leo.
Sin embargo, en la primera palmada se hirió con la dureza de las escápulas.
—Menudo recibimiento. —Los ojos de Jairo mostraban sorpresa—. Gracias
por venir, pero mañana quiero ver en la oficina esos progresos.
—¡Por supuesto! Te va a encantar, por fin he entendido la diferencia entre el
aceite de ylang-ylang y…
—Antes de que continúes. Este es Ernesto, el nutricionista del que te he
hablado.
Nando enrojeció; no se había dado cuenta de que los observaban. Boqueó
hasta serenarse.
—Ho… hola.
Ernesto le tendió la mano. Piel morena, pelo negro brillante y unos ojos que lo
taladraban. A Nando le recordó a los DILF con los que se cruzaba en
Edimburgo.
—Encantado. Jairo me ha hablado de ti. Si tienes cualquier duda con los
aditivos, ya sabes dónde estoy. Y dónde están mis libros.
—Chicos —interrumpió Jairo—, voy a saludar a la gente que conozco. ¿Nos
vemos en la barra?
—Claro. Espero que tengan agua con gas y limón. ¿Tú qué bebes, Nando?
—Yo… todavía no me he pedido nada. Agua con gas, claro.
—Vamos para allá. Y te hablo de los tipos de cáncer asociados al alcohol.
Se acercaron a la barra, y Nando trastabilló al tropezar de nuevo con la tarima.
Cuando pidieron dos aguas con gas, el camarero miró extrañado a Nando, que se
encogió de hombros. Apoyaron la espalda en la barra. El nutricionista perforaba
con los ojos a Nando, que empezó a sudar.
—Hoy presento una novela, pero también tengo varios libros sobre nutrición.
En el primero de ellos dedicaba trescientas páginas a desmontar los batidos
dietéticos. Ni se te ocurra probarlos.
—No, no, claro. Nunca en la vida. —Cuando llegara a casa tiraría a la basura
los que le quedaban.
Ernesto lo contempló con lascivia mientras bebía. La rodaja de limón que lo
acompañaba se le metió en la boca al nutricionista y lo hizo toser.
—Está bien eso de… saber comer. Cómo saborear, aprovechar las virtudes de
los productos naturales…
—Ajá.
—¿Te estoy aburriendo?
—No, en absoluto. Me gusta comer bien, Ernesto. Por… el colesterol y eso.
—Me alegra que seas de buen comer.
Nando le quiso mantener la mirada, pero el alcohol le hacía girar los ojos
marujitadiazmente.
—Qué simpático eres —continuó Ernesto—. Si quieres, yo te puedo enseñar a
comer.
—Sí. Me tienes que dar trucos para el libro, de hecho.
—¿El libro ese del que me habló Jairo? No estaba pensando en eso ahora
mismo.
El sonido de un altavoz acoplado interrumpió la conversación. Al fondo de la
sala, un escenario débilmente iluminado acogía a un hombre de cincuenta y
muchos años con el pelo aún en su sitio. Vestía una guayabera («Rafa no la
aprobaría», pensó Nando), y la bragueta le abultaba.
—Mmmmm… ¿Me se oye? ¿Me se oye? —Una voz atronadora retumbaba—.
Sí, creo que me se oye. ¡Hola, people! Gracias por estar aquí hoy, en este
marrrrrrco incomparable de la ciudad, para asistir a la presentación de la primera
novela de uno de los nutricionistas del país con mayor actividad en redes
sociales. Cada día nos entretiene y educa con su estilo inconfundible: incisivo,
mordaz, embelesador… ¿Ya he dicho «incisivo»? Sabemos que está aquí
dentro… ¡pero lo hemos perdido!
Ernesto lanzó un beso a Nando y levantó la mano. El filólogo se apartó para
que no lo asociaran con él.
—Aquí viene nuestro em-be-le-sa-dor amigo, Ernesto Tinieblas. —Un coro de
silbidos, aplausos y algún que otro «tío bueno» retronaron en la sala—. Nos va a
hablar de esta maravillosa novela, que se titula Donde comen dos comen tres o el
lenguaje de los anacardos. Ernesto, nos entretienes cada día a través de tus
libros de nutrición, de las redes sociales y del tubo catódico.
«¿Qué es un tubo catódico?», preguntaron varias personas en un corrillo
delante de Nando.
—Hoy queremos que lo hagas… a través del tubo de cubata… ¡No, es broma!
—Hubo varias risas falsas—. Sabemos que eres abstemio, y aquí na-die está
bebiendo un destilado artesanal. Ernesto, deléitanos con tu voz.
El nutricionista tomó el micrófono.
—Bienvenidos y muchas gracias por vuestra presencia aquí, en esta bellísima
tarde de otoño. Ya sabéis lo que me cuesta expresarme con palabras…
«Entonces, ¿cómo ha escrito tantos libros?», escuchó Nando detrás de él.
—…, pero espero que, de verdad, os guste la novela y, sobre todo, que la
compréis. Muchísimas gracias.
Parecía que nadie esperaba aquel final tan abrupto. Las miradas de los
blogueros y de las instagrammers se cruzaron, y algunos dieron unos tímidos
aplausos que se convirtieron en una ovación unánime. Nando calculaba si le
daría tiempo a pedir otra caipiriña antes de reencontrarse con el doctor
Antibatidos cuando se acordó de Jairo.
No le hizo falta moverse mucho para detectarlo: se encontraba en el centro de
la pista.
Se oía una mezcla de pop y dance que contagió de alegría a los invitados en
pocos segundos. Ernesto se había incorporado al centro de la pista; extendió el
brazo derecho y, con un dedo, invitó a Jairo a que se acercara a él. Bailaron
como si se supieran de memoria una coreografía extravagante: juntaban los
brazos a lo Gangnam Style, subían una pierna, luego la otra, hacían una
sentadilla (desde que entrenaba con Leo, Nando no distinguía entre movimientos
de baile y circuitos aeróbicos) y vuelta a empezar. A la vez, giraban la cabeza de
un lado a otro. Era hipnótico.
Cada vez más gente se unía a ellos. Reconoció a una instagrammer que
aparecía en fotos de Jairo, a una ingeniera que dirigía un coworking y a la que
habían entrevistado en la televisión local, y al camarero de las caipiriñas, que los
acompañaba. Todos sonreían, saltaban y se apartaban del centro lo justo para
posar en una nueva foto. La imagen lo acaloró y decidió atrincherarse en la
barra.
Jairo se rozaba con unos y otros hasta que su mirada se frenó en Nando. Con
los brazos, le pidió que se acercara; el filólogo negó con un dedo. El bailarín
insistió, y su escritor fantasma negó con más energía.
Finalmente, Nando se dirigió al centro de la pista (esta vez sí, cuidando de no
tropezarse con la tarima); pero, al llegar al lado de Jairo, sin mirarlo a los ojos,
se despidió con la mano y se marchó.
Era de noche. Caminaba calle abajo cuando, detrás de él, oyó que la puerta de
Amazing Afterwork se abría. Un estallido de pop y dance irrumpió en la acera.
—Nando.
Reconoció la voz de Jairo, pero se hizo el sordo.
—¡Ey, Nando!
«No puedo andar más. Va a ser maleducado», pensó. Se dio la vuelta.
—¿Qué te pasa, Nando? Estás rarísimo, tío.
Sintió algo que temblaba en su frente. Intentó serenarse.
—Nada. Nada. Solo estoy cansado.
Aguardaba una sonrisa, unas palabras de comprensión y que lo dejara marchar
con un hastamañanayquedescanses. Pero tenía enfrente a un Jairo serio.
—¿Cansado? Venga ya. Es una fiesta de puta madre, estamos pasándolo
genial y tú me vienes con estas. Suéltate un poco, ¿quieres? Que no estamos en
la oficina.
Como no sabía qué responder, se encogió de hombros y metió las manos en
los bolsillos. Jairo movió la cabeza a los lados y bufó.
—Que descanses. Nos vemos mañana en la oficina. —Dio media vuelta.
Hacía frío, pero Nando estaba tan indignado, sorprendido y avergonzado a la
vez que no sentía nada.
—Es solo… —comenzó a decir; Jairo se detuvo y se giró— que me siento un
poco abrumado por este ambiente.
Jairo se quedó callado durante un par de segundos.
—Pues este ambiente te ayudará a soltarte. Créeme. Consúltalo esta noche con
la almohada y hablamos.
Capítulo 7: Frutos secos

Tras horas de duermevela, los rayos del amanecer que se colaban por la persiana
lo sacaron de la cama. Los recuerdos de la noche anterior se abrieron paso sin
piedad y no pudo pararlos.
El teléfono sonó mientras se bebía un vaso de leche (Rafa había comprado
estos días). Era Jairo. Dudó si contestar o dejar que The Edge of Glory sonara
por si había posibilidad de levantar su día. No hizo falta ni una ni otra
alternativa: el bailarín colgó.
Pero a los diez segundos volvió a sonar.
—Buenos días, Jairo. Dime.
No escuchó una respuesta inmediata. Solo un sonido de gente que pasaba y se
alejaba, y de ruedas girando.
—Buenos días. —La voz de Jairo sonaba seca—. ¿Te importa si nos vemos
esta tarde en mi casa?
Le extrañó ese cambio de planes.
—No, claro. ¿Pasa algo?
Jairo tardó de nuevo en contestar.
—Me hice un esguince anoche y me he abierto una muñeca. Esto cambia
nuestros planes para el resto del libro. No puedo ir a la oficina en unos días
porque la doctora me ha recomendado el máximo reposo posible. ¿Nos vemos en
mi casa a las cinco? Ahora necesito dormir; he pasado la noche en el hospital,
estoy saliendo.

Jairo le abrió con dificultad, apoyado en unas muletas. Se sentaron en el sofá.


—¿Cómo te lo has hecho?
—En la fiesta, después de irte. —Nando se arrepintió de haber preguntado—.
Alguien había derramado la copa en la pista, no sé… Resbalé y aquí me tienes.
El bailarín concentraba la mirada en el suelo.
—Bueno, un poco de reposo y…
—Un poco de reposo, sí. Un poco bastante —musitó—. En fin… ¿Podrías
ponerme esa bolsa de hielo en el tobillo, por favor? —Colocó el pie encima de la
mesita.
Hablaron de los avances del libro. Nando explicaba y Jairo escuchaba con
atención. Aparentemente. Al mismo tiempo, pasaba los ojos por el escritor: el
cabello, la cara, el cuerpo… Nando, incómodo, procuraba concentrarse en los
degradados y los ejercicios para tener un trasero alto.
El bailarín lo interrumpió cuando llevaba un par de minutos hablando de la
mejor estética de moteros:
—Siento lo que te dije anoche.
Nando no había venido preparado para eso. Quería seguir hablando de tatuajes
que combinan con barbas largas, pero debía responder algo.
—No pasa nada. Creo que… llevabas razón. He pensado en lo que me
comentaste.
—Olvídalo. Estaba cabreado. Entiendo que no te encontraras a gusto.
Buscamos el postureo continuo y a veces... frustra. —Se rio—. Si nos frustra a
los que estamos dentro, imagínate a los que lo veis desde fuera.
—Creo que antes del esguince no me hubieses comentado esto.
—Ya te digo que estoy en plan reflexivo. —Le sonrió.
«No se ve tan feliz como el primer día», pensó Nando. Cambió de tema y
empezó con la disposición de los textos y las fotos, y qué tipografía iba a
proponer a Verónica. La mirada de Jairo se ensombreció. En un arrebato de
valentía, el escritor le acarició el hombro.
—¿En qué piensas?
—Sé que es un esguince, uno pequeño. Lo de la muñeca no es nada. Pero
llevo toda la mañana dándole vueltas a la cabeza. Durante quince días, un mes…
no podré bailar, pero llegará un día en que, con esguince o sin él, no lo haré
como ahora. O como lo hacía hasta ayer, mejor dicho. —Agachó la cabeza—. Y
ya no habrá trabajo en la televisión. No quiero que llegue ese momento. Me
sentiré decrépito.
—La vida es larga y hay muchas salidas. Y, si no te quieres a ti mismo, ¿quién
te va a querer?
—¿De dónde has sacado esa reflexión? Te ha quedado profunda.
Nando se preguntaba lo mismo: de dónde la había sacado.
—No lo sé, la verdad. Me ha salido sola. Pero seguro que hay vida más allá de
la televisión.
—Hay algo que me motiva, sí. Existe una posibilidad de estudiar danza y
dirección de empresas musicales en Londres. —Alzó la cabeza. Los ojos se le
iluminaron—. Ya te contaré más de eso, porque le tengo que dar una vuelta, pero
me ilusiona.
El bailarín hizo ademán de tocarle la cara, pero reculó y le posó la mano en el
hombro. Empezó a hablar con rapidez:
—Deberás seguir con Leo, ¿vale? Gonzalo te puede mandar más información
por correo electrónico. ¿Qué tal con Ernesto? Me habló muy bien de ti, le caíste
en gracia.
A Nando le costó arrancar. Juraría que Jairo había intentado acariciarlo.
—Es un tipo… peculiar.
—Tendrás que apañártelas con él.
Tardó en contestar.
—Sin problemas. Supongo.
—Gracias. Por cierto, veo que te has peinado muy bien.
—He tenido buenos maestros. —Se sonrojó.
—Sigue así. El Boston es un peinado simple y queda guapo. Y te estaba
mirando el cuerpo… ¿Leo te mete mucha caña?
—Una poca. —Se rio, aunque pensó en que todavía le costaba ver a Leo y
pasar tiempo solos.
—Estás para hacerte un homenaje.
—¿Cómo? —El corazón del filólogo se aceleró.
—Nada, una coña que nos decimos los bailarines cuando nos cambiamos en el
vestuario. ¿Lo dejamos por hoy? Si no te importa, voy a dormir un poco más.
—Por supuesto. Que descanses.
Jairo se levantó con dificultad y se quedó frente a Nando. Acercó la cabeza a
la del escritor, que se preparó para un estallido de sensaciones y lenguas
húmedas, pero solo recibió un roce de barbas. Luego, un tímido beso, o algo
parecido, cerca de la oreja. Y, por último, un abrazo. Se sintió reconfortado en
aquel cuerpo de bailarín con olor a canela y limón. No quería que terminara ese
instante cálido y agradable.
Lo acabó Jairo por él.
—Vamos hablando —dijo. Luego sonrió.
Nando volvió a la editorial montado en una nube.

—El portátil se ha roto.


—¡¡¿¿Qué??!!
Nando había entrado en la editorial todavía flotando, y no le dio tiempo a
aterrizar con suavidad: se estrelló con las palabras de Gorka, sentado frente a su
ordenador.
—Pero ¿cómo se ha roto? —Continuó de pie, contemplando el vacío que el
portátil había dejado en la mesa. Verónica seguía martilleando el teclado—.
Estos días ha funcionado, le instalé los parches conforme llegaban. Si hasta le
puse un parche de ojo vago a la carcasa por si…
Se calló cuando vio el termo de aluminio. Lo señaló. Gorka se rascó la nuca.
—Negaré delante de un juez que mi agua con misterio esté implicada.
El escritor no sabía si echarse a llorar o estrangular a Gorka. Si conseguía
llegar a su cuello, claro.
—¡Ahí dentro estaba todo el libro!
—¿Por qué no lo subiste a la nube y desde allí lo actualizabas?
—¿La nube? ¿Qué quieres, que nos lo copie la NSA?
—¿Tú crees que la NSA está interesada en el libro? ¿Para aprender a hacer
flexiones mientras espía las conversaciones de Nicolás en Badoo?
Nando se detuvo unos segundos a pensar.
—No te preocupes —continuó Gorka—. Lo he llevado corriendo al servicio
técnico de la esquina.
—¿De la esquina? No he visto ninguna tienda de informática en estas
semanas, solo una copistería. ¿O es en la de enfrente, en la que era un cine?
—No, en esa van a abrir una franquicia de dónuts. Me refiero a mi primo
informático, que está en casa sin curro; vive encima de la copistería. Ha dicho
que tiene fácil solución, así que no te preocupes. Tu disco duro estará disponible
pronto.
—¿Y qué hago mientras?
—Por ejemplo, irte a casa, que las horas extra no te las van a pagar. Además
—bajó el tono de voz—, quiero invitar a Vero al cine.
Nando no escuchaba.
—Encima, Jairo no está en condiciones de trabajar. ¿Qué más puede pasarme?
Sonó The Edge of Glory. Era un número desconocido.
—¿Nando? Soy Ernesto. ¿Qué tal, guapo?
«El que faltaba».
—Hola, Ernesto.
«¿Cómo tendrá este mi teléfono?».
—Le pedí tu número a Jairo en la fiesta. ¿Te parece bien si nos vemos esta
tarde en una cafetería para hablar… de lo nuestro? Invito yo.
—¿En una cafetería? —«Ni de coña me cito a solas con él»—. Puedes venir a
la editorial si quieres.
Gorka le negó con las manos y señaló en dirección a Verónica.
—Déjalo, que no me acordaba de que aquí tenemos poco espacio. —Le
pareció que Verónica sacaba la cabeza del monitor y lo fulminaba—. Nos vemos
en la cafetería. ¿Me pasas la dirección?
—¿Quién era? —preguntó Gorka tras colgar.
—Ernesto, un nutricionista amigo de Jairo.
—¿También para el libro? ¿Cuánta gente va a salir? Parecerá un encuentro de
viejos colegas de la universidad que hacen una locura antes de entrar en la
treintena.
—¿Por qué antes de la treintena? ¿Es que después se acaban las locuras? ¿O la
vida?
—Ah, es verdad, que tú eres muy joven. Olvida lo que he dicho. ¿Y qué
quiere Ernesto? ¿Recomendarnos la dieta de la alcachofa?
—Ni idea.
—A mí que no me quite mis chuletones semanales.
—Tranquilo, que lo que diga me va a entrar por un oído y me va a salir por
otro. De su boca para el libro. Si yo, con comer de todo, variado y sin pasarme…

—¡Hola hola! ¿Cómo ha ido el día, maricón? —Rafa se quitó la mochila y el


abrigo, los tiró en el pasillo y entró en la cocina—. Yo hasta el mismísimo coño.
—Abrió la nevera—. ¿Has comprado pan de molde?
—No. De eso quería hablarte. ¿Te importa si hacemos la compra por separado
a partir de ahora? Voy a cambiar algunos hábitos y no sé si coincidiremos.
Aunque, si te quieres sumar…
Rafa se giró con la puerta de la nevera todavía abierta. Nando mezclaba en un
bol frutos secos de varias bolsas.
—¿Perdón? ¿Eres mi compañero de piso o un extraterrestre crudivegano? ¿Y
qué culpa tiene el pan de molde?
—El que comprábamos era de mala calidad. Ernesto me ha explicado algo
sobre las harinas integrales y los nutrientes…
—¿Ernesto? ¿Quién es Ernesto?
—Un amigo de Jairo.
—Ah, Jairo.
Nando hizo como que no escuchaba su desdén.
—Sobre los nutrientes del pan de molde: no te quiero asustar, pero mejor si
preparamos pan casero o nos olvidamos de él. Por cierto, he tirado el bote de
kétchup y el de tomate frito; no preguntes por qué.
—¿Y qué más? ¿No quieres dónuts tampoco?
—No. Pero no te preocupes, que no los he tirado.
—¡Menos mal!
—Aunque, yo que tú, leería la lista de ingredientes.
—Joder, Nando. —Parecía que Rafa iba a cerrar la puerta de la nevera con un
golpe con el que temblara la casa, pero al final lo hizo con delicadeza—. ¿Y qué
te estás preparando?
—Ensalada de lechuga y tomate con mozarela. Y frutos secos; naturales, sin
sal.
—¿Receta de Ernesto? ¿O de Jairo?
—Qué gracioso…
Rafa lo miraba enfurecido y con los brazos cruzados.
—De Ernesto. —Nando le sacó la lengua—. Me ha dicho que un puñado de
avellanas…
—Oks, oks —lo cortó Rafa marcando las eses—. Voy a ducharme, luego
hablamos.
Media hora después, cenaban en el sofá, frente al informativo. Nando, su
ensalada de mozarela y frutos secos, que rebosaban por encima de la lechuga y
el tomate. Rafa, una loncha tras otra de un paquete de mortadela que se había
salvado del asalto neveril.
—Jairo me ha querido besar. —A Nando se le escaparon de la boca trozos de
avellanas y nueces.
—Deja de repetirlo y no te hagas ilusiones. ¿Pero cómo ha sido?
—Iba a tocarme la mejilla, a mitad de camino se ha arrepentido o algo y ha
puesto la mano en el hombro. Pero luego, al despedirnos, me ha besado la
mejilla, casi rozando con el lóbulo. Con lo sensible que lo tengo…
—A ver si era una agujeta del entrenamiento con Leo…
—¡Rafa! Un roce, muy casto todo.
—Un beso de monaguillo, que los llamo yo. No te hagas ilusiones, de verdad.
Te lo digo desde el conocimiento. Estoy muy escarmentado con los famosos.
—¡Ah! ¿De ahí viene tu odio por Jairo, entonces?
Rafa masticaba. Nando no sabía si no quería contestar o si estaba triturando
bien la mortadela antes de tragarla.
—Más o menos. Los famosos, a la chita callando, te la lían. Ellos y yo… —
Rafa suspiró—. Es que ya me he cruzado con algunos, pero por Tinder, cuando
he ido a Madrid un fin de semana. Y, qué quieres que te diga, me duele ver en
televisión a gente con la que quise interactuar por Tinder —le dio otro tono a
«interactuar por Tinder»— y que no me hicieron caso. Los ves ahí, participando
en tertulias…
—¿Participando en tertulias?
—Se dice el pecado, no el pecador. Los ves ahí, los reyes del mambo, y luego
son unos bordes o unos malquedas contigo en una app. En resumen, ten cuidado
con este chulazo. No me ha salido en Tinder, pero ya no me fío de las
celebridades.
Siguieron cenando.
—¿De verdad que no quieres, aunque sea, una avellana? —preguntó Nando.
—¡Que no! Menudo nutricionista te has buscado.
—No iba convencido a la cita, pero… Por cierto, me tira los tejos.
—Hum, más gente con la que tengo que competir.
—¿Cómo dices?
—Nada, nada. ¿Y tú qué?
—Yo no le hago caso.
—Ya se nota, ya. —Rafa señaló el bol.
El informativo había terminado. La campaña electoral se acercaba, el país
estaba emocionado, y Nando y Rafa seguían sin ponerse de acuerdo en qué
candidato era el más chulazo.
—Estás rodeado de gente interesante. —Rafa se desperezó.
—No me quejo.
—A mí también me gustaría ayudarte. Pero me temo que no sé tanto como
ellos sobre estética, nutrición y deporte. —Su voz despedía tristeza—. Si le
dedicas un capítulo a cómo peinarse para disimular las entradas, te aconsejo: soy
máster desde los diecisiete años.
Nando se rio.
—Te lo agradezco.
—En serio, me parece un proyecto muy bonito, más que mis clases. Tengo
que presentar un traje antes de Navidad, y no me apetece nada.
—Vente un día a la oficina, si quieres. Andamos justos de espacio y no
podemos hablar muy alto, pero…
—Eso es lo peor para un arrabalero como yo. Además, ya tienes muchos
ayudantes. Pero, si no estuvieran el tal Ernesto o la musculoca de Leo… o
Jairo… —enumeraba mirándose las uñas.
—Si no estuvieran, ¿qué?
El camarero modista dejó de inspeccionarse y miró a su compañero.
—Nada. Que allí estaría, seguro. Buenas noches.
Capítulo 8: Fitballs

A la mañana siguiente, recapituló en la cama. Con Jairo impedido y el ordenador


más impedido aún, el día empezaba mal.
The Edge of Glory sonó a todo volumen. En la pantalla del teléfono aparecía
un número que no tenía grabado. Rezaba para que no fuera Ernesto desde otra
línea.
—Dígame.
—¡Nando! ¿Cómo van esas agujetas?
—Leo… Buenos días.
—¿Te pillo bien?
—En pijama. —«Y un poco empalmado aún», pensó—. ¿La humanidad se ha
puesto de acuerdo para llamarme tan temprano? Ayer Jairo, hoy tú…
—Hablé con él, y me contó lo del esguince y lo de la muñeca. Putada de las
grandes. Como el libro tiene que continuar, y Jairo no está muy disponible, me
ha pedido que te ayude. Creo que ya te lo dijo.
Nando apretó el puño libre.
—¿Hay otra alternativa?
—Venga, que las mancuernas te echan de menos. Seguimos entrenando y
vemos qué añadir al libro.
—Tengo agujetas en lugares en los que no sabía que pudiera haber. ¿Has oído
hablar de las agujetas sobacales?
—¡Te lo estás inventando! Si llevas días sin pasarte por aquí. Vente esta
mañana. Tenía programadas varias clases de la tercera edad con fitballs, pero los
alumnos me las han cancelado porque van a una charla en la que venden cremas
reductoras de abdomen. Yo les he dicho que eso no sirve para nada, como los
batidos milagrosos…
«No me digas».
—…, pero no me han hecho caso. Los clientes habituales no saben que estoy
libre. ¿Tienes un plan mejor?
—Seguir en la oficina con el libro, que no se va a escribir solo. —Se acordó
del portátil—. Espera, no, que el ordenador está pasando por chapa y pintura. —
Suspiró resignado—. Aviso al jefe y nos vemos a las diez.
—¡Vale! Me da tiempo a hacer algunas planchas.
Nando tiró con desgana la bolsa de Atlanta 96 entre dos bancos de
musculación. Leo se secaba el sudor del cuello y de las axilas con una toalla.
—¿Desde cuándo hacen camisetas con tirantes tan finos? —dijo Nando con
tono burlón.
—Antes ocupaban todo el hombro. Pero ya sabes lo que pasa con estas
camisetas tan baratas: que con cuatro lavados encogen.
—Lo único que han encogido son los tirantes.
—Cuéntaselo a los diseñadores.
Nando no quiso continuar una conversación que llevaba a ninguna parte, y se
quitó la sudadera. Debajo se había puesto una camiseta vieja que estuvo a punto
de cortar para trapos. Leo la señaló.
—¿Esa no es la que nos hicimos para recaudar el dinero… de la excursión? —
Leo se mordió el labio—. ¿Cuántos años hace de eso?
—Pues no sé. De esos días solo recuerdo —«y quiero recordar»— que los del
A hacían botellón en la bañera de su cuarto, con el agua hasta el borde.
—¡Es verdad! Nunca pensé que tantas personas pudieran caber en tan poco
espacio. Pues la tienes algo raída. Te regalo una de Nenikékamen.
Leo volvió del vestíbulo con una camiseta de tejido naranja reflectante.
—¡Atrápala! —Se la tiró a la cara.
—Como vaya por la calle con ella, me van a preguntar que dónde me he
dejado la ambulancia —farfulló Nando mientras se sacaba la vieja. La tiró
encima de la bolsa de Atlanta 96.
—¡Oye, oye, oye! —La boca y los párpados de Leo se abrían y cerraban al
mismo ritmo—. Pero qué estoy viendo… ¿Qué ha sido de esos michelines?
El filólogo se palpó la barriga, donde no se encontraba la grasa de unas
semanas atrás. Sonrió al entrenador.
—¿Y esos brazos? Están duros como piedras, ¿no? ¿Puedo? —Leo no esperó
a recibir el permiso y se los palpó—. Guau. Enhorabuena. Vas muy bien.
—Gracias. Esto te lo debo en parte. Sin ti no sería igual.
Leo contempló en silencio a Nando durante unos segundos.
—Ahora soy yo el que te tiene que decir: «Gracias».
—De nada.
—Después de lo que nos pasó en el instituto, ¿quién pensaría que estaríamos
así ahora?
Nando no esperaba esa réplica. Enrojeció y agachó la cabeza.
—Han pasado muchos años —contestó brusco.
—Ya. Y tú solo te acuerdas de lo de la bañera. No pasa nada, cambiamos de
tema. No quiero que te enfades.
—No me enfado. Es que, como te he dicho, se ha roto el portátil en la oficina,
y no hago más que pensar en eso.
—La culpa es del portátil. —Leo enarcó las cejas—. Por eso no te preocupes:
podemos seguir en el ordenador del vestíbulo. Pero antes, a entrenar. Hoy vamos
a hacer algo diferente; creo que es hora de ejercicios con cuerdas.
—¿Cómo? ¿Saltar a la comba? ¿Hemos vuelto al patio del colegio o qué?
—No. Esas cuerdas de ahí. —Leo señaló dos maromas ocultas tras un banco
de musculación y atadas por un extremo a la pared.
—¿Qué? ¿Cuánto pesan esas anacondas? ¿Luego te las llevas al puerto para
que el barco atraque?
—No exageres. Menudo estás hoy. Mira. —Fue hacia ellas, las tomó de un
extremo y caminó hacia atrás hasta que las extendió. Las hizo bailar rápido, con
unas ondas que marearon a Nando.
—No, no puedo. Eso ya es pasarse. —Resopló y, con los brazos en jarras, dio
la espalda a Leo.
—Escucha. —El tono de voz de su compañero era firme pero conciliador—.
Vamos a encarar el tema de una vez, porque, si no, veo que no avanzamos. —
Tomó aire y suspiró—. Han pasado casi diez años. Cuanto antes lo zanjemos,
antes te puedes centrar en los ejercicios. Por cierto, no podemos hacer los
mismos todo el tiempo. Necesitas nuevos, para tu cuerpo y para tu libro.
—Es que me voy a hacer daño, seguro. A lo mejor me hago una luxación de
hombro de esas. No sé lo que es, pero siempre me ha sonado mal. —Un
escalofrío le recorrió el espinazo.
Leo lanzaba rayos que Nando sintió en la espalda. Lo escuchó contar hasta
cinco entre susurros y habló:
—No te hagas el loco. Para mí también fue raro cuando te reconocí. Pero no
dije nada y seguí adelante por Jairo. —Nando se dio la vuelta. A Leo le
temblaban los labios y los apretaba para controlarse—. Me avergüenzo de
aquello, ¿vale? Ojalá pudiera volver al pasado y cambiarlo. Teníamos dieciséis
años; no lo digo para justificarme, sino para decirte que era un bala perdida y
que tenía otras ideas. Cuando vienes de un colegio donde te dicen que todo es
pecado… Pero pude cambiar. Y tú, ¿quieres cambiar?
—¿A qué te refieres?
—Aquel beso tuyo me confundió y siguió presente algunos años.
—Íbamos borrachos.
—Perdona, ibas tú. Yo bebía agua con gas y limón, y lo sigo haciendo.
«Le tengo que presentar a Ernesto», pensó Nando.
—Yo entonces tenía novia. ¿Te acuerdas de Carlota? Iba al instituto, un año
más pequeña que nosotros…
—Como para no acordarme.
—Rompimos después de selectividad porque no queríamos tener una relación
a distancia. Y en la facultad no solo me saqué un título: también abrí mi mente.
Y mis piernas.
—No necesito tantos deta… Espera. ¿Y mis piernas?
—Conoces a gente de otras ciudades; luego los erasmus, que nos sacan años
de ventaja… Si hubiese sabido con dieciséis años lo que ahora sé, no habría sido
tan tóxico. Además, en Barcelona, el último año de carrera, lejos de todo, me
solté.
—¿Qué quieres decir?
Llamaron a la puerta, y los dos se sobresaltaron.
—Creo que es el repartidor. He hecho un encargo de mancuernas.
—¿Más? ¿Vas a poner un puesto? —preguntó mientras Leo iba a la entrada.
Nando escuchó una voz masculina. Las palabras ininteligibles se cruzaban con
risas intensas. El último sonido fue el de un beso que, entre balones medicinales
y steps, llegó largo y profundo, con tres picos de colofón. «¿Esto es un déjà
vu?».
Leo regresó enrojecido y rascándose la nuca.
—Pues no, no era el repartidor de mancuernas.
—Pero has ejercitado la lengua.
—Eso es lo que te quería decir. Era mi follamigo.
Nando agradeció no haber agarrado aún las cuerdas, porque se le hubiesen
caído y le habrían machacado los pies. Parpadeó rápido.
—No sé qué decir… —La boca le temblaba.
—Como te puedes imaginar, estoy bien servido. Quiero recuperar el tiempo.
—¿Y lo sabe Jimena? ¿Y él sabe lo de ella?
—Sí. ¡Hasta se conocen! Mejor no te digo lo que hacemos juntos, porque
quizá te escandalices.
—A estas alturas ya estoy curado de espanto.
Leo se rio. Una carcajada amplia, sin malicia, que hizo sonreír a Nando.
—No los trato como carne humana; algo bueno debía quedar de lo que me
enseñaron las monjas. Los quiero con locura a los dos, pero de una forma
diferente a la tradicional. Y también he aprendido a quererme a mí mismo.
—Bravo.
—Pero a lo que íbamos. Te pido perdón. Siento aquella cobra. Si entonces
hubiera tenido las ideas tan claras, nuestra adolescencia hubiese sido increíble.
Nando se había tranquilizado poco a poco.
—Te perdono. Todos tenemos derecho a cambiar si es para mejor.
—Gracias. Eso no quiere decir que nos vayamos a enrollar ahora.
—No contaba con ello. Tengo otros… objetivos en mente.
Leo volvió a reír.
—Pero no es culpa tuya. Me atraen más altos que yo y, a ser posible, que
tengan cuerpo de jugador de rugby. Aunque, como te he dicho, vas por el buen
camino.
Nando sacó pecho.
—Voy a ponerme la camiseta, que aún me resfriaré en un día tan emotivo.
El tejido reflectante se ajustó a su cuerpo sin apretar. Los brazos se ciñeron a
la manga sin parecer morcillas fofas.
—Estás muy guapo, de verdad —valoró Leo—. Y más que estarás. No hablo
solo del cuerpo: hablo de la mente. Ahí sí que estás bello. Ahora es tu
oportunidad. ¿Quieres seguir cambiando? ¿Quieres darle duro a ese libro?

Una hora más tarde, y sin luxación de hombro, un documento en blanco del
procesador de textos intimidaba a Leo y Nando, sentados en taburetes frente al
ordenador del vestíbulo. El escritor giró sobre el asiento.
—Tú eres el experto —susurró Leo, como si temiera que el ordenador los
escuchara—. ¿Por dónde empezamos?
Nando se detuvo.
—¿Hablamos de los diferentes tipos de mancuernas? —preguntó mareado.
Leo arrugó el entrecejo—. Lo digo en serio.
—No creo que tengan mucho misterio. Las tienes con agarre de goma, de
metal… Y de colorines, pero eso se quedó en la primera década del siglo XXI.
El escritor infló los carrillos.
—No, el libro tiene que durar para siempre. Nicolás quiere que dentro de
veinte años esté tan vigente como hoy. Lo van a publicar en tapa dura y papel
satinado.
—No entiendo del mundo editorial, pero me parece bien que dure bastante
tiempo; así se lo podré vender a mis nuevos clientes y a los viejos.
Nando enderezó la espalda y sintió que la bombilla de los cómics se encendía
encima de su cabeza. Pero era un fluorescente que reventó.
—¡Qué susto!
—Lleva parpadeando varios días. Tenía que haberlo cambiado antes. Voy a
por…
—¡No, espera! Lo que has dicho de los viejos clientes. ¡Podríamos hablar de
las fitballs de la tercera edad! Los que hoy vienen para mazarse y presumir en
Tinder son tus clientes con dolores lumbares del mañana. Y las fitballs son
atemporales, ¿no?
—Eso espero, por el bien de mi negocio.
Nando se acercó al teclado y escribió «Las fitballs: así son las únicas pelotas
que necesitas en tu cuerpo».
—Con este título también ayudamos a derribar el heteropatriarcado.
El teléfono de Leo sonó.
—¡Hombre, Jairo! —contestó—. ¿Qué pasa, man?
El filólogo dejó de escribir las primeras líneas: «Tan blandas como tu mullida
barba y tan grandes como tu tupé Elephant Trunk, las fitballs son…».
—Sí, aquí lo tengo, a mi lado. Lo estoy cuidando bien. Somos los mejores
compañeros, como Astérix y Obélix, como Tintín y Milú, como Mortadelo y
Filemón. Te lo paso.
—¡Jairo! Dime.
—¿Va todo bien?
—De lujo. Adentrándonos en el apasionante mundo de las fitballs después de
sufrir un bloqueo del escritor. —Guiñó un ojo a Leo—. ¿Tú cómo estás?
—Mejor. En cuanto desayuno pipas de calabaza, se me pasan los males. ¿Te
pillo en un buen momento para pedirte un favor?
Nando notó al bailarín más animado y eso lo hacía levitar, algo que implicaba
menos riesgos de mareo que girar en un taburete.
—¡Por supuesto! Tú dirás.
—¿Te acuerdas de lo que te dije de estudiar danza y dirección de empresas
musicales en Londres? Le he dado vueltas esta noche y me gustaría solicitar la
beca de una academia potente. No creo que me la den, porque prefieren a gente
más joven, pero por probar… Hay que mandar una carta de motivación, en
inglés. Y tú sabes inglés. A mí es que me sacas del What’s your name? y…
—Cuenta conmigo.
—¡Qué majo! Si es que eres el mejor. Le pones un precio, ¿vale?
—No, te hago el favor. No me cuesta nada, es sencillo.
—Encima modesto.
—Solo me tienes que explicar qué quieres contar, cómo hay que estructurar la
carta…
—No tengo ni idea de esas cosas. Las últimas cartas que mandé fueron de
pequeño para conseguir regalos con tapas de yogur.
—Seguro que en la web de la academia lo explican. Lo vemos juntos.
—¿Te viene bien esta tarde? Me urge un poco. No debo moverme, pero…
—¡Perfecto! ¡Hasta luego!
Giró dos vueltas rápidas en el taburete y devolvió el teléfono a Leo, que leía la
pantalla del ordenador.
—Oye, me gusta cómo has escrito esto de las fitballs. Tienes mucho… ¿cómo
se dice? Mierda, se nota que tú eres el especialista en palabras y papel satinado.
¿Desenvoltura? ¿Desparpajo?
—Sí, cualquiera de las dos me vale. —Se rio—. ¡Gracias! Hoy es el día en el
que solo me llevo flores.
—Te las mereces. Quizá te pida algún encarguito para mi página web. ¿Qué
quería nuestro bailarín favorito?
—Que lo ayudara con una carta de motivación en inglés —dijo mientras
seguía tecleando.
—Siempre pidiendo favores, el tío. Como tiene ese don de lenguas…
Cuidado, que solo necesita una flauta para embrujarte. Hay que reconocer su
encanto irresistible. Con ellas y con ellos. Le he tirado la caña un par de veces,
pero se resiste el mamonazo.
Nando se desconcentró.
—¿Te parece bien que lo dejemos por hoy? —preguntó—. Esto debería
escribirlo en la oficina, si a mi portátil no le hubiese caído agua con misterio.
—¿Qué es el agua con misterio?
—Algo que mi compañero tiene en un termo. Prefiero no saber lo que es.
—Quizá sea agua con gas y limón.

En su portal, Nando recibió un wasap de Rafa:


Rafa: Tengo un par de sorpresas para cuando vengas. No tienen que
ver con mortadela. Ni se te ocurra preguntarme, que no voy a decir
nada ;-). Solo la palabra clave de una de ellas: Navidad

Nando: Estoy subiendo, así que no voy a morirme por la intriga.

—Esta tarde no tengo clase. —Rafa lo recibió desde el sofá, con la boca llena
—. Los profesores hacen huelga para reclamar subida de sueldos y nuevos
pedales de las máquinas de coser. Yo iré a la manifestación, pero es a última
hora. ¿Quieres que te recoja de la oficina? Luego vamos a la mani y a otra que
hay contra la subida de los alquileres. Y después, al cine.
—No me importaría, pero por la tarde tengo que ir a casa de Jairo.
Rafa terminó de tragar.
—¿Puede trabajar? ¿No estaba lisiado? Para qué pregunto, si da igual que lo
esté: tampoco te ayudó mucho desde Barcelona.
Nando le tiró una pedorreta y se apoyó en la pared, frente a Rafa.
—Quiere que escribamos una carta de motivación para una beca de estudios.
—¿No sabe ir más allá de textos cortos con hashtags?
—Ahógate con unas semillas de lino, anda. Es en inglés, para irse a Londres.
—Se ve que no ha oído hablar de una cosa… ¿cómo se llama? No me sale…
Ah, sí, ya me acuerdo: traductores freelance.
El escritor arrugó el morro.
—A mí no me cuesta nada hacerle el favor. No sé cómo es el formato, pero
seguro que no se diferencia mucho de las que redacté en Edimburgo para buscar
trabajo.
—Y si se la dan, ¿qué?
—¿Qué de qué?
—Se irá y tú te quedarás solo.
—No, las posibilidades de que se la den son pequeñas. Creo que lo hace por
ilusión.
—Pero la posibilidad existe. Si no, no la pediría.
—Quizá lo hace… para pasar tiempo conmigo.
—Sí, claro, tiene la pinta. Cuida que no te destroce el corazón. ¿Quieres una
galleta? —Le enseñó una caja de colores brillantes y con personajes de dibujos
animados.
—No, lo siento. —Nando intentó disimular la cara de asco.
—¿Te pasa algo?
—Nada, es que no me sientan bien.
—Excuse me? Pero si hasta hace cuatro días… ¿Qué te han dicho de las
galletas?
—Nada —repitió. La oferta de helado con topping de galleta regresó a su
mente.
—Ay, Dios… No sé lo que voy a comer como sigamos en este plan.
—Te lo dije, tú haces la compra por un lado y yo por el otro. Voy a
prepararme algo.
Antes de entrar en la cocina, Nando escuchó a Rafa decir: «Bébete una botella
de lejía, a ver si revientas».
Abrió el armario de encima de la vitrocerámica, donde resplandecía un
paquete de pan de molde sin empezar. Tentado de abrirlo y darse un último
homenaje, se contuvo. Abrió la nevera y valoró si sería adecuado comer pavo en
lonchas; también descartó la idea. Con la nevera pelada, decidió bajar en busca
de una hamburguesería para comprar una ensalada. Esta vez, sin pollo rebozado.
Cuando regresó, Rafa continuaba en el sofá. En el televisor emitían una
tertulia. Se dio cuenta de la caja de galletas tirada ante el aparato y de los ojos
enrojecidos de su compañero de piso.
—¿Todo bien? —dijo preocupado.
—Sí —le contestó Rafa. Nando no distinguió si lo había hecho con una
palabra o con un suspiro. En el televisor, dos tertulianos se gritaban enseñándose
carteles con gráficos y recortes de periódico. Parecía que Gonzalo les había
perfilado la barba y llenado el pelo con potingues. «¡Qué guapos son!». Pero no
podía deleitarse mucho con lo que tenía delante.
—Voy a comer.
—Que aproveche.
—¿Tú?
—Ya me he comido las galletas. Son digestivas. Supongo que eso quiere decir
que son buenas para el almuerzo. O no, quién sabe; tú eres el experto.
—Creo que me da tiempo a ir a las manifestaciones y al cine. Invito yo. Aún
no hemos fijado la hora, pero lo llamo o le escribo y quedamos temprano.
—No te preocupes, no quiero molestar. Ya he hecho otros planes.
—¿Con quién vas?
—Solo.
La palabra sonó tan brusca que Nando entendió: debía callarse. Se sentó a la
mesa, y masticó la lechuga y los tomates cherry. En el televisor, empezaba el
informativo; las primeras noticias fueron un carrusel de políticos varones
guapos, entre ellos sus Roberto Colón y Alfred Riera; esa madrugada
comenzaban las dos semanas de campaña electoral. En otro momento, Rafa y él
los hubiesen piropeado juntos, pero la tensión se podía cortar con los carteles
que blandían los tertulianos minutos antes. Sin embargo, Nando intentó empezar
una conversación:
—Por cierto, en tu wasap me hablabas de dos sorpresas. ¿Había algo más?
Rafa tardó en contestar, sentado en la misma posición.
—¿Qué haces en Navidad?
—Me quedo aquí, supongo. Paso de celebraciones familiares.
—Yo cenaré con unos amigos que viven en una urba a las afueras. Te iba a
preguntar si querías venir.
—Me lo pensaré.
—Te lo pensarás. Ya.
Capítulo 9: Kickboxing

Nando y Jairo redactaron juntos la carta de motivación. Leyeron con detalle las
bases de la convocatoria, buscaron plantillas en internet y cruzaron los dedos
para que los ejemplos que copiapegaron no los usaran otros estudiantes. El
bailarín bromeaba con «¿crees que debería decirles que yo inventé la coreografía
de Macarena? ¡Que no, que es mentira!», y el escritor deseaba que repitiera los
intentos de caricias del encuentro anterior.
—Pues ya está —dijo el filólogo después de la quinta revisión—. Que
tengas… suerte. —Intentó que no le temblaran los labios.
—¡No hace falta! Como te dije, no creo que me la den. Ya verás. En cuanto la
denieguen, me pondré a echar currículums de profesor en academias; guardo
algunos contactos. Si esto es, sobre todo, por las ganas de viajar y de conocer
mundo. Y para que no se diga que no he perseguido un sueño. ¿Qué opinas?
Nando no respondió.
El primo de Gorka continuaba enfrascado con el portátil. Con el permiso de
Nicolás («¡me parece bien, hacha!»), el filólogo pasaba la jornada laboral en el
vestíbulo de Nenikékamen. En las horas de cierre, él y Leo escribían sobre
ejercicios de tonificación, déficit calórico y mitos sobre las luxaciones («cada
vez me gusta más esta palabra»). Cuando el entrenador abría, Nando tecleaba
solo e incluso aconsejaba a los posibles clientes que llegaban.
—¿Que si le convienen las mancuernas? Pues…
También seguían con el entrenamiento; kickboxing y dominadas. Leo le
explicaba los avances frente al espejo; le señalaba los músculos, la función de
cada uno y lo bien que le quedarían con una camiseta ceñida.
—Pero, por favor, no te la compres con cuello de pico. Ajustada, todo lo que
tú quieras, pero de cuello de pico, no.
Aunque tenía a Jairo en mente, Nando no le escribía: el bailarín seguía de baja
y el reposo debía ser total; demasiado se habían excedido redactando esa carta
para llegar a la convocatoria. Se afanaba en escribir el mejor libro posible. Ya
habría tiempo de enseñarle los resultados.
Los días pasaron. Rafa estaba menos comunicativo; apenas se cruzaban en el
piso: el camarero llegaba cada vez más tarde.
A punto de cumplirse una semana de campaña electoral, mientras tecleaba en
el gimnasio, recibió un wasap de Gorka:

Gorka: Ey. Ya está el portátil. Vente mañana. Además, el jefe quiere


hablar contigo

A los pocos minutos, recibió otro de Jairo:

Jairo: Hola! Me han dado el alta! Perdona que no te haya escrito antes,
pero mi muñeca permitía pocos movimientos y me he venido corriendo
a Barcelona para grabar. Nos vemos pronto. Tengo cosas que contarte,
y mejor cara a cara. Te he echado de menos!

¿Te he echado de menos? ¿Cómo se echa de menos al escritor fantasma de tu


libro? ¿Era una simple frase hecha o de verdad ansiaba verlo?
A la mañana siguiente, Nando masticaba nueces frente al despacho de
Nicolás: el wasap que Gorka le había mandado también lo preocupaba. Cuando
se cansó, se sentó junto al administrativo. Comprobó que estaba Verónica y
susurró:
—¿Tú sabes algo?
—Ni idea. Pero desde ayer habla mucho por teléfono, creo que con Jairo.
Supongo que querrá decirte algo del libro. ¿Se lo mandaste? Me imagino que ya
sabe abrir los ficheros adjuntos del correo electrónico. Con él, lo mejor es hacer
los envíos a través de mensajero. O de señales de humo, si me apuras.
—Sí, le he mandado capítulos conforme los escribíamos, y vio algo antes
de… tu metedura de pata.
—Ahí, haciendo sangre.
—Por sus respuestas, entiendo que le ha gustado: «¡Genial, hacha!», «¡guay
del Paraguay!» o «me parece bien, pero ¿la gente sabrá lo que es una flexión?».
No entiende muy bien lo que quiere publicar, pero confía en mí. —Encendió el
ordenador. Un mensaje lo alertó de que actualizaría programas durante las dos
próximas horas.
—Seguro que está bien. Yo también confío en ti.
Sorprendido por ese arrebato de sinceridad de un grandullón poco dado a los
sentimientos, se giró para agradecérselo, pero Gorka ya bebía su agua con
misterio.
La sorpresa le duró poco. Con un movimiento brusco, Verónica se levantó de
la silla y, frente a unos pasmados Nando y Gorka, arrebató de las manos el termo
al webmaster y lo vació bebiendo de él como si fuera un botijo.
—Por-fa-vor-ca-lla-os. No me valen susurros. Callaos.
Soltó el termo con un golpe.
—Está rica, Gorka.
—Gracias —balbuceó el webmaster—. Y perdona.
—No pasa nada. Me tendrás que pasar la receta.
—Cla… claro… Digo… Es comprada. ¿Quieres la marca?
—¿Por qué no?
Verónica y Gorka mantenían la mirada; Nando achinó los ojos.
La puerta del despacho de Nicolás se abrió.
—¡Lalo! Pasa cuando quieras.
Nando cruzó los dedos antes de cerrar la puerta y sentarse.
—Perdona la espera, pero es que estaba charlando con nuestro amigo
Victoriano. Tengo malas noticias, Lalo.
—No, Nan… Es igual. ¿Qué ha pasado?
—Victoriano se va a Londres con una beca de estudios. Debemos acabar el
libro antes para que apruebe el primer borrador.
Nando se mareó y sintió un latido en las sienes.
—¿Y… cuándo es «antes»?
—El viernes dieciocho de diciembre a mucho tardar. O sea, en una semana. Se
va el lunes siguiente, el veintiuno. Ni siquiera pasa aquí la Navidad el figura.
Aprovecha, conoce la ciudad…
Nando no escuchaba. Todo acabaría en una semana.
—¿Crees que podrás?
—Sí, creo que sí.
—Desde luego, lo que me has mandado es muy bueno. Eres un gran escritor,
te lo dice alguien que lleva años editando. Creo que tienes futuro en Ciudad
Eterna.
«Pero Jairo se va…».
—¿Estarías dispuesto a seguir más tiempo, después de que se te acabara el
contrato de formación? Aún hay que diseñar el libro, maquetarlo… En la cadena
también han leído los avances y, no quiero adelantar conclusiones, le darían el
visto bueno; a este y a futuros libros.
—Pues…
—No hace falta que digas nada ahora. Piénsatelo. Hay tiempo. Pero de
verdad, enhorabuena por cómo lo llevas.
El portátil le había mentido: tardó menos de dos horas en actualizarse. O eso o
el tiempo pasó de otra manera dentro del despacho de Nicolás. Descargó el
borrador que había subido a Dropbox desde el gimnasio (Gorka lo convenció de
que la NSA estaba con otros asuntos). Lo abrió, pero no podía leer las palabras;
su cabeza no las procesaba. Las últimas semanas habían sido increíbles: se
encaraba con su imagen en los espejos, había aprendido a comer sano, tenía un
trabajo en el que acariciaba el éxito… Todo eso antes de la frontera de los
treinta. Pero le faltaba algo. Y ese algo se marchaba a Londres.
Pasó el corrector automático, una tarea mecánica que no le exigía pensar
demasiado. Con clics ignoraba o aceptaba las recomendaciones para mejorar el
texto. «Ojalá pudiera cambiar el futuro con un clic». No se dio cuenta de que
Gorka observaba la pantalla hasta que habló.
—Si le das más despacio, puedo leer lo que has escrito.
Nando casi se cayó de la silla.
—Dímelo y te mando una copia. Por la nube, claro.
—Qué gracioso. ¿Te vienes al pasillo y seguimos charlando?
En el rellano, Gorka sacó su vaporizador.
—¿Quieres una calada?
—No fumo, gracias. ¿De qué es el cartucho?
—Esencia de agua con misterio con toques de cookie. La fabrica la misma
marca que la bebida del termo.
—Algún día me tendrás que explicar en qué consiste el agua con misterio.
—Nunca. Hay que ser valiente y probarlo. —Aspiró—. ¿Sabes? Solo hay una
oportunidad, un mínimo instante, para agradar a una persona. Es la primera
impresión.
—He oído hablar de ella.
—¿Quieres que te diga una cosa? La primera impresión que me diste no fue
buena.
—¿No?
—Te vi muy pipiolo, muy bisoño.
—Menudas palabras gastas.
—Es lo que tiene trabajar en una editorial. Cuando llegaste el primer día,
estabas muerto de miedo y me pareció que no ibas a durar ni dos telediarios, que
esto no era para ti. Pero el día que se estropeó el ordenador…
—Dirás el día que tú derramaste la botella en el portátil.
—Es igual. Por cómo te pusiste en tan pocos segundos para defender el libro,
me di cuenta de que tenías garra. Y tablas. Es lo que necesitamos en esta
editorial, que ya sabes cómo está el futuro. ¡Te invito a comer!
Por dentro, Nando no asimiló los elogios; de la misma forma que los de
Nicolás, entraron por un oído y salieron por el otro. Labrarse un futuro en
Ciudad Eterna era posible. Aunque sin amor.

Por la tarde, salió destrozado a la calle. Algo le oprimía el pecho, le asfixiaba


la garganta. Jairo, Jairo. Jairo se iría, sin que él supiera qué significaban aquellos
amagos de caricias. Ojalá en la calle hubiera sacos de kickboxing como los que
colgaban del gimnasio de Leo; golpear sin hacerse daño el mupi con publicidad
de una casa de apuestas, o una parada del autobús turístico.
Al llegar al piso, abrió la nevera. Los embutidos loncheados refulgían, a oferta
de un euro. Eran de Rafa y, aunque lo tentaban en ese momento de bajón, un
posible enfado de su compañero de piso y sus hábitos asentados de comida
saludable consiguieron que resistiera. Se llenó un vaso de agua del grifo.
Sentado en el sofá, dudó si encender la tele: seguirían saliendo políticos
guapos, pero, en cuanto viera a Roberto Colón, se acordaría de Jairo, y no sabía
si era el mejor plan para ese momento. Al final, la encendió. Campaña electoral,
declaraciones y el último mensaje con el que ardían las redes.
Con el sonido de fondo, consultó Twitter. Los tuitstars se lanzaban zascas los
unos a los otros. Eso lo alteraba más.
Sonó el teléfono. Un wasap. Quizá Jairo, para explicarle por qué al final
funcionó lo de la beca. Tal vez fuera el momento para contestarle que quería ser
valiente, que estas semanas había aprendido mucho, que había hecho las paces
con su pasado y no le asustaba el mañana.
Que podía incluso irse a Londres con él.
Era Jairo. Seguro que en ese mensaje se encontraban las explicaciones que
necesitaba. Lo abrió con ansia.

Jairo: Hola! Creo que ya te han dado la buena noticia, no? Te lo quería
decir a la cara :-)

Ya está. A Nando no le servía de nada. Enseguida llegó otro mensaje.

Jairo: Esta semana voy a estar muy ocupado en Barcelona con las
grabaciones y arreglando papeles en Madrid, así que no podré terminar
el libro contigo. Te encargas tú de todo con Leo, vale? Seguro que
haréis un buen trabajo :-)

No, no valía. Se tumbó en el sofá, con el brazo colgando. Dejó que el móvil
resbalara por los dedos hasta el suelo. Unos minutos después, soñaba con
bailarines de tupés pompadour y plantas de açaí que crecían de sus barbas.
Lo despertó Rafa, sentado en el suelo junto a su mochila, con meneos:
—Ey, que estás frito. —Miró el televisor—. ¿Ahora te pones El invernadero
como nana?
El invernadero era un programa de entretenimiento de máxima audiencia. Dos
marionetas de unas mariquitas salían de la mesa para entrevistar a los invitados.
Nando gruñó, con la boca pastosa. «¿Cuánto tiempo llevo sin hablar con él?».
Miró a la tele.
—¿Qué hace Pello Suárez en El invernadero?
—Ni idea, acaba de empezar. Pero esta tarde ha llamado a Rescátame y le ha
prometido a Roque Asier Álvarez que prohibirá el toro de la Vega si lo eligen
presidente.
—¿A Roque…? ¿En Rescátame? —La cabeza le daba vueltas.
—¿Estás enfermo? ¿Qué te pasa?
—Nada. —El libro y Jairo llegaron a su mente al mismo tiempo.
—¿Cómo va el trabajo?
—Normal. Comenzando el final de una etapa.
—¿Cómo que «el final de una etapa»?
—Después de las elecciones, Jairo se marcha a Londres, a estudiar.
La cara de Rafa mostró durante un segundo una expresión de «te lo dije», pero
se recompuso.
—¿Y qué pasa con el libro? ¿Lo termináis?
—Lo termino. A solas. Mejor dicho, con Leo. Ayer me habló de unos
ejercicios de flexibilidad para posturas de penetración anal que…
Rafa soltó una carcajada y se tumbó de espaldas en el suelo. No paró de reír
en varios segundos; cuando se incorporó, las lágrimas le corrían por las mejillas.
Nando lo contempló reconfortado y sonriente.
—Sigue, sigue. ¿Cómo son esos ejercicios? ¿En vez de lubricante se usa
aceite de coco? —preguntó Rafa.
—Te dejo con la intriga, que no sé si los meteremos en el libro. —Le guiñó—.
Jairo se ha ido a Barcelona a grabar, así que va a colaborar poco.
—Al final, ese libro va a ser más de Leo y de ti que de esa loca del coño.
Nando se rio.
—Probablemente.
—Ya no lo ves de la misma manera, ¿verdad?
El escritor fantasma con contrato de formación se detuvo a pensar. En apenas
unos segundos, había hecho suyo un libro cuya escritura lo había reconciliado
con su pasado. Y a la vez, en el fondo de su mente, un doble de Roberto Colón
se acercaba moviendo las caderas al ritmo de Get Lucky.
—Vamos a buscar el lado positivo —seguía Rafa. Pero, en la cabeza de
Nando, el culo bailón no cesaba de menearse—. Jairo se marcha, pero nuestros
políticos macizorros se quedan. Y seguro que ganan e instauran la guapocracia.
Y, hablando de guapos, qué quieres que te diga… Ese libro te ha venido muy
bien, porque estás más guapo que nunca.
Nando lo escuchó ahora con nitidez. Las palabras ocuparon todo el lugar.
Asintió con la cabeza.
—¿Quieres cenar? —continuó Rafa—. Y, por favor, no me digas que te vas a
preparar una ensalada. A mí déjame de tus monsergas sobre nutrición, que tengo
bastante con el traje que debo entregar antes de Navidad. Hoy comienza el fin de
semana, así que es una noche de ponerse como cerdos con lo más guarro del
supermercado. Además, llevamos una semana de campaña electoral
prometedora, así que debemos celebrarlo. He traído unos nachos espectaculares.
Mira.
Rafa arrastró la mochila y sacó dos bolsas de plástico rellenas de triángulos
naranja fluorescente.
—Me encantan, me alegran la vida cuando vengo de las clases. Incluso les he
compuesto una canción. —Las agitó como maracas:
Somos nachos industriales,
estamos requetebién;
vestidos de colorante,
cuyo nombre no quiero saber.

Nando se quedó boquiabierto y se echó a reír. Su risa sonaba tan limpia como
la de Leo cuando hicieron las paces. Se incorporó en el sofá.
—Venga, vamos a cenar. Voy a encargar una ensalada. Pero te agradezco los
nachos.
—Bueeeeeno, vaaaaale.
En la cocina, Nando pidió la ensalada a través de una app. El dedo
seleccionaba ingredientes y envases biodegradables («por dos euros más ayudas
a proteger el medioambiente»), y la mente pensaba en Jairo. Se recreaba en su
cuerpo, su pelo y barba bien cuidados, y esos gestos y palabras tan dudosos de
los últimos encuentros. Una frase resonaba en su cabeza: «Te he echado de
menos».
—Me voy a hacer un sándwich. —Rafa metió la cabeza en la nevera—. Tengo
embutido de sobra por si quieres echarle a tu comida para conejos. Insisto: es un
día para celebrar que el libro va por buen camino, que falta poco para el cambio
político y que Jairo dejará de marearte.
Nando no contestó. Se acarició la barba que Gonzalo le seguía recortando
gratis («la publicidad que me vais a dar lo merece», le dijo un día) y se palpó los
bíceps fortalecidos con Leo. No había una barriga en medio que le impidiera
comprobar rotos en las zapatillas. Y estaba escribiendo un libro que prometía ser
la bomba. Tenía que lanzarse a por Jairo: un éxito encadenaba otro éxito, y
faltaba el remate. «Ahora o nunca».
Rafa se giró con un paquete de salchichón en la mano..
—No creo que debas correr detrás de ese bala perdida. ¿Lo verás antes de que
se vaya?
Nando volvió a la realidad. Qué grande era Rafa. Cómo le había sugerido
vestirse para la fiesta, cómo se apenó por no saber ayudarlo para escribir el
libro… y cómo lo había piropeado.
—No lo sé —contestó.
Capítulo 10: Luz azul

La última semana de redacción y corrección fue intensa, tanto que se despidió de


Leo hasta después de Navidad («no vengas, pero al menos haz ejercicios de
movilidad en casa»). Las teclas echaron humo e incluso perdieron el color. Su
cabeza dibujaba mapas mentales de los lugares de Londres que visitaría con
Jairo. «Volver a Reino Unido, qué ironía».
En ocasiones, Gorka doblaba el armario empotrado que tenía por cuerpo, leía
la pantalla y daba su aprobación.
—Conseguirás que abandone mis chuletones. Me rentan más las proteínas de
las almendras.
Nando agradecía estos momentos de colegueo que le hacían olvidar su
inquietud. Y no solo Jairo le ocupaba la cabeza, sino también Rafa, al que apenas
veía por casa con su ajetreo de trabajo y estudios («que me paso el día en la
biblioteca, maricón», le explicó el día de los nachos).
El jueves, cuando la campaña electoral estaba a punto de concluir, y con
Gorka y Verónica fuera de la oficina («¿Qué pasa? Nosotros también nos
echamos siestas», le dijo el administrativo antes de marcharse juntos), recibió un
wasap de su compañero de piso:

Rafa: Hola! Cómo vas? Necesitas ayuda? Insisto en que debes meter
un capítulo sobre cómo peinarse si tienes entradas

Nando sonrió.

Nando: No te preocupes. ;-)

Y dudó qué más escribir.

Nando: Eres muy amable.

Se encogió de hombros y lo envió.


Rafa le contestó con un emoji sonriente. Un minuto después, llegaba otro
mensaje:
Rafa: Este fin de semana me voy al pueblo en cuanto salga de clase,
para votar y para hacer acto de presencia, ya que no paso la Navidad
allí. Si quieres que te traiga algo (ropa, embutidos, a la Chivi como si
fuera Paco Martínez Soria…), me lo dices y sin problemas

Aprovechando que Verónica no estaba, Nando se rio.

Nando: No me hace falta nada. ¡Gracias! Buen viaje, pásalo bien y nos vemos a
la vuelta.

Y mandó otro mensaje:

Nando: ¡Un beso!

Rafa le contestó lo mismo y añadió una decena de emojis de la cara con


corazones en los ojos.
Nada más soltar el móvil, y antes de retomar el capítulo sobre bebidas
vegetales, le llegó otro mensaje. Era de Jairo.

Jairo: Buenas! Perdona que esté tan a mi bola. Soy un desastre! El


libro bien? Seguro que lo estás haciendo genial.

Nando se confortó al leerlo. No le dio tiempo a contestar cuando ya tenía un


nuevo mensaje:

Jairo: DEBES VER el programa del domingo. Imitamos a Cartoons.


Menudos tupés! Yo estoy guapísimo, pero no puedo mandarte fotos
aún. Ya sabes, falso directo :-)

Se reclinó en la silla y siguió leyendo.

Jairo: He terminado de grabar los programas de esta temporada.


Llegaré el domingo por la tarde y me iré el lunes por la mañana
temprano. El tiempo justo para correr un poco y meter la
documentación en la mochila. No sé si nos dará tiempo a vernos. Lo
dudo mucho.

Culos bailones y barbas con olor a canela y limón acudieron a su mente, y


tuvo que cerrar los ojos. No solo era que Jairo se marchara; era que quizá no
volvía a verlo si no se atrevía a sincerarse. Poco a poco, se deslizó en la silla, con
la mirada perdida en párrafos sobre leches de almendras y arroz.
—¡Lalo!
Del grito, se cayó al suelo. Cuando se levantó, frotándose las nalgas, Nicolás
le enseñaba su smartphone, con una conversación de WhatsApp en la pantalla.
—Si he entendido bien a Belisario, no leerá el libro antes de marcharse. Viene
de Barcelona el domingo por la tarde, con el tiempo justo. Le he dicho que lo lea
por las noches en el hotel, pero me dice que se niega por no sé qué de la luz azul
y el descanso. Ni que el móvil y el ordenador fueran pitufos, y él, Gargamel.
—¿Y qué hacemos, entonces?
—Pues hay dos opciones: o te pago un vuelo y se lo llevas a Londres…
«No es mala idea». Rezó para que Nicolás no supiera que los libros se pueden
mandar en formato electrónico más allá de los Pirineos.
—… o lo imprimes mañana en la copistería de la esquina y se lo enseñas el
domingo por la noche. Nos saldría gratis; el local es de una amiga con la que…
—carraspeó— me echo siestas. A ti no te importa llevárselo, ¿verdad? Lo tiene
que leer sí o sí.
—¡No! ¿Por qué iba a importarme? —Por dentro, Nando bailaba una danza
haka.
—Perfecto, pues ahora le escribo y le pregunto a qué hora estará. O le hablo,
más bien. No hay nada como las copas de voz.
—Notas de voz.
—Eso. Y con sus anotaciones seguimos trabajando antes de Nochebuena. —
Levantó el puño en señal de victoria y se marchó a su despacho.
Al cabo de cinco minutos, un maullido interrumpió el trabajo de Nando, que
había acelerado el ritmo con las buenas noticias.
—He conseguido meter a mi Micifuz como tono de mensaje. —Nicolás entró
tocando la pantalla del móvil con recelo, como si fuera a explotar—. Albano
dice que por la tarde estará en casa. Todo tuyo.

Aquella noche, Nando buscó vídeos de Tu rostro me es familiar en YouTube.


Jairo y sus compañeros hipnotizaron al escritor. En una actuación, un, dos, tres,
golpe de cintura a la izquierda; y un, dos, tres, la cadera a la derecha («si hubiera
hecho eso hace unos meses, me hubiese lesionado al primer intento»). En otra,
brazos arriba y brazos abajo, y luego una sentadilla («Leo lo hubiese aprobado»).
La música dejó de sonar, pero el poder del hechizo no desapareció.
El viernes dieciocho por la mañana, los ojos no aguantaban una lectura
profunda, y solo escaneó el documento. Los epígrafes estaban en su sitio, los
cuadros sinópticos también, e incluso había señalado entre qué párrafos debían ir
las fotos de los peines para barba. La dueña de la copistería fue agradable:
—Soy Cecilia. ¡Encantada de ayudar!
El fin de semana lo pasó solo, repasando con un bolígrafo erratas y posibles
cambios, aunque su mente se perdía en ensoñaciones sobre Jairo. Se lo
imaginaba incluso en las opciones más extravagantes. Como en el avión, camino
a Londres, durmiendo con la boca un poco abierta, con la respiración fuerte. Los
pectorales le subían y le bajaban, y él le echaba una manta por encima y luego le
acariciaba una mano. Después, se distrajo con situaciones más eróticas.
Llegó el domingo por la tarde, la jornada electoral. De ese día no podía pasar
porque no tendría otra ocasión. Se duchó y, conforme se secaba, se rozó los
gemelos duros. Se tocó el abdomen y lo notó también duro. ¿Y si se probaba
esos vaqueros que…? Ahí estaban, en el fondo del armario; sin tocar desde que
volvió de Edimburgo. Ya no le estaban estrechos. ¿Y aquella camisa que
tampoco…? Se cepilló los dientes; la boca le sabía a fresco. Ideal para besar.
Se puso el abrigo. Al abrir la puerta del piso para salir, se encontró con Rafa.
—Nunca juntes más de tres llaves en el mismo espacio. —El modisto agitó un
llavero—. ¿A dónde vas?
—A casa de Jairo.
El camarero levantó las cejas.
—¿A estas horas? ¿Cuándo se iba?
—Mañana. Voy a llevarle el borrador del libro para que le dé el visto bueno.
—Porque del correo electrónico, como de los traductores freelance, tampoco
ha oído hablar.
—No, es que… Es largo de explicar.
Rafa se encogió de hombros.
—Te veo enseguida —dijo.
—¿Cómo que «enseguida»?
—¿Cuánto tardas en darle el libro?
—No sé. Quizá… me quede un rato con él. O toda la noche.
El camarero soltó una carcajada seca.
—Tú sueñas, maricón. Te espero aquí en menos que canta un gallo.
—Quizás… incluso me vaya con él a Londres.
Rafa bufó y entró en el piso.
En la calle, con las notas de Get Lucky en la cabeza, Nando aceleró con una
sonrisa.
Capítulo 11: Estiramientos

Llamó al telefonillo.
—¿Quién es?
—¡¡¡Jairo!!! —Se sorprendió de su tono de voz—. Soy Nando. Ábreme, por
favor.
Subió a la carrera. Cuando llegó al rellano, notó que lo había hecho por las
escaleras y no por el ascensor. Llevaba días igual en su casa y en la oficina, y no
había reparado en ello. Algo más que agradecer a Leo.
Jairo lo esperaba en la puerta, con pantalones cortos, una camiseta negra de
tirantes y deportivas. La cara le brillaba.
—Vengo de correr. Por poco no me pillas en la ducha; estoy sudando como un
cerdo. —Le sonrió.
Nando también sudaba ahora.
—Pasa —continuó. El escritor no podía más y se quitó deprisa el abrigo—.
Oye, cada día estás mejor. De figurín, digo.
Se sofocó.
—Te he traído el libro. —Dejó el borrador en uno de los estantes, junto a una
foto en la que el bailarín aparecía sacándose un selfi con sus compañeros de Tu
rostro me es familiar.
—¡Gracias! Juro que lo leeré esta noche. Ya he apagado las notificaciones del
móvil, que la gente no hace más que mandarme mensajes de despedida. Menos
Nicolás: ha descubierto los audios de WhatsApp y lleva todo el fin de semana
pidiéndome salseo de los concursantes.
Los dos se rieron. Después, un silencio incómodo llevó a Nando a actuar.
—Verás…
—Perdona —lo cortó—. ¿Quieres tomar algo?
—Uhm… Agua.
—¿Agua? Te puedo preparar una infusión. Tengo que gastar un rooibos.
—No, el agua está bien. De momento.
Jairo se marchó a la cocina. Nando dejó el abrigo encima de la mesa mientras
intentaba despegarse la camisa del cuerpo.
—Aquí tienes. —Jairo le tendió un vaso—. ¿Te importa que estire mientras
hablamos?
—¡No, claro!
El influencer se sentó en el suelo y se abrió de piernas como si fuera un
compás. Extendió los brazos hacia arriba.
—¿Así estiras? —le preguntó Nando sin dejar de mirarlo. Si se echara el agua
por encima, se evaporaría al instante.
—Sí —respondió conforme se inclinaba hacia delante—. Me lo recomendó un
cuñado de la presentadora del programa. Un entrenador físico como Leo.
—Nunca había visto algo así. De estirar tanto, digo.
—Te queda por aprender.
Los dos se rieron otra vez. Jairo se levantó y, apoyado en la pared, dobló la
pierna derecha hasta que el talón de la deportiva rozó el glúteo. Nando quiso ser
talón de deportiva.
De nuevo, se creó un silencio incómodo. Esta vez, el bailarín se encargó de
romperlo:
—Esto es también una despedida.
El corazón de Nando se aceleró: no había preparado nada para ese momento.
La estrategia de los pósits que había usado con Nicolás dio tan mal resultado que
se quedó sin ganas de reutilizarla. Y eso que los pósits, en su mente, tenían
forma de gatito. Además, justo en ese instante, sus conocimientos sobre textos
argumentativos también se habían volatilizado, como si no hubiera estudiado
filología en la vida.
«Si he sido capaz de tanto en tan pocos meses, esto también debe tener
solución».
—No estoy seguro. Antes quería decirte algo.
—Dime.
Los diccionarios normativos, los de uso y los de tecnicismos también habían
desaparecido de su mente. Los de sinónimos y antónimos estaban en el anaquel
más alejado de sus manos.
«De perdidos al río».
—Pues verás… Resulta que estoy enamorado de ti. O encoñado, no sé. Me
gustas desde que te vi entrar en la oficina con aquella camisa de leñador, el pelo
brillante y esa pinta de empotrador rural. Y creo que no solo me gustas, sino que
estoy enamorado de ti. Pero eso ya te lo he dicho al comienzo, ¿no? —Movió las
manos, pidiendo inspiración divina—. Ya, creo que ya. Espera que beba agua.
Se llevó el vaso a la boca. Una poca cayó dentro, y el resto sobre el cuello y la
camisa.
—¿Estás bien? —preguntó Jairo.
Nando escupió el agua.
—¡Sí! Y… no sé… —Comenzó a pasear—. A lo mejor digo una burrada, pero
¿y si no te vas a Londres? ¿Y si continúas aquí con tus bailes en la tele, y tus
fotos y vídeos? Seguro que te sale un trabajo de profesor en una academia. O en
más programas. Como juez en un talent, por ejemplo; ahora hay talents para
todo.
El bailarín arrugó la frente y sonrió.
—Me gustas, Jairo, me gustas mucho —continuó Nando—. Pero no solo eso:
creo que te quiero. Debía decírtelo porque los sentimientos no han de
mantenerse dentro. Tienen que aflorar y cerrar heridas del pasado… No, eso era
con Leo… Me voy a callar, que estoy hablando más de la cuenta.
Jairo abrió la boca, pero Nando siguió:
—¿Y si me voy contigo? —Dejó el vaso encima de la mesa, junto al abrigo—.
Algo podré hacer. Dar clases de español, fregar platos en un hotel… Se me da
bien lo de fregar platos.
—Bueno… —Jairo sonrió, bajando la mirada. El pie seguía en el glúteo.
Nando se calmó. Se imaginaba una vida increíble a partir de ahora con Jairo:
acudiría a las grabaciones de programas de televisión, visitarían lugares
fotogénicos y cenarían en restaurantes orgánicos, según la vida que eligiera el
bailarín.
—¿Y por qué no me lo has dicho antes? —continuó el influencer.
Lo que quedaba en la cabeza de Nando, sin pósits ni diccionarios, era un
cerebro que estalló como una bomba atómica.
—¿Qué? Tío, ¡no es sencillo! ¿Te crees que esto sale tan fácil como un
estornudo o como uno de tus espagat? Pues no.
Jairo estiraba la otra pierna, aún con la mirada baja.
—Nando —alzó la cabeza—, eres muy agradable y te has portado genial
conmigo, pero me marcho a empezar una nueva vida, solo. Es una oportunidad
única. Lo siento.
Todo se rompió dentro de Nando. Un calor, otro tipo de calor, distinto al que
sentía con él, le inundó el cuerpo. No podía respirar. La cabeza le daba vueltas.
—No pasa nada. —Fue lo único que pudo decir. Pero sí pasaba.
Jairo se acercó con los brazos abiertos. El escritor lo paró con la mano.
—Es que, si te abrazo, te tocaré el culo.
—Perdona.
—Tranquilo. Hablando de abrazos, creo que te malinterpreté el día que nos
vimos, tras el esguince. Cuando me besaste.
—No te besé.
—Sí, cerca del lóbulo.
—¡Ah! Es que soy así de cariñoso. ¿Por qué dos tíos no se pueden dar un beso
sin que haya algo sexual entre ellos? Los argentinos y los uruguayos lo hacen
para saludarse. Lo deberíamos importar a España. A veces me controlo para no
dar lugar a malentendidos. Y… veo que contigo la lie parda.
—Y los mensajes de «te he echado de menos», tus guiños de ojo…
—No lo puedo remediar. Soy así de cariñoso, ya te he dicho.
—Es verdad. Solo había que verte en aquella fiesta, bailando con todo el
mundo.
Se quedaron callados, con la vista en el suelo.
—Si no te importa… —Jairo tomó la iniciativa—, sigo estirando.
Nando sonrió y alzó la cabeza.
—No, claro. Y, si no te importa a ti, me voy a marchar. —Cogió el abrigo—.
Suerte y éxitos en Londres. Cuando regreses, el libro estará publicado, supongo.
Y felices fiestas.
—Pero nos seguiremos viendo, ¿no? Quedamos a mi vuelta cuando quieras. Y
podemos charlar por Skype, o me cuentas tus dudas por correo electrónico.
—Sí, claro. —«Ni de coña».
En la última imagen que tuvo de Jairo, el bailarín estiraba la pierna izquierda
apoyado en la pared. De nuevo, el pie rozaba el glúteo. Pero Nando ya no quería
ser talón de deportiva.

La Navidad engalanaba las calles. Sorteó desconocidos abrigados que


llevaban bolsas repletas de regalos o se abrazaban como si fueran compadres.
Algunos les echaban el brazo por encima del hombro a sus acompañantes, les
susurraban al oído y sonreían. Parejas de todas las edades se mezclaban con
corredores protegidos con mallas y gorros, y se besaban o acariciaban los pocos
centímetros de rostro que tenían visibles. Delante de una juguetería, una niña de
cuatro años le preguntaba a otra si quería ser su novia.
Era difícil recorrer así la calle, más aún cuando el dolor abrasaba la garganta,
el pecho, la razón. Hacía esfuerzos para no echarse a llorar. Respiraba agitado, y
apretaba los dientes para calmar la rabia y no liarse a cabezazos con una pared.
Capítulo 12: Dónuts industriales

—Vamos, que la has liado, maricón. —Rafa se apoyó en la puerta del cuarto de
baño. Nando se tiraba agua con furia. Salpicó el espejo, el lavabo, el suelo; las
gotas chorreaban por la barba perfectamente recortada—. No deberías haberte
ilusionado. En el fondo, él es como tú: también regresaste a España por una
oportunidad única.
—Y ha salido bien. —Se miró en el espejo.
—No lo dudes. ¿Sabes lo que necesitas? Un dónut.
Se sentaron en el sofá. Rafa le tendió un dónut industrial en su envoltorio de
plástico de un solo uso; una circunferencia perfecta brillaba como si tuviese luz
propia, con su capa de azúcar escarchada, y su olor a conservantes y blandura
añadidos. Nando sintió un deseo que no experimentaba desde semanas atrás.
Con la boca llena de saliva, lo sacó del envoltorio. Se deleitó masticándolo,
paseando cada pedazo por la boca antes de tragarlo. Lo había devorado cuando
se dio cuenta de que el televisor estaba encendido. Intentó concentrarse en la
retahíla de datos sobre las elecciones que salían de él.
—Dios, se me ha olvidado ir a votar —acertó a decir.
—¡¿Qué?! ¿Después de los calentones que nos hemos pegado con estos
chulazos?
—Tenía la cabeza en otro sitio. Mierda, mierda. ¿Cómo van?
—Gana el Partido Populoso, pero ninguno tiene mayoría.
—¿Y tu Riera?
—Nuestro Riera, querrás decir. Cuartos, detrás de Sabremos. Se ha metido
una hostia de las buenas.
—Como la mía. ¿Y qué tal Roberto Colón? —Seguía masticando y
saboreando.
—Peor aún. Dicen que solo dos diputados.
—«Peor aún» ha sido mi fracaso con su doble.
Nando terminó de tragar y suspiró satisfecho.
—¿Mejor, entonces? —le preguntó Rafa.
—Sí, me he quedado más tranquilo. Y no me arrepiento de habérselo dicho.
Me he quitado un peso de encima. Otro más. —Se pasó la lengua por los labios
—. Y esto me ha sabido a gloria bendita. ¿Te queda alguno?
Rafa suspiró.
—Bienvenido al club. Has madurado.
—No sé si he madurado. Dame un poquito más de tiempo.
—Sí, créeme que has madurado. El mundo está lleno de tíos, y tú eres guapo y
simpático. Lo eras antes de los barberos, el gimnasio o la cera en el pelo; si en el
grupo de teatro interpretabas al protagonista de las comedias, por algo sería.
—Perdona que insista: ¿te queda otro dónut?
—No, te has comido el último. Mañana compraré más.
—De chocolate, por favor. O de esos rellenos de mermelada o vete a saber
qué. Pero que tenga sustancia semisólida por dentro.
El especial informativo de las elecciones continuaba. Un tertuliano rugía para
hacerse entender entre el resto de invitados mientras el presentador, agitando una
calculadora, gritaba a cámara: «¡No dan los números! ¡No dan para una
mayoría!».
Sonó el teléfono de Nando. Era Leo.
—¡Buenas noches! Perdona las horas, pero la próxima semana tengo bastante
lío. ¿Te pillo bien?
—Mejor que nunca.
—Eso es porque ya no tienes agujetas. Llevo todo el fin de semana dándole
vueltas al libro. Hemos pasado momentos muy divertidos, como cuando
describías las fitballs. —Se rio con la misma carcajada amplia que cuando
hicieron las paces en el gimnasio. Esa risa y el azúcar del dónut aumentaron la
autoestima de Nando.
—Hemos disfrutado escribiéndolo.
—Lo sé. Por eso te llamaba. No sé si recuerdas el día que escribimos el
capítulo de las fitballs. Te dije que estaba pensando en reformar mi página web.
Añadir fotografías, mis servicios… Un primo informático que no tiene curro…
«¿Cuántos primos informáticos sin trabajo hay en este país?».
—… me ha dicho que escriba textos que lleven a los buscadores a mi web. Me
ha dado algunas nociones, pero quien sabe escribir de verdad eres tú. Y he
pensado que, si quieres ayudarme… Por supuesto, pagándote.
Recordaba haber escuchado a Leo, pero en aquel momento él había estado
concentrado en la propuesta de Jairo. Y ahora, el bailarín había dejado de existir.
—¡Claro! ¡Cuenta conmigo!
—Además, mi primo me ha dicho que hay muchas empresas que buscan
redactores, así que quizá tengas ingresos extra.
—Siempre vienen bien. ¿Cuándo nos vemos?
—¿El próximo domingo y te presento a mis follamigos? Les he hablado muy
bien de ti.
—¡Vale! ¡Te escribo! ¡Feliz Navidad!
Colgó. A su lado, Rafa estrujaba el envoltorio de plástico.
—De verdad, hay muchos tíos —le repitió.
Nando apartó la mirada del televisor y sonrió.
—Ya, ya lo sé.
—Solo es cuestión… de encontrarlos.
Nando le acarició una pierna. No podía atender al programa. No importaba lo
que fuera a pasar en los próximos meses con esos políticos.
—Seguro que están cerca —continuó Rafa.
Capítulo 13: Dieta paleo

Al día siguiente, después de borrarse el perfil de Instagram, Nando desayunó en


la franquicia de dónuts que acababan de abrir frente a la editorial. Pidió tres
rellenos de mermelada, dos cronuts («¿mitad cruasán y mitad dónut? ¿Cuándo
han inventado esto»?) y un café con nata.
—¿Le puedes echar más nata? —le pidió a la barista—. Es que hoy me salto
la dieta y quiero pegarme un homenaje. Un poco más. Más… un poco más…
¡Perfecto! ¡Gracias!
Se sentó ante un ventanal para saborear ese festival de azúcar y harinas
refinadas. En la acera, un grupo de turistas japoneses, pertrechado con sus
cámaras de fotos, escuchaba las indicaciones de una guía que alzaba un paraguas
sobre la cabeza. En las farolas que encuadraban la puerta de la editorial, unos
técnicos quitaban las banderolas con la imagen de Roberto Colón; no pudo evitar
acordarse de Jairo. De esa misma puerta, en la que los operarios habían apoyado
otras banderolas, salió una pareja acaramelada. Él era alto y ella le llegaba por la
axila. Mientras esperaban a que el semáforo se pusiera en verde, sonreían, y él le
dio un beso en la cabeza.
Cuando cruzaron el paso de cebra, Nando sonrió: eran Gorka y Verónica, y
estaban entrando en la cafetería. Acababan de cruzar la puerta, sonriendo con
más dulzor que el que había dentro del local, cuando se toparon con el rostro de
su compañero.
—¿Qué haces que no estás en la oficina? —preguntó el informático.
—Hola, parejita. Entro en un rato. ¿Y vosotros?
—Nicolás me ha mandado una nota de voz de cinco minutos para decirme que
se retrasaba —dijo Gorka—, que tenía que hacer fotocopias. «Tú ya me
entiendes», me ha dicho. Pero no, no lo entiendo.
—Yo sí, por desgracia.
—¿Nos podemos sentar contigo? —preguntó Verónica—. Me muero de
hambre. —Se dirigió a Gorka—. ¿Vas a pedir?
—Que nos invite Nando, que tiene mucho.
Con un gesto, el escritor les pidió que se sentaran. Tenía ganas de hablar para
que la cabeza dejara de pensar en la noche anterior.
—Creía que solo echabais siestas.
—El roce hace el cariño —dijo Gorka mientras se sentaban.
—Y del cariño pasasteis a las siestas.
—Oye, menos guasa. Aquella siesta fue una excepción. No nos gusta faltar al
trabajo.
—Ya, seguro. Verónica, con lo poco que hablas, ¿cómo os habéis enrollado?
—Fue después de beber agua con misterio, que tuvo más éxito que la
invitación al cine que me hizo. Se ve que te envalentona.
—Aún no sé qué lleva ese termo.
—Y no lo sabrás hasta que lo pruebes, ya te lo dije —intervino Gorka.
—Seguid contándome, que quiero evadirme antes de entrar a la oficina. ¿Os
hace un cronut?
—¿Qué mierda es un…? Venga, dale. Hoy paso de almendras. —Gorka lo
engulló.
—Gorka es atento —dijo Verónica mientras se decidía por algún dulce—,
siempre está pendiente de que la gente haga poco ruido para que yo pueda
trabajar sin molestias. Eso sí, a veces se le olvida: el día que nos anunciaron el
viaje de Jairo me teníais hasta las narices entre los dos, que no os callabais. Por
eso me levanté a beber el agua con misterio de esa manera, para dejaros con la
boca abierta. Y la verdad es que estaba buena. Empezamos a hablar del agua y
de nuestras cosas. Luego, me ayudó a arreglar la pata de la mesa.
—¿No te has dado cuenta? —Gorka miró a Nando—. Le he pegado un taco de
madera. Un familiar tiene una serrería en el campo y me dio uno de sobra.
—A un leñador como tú le pega tener madereros en la familia —dijo Nando
antes de beber. El bigote se le llenó de nata.
—Empezó a ser más cariñoso, aunque yo ya había visto detalles días atrás,
como cuando me invitó al cine, pero aún no me atraía demasiado como para
tener una cita juntos.
Nando recordó las miradas del administrativo el día que llegó, pero no dijo
nada. Sonrió.
—Me pasaba el termo —continuó Vero— e incluso me invitaba a unas caladas
de su vaporizador.
—Si te comparte su vaporizador, es que ya te acepta del todo, porque a mí
también me ofreció.
—¡Exacto! A tu alrededor tienes que buscar a quien tenga esos gestos contigo.
A quien te ofrezca un vaporizador —Verónica cogió un trozo de cronut— o a
quien te lleve a desayunar dulces. —Lo mordió y le dio un pico a Gorka.
—Hablando de dulces —dijo el administrativo webmaster—, ¿qué haces tú
comiendo dónuts?
—La culpa es de mi compañero de piso, que me ofreció uno ayer y caí. Sabía
lo que darme para… un momento de bajón.
—Un grande, tu compañero de piso —valoró Gorka.
—Sí, un grande —repitió Verónica—. ¿Cómo se llama?
—Rafa.
—Cuida a ese Rafa. Sabe lo esencial en este mundo: que los dónuts se
inventaron para quitar las penas. No lo dejes escapar.
—Vero, ni que fuera su novio.
—Seguro que no encontraría a nadie tan apañado como él. Bueno, tú. Pero
estás pillado. —Le dio otro pico—. ¿Pedimos o qué? ¿Tengo que ir contigo?
Los dos se levantaron. Las palabras de Verónica resonaban en la cabeza de
Nando, que se terminó los dónuts rellenos de mermelada, los mismos que le
había pedido a su compañero de piso el día anterior. La vibración del móvil lo
devolvió a la realidad.
Era Rafa.

Rafa: Buenos días! Te encuentras mejor? Adivina lo que te he


guardado de la cocina a primera hora. Solo te diré que son veganos y
que su interior, de mandarina, es casero y sin azúcares añadidos

Nando sonrió.
Nando: ¡Gracias!
Siempre tan atento.

En el mostrador, Gorka y Verónica discutían qué berlina pedir junto a un


batido de dulce de leche. El escritor siguió pensando en las palabras de la
correctora y en la casualidad de que Rafa le acabara de escribir con un ejemplo
más de sus muestras de atención. Recordó las de los últimos meses: las
hamburguesas de carne cien por cien, la sugerencia para escribir sobre las
entradas del pelo, las advertencias sobre Jairo… Sí, había pocos hombres como
él.
«Cuida a ese Rafa. Sabe lo esencial en este mundo: que los dónuts se
inventaron para quitar las penas», había dicho Verónica.
Su cabeza encajó las piezas del engranaje.
Volvió a escribirle:

Nando: ¿Sigue en pie lo de cenar juntos en Nochebuena?


Rafa no tardó en contestar, unos segundos eternos para Nando.

Rafa: Uy, me parece que ya no cabe más gente. Como no me dijiste


nada…

Terminó de leerlo cuando sus compañeros se sentaban con las bandejas frente
a él. No pudo responder al siguiente mensaje:

Rafa: «Aunque a lo mejor se cancela el plan. Ya te contaré

—Batido de dulce de leche y berlina rellena de Nutella —dijo un Gorka


satisfecho—. ¿Qué más se puede pedir para comenzar el día?

Los tres regresaron juntos a la editorial. Nicolás estaba sentado ante su


escritorio, absorto en la pantalla del smartphone.
—¡Oh! —dijo cuando pasaron por delante del despacho abierto—. Si es el trío
La La La. ¿Qué pasa, maquinotes? ¿De dónde venís?
—De desayunar —respondieron.
—Cuando queráis desayunar algo fuerte, tengo una botella de licor café
escondida detrás de los libros del recibidor. Tomaos un chupito sin problemas.
Los tres optaron por no responderle.
—Dejadme un rato a solas con Lalo, que tenemos cosas de las que hablar.
Gorka y Verónica empujaron a Nando, y cerraron la puerta.
—Siéntate, por favor. Estaba leyendo wasaps del chiquito. Me da la
enhorabuena y dice que te la transmita. No sé por qué no te lo dice a ti
directamente.
—No pasa nada, no importa.
—Además, ha mandado un correo con copia a la gente de la cadena. Es para
lo mismo, para decir que está genial. Y los gerifaltes han respondido.
—¿Y qué dicen?
—Que están encantados… ¡y que quieren lanzarlo ya!
Nicolás se puso a dar palmas. Aunque la noticia le agradó, Nando no se sentía
tan pletórico como para acompañarlo en sus movimientos.
—Estará para Reyes —continuó Nicolás cuando recuperó la compostura.
—¿Para Reyes? Es mal momento, quedan pocos días y, además, para entonces
las compras de regalos estarán hechas.
—Oye, Lalo…
—Nando.
—…, llevo más años que tú en el negocio y sé cómo funciona esto.
—Pero es que nadie lo va a comprar. Además, con la cuesta de enero… ¿Y si
esperamos a las ferias del libro de primavera? Es un periodo ideal, con el buen
tiempo y las casetas en las calles. Y así Verónica lo corrige y maqueta con
tranquilidad.
—¡Haz caso al becario! —se escuchó decir a Gorka y Verónica desde el
pasillo.
—¡Contratado para la formación!
Nicolás meditaba.
—Creo que llevas razón, hacha. ¡Vamos a probar suerte!
—Va a funcionar, seguro.
—Además, para entonces, el chiquito bailarín estará de vuelta y podrá firmar
libros en las ferias.
—¡No, no! Quiero decir… No, su curso se termina en junio o julio. Supongo.
—Cruzó los dedos debajo de la mesa—. Además, la gente lo irá comprando y no
pensará en las firmas. Quizá en el futuro se pueda programar alguna, cuando
regrese. —«En 2100 o así, espero».
—¡Me parece estupendo! Después de lo que has hecho estas semanas, confío
en ti.
—Hablando de «estas semanas». ¿Qué va a pasar conmigo ahora?
—Eso es lo mejor. El correo de los directivos continuaba: ¡nos han encargado
cinco libros más! ¿Cómo te llevas con la cocina?
—Cada día mejor, gracias a esto.
—Pues te tocará redactar recetas del programa de dieta paleo de los fines de
semana. Con tu talento, saldrá otro libro de lujo. Creo que en este tema te podrá
ayudar Gorka.
—¡Ja! —se escuchó detrás de la puerta.
—Y luego vendrá un libro ilustrado sobre los protagonistas de no sé qué serie
infantil, otro de consejos sobre motor del branded content que emiten los
domingos… ¡Seremos la editorial televisiva más exitosa del país, Nando!
—No, me llamo… Ah, perdón, lo has dicho bien. ¿Y qué pasará cuando
termine mi contrato?
Nicolás se dejó caer en la mesa, que tembló con el peso. Mantuvo el silencio
durante unos segundos; los ojos le brillaban.
—Eres increíble, hacha, y a todos les está gustando el trabajo. ¡Incluso a esos
dos cotillas de ahí fuera! —gritó—. No puedo dejar que te marches. Con lo que
vamos a ganar, te haré indefinido. Y a Verónica también.
Fuera se escuchó un chillido. Nando también quería chillar, pero se contuvo.
—Pero antes terminemos el contrato con la fundación, ¿no? Que paguen ellos.
Y ahora, a darle duro a lo que queda.

Nando cerró con delicadeza la puerta del despacho de Nicolás. En la otra


habitación, Gorka y Verónica saltaban de alegría, aunque se cuidaban de hacer
ruido. El filólogo se les unió con gritos mudos de euforia. Se abrazaron y
bailaron en silencio.
—Esto hay que celebrarlo —dijo Gorka—. Yo estoy liado antes de
Nochebuena, con cenas de amigos varias, pero después… ¿Qué planes tienes
para Nochebuena, Nando?
—No tengo nada, en principio.
—Te invitaría a cenar conmigo, que paso de la familia, pero creo que —
suspiró— me comeré yo solo un vaso de fideos instantáneos y luego iré a casa
de Vero a tomarme el turrón con su familia.
—Yo os añadiría a los dos, pero es que entonces no cabemos —aclaró
Verónica.
—Está pasando mucho estos días —dijo Nando con tono irónico.
—Tendremos que brindar aquí, entonces —concluyó Gorka—. Lo que pasa es
que solo tenemos mi agua con misterio. Me niego a beber de la botella de licor
café.
Nando agarró el termo del administrativo y bebió hasta vaciarlo. Asintió.
—Llevabas razón. Está rica esta agua con misterio.
—Te lo dije. Tenías que haberte atrevido antes.
—Aunque no sé para qué tanto secreto, si es agua con gas y limón.
Capítulo 14: Muérdago vegano

El lunes continuó con Verónica y Nando trabajando mano a mano en la


corrección del libro. Gorka preparaba el material para la web. Charlaron
animados y comieron juntos en una cafetería cercana («necesito probar una
ensalada de rúcula con trozos de muffin», dijo el administrativo). Nicolás les dio
la tarde libre:
—¡Por las buenas noticias de hoy! Es más. ¿Organizamos una cena de
Navidad?
Los tres salieron corriendo.
Nando caminaba por la calle con un sentimiento agridulce. Aunque contento
por lo que había sucedido aquella mañana, aún se sentía mareado por las
calabazas. Y a la vez, retumbaban las palabras de Verónica.
Cuando llegó al piso, Rafa había inundado el suelo del salón con telas y
patrones. El televisor emitía un magacín; el presentador del especial informativo
del día anterior volvía a gritar a cámara «¡no dan los números!», con una
calculadora en la mano.
El camarero, sentado en el suelo y con un lápiz en la oreja, recortaba trozos de
tela. Al notar la presencia de Nando, se levantó rápido.
—Perdona como tengo esto. Enseguida lo recojo.
Nando le sonrió.
—Tranquilo. Ocupa todo lo que necesites. ¿Te ayudo con algo?
—Sí. Necesito un favor. ¿Te puedes probar la chaqueta y el pantalón? Sé que
es un marrón, porque tienes que cambiarte y te arriesgas a que te pinche un
alfiler, pero…
—Está bien, no me importa. —Volvió a sonreír—. Suelto las cosas y vengo.
En el marco de la puerta del dormitorio, le dieron la bienvenida unas hojas
verdes puntiagudas con unas bolas pequeñas y rojas.
—¿Qué hace esto aquí?
—Me he tomado la licencia de decorar la casa por Navidad —contestó Rafa,
sentado en el suelo—. Espero que no te importe. Es muérdago vegano.
—Rafa, el muérdago es vegano por definición. No le van a salir pezuñas ni va
a escribir libros sobre estética masculina.
—Ya, ya lo sé. Pero lo vendían así en la floristería. Supongo que para
diferenciarlo del de plástico. Ellos sabrán. —Rafa se volvió a levantar—. Si
quieres, lo quito.
—¡No, está bien! Solo me ha hecho gracia lo de «muérdago vegano».
Al cabo de cinco minutos, regresó en calzoncillos y pantuflas. Rafa enrojeció.
—Podías haberte puesto un chándal. O el pijama.
—Da igual. No voy a estar de quita y pon.
—Pues vamos al lío, que no quiero que te enfríes.
Nando se vistió el traje y Rafa caminó a su alrededor con un alfiletero.
—¿Sabes? El borrador del libro ha gustado mucho en la cadena. Y nos han
encargado más. Me van a hacer indefinido.
—¡Qué bueno! —Rafa cogía los bajos—. Eso hay que celebrarlo.
—Quizá… antes de tu cena de Nochebuena. Y lo juntamos con el éxito de tu
traje.
—Ah, la cena… De eso te hablaba esta mañana. La han cancelado. Todos se
tienen que ir para sus pueblos.
—¿Qué ha pasado?
—Algunos se han rajado por sus padres, que les han suplicado ir a casa.
Temen que los cuñados calienten mucho el ambiente hablando sobre Lalo
Catedrales o la formación de Gobierno. Han creído que, si están los nietos, la
conversación se desviará a «¿tienes novia?», «¿cuándo me darás un sobrino?» o
«¿no se te pasa el arroz?», conversaciones más agradables que sobre política;
siempre y cuando no seas LGBTQ o anarquista relacional.
Nando se rio.
—No te creo.
—Te juro que es verdad.
Se volvió a reír.
—Pues nos quedamos tú y yo solos. A mí me apetece preparar algo especial,
aunque sean cronuts caseros.
—¿Qué son los cronuts?
—Algo que he descubierto hoy y que te fascinará seguro. ¿Cenamos juntos,
entonces?
Rafa se levantó y empezó a medir los puños. Estaba colorado.
—Si tú quieres…
—Claro que quiero. Y también cocinar. Te prometo que nada de ensaladas con
semillas de sésamo tostado. Una cena con guarrerías para celebrar los éxitos.
El camarero sonrió y siguió colocando alfileres.
—¿Solo para eso?
Nando también le sonrió.
—¿Te gustaría para algo más?
—Por ejemplo, para pedirte disculpas.
—¿Cómo?
—Lo he estado pensando aquí, tirado en el suelo, mientras me peleaba con las
mangas. Creo que ha sido el espíritu navideño.
—¿A qué te refieres?
Rafa apretaba los labios.
—Lo único que quería era que tuvieras cuidado con el bailarín. Sois de
mundos distintos.
—No te preocupes. Cuando supe que le dieron la beca tenía que haber
entendido que se iría sí o sí, y solo. Le hacía ilusión empezar de cero. Si acaso,
la culpa fue mía, por haber estado absorto. Leo y Gonzalo me dejaron caer lo
mimoso que era. Y tú; tú estabas encima de mí todo el tiempo.
—También yo te podía haber dicho claramente que… me daba envidia. —
Suspiró y miró a Nando a los ojos—. Nunca supe cómo decírtelo. Cuando te
ayudé a escoger la camisa para aquella fiesta, pude sugerirte la combinación más
horrorosa. Pero no. Quise que estuvieras guapísimo. —Subía los brazos de su
compañero como si manejara material frágil y pinchaba alfileres con delicadeza.
—¡Ay! —chilló el escritor.
—¿Te lo he clavado? ¡Perdona!
Nando se rio.
—Es broma.
—Imbécil.
—Tú siempre tienes mucho cuidado conmigo, incluso poniendo alfileres.
Rafa sonrió.
—Gracias por reconocerlo.
—Desde recomendarme outfits hasta decorar la casa. Desde darme dónuts en
momentos de bajón hasta cantarme canciones sobre nachos.
—Te ha gustado el muérdago.
—Mucho. Y lo que no es muérdago, también. Deberíamos estrenarlo, ¿no?
El camarero aún le sostenía la mirada.
—¿Qué quieres decir?
—¿No hay muérdago encima de la puerta? Habrá que darle uso. Y en estas
fechas, solo hay una forma.
Nando no tuvo que darle más indicaciones.
Se besaron debajo de las hojas puntiagudas. Les supo a lima y açaí, a agua de
coco y pistachos, a final de una etapa y comienzo de otra.
—Durante unas horas no quiero saber nada sobre tupés, degradados o elixires
—dijo Nando.
—¿Y de qué quieres saber?
—De lo que tú quieras contarme.
Aquella noche, ninguno cenó mortadela ni dónuts.
Agradecimientos

En primer lugar, tengo que nombrar a Ana González Duque, mentora durante la
escritura de esta novela. Gracias por todo, Ana.
Gracias también a Roberto Congiu, Antonio Heras, Ruth Ibáñez, Sergio Mesa,
Cristina Sánchez y Zarco Pareja, que hicieron la lectura beta. Sus consejos e
ideas la han mejorado.
Asimismo, gracias a Celia Arias, que se encargó de la corrección
ortotipográfica y de estilo. Con su trabajo y consejos, la novela quedó lista para
maquetar, un trabajo que ha sido responsabilidad de David Generoso. Muchas
gracias a ti también, David. Por otra parte, si te han gustado las cubiertas, son
responsabilidad de Gemma Martínez. Moltes gràcies, Gemma.
Y por último, gracias a ti, por haber confiado en Dónuts, barbas y
mancuernas.
Antes de que te vayas

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amigos.
Ahora en serio. Muchas gracias por dedicar tu tiempo a leer Dónuts, barbas y
mancuernas. Si te ha gustado, por favor compártelo en las redes sociales con la
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comentario en Amazon o Goodreads.

¡Gracias de nuevo!
El autor

José Manuel Blanco (Torrecampo, Córdoba, 1989) es periodista y escritor.


Dónuts, barbas y mancuernas es su tercer libro y su primera novela. También es
autor de Revolución en la Red, una colección de relatos de humor sobre nuestra
relación con internet y las redes sociales a la venta en Amazon (ebook y papel), y
Río, 21 grados, un viaje a las historias más curiosas y desconocidas sobre Río de
Janeiro, también disponible en Amazon (ebook y papel).
Correo electrónico: josemanuel@josemanuelblanco.com
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