Está en la página 1de 92

Table of Contents

VARIOS AUTORES
Sinopsis
Varios Autores
Relatos de gnomos y elfos
Introducció n
El lenguaje de los animales
El príncipe furioso
Las transformaciones de Tinykin
II
El velo de la Sílfide
El gnomo (leyenda aragonesa)
Cinco relatos irlandeses de elfos
Annotation

La palabra gnomo proviene de la griega gignosko, que significa aprender o comprender.


Los historiadores no se ponen de acuerdo en cuá ndo estos seres má gicos empezaron a ser
mencionados por las gentes. Son má s los que eligen Dina— marca como su cuna, aunque se
entiende que fueron las culparas nó rdicas y germá nicas las que má s los utilizaron. Pero
hasta que Paracelso los mencionó en su libro Tratado de los elementales no parecieron
adquirir carta de naturaleza.
Generalmente, se los ha pintado como seres pequeñ os, barbudos, algo obesos, bondadosos,
inteligentes y trabajado res. Esta es la imagen de David, el gnomo, el personaje televisivo.
Sin embargo, los autores que hemos elegido en nuestra selecció n de relatos llegan má s
lejos: los ofrecen protectores de los animales, hasta el punto de conocer el lenguaje de
todos ellos y considerarlos sus hijos. También pueden convertirse en seres humanos, en
algunos casos para cometer el mal. Ademá s son capaces de transformar la realidad, con el
fin de modificar la conducta de un príncipe.
Lo que sobrecoge es la versió n que nos ofrece Gustavo Adolfo Bécquer de los gnomos del
Moncayo, al pintarlos como verdaderos diablos. Generan voces, sonidos y hasta
conversaciones para tentar a las personas má s codiciosas, esas que pretenden llegar a las
galerías subterrá neas donde viven los «enanos monstruosos» junto a los tesoros que han
acumulado durante siglos. Tesoros que en su día ocultaron los avaros, los infieles y otros
delincuentes.
VARIOS AUTORES

Relatos de gnomos y elfos

Edimat
Sinopsis
La palabra gnomo proviene de la griega gignosko, que significa aprender o comprender.
Los historiadores no se ponen de acuerdo en cuá ndo estos seres má gicos empezaron a ser
mencionados por las gentes. Son má s los que eligen Dina— marca como su cuna, aunque se
entiende que fueron las culparas nó rdicas y germá nicas las que má s los utilizaron. Pero
hasta que Paracelso los mencionó en su libro Tratado de los elementales no parecieron
adquirir carta de naturaleza.
Generalmente, se los ha pintado como seres pequeñ os, barbudos, algo obesos, bondadosos,
inteligentes y trabajado res. Esta es la imagen de David, el gnomo, el personaje televisivo.
Sin embargo, los autores que hemos elegido en nuestra selecció n de relatos llegan má s
lejos: los ofrecen protectores de los animales, hasta el punto de conocer el lenguaje de
todos ellos y considerarlos sus hijos. También pueden convertirse en seres humanos, en
algunos casos para cometer el mal. Ademá s son capaces de transformar la realidad, con el
fin de modificar la conducta de un príncipe.
Lo que sobrecoge es la versió n que nos ofrece Gustavo Adolfo Bécquer de los gnomos del
Moncayo, al pintarlos como verdaderos diablos. Generan voces, sonidos y hasta
conversaciones para tentar a las personas má s codiciosas, esas que pretenden llegar a las
galerías subterrá neas donde viven los «enanos monstruosos» junto a los tesoros que han
acumulado durante siglos. Tesoros que en su día ocultaron los avaros, los infieles y otros
delincuentes.

©1991, autores, Varios


Editorial: Edimat
ISBN: 9788497646345
Generado con: QualityEbook v0.84
Varios Autores
Relatos de gnomos y elfos
COPYRIGHT © EDIMAT LIBROS, S. A.
Edició n especial para esta promoció n
ISBN: 84-9764-634-7 Depó sito legal: M-23415-2004
EDIMAT LIBROS, S. A. Cl Primavera, 35 Polígono Industrial El Malvar 28500 Arganda del
Rey MADRID-ESPAÑ A
Colecció n Eclipse Título: Relatos de gnomos y elfos Selecció n de: Patricia Caniff
Diseñ o de cubierta: El Ojo del Huracá n
Impreso en: COFAS, S. A.
IMPRESO EN ESPAÑ A — PRINTED IN SPAIN
Introducción
LA palabra gnomo proviene de la griega gignosko, que significa aprender o comprender.
Los historiadores no se ponen de acuerdo en cuá ndo estos seres má gicos empezaron a ser
mencionados por las gentes. Son má s los que eligen Dinamarca como su cuna, aunque se
entiende que fueron las culturas nó rdicas y germá nicas las que má s los utilizaron. Pero
hasta que Paracelso los mencionó en su libro Tratado de los elementales no parecieron
adquirir carta de naturaleza.
Generalmente, se los ha pintado como seres pequeñ os, barbudos, algo obesos, bondadosos,
inteligentes y trabajadores. Esta es la imagen de David, el gnomo, el personaje televisivo.
Sin embargo, los autores que hemos elegido en nuestra selecció n de relatos llegan má s
lejos: los ofrecen protectores de los animales, hasta el punto de conocer el lenguaje de
todos ellos y considerarlos sus hijos. También pueden convertirse en seres humanos, en
algunos casos para cometer el mal. Ademá s son capaces de transformar la realidad, con el
fin de modificar la conducta de un príncipe.
Lo que sobrecoge es la versió n que nos ofrece Gustavo Adolfo Bécquer de los gnomos del
Moncayo, al pintarlos como verdaderos diablos. Generan voces, sonidos y hasta
conversaciones para tentar a las personas má s codiciosas, ésas que pretenden llegar a las
galerías subterrá neas donde viven los «enanos monstruosos» junto a los tesoros que han
acumulado durante siglos. Tesoros que en su día ocultaron los avaros, los infieles y otros
delincuentes.
La idea que se obtiene de estos relatos es que los autores, tanto los conocidos como los
anó nimos, se han concedido muchas licencias literarias, al importarles má s el papel de los
gnomos dentro del argumento. Una audacia que agradecemos, al tener en cuenta los
resultados obtenidos.
Los gnomos pertenecen al grupo que los irlandeses llaman Buena Gente, donde se
encuentran también los elfos. No obstante, éstos son má s caprichosos, juguetones e
imprevisibles. Tienden a vivir en contacto con la Naturaleza, sin hacer ascos a ciertas
cuevas. Aficionados al baile y al canto, llegan a componer coros y orquestas casi divinos, a
pesar de que sus letras sean muy breves. Como lo dejamos claro en el relato Dedal, en el
que interviene un singular jorobado que posee unas cualidades rayanas con la genialidad,
lo que él mismo ignoraba...
¿Es posible que los elfos puedan elegir a una mujer cincuentona, perteneciente por
completo a la raza de los seres humanos, para hacerla concebir la criatura má s veloz del
mundo y tan bondadosa que soporta todas las burlas y rechazos de sus vecinos? La
respuesta la encontramos con Cao— lite, uno de los mejores personajes de la literatura
irlandesa.
Tampoco faltan las princesas y los príncipes, los cuales podrá n vencer a los elfos o tenerlos
como aliados, siempre en funció n del relato que seleccionemos. Para ello ponen en juego el
valor y la astucia, junto a una cualidad imprescindible: la ausencia del miedo.
Porque nuestra intenció n es tocar la sensibilidad de esos lectores y lectoras que conservan
una mentalidad infantil, ya que no les importa soñ ar despiertos. Gustan de los relatos con
un feliz desenlace, después de haber seguido a unos personajes que se ven sometidos a las
mayores tragedias, llegando al borde de la muerte, para burlarla una y otra vez. Con esta
pasta se moldean los héroes y las heroínas, al mismo tiempo que se muestra el pintoresco
universo de los elfos.
Como siempre, nuestro objetivo es entretener, sin olvidamos de la tradició n y de la magia.
Para ello hemos escogido un material que consideramos excepcional.
El lenguaje de los animales

Relato alemá n de gnomos

Anónimo

LOS gnomos son criaturas inteligentes que pueden encontrarse en todas partes. Los hay malos
y buenos, acostumbran a mostrarse muy caprichosos y sienten una cierta preferencia a
prestar su ayuda a una sola persona. La literatura los describe habitualmente pequeños de
tamaño, inteligentes y trabajadores, igual que si su actividad debiera mostrar una cierta
tendencia a la organización, a la protección y al sentido común.
Como los gnomos nacieron en la Edad Media europea, los cuentos, relatos, leyendas e historias
que los tienen como protagonistas han sido tantas, que han llegado a nosotros sin autores
conocidos. Lamentablemente, hemos de llamarlos anónimos, como se hace con el soldado
desconocido para conmemorar a todos los héroes caídos en los campos de batalla.
Aunque pueda resultar inapropiado nuestro último ejemplo, fueron las grandes culturas
dominantes, las impuestas por los ejércitos vencedores, las que se encargaron de sepultar a los
gnomos, juntos a los otros mitos. En realidad lo hicieron las religiones que los consideraban
diablillos paganos. Sin embargo, continuaron viviendo en las historias que se contaban al
amor de la lumbre. Los guardaron los druidas, junto a otros sacerdotes-magos de las
civilizaciones derrotadas. Luego se encargarían de divulgarlos los bardos, los juglares y los
trovadores. Sin embargo, jue en el siglo XVII cuando resucitaron poderosamente, para
quedarse con nosotros... ¡Con el fin de divertimos, estimulamos y, sobre todo, proponemos no
mantener quieta nuestra imaginación!

Muy lejos de las grandes puertas de la ciudad había levantado su cabañ a un carretero, el
cual era un buen trabajador, un excelente marido y un regular padre. Tenía un hijo al que
había dado el nombre de Corazá n, acaso porque soñ aba con verle crecer tan duro y
resistente como una coraza. Sin embargo, le salió muy diferente.
Pocas veces se le veía jugar con los niñ os de su edad y le disgustaban las diversiones
violentas; pero le apasionaban los libros, el paseo por el bosque y, en especial, los animales.
Se sabía el nombre de todas las plantas que crecían en los alrededores, podía deducir si una
ardilla estaba enfadada porque otra le había robado las nueces almacenadas y hasta dó nde
ocultaban los huesos los perros má s astutos.
Puede decirse que eran muchos los animales que le consideraban su amigo, ya que le
rodeaban como si de verdad pudieran entenderle. Mientras, Corazá n les contaba historias
leídas en los libros o esas fá bulas que a él le narraban su madre y su abuelo.
El día que este chiquillo llegó a la comprometida edad de los dieciséis añ os, su padre
decidió mandarle a aprender un oficio. Era lo obligado, al menos lo que se estipulaba en
aquellas tierras donde las costumbres resultaban bastante rudas e inhumanas.
Sin embargo, no le acompañ ó el éxito. Cada uno de los patrones de los que fue aprendiz le
despidieron a los pocos días.
En el taller del zapatero, en lugar de coser unos botines, por ejemplo, se preocupaba de
cambiar el agua al canario o en lavar al gato, al estimar que era má s importante que estos
animales estuvieran bien atendidos. En la sastrería, dejaba a un lado los patrones y las cajas
de hilos, para ir al gallinero, donde la mala organizació n, por haber colocado a los gallos en
una posició n baja, mientras las cluecas se hallaban en lo alto, daba origen a unas constantes
disputas, lo que redundaba en que las ponedoras no cumplieran su misió n de soltar un
huevo.
Gracias a Corazá n se corrigió este error, lo que el sastre atribuyó a la casualidad, mientras
al verdadero responsable lo arrojaba lejos de su casa por distraído.
Con el herrero le sucedió algo parecido, ya que en lugar de encargarse de echar carbó n a la
fragua, prefirió encontrar un remedio para librar de pulgas al mastín que había dejado de
vigilar la casa al estar má s pendiente de salvarse de tantos picores. Al jovencito se le llamó
gandul injustamente y, después, fue devuelto a sus padres.
Y éstos se encontraron sin saber qué hacer con su hijo. Hasta que una mañ ana apareció allí
el guardabosque, que era padrino de Corazá n. Al conocer el problema, se mesó las barbas,
rompió en una risotada y comentó :
—Si al chico tanto le gustan los animales, ¡conmigo tendrá todo lo que desea! Le convertiré
en el mejor cazador. Adelante, ahijado, en mi casa cuento con una buena jauría de perros, y
los bosques se hallan repletos de conejos, liebres, ciervos y otras bestias que nunca has
podido ver. Te dejaré con ellas tanto como desees.
A Corazá n estas perspectivas le agradaron muchísimo. De esta forma hizo un hatillo con las
pocas cosas que tenía y se fue detrá s de su nuevo patró n.
Debemos reconocer que durante los primeros días se lo pasó a lo grande. Se hizo amigo de
la jauría, ya que mantenía limpios a los ocho perros que la componían, los cambiaba el agua
dos veces al día y se cuidaba de alimentarios; ademá s, sabía jugar con cada uno de ellos o
con todo el grupa También se cuidaba de disponer de migas para los pá jaros, verduras para
los conejos y alguna que otra fruta para los ciervos. Aunque éstos tardaron en confiarse al
tenerle mucho miedo al guardabosques.
Lo peor llegó cuando Corazá n vio la primera liebre muerta colgando de las manos de su
padrino. No pudo aguantar las lá grimas y comenzó a llorar desconsoladamente. A partir de
entonces su vida cambió por completo, al sentirse de lo má s infeliz teniendo que soportar la
proximidad de tanto animal abatido por un disparo o estrangulado por una trampa. Lo
mismo podían ser perdices, zorros, martas, patos o conejos. Y como no dejaba de gemir, el
guardabosques terminó por insultarle:
—Tus padres en lugar de pantalones debieron ponerte faldas. ¡Tú eres un estorbo para mí!
Cualquier otro chico se estaría frotando las manos, porque cada animal cazado supone
comida y dinero. ¡Maldita la hora que te traje de la casa de mis primos!
Una mañ ana de primavera, Corazá n estaba hablando con unas palomas que venían a esa
hora a comer en sus manos. De repente apareció el guardabosques y, ademá s de espantar a
las aves, gritó al chico: —
—¡Basta de perder el tiempo! Si quieres ganarte la comida que te comes, ve al bosque. Junto
al viejo roble hay una cierva herida. Marcha a por ella, á tala bien las patas y trá ela aquí al
momento.
El chico echó a correr hasta el lugar indicado. Al encontrar a la cierva herida, pudo advertir
que tenía una de las patas destrozada por una bala. Los ojos del animal le observaban con
mucha atenció n, aunque no reflejaban tristeza.
Se dejó coger por los fuertes brazos y ofreció toda la ayuda que pudo, mientras le era
lavada la herida en el estanque y, después, se le vendaba con un pañ uelo limpio.
Seguidamente, Corazá n fue en busca de una buena carga de hierba fresca y aromá tica, ya
que conocía la que má s gustaba a los ciervos, y la puso cerca de su amiga. Una vez hubo
comido, ésta le lamió las manos agradecida y, realizando un gran esfuerzo, se incorporó
moviendo la cabeza.
El chico entendió el mensaje que el animal le estaba enviando con sus gestos y
movimientos.
—¡Te acompañ aré! ¡Sírveme de guía que yo iré detrá s de ti hasta donde quieras!
La cierva empezó a caminar por entre los arbustos, sin dejar de cojear y volviéndose de vez
en cuando, como si pretendiera comprobar que era seguida por Corazá n.
Pronto el sendero se fue complicando, al verse cubierto el suelo de piedras, matorrales y
arenas demasiado blandas. Finalmente, llegaron a la cumbre de un montículo, donde se
detuvieron ante una piedra de formas muy singulares. La cierva golpeó con sus dos patas
delanteras sobre ésta tres veces seguidas, pero con una cadencia especial, dando idea de
que era una contraseñ a. Al mismo tiempo, soltó un ligero berrido, que repitió unas seis
ocasiones.
Enseguida, la piedra comenzó a ser desplazada despacio, para terminar girando, con lo que
dejó al descubierto la entrada de una gruta muy profunda. La cierva entró allí y el chico la
siguió .
Después de caminar unos cien pasos, se encontraron en una sala iluminada con la luz solar
que entraba por una abertura en la bó veda. Sentado en un tronco de á rbol vieron a un
hombrecito de rostro agradable y ojos bondadosos que llevaba una larguísima barca
blanca. Al contemplar a la cierva, éste se quitó el gorro picudo y exclamó muy apenado:
—¡Ven que te sane del todo! ¡Esos malvados cazadores no paran de acosar a mis hijos e
hijas, a los que dan muerte sin piedad!
Al momento su mirada se fijó en Corazá n, que se había quedado inmó vil, silencioso, y las
venas de la frente se le hincharon de rabia. Sin embargo, la cierva se cuidó de lanzar un
berrido de aviso. Al instante desapareció el enojo del hombrecito, hasta el punto de que
pidió al chico que se acercara mucho má s.
—¡Claro, tonto de mí, si tú eres el niñ o del que tanto me han hablado mis hijos! —exclamó
con su extrañ a y chillona vocecita—. Ya me ha dicho la cierva que acabas de curarla. Tienes
delante de ti al gnomo Protector, al que se le ha encargado el cuidado de todos los animales
de esta parte del país. Voy a recompensar tu bondad con los míos de la mejor manera que
se me ocurra, ó yeme bien. Sé que no te va a asombrar lo que voy a decirte: cada uno de mis
animales es casi un ser humano. Sin embargo, como su lenguaje no puede ser entendido
por los hombres y las mujeres, jamá s conocerá n los grandes secretos que éstos han
descubierto. Voy a proporcionarte el don de comprender el lenguaje de todos los animales,
así podrá s obtener el provecho que te parezca de lo que ellos te cuenten. Coge ese frasquito
que hay allí, sobre el pedernal blanco. Es un licor elaborado por mí con bellotas, fresas,
tallos de lirios e hierbabuena. Nunca te embriagará , aunque sí podría hacerlo lo que
escuches. Toma só lo tres gotas y presta atenció n a lo que mis hijos te confíen.
Corazá n recogió el frasquito, dio las gracias al gnomo y abandonó la cueva. Al salir al aire
libre estaba convencido de que a partir de aquel momento su vida iba a dar un cambio
definitivo. Cuando volvió a la cabañ a del guardabosques, no dudó en contar parte de la
verdad:
—Sentí tanta pena de la cierva, que le curé la herida y la dejé irse.
—¡Has perdido una valiosa pieza de caza! —gritó aquel hombre rojo de ira—. ¡Largo de mi
casa! ¡Ya me he hartado de ti! Tu lugar debe encontrarse en un sitio donde no se me ocurre,
acaso entre las monjas de un convento... ¡No tienes cabeza! ¡Fuera, fuera!
De esta manera el chico hizo su hatillo y salió a conocer mundo. Por la noche se vio ante
una posada, que se alzaba en la entrada de un bosque. Como se sentía bastante cansado, no
dudó en pedir alojamiento.
El propietario le dedicó una mirada astuta y, diciéndole algo a su mozo, el cual asintió con
la cabeza, terminó por conducirle a un cuartucho.
Estaba limpio y disponía de una ventana. Corazá n la abrió y, apoyado en el alféizar, se
entretuvo escuchando el murmullo de la vida de los animales nocturnos. En las ramas má s
altas de un pino se encontraba una lechuza acechando en busca de su alimento.
—Ven a hacerme compañ ía, amiga —llamó Corazó n con una voz amable—. Deseo hablar
contigo.
La lechuza dio señ ales de haberle oído. Ademá s, pareció que le miraba como si quisiera
advertirle de algú n peligro. Enseguida recordó el frasquito que le había entregado el gnomo
y, sacá ndolo del bolsillo, bebió tres gotitas. Así entendió el mensaje de la lechuza:

Pipip, pip piquí,


escapa de aquí
Que dos ladrones
planean traiciones.

Corazá n quedó muy impresionado. Comprendió que debía huir de allí sin má s pérdida de
tiempo. Cogió su hatillo, que aú n no había deshecho, se subió al alféizar y saltó a las ramas
del á rbol má s cercano, por cuyo tronco descendió hasta el suelo.
Y no acababa de esconderse tras unos matorrales, cuando vio al posadero y al mozo dentro
del cuartucho. Llevaban unos cuchillos en las manos y no cesaban de maldecir dejando
claro sus fallidas intenciones homicidas.
Una vez se encontró en lugar seguro, el chico se tumbó en la blanda hierba y se quedó
dormido. Los rayos de la mañ ana vinieron a despertarlo. Se lavó en un riachuelo cercano,
buscó algunas frambuesas silvestres y sacó un cantero de pan del hatillo. Bien alimentado
llegó a una gran ciudad.
No había visitado muchas como aquella; sin embargo, al ver a tanta gente marchando en
una sola direcció n, comprendió que iban a presenciar algo importante.
Poco después se vio ante un patíbulo, en el que se levantaba una horca. Debajo se
encontraba un joven maniatado, muy serio, al que rodeaban dos hombres que llevaban
ropas de colores distintos: rojo y negro. Precisamente el que vestía de negro se estaba
cubriendo el rostro con las dos manos y parecía muy afligido.
Como Corazá n quiso saber lo que allí estaba ocurriendo, preguntó a uno de los curiosos. Así
pudo enterarse de que el hombre de negro había dado alojamiento en su casa al muchacho
y lo crió como a un hijo; pero una noche, al regresar a su vivienda, encontró que su esposa
había sido asesinada, lo mismo que el crío que estaba en la cuna.
Al joven aquel suceso le impresionó tanto, que debió abandonar a la multitud, porque si le
horrorizaba ver a un animal muerto, má s pavor sentiría ante el cadá ver de un ser humano.
No obstante, cayó en la cuenta de que cerca se encontraba un perro que no cesaba de
ladrar, con un tono tan lastimero que só lo podía significar una cosa. Bebió unas gotas del
frasquito del gnomo y, al instante, pudo comprender el mensaje del can.
Moviéndose con la velocidad de una centella, se metió entre las gentes, llegó hasta la altura
del patíbulo y, apuntando un dedo hacia el hombre vestido de negro, gritó :
—¡Detened la ejecució n de un inocente! ¡El verdadero asesino es ése, el marido!
El aludido retiró las manos de la cara, miró con gesto desesperado a quien le acusaba, se
puso muy pá lido y, sin proferir palabra alguna, perdió el sentido.
La gente comprendió ante aquella reacció n que era el auténtico culpable. Se desató al
muchacho; y éste corrió a arrodillarse ante los pies de Corazá n, al mismo tiempo que le
besaba las manos como muestra de gratitud.
Mientras tanto, los representantes de la Justicia habían marchado a la vivienda del acusado,
donde no tuvieron necesidad de efectuar un gran registro para encontrar el cuchillo
utilizado en el delito.
La ciudad convirtió a Corazá n en su héroe. Se vio aclamado allí por donde pasaba, todo el
mundo quería invitarle y regalarle cosas. Pero a él no le gustaban estas fiestas. A la menor
oportunidad que se le presentó , escapó de allí sin dejar de correr hasta encontrarse en un
bosque.
Como todos los animales de aquella parte estaban avisados por el gnomo Protector, el chico
dispuso de alimentos y agua para la cena, un refugio calentito donde pasar la noche y, a la
mañ ana siguiente, un conejo y una ardilla vinieron a despertarle.
Al mediodía, mientras atravesaba un prado, se encontró delante de un caballo pura sangre,
de piel tan blanca como la nieve y con una cola larga y espectacular por la coloració n de sus
crines. Cuando se aproximó a él, le escuchó relinchar amigablemente; sin embargo, no pudo
ocultar un tono de tristeza. Esto llevó a que Corazá n bebiese unas gotas del frasquito del
gnomo. Así pudo entender el mensaje siguiente:

Óyeme con mucha atención:


se encuentra triste y exangüe;
nada más que una rosa de sangre
podrá curar su dolido corazón.

Este verso el caballo lo repitió insistentemente, dando idea de que significaba una clave.
Corazá n entendió que alguien se hallaba muy enfermo. Dio unas palmaditas al animal en el
cuello y, luego, le susurró :
—Voy a ser tu jinete, amigo mío, porque has de llevarme donde tú crees que puedo ser ú til.
El caballo se dejó montar a pelo. Una vez el chico estuvo bien asentado, pudo cabalgar a tal
velocidad que el aire silbaba a su alrededor. Por ú ltimo, llegaron ante el abierto puente
levadizo de un castillo impresionante.
Cuando entraron en el patio de armas, fueron rodeados por una muchedumbre de gentes
que no cesaban de hablar asombrados. Pero caballeros, escuderos, servidores, damas y
doncellas... ¡todos iban vestidos de luto, lo mismo que sus expresiones eran las propias de
quienes se han acostumbrado a la muerte!
No obstante, al comprobar que aquel caballo les era conocido, empezaron a sonreír,
primero débilmente, hasta que llegaron a las risas, y ya se unieron en un estallido de
alegría:
—¡Ha vuelto el caballo favorito de nuestro rey! ¡Seguro que este muchacho es portador de
las má s gratas noticias! ¡Las sombras de la tragedia se han disipado para nosotros!
Aquellos hombres rodearon a Corazá n, que acababa de descabalgar, y le preguntaron
dó nde había encontrado la montura. Como primera medida, el joven los pidió que se
tranquilizaran, ya que necesitaba ser informado de lo que estaba sucediendo allí. Al
momento se adelantó un noble anciano, para decirle:
—Te encuentras en un castillo que es propiedad del poderoso Rey Luzsol, que ha vivido en
el mismo hasta hace unos meses, feliz con su bella hija Luzluna. Días atrá s sucedió una
horrible desgracia, cuando el mago Rodamundo llegó aquí exigiendo la mano de la
Princesa. El Rey rechazo la imposició n y, al instante, ordenó que se le expulsara. La reacció n
del mago, que es un enano repugnante, fue maldecimos a todos. Entonces el cielo se cubrió
de nubes de tormenta, desapareció el sol y los truenos resonaron por todo el país. Cuando
se fueron las sombras, nuestro bondadoso Monarca ya no se encontraba en el castillo y a la
cara de nuestra amada Princesa se le había arrebatado toda la anterior hermosura: su piel
ya era grisá cea, arrugada y fea. Por fortuna, no se le modificó la voluntad, ni los
sentimientos; pero su habitual alegría dio paso a una inmensa tristeza. Al poco tiempo de
ocurrir la tragedia, se presentó en esta ciudad un príncipe extranjero. Desde el primer
momento actuó con dureza y atrevimiento, especialmente al ofrecerse como esposo de la
Princesa Luzluna.
«—Reconozco que no puede ser má s horrible físicamente —explicó sin ninguna delicadeza
—. Esto supone que me debéis estar agradecidos por la compasió n que muestro al querer
privaros de verla, ya que voy a llevá rmela de aquí nada má s que nos casemos.
»Nuestra Princesa le rechazó con la mayor contundencia. No obstante, a los pocos días cayó
en la cuenta de que el reino necesitaba ser gobernado por un hombre firme. Se lo pensó
durante unas semanas y, al final, dio su consentimiento a la boda. Con esto dejó bien claro
su amor por todos nosotros, ya que prefería ir contra de sus propios deseos para conseguir
la prosperidad— Ahora que ese brutal y decidido príncipe extranjero sea capaz de evitar la
ruina de tantas familias. Dentro de unas semanas, cuando la dote de la novia se haya
establecido, podrá celebrarse la boda.»
—¿Qué me contá is del caballo que me ha permitido Segar a este castillo? —preguntó
Corazá n.
Los ojos del anciano caballero se inundaron de lá grima y bajo la cabeza, como si
pretendiera mirar la punta de su larga barba blanca. Luego, siguió contando:
—En el momento que el singular príncipe hizo intenció n de montar el caballo blanco, que
era el preferido de nuestro Rey, no pudo hacerlo. Y cuando lo logró , empleando la fusta,
terminó rodando por el suelo. Pero el animal se cuidó de escapar del castillo, temiendo
volver a ser castigado. Por este motivo, al verle entrar hemos supuesto que nuestra
anhelada Majestad había regresado o, al menos, tú sabrías algo de lo que le había sucedido.
De ahí que fueses recibido con tantas muestras de alegría.
—No hay duda de que yo estoy muy lejos de parecerme a vuestro Rey —dijo el joven—. Sin
embargo, creo que dispongo de un remedio para curar a la Princesa. Só lo necesito que me
llevéis a su jardín personal.
Muy esperanzados con estas palabras, los servidores condujeron a Corazá n hasta el lugar
por el mencionado. Allí le dejaron moverse a su antojo. Tardó poco en localizar una rosa de
color sangre. La cortó por la parte má s baja del tallo y, enseguida, solicitó que se le llevara a
los aposentos de la Princesa.
Para ello debió atravesar largos corredores y unas salas inmensas, hasta que entró en unos
grandes aposentos cubiertos de negros cortinajes. En el centro aparecía un trono, en el que
estaba sentada una dama vestida totalmente de luto. Llevaba la cara cubierta con un grueso
velo oscuro, pero en su regazo descansaba un gatito blanco.
Corazá n le dedicó una reverencia y, después se arrodilló ante ella —obedeciendo a las
normas de cortesía que había leído en los libros—. Después de solicitar permiso para
hablarla, le entregó la rosa roja, aconsejá ndola que la oliera profundamente.
Esto fue lo que hizo la Princesa, para reaccionar incorporá ndose con gran enerva. También
se quitó el velo. Con lo que el muchacho debió retroceder espantado, ya que en ningú n
momento pudo imaginar que el rostro que estaba viendo hubiera sufrido tantos estragos,
ya que era el propio de una vieja de ochenta añ os, pero con el agravante de la fealdad. Sin
embargo, la víctima del maleficio comentó :
—De repente me he sentido feliz y confiada, como si todas mis preocupaciones se hubieran
desvanecido. Ha llegado para mí la primavera de la esperanza. ¡Ya pueden sonar los
clarines! ¡Daré orden de que sea retirado todo lo negro y volverá a escucharse mú sica en
nuestro castillo!

Ha pasado el dolor; alejemos la tristeza,


la esperanza renace, la alegría comienza.

Sin embargo, nada má s entonar este pareado se escuchó en la lejanía el batir de los cascos
de una veintena de caballos y el sonido de unas trompetas de guerra. Nada alegres, y sí
pesimistas y estremecedoras.
A los pocos minutos, la puerta principal de los aposentos fue abierta, para dar entrada al
príncipe extranjero. Como lo primero que llamó su atenció n fue la rosa de color sangre que
la princesa tenía en sus manos, no pudo reprimir un arrebato de có lera:
—¡He sido traicionado! ¡Os previne sobre la intervenció n de cualquier forastero, señ ora!
¡Soldados, arrojad a la má s fría de las mazmorras a este patá n por haber osado molestar a
mi prometida!
Su orden fue obedecida de inmediato. De esta manera Corazá n se vio en un profundo y frío
calabozo, só lo con sus amargos pensamientos. Nada má s que una tenue claridad atravesaba
los barrotes de una ventana.
De repente, escuchó un ligero batir de alas y vio a paloma arrullando en un tono bajo, pero
sin dejar de mirarle. Esto le permitió saber que le traía un mensaje.
—¿Quieres contarme algo, amiguita?—preguntó el joven—. Dentro de unos segundos te
podré entender. Lo que tarde en sacar el frasquito del gnomo que escondí en los bajos de
mi camisa.
Con la mayor rapidez extrajo el recipiente y bebió una* gotitas de líquido má gico. Así el
arrullo de la paloma se convirtió en una comunicació n inteligible:

Arrú, arrú, arrú,


arráncame una pluma
que además de ser bonita
es más preciosa que el oro
y como llave es tu tesoro.

El joven no tuvo necesidad de que se le repitiera el consejo. Cogió delicadamente a la


paloma con una mano, y con la otra le quitó una pluma de la cola. Después la introdujo en la
cerradura y, sin necesidad de girada, la puerta se abrió . Como no se había montado ningú n
tipo de vigilancia, ya que de allí jamá s se había escapado un prisionero, poco le costó salir
del castillo. Pero no se confió hasta que se encontró a bastante distancia. Finalmente,
agotado má s por la tensió n que por la carrera, se tumbó junto a unos frondosos á rboles y se
quedó dormido.
Pero le resultó imposible hacerlo durante mucho tiempo. El lugar se hallaba inundado de
los sonidos propios de la Naturaleza, que él podía percibir mucho mejor gracias al bebedizo
má gico del gnomo. Escuchó la caricia del viento al pasar sobre las ramas, el constante
movimiento de las aguas de un lago pró ximo y a las ranas que no cesaban de croar.
—¿Acaso está is intentando transmitirme otro mensaje? —preguntó sorprendido—. ¿Algo
os preocupa? Supongo que el gnomo Protector os habrá hablado de mí. Lo má s acertado
sería que me contaseis lo que sucede.
Se acercó el frasquito a la boca y bebió las gotas necesarias. Al momento pudo captar estas
palabras de las ranas:

Croác y croác, croác.


En el lago hay oro y plata
dentro de una bolsa escarlata,
con esmeraldas y perlas
que ciegan nada más verlas.

Corazá n se incorporó con la mayor velocidad.


—Voy a buscarlo, amigas. [Gracias!
Nada má s llegar a la orilla del lago pudo ver a tres ranas sobre unas piedras. Y con el simple
hecho de que saltaran de las mismas, comprendió que debajo había un tesoro. En efecto,
levantó las piedras y se fue a encontrar con una bolsa de color escarlata.
La llevó a un lugar seco, la abrió con alguna dificultad y pudo comprobar que estaba llena
de piedras preciosas y de monedas de oro y plata. Aquel tesoro le pertenecía; pero no podía
llevá rselo al faltarle algú n medio donde ocultarlo, como hubiera sido un saco, un cofre o
algú n otro elemento similar.
Terminó escondiéndolo al pie de un roble milenario, junto a las raíces. Por ú ltimo, tapó el
hoyo con hierba y hojas; pero antes se cuidó de guardar en sus bolsillos un buen montó n de
monedas de oro. Mientras estaba finalizando el trabajo, pudo escuchar el canto de un
cuclillo desde un á rbol cercano.
—¿También tú pretendes comunicarme algo, amiguito?
—preguntó —. Aguarda un instante y podré entenderte.
Bebió las gotas del frasquito entregado por el gnomo y, al momento, le llegó este mensaje:

Cucú, cucú, cucú.


El príncipe es un mal bicho,
un brujo y un mago odioso
que en un zapato un hechizo
oculta siempre cauteloso.

—¿Será cierto? —se preguntó Corazá n sin poner en duda la informació n—. Ya lo supuse al
ver la forma tan injusta de tratar a la Princesa. Así que se hace pasar por un príncipe
extranjero, cuando en realidad es un malvado. ¡Mañ ana me encargaré personalmente de
desenmascararlo!
Al poco rato de hablar de esta manera, se dio cuenta de que en el bosque se había hecho el
silencio. Los animales iban a dejarle dormir. Se tumbó bajo un á rbol y pudo descansar unas
horas.
Con el alba se despertó , procuró lavarse y comer algunos frutos silvestres, para enseguida
volver a la ciudad. Allí los comerciantes no hacían preguntas sobre el origen de las monedas
de oro. Esto le permitió comprar un espléndido traje, una capa de terciopelo y un sombrero
engalanado con una pluma larga y ondulante. También adquirió una espada y un caballo
con silla guarnecida de plata.
Equipado a la manera de un caballero entró en el castillo, donde ninguno de los vigilantes
pudo reconocer en él al joven del día anterior. En el patio de armas fue atendido por el
mismo noble anciano que le contó la historia del Rey Luzsol y la Princesa Luzluna, junto al
cual llegó a la sala del trono.
Como parecían encontrarse allí casi todos los hombres y las mujeres má s importantes del
reino, desenvainó la espada y anunció con voz firme y poderosa:
—Damas y caballeros, he llegado aquí para demostrar que el príncipe extranjero es un
impostor. Bajo su disfraz se esconde un mago y un hechicero. Le considero indigno de
convertirse en el marido de vuestra Princesa. ¡Y estoy dispuesto a defender mis
acusaciones espada en mano!
Al escuchar estas palabras los habitantes del castillo se quedaron ató nitos. Cuando el
aludido tan gravemente se enteró de lo que había ocurrido, se presentó con á nimo de
pelear. Sin embargo, el noble anciano se interpuso entre los dos enemigos.
—El desafio se ha presentado de acuerdo a las reglas de la caballería —recordó —. Esto
obliga a imponer unas normas. La cuestió n debe resolverse en el patio de armas, donde se
encontrará una representació n de la justicia, el clero y la nobleza del castillo. Las damas
podrá n situarse en los balcones. Cuando nos encontremos en nuestros puestos, se dará la
señ al con tres toques de clarín. A partir de ese momento podrá comenzar la contienda.
La Princesa había vuelto a cubrirse la cara con el velo negro, como se apreció al verla
sentarse en una silla colocada en el centro del balcó n principal. La acompañ aban sus damas
de honor. El gato blanco seguía acurrucado en el regazo de su dueñ a.
Y el noble anciano estaba a punto de ordenar que sonase el clarín, cuando Corazá n alzó la
mano derecha para solicitar lo siguiente:
—Antes de que se inicie la pelea me veo obligado a imponer una regla. Vamos a
enfrentamos en un Duelo de Honor, en el que se pondrá n a prueba nuestro valor y
fortaleza. Pero nunca se podrá recurrir a la magia. He sido informado de que mi
contrincante esconde un hechizo en uno de sus zapatos. Para evitar que juegue sucio, pido a
los jueces que nos autoricen a combatir descalzos.
Nada má s terminar de hablar se cuidó de quitarse los zapatos. Entonces el rostro del
príncipe extranjero se quedó tan blanco como la nieve. Amigando el entrecejo vociferó :
—¡Me niego a aceptar tan humillante imposició n!
La Princesa se levantó y, apoyá ndose en la balaustrada, levantó la mano para imponer
silencio. Cuando éste fue total, nadie dejó de escuchar su voz nítida y rotunda, con esa
confianza propia de quien tiene la seguridad de hablar con la mayor justicia:
—Príncipe, está is obligado a respetar las condiciones de vuestro adversario. Habéis sido
acusado de ocultar un hechizo en el calzado. Como prueba de que no es cierto, debéis
quitá roslo para que todos podemos comprobarlo. ¡Os advierto que yo jamá s me casaré con
quien ha podido servirse de las artes má gicas para vencer en un Duelo de Honor! ¿Acaso os
importa poco que pueda avergonzarme de vos?
—¡No lo toleraré! —vociferó el adversario de Corazá n—. ¡Nunca me someteré a un trato
tan humillante!
De nuevo intervino la Princesa:
—Si respetá is las normas que he dictado y vencéis en el desafío, prometo casarme con vos
hoy mismo. Debéis satisfacer mis deseos por vuestro honor y el mío.
Pero aquel traidor continuó negá ndose. Esto supuso que Luzluna se pusiera muy triste.
Miró a sus damas y les dijo que volvieran a sus aposentos. De repente, el príncipe cambió
de postura, ya que había examinado a Corazá n y no le consideraba un enemigo peligroso.
—No te vayas, Princesa. Venceré a este mentiroso, para limpiar mi buen nombre y, ademá s,
por el amor sincero que te profeso.
Al momento un servidor llegó a su lado y le quitó los borceguíes de gamuza. Los dos
contendientes montaron en sus caballos, llevando las resplandecientes espadas en la mano
derecha y los escudos en la izquierda. Se oyeron los clarines. Ya podía dar comienzo el
Duelo de Honor.
Con el primer encuentro de las espadas, Corazá n vaciló en la silla, debido a que los libros no
le habían enseñ ado a combatir. Pero confiaba en el hecho de que la razó n y la justicia
estaban de su lado. Tampoco olvidó la importante colaboració n del gnomo Protector.
Como pudo comprobar al producirse la segunda acometida de los caballos. Porque el que
montaba a su rival se alzó sobre las patas traseras, desconcertando a su jinete. Y cuando
éste pensaba rematar al joven, quedó totalmente descubierto. De esta manera la espada de
Corazá n fue directa al corazó n del enemigo.
El alarido de muerte atronó las paredes rocosas del patio de armas, a la vez que el cuerpo
del príncipe extranjero se desplomaba sobre las losas del suelo. Un chorro de negra sangre
manó de la herida.
Y cuando los pajes y escuderos acudieron a socorrer al caído, descubrieron aterrorizados
que allí se encontraba el cadá ver de un enano repugnante. Era el perverso mago
Rodamundo, el cual había pretendido con sus hechizos apoderarse del castillo después de
casarse con la Princesa. Los servidores escaparon corriendo de allí, igual que si temieran
ser infestados por aquel cuerpo muerto.
Corazá n se aproximó dó nde estaba la Princesa. Se arrodilló ante ella, y le fue puesta la
corona de laurel que merecía por haber sido el vencedor en el Duelo de Honor.
Seguidamente, ella le tendió la mano para que se incorporara y, al mismo tiempo, le
preguntó :
—¿Có mo podré recompensarte por habernos librado de ese monstruo? —Se quedó un rato
silenciosa y, sin dejar de acariciar al gato blanco que había vuelto a su regazo, susurró —:
De ser bonita y alegre como hace unos meses, encontraría la mejor manera de premiarte,
¿no es cierto, garito?
Este animal comenzó a maullar con tanta insistencia que el joven comprendió que se le iba
a comunicar otro mensaje. Sacó el frasquito del gnomo y bebió las tres gotas. Así pudo
escuchar estas palabras:

Miau, miau, miau.


Triste y marchita
te ves, Princesita.
Si con agua clara
de la fuentecita
te lavas la cara
quedarás bonita.

Como la reacció n de Corazá n fue la de echarse a reír, la Princesa pensó que tenía delante a
un loco. No cambió de idea al verle correr hasta la fuente del patio de armas, donde llenó un
cubo de agua. Enseguida volvió muy serio y le pidió :
—Si se lava la cara, Majestad, podrá asistir a un suceso asombroso. Le ruego que no
desconfíe de mis palabras, aunque le haya parecido muy anormal mi comportamiento
anterior. ¿Mentí en mis acusaciones contra el hechicero?
Ella creyó que se hallaba ante un muchacho muy sensato. Se lavó la cara con el agua fresca
y, al momento, no fue necesario que se le pusiera un espejo delante para saber que había
recuperado totalmente su belleza.
Este prodigio proporcionó una gran alegría a todos sus sú bditos. Y cuando se supo que
Corazá n, su salvador, iba a casarse con Luzluna el entusiasmo no tuvo límites... ¿Acaso los
héroes se merecen algo distinto a las mejores recompensas?
La noche anterior a su boda, la Princesa y Corazá n se hallaban sentados ante una ventana.
Contemplaban el espléndido paisaje que se extendía má s allá del castillo, bañ ado por la luz
y con la calma propia del final de una gran amenaza.
Pero la pareja no era del todo dichosa. Allí faltaba el Rey Luzsol. A pesar de la felicidad que
su hija sentía al encontrarse junto al joven que amaba, las lá grimas corrían por sus mejillas.
—¿Qué te aflige, cariñ o mío? —preguntó él con dulzura—. Confíame tus penas. Sabes que
deseo compartir tanto tus alegrías como tus pesares.
Ella no tuvo necesidad de responder, su ú nica reacció n fue taparse la cara con las dos
manos y sollozar quedamente. El joven se notó triste e intranquilo.
De pronto, sus amargos pensamientos fueron interrumpidos por el canto de un gallo que se
encontraba muy cerca de la ventana. Como entendió que se le estaba queriendo comunicar
otro mensaje, extrajo el frasquito del gnomo y bebió las tres ú ltimas gotitas. Así pudo
escuchar:
Kikiriquí, kikiricó.
Dentro del alto pino
está prisionero
un noble guerrero
llamado Luzol.
Con un fuerte tajo
de tu fuerte acero
se vendrá abajo
el hechizo fiero.

Corazá n lanzó un grito de alegría y se guardó el frasquito del gnomo, a pesar de que ya
estaba vacío.
—Me has prestado un gran servicio, mi inolvidable amigo. Gracias a la bebida que me
proporcionaste he conocido el lenguaje de los animales, y con esto los grandes secretos que
me han permitido impedir una tragedia y, al mismo tiempo, resolver mi futuro de la forma
má s espléndida. Procuraré conservar esta recipiente en un lugar importante.
La Princesa no pudo entender lo que estaba oyendo, aunque confiaba que su prometido se
lo explicara má s adelante. De momento le vio correr lejos de allí, llevando en la mano
derecha la espada.
El héroe salió por el puente levadizo y se detuvo ante un pino alto y centenario, sobre cuyo
tronco descargó el acero. Al instante el á rbol se abrió por completo, para dejar en libertad
al desaparecido Rey Luzsol. Porque el mago Rodamundo le había transformado en ese pino.
El viejo Monarca se frotó los ojos, al superar un sueñ o de meses. Junto a Corazá n fue al
encuentro de la Princesa, que se hallaba radiante de felicidad al haber recuperado a su
padre.
Al día siguiente se celebró la boda. Las campanas de todo el reino repicaron
bulliciosamente, sonaron los clarines y redoblaron los tambores. Las gentes gritaron de
entusiasmo y nadie dejó de bailar por las calles y las plazas.
Y así ocurrió , gracias al gran amor que Corazá n sentía por los animales. Un don que le
permitió conocer al gnomo Protector, el cual le proporcionó una bebida má gica para
entender el lenguaje de esos amigos de todos, a los que bien merece la pena cuidar con
unas atenciones parecidas a las que dedicamos a los seres humanos má s queridos.
El príncipe furioso

Relato irlandés de gnomos

Eve Leone

EVE LEONE es una famosa escritora argentina, cuyos relatos encierran una importante carga
de símbolos dentro de una estructura narrativa bastante sencilla. Lo que le importa a esta
autora al servirse de los gnomos o de otras criaturas fantásticas es demostrar que no existe
límite para la fantasía, ya que más allá de las estructuras de hormigón de las normas
establecidas y dé los prejuicios se encuentra la imaginación individual. Y ésta ha de dejarse en
libertad, sin que resulte imprescindible cerrar los ojos para soñar,
Soñar es lo que nos mueve a todos los que sabemos que detrás del término «imposible» lo
único que existe son ¡m limitaciones de los seres humanos, el hecho de confiar excesivamente
en la ciencia y en lo que se puede tocar. ¿Qué pensarían los caballeros del rey Arturo o el Cid
Campeador al verse ante un televisor o al viajaren una nave espacial? Estamos convencidos de
que al cabo de un tiempo, d necesario para asimilar la sorpresa, considerarían que con el paso
del tiempo se ha logrado un «imposible»...
Creer en los gnomos es distinto, naturalmente, paro no entender el trasfondo de sus relatos.
Porque el Barbarete que interviene en el argumento siguiente no piensa en A mismo: busca la
regeneración del príncipe que fe ha salvado.
Empresa muy loable, al demostrar que no hay obstáculos insuperables, sobre todo cuando se
cuenta con una recompensa o una meta a conquistar...

Hubo una vez en un reino, situado en medio de unas montañ as escarpadas y dentro de un
valle precioso, un príncipe muy célebre por lo fá cil que le resultaba enfadarse. Se diría que
siempre se hallaba encorajinado. Lo que no quitaba para que resultara guapo de físico,
aunque su imagen quedaba afeada por la exageració n en los gestos. Podía ser considerado
alto, aunque terminaba pareciendo bajo debido a su enorme egoísmo y su mezquindad. No
carecía de nada en lo material; sin embargo, le faltaba de todo en lo moral, al ser esclavo de
un cará cter insufrible y de una grosera educació n. Todo un cú mulo de detalles que le
empujaba a buscar el sufrimiento de sus vasallos.
Una mañ ana sucedió la novedad. Nadie lo hubiera supuesto, ya que el día amaneció como
cualquier otro. Cuando todos en la corte se hallaban resignados a soportar las nuevas
humillaciones y ofensas, el chambelá n entró en el dormitorio del príncipe para despertarle,
como era su obligació n. Y la reacció n de éste, lo que ya iba siendo habitual, fue la de tirarle
a la cabeza una de sus gruesas botas de montañ a. Como la puntería fue muy mala, el ariete
se estrelló contra un espejo enmarcado en oro.
Al momento se pudo escuchar un «¡ay!» bastante estridente, mientras el cristal se quebraba
en infinidad de trozos. Entonces Chiribita, que era el singular nombre del Príncipe, se sentó
en la cama para disfrutar con el chichó n que suponía iba a descubrir en la cabezota pelona
del rollizo chambelá n. Pero nada de esto vio.
Con un asombro que le disgustó , contempló a un desconocido muy sereno, que sostenía una
flor de tallo alargado con su mano derecha. No había ninguna duda de que acababa de
brotar del espejo. Lo má s curioso de este personaje hemos de verlo en su minú scula
estatura y en qué rezongaba sujetá ndose la cabeza con la mano izquierda.
—Vaya, he de comprender que el accidente ha «ido de los que se consideran inevitables...
¡Ay, ay! De todas las maneras, voy a agradecerte el acto, ya que has roto el encantamiento
milenario que me había mantenido encerrado dentro de ese espejo. ¡Ahora soy libre!
Chiribita arrugó el entrecejo y se acarició una oreja.
—¿He de sacar la conclusió n por tus palabras que alguien te había encerrado tras ese
cristal y yo te he dado la libertad? —se quejó quien no estaba nada acostumbrado a hacer
favores, ni siquiera de una forma involuntaria.
—Es lo que te he dicho —expuso el desconocido mirando al príncipe con otra perspectiva
—. Como supongo que no está s informado de lo que corresponde en estos casos, te diré que
has realizado una acció n extraordinaria: dejar libre a un inocente. La hechicera del
Sombrero Rojizo, muy acostumbrada a realizar lo que le viene en gana, no encontró una
diversió n superior a la de encarcelarme en ese espejo.
Chiribita se agachó llenó de rabia, cogió la segunda bota y la lanzó contra la cabeza del
intruso. Pero éste dio un ^brinco prodigioso, por algo era el gnomo Barbarete, y eludió el
impacto, cuando ya se encontraba colgado de la espléndida arañ a que pendía del techo
llena de velas encendidas. Durante un rato se balanceó juguetó n y sonriente.
—¡Te desafío a que bajes de ahí! —chilló el príncipe con la cara tan roja como un tomate—.
¡Hazlo y te daré una paliza de miedo! ¡Tú eres el culpable de que haya roto un espejo tan
grande y valioso!
—No digas mentiras —aconsejó el gnomo—. Ya veo que tienes muchos defectos, entre los
que destaca el mal genio.
Al mismo tiempo que Chiribita brincaba de rabia sobre la cama, no dejaba de tirar
inú tilmente almohadones hada lo alto. También aullaba exigiendo la presencia de sus
siervos.
Por este motivo Barbarete le aconsejó sin dejar de sonreír:
—¡Deja de gastar tus fuerzas inú tilmente! Nunca podrá s alcanzarme, porque poseo algunos
dones má gicos. Tendrá s que solicitarme que te convierta en un príncipe bondadoso para
que te deje tranquilo.
Como ú nica respuesta, Chiribita abandonó la cama, salió del dormitorio real y fue al
aranero, del que descolgó su carabina de caza... ¡Y nada má s empuñ arla el palacio
desapareció ! ¡El prodigio se realizó con un gigantesco estrépito de puertas que eran
cerradas y con una especie de huracá n, que desplazó al príncipe en una direcció n
desconocida!
Al principio sintió que su cuerpo chocaba con unas piedras y unas ramas... Sú bitamente, se
dio cuenta de que se hallaba en un calvero del bosque, tumbado boca arriba sobre la fría
hierba del suelo. Encima de su cabeza había una rama, en la que un petirrojo piaba tan feliz.
—Bienvenido, compañ ero —le saludó el ave.
Chiribita se dejó llevar por la có lera:
—¿Có mo te atreves a dirigirme la palabra con tan poco respeto? ¡Aguarda a que prepare
una honda para aplicarte el castigo que mereces por tu falta!
El pajarito simuló que estaba temblando de miedo.
—¡Vaya, si acaba de llegar un ser perverso a nuestro tranquilo bosque!
Mientras el príncipe se incorporaba, a la vez que intentaba sacudirse el polvo y las hojas de
unas ropas muy distintas a las que él acostumbra a llevar, escuchó un rugido... Le pareció el
de un leó n, que se hallaba demasiado cerca. Como también era un cobarde, corrió a subirse
a la rama má s cercana. Enseguida vio aparecer a la fiera moviendo su largo rabo provisto al
final de una bola blanquecina de pelos.
De pronto el á rbol exigió a Chiribita:
—¡Te ruego que desciendas al suelo, desagradable sujeto!
—¿Có mo me has llamado? ¿Es qué no sabes a quién te está s dirigiendo? —chilló furibundo
el príncipe.
—¿Por qué permites, amigo á rbol, que te utilice un tipejo tan desagradable? —preguntó el
leó n.
El á rbol agitó sus ramas, dio un suspiro y contestó :
—Bien conoces que soy hospitalario por norma No puedo romper mis costumbres aunque
tanto me desagrade este sujeto. Por otra parte, él cree que tú vas a comértelo y está muy
asustado.
—Podría resultar un buen bocado —bromeó el leó n
—¿Qué yo estoy asustado? ¡Como se ve que no me cris! ¡Pronto cambiaréis de ideas,
imbéciles!
Los pá jaros se unieron en un ruidoso coro de gorjeantes carcajadas.
—¡Tiene un genio endemoniado! —exclamó una urraca, al mismo tiempo que se empolvaba
el pico—. ¡Es un farsa y un engreído!
—Será mejor que desciendas de una vez —rugió d leó n— Está s haciendo el idiota. Tengo
hoy demasiadas preocupaciones para dedicarme a comer seres humanos. Mal me iría, ya
que soy vegetariano... ¿Te enteras? He dedicado mucho tiempo a hablar contigo, cuando
estoy obligado a encontrar el dedal de oro que mi princesa Lilibel perdió en d bosque.
De repente se formó un tremendo bullicio en toda la cercana floresta.
—¡Hemos de buscarlo, hemos de buscado! —gritaron todos los animales.
¡¡¡Se referían a la princesa Lilibel!!! Chiribita estalló de có lera, enrojeciendo desde las
puntas de los pelos de su cabeza hasta sus zapatos... ¿Se estaba acordando de la infinidad de
veces que fue rechazado por ella? ¡Habían sido tantas como las que su padre, el rey Perneo,
se atrevió a proponérselo!
Es verdad que la princesa luda un cabello de color negro azabache, que sus ojos eran de una
tonalidad azul celeste y que sus andares podían compararse a los de una garza real...
¡Ademá s cantaba igual que los á ngeles!
Por otra parte, quien má s odiaba a Lilibel era la hechicera del Sombrero Rojizo.
—¡Uff, uff! ¡Nuestra infeliz princesa Lilibel no encuentra su dedal de oro! —confirmó
alguien que se desperezaba o le costaba un gran esfuerzo hablar—. ¡Cuando ya lo ha hecho
la malvada Sombrero Rojizo!
El leó n movió su cola, resplandecieron sus ojos y saludó : —¡Buenos días, señ ora Caracol!
No trae hoy muy buenas noticias. —Al momento se dirigió a Chiribita—: ¡Baja de una vez
del á rbol!
El príncipe protestó muy exigente:
—Todavía no se me ha servido el desayuno.
—¡Qué error má s imperdonable! Si quieres comer algo, tendrá s que echamos una mano. Te
advierto que en este bosque só lo se alimenta quien trabaja.
—¿Có mo osas darme ese trato? ¿Acaso ignoras a quien te está s dirigiendo? —preguntó
furibundo el guapo Chiribita, pero descendiendo al suelo.
El á rbol protestó con un susurro:
—¡Ni siquiera se ha molestado en darme las gracias! El príncipe se volvió para mirarlo
desdeñ osamente. Al mismo tiempo, una mariposa de colores brillantes llegaba al calvero
del bosque.
—No esperaba que siguieras aquí, Leó n. Parece que te gusta má s hablar que ir en busca del
dedal de oro de la princesa Lilibel.
—Mal informada está s. Vienes aquí a reprocharme mi conducta, cuando desconoces que ya
se encuentra en poder de la hechicera del Sombrero Rojizo.
En aquel momento Chiribita pataleo lleno de có lera y gritó :
—¡A mí me trae sin cuidado todo lo que os sucede a vosotros! ¡Exijo que se me devuelva a
mi palacio! ¡Despejad el camino para que pueda llegar a mis aposentos, donde ya se me
habrá servido un suculento desayuno!
—¿Qué está s diciendo, loco? ¿Quién eres que no te das cuenta de la realidad que te rodea?
¡Ya está ! ¡Tú só lo puedes ser el príncipe Rabioso! —exclamó la Mariposa—. ¿Có mo vives a
gusto yendo de una rabieta a otra? ¿No te iría mejor ayudá ndonos a recuperar el dedal?
—¿Qué está s diciendo, estú pida? —volvió a protestar Chiribita—. ¿Acaso se me puede
confundir con un criado? ¡Ay, si tuviera mi red al alcance de la mano te daría el castigo que
te mereces! ¡Trá tame con má s respeto!
Al momento se elevó un coro de quejas, que concluyó en el momento que la Mariposa le
hizo esta recomendació n:
—¿No seguirá s queriendo casarte con la princesa Lilibel? ¡Para conseguirlo debes tener
muy presente que ella está enamorada de tu físico; sin embargo, le repele tanto tu cará cter,
que jamá s sería tu esposa al comprender que nunca podría vivir al lado de quien todo lo ve
mal y es un grosero empedernido!
El príncipe se quedó sin habla, paralizado. Tardó unos minutos en reaccionar:
—¿Acabas de decir... que me ama...?
—Claro que sí, cacho bestia... ¡Pero só lo a tu físico, a tu exterior! —intervino una ardilla que
estaba subida en un pino—. ¡Todos nosotros sabemos que ni eso debías merecerte!
—¡Voy a ayudaros a buscar el dedal! —decidió Chiribita al momento.
De pronto, se desencadenó un terrible vendaval, a la vez que todo el bosque era invadido
por unas densas sombras. Comenzaron a rugir las bestias salvajes y se escucharon ruidos
anormales, las aves escaparon aterrorizadas y los á rboles se quedaron en silencio. El leó n y
la mariposa desaparecieron de inmediato.
El príncipe advirtió que una fuerza le empujaba a seguir con su propó sito de buscar el
dedal de oro, aunque tiritase de miedo... ¿Quién caminaba por aquellos parajes? ¡Bun, bun,
bun! ¿Podían ser pasos lo que retumbaba en sus oídos... o los latidos de su propio corazó n?
¡No, quieto! Unas manos desconocidas le acababan de sujetar con fuerza por el cuello.
Consiguió dar un tiró n hacia atrá s y se liberó de la tenaza... ¿Acababan de apresarle las
ramas de un arbusto espinoso o unas garras provistas de afiladas uñ as?
Comenzó a correr en medio de unas largas filas de gruesos á rboles, entre los cuales surgió
una carcajada iró nica, cuyos ecos estremecieron todo lo viviente. A él se le erizó el vello y a
punto estuvo de perder el aliento... ¡¡¡Allí apareció la hechicera del Sombrero Rojizo!!!
—¡Pronto te demostraré mis poderes, payaso! —le amenazó .
De repente, Chiribita se vio volando por encima de las copas de los á rboles, en medio de
unas espesas tinieblas.
Mientras, notaba unos insufribles pinchazos por todo el cuerpo. Enseguida le rodearon
unos murmullos de plumas, hasta que creyó estar a punto de ser devorado por los Pá jaros
Oscuros. Se hallaba incapacitado para oponer cualquier tipo de defensa. Entonces debió
chillar:
—¡Qué alguien me ayude! ¡Lo suplico, porque voy a ser bueno a partir de ahora!
Repentinamente, se dio cuenta de que se le había dejado en las manos una espada de doble
filo. También sintió que le desaparecía el miedo, dando paso a una gran decisió n de pelear.
Con este nuevo impulso comenzó a asestar mandobles a derecha e izquierda, también en
círculos.
Le rodeaban cientos de aullidos escalofriantes, que en otros momentos le hubieran puesto
los pelos de punta. Se dio cuenta de que había llegado a la cornisa de una montañ a.
Entonces le volvió todo el aliento y las ganas de vivir. Cuando las sombras estaban dando
paso a un resplandeciente amanecer. Se dio cuenta de que sus ropas ya eran simples
jirones; ademá s, su cuerpo se hallaba cubierto de heridas.
—¿Dó nde me encuentro? —se preguntó con tono sincero, sin arrogancia. Nadie le
respondió .
«¿Có mo lograré descender de aquí?», se dijo, advirtiendo que también manaban por su
rostro y por sus manos unos regueros de sangre. Sintió unos irresistibles deseos de gemir;
sin embargo, se recuperó en el acto con el simple hecho de recordar el dedal de oro.
—¡No me conformaré con haber vencido a las aves de las sombras! —exclamó , muy
decidido. Y en aquel instante vio pasar ante él una bandada de patos madrugadores; y no
dudó en llamarlos—: ¡Escuchadme, amigos! ¿Podéis darme alguna idea de có mo se
desciende de esta comisa?
Los patos siguieron su airoso vuelo, hasta que el ú ltimo de ellos, ése que cerraba el grupo,
le contestó :
—¡Pues bajando, jovencito!
—No me intranquilizará que me neguéis la ayuda —aceptó , a pesar de que cada vez sentía
má s hambre y frío—. Buscaré la solució n por mis propios medios...
Había tenido que hacer una pausa al descubrir algo sorprendente: un á guila que
sobrevolaba las cimas de las montañ as llevando en el pico algo resplandeciente. Presintió
que era el dedal de oro de la princesa Lilibel.
Esto cambió la direcció n de sus pensamientos, ya que en lugar de centrar sus ideas en
descender, lo que sintió fue el deseo imperioso de ascender hasta donde se encontraba la
reina de las aves.
No lo dudó un instante. Comenzó a escalar sirviéndose ú nicamente de las manos y de los
pies. Con una habilidad inusitada se fue agarrando a las afiladas rocas, a los arbustos que le
rasgaban la piel y a todos los salientes, sobreponiéndose al dolor. En cierto momento, por
efectos de la altura le zumbaron los oídos, lo que no le arredró . Debía seguir adelante, ya
que la recompensa lo merecía.
Sus pies resbalaban en las rocas má s pulidas, la tierra se desprendía parcialmente al
pisarla, hasta que, al fin, logró asomar su cabeza por el borde del ú ltimo saliente que daba
forma a la cú spide de la montañ a. Se acababa de someter a unos esfuerzos sobrehumanos.
¡¡Y allí se encontraba el dedal de oro, dentro del nido vacío del á guila!!
Se arrastró por las rocas, rogando a Dios que no apareciese la sanguinaria enemiga. Sin
embargo, nada má s coger la joya, pudo escuchar una vocecita muy débil que le rogaba:
—Te lo suplico, ¿puedes llevarme contigo a las tierras bajas? Si continuo aquí me moriré de
frío y de sed.
Al girar la cabeza, el príncipe vio una minú scula semilla y le recomendó :
—Lo ú nico que puedes hacer es dar un salto y meterte en uno de mis bolsillos. De buena
gana yo lo haría por ti, pero tengo las manos ocupadas al necesitarlas para sujetarme bien.
—Lo intentaré, aunque estoy aterida de frío. Gracias de todas las maneras. Soy la semilla de
las Buenas Acciones—musitó la vocecita, encogiéndose para iniciar el primer momento del
brinco.
No obstante, en aquel preciso instante surgió el á guila. Parecía haberlos descubierto, y ya
se aprestaba a lanzar el ataque.
Chiribita no se lo pensó dos veces. Se metió el dedal de oro en la boca y, al momento,
empleó la mano libre para empuñ ar la espada de doble filo. Al mismo tiempo se estaba
diciendo muy sincero:
«¡Necesito que se me ayude, porque tengo el firme propó sito de ser bueno!»
Entonces pudo ver que alguien se hallaba montado en el á guila. Y le estaba gritando:
—¡Sube conmigo, príncipe!
Pudo reconocer al gnomo Barbarete, con lo que se le saltaron unas lá grimas de felicidad.
Envainó la espada, recogió la semilla y montó en la reina de las aves.
Al momento se vio sobrevolando bosques, valles, ríos, montes y algunas aldeas. Hasta que
pudo reconocer las montañ as de su reino: y má s allá , esplendoroso bajo los rayos solares, el
majestuoso palacio.
El corazó n de Chiribita ya no era el mismo que cuando salió de allí. Por este motivo, al
encontrarse en el suelo, se volvió para abrazar el cuello del á guila y musitó emocionado:
—Nunca olvidaré tu ayuda, amiga. ¡Gracias!
—¡Qué reines pensando en la felicidad de los demá s!—le deseo el ave, al mismo tiempo que
remontaba el vuelo.
Barbarete lanzó un silbido y, al momento, llegaron allí el Leó n, la Mariposa, la Ardilla, el
Caracol y los Pá jaros, siendo capitaneados éstos por la urraca. Todos se mostraban muy
interesados ante lo que iba a suceder.
—El príncipe Chiribita va a contaros algo muy importante —anunció el gnomo.
—¡Estoy convencida de que recuperó el dedal de oro! —exclamó la Mariposa.
—¡Enhorabuena! —rugió el Leó n—. ¡Has dejado para el arrastre a la hechicera del
Sombrero Rojizo!
—¡Ha sido la tuya una victoria extraordinaria! —intervino la Ardilla.
Todos los animales rieron, y también lo hizo el príncipe. Mientras soltaba unas limpias
carcajadas, nadie dejó de reconocer que era guapo de verdad, en todos los sentidos de la
palabra. Opinó lo mismo Lilibel, que había llegado en compañ ía de sus damas de honor,
todas ellas con sus sombrillas de seda y encajes dorados, sus vestidos de una tonalidad azul
celeste y sus zapatos de ná car.
—Majestad —anunció el gnomo Barbarete—, el príncipe Chiribita va a tener el honor de
devolveros el dedal de oro que perdisteis.
El ex maleducado y violento recuperó la voz al contemplar los ojos tan azules de su amada,
ya que le estaba sonriendo.
—Mi señ ora —dijo luego de hacer una gentil reverencia y con la mirada chispeante—,
confió en que dispongá is de muchos espejos en vuestras habitaciones. Y ojalá que no se
encuentre ningú n gnomo encerrado tras sus cristales, porque tened la seguridad de que
jamá s romperé ninguno de ellos. A pesar de que por hacerlo en mi dormitorio, conseguí
que apareciese Barbarete, sin el cual nunca hubiese cambiado para bien.
Cuando Lilibel rió parecieron sonar campanillas de plata que se echaban a volar. Mientras
tanto, un conjunto muy singular, formado por el gnomo, los príncipes, las damas de honor,
el Leó n, la Ardilla, la Mariposa, el Caracol, que como es normal llegó algo retrasado pero
satisfecho, y la semilla de las Buenas Acciones bailaban y aplaudían felizmente en el centro
de la pradera. En la lejanía, el compañ ero á rbol seguía el ritmo con sus ramas, sin dejar de
contar a sus hermanos lo que estaba viendo.
¿Y qué pudo sucederle a la hechicera del Sombrero Rojizo? Os diremos...: ¡bastante tenía
con lavar sus calcetines negros en el arroyo formado con sus mismas lá grimas!
Las transformaciones de Tinykin

Relato inglés de gnomos

Mark Lemon

MARK LEMON puede ser considerado un personaje característico de la Inglaterra victoriana,


donde las gentes miraban más al exterior de su isla. Esto no les impedía alimentar una cultura
muy inquieta, repleta de innovaciones y, el mismo tiempo, capacitada para dar otra forma a
las tradiciones. Lemon fue un actor teatral de segunda fila, que saltó a la fama en el momento
que se convirtió en dramaturgo. Como también era un buen practicante del humorismo
satírico, se apuntó en 1841 a la creación de la revista «Punch», que llegó a ser considerada
una de las más importantes de este género en todo el mundo.
La experiencia de Lemon como escritor de relatos de Hadas y gnomos la inició con The
Enchanted Doll, libro que fue muy bien aceptado por el público. Pero su mejor creación es Las
transformaciones de Tinykin, ya que en ésta pudo desarrollar con acierto su capacidad
imaginativa, sin olvidarse de la crítica social, sobre todo eso que en España se recoge en el
refrán «quien más te quiere te hará llorar»„ referido a la extendida creencia, en aquellos
tiempos, de que la mejor educación de los hijos, junto a la de las esposas„ era utilizarla correa
o el palo. Una bárbara costumbre que este largo relato crítica, al mismo tiempo que ofrece
una solución.
En lo que se refiere a los gnomos, Lemon los describe feos, pero muy trabajadores, ingeniosos
y obedientes a su Rey. Y es en éste donde introduce un factor original, al decimos que es capaz
de adquirir un cuerpo humano por espacio de dos o tres días. Un don que le lleva a
enamorarse de una Princesa, con lo que da pie a un emocionante desenlace, cargado de
ingeniosos recursos. También encierra el argumento una gran carga ecologista y, lo más
importante, mucha fantasía...

Las Hadas alcanzaron su má ximo poder en los tiempos del rey Horsa, que era el Señ or de
los Sajones. Puede decirse que no había bosque donde no aparecieran los misteriosos
círculos verdes dejados por sus bailes. Sin embargo, su punto de reunió n predilecto eran
las espesuras de Tilgate, donde corría un riachuelo en el que nadaban peces recubiertos de
escamas de oro y plata y en todo el terreno crecía una hierba que se asemejaba a un manto
de terciopelo.
Donde las raíces de las hayas parecían retorcerse con má s gracia, se había formado un
singular trono, provisto de una mullida alfombra de musgo, en la que solía recostarse
Titania, la Reina de las Hadas. Lo llevaba haciendo desde hacía muchos siglos. Hasta que...
Una mañ ana pudo escuchar unos ruidos sordos originados por enormes objetos que se
desplomaban, como si acompañ aran a unos terribles gritos humanos... ¡No tardó en
comprender lo que significaba: la terrible amenaza de los leñ adores!
Enseguida Titania mandó a Ala Veloz para que comprobase la realidad de lo que estaba
sucediendo. La exploració n fue muy corta; y sus resultados no pudieron ser peores, al
certificar que una cuadrilla de hombres, que manejaban las hachas con la fortaleza y
habilidad de los titanes, estaban abatiendo los mejores á rboles de aquel bosque milenario.
Los mandaba el Guarda Real, lo que dejaba bien claro que se pretendía abrir una vía de
paso para que el Rey pudiera seguir cazando con la mayor comodidad.
Como la soberana de las hadas no se andaba con chiquitas al ver amenazadas sus
propiedades, se sirvió de los poderes má gicos para enviar unas grandes nubes de
mosquitos sobre los leñ adores. Y ni uno só lo de ellos se libró de unos picotazos que los
dejaron casi ciegos y con los rostros tan abultados como calabazas roídas.
No obstante, el hada Frailesca, que siempre se empeñ aba en estropear las acciones de la
Reina contra la que se había revelado, lanzó unas bandadas de golondrinas y halcones que
se encargaron de los insectos. Ademá s, a los pocos que no se engulleron los hicieron
escapar.
Por la noche Titania mandó a los gnomos que se encargaran de las hachas, con la intenció n
de deteriorar sus mangos, de tal manera que cuando las fueran a utilizar los leñ adores se
les rompieran en las manos. Y en esta ocasió n nadie intervino para entorpecer la maniobra.
Por otra parte, con la salida del sol, no só lo se impidió que siguieran siendo talados los
grandes á rboles, sino que los gnomos se encargaron de recoger las astillas desprendidas de
las hachas, para tirá rselas a la cara al Guarda Real.
Y ante el ataque, éste debió correr a esconderse en la cabañ a donde vivía con su familia.
Hasta allí le siguió la Reina de las Hadas, pero convertida en una vieja mendiga. Se hallaba
dispuesta a jugaste una mala pasada; no obstante, al encontrarse con una herradura
colgada en la puerta de la tosca vivienda, debió retroceder por tener delante uno de los
peores conjuros que se pueden utilizar para ahuyentar a todas las criaturas sobrenaturales.
—¡Espere, buena mujer! —le llamó Margery, la esposa del Guarda Real—. ¿No le gustaría
presenciar có mo un cobarde desahoga su rabia con los suyos?
Quien hablaba acababa de abrir la puerta de la cabañ a, de tal manera que la herradura
quedó oculta. Así se eliminaban los efectos del conjuro, y Titania pudo seguir actuando
contra su enemigo. De momento le envió un pinchazo en el brazo, para que no pudiese
descargar el cinto con el que pretendía azotar a su mujer y a su hijo.
—¡Ay, có mo me duele... Creo que se me ha descoyuntado el codo! —voceó el infeliz, sin
poder entender lo que le estaba ocurriendo.
—¡Te lo mereces! —replicó su esposa, aunque al final se apiadó de su marido—: Anda, deja
que eche un vistazo a esa pequeñ a herida.
Margery estaba acostumbrada a las riñ as conyugales; y puede decirse que no guardaba
ningú n tipo de rencor a su marido. Dado que era muy há bil, dio con la causa del dañ o: una
espina negra. Y se cuidó de extraerla con sus propios dientes, sin poder evitar que a él le
siguiera doliendo.
En aquel preciso momento, llegó a la cabañ a un niñ o de unos séis o siete añ os de edad, que
era demasiado guapo: ojos azules que parecían dos tronos de un cielo de agosto, una cara
con el color de un manzano en flor y un cabello de seda tan suave que lo agitaba hasta la
má s leve brisa..., ¡Tatiana se enamoró al instante del chiquillo, con lo que le desapareció
parte de su instinto de venganza!
—Oye, mujer, arranca un pelo de la cabeza de este jovencito —ordenó mirando a Margery
—. Luego lo atas en el brazo de su marido y el dolor se irá al momento.
Fue el Guarda Real quien primero creyó en los consejos de la vieja, por eso decidió
obedecerla. En realidad hubiese dejado peló n a su hijo para aliviar el dolor que padecía.
Pero fue suficiente con uno solo.
—¡Có mo te lo agradezco, anciana! —exclamó el herido, al darse cuenta de que ya estaba
curado—. ¿Puedo saber de dó nde eres?
—¡Viene del País de las Hadas! —dijo Tinykin, el niñ o, con la mayor naturalidad—. ¡Estoy
viendo sus alas escondidas bajo los andrajos que lleva, lo mismo que un rostro
hermosísimo oculto tras una piel arrugada!
—¿Có mo puedes saber todo eso, estú pido? —protestó su padre.
—¿Es posible que hayas olvidado que nuestro hijo nació en domingo? —preguntó la esposa
—. ¡Todos los niñ os que tienen esa suerte, poseen el don innato de poder identificar a las
hadas por mucho que se disfracen!
—¡Ha escapado! —estaba gritando el niñ o—.;Ahora vuela por encima de las copas de los
á rboles! ¡Lo mucho que desearía poseer unas alas como las suyas!
Aquella misma noche, Tinykin no dejó de soñ ar con las hadas. Y a la mañ ana siguiente, nada
má s desayunar, se marchó al bosque, donde fue encontrando distintos objetos luminosos,
parecidos a los diamantes, que en realidad eran trocitos de estrellas que las hadas se
cuidaban de recoger antes de que se rompieran al chocar contra el suelo. Siguiendo este
rastro, terminó llegando a un claro donde la Naturaleza había creado un pequeñ o paraíso.
Tan a gusto se sintió el pequeñ o visitante, que se tendió en el suelo para contemplar las
flores, las mariposas, las aves y la hierba, que allí era má s verde que en ninguna otra parte.
Mientras tanto, las hadas y los gnomos se habían escondido, temerosos de ser reconocidos
por aquel niñ o tan afortunado, pues había nacido en domingo.
—¡Có mo te envidio, pajarito! —suspiró el crío—. ¡Quién pudiera cantar como tú ! ¡Lo mucho
que yo daría por volar con tus alas, para divertirme entre las hojas de las ramas má s altas
de las hayas!
Al escuchar estas palabras, Tatiana decidió convertirse en una niñ a de la misma edad que
Tinykin. Pero en esta ocasió n se cuidó de ocultar muy bien sus alas. Ademá s, sabía que el
guapo jovencito no estaba en condiciones de utilizar su poder de adivinació n.
—¿Qué haces aquí, amiguito? —preguntó la Reina de las Hadas, empleando un tono tan
dulce como el de los pá jaros—. Me ha parecido oír que te gustaría tener alas, ¿me equivoco?
El chiquillo se quedó sorprendido ante la presencia de la pequeñ a; sin embargo, no pudo
darse cuenta de que era Titania, como tampoco le extrañ o la confianza con que se le
hablaba.
—Me encantaría volar igual que aquel mirlo que revolotea sobre nuestras cabezas.
—Con que me dejes besarte en la frente ya lo habrá s conseguido —dijo la niñ a, aunque
procuró ruborizarse para que su engañ o resultase má s efectivo.
—No creo que sirva de nada. Claro que si quieres besarme, ¡puedes hacerlo todas las veces
que se te antoje!
Cuando la Reina de las Hadas posó sus labios en la frente de Tinykin le dejó la marca de un
pétalo de rosa. Lo peor fue que, a la vez, le hizo perder el sentido. Y cuando cayó en el suelo
era un niñ o, de cuyo cuerpo brotó un mirlo para remontar el vuelo... ¡Lo que tanto había
deseado!
Dentro de aquel prodigio, Titania se había cuidado de conceder a la transformació n la
cualidad de lo má s hermoso: el mirlo cantaba mejor que cualquier pá jaro de su especie y, al
mismo tiempo, sus alas resplandecían bajo el sol como si fueran de plata.
Lo peor vino cuando Tinykin quiso ir a su casa, ya que se vio en un nido recién construido
con barro y tallos de hierba. Y cuando sintió hambre, en lugar de conejo asado se encontró
con dos escarabajos, que le sirvió la misma Titania dejá ndolos caer desde lo alto. Al
tragá rselos enteros, resultó que estaban vivos, ¡y podéis imaginar lo que sucedió en sus
tripitas con esos bichitos queriendo escapar como locos!
Para locura la que sintió el desgraciado mirlo, hasta que pudo dormirse por medio de un
conjuro de la Reina de las Hadas. Poco le duró el sueñ o, ya que sus hermanos comenzaron a
trinar y a acicalarse las alas en el mismo á rbol y en los cercanos. Formando tanta algarabía,
que Tinykin debió imitarlos, ya que poseía el mismo instinto.
A la hora de ir en busca de su desayuno, eligió un gusano que estaba moviéndose en la
orilla del riachuelo. Volvió a tragá rselo entero y, de nuevo, se dio cuenta de que su
estó mago se revolvía con las sacudidas de quien pretendía fugarse de la prisió n. Por
fortuna el caso se resolvió bebiendo una gran cantidad de agua.
Como podemos apreciar, nuestro personaje só lo disponía de un instinto primario de
supervivencia; sin embargo, le faltaba experiencia. Lo que pudo comprobar enseguida al
lanzarse en vuelo Ubre, ya que se convirtió en la presa de un halcó n que sobrevolaba la
zona en busca de su desayuno... ¡Lo rá pido que debió volar entre las ramas, los arbustos y
las rocas para poder escapar de un ave má s veloz y grande!
Sudaba por el negro chaleco de su cuerpecito de mirlo, bien oculto entre el follaje. A los
pocos minutos, creyéndose a salvo se echó a volar... ¡Y al momento se vio acosado por el
mismo enemigo! Esta ocasió n le dejó en un tris de ser alcanzado. Le salvó encontrarse junto
a la cabañ a de sus padres. Atravesó la puerta, seguido por el halcó n y, entonces, intervino
Margery con una estaca. Un certero golpe acabó con el depredador, tal vez porque la mujer
se había dejado llevar, sin saberlo, por su instinto materno.
Tinykin permitió que su madre le cogiera, y hasta alargó el pico queriendo que ella se lo
besara. Pero Margen no entendió el gesto, aunque sí acarició el bello plumaje del pajarillo y,
poco má s tarde, lo encerró en una jaula vacía. La misma que había ocupado unas semanas
antes una sucia urraca, que murió de vieja.
—¡Có mo le gustaría a mi hijo tener este pajarito! —exclamó la mujer, sin poder contener el
llanto—. ¡Pero se ha perdido... Dos días lleva su padre buscá ndole por el bosque!
El mirlo intentó responder dando saltitos y trinando, sin conseguir otra cosa que agotarse.
Hasta que vio entrar a su padre, el Guarda Real. Parecía muy preocupado.
—Me temo que a nuestro hijo le ha sucedido algo malo... —musitó , al mismo tiempo que
abrazaba a su esposa—. Confío en que no haya muerto, ¡porque la vida para mí perdería
todo su valor!
Tinykin sintió deseos de llorar, como lo estaban haciendo sus padres; pero los pá jaros no
pueden soltar lá grimas. Nunca llegó a suponer que le quisieran tanto, sobre todo Thomas,
el Guarda Real, ya que le medía las espaldas con su vara de abedul cada dos o tres días. Al
caer la noche, el matrimonio se fue a la cama y su hijo, bajo la forma de mirlo, no pudo
dormir al estar bañ ada la jaula por los rayos lunares que atravesaban los cristales de la
ventana.
A eso de la medianoche pudo ver llegar a una singular criatura, muy parecida a la niñ a cuyo
beso le había transformado en pá jaro. Estaba provista de alas y sujetaba con la mano
derecha una varita, en cuya punta destelleaba un trocito de cometa similar a los que a él le
empujaron a introducirse en el bosque.
—¡Ya te encuentras en casa, mi tierno pajarito! —dijo Titania—. ¿Verdad que te has
cansado de esta experiencia?
—¡Crac, crac! —contestó Tinykin.
—Voy a devolverte tu aspecto normal, siempre que te comprometas a visitarme antes de la
luna nueva.
Como el mirlo volvió a emitir un sonido ronco, el hada le condujo al claro del bosque, donde
se encontraba el cuerpo del niñ o en actitud de estar durmiendo. Y un simple beso en el pico
del mirlo sirvió para que se materializara la transformació n. Sin embargo, quien se
despertó no recordaba nada de su experiencia como ave. Bastante tenía con aclarar sus
ideas, ya que se sentía de lo má s confuso.
Muy despacio se puso en camino hasta su cabañ a, donde su madre fue la primera en
recibirle al presentir que ya lo tenía cerca. Y mientras le abrazaba tan feliz al comprobar
que no había muerto, Thomas, el padre, refunfuñ aba sin decidirse a coger la correa para
golpear al niñ o o en besarle.
Cuando optó por levantar el cuero, para aplicar el castigo, se fue a encontrar con que un
dolor, esta vez en el hombro, le impedía ejecutarlo. De nuevo 1a Reina de las Hadas se había
encargado de evitarlo, al encontrarse en la cabañ a bajo la forma de un murciélago colgado
en una viga del techo.
II
TINYKIN no olvidó el compromiso adquirido con Titania, aunque le costó cumplirlo debido
a que su madre siempre le estaba vigilando. Hasta que una noche encontró la oportunidad.
Se adentró en el bosque, sin poder ver en el suelo aquella especie de diamantes. Y cuando
empezaba a lamentar esta falta, fue sorprendido por la aparició n repentina de unas
margaritas y unas rosas rojas, que empezaron a crecer delante de él, lo mismo en la tierra
que en las zarzas. También apareció un enjambre de abejas, tan bonitas que fascinaron
enormemente al chiquillo.
Como los insectos eran hadas, fueron llevá ndole hasta donde Titania deseaba. Pero ésta no
pudo acudir puntualmente a la cita, debido a que por la mañ ana había discutido con
Oberó n, su esposo, el cual le prohibió que abandonase el palacio. Claro que al atardecer
consiguió escaparse, después de comprobar que la vigilancia de la Guardia Real ya no era
tan severa.
Mientras tanto, Tinykin se aburría. Sentado en la orilla del riachuelo comenzó a fijarse en
los peces, que a pesar de la noche nadaban casi en la superficie acaso atraídos por la
claridad lunar.
«¡Qué bien vivís en el agua, amiguitos!», pensó el niñ o, un poco envidioso. «Os divertís de lo
lindo, sin tener que soportar las regañ inas de vuestros padres por llegar mojados a casa, ni
os mandan a la cama para tomar la medicina porque os habéis resfriado... ¡Có mo me
gustaría ser uno de vosotros!».
—¿Es cierto que deseas vivir la experiencia de ser un pececito? —le preguntó Titania de
nuevo convertida en la preciosa niñ a de la vez anterior.
—¿Tú serías capaz de ese prodigio? —dijo el joven— cito, mirando aquel rostro que nunca
había olvidado—. ¡Ahora recuerdo que me transformaste en un pá jaro con un beso!
A la Reina de las Hadas esto le molestó , porque había olvidado que los seres humanos
pueden mencionar esas cosas, a pesar de que las consideren parte de un sueñ o. De ahí que
protestase:
—¡No digas má s bobadas! Pero si de verdad deseas ser un pez, repite tu petició n y yo te
daré un beso en la frente.
En el momento que se produjo este contacto, el niñ o se quedó dormido y, al instante, un
pescadito de escamas plateadas se zambullía en el riachuelo. Era Tinykin loco de felicidad
al poder experimentar unas nuevas sensaciones, que le mantuvieron en movimiento
durante varias horas: nadando hasta las profundidades o saliendo a la superficie en busca
de alguna burbuja de aire...
Hasta que sintió hambre. Como no estaba muy al tanto de lo que comían los peces, se fijó en
una libélula que sobrevolaba el riachuelo. Pero no sintió el deseo de comérsela, ya que era
Titania, la cual se encargó de enviarle bastante alimento. Bien saciado, el pececito se ocultó
bajó una roca y se quedó dormido.
A la mañ ana siguiente, se limitó a repetir las acciones de sus hermanos. Sin saber que
estaba siendo llevado a un gran lago, donde vivía el temible Baró n de los Peces en su
castillo submarino. Un personaje tan cruel, que a] cabo de un añ o daba cuenta de miles de
sus sú bditos, la mayoría de los cuales se sacrificaban voluntariamente al insaciable apetito
de aquel tirano.
Precisamente Tinykin se encontraba en medio de uno de esos bancos de peces que
marchaban tras un sonido atronador, que era producido por las enormes conchas que
tocaban los trompeteros del Baró n. Así llegó ante las puertas de una fortaleza, cuya
empalizada había sido construida con troncos de á rboles clavados en el barro del fondo. Al
otro lado se extendía un amplio terraplén de barro y arcilla cubierto de limo verde.
Movido por la curiosidad, el pececito pudo observar que sus acompañ antes temblaban de
miedo. Algo que terminó por intranquilizarlo, sobre todo al comprobar que los guardianes,
que no eran otra cosa que impresionantes crustá ceos, se estaban cuidando de llevarlos a
todos en una sola direcció n. Pronto entendió que si se le ocurriera escapar del grupo, las
grandes pinzas de los monstruos le partirían por la mitad.
Lo que el niñ o desconocía es que el Baró n estaba casado con Salmó nida, una pescadita muy
bondadosa, de tanta belleza que en lugar de ser devorada por el tirano pasó a convertirse
en su esposa. De este matrimonio había nacido una cría de buen corazó n, a la que hacía la
vida imposible su hermanastro, al ser tan malvado como su padre.
Otra de las ventajas que ofrecía Salmó nida era que muchos añ os atrá s salvó al mago Merlín
de un naufragio, lo que le concedió el regalo de ciertas fó rmulas cabalísticas que, al ser
susurradas en los oídos de un ser humano, incrementaban en gran medida su felicidad.
Al mismo tiempo, Tinykin se sentía cada vez má s aterrorizado al ver de cerca a unos peces
cubiertos de escamas mó viles y de unas aletas tan agujereadas que parecían coladores.
Eran los cocineros del Baró n, que estaban seleccionando a los pececillos para la cena de su
señ or. Y cuando empezaron a actuar, el niñ o comprendió la amenaza.
Intentó escapar hacia el fondo, pero enseguida vio que le iba a ser imposible al estar allí los
crustá ceos. Entonces se le ocurrió aproximarse lo má s posible a la superficie, dio un salto
de unos seis pies de altura, y esto le permitió llegar a un lugar donde la Baronesa y su hija
estaban desayunando un buen montó n de algas marinas.
Tinykin quedó fascinado ante la belleza de las dos Salmó nidas, por lo que movió sus aletas
en señ al de respeto y admiració n. Esto gustó tanto a las hembras, que le invitaron a
compartir el desayuno. Después le dedicaron una serenata por medio de unas conchas
marinas, con las cuales eran capaces de producir unos sonidos deliciosos. Cuando
finalizaron, Tinykin batió las aletas en señ al de aprobació n. Seguidamente, ellas se pusieron
a bailar, hasta que tomaron un respiro para hablar:
—Hija mía, ha llegado el momento de que te repita, como hago todos los días, las palabras
má gicas que el mago Merlín me enseñ ó . Lo malo es que no anda cerca un ser humano.
A pesar de esta circunstancia, la Baronesa pronunció cada una de las frases cabalísticas... ¡Y
al momento las aguas cristalinas se volvieron turbias al ser agitadas por algo parecido a un
maremoto! Este efecto llegó a la zona donde se encontraban el Baró n y sus má s crueles
servidores, los cuales se sintieron tan aterrorizados que comenzaron a pelear entre ellos,
olvidá ndose de la cena.
A la vez, las Salmó nidas y el niñ o-pececillo eran arrastrados por una corriente de agua de
un color amatista, hasta ser llevados a la boca del riachuelo. Así se vieron en un lugar
seguro, lo que permitió a la Baronesa comprender que iban junto a un ser humano, pues de
otra manera no hubiesen funcionado las palabras cabalísticas del mago Merlín.
Estamos convencidos de que las dos iban a dar las gradas al pececillo; sin embargo, se
vieron sometidas al influjo de esa fuerza divina propia de Aquella que Dirige las Mareas...
¡Bajo cuyo má gico influjo se realizó el prodigio de que ambas se convirtieran en ondinas,
unas ninfas de fabulosa belleza!
Todo gracias a las palabras má gicas de Merlín y, especialmente, a la presencia de Tinykin, el
cual a pesar de ser un pececillo no había perdido su condició n de ser humano. Por eso le
besaron y, al poco rato, se sentaron en unas rocas, donde la claridad lunar las confirió el
aspecto de unas diosas con sus largas cabelleras de oro y sus tú nicas de plata.
No tardó Titania en llegar allí, para verse dominada por un ataque de celos. Su intenció n
hubiera sido atacar a las ondinas; pero un hada se halla incapacitada para dañ ar a los seres
acuá ticos. Se limitó a esperar al amanecer, convencida de que las dos odiosas bellezas
debían sumergirse.
Antes de que despuntaran los primeros rayos de sol, todos los peces sintieron los efectos de
la có lera de la Reina de las Hadas. Por eso se zambulleron en el riachuelo, para escapar lo
má s lejos posible. También los siguió Tinykin, hasta quedar al alcance de un martín
pescador, cuyo pico le hubiese atrapado de no ser porque las ondinas le escondieron bajo
una roca.
No obstante, allí apareció una carpa llamada Jack, tan há bil capturando pececillos que
nunca había dejado de atrapar al que convertía en el objetivo de su cacería. Y nada má s
localizar a Tinykin lo persiguió tenazmente, cada vez con mayor entusiasmo al comprobar
que la presa era má s lista y á gil que todas las otras. A punto estuvo de darla alcance, hasta
que Titania sacó a Tinykin del agua, para dejarlo boqueando en la orilla.
Le dio el beso de transformació n en el niñ o que era, para comprobar que el hechizo se
había prolongado excesivamente: el cuerpecito estaba agotado, respiraba con dificultad y
tardó mucho en despertarse del todo. Ante el riesgo de que careciese de fuerzas para
alimentarse, el hada voló hasta la cabañ a del Guarda Real, donde llamó a Margery imitando
la voz de su hijo.
De esta manera la mujer fue despertada y, al momento, cogió una torta y se dirigió al
bosque, constantemente empujada por la llamada lastimera. Así localizó a su pequeñ o, al
que dio de comer el pastel, le trajo agua y después, le llevó a casa en brazos. Cuando le
metió en la cama, pudo sonreír al observar que Tinykin dormía igual que un á ngel. Y como
así le vio Thomas, su padre, perdió las ganas de atizarle una paliza por los dos días que
llevaba fuera de la cabañ a.

III

Casi un mes permaneció Tinykin en la cama, debido a que su aventura como pececillo le
había dejado muy debilitado. Durante esta tiempo fue muy bien atendido por su madre y, lo
mejor, su padre le enseñ ó a pescar, a poner trampas para cazar conejos o liebres y otras
cosas. También le talló una ballesta y le construyó un refugio cerca de la cabañ a.
Muchos incentivos para que el niñ o se curara antes de tiempo. Una mañ ana pudo entrar en
el refugio, sin dejar de ser vigilado por su madre, ante el temor de que sufriera un
desfallecimiento. Enseguida se dieron cuenta de que la Naturaleza había florecido antes de
tiempo y que había má s insectos que nunca. Tinykin comprendió que esto era cosa de
Titania, la Reina de las Hadas, pero no hizo ningú n comentario. Aunque deseó que
apareciese aquella niñ a tan bonita.
De repente, vio en el refugio un ramo de flores desconocidas, cuyo aroma era tan intenso
que a punto estuvo de desmayarse. Mientras se recuperaba, su madre pudo advertir que al
niñ o le volvía el rosado de la piel, la vitalidad de los brazos y piernas y el ritmo normal de la
respiració n. Todo un milagro que atribuyó a San Huberto, patró n de los cazadores. Y al
saberlo Thomas, prometió que llevaría al monasterio má s pró ximo el primer venado que
cazara.
Sin embargo, Tinykin sabía que la responsable de su curació n definitiva era un hada. A
partir de aquel momento comenzó a dedicarse a las labores domésticas, aprendió a
manejar la ballesta, a tender trampas y a cazar. Aunque en ningú n momento dejaba de
pensar en el claro del bosque, donde se encontró con la bella niñ a.
Titania se hallaba muy lejos de allí, a pesar de que hubiese dejado algunos remedios para
curar al niñ o. Se sentía culpable de haberlo colocado al borde de la muerte. Para que no
volviera a suceder, hasta decidió cerrar todos los senderos del bosque. Algo que vinieron a
estropear los leñ adores, ya que abrieron varios caminos para facilitar el paso del Rey y de
sus acompañ antes. Una de estas vías llevaba al claro del bosque, lo que facilitó al niñ o
encontrarse en el lugar que tanto deseaba.
Pero no pudo ver a la bella niñ a, ni observar cosa extraordinaria alguna, a no ser el silencio
de los pá jaros, el escaso frescor de las plantas y la soledad. Pero una noche intuyó que había
llegado el momento, se lo reveló la claridad de la luna. Se asomó por una de las ventanas de
la cabañ a, y pudo ver a la reina del cielo estrellado. Siguiendo un impulso, se vistió y,
después, procuró escapar con el mayor sigilo... ¡Hasta encontrarse ante la Reina de las
Hadas y su corte de danzarinas!
É stas tardaron en darse cuenta de la presencia de un ser humano. Cuando cayeron en su
error, se transformaron en una bandada de mosquitos, dispuestos a picar al intruso. Pero
los gritos de éste, permitieron que Titania lo reconociese, con lo que acudió a salvarlo. Algo
para ella muy fá cil, lo mismo que volverse a enamorar del chiquillo. De ahí que se
convirtiera en la bella niñ a.
—¡Gracias por espantar a los mosquitos! —exclamó Tinykin—. Sé que eres la Reina de las
Hadas, ¡la ú nica que puede realizar esos prodigios!
—Ya veo que los niñ os nacidos en domingo son tan listos que pueden reconocerme. ¡Pero
os dejá is tentar por la luna! ¿A qué te gustaría volver a presenciar nuestras danzas?
Mientras le complacía, dejó que el niñ o apoyara la cabeza en su regazo. Poco má s tarde, casi
al amanecer, un espléndido ciervo se acercó a beber en el riachuelo. Como era tan
majestuoso, al niñ o le asaltó el deseo de convertirse en un animal parecido. Algo que
Titania le proporcionó al besarle en la frente; no obstante, en esta ocasió n procuró seguirlo
para que no cometiese errores o se viera enfrentado a peligros superiores a sus fuerzas...
¡Por este motivo aparecieron en el claro del bosque una blanca cierva y un precioso
cervatillo!
Después de corretear por el lugar como si necesitaran acostumbrarse a sus nuevos cuerpos,
dieron un salto para superar el riachuelo y, enseguida, se adentraron en el bosque. Se
detuvieron para desayunar unas dulces hierbas y, al poco rato, se tumbaron bajo un gran
roble.
Después de una hora de descanso, dejaron el bosque atrá s, para salir a una extensa
pradera, en la que se encontraba una manada de ciervos. Todos éstos alzaron sus
cornamenta en actitud defensiva, al mismo tiempo que las ciervas miraban con recelo. Esto
significó que los recién llegados fueran tratados como prisioneros, para ser llevados a un
rincó n de la floresta, donde se hallaba su excelencia el Señ or del Bosque de Tilgate.
¡Qué majestuosidad la de aquel soberbio animal! Medía algo má s de tres metros de altura,
su fabulosa cornamenta parecía haber sido forjada con acero bruñ ido, en la frente
mostraba una bellísima placa de oro y su pechera aparecía recubierta con tachones del
mismo metal. A sus espaldas destacaba un trono entretejido con hierbas y flores tan
resplandecientes como piedras preciosas. Lo rodeaba su guardia de honor, cuyas
deterioradas cuernas daban idea de los muchos combates que libraban frente a sus
enemigos de Brantridge y San Leonardo.
A todo este grupo los dejó extasiados la hermosura de la blanca cierva y del cervatillo, por
eso los permitieron pacer có modamente. Sin embargo, poco tiempo pudieron alimentarse,
ya que fueron sobresaltados por un pavoroso estruendo que provenía del bosque.
Enseguida supieron que era la berrea de una manada enemiga. Se organizó 1a defensa,
hasta que apareció un ciervo llevando en la boca una rama verde en señ al de paz. Se trataba
de un mensajero, encargado de pedir permiso de paso. Esto suponía que debía librarse un
duelo a muerte entre el gran Señ or de Brantridge y el inmenso Señ or de Tilgate.
Nada má s que se aceptó la pelea, la berrea de ciento» de ciervos provocó tal estruendo que
la blanca cierva y e! cervatillo se quedaron casi sordos. Esto no les impidió asistir a todos
los preparativos, con el intercambio de heraldos, el paseo hasta la zona de combate y la
colocació n en sitios opuestos de las dos manadas.
Los rivales se enfrentaron con las cornamentas alzadas. Cuando las bajaron fue para
embestirse una y otra vez, moviendo las cabezas violentamente al quedar enredados. Si
uno de ellos parecía inclinar la victoria a su favor, los suyos berreaban de jú bilo, mientras
los otros guardaban un temeroso silencio; pero no tardaba en suceder todo lo contrario,
debido a que la pelea la libraban enemigos de fuerzas muy parecidas. Hasta que el Señ or de
Brantridge se tambaleó indeciso, con lo que ofreció involuntariamente su pecho al Señ or de
Tilgate, el cual le causó una herida casi mortal.
Continuó luchando movido por el orgullo durante varios minutos, sin conseguir otra cosa
que desangrarse. Perdido el control de sus actos, recibió el golpe definitivo que le obligó a
caer fulminado. La pelea había concluido.
Sin embargo, mucho antes la blanca cierva y el cervatillo habían escapado de allí,
aterrorizados por el derroche de violencia y brutalidad. Pretendían llegar hasta el claro del
bosque, donde se hallaba el cuerpo de Tinykin, lo que no pudieron conseguir al ver que los
senderos estaban cerrados por una barrera de ciervos vigilantes, puestos allí para evitar el
ataque de la manada enemiga del Señ or de San Leonardo.
Debieron pasar la noche en el bosque. Muy cerca se encontraba el Señ or de Tilgate,
descansando del duro combate. A la mañ ana siguiente, la tranquilidad fue interrumpida por
las peores noticias: el Rey de los humanos y su corte habían iniciado la caza del ciervo. El
pá nico se extendió por la manada. Só lo su jefe se mantuvo firme, ya que desprendiéndose
de la placa de oro que cubría su pecho se ofreció como la primera pieza del rey Horsa.
También se cuidó de ordenar a sus sú bditos que se escondieran en lugares seguros.
Estaban sonando los cuernos de caza cuando Titania decidió llevarse al cervatillo de allí.
Sin embargo, se sentía tan arrepentida de la aventura, al pensar en el mes de convalecencia
soportado por Tinykin por culpa suya, que fue a elegir un escondrijo en las cercanías de
uno de los senderos abiertos por los leñ adores.
Al momento vieron pasar al Señ or de Tilgate, el cual se ofrecía para llevar a los cazadores
en una direcció n contraria a la seguida por las manadas de ciervos. Y al verse acosado por
la jauría de perros, supo irlos encelando con unas carreras cortas, que aceleró al sentirlos
muy cerca.
Lo que no pudo conseguir fue arrastrar a todos los canes, ya que dos de éstos olfatearon la
proximidad de unos ciervos y, siguiendo el rastro que el hada había olvidado borrar,
llegaron al escondrijo. Esto supuso que Titania y Tinykin debieran escapar con la mayor
celeridad, para comprobar que sus perseguidores eran má s rá pidos que el niñ o-cervatillo. Y
a punto se hallaba de ser alcanzado, cuando pudieron ver la cabañ a del Guarda Real, donde
encontró refugio el casi desfallecido...
En este momento conviene dar un breve viaje en el tiempo. Horas antes, Margery había ido
al claro del bosque en busca de su hijo, al que encontró dormido. Como no pudo
despertarlo, le llevó a la cabañ a y le echó a la cama. Respiraba débilmente y estaba tan
pá lido como un cadá ver. La pobre mujer pensó en ir a pedir socorro a los monjes del
monasterio; pero le asustó dejar solo a su hijo. Prefirió llegarse al refugio por si encontraba
las plantas curativas; pero no pudo dar con ellas aunque examinó bien el suelo.
Hacía el mediodía vio entrar en la cabañ a a la cierva blanca y al cervatillo. Enseguida
intentó atrancar la puerta, pero el pasador no se movió por falta de uso. Mientras ella se
esforzaba, Titania descubrió el cuerpo inerte del niñ o y, al momento, rompió el conjuro.
Esto supuso que el yacente abriera sus ojos azules y diese un suspiro.
Margery ya había conseguido cerrar su casa. Una proeza que le fue mal pagada al ver los
cuerpos muertos de 1a cierva y el cervatillo. Enseguida pensó en su hijo, y las lá grimas
acudieron a sus ojos. Por fortuna se le secaron de inmediato al oír que Tinykin la estaba
llamando.
Después de besar al pequeñ o se fue a por agua al manantial. A su regreso le asombró que
hubieran desaparecido los cuerpos de los animales; y que en el mismo lugar hubiesen
surgido unas flores que parecían siluetear las figuras de aquellos. Eran las mismas que
curaron a su hijo. Algo que volvió a repetirse en el momento que toda la cabañ a quedó
invadida con el intenso perfume.

IV

Thomas regresó a la cabañ a hecho un basilisco, porque la cacería había supuesto un gran
fracaso: no pudieron cazar al gigantesco ciervo, se perdieron dos perros y el rey había
descargado toda su có lera sobre él por no haber talado má s á rboles para que los senderos
no fuesen tan estrechos. Dado que también se había excedido bebiendo vino y la hidromiel
de los cazadores, se desahogó golpeando a su mujer.
Se quedó dormido en la silla, roncando con la cabeza sobre la mesa. Al poco rato cayó al
suelo, donde siguió con la mú sica de viento. A la mañ ana siguiente, Margery pretendió
tranquilizarle contá ndole que Tinykin ya había vuelto a la cabañ a y, en aquellos momentos,
dormía plá cidamente. La noticia surtió unos efectos no deseados, ya que el iracundo se
incorporó dispuesto a coger la correa para castigar al niñ o. Acció n que no le consintió su
esposa, ya que le molió a estacazos. Cosa impropia de una dó cil mujer, aunque no de una
madre capaz de enfrentarse a la fiera má s sanguinaria por defender a su hijo.
La verdad es que a partir de entonces Thomas no volvió a levantar la mano ante Margery, al
menos durante varios meses, tal vez temiendo salir trasquilado.
Dentro de una atmó sfera de paz, Tinykin fue creciendo, hasta convertirse en un chico
guapo, simpá tico y muy decidido. Unos méritos que no le impidieron soportar algunas
regañ inas de su padre y varios bofetones, siempre lejos de la cabañ a. Muestras de violencia
que el hijo nunca contó a su madre, al comprender que obedecían má s al desahogo natural
de un hombre que creía resarcirse así de sus propios errores.
Algunas noches el joven se lamentaba en sueñ os, especialmente si por las tardes había sido
víctima de las injustas reprimendas de su padre. Esto permitió que la madre terminase
descubriendo lo que sucedía, y rezó a San Huberto para que las cosas se arreglaran en su
casa.
Como las situaciones se resuelven casi siempre de la forma má s inesperada, debió ocurrir
una de esas desgracias que marcan una época para que allí todo cambiara. Un día que se
estaba celebrando una cacería en el bosque, la Princesa y el criado que la acompañ aba se
perdieron. Al final se pudo saber que el suceso tuvo el desencadenante de la sú bita
aparició n de una gran llamarada «volcá nica», que encabritó a los caballos hasta el punto de
que se lanzaron a la carrera,
El ú nico que pudo volver al campamento real fue el servidor, ya que una rama le derribó de
su montura, perdió el sentido al caer y, horas má s tarde, se vio solo. Como regresó al
campamento, donde contó lo ocurrido, enseguida se organizó la bú squeda, sin ningú n
resultado. Al cabo de una semana, la ira del rey se descargó sobre Thomas, al hacerle
responsable de la tragedia. Suponiendo que la Princesa se hallaba apresada por unos
bandoleros, el ex Guarda Real fue encerrado en los mazmorras del castillo a dieta de pan y
agua.
La desdichada Margery recurrió a la reina, por medio de la cual logró que a su marido se le
aliviara la pena sirviéndole una comida digna. A los tres meses de la desaparició n de su hija,
el rey dejó por escrito la promesa de conceder la mano de aquélla a quien se la devolviera
sana y salva.
Podemos afirmar que Tinykin fue uno de los que má s se empeñ ó en dar con la Princesa. Lo
hizo principalmente por liberar a su padre. Un día que andaba rastreando por el bosque, se
sentó en el claro que tanto le era conocido. Debemos advertir que no recordaba ninguna de
sus transformaciones en mirlo, pececito y cervatillo. Ú nicamente tenía idea de que allí se
había encontrado, de eso hacía muchos añ os, con una bella niñ a que le besó en la frente.
Precisamente Titania acababa de mantener otra de las constantes peleas con su marido. Al
entrar en el bosque de Tilgate iba muy furiosa, y sin quererlo llegó al mismo lugar que
había jurado no volver a pisar, al recordar lo mal que le había ido a su amado niñ o. Esto no
evitó que se alegrara al verle convertido en un atractivo muchacho, que estaba hablando a
los pá jaros creyendo encontrarse solo:
—¡Vosotros nunca cambiá is, siempre volando y cantando como si las cosas no se
modificaran a vuestro alrededor! ¡Lo mismo le sucede al riachuelo, a los á rboles, a las flores
y a toda la Naturaleza! ¡Mientras yo lucho por sacar a mi padre de la cá rcel! ¡Sé que lo
conseguiré, aunque sea para que él vuelva a pegarme sin motivo!
De repente, un topo sonrosado asomó su cabeza por un agujero del suelo, al ser empujado
por la voluntad del hada.
Y Tinykin comprendió el mensaje, así que con sus preguntas provocó la presencia de la
bella niñ a.
—¡Hola, amigo mío! —saludó Titania—. Creo que ahora está s deseando convertirte en un
ser tan pequeñ o como ese animalito que tienes delante. Pero yo creo que ha llegado el
momento de que lo hagas con el fin de obtener la má xima sabiduría de los humanos... —
Hizo una pausa para oír la aprobació n del muchacho y, antes de darle el conocido beso en la
frente, exclamó —: ¡Qué se cumplan todos tus deseos!
De esta manera el cuerpo de Tinykin se quedó dormido en el suelo, mientras todo su
espíritu, su voluntad y su mente se incorporaban a la figura de un topo. A éste le costó
orientarse en las galerías subterrá neas. Después de recorrer un centenar de millas, vio una
luz a lo lejos. Siguiendo esa referencia, llegó a una terrible caverna poblada por un millar de
seres no mayores que él, los cuales vestían verdes chaquetillas, llevaban sombreros
puntiagudos y estaban trabajando en sus forjas unas lá minas de oro.
Se quedó mirá ndolos desde un escondite, ignorando que los gnomos son capaces de ver a
través de las rocas. De ahí que se encontrara cercado por un sinfín de puntas de lanzas. Y
como un prisionero, atadas las patas delanteras con unas cadenas, lo arrastraron por unas
galerías.
Debemos confesar que esta clase de gnomos eran muy feos, lo que no debe identificarse
con la maldad o la crueldad. Lo que estaban haciendo con el topo era defender su territorio.
Pero quien debía indicar, los pasos a seguir era el Rey de los gnomos. Primero lo llevaron a
un palacio, cuyo pó rtico lo formaban impresionantes columnas de oro y cristal y las
cancelas de. las puertas eran unos rubíes del tamañ o de huevos de gallina. El interior
resultaba de lo má s fabuloso, con un techo de puro azabache recubierto de gemas y piedras
preciosas, talladas con tanta habilidad que sus aristas reflejaban de mú ltiples formas
caprichosas el fuego que ardía en el centro de la estancia.
Los ojos de Tinykin quedaron deslumbrados por aquellas llamas que parecían brotar de un
agujero en el suelo. De éste manaba una lava ígnea que ofrecía todos los colores del arco
iris.
Enseguida apareció el Rey de los gnomos, cuya dignidad resultaba bastante notoria. Media
unas ocho pulgadas de estatura, no había accedido al trono por herencia sino al haber
trabajado junto a uno de los grandes magos del mundo subterrá neo y se le conocía por
Zubergal I. Otro de los dones de este personaje era que podía convertirse en un ser humano
durante varios días, cuando los demá s gnomos só lo llegaban a mantener esta condició n
unos escasos minutos.
Muy pronto Tinykin pudo comprobar que era capaz de entablar una conversació n con el
monarca, a pesar de sus formas de topo. De esta manera le contó el rapto de la Princesa y el
encarcelamiento de Thomas, su padre; sin embargo, nada dijo de la recompensa prometida
por el rey Horsa. Pero no pudo recibir ninguna respuesta, al haber aparecido el Chambelá n
seguido de un largo grupo de gnomos, los cuales llevaban una gran placa fundida con una
delgada película de oro.
Con esta carga todos se dirigieron hasta una abertura que había en uno de los lados de la
caverna. Allí se veía una fabulosa cortina de cristal formada con una material similar al que
aparece en nuestras ventanas por las mañ anas tras una intensa helada. Pero era tan pesada
que fueron necesarios quinientos gnomos para desplazarla. Cuando lo lograron, Tinykin
pudo contemplar a una adorable doncella dormida sobre una cama de blanco amianto
engastado con esmeraldas, rubíes y diamantes. Llevaba una larga falda ribeteada de oro y
un corpiñ o de terciopelo á mbar con un pespunte de armiñ o en las mangas. Su larga
cabellera dorada caía en cascada sobre los hombros. Sus rojos labios contrastaban con la
palidez de sus pó mulos, todos los dedos de sus manos se veían cubiertos de anillos y con su
diestra sostenía el bastó n de caza con la empuñ adura de diamantes.
No había duda de que era la Princesa que andaba buscando. Esto le forzó a dar muestras de
dolor, aunque sin excederse para río desencadenar la ira del celoso, porque estaba seguro
de que Zubergal estaba enamorado de la durmiente. En efecto, ésta era la causa
desencadenante de ese fuego brotado, repentinamente, en el suelo del bosque para
encabritar a los caballos. No obstante, la Princesa había sido trasladada a aquella caverna
para salvarla de un peligro mucho mayor...
Por otra parte, la dorada lá mina de oro sirvió para cubrir a la doncella, con el fin de
protegerla del frío. Y es que los gnomos querían mantenerla viva. Digamos que Zubergal
siempre se había visto acosado por la bruja Sycorax, la cual odiaba a todas las criaturas que
poblaban los bosques y las cavernas. Su afició n predilecta era apoderarse de un á rbol para
absorber su savia desde dentro, hasta convertirlo en una madera seca de formas
terroríficas, con la ú nica intenció n de asustar a los viajeros que se atrevían a cruzar la
espesura por la noche o en días de tormenta. Por eso resultaba fá cil seguir su rastro, con ir
comprobando los ú ltimos testimonios de su voracidad.
De esta forma, cuando Zubergal intentó sujetar el caballo de la Princesa con la intenció n de
secuestrarla, Sycorax se encargó de lanzar un conjuro para dejarla dormida. La ú nica forma
de despertarla, como había anunciado la Reina de los Espíritus, era adivinar el acertijo
contenido en un pergamino:

Busca, busca hasta localizar


un bicho que sepa observar;
una bestia terrestre al fin,
que huya del mundo ruin;
verle en el suelo es extraño
pues vive con el engaño.
Frente al murciélago luchará
una dura pelea que ganará;
y si la fortuna no le ha tirado
se las verá con un pescado.
Y al fin lucha en dura carrera
con un caballo de quimera.
Si bien funciona yo os juro
que se romperá el conjuro.

Zubergal había prometido que a quien lo descifrara le nombraría Gobernador de las Minas
de Rubí de Golconda. Tinykin pudo obtener esta recompensa, ya que conocía la solució n;
sin embargo, al despertar a la doncella la dejaría a merced del Rey de los gnomos. Lo mejor
era ponerse de acuerdo con éste, por eso comenzó diciendo:
—Con la venia de Su Majestad, debo Comunicaros que esta dama es la hija de mi rey, y la
causa por la que mi padre haya sido encarcelado... ¡Ademá s, he de confesaros que puedo
romper el maleficio!
—¿Qué tonterías salen de tu boca, bola redondeada, si hasta te faltan las alas para volar y la
cola para controlar la direcció n de tus movimientos en el aire?
—Poned a mi disposició n cincuenta de vuestros mejores artesanos, con el fin que me
ayuden a construir las alas que necesito para salvar a la Princesa.
Zubergal no pudo aguantar las risas; no obstante, su curiosidad le llevó a complacer los
deseos del topo. Y en menos de una hora los gnomos moldearon una película de oro má s
delgada que la que cubría a la Princesa. Con la misma fabricaron unas alas de murciélago,
siguiendo las instrucciones de Tinykin, mediante las cuales podría éste elevarse a las
alturas con un ligero soplo. También se forjaron unas abrazaderas para sujetadas a su
cuerpo, a sus muñ ecas y a sus tobillos, con la idea de poder manejar todo el equipo de vuelo
a la perfecció n.
Gracias a este singular artilugio pudo volar igual que el mirlo, su primera transformació n,
después de saltar desde la roca má s alta de la caverna. Todos los gnomos se quedaron
estupefactos al verle desplazá ndose por el aire con tanta habilidad.
—¡Con la venia de Su Majestad —pidió el topo—, deseo que me prometá is que cuando se
despierte la Princesa, gracias a que yo romperé el maleficio, la permitá is elegir libremente
si desea salir de aquí o compartir el trono con Su Alteza!
—Te lo prometo —consintió el Rey de los gnomos, ya que jamá s tomaría por esposa a una
mujer contra su voluntad—; ¡pero si fracasas mandaré que te arrojen al crá ter que arde en
el centro de esta sala!
—¡Acepto el reto! —contestó Tinykin dá ndose cuenta del peligro que corría.

El Rey de los gnomos se puso muy furioso al ver el vuelo del topo, ya que le anunciaba que
podía romper el maleficio. Preso de la ira, comenzó a tirar rubíes y diamantes sobre las
cabezas de sus sú bditos, y terminó arrancando al Chambelá n la peluca. Al no sentirse
calmado, mandó un mensajero a la bruja Sycorax, con el fin de desafiarla a enfrentarse al
topo volador.
El caso es que la malvada se hallaba encolerizada al haber perdido a uno de sus prisioneros,
un espíritu llamado Ariel, al que había liberado el brujo Pró spero. Cuando se enteró del
reto que le proponían los gnomos, se puso tan contenta que fue a despertar a un
murciélago para que la llevase a la caverna.
Este murciélago era muy distinto a todos los demá s, ya que cubría su cuerpo de terribles
pú as negras y sus ojos resplandecían llameantes. Ademá s, sus alas se asemejaban a las
tenazas de un cangrejo, siempre dispuestas a causar el mayor dolor a sus enemigos, que
eran materialmente todas las criaturas que sintieran algú n grado de bondad.
—¡Comunícale a tu amo que si yo fuera la vencedora, lo que no dudo, la Princesa
continuaría bajo mis dominios otros cincuenta añ os má s! —anunció la bruja antes de partir
Aquella noche las dedaleras del bosque agitaron sus capullos al paso de Sycorax. Todo lo
vivo se estremeció a cien millas a la redonda, hasta que la amenaza entró en la caverna. Allí
la esperaba Zubergal y toda su corte. Se burló de que le hicieran tal recibimiento, y má s
fuerza adquirieron sus carcajadas al contemplar a los gnomos llevando a un sonrosado
topo hasta la roca má s alta de la gran sala del palacio subterrá neo, donde lo empujaron
para tirarlo al suelo... ¡No, para que comenzase a volar!
Entonces a la bruja se le secó la garganta, viendo los rá pidos y á giles movimientos de su
enemigo. También resultó ser muy astuto, al permitir que el murciélago se aproximara a él;
sin embargo, cuando las pinzas pretendían alcanzarlo, remontó el vuelo con la celeridad de
un cometa. Seguidamente, se lanzó con má s velocidad que el granizo sobre las alas del
monstruo volador, de tal manera que al cuarto golpe lo dejó sin ellas. Después le resultó de
lo má s sencillo derrotarlo.
Hasta tal punto llegó la humillació n de Sycorax que, en lugar de admitir su fracaso, prefirió
escapar de allí. Pero Zubergal no se sintió nada feliz, al pensar que el maleficio que pesaba
sobre la Princesa aú n no había sido destruido. Entonces Tinykin se ofreció para seguir
intentá ndolo, para ello pidió lo siguiente:
—¡Su Alteza, enviad otro mensajero a la bruja Sycorax para que me permita desafiar al pez
que guarda en su cueva, junto al que nadaré en las aguas del profundo río que pasa por allí!
—¡Me parece que tu reciente victoria te ha reblandecido el seso! —se burló el Rey de los
gnomos.
—Só lo tenéis que poner a mi servicio a doscientos de vuestros mejores operarios. Necesito
contar con una lá mina de oro que no permita la entrada del agua ni la salida del aire. Con
ella recubriré mi cuerpo de la cabeza a los pies. También han de construir unas palas, para
que yo me desplace por la comente fluvial. Cuando todo esté listo, me llevaréis hasta la
orilla del río donde se celebrará la carrera.
La eficacia de los gnomos quedó probada al finalizar el trabajo encomendado, siempre
obedeciendo los consejos de Tinykin, antes de que la bruja consintiese el nuevo desafío. En
realidad se mostró muy alegre al contar con la oportunidad de vencer al Rey de los gnomos.
El topo-muchacho se encontró en el interior de un pez de oro, lo que no le impidió sentir
cierto temor nada má s contemplar al monstruo marino con el que iba a enfrentarse. De ahí
que pidiese a los gnomos que le arrojaran rá pidamente al agua, en el mismo instante que su
soberano diese la señ al de iniciar la carrera, pues cada segundo ganado al tiempo contaba
para la victoria final.
Todo quedó listo. Zubergal dejó caer su cetro; y antes de que tocase el suelo ya estaba
Tinykin arrojá ndose al agua. Una ventaja que procuró mantener el mayor tiempo posible,
porque sabía que el arma peor de su rival era una tinta con la que ennegrecía el agua. Sin
embargo, como siempre lo tuvo a su cola, la tinta no resultó efectiva ya que estaban
nadando contra corriente. Al contrario, entorpeció el avance del monstruo, al conseguir que
chocara con las paredes, se enredara en las plantas que crecían en el fondo y tropezara con
otros obstá culos. De esta forma Tinykin ganó la carrera. Y nada má s atravesar la meta, saltó
a la orilla para que los gnomos le sacaran de la malla de oro, ya que necesitaba un poco de
aire para respirar.
De nuevo la bruja sufrió un ataque de rabia, que pagó con su pez-monstruo al arrojarlo al
crá ter del centro de la sala. Mientras tanto, sonaban las trompetas saludando el triunfo del
topo volador y nadador. Enseguida se celebró un banquete, al que asistieron millares de
gnomos y otros seres má gicos. Y todo hubiera transcurrido dentro de la mayor felicidad, de
no haber aparecido un mensajero de la bruja.
La nueva propuesta de ésta consistía en desafiar al Rey de los gnomos a una carrera
terrestre, en la que éste iba a enfrentarse al caballo elfo de la bruja, sería la tercera prueba,
la ú ltima que iba a permitir romper el maleficio que pesaba sobre la durmiente Princesa.
Zubergal palideció al verse metido en una trampa, ya que no podía rechazar el reto.
—Creo que yo puedo ofreceros la solució n, Su Majestad —dijo Tinykin, muy animado—.
Pero debéis mandar construir una pista de carreras en forma de herradura, que cubra una
distancia de mil pasos. En el centro se levantará una gran muralla de piedra de cien pies de
altura. El primero que llegue a la meta será declarado el vencedor ¿He pedido un
imposible?
—¡Nunca! ¡Aunque sean necesarios un milló n de gnomos y trols la construiremos esta
misma noche!
Esto sirvió para aceptar el desafío. El topo-muchacho no quiso perder tiempo, al encargar a
los gnomos que le construyeran cuatro zancos de oro rematados por una pezuñ a hueca y,
después, se fue a descansar. A la mañ ana siguiente, nada má s que le despertaron, se cuidó
de lavarse, desayunar y ponerse los zancos en sus cuatro patas por medio de unas
abrazaderas de oro. Enseguida salió trotando hasta el lugar donde se iba a celebrar la
carrera.
La pista era una maravilla. Lo mismo que el caballo elfo de la bruja, pues ofrecía el aspecto
de lo excepcional. Claro que estaba muy triste, debido a que llevaba tres añ os enjaulado en
las nauseabundas cuevas de Sycorax, ya que ésta lo secuestró en una extensa batida que dio
por el mundo de los elfos. Para animarlo a ganar habla prometido que lo dejaría en libertad.
Desde el momento que dio comienzo la carrera, pudo comprenderse que en esta ocasió n el
topo no ganaría. Porque el caballo elfo le sacó enseguida má s de cincuenta pasos de
distancia. Sin embargo, en los bordes de la pista crecían unas hierbas aromá ticas, que el
animal se detuvo a mordisquear al haber estado mucho tiempo comiendo bazofia. Cuando
terminó de alimentarse, pudo advertir que no era seguido, así que continuó galopando,
hasta que se paró de nuevo para beber en un manantial de aguas claras, tan distintas al
líquido fangoso que la bruja le servía. Una vez se sació , reanudó la carrera sin ver al topo.
No obstante, cuando se hallaba a cincuenta pasos de la meta, lo descubrió allí delante. Dio
un aceleró n para ganar, sin conseguirlo. Por eso decidió seguir galopando hasta la libertad.
Lo que a Sycorax no le importó , al estar enrabietada por la nueva derrota. Prefirió escapar
de allí montada en su escoba, profiriendo un sinfín de maldiciones. Por otra parte, diremos
que Tinykin había ganado la carrera sirviéndose de la pezuñ a hueca, recordando que los
ciervos la utilizaban, al disponer de ella en sus patas, para trepar por las rocas má s
empinadas. Por medio de esta pudo escalar la gran muralla que ocupaba el centro del
circuito en forma de herradura, en un golpe de astucia que resultó de lo má s efectivo.
Al regresar a la caverna, comprobaron que se había roto el pergamino que siempre estuvo
pegado en los pies de la cama ocupada por la Princesa durmiente. Y ésta se hallaba sentada;
sin embargo, al ver al Rey de los gnomos, que acababa de adquirir una forma humana,
profirió un grito de terror y se tapó la cabeza con la almohada.
Esta reacció n sirvió para que Zubergal dejara de amarla, al comprender que ella siempre le
vería como el enemigo que apareció en el bosque dispuesto a raptarla. Al momento
permitió la marcha del topo, aunque no hizo lo mismo con la Princesa, ya que era
imprescindible romper otro maleficio.
El sol se había puesto en dos ocasiones cuando Tinykin se encontró de nuevo en el claro del
bosque. Allí pudo despertar sin sentir ninguna muestra de debilidad, al verse rodeado de
esas má gicas flores azules, que Titania había dejado allí en previsió n de que el topo
apareciera demasiado tarde. Por otra parte, el chiquillo recordaba muy poco de su aventura
como animal, excepto la idea de que acababa de participar en unas pruebas para salvar a la
Princesa, aunque supuso que esto formaba parte de un sueñ o.
Tan absorto se hallaba en estos pensamientos, que tardó en darse cuenta de que la Reina de
las Hadas se encontraba a su lado. La vio en su aspecto normal, con las alas en la espalda y
sonriéndole, al mismo tiempo que le decía:
—Me parece que has aprendido a soportarme, mí querido Tinykin. Por eso te voy a
confesar que tus sueñ os responden a la realidad. Gracias a tus triunfos la Princesa venció el
encantamiento. No obstante, todavía debes rescatarla de un encierro antes de que muera
de hambre y sed. Se encuentra en este bosque de Tú gate, dentro de uno de los á rboles
arruinados por la voracidad de la bruja Sycorax.
Cuando el muchacho se incorporó , pudo advertir la nueva transformació n que se había
producido en su persona. En esta ocasió n no era en su cuerpo sino en su aspecto exterior la
vieja chaquetilla de piel de ciervo se había convertido en una espléndida tú nica de
terciopelo con doradas cadenas; las raídas calzas ya eran unas finas medias de seda, y en
lugar de abarcas calzaba los zapatos de terciopelo granate propios de la nobleza. El gorro
que cubría su cabeza era de suave fieltro, adornado con una pluma fijada a un bello broche
de á gata: y su cinturó n había sido tejido con una delgada malla dorada; ademá s, llevaba un
cuerno de oro y un espadín de caza.
Le costó superar el asombro de verse tan elegante. Pero los gritos de Titania apremiá ndole
a salvar a la Princesa le obligaron a reaccionar. Al instante se vio delante de un roble
reseco, cuyo tronco parecía un monstruo listo para devorar a los incautos. Toda una trampa
colocada allí por la bruja Sycorax, que pudo vencer al contar con la ayuda de la Reina de las
Hadas. También le indicó que llamará allí con el puñ o del espadín. Así pudo escuchar
—¡Rescá teme de este encierro, señ or! ¡Soy Udiga, la hija del Rey de los Sajones del Oeste!
¡Le pagaré lo que me pida como recompensa!
Después de rogarle que se calmara, Tinykin tocó el cuerno de caza de la misma manera que
lo hacía su padre para llamar a los leñ adores. Un grupo de éstos llegaron allí a los pocos
minutos, sin que sus hachas pudieran abatir el roble. Entonces Titania dio una patada en el
suelo, y ante los pies de su protegido apareció un hacha de templado acero. El muchacho la
blandió al momento, y con un solo tajo partió el á rbol en dos. Pero todavía necesitó otros
dos má s flojos para abrir una puerta, con la que permitió la salida de la Princesa.
En aquel momento allí se encontraba el Rey, al haber sido llamado por uno de los leñ adores
siguiendo los consejos de Tinykin. Para él y la Reina fueron los primeros besos y abrazos de
la liberada, como si se hubiera olvidado de su salvador. Hasta que se dio cuenta del error.
Se volvió y al verlo... su rostro se cubrió de purpura y sus ojos se cerraron, bajo los efectos
de ese sentimiento eterno, que en muchos países del mundo se llama «flechazo».
Lentamente extendió las manos, para que Tinykin las recogiera con las suyas.
—¡Caballero, bienvenidos seá is a mi reino! —dijo el monarca—. Mi Tesorero os entregará
la recompensa que yo prometí. En cuanto a la segunda promesa, todo dependerá del favor
que mi hija desee prestaros.
—Señ or, nací en cuna humilde —dijo el muchacho, gentilmente—. Me siento satisfecho con
haber rescatado a la Princesa. Ahora lo que má s me importa es solicitaros el favor de que
concedá is la libertad a Thomas, vuestro Guarda Real.
—¡Desgraciado Thomas! —exclamó el soberano—. |Qué injusto fui con él! Ademá s de
sacarle de la mazmorra, le regalaré el bosque de Tilgate por todo el dañ o que le he causado.
¡Desde hoy se le considerará el Señ or de Tilgate!
Todos los presentes aplaudieron la decisió n del Rey. Entonces, Tinykin intentó arrodillarse
a los pies de su monarca; pero fue detenido con estas palabras:
—¡No es ésta la posició n que se merece un héroe como tú ! Ponte en pie y exígele a mi hija
que tome una decisió n. ¡Te has ganado ese derecho!
Los dos jó venes se miraron; sin embargo, la Princesa había ocultado el rostro en el regazo
de su madre. Só lo el tono rojizo de la piel de su cuello podía revelar los acelerados latidos
de su corazó n. Por otra parte, la Reina admiraba má s a los hombres por sus hazañ as que
por la sangre que pudiera correr en sus venas. Así aconsejó a su hija que aceptara a aquel
muchacho.
La hermosa Princesa levantó la cabeza, miró a Tinykin con gran amor y, extendiendo sus
brazos, musitó apasionadamente:
—¡Yo seré tu esposa!
Podemos asegurar que ésta fue la ú ltima transformació n de Tinykin. Jamá s olvidó que un
auténtico noble se comporta pensando en el bien de los demá s. Cuando accedió al trono
pasó a llamarse Uluf, pues éste era su verdadero nombre. Reinó muchos añ os, con tanto
agrado del pueblo que sus hijos dirigieron los destinos de los sajones del Oeste durante
siglos, hasta que las tierras de Inglaterra se convirtieron en una sola.
La noche de la boda de Tinykin con la Princesa las hadas y los gnomos celebraron una gran
fiesta, iluminada por millares de luciérnagas. Las campanillas de los dedales se oyeron
bulliciosas hasta el amanecer, al mismo tiempo que el murmullo del riachuelo entonaba
una melodía má s dulce que nunca, y los mirlos y demá s aves afinaban sus trinos para que el
bosque fuese una inmensa orquesta.
Es posible que alguien crea que las hadas y los gnomos nos han dejado para siempre; sin
embargo, son infinidad las prodigiosas criaturas que continú an encantando con su
presencia el bosque de Tilgate, y aú n se las puede ver corretear por entre los robles
gigantescos del parque de Brantridge.
El velo de la Sílfide

Relato sueco de gnomos

Ebba Langenskiö ld-Hoffmann

EBBA LANGENSKIÖLD-HOFFMANN divide su libro Cuentos del Norte en dos secciones


dedicadas a Suecia y a Alemania, y en la primera aparece el relato de gnomos que
presentamos a continuación. Realmente, éste no se diferencia excesivamente de los narrados
por Andersen y los hermanos Grimm, al responder a un criterio que. Lescure, el gran
compilador de narraciones infantiles, supo definir como nadie:
La necesidad de olvidar la tierra, la realidad, sus decepciones, sus vergüenzas, tan crueles
para las almas altivas: su choques brutales, tan dolorosos para las sensibilidades delicadas, es
una necesidad universal. El ensueño, más que la risa, distingue al ser humano de los animales
y establece su superioridad.
Se diría que los gnomos significan la ilusión de que siempre ha de aparecer alguien que nos
ayude cuando acosan las calamidades. Una necesidad que puede llamarse Esperanza o Fe en
que las cosas cambiarán, siempre que no permanezcamos inactivos. Y si el vehículo que
contiene estos medios se ofrece en un Cuento o Relato lleno de imaginación fantástica, el
entretenimiento queda asegurado Pero también hay gnomos perversos, aunque éstos sean
pocos, acaso para cumplir el axioma de que «la excepción confirma la regla».
Respecto a las ventajas de despertar la fantasía, Anatole Francés nos dejó esta hermosa
proclama: «¡Madres, la imaginación preservará a vuestros hijos de las faltas vulgares y de los
errores fáciles!».

Hace algunos añ os vivieron en Suecia dos hermanos, Maya y Andrés, a los que cuidaba su
madre en una casita situada a las afueras de la ciudad. Ambos acostumbraban a elegir una
pradera pró xima como el centro de todos sus juegos. Mientras a la niñ a le gustaba recoger
las má s hermosas flores, el niñ o prefería correr detrá s de las mariposas de espléndidos
colores o de los cantarines pajarillos.
Una mañ ana en la que Maya, como acostumbraba, estaba preparando un ramo de flores
para llevá rselo a su madre, descubrió sentada en una campá nula azul a una criatura
pequeñ a y extraordinaria. Enseguida la reconoció como una Sílfide, a pesar de que nunca
había tenido una delante; pero recordaba las descripciones de su madre al narrarles
cuentos en los que intervenían personajillos como éste.
La Sílfide se cubría con un precioso vestido verde de la tela má s delicada que cualquiera de
las que podamos imaginar. Llevaba una corona de diamantes sobre sus rubios cabellos,
calzaba en sus pies diminutos unos bonitos zapatos de plata y en sus hombros se veía, a la
manera de un manto, un velo que parecía haber sido tejido con una casi transparente tela
de arañ a.
Maya comenzó a dar palmadas de entusiasmo. Porque jamá s había tenido la suerte de
contemplar una figura tan preciosa como la Sílfide, a pesar de que no abultase má s que el
dedo corazó n de la niñ a. Sin embargo, tanto pal— moteó que terminó por asustar a la
criatura má gica, la cual saltó hasta una margarita que crecía má s allá , después de extender
sus alitas de brillantes colores.
—Mi deliciosa Reina de las Sílfides —exclamó Maya empezando a llorar, al entender que
aquel ser estaba huyendo de ella—. ¡No te alejes de mí! ¡En ningú n momento he pretendido
causarte dañ o!
A la Sílfide pareció agradarle que la niñ a le hubiese otorgado tan alto cargo, ya que volvió a
posarse sobre la campá nula azul sirviéndose de nuevo de sus alas. Seguidamente, habló con
una vocecita cristalina:
—Estoy muy lejos de ser Reina, pues nada má s que he alcanzado el honor de ser una de sus
damas. Anoche vine con la corte a bailar en la pradera; sin embargo, hacía tanto calor que
yo me tumbé en la fresca hierba y me quedé profundamente dormida. Cuando abrí los ojos,
pude comprobar que ya había amanecido; y que de mis compañ eras y la Reina no quedaba
ni rastro. Enseguida volé a la entrada del subterrá neo, con el propó sito de reunirme con
todas ellas; pero era demasiado tarde y ya no se encontraban allí. Ademá s, habían cubierto
la entrada con tierra y musgo. Y dentro de unas horas, cuando pasen lista, se dará n cuenta
de mi falta, con lo que seré castigada duramente.
Al pronunciar estas palabras a la hermosa Sílfide se le llenaron los ojos de lá grimas, que al
tomar contacto con el suelo se transformaron en unos diamantes resplandecientes.
—Se me prohibirá llevar esta preciosa corona y, luego, seré obligada a tejer siete velos para
todas las damas de la Reina. Só lo así podré recuperar el derecho a danzar, junto a mis
amigas, en esta esplendorosa pradera —siguió lamentá ndose la Sílfide entre unos sollozos
desgarradores.
—¡Qué infeliz eres! —susurró Maya—. ¡Có mo me encantaría poder ayudarte! ¡Haría todo lo
que se me pidiera por verte sonreír!
—Podrías conseguirlo, niñ a, ya que eres muy grande y fuerte —se animó la Sílfide, al
mismo tiempo que iniciaba una risita—. ¿Llegas a ver aquel á lamo que se alza a tu
izquierda? Si te acercas a su tronco, con el simple hecho de agacharte, podrá s observar en
la base donde crece má s musgo un pequeñ o orificio. Pues éste es la entrada a nuestro Reino
subterrá neo. Ya te he dicho que mis compañ eras lo taparon con tierra y musgo. Pero tú
seguro que logrará s romper esa barrera sirviéndote de una rama de á rbol. Como eres má s
fuerte que yo, me permitirá s volver al Reino de las Sílfides antes de que se advierta mi
desaparició n.
—Me agradará mucho poder complacerte —dijo Maya.
Enseguida arrancó una ramita del primer á rbol que encontró , marchó al pie del á lamo y,
como enseguida vio la zona má s cubierta de musgo, le costó poco dar con el orificio.
También perforarlo le resultó muy fá cil, ya que le barrera era bastante blanda. Una vez
terminó un trabajo tan sencillo, dijo a la Sílfide:
—Ya tienes la entrada Ubre a la esperanza. Ahora puedes volver junto a tu Reina.
La criatura má gica se mostró muy satisfecha, le dio las gracias y se introdujo en el agujero;
sin embargo, antes de alejarse le propuso a Maya:
—¿Qué desearías pedirme que realmente te interese mucho, amiguita?
Y la niñ a se quedó dudando:
—Pues no sé... Se me ocurre una cosa, aunque quizá a ti te parezca demasiado.
—Te lo mereces todo, querida. Venga, dime lo que tanto deseas.
—Me gustaría presenciar el baile nocturno de las Sílfides.
La diminuta criatura se quedó pá lida, las piernas se le aflojaron y, sujetá ndose en una raíz,
pudo decir:
—¡No me solicites eso! ¿Nadie te ha contado que a los seres humanos les está
terminantemente prohibido contemplar la danza de las Sílfides? Si te descubrieran cerca, te
convertirías al momento en prisionera de las sombras, ya que jamá s volverías a salir de las
galerías subterrá neas. ¡Porque habrías perdido el derecho a gozar de la luz del Sol!
—Procuraré ocultarme perfectamente y nadie podrá saber que me encuentro cerca —
insistió Maya.
—Voy a cumplir mi promesa porque una Sílfide jamá s se vuelve atrá s —prometió la
criatura má gica—; sin embargo, antes quiero oírte jurar que nunca contará s a nadie lo que
veas en nuestro baile nocturno.
La niñ a selló su compromiso con la mayor solemnidad. Entonces, la Sílfide se quitó su
manto de tela de arañ a y se lo entregó a Maya diciendo:
—Confio en que des un buen uso a este manto má gico. Con el simple hecho de colocarlo
ante tus ojos, podrá s contemplar lo que a cualquier mortal le está prohibido. Gracias a él
asistirá s al baile de las Sílfides, pero cuidando de mantenerte quieta y en el má s absoluto
silencio. Conseguirá s vernos no só lo a nosotras, sino a la totalidad de las criaturas invisibles
que pueblan la pradera. Escó ndelo en un lugar seguro; ¡y por nada del mundo permitas que
el Sol resplandezca sobre ese delicado tejido, ya que perdería todos sus poderes!
Maya se sintió muy feliz y, sin olvidarse de dar las gracias, esperó a que la Sílfide hubiese
desaparecido. Enseguida cubrió la entrada con tierra y musgo y, acto seguido, cogiendo el
hermoso velo con dos dedos, se marchó corriendo hasta su casa.
Por la noche, procuró dar cuenta de la cena lo antes posible, dijo que estaba muy cansada y
se fue a la cama. Como ella era la que llevaba siempre el peso de la conversació n, su madre
y hermano la siguieron enseguida. Y una vez que se quedaron dormidos, ella sacó el velo de
la Sílfide de debajo de la almohada y se lo colocó ante los ojos.
¡Qué sorpresa má s extraordinaria recibió ! ¡Porque delante de ella, sentado en la baranda
derecha de la cama de Andrés, descubrió a un gnomo, que estaba dando cuenta de una
rebanada de pan con mantequilla que era era tan grande como él!
—¡Vaya! —musitó la niñ a—. ¡Jamá s pude imaginar que hubiera enanitos en el interior de
mi casa!
Al gnomo no le gustó nada verse descubierto; ademá s, se asustó muchísimo. Y
despreocupá ndose de la rebanada de pan que se había estado comiendo con tanto apetito,
procuró ocultarse bajo la cama de Andrés.
«Me parece que está sucediendo algo muy raro», pensó el personajillo. «Es la primera vez
que una niñ a consigue verme. Ese don só lo puede haberlo recibido del velo de una Sílfide.
Esperaré a que se quede dormida y, al instante, lo cambiaré por una simple tela».
Sin embargo, aquella noche Maya tardó mucho tiempo en conciliar el sueñ o. Al final, se
decidió a dar una vuelta por la pradera. Salió de la casa caminando en puntillas.
La noche no podía estar má s despejada. La temperatura resultaba muy agradable. La niñ a
se quedó mirá ndolo todo con los ojos bien abiertos. Había luna llena y el escenario estaba
bien iluminado, por este motivo pudo descubrir en el centro una especie de nubecilla de
gran espesor.
Enseguida procuró ocultarse detrá s de unos arbustos y, después de asegurarse de que
nadie podía contemplarla, sacó el velo de la Sílfide y se lo colocó ante los ojos.
Desde el primer momento quedó tan deslumbrada que fue incapaz de distinguir las formas
dentro de la nebulosa... ¡Pero ésta terminó convirtiéndose en una masa abigarrada de
criaturas encantadas, todas ellas vestidas con ropajes multicolores, que bajo el resplandor
lunar brillaban como cientos de piedras preciosas!
Una vez sus ojos se habituaron a aquellos destellos en permanente movimiento, consiguió
distinguir a la Reina de las Sílfides, a la que acompañ aba toda su corte vistiendo sus
mejores galas por ser una noche de plenilunio. También llevaban coronas y diademas de las
má s valiosas contenidas en los tesoros subterrá neos. Ademá s, pudo contemplar a infinidad
de gnomos, duendecillos, enanitos y otros seres má gicos, que bailaban muy alegres. Se
parecían mucho a los niñ os cuando salen al recreo en un día de primavera después de
haber estado encerrados muchas horas en las aulas.
Tan absorta se hallaba Maya observando las diversiones de aquellas diminutas criaturas,
que perdió la noció n del tiempo. Debió ser la aurora la que anunciase, con su manto rosado,
la proximidad de la mañ ana. Sílfides, gnomos, duendes y todos los demá s escaparon a sus
hogares en los á rboles o en el subsuelo.
Entonces, la niñ a regresó a su casa caminando de puntillas, no queriendo despertar a su
madre y a su hermano. Se quitó las ropas, guardó el velo de la Sílfide debajo de la almohada
y se quedó profundamente dormida, con la mente inundada de las imá genes deslumbrantes
que acababan de fascinarla.
De pronto, el gnomo consideró que había llegado el momento de intervenir. Como
continuaba en su escondite debajo de la cama de Andrés, se deslizó hasta la de Maya,
rastreó por debajo de la almohada y, enseguida, localizó el velo de la Sílfide. Al momento lo
sustituyó por un pedacito de tela muy parecido, aunque sin ningú n poder má gico.
Horas má s tarde, cuando la niñ a se despertó , lo primero que hizo fue coger su talismá n y,
sin advertir el cambio, fue en busca de su hermano para contarle todas las maravillas que
había podido ver la noche anterior. Sin recordar que estaba quebrantando una de las
prohibiciones de la Sílfide.
Andrés creyó todo lo que oía, porque Maya nunca le había mentido. Y hasta tal punto llegó
su entusiasmo, que suplicó poder asistir a un espectá culo tan fantá stico. Así decidieron que
aquella misma noche irían juntos a la pradera.
Para conseguirlo esperaron a que su madre se quedara dormida, con el fin de poder salir en
silencio. Iban cogidos de la mano cuando se encontraron en el corazó n de la noche má s
iluminada. En efecto, también había luna llena.
La niñ a se sentía muy emocionada. Sacó el velo de la Sílfide y lo colocó ante sus ojos... ¡Pero
no vio nada má s que una borrosa oscuridad! Al principio supuso que el error se debía a que
se encontraba muy lejos de la nebulosa.
—Conviene que nos aproximemos un poco má s —dijo a Andrés.
Así lo hicieron. Y cuando estimaron que se encontraban a la distancia má s conveniente,
Maya volvió a servirse de la tela... ¡Y se encontró con el mismo chasco!
Sin desanimarse del todo, intentó que mirase su hermano, ya que siempre había tenido una
vista má s aguda. Para encontrarse con los mismos resultados: una mancha borrosa.
—Si esto es un pedazo de tela normal y corriente —dijo el niñ o muy enfadado—. Ahí
delante só lo hay un montó n de niebla. Para demostrá rtelo, voy a caminar en medio de ella.
Lo hizo con gran decisió n; y hasta corrió para llegar má s deprisa.
Maya intentó impedírselo, recordando las advertencias de la Sílfide. Pero ya era demasiado
tarde. La nebulosa había rodeado completamente a Andrés, sin que se le pudiera ver... ¡Y
encima avanzaba hasta donde se encontraba la niñ a!
Sú bitamente, cientos de manitas invisibles sujetaron a Maya, para atarla. Después la
alzaron en vilo y la depositaron en un vehículo de plata que era tirado por cien ratones
blancos.
En lo que dura un parpadeo, los dos hermanos fueron llevados a un palacio subterrá neo,
alumbrado con una luz intensísima debido a que de las paredes brotaban millares de rayos
de Luna. Decenas de Sílfides los desataron, y pudieron incorporarse, aunque con grandes
dificultades porque el lugar, gigantesco para las diminutas criaturas má gicas, resultaba
excesivamente pequeñ o para los niñ os. Esto no impidió que los dejaran en un calabozo,
donde los sujetaron a las paredes con cadenas. Y así quedaron solos.
Varios días pasaron Maya y Andrés encerrados en aquel lugar, sin que se les sirviera la
suficiente comida y agua. Bien es verdad que las Sílfides les llevaban gotitas de rocío,
pétalos de rosa y miel, lo que para cien de ellas hubiera supuesto todo un banquete; sin
embargo, para los prisioneros resultaba insuficiente. De ahí que terminaran sintiendo un
hambre y una sed atroces.

Por fortuna un día el turno de carcelera le correspondió a la Sílfide que fue ayudada por
Maya. Y al ver el aspecto de los prisioneros, se apiadó tanto de ellos que les dijo:
—Te has merecido este castigo, Maya, pues te advertí de que si eras descubierta te harían
su prisionera eternamente. También te prohibí que contases lo que vieses durante el baile
de las Sílfides; y me desobedeciste. Sin embargo, voy a ayudarte. Aquí te entrego otro velo y
una llavecita. Con ésta debes golpear vuestras cadenas, las cuales se romperá n como si
fueran de cristal, pero sin hacer ruido. Después, también te servirá para abrir la puerta del
calabozo. Nada má s que salgá is de aquí, os cubriréis los dos con el velo, ya que al contacto
con vuestros cuerpos hará que se agiganten. Enseguida tú pronunciará s estas palabras:

Vuela rápido, velo de la Sílfide.


has luces de la Luna resplandecen muy ciaras.
Oculta, oculta, ante las Sílfide nuestras caras.

Mientras os encontréis bajo el velo protector, ninguna de mis compañ eras, ni siquiera la
Reina, podrá causaros dañ o alguno.
Los dos hermanos escucharon a su salvadora muy conmovidos. Recibieron los objetos
má gicos y, después, escucharon esta desesperada petició n:
—Ahora viene la cuestió n má s comprometida para mí. Por el hecho de ayudaros me he
convertido en una traidora. Cuando la Reina se entere de mi conducta, me encarcelará . Por
eso he decidido marcharme, antes de ocupar vuestro puesto en esta celda, donde me
dejarían morir de hambre y sed. A partir de hoy dependo completamente de vosotros, ya
que estaréis obligados a brindarme asilo: esto supone un hogar, alimentos, bebidas y un
poco de afecto.
Los hermanos se comprometieron a ayudarla en todo. Enseguida escaparon de allí; y,
cuando el sol ya estaba dorando la gran pradera, se encontraron ante la fachada de su casa.
Podéis imaginaros la alegría que se llevó la madre al ver a sus hijos, pues llegó a creer que
habían sido devorados por los lobos o las otras ñ eras de los bosques pró ximos.
Los niñ os contaron todas las aventuras que habían debido soportar por no hacer caso de
los consejos de la Sílfide. Especialmente, se cuidaron de resaltar có mo ésta los había
salvado de una muerte segura.
Se eligió como vivienda de la Sílfide un espléndido geranio, que adornaba el alféizar de la
ventana de los niñ os. Nunca se olvidaron éstos de llevarle trocitos de golosinas, lo que a su
amiguita le ponía muy contenta al gustarle mucho los dulces. Siempre mostraba su
satisfacció n abriendo las alas, para volar por el dormitorio mejor que lo haría la má s
hermosa de las mariposas. Cuando llegaba la noche, se le preparaba una cama dentro de
una cajita de madera, cuyo fondo se rellenaba de pétalos de flores, los cuales eran
cambiados todos los días.
De esta manera fue transcurriendo el tiempo, sin que ocurriera nada anormal. Pero un día
los tres ocupantes humanos de la casa debieron marcharse a la ciudad a cumplir unos
compromisos sociales ineludibles. No volvieron hasta la noche. Durante este tiempo, las
Sílfides invadieron la casa, pues en situació n de emergencia podían actuar bajo la luz del
sol, para lo cual se cubrían con unos velos negros, y capturaron a la desertora. Esta no
opuso ninguna resistencia, ni siquiera al verse encerrada en el calabozo, donde la dejarían
morir sin comida ni agua de rocío.
Cuando Maya descubrió la desaparició n de su amiguita, la buscó desesperadamente. Sin
dejarlo de hacer en toda la noche y el día siguiente. En el momento que se quedó muy ronca
de tanto llamada, no le cupo la menor duda que había sido hecha prisionera por la Reina de
las Sílfides. Como se consideró culpable de tan amargo desenlace, enfermó de
arrepentimiento.
La fiebre no le bajaba, a pesar de que el médico recetó las má s eficaces sulfamidas. Esto
supuso que el gnomo se apiadara de la niñ a. Era un poco ladronzuelo y algo rencoroso,
pero tenía buen corazó n. Nunca había dejado de visitar la casa. Y aquella mañ ana se subió a
la almohada de la cama de Maya, caminó por la misma hasta colocarse junto a la cabecita de
la enferma y le dijo:
—Yo soy el verdadero culpable de todo lo sucedido, ya que te robé el velo de la Sílfide para
que nunca me volvieras a ver... Por favor, no llores. Creo que con mi ayuda podrá s liberar a
tu amiguita. Esta misma noche, cuando todos estén dormidos, los dos iremos a consultar
con el bú ho que tiene el nido en la encina que hay detrá s de tu casa. Seguro que él nos
ofrecerá el mejor consejo. Es muy sabio y dispone de solució n para todos los problemas...
¡Ah, aquí tienes el velo de la Sílfide! ¡Palabra de gnomo que es el auténtico!
Debemos aclarar que el gnomo era visible porque había dado la vuelta a su gorrito
puntiagudo. La niñ a se lo agradeció y, por vez primera después de la desaparició n de la
Sílfide, consiguió dormir unas horas.
Con la llegada de la noche, se fue en compañ ía del gnomo a entrevistarse con el sabio bú ho,
al que contaron sus problemas sin olvidarse de los menores detalles, k> que era
importantísimo. El pá jaro voluminoso movió la cabeza después de haberse concedido unos
segundos para pensar y, al final, dijo:
—Me habéis planteado un suceso algo complicado. Si de verdad queréis mi ayuda, deberéis
comprometeros a traerme todos los días, a lo largo de un mes, una buena ració n de carne
fresca y un vaso de leche. Bastará con que lo dejéis al pie de mi encina.
Maya se comprometió a cubrir esa especie de pago. Entonces el bú ho prosiguió :
—La Sílfide se encuentra prisionera en el subterrá neo, en la misma celda que ocuparon los
niñ os. Os he de advertir que la Reina está muy disgustada, hasta el punto de que ha
decidido matar de hambre a la desertara. Só lo podremos evitarlo devolviéndole el anillo,
que anoche perdió mientras bailaba en la gran pradera... Pero este anillo se halla en el nido
de las cornejas, ya que lo encontraron al poco de salir el sol. Lo localizaréis en un hueco del
tronco del á rbol má s cercano a la fuente. Si consiguierais apoderaros de él lo antes posible,
mañ ana debería ir Maya a la entrada del Reino Subterrá neo, para dejar allí el anillo, pero
envuelto en el velo de la Sílfide. De esta manera, cuando la Reina salga a organizar el baile,
podrá verlo enseguida. Nada má s que lo tenga en sus manos, se sentirá tan feliz que no
dudará en perdonarlo todo, hasta a su ex dama de honor, a la que concederá la libertad de
inmediato.
El gnomo y la niñ a dieron las gracias al bú ho y se alejaron de la encima. Seguidamente, el
diminuto personajillo se comprometió a recuperar el anillo de la Reina de las Sílfides. Tan
seguro se mostró , que pidió a Maya que durmiese tranquila, pues al día siguiente
encontraría el anillo en el geranio que sirvió de alojamiento a la amiguita.
Esto fue lo que ocurrió . En el momento que la niñ a abrió la ventana, pudo contemplar sobre
el geranio algo parecido a una gotita de rocío. Lo recogió con la puntita de los dedos, y pudo
comprobar que era una sortija provista de un diamante.
Envolvió esta joya con el velo de la Sílfide y marchó a depositarlo al pie del á lamo. Pero lo
colocó en un lugar bien visible para quien saliera del subterrá neo, aunque no para las aves,
ya que otras podían robarlo.
Cuando aquella misma noche la Reina de las Sílfides lo vio, se sintió tan feliz que cambio el
orden del baile, para que sus melodías fueran má s bulliciosas. También prometió organizar
unas fiestas muy sonadas, a las que asistirían todos los seres má gicos que poblaban la gran
pradera. Como se puede entender, nada de lo anterior pudo celebrarse sin antes poner en
libertad a la prisionera. Ademá s, le devolvió su posició n en la corte como una de sus damas
de compañ ía. Sin olvidarse de ordenar que le fuera servida una opípara cena y el agua de
rocío má s pura.
En lo que concierne a Maya, os diremos que creció tan dichosa, junto a su hermano Andrés
y a su madre, Pero nunca má s se le volvió a ocurrir querer contemplar el baile de las
Sílfides. A pesar de que no pudo olvidarlo, debido a que hay emociones que se encierran
para siempre en el cofre del corazó n y en la gran caja fuerte del cerebro.
El gnomo (leyenda aragonesa)

Gustavo Adolfo Bécquer

GUSTAVO ADOLFO Bécquer nació en 1836 en Sevilla, de donde captó la sensibilidad poética,
que llevó a Madrid, aunque no pudiera manifestarla, todavía, porque necesitaba trabajar
para vivir. Primero estuvo empleado como simple burócrata, hasta que se dedicó al
periodismo. Cuando empezaba a sentir la herida de la tuberculosis dio comienzo a su gran
obra literaria, en forma de poesías, como Cartas desde mi celda, o de prosa, como sus
Leyendas, entre las que destaca El gnomo.
Bécquer inició la poesía moderna, sin olvidar el romanticismo, hasta el punto de influir en
grandes autores como Antonio Machado o Juan Ramón Jiménez. Sus pocos años de vida, ya
que fue abatido por la tuberculosis cuando sólo había cumplido los treinta y cuatro,
impidieron el desarrollo de un poder de creación inimaginable. Hemos de tener en cuenta que
este autor excepcional es considerado uno de los cinco grandes poetas de toda la Literatura
en castellano. ¿Dónde hubiese llegado de haber podido vivir más tiempo? Por otra parte, casi
toda su obra no fue conocida hasta después de su muerte, por eso siempre vivió en la
precariedad por culpa de la enfermedad que le estaba consumiendo y por ciertas
desavenencias familiares.
Si nos fijamos en d relato que hemos seleccionado, observaremos cómo Bécquer recurre a
elementos sobrenaturales. La imagen de los gnomos que nos ofrece es muy cruel, bordeando
las propiedades de unos demonios. En realidad nos hallamos ante una leyenda auténtica del
Moncayo, que este genial autor recreó con gran habilidad.

Las muchachas del lugar volvían a la fuente con sus cá ntaros en la cabeza. Volvían cantando
y riendo con un ruido y una algazara que só lo pudiera compararse a la alegre algarabía de
una banda de golondrinas cuando revolotean espesas como el granizo alrededor de la
veleta de un campanario.
En el pó rtico de la iglesia, y sentado al pie de un enebro, estaba el tío Gregorio. El tío
Gregorio era el má s viejecito del lugar. Tenía cerca de noventa navidades, el pelo blanco, la
boca de risa, los ojos alegres y las manos temblonas. De niñ o fue pastor; de joven, soldado.
Después cultivó una pequeñ a heredad, patrimonio de sus padres, hasta que, por ú ltimo, le
faltaron las fuerzas y se sentó tranquilamente a esperar la muerte, que ni temía ni deseaba.
Nadie contaba un chascarrillo con má s gracia que él, ni sabía historias má s estupendas, ni
traía a cuento tan oportunamente un refrá n, una sentencia o un adagio.
Las muchachas, al verlo, apresuraron el paso con á nimo de irle a hablar, y cuando
estuvieron en el pó rtico, todas comenzaron a suplicarle que les contase una historia con
que entretener el tiempo que aú n faltaba para hacerse de noche, que no era mucho, pues el
sol poniente hería de soslayo la tierra y las sombras de los montes se dilataban por
momentos a lo largo de la llanura.
El tío Gregorio escuchó sonriendo la petició n de las muchachas, las cuales, una vez obtenida
la promesa de que les referiría alguna cosa, dejaron los cá ntaros en el suelo y, sentá ndose a
su alrededor, formaron un corro, en cuyo centro quedó el viejecito, que comenzó a
hablarles de esta manera:
—No os contaré una historia, porque aunque recuerdo algunas en este momento, atañ en a
cosas tan graves que ni vosotras, que sois unas locuelas, me prestaríais atenció n para
escucharlas, ni a mí, por lo avanzado de la tarde, me quedaría espacio para referirlas. Os
daré en su lugar un consejo.
—¡Un consejo! —exclamaban las muchachas con aire visible de mal humor—. ¡Bah! No era
para oír consejos para lo que nos hemos detenido. Cuando nos hagan falta, ya nos los dará
el señ or cura.
—Es —prosiguió el anciano con su habitual sonrisa y su voz cascada y temblona— que el
señ or cura acaso no sabría dá roslo en esta ocasió n tan oportuna como os lo puede dar el tío
Gregorio, porque él, ocupado en sus rezos y letanías, no habrá echado, como yo, de ver que
cada día vais por agua a la fuente má s temprano y volvéis má s tarde.
Las muchachas se miraron entre sí con una imperceptible sonrisa de burla, no faltando
algunas de las que estaban colocadas a su espalda que se tocasen la frente con el dedo,
acompañ ando su acció n con un gesto significativo.
—¿Y qué mal encontrá is en que nos detengamos en la fuente charlando un rato con las
amigas y las vecinas...? —dijo una de ellas— ¿Andan, acaso, chismes en el lugar porque los
mozos salen al camino a echamos flores o vienen a brindarse para traer nuestros cá ntaros
hasta la entrada del pueblo?
—^-De todo hay —comentó el viejo a la moza que le había dirigido la palabra en nombre de
sus compañ eras—. Las viejas del lugar murmuraban de que hoy vayan las muchachas a
loquear y entretenerse a un sitio al cual ellas llegaban deprisa y temblando a tomar el agua,
pues só lo de allí puede traerse, y yo encuentro mal que perdá is, poco a poco, el temor que a
todos inspira el sitio donde se halla la fuente, porque podía acontecer que alguna vez os
sorprendiese en él la noche.
El tío Gregorio pronunció estas palabras con un tono tan lleno de misterio, que las
muchachas abrieron los ojos espantadas para mirarlo y, con mezcla de curiosidad y burla,
tornaron a insistir.
—¡La noche! Pues ¿qué pasa de noche en ese sitio, que tales aspavientos hacéis y con tan
temerosas y oscuras palabras nos hablá is de lo que allí podría acontecemos? ¿Se nos
comerá n, acaso, los lobos?
—Cuando el Moncayo se cubre de nieve, los lobos, arrojados de sus guaridas, bajan en
rebañ os por su falda, y má s de una vez los hemos oído aullar en horroroso concierto no
só lo en los alrededores de las fuentes, sino en las mismas calles del lugar; pero no son los
lobos los huéspedes má s temibles del Moncayo. En sus profundas simas, en sus cumbres
solitarias y á speras, en su hueco seno, viven unos espíritus diabó licos que durante la noche
bajan por sus vertientes como un enjambre, y pueblan el vacío y hormiguean en la llanura,
y saltan de roca en roca, juegan entre las aguas y se mecen en las desnudas ramas de los
á rboles. Ellos son los que aú llan en las grietas de las peñ as; ellos los que forman y empujan
esas inmensas bolas de nieve que bajan rodando desde los altos picos y arrollan y aplastan
cuanto encuentran a su paso; ellos los que llaman con el granizo a nuestros cristales en las
noches de lluvia y corren como llamas azules y ligeras sobre el haz de los pantanos. Entre
estos espíritus, que, arrojados de las llanuras por las bendiciones y exorcismos de la Iglesia,
han ido a refugiarse a las crestas inaccesibles de las montañ as, los hay de diferentes
naturalezas y que al aparecer a nuestros ojos se revisten de formas variadas. Los má s
peligrosos, sin embargo, los que se insinú an con dulces palabras en el corazó n de las
jó venes y las deslumbran con promesas magníficas, son los gnomos. Los gnomos viven en
las entrañ as de los montes. Conocen sus caminos subterrá neos y, eternos guardadores de
los tesoros que encierran, velan día y noche junto a los veneros de los metales y las piedras
preciosas. ¿Veis —prosiguió el viejo, señ alando con el palo que le servía de apoyo, la
cumbre del Moncayo, que se levantaba a su derecha, destacá ndose oscura y gigantesca
sobre el cielo violado y brumoso del crepú sculo—, veis esa inmensa mole coronada aú n de
nieve? Pues en su seno tienen sus moradas esos diabó licos espíritus. El palacio que habitan
es horroroso y magnífico a la vez.
«Hace muchos añ os que un pastor, siguiendo a una res extraviada, penetró por la boca de
una de esas cuevas, cuyas entradas cubren espesos matorrales y cuyo fin no ha visto
ninguno. Cuando volvió al lugar estaba pá lido como la muerte. Había sorprendido el secreto
de los gnomos, habla respirado su envenenada atmó sfera y pagó su atrevimiento con la
vida; pero antes de morir refirió cosas estupendas. Andando por aquella caverna adelante
había encontrado, al fin, unas galerías subterrá neas e inmensas, alumbradas con un
resplandor dudoso y fantá stico producido por las fosforescencias de las rocas semejantes
allí a grandes pedazos de cristal cuajados en mil formas caprichosas y extrañ as. El suelo, la
bó veda y las paredes de aquellos extensos salones obra de la Naturaleza, parecían
jaspeados como los má rmoles má s ricos; pero las vetas que los cruzaban eran de oro y de
plata, y entre aquellas vetas brillantes se veían, como incrustadas, multitud de piedras
preciosas de todos los colores y tamañ os. Allí había jacintos y esmeraldas en montó n, y
diamantes, y rubíes, y zafiros, y, qué sé yo, otras muchas piedras desconocidas que él no
supo nombrar; pero tan grandes y tan hermosas, que sus ojos se deslumbraron al
contemplarlas. Ningú n ruido exterior llegaba al fondo de la fantá stica caverna. Só lo se
percibían a intervalos, unos grandes y lastimeros gemidos del aire que discurría por aquel
laberinto encantado, un rumor confuso de fuego subterrá neo que hervía comprimido, y
murmullos de aguas corrientes que pasaban sin saberse por dó nde.
El pastor, só lo y perdido en aquella inmensidad, anduvo no sé cuá ntas horas sin hallar la
salida, hasta que, por ú ltimo, tropezó con el nacimiento del manantial cuyo murmullo había
oído. É ste brotaba del suelo como una fuente maravillosa, con un salto de agua coronado de
espuma, que caía formando una vistosa cascada y produciendo un murmullo sonoro al
alejarse resbalando por entre las quebraduras de las peñ as. A su alrededor crecían unas
plantas nunca vistas, con hojas anchas y gruesas las unas, delgadas y largas como cintas
flotantes las otras.
Medio escondidos entre aquella hú meda frondosidad discurrían unos seres extrañ os, en
parte hombre, en parte reptiles, o ambas cosas a la vez, pues, transformá ndose
continuamente, ora parecían criaturas humanas deformes y pequeñ uelas, ora salamandras
luminosas o llamas fugaces que danzaban en círculos sobre la cú spide del surtidor. Allí,
agitá ndose en todas direcciones, corriendo por el suelo en forma de enanos repugnantes y
contrahechos, encaramá ndose en las paredes, babeando y retorciéndose en figura de
reptiles o bailando con apariencia de fuegos fatuos sobre el haz del agua, andaban los
gnomos, señ ores de aquellos lugares, contando y removiendo sus fabulosas riquezas. Ellos
saben dó nde guardan los avaros esos tesoros que en vano buscan después los herederos;
ellos conocen el lugar dó nde los moros, antes de huir, ocultaron sus joyas, y las alhajas que
se pierden, las monedas que se extravían, todo lo que tiene algú n valor y desaparece, ellos
son los que lo buscan, lo encuentran y lo roban para esconderlo en sus guaridas, porque
ellos saben andar todo el mundo por debajo de la tierra y por caminos secretos e ignorados.
Allí tenían, pues, hacinados en montó n, toda clase de objetos raros y preciosos. Había joyas
de un valor inestimable, collares y gargantillas de perlas y piedras finas, á nforas de oro de
forma antiquísima llenas de rubíes, copas cinceladas, armas ricas, monedas con bustos y
leyendas imposibles de conocer o descifrar, tesoros, en fin, tan fabulosos e inmensos, que la
imaginació n apenas puede concebirlos. Y todo brillaba a la vez, lanzando unas chispas de
colores y unos reflejos tan vivos, que parecía como que todo estaba ardiendo y se movía y
temblaba. Al menos, el pastor refirió que así se le había parecido.»
Al llegar aquí, el anciano se detuvo un momento. Las muchachas, que comenzaron a oír la
relació n del tío Gregorio con una sonrisa de burla, guardaban entonces un profundo
silencio, esperando a que continuase, con los ojos espantados, los labios ligeramente
entreabiertos y la curiosidad y el interés pintados en el rostro. Una de ellas rompió al fin el
silencio y exclamó sin poderse contener, entusiasmada al oír la descripció n de las fabulosas
riquezas que se habían ofrecido a la vista del pastor:
—Y qué, ¿no se trajo nada de aquello?
—Nada —contestó el tío Gregorio.
—¡Qué tonto! —exclamaron en coro las muchachas. —El cielo lo ayudó en aquel trance —
prosiguió el anciano—, pues en aquel momento en que la avaricia, que a todo se sobrepone,
comenzaba a disipar su miedo y, alucinado a la vista de aquellas joyas, de las cuales una
sola bastaría para hacerlo poderoso, el pastor iba a apoderarse de algunas, dice que oyó ,
¡maravillaos del suceso!, oyó claro y distinto en aquellas profundidades, y a pesar de las
carcajadas y las voces de los gnomos, del hervidero del fuego subterrá neo, del rumor de las
aguas corrientes y de los lamentos del aire, digo, como si estuviese al pie de la colina, en
que se encuentra, el clamor de la campana que hay en la ermita de Nuestra Señ ora del
Moncayo. Al oír la campana, que tocaba el Avemaría, el pastor cayó al suelo invocando a la
Madre de Nuestro Señ or Jesucristo; y, sin saber có mo ni por dó nde, se encontró fuera de
aquellos lugares y en el camino que conduce al pueblo, echado en una senda y presa de un
gran estupor, como si hubiera salido de un sueñ o. Desde entonces se explicó todo el mundo
por qué la fuente del lugar trae a veces entre sus aguas como un polvo finísimo de oro, y
cuando llega la noche, en el rumor que produce se oyen palabras confusas, palabras
engañ osas con que los gnomos que la inficionan desde su nacimiento procuran seducir a
los incautos que les prestan oídos, prometiéndoles riquezas y tesoros que han de ser su
condenació n.
Cuando el tío Gregorio llegaba a este punto de su historia, ya la noche había entrado y la
campana de la iglesia comenzó a tocar las oraciones. Las muchachas se persignaron
devotamente, murmurando un Avemaría en voz baja y, después de despedirse del tío
Gregorio, que les tomó a aconsejar que no perdieran el tiempo en la fuente, cada cual tomó
su cá ntaro, y todas juntas salieron silenciosas y preocupadas del atrio de la iglesia. Ya lejos
del sitio en que encontraron el viejecito, y cuando estuvieron en la plaza del lugar, donde
habían de separarse, exclamó la má s resuelta y decidora de ellas:
—¿Vosotras creéis algo de las tonterías que nos ha contado el tío Gregorio?
—¡Yo, no! —dijo una.
—¡Yo, tampoco! —exclamó la otra.
—¡Ni yo! ¡Ni yo! —repitieron las demá s, burlá ndose con risas de su credulidad en un
momento.
El grupo de mozuelas se disolvió , alejá ndose cada cual hacia uno de los extremos de la
plaza. Luego que doblaron las esquinas de las diferentes calles que venían a desembocar en
aquel sitio, dos muchachas, las ú nicas que no habían despegado aú n los labios para
protestar con sus burlas contra la veracidad del tío Gregorio, y que, preocupadas con la
maravillosa relació n, parecían absortas con sus ideas, se marcharon juntas, y con esta
lentitud propia de las personas distraídas, por una calleja sombría, estrecha y tortuosa.
De aquellas dos muchachas, la mayor, que parecía tener unos veinte añ os, se llamaba
Marta, y la má s pequeñ a, que aú n no había cumplido los dieciséis, Magdalena.
El tiempo que duró el camino, ambas guardaron un profundo silencio; pero cuando
llegaron a los umbrales de la casa y dejaron los cá ntaros en el asiento de piedra del portal,
Marta dijo a Magdalena:
—¿Y tú crees en las maravillas del Moncayo y en los espíritus de la fuente...?
—Yo —contestó Magdalena con sencillez—, yo creo en todo. ¿Dudas tú acaso?

—¡Oh, no! —se apresuró a interrumpir Marta—. Yo también creo en todo. En todo..., lo que
deseo creer.

II

Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas desde los primeros añ os de la niñ ez, vivían
míseramente a la sombra de una pariente de su madre, que las había recogido por caridad,
y que a cada paso les hacía sentir con sus dicterios y sus humillantes palabras el peso de su
beneficio. Todo parecía contribuir a que se estrechasen los lazos del cariñ o entre aquellas
dos almas hermanas no só lo por el vínculo de la sangre, sino por los de la miseria y el
sufrimiento, y, sin embargo, entre Marta y Magdalena existía una sorda emulació n, una
secreta antipatía, que só lo pudiera explicar el estudio de sus caracteres, tan en absoluta
contraposició n como sus tipos.
Marta era altiva, vehemente en sus inclinaciones y de una rudeza salvaje en la expresió n de
sus afectos. No sabía ni reír ni llorar, y por eso no había llorado ni reído nunca. Magdalena,
por el contrario, era humilde, amante, bondadosa, y en má s de una ocasió n se la vio llorar y
reír a la vez como los niñ os.
Marta tenía los ojos má s negros que la noche, y de entre sus oscuras pestañ as diríase que a
intervalos saltaban chispas de fuego como de un carbó n ardiente.
La pupila azul de Magdalena parecía nadar en un fluido de luz dentro del cerco de oro de
sus pestañ as rubias. Y todo era en ella armonioso con la diversa expresió n de sus ojos.
Marta, enjuta de carnes, quebrada de color, de estatura esbelta, movimientos rígidos y
cabellos crespos y oscuros, que sombreaban su frente y caían por sus hombros como un
manto de terciopelo, formaba un singular contraste con Magdalena, blanca, rosada,
pequeñ a, infantil en su fisonomía y sus formas y con unas trenzas rubias que rodeaban sus
sienes, semejantes al nimbo dorado de la cabeza de un á ngel.
A pesar de la inexplicable repulsió n que sentían la una por la otra, las dos hermanas habían
vivido hasta entonces en una especie de indiferencia, que hubiera podido confundirse con
la paz y el afecto. No habían tenido caricias que disputarse ni preferencias que envidiar,
iguales en la desgracia y el dolor. Marta se había encerrado para sufrir en su egoísta y altivo
silencio, y Magdalena, encontrando seco el corazó n de su hermana, lloraba a solas cuando
las lá grimas se agolpaban involuntariamente en sus ojos.
Ningú n sentimiento era comú n entre ellas. Nunca se confiaron sus alegrías y pesares, y, sin
embargo, el ú nico secreto que procuraban esconder en lo má s profundo del corazó n se lo
habían adivinado mutuamente, con ese instinto maravilloso de la mujer enamorada y
celosa. Marta y Magdalena tenían, efectivamente, puestos sus ojos en un mismo hombre.
La pasió n de la una era el deseo tenaz, hijo de un cará cter indomable y voluntarioso; en la
otra, el cariñ o se parecía a esa vaga y espontá nea ternura de la adolescencia, que,
necesitando un objeto en que emplearse, ama el primero que se ofrece a su vista. Ambas
guardaban el secreto de su amor, porque el hombre que lo había inspirado tal vez hubiera
hecho mofa de un cariñ o que se podía interpretar como ambició n absurda en unas
muchachas plebeyas y miserables. Ambas, a pesar de la distancia que las separaba del
objeto de su pasió n, alimentaban una esperanza remota de poseerlo.
Cerca del lugar, y sobre un alto que dominaba los contornos, había un antiguo castillo
abandonado por sus dueñ os. Las viejas, en las noches de velada, referían una historia llena
de maravillas acerca de sus fundador. Contaban que, hallá ndose el rey de Aragó n en guerra
con sus enemigos, agotados ya sus recursos, abandonado de sus parciales y pró ximo a
perder el trono, se le presentó un día una pastorcita de aquella comarca y, después de
revelarle la existencia de unos subterrá neos por donde podía atravesar el Moncayo sin que
se apercibiesen sus enemigos, le dio un tesoro en perlas finas, riquísimas piedras preciosas
y barras de oro y de plata, con las cuales el rey pagó sus mesnadas, levantó un poderoso
ejército y, marchando por debajo de la tierra durante toda una noche, cayó al otro día sobre
sus contrarios y los desbarató , asegurá ndose la corona en su cabeza.
Después que hubo alcanzado tan señ alada victoria, cuentan que dijo el rey a la pastorcita:
«Pídeme lo que quieras, que, aun cuando fuese la mitad de mi reino, juro que te lo he de dar
al instante».
«Yo no quiero má s que volverme a cuidar de mi rebañ o», respondió la pastorcita.
«No cuidará s sino de mis fronteras», le replicó el rey, y le dio el señ orío de toda la raya y le
mandó edificar una fortaleza en el pueblo má s fronterizo a Castilla, adonde se trasladó la
pastora, casada ya con uno de los favoritos del rey, noble galá n, valiente y señ or asimismo
de muchas fortalezas y muchos feudos.
La estupenda relació n del tío Gregorio acerca de los gnomos del Moncayo, cuyo secreto
estaba en la fuente del lugar, exaltó nuevamente las locas fantasías de las dos enamoradas
hermanas, completando, por decirlo así, la ignorada historia del tesoro hallado por la
pastorcita de la conseja, tesoro cuyo recuerdo había turbado má s de una vez sus noches de
insomnio y de amargura, presentá ndose a su imaginació n como un débil rayo de esperanza.
La noche siguiente a la tarde del encuentro con el tío Gregorio, todos las muchachas del
lugar hicieron conversació n en sus casas de la estupenda historia que les había referido.
Marta y Magdalena guardaron un profundo silencio, y ni en aquella noche ni en todo el día
que amaneció después volvieron a cambiar una sola palabra relativa al asunto, tema de
todas las conversaciones y objeto de los comentarios de sus vecinas.
Cuando llegó la hora de costumbre, Magdalena tomó su cá ntaro y le dijo a su hermana:
—¿Vamos a la fuente?
Marta no contestó , y Magdalena volvió a decirle:
—¿Vamos a la fuente? Mira que si no nos apresuramos se pondrá el sol antes de la vuelta.
Marta exclamó al fin, con acento breve y á spero:
—Yo no quiero ir hoy
—Ni yo tampoco —añ adió Magdalena después de un instante de silencio, durante el cual
mantuvo los ojos clavados en los de su hermana, como si quisiera adivinar en ellos la causa
de su resolució n.

III

Las muchachas del lugar hacía cerca de una hora que estaban de vuelta en sus casas. La
ú ltima luz del crepú sculo se había apagado en el horizonte y la noche comenzaba a cerrar
de cada vez má s oscura, cuando Marta y Magdalena, esquivá ndose mutuamente y cada cual
por diverso camino, salieron del pueblo con direcció n a la fuente misteriosa. La fuente
brotaba escondida entre unos riscos cubiertos de musgo en el fondo de una larga alameda.
Después que se fueron apagando, poco a poco, los rumores del día y no se escuchaba el
lejano eco de la voz de los labradores que vuelven, caballeros en sus yuntas, cantando al
compá s del timó n del arado que arrastran por la tierra; después que se dejó de percibir el
monó tono ruido de las esquilas del ganado, y las voces de los pastores, y el ladrido de los
perros que reú nen las reses, y sonó en la torre del lugar la postrera campanada del toque
de oraciones, reinó ese doble y augusto silencio de la noche y la soledad, silencio lleno de
murmullos extrañ os y leves, que lo hacen aú n má s perceptible.
Marta y Magdalena se deslizaron por entre el laberinto de los á rboles y, protegidas por la
oscuridad, llegaron sin verse al fin de la alameda. Marta no conocía el temor, y sus pasos
eran firmes y seguros. Magdalena temblaba con el ruido que producían sus pies al hollar las
hojas secas que tapizaban el suelo.
Cuando las dos hermanas estuvieron junto a la fuente, el viento de la noche comenzó a
agitar las copas de los á lamos, y al murmullo de sus soplos desiguales parecía responder el
agua del manantial con un rumor acompasado y uniforme.
Marta y Magdalena prestaron atenció n a aquellos ruidos que pasaban bajo sus pies como
un susurro constante y sobre sus cabezas como un lamento que nacía y se apagaba para
tomar a crecer y dilatarse por la espesura. A medida que transcurrían las horas, aquel sonar
eterno del aire y del agua empezó a producir una extrañ a exaltació n, una especie de vértigo
que, turbando la vista y zumbando en el oído, parecía trastornarlas por completo.
Entonces, a la manera que se oye hablar entre sueñ os con un eco lejano y confuso, les
pareció percibir entre aquellos rumores sin nombre sonidos inarticulados, como los de un
niñ o que quiere y no puede llamar a su madre; luego, palabras que se repetían una vez y
otra, siempre lo mismo; después, frases inconexas y dislocadas, sin orden ni sentido, y, por
ú ltimo..., por ú ltimo, comenzaron a hablar el viento vagando entre los á rboles y el agua
saltando de risco en risco.
Y hablaban así:
EL AGUA.—¡Mujer...! ¡Mujer! ¡Ó yeme..., ó yeme y acércate para oírme que yo besaré tus pies
mientras tiemblo al copiar tu imagen en el fondo sombrío de mis ondas! ¡Mujer...! Ó yeme,
que mis murmullos son palabras.
EL VIENTO.—¡Niñ a...! ¡Niñ a gentil, levanta tu cabeza; déjame en paz besar tu frente, en
tanto que agito tus cabellos! Niñ a gentil, escú chame, que yo sé hablar también y te
murmuraré al oído frases cariñ osas.

MARTA.—¡Oh! ¡Habla, habla, que yo te comprenderé, porque mi inteligencia flota en un


vértigo como flotan tus palabras indecisas! Habla, misteriosa corriente.

MAGDALENA.—Tengo miedo. ¡Aire de la noche, aire de perfumes, refresca mi frente que


arde! Dime algo que me infunda valor, porque mi espíritu vacila.

EL AGUA.—Yo he cruzado el tenebroso seno de la tierra, he sorprendido el secreto de su


maravillosa fecundidad y conozco todos los fenó menos de sus entrañ as, donde germinan
las futuras creaciones. Mi rumor adormece y despierta. Despierta tú , que lo comprendes.

EL VIENTO.—Yo soy el aire que mueven los á ngeles con sus alas inmensas al cruzar por el
espacio. Yo amontono en el Occidente las nubes que ofrecen al sol un lecho de pú rpura y
traigo al amanecer, con las neblinas que se deshacen en gotas, una lluvia de perlas sobre las
flores. Mis suspiros son un bá lsamo. Á breme tu corazó n y lo inundaré de felicidad.

MARTA.—Cuando yo oí por primera vez el murmullo de una corriente subterrá nea, no en


balde me inclinaba a la tierra prestá ndole el oído. Con ella iba un misterio que yo debía
comprender al cabo.

MAGDALENA.—Suspiros del viento, yo os conozco. Vosotros me acariciabais dormida


cuando, fatigada por el llanto, me rendía al sueñ o en mi niñ ez y vuestro rumor se me
figuraban las palabras de una madre que arrulla a su hija.
El agua enmudeció por algunos instantes, y no sonaba sino como agua que se rompe entre
peñ as. El viento calló también, y su ruido no fue otra cosa que ruido de hojas movidas. Así
pasó algú n tiempo, y después volvieron a hablar, y hablaron así:

EL AGUA.—Después de infiltrarme gota a gota a través del filó n de oro de una mina
inagotable; después de correr por un lecho de plata y saltar como sobre guijarros entre un
sin nú mero de zafiros y amatistas, arrastrando, en vez de arenas, diamantes y rubíes, me he
unido en misterioso consorcio a un genio. Rica con su poder y con las ocultas virtudes de
las piedras preciosas y los metales de cuyos á tomos vengo saturada, puedo ofrecerte
cuanto ambicionas. Yo tengo la fuerza de un conjuro, el poder de un talismá n y la virtud de
las siete piedras y los siete colores.

EL VIENTO.—Yo vengo de vagar por la llanura, y, como la abeja que vuelve a la colmena con
su botín de perfumadas mieles, traigo suspiros de mujer, plegarias de niñ o, palabras de
casto amor y aromas de nardos y azucenas silvestres. Yo no he recogido a mi paso má s que
perfumes y ecos de armonías. Mis tesoros son inmateriales; pero ellos dan la paz del alma y
la vaga felicidad de los sueñ os venturosos.
***
Mientras su hermana, atraída como por un encanto, se inclinaba al borde de la fuente para
oír mejor, Magdalena se iba instintivamente separando de los riscos entre los cuales
brotaba el manantial.
Ambas tenían sus ojos fijos, la una en el fondo de las aguas, la otra en el fondo del cielo.
Y exclamaba Magdalena, mirando brillar los luceros en la altura:
—Esos son los nimbos de la luz de los á ngeles invisibles que nos custodian.
En tanto decía Marta, viendo temblar en la linfa de la fuente el reflejo de las estrellas:
—Esas son las partículas de oro que arrastra el agua en su misterioso curso.
El manantial y el viento, que por segunda vez habían enmudecido un instante, tomaron a
hablar, y dijeron:

El AGUA.—Remonta mi corriente, desnú date del temor como de una vestidura grosera y
osa traspasar los umbrales de lo desconocido. Yo he adivinado que tu espíritu es de la
esencia de los espíritus superiores. La envidia te habrá arrojado tal vez al cielo para
revolearte en el lodo de la miseria. Yo veo, sin embargo, en tu frente sombría un sello de
altivez que te hace digna de nosotros, espíritus fuertes y libres... Ven; yo te voy a enseñ ar
palabras má gicas de tal virtud, que al pronunciarlas se abrirá n las rosas y te brindará n con
los diamantes que está n en su seno, como las perlas en las conchas que sacan del fondo del
mar los pescadores. Ven; te daré tesoros para que vivas feliz, y má s tarde, cuando se
quiebre la cá rcel que lo aprisiona, tu espíritu se asimilará a los nuestros, que son espíritus
hermanos, y, todos confundidos, seremos la fuerza motora, el rayo vital de la creació n, que
circula como un fluido por sus arterias subterrá neas.

EL VIENTO.—El agua lame la tierra y vive en el cieno. Yo discurro por las regiones etéreas y
vuelo en el espacio sin límites. Sigue los movimientos de tu corazó n, deja que tu alma suba
como la llama y las azules espirales del humo. (Desdichado el que, teniendo alas, desciende
a las profundidades para buscar el oro, pudiendo remontarse a la altura para encontrar
amor y sentimiento! Vive oscura como la violetas, que yo te traeré en un beso fecundo el
germen vivificador de otra flor hermana tuya y rasgaré las nieblas para que no falte un rayo
de sol que ilumine tu alegría. Vive oscura, vive ignorada que cuando tu espíritu se desate,
yo lo subiré a las regiones de la luz en una nube roja.
Callaron el viento y el agua y apareció el gnomo. El gnomo era como un hombrecillo
transparente; una especie de enano de luz semejante a un fuego fatuo, que se reía a
carcajadas, sin ruido, y saltaba de peñ a en peñ a y mareaba con su vertiginosa movilidad.
Unas veces se sumergía en el agua y continuaba brillando en el fondo como una joya de
piedras de mil colores; otras salía a la superficie y agitaba los pies y las manos, y sacudía la
cabeza de un lado a otro con una rapidez que tocaba en prodigio.
Marta vio al gnomo y le estuvo siguiendo con la vista extraviada en todas sus extravagantes
evoluciones, y cuando el diabó lico espíritu se lanzó al fin por entre las escabrosidades del
Moncayo como una llama que corre, agitando su cabellera de chispas, sintió una especie de
atracció n irresistible y siguió tras él con una carrera frenética.
—Magdalena —decía en tanto el aire que se alejaba lentamente.
Y Magdalena, paso a paso y como una soná mbula guiada en el sueñ o por una voz amiga
siguió tras la rá faga, que iba suspirando por la llanura. Después todo quedó otra vez en el
silencio en la oscura alameda, y el viento y el agua siguieron resonando con los murmullos
y los rumores de siempre.

IV

Magdalena tomó al lugar pá lida y llena de asombro. A Marta la esperaron en vano toda la
noche.
Cuando llegó la tarde del otro día, las muchachas encontraron un cá ntaro roto al borde de
la fuente de la alameda. Era el cá ntaro de Marta, de la cual nunca volvió a saberse. Desde
entonces las muchachas del lugar van por agua tan temprano, que madrugan con el sol.
Algunas me han asegurado que de noche se ha oído en má s de una ocasió n el llanto de
Marta, cuyo espíritu vive aprisionado en la fuente. Yo no sé qué crédito dar a esta ú ltima
parte de la historia, porque la verdad es que desde entonces ninguno se ha atrevido a
penetrar para oírlo en la alameda después del toque de Avemaría.
Cinco relatos irlandeses de elfos

Autores anó nimos

LOS elfos que presentamos son irlandeses, porque la literatura de este país mágico, centro de
lo céltico, ha recogido los mejores relatos de este género. Podrá comprobarse que los hay de
todas las clases, desde los que ayudan a los seres humanos hasta los que son sus enemigos. Se
describen con grandes poderes mágicos y bondadosos, cuando no muy exigentes en sus
aficiones, casi siempre la música y el canto, pues llegan a mostrarse muy severos con quienes
se atreven a interrumpirlos. Por lo general, viven en contacto con la Naturaleza, lo que no
quita para que ciertas «especies» prefieran las penumbras de las cuevas, los subterráneos y
hasta las profundidades inaccesibles de la tierra.
Forman parte de lo que se conoce como Gente Menuda, a la que también pertenecen los
gnomos. Pero los elfos resultan más juguetones, menos aficionados al trabajo organizado. En
muchas ocasiones forman el cortejo de un Hada; sin embargo, prefieren componer sus propios
reinos. Cuando advierten que su territorio puede ser invadido, raptan a seres humanos para
convertirlos en vigilantes a su servicio. Unos vigilantes que llegan a ser más despiadados que
los propios elfos.
Lo que no se puede evitar es sentir una dora fascinación ante estas criaturas mágicas, porque
forman parte de nuestros sueños, de esa idea mítica de que no «estamos solos», ya que existen
fuerzas ocultas a nuestros sencillos ojos de seres racionales. Algo que los autores anónimos de
estos relatos dejan bien claro, por medio de unos argumentos tan variados que componen,
entre todos ellos, un gran mosaico representativo de los elfos...

Caolite Píes Largos

En Grá in-leathan, que era una aldea situada en el caudado irlandés de Roscommon, vivió
hace algú n tiempo un matrimonio, que a pesar de haberlo deseado fervientemente llevaban
veinte añ os sin tener un hijo.
Una mañ ana de nieves, Diarmuid, que era el nombre del esposo, salió a la llanura dispuesto
a cazar una liebre. La tormenta había cesado hacía unas horas, y el suelo fe hallaba cubierto
de una espesa capa blanquecina. Lo peor era que se había formado una niebla tan espesa,
que resultaba imposible divisar lo que se pudiera encontrar má s allá de media vara de
distancia.
Pero él conocía a la perfecció n cada palmo de las tierras que rodeaban su casa. Esto no
impidió que se perdiera. Su primera idea había sido llegar hasta una zona de vegetació n
que crecía en las proximidades de una turbera, donde hasta en las épocas má s frías siempre
se podían encontrar liebres. Anduvo durante un tiempo sin ser capaz de localizar las orillas
del pantano.
Y cuando entendió que las cosas marchaban en contra de sus deseos, tomó la decisió n de
regresar. Continuó avanzando, hasta que el cansancio le forzó a sentarse al pie de un á rbol
para concederse un respiro.
De repente, vio acercarse una liebre. Levantó su escopeta dispuesto a obtener su pieza de
caza; pero el animal dio un salto, lejos de la línea de tiro, y al mismo tiempo le previno:
—Ni se te ocurra apretar el gatillo, Diarmuid. Y mucho menos para quitar la vida a quien se
considera tu amiga. ¡Podrías lamentarlo!
El fallido cazador estuvo a punto de perder el sentido del sobresalto. En el momento que
recuperó la respiració n, la liebre que continuaba en el mismo lugar, le informó : —No te
asustes de que pueda hablar y que te conozca. Sería tonto que estuviera aquí pasando frío
sino quisiera ayudarte. Andas desorientado porque has entrado, sin proponértelo, en la
colina perdida. Creo que terminarías muriendo en la nieve de no haberme apiadado de ti.
Debería recordar que has matado a muchos de mis hermanos y, aunque te considere mi
enemigo, no pienso vengarme. Hasta voy a prestarte un favor. Só lo tienes que decirme cuá l
es tu mayor deseo y te lo proporcionaré, de no ser que se te ocurra un imposible.
Diarmuid se quedó un momento pensativo y, al final, dijo con firmeza:
—Después de llevar veinte añ os casado continuo sin tener descendencia. A mi esposa y a
mí nos faltará alguien que nos atienda cuando lleguemos a la vejez; y que al final se cuide
de enterrarnos y de lloramos. El mayor de mis deseos, lo mismo que el de mi esposa, es que
un hijo alegre nuestra casa. Claro que nos hemos hecho demasiado viejos.
—Te equivocas —le rectificó la liebre—. Tu mujer ya está embarazada desde ahora mismo.
Dentro de nueve meses tendréis un niñ o que no se ha conocido en todo el mundo. Ahora
procura seguir las huellas que mis patas dejará n en la nieve, porque voy a servirte de guía
para que llegues a casa. Sin embargo, te recomiendo que no le hables a nadie de lo sucedido
entre nosotros y mucho menos lo que has visto. Ademá s, debes prometerme que ya dejará s
de matar liebres.
—llenes mi palabra de honor de que mantendré el silencio —afirmó Diarmuid convencido.
Cuando volvió a su hogar, le estaba aguardando la impaciente Roise, su esposa, por eso le
preguntó :
—¿Dó nde has andado, cariñ o? Tienes el aspecto de haber pasado mucho frío y de no haber
probado bocado desde que saliste de aquí.
—Perdí el sentido de la orientació n y me metí en la colina perdida. Todavía no me explico
có mo he podido encontrar el sendero apropiado. Lo que voy a asegurarte es que jamá s
cogeré la escopeta para ir a cazar liebres.
Y ésta fue una promesa difícil de valorar. Me refiero a sus futuras consecuencias.
Desde aquel día Diarmuid ú nicamente pensó en su hijo.
Y el día que Roise le dijo que estaba embarazada, no pudo dejar de sentirse el hombre má s
dichoso de la tierra. Enseguida se fue en busca del carpintero, al que le encargó que le
fabricase la mejor cuna. A esta iniciativa unió muchas otras, ya que estaba dispuesto a
recibir al niñ o de la mejor manera posible.
Al saber los vecinos que Roise se hallaba en estado de buena esperanza, se dijeron que
aquello era un milagro, debido a que la afortunada había superado de largo los cincuenta
añ os; ademá s, llevaba tan trabajado su organismo que lo tenía desgastado como si hubiera
llegado a los setenta. Una circunstancia ésta que convirtió a Diarmuid y a Roise en la
comidilla de la regió n.
Lo que nadie pudo impedir fue que Roise tuviese, a los nueve meses, un niñ o. La comadrona
se quedó asombrada al verlo, ya que medía cuatro pies de largo, era tan flaco como un palo
y sus pies resultaban de una longitud que no recordaba haber visto, ni leído, que otra
criatura los hubiese tenido de aquel extraordinario tamañ o.
Todas las mujeres que lo vieron en la cunita se quedaron impresionadas, al considerarlo un
bebé excepcional.
Diarmuid sirvió aguardiente a sus invitadas, todas ellas elogiaron al pequeñ o. Pero lo
hicieron mientras los vasos tenían algo de licor. Luego hicieron oír sus críticas.
—¿Verdad que no se te ocurrirá llamarle Diarmuid? —preguntó una anciana que ya había
cogido una buena curda.
—No resultaría aconsejable que le dieras tu nombre —añ adió otra vieja—. Lo acertado
sería que le dieras el nombre de Caolite Cosfhada (pies largos).
—Ese será el apodo por el que le conoceremos en toda la regió n —afirmó una tercera
cotilla.
Roise se disgustó mucho ante aquellos comentarios. De ahí que llamase a su marido; y en la
cocina le pidió que echase de casa a las habladoras, porque se estaban riendo de su
hermoso hijo.
El prudente Diarmuid pidió a las ancianas que se marcharan. Esto provocó tal escá ndalo
que nadie lo olvidaría en Grá in-leathan, ya que jamá s se había oído otro igual, debido a que
las cotillas eran unas grullas de las que originaban unos revuelos que contagiaban a todos
los que las escuchaban.
Lo que nadie pudo evitar fue que el recién nacido se quedara con el apodo de Caolite, Pies
Largos. Y lo llevaría hasta el ú ltimo día de su vida.
Cuando este personajillo cumplió los diez añ os, ya había alcanzado los seis pies de estatura.
Era tan flaco como una cañ a de pescar, y sus pies median pie y medio desde los tobillos al
extremo de los pulgares.
En Irlanda no se conocía hombre, ni galgo, que corriera má s que él. Aunque abandonaba
pocas veces su hogar, debido a que las gentes no dejaban de hacerle burla nada má s que le
veían. Al llegar a los veintiú n añ os su altura era de siete pies y medio y continuaba tan
flacucho como siempre. Sin que sus padres pudieran engordarlo por mucho que le dieran
de comer y beber.
Por la regió n se comentaba que no era un ser humano ya que le faltaban los intestinos, por
eso todo lo que echaba en su boca se perdía.
Como hemos de entender, para Diarmuid y Roise no existía un chico má s hermoso en todo
el mundo. Esperaban que cambiaría en el momento que alcanzase todo su desarrollo físico.
Una mañ ana que se encontraba Caolite con su padre recogiendo turba, les sorprendió 1a
aparició n de una liebre corriendo desesperadamente. Porque se vela acosada por un galgo,
que estaba a punto de darle alcance. Entonces la bestiecilla acosada chilló con la mayor
potencia de sus pulmones, y Caolite no dudó en seguirla, hasta poder cogerla antes de que
la alcanzasen los dientes del perro.
Como éste había corrido con los ojos cerrados, al abrirlos creyendo tener a la presa
vencida, fue a descubrir que no estaba por ninguna parte.
Completamente chasqueado vio a un joven muy alto y delgaducho; y decidió marcharse. Sin
poder observar el bulto que se formaba bajo la chaquetilla de éste, pues allí había dado
refugio a la liebre... ¡A pesar de que con el esfuerzo se había quedado ciego de un ojo!
—Me has salvado la vida —reconoció el animal—. Debo confesarte que ahora eres tú el que
te enfrentas a un grave riesgo, porque ese galgo era una bruja. Ella tiene la culpa de que
ahora no veas por un ojo. Busca en mi oreja derecha y dará s con un frasquito de aceite.
Aplícate un poco en ese ojo y se te curará al momento.
Caolite siguió los consejos de la liebre, y recuperó la visió n.
Entonces la liebre continuó aconsejá ndole:
—Ha llegado el momento de que siga mi camino. Antes debo advertirte que cuando los
cazadores te pregunten por el rastro que han dejado las liebres, debes llevados al cañ averal
que crece en las orillas del lago. Allí tengo yo mi madriguera, porque es un lugar donde ni el
má s veloz de los perros de caza podría atraparme. Só lo tú conseguirías hacerlo, pero somos
amigos. Estoy convencido de que nunca me traicionará s. Esta noche debes rodearte de
algunas defensas, debido a que ese galgo va a ir en tu busca, ya que se ha propuesto
hincarte los dientes en la garganta. La ú nica manera de librarte de él será metiendo en tu
cama al gato de Brigid Ni Mathghamhain. Cuando lo consigas, escuchará s una voz que te
dirá :

El tocino lo devoró el ruin


del gato de Brigid Ni Math uin.

Espera a que este pareado se repita tres veces seguidas. Entonces dejará s que el gato salte
de la cama y te habrá s salvado completamente.
Caolite aguardó a que la liebre se hubiera marchado y, al momento, regresó donde se
encontraba su padre. Le contó lo sucedido, y Diarmiud le dijo:
—Me alegra que la liebre sea tu mejor amiga. No dejes de seguir sus consejos; sin embargo,
has de ser muy precavido. Los vecinos no deben imaginar lo que te ocurre. Lo peor es
alimentar las murmuraciones.
—Ya me rodean demasiadas, papá . Espero que no aumenten por lo que pueda hacer a
partir de ahora —prometió Caolite—. Tú me conoces bien y sabes que nunca he sido un
hablador. Creo que lo aconsejable es que mamá tampoco sepa nada de esto.
Al caer la tarde el chico largo y flacucho llegó a la casa de Brigid Ni Mathghamhain. Cuando
iba por el camino, pudo ver como un zorro escapaba llevando en la boca un ganso que había
robado a Brigid. Enseguida salió detrá s de él; y lo tuvo al alcance de sus manos en pocos
segundos.
Pero, antes de que pudiera atraparlo con sus manos, el zorro dejó caer su presa y corrió a
ocultarse en un bosquecillo. Caolite ya disponía de lo que necesitaba, así que volvió a la
casa donde iban a ayudarle. Entregó el ganso a su propietaria y le dijo:
—Lo acabo de rescatar de las fauces de un zorro.
—No sabes lo que te lo agradezco. ¿Hay algo en que te pueda ayudar? Creo que es la
segunda vez que vienes a mi casa. Me gustaría que lo hicieras má s a menudo, pues eres una
buena persona.
—Deseo que nos preste a su gato, porque los ratones han entrado en nuestra casa y está n
royendo los sacos de harina —mintió , sin hacerlo del todo mal a pesar de que era la
primera vez.
—Llévatelo cuando quieras —ofreció la señ ora—. No me lo devuelvas mientras quede un
rató n por allí.
Caolite cogió el gato y no lo soltó hasta dejarlo en su cama. Llegada la noche, se dio cuenta
de que no podía coger el sueñ o. Poco antes de que sonaran las doce pudo escuchar el
pareado repetido tres veces:

El tocino lo devoró él ruin


del gato de Brigid Ni Math uin.
El tocino lo devoró el ruin
del gato de Brigid Ni Math uin.
El tocino lo devoró el ruin
del gato de Brigid Ni Math uin.

Las ú ltimas palabras sonaron muy cerca de sus orejas.


Y en el aquel mismo instante el gato dio un salto tremendo gritando en lugar de maullar:
—¡Tú , vieja chismosa, nunca yo, fuiste la que devoraste el tocino!
Y las dos bestias se enzarzaron en una batalla de lo má s atroz, entre aullidos, mordiscos y
arañ azos.
No pararon hasta que empezó a clarear el día. Entonces, el galgo huyó del campo de
combate desapareciendo por un orificio de la pared.
El desvalido gato había perdido casi todos los pelos y la piel, y había sido el vencedor.
¡Suponeros có mo sería el aspecto del galgo-bruja! Cuando Caolite se agachó para atenderlo,
pudo escuchar esto:
—Utiliza el frasquito que sacaste de la oreja de la liebre. Unos buenos frotamientos con ese
aceite me dejará n nuevo.
Esto fue lo que hizo el joven de inmediato, para comprobar que su amigo se curaba al
momento.
Acto seguido, el gato le anuncio:
—Tu enemigo acaba de morir.
Caolite trajo un plato de leche para el gato. Poco má s tarde regreso a su casa, porque quería
a la señ ora Brigid. El joven se quedó barriendo los pelos y los trocitos de piel. Lo que no
pudo conseguir limpiar fue algunas gotitas de sangre, ya que ni usando todo el jabó n del
mundo y el agua del cercano lago lo hubiese logrado.
Un día se organizó una importante cacería en el condado de Roscommon. Llegó un
momento en que todos los participantes se centraron en perseguir a un ciervo, el cual llegó
a Crá inleathan.
Caolite se encontraba paseando por el campo cuando vio pasar al ciervo. Enseguida pudo
escuchar los ladridos de la jauría y los gritos de los cazadores. No dudó en correr detrá s de
la presa. Hasta que uno de aquellos hombres le ofreció :
—Si logras que el ciervo retroceda antes de que pueda atravesar el río, te pagaré una
moneda de oro como recompensa.
Caolite no contestó ; sin embargo, a los pocos minutos ya estaba corriendo a la altura del
ciervo. Nada le costó forzarlo a que se diera la vuelta, con lo que fue al encuentro de los
cazadores. É stos le vieron llegar. Claro que antes lo había hecho el joven má s veloz del
mundo. Por eso recibió la moneda de oro.
Lo que desconocían aquellos incautos es que el ciervo había sido aleccionado para que
eligiese el mejor sendero de fuga. Cuando los cazadores se aprestaban a encañ onarlo con
sus escopetas, dio un giro de ciento ochenta grados y escapó por donde le había indicado
Caolite. Bien es cierto que el primer perro de la jauría estuvo a punto de morderle una pata,
sin conseguirlo al saltar la presa al agua. Como nadaba mejor que cualquier chucho, pudo
salvar el pellejo.
—Lo hemos perdido. Pronto se hará de noche. Por hoy es imposible volver a rastrearlo.
Ahora debe estar oculto en el bosque de Loch Glinn.
Caolite escuchó lo que estaban hablando y no dudó en ofrecerles su ayuda:
—Puedo apostaros mi cabeza contra diez peniques a que doy alcance al ciervo y le obligó a
volver aquí mucho antes de que se encuentre en Loch Glinn. Si os parece bien, podéis
aguardarme una media hora.
—Conforme —aceptó uno de los cazadores en nombre de los demá s—. Esperaremos ese
tiempo.
El joven alto y larguirucho se lanzó a la carrera con toda la potencia de sus piernas. Al cabo
de unos cinco minutos había dado alcance al ciervo, a pesar de que debió atravesar a nado
el lago. Enseguida lo convenció para que retrocediera hasta llegar a la orilla del lago.
Lo peor sucedió cuando los cazadores vieron correr a Caolite de una manera tan
prodigiosa, pues algunos de ellos lo consideraron un elfo. Por eso animaron a los demá s
para expulsarlo de aquellas tierras, debido a que estaban convencidos de que esas criaturas
má gicas eran dañ inas.
Sin embargo, no se hallaban en condiciones de organizar ninguna batida. La jauría ya iba
detrá s del ciervo y todos estaban obligados a seguir la misma direcció n.
La presa estaba descansada y siempre mantuvo la delantera, tomando la direcció n de
Cailean Riabhach, como le había aconsejado Caolite. Enseguida se perdió en un bosquecillo,
donde era tan intenso el aroma de las flores, de la resina de los pinos y de tantos otros
á rboles y plantas, que los perros no pudieron seguir el rastro. Los cazadores debieron bajar
las escopetas y regresar a la ciudad totalmente chasqueados.
Caolite volvió junto a sus padres muy satisfecho por su buena obra. Ademá s llevaba una
moneda de oro en los bolsillos. Se la entregó a Diarmuid y le contó todo lo ocurrido.
Una semana después, el joven alto y larguirucho se encontraba en el pantano recogiendo
brezo para ayudar al engorde de su vaca. De repente, alzó la cabeza y afinó el oído. Por el
ruido de las pisadas supo que se acercaban tres cazadores. Sin embargo, se hizo el
distraído, hasta que llegaron a su lado y le preguntaron:
—¿Has visto pasar una fiebre?
—No; pero les puedo llevar donde se esconde otra.
—Si das con el rastro de la que perseguimos —prometió uno de ellos—, te pagaremos con
un par de zapatos.
—Me ofrece usted algo que no necesito —advirtió Cao— lite—. Mejor me irían dos
pantalones.
—Conforme. Será n tuyos si nos ayudas.
—Tendrá que dá rmelos ahora mismo —exigió el joven—. Hace una semana prometió que
iba a pagarme diez peniques y aú n los estoy esperando. A pesar de que mi figura le pueda
parecer estrafalaria, no tengo ni un pelo de tonto.
Le pagaron el dinero y, luego, le dieron los pantalones.
Y Caolite los condujo al cañ averal, donde nada le costó dar con el rastro de su amiga la
fiebre. Enseguida se organizó la caza, sin que la jauría y los cazadores pudieran seguir al
joven alto y larguirucho, cuyas zancadas eran cinco o seis veces má s rá pidas que las de
todos ellos.
Sin desanimarse ante el fracaso, se repitió la cacería a lo largo de cinco días seguidos,
siempre en el mismo escenario. Y al sexto se dieron por vencidos, al estar convencidos de
que se encontraban junto a un elfo, que les había estado obligando a seguir el rastro dejado
por una liebre encantada.
—Si os creéis esa tontería, será mejor que busquéis otro guía —replicó Caolite ante las
acusaciones.
Presos de la rabia, aquellos hombres pretendieron atraparle; sin embargo, ni llegaron a
tocarle las ropas, ya que era mucho má s veloz. Le siguieron hasta su casa, para exigir a los
padres que se lo entregaran.
—¿Qué os ha hecho mi hijo? —preguntó Diarmuid a los enrabietados.
—¡Hemos descubierto que es un elfo mentiroso! —replicaron.
Al escuchar estas calumnias, Roise cogió la escoba má s gorda y se fue a por ellos y, después
de decirles de todo, se lió a golpes. Consiguió espantarlos de allí.
Pero al poco rato estaban de vuelta, amenazando con quemar la casa si Caolite no se
entregaba.
Ante esta situació n, los de la casa decidieron defenderse: Caolite cogió una pala, Diarmuid
las tenazas y Roise el gancho de la caldera. El primero se encargó de tirar al suelo a los
cazadores, mientras sus padres los propinaban una paliza de la que salieron bien
escaldados.
Por ú ltimo, los amenazadores terminaron huyendo para no recibir má s golpes. Pero no se
consideraron vencidos.
Dá ndose á nimos los unos a los otros, efectuaron una visita al cura, para contarle lo que
acababa de sucederles en la casa de los padres de Caolite.
Con la salida del sol, el sacerdote hizo una visita a Diarmuid para conocer su versió n de la
pelea. Como quedó convencido con la explicació n que pudo escuchar, mandó llamar a los
cazadores y les comunicó su decisió n:
—No podéis culpar a esos inocentes. Calumniasteis a Caolite y se os dio lo que merecíais. Lo
aconsejable es que los dejéis tranquilos.
Sin embargo, ninguno de aquellos hombres quedó satisfecho con los consejos. Pronto
decidieron ir a quemar la casa en el momento que se hiciera de noche. Aprovecharían la
ocasió n que toda la familia estuviera durmiendo.
Aquella misma tarde Caolite llegó al pantano para recoger turba. Enseguida encontró a su
amiga la liebre, la cual le advirtió muy preocupada:
—Anda bien despierto, querido. Esta noche vais a recibir la desagradable visita de unas
gentes que irá n con teas encendidas. Quieren quemar la casa cuando tus padres y tú estéis
en las camas. Sin embargo, yo provocaré que se forme una espesa niebla ante ellos para que
pierdan el sentido de la orientació n. ¡Pero no dará n con el sendero que lleva a vuestra casa,
ni a las suyas hasta que salga el sol!
Pocas horas má s tarde, los conjurados ya estaban pasá ndose la contraseñ a de ventana a
ventana. Se pretendía llevar a mucha gente al incendio. Eran má s de veinte los que llegaron
al cruce de caminos. Sú bitamente, se vieron rodeados de una densa neblina.
Como ni siquiera se podían ver entre ellos, los que tenían la voz má s fuerte pretendieron
guiar a los otros, hasta que se dieron cuenta de que no sabían ni dó nde se encontraban. Con
las primeras luces del día, pudieron advertir que su deambular de toda la noche só lo había
servido para que se encontraran en el mismo sitio.
Ya nunca má s volvieron a importunar a Caolite y a sus padres. Sin embargo, todos los que le
veían, cambiaban de direcció n o se metían en sus casas. Eludiéndole al considerarlo un
espía, un ladró n... o un elfo.
Cierta mañ ana que Diarmuid había llegado al pantano, se encontró ante la vieja liebre
negra que le salvó de la nieve hacía veintidó s añ os y, ademá s, le anunció el nacimiento de
un niñ o.
—Ingrato es el papel que me corresponde en este momento —se lamentó el animal—.
Debo anunciarte que son muy pocos los días de vida que os quedan a tu esposa y a ti. Si
tienes algú n deseo, será mejor que me lo digas lo antes posible, porque só lo estaréis de pie
una semana.
Diarmuid llevaba mucho tiempo felicitá ndose por ser el má s viejo de la regió n, sin haber
perdido en ningú n momento las fuerzas ni la inteligencia. Por eso se limitó a preguntar:
—¿Có mo se las apañ ará Caolite en el momento que no haya nadie que le proteja?
—Deja de preocuparte por tu hijo —aconsejó la liebre—. Pertenece a mi raza, luego estoy
obligado a encargarme de su suerte en el momento que vosotros os vayá is. Puedo
asegurarte que tendrá má s motivos de reír con nosotros que con sus vecinos. Ahora debes
saber que puedes contar a quien te parezca bien nuestro secreto.
Diarmuid regresó a su casa bastante triste. Como vio a su sobrino, no dudó en contarle todo
lo ocurrido, desde que se perdió en la nieve hacía veintidó s añ os hasta lo que acababa de
comunicarle la liebre.
—Te agradezco la confianza, tío. Pero la historia que acabo de escuchar es de las que si se
divulgaran, tu familia sería considerada indigna de ser enterrada en el cementerio del
lugar. Desde ahora te aseguro que mantendré la boca cerrada, aunque só lo sea por lo
mucho que yo mismo me perjudicaría.
—Lo comprendo. Pero pienso contá rselo a Roise y al cura —dijo Diarmuid.
Nada má s que entró en su casa, se cuidó de hablar con su mujer. Al finalizar, a ésta le entró
un ataque de tos y se murió en el acto, sin sufrimientos. A la mañ ana siguiente, su marido y
su hijo la enterraron en el cementerio.
Antes de que finalizase la semana, le llegó el tumo a Diarmiud. Se acostó y cuando Caolite le
fue a despertar, extrañ ado al no verle en la cocina, le encontró muerto. Su plá cido rostro
mostraba que se había ido sin dolor. El joven alto y larguirucho se encargó de enterrarlo.
Poco má s tarde, desapareció de la aldea en direcció n al pantano. Y ya nadie le volvió a ver,
ni tuvo noticias de su suerte.
Como el sobrino de Diarmiud era de los que no cumplen las promesas, especialmente
cuando creen disponer de un secreto muy importante, lo contó todo. Y por la vía del boca a
boca llegó a conocerlo el país entero. Así me lo contaron a mí hace unos cinco añ os.
He llegado a saber que Caolite fue visto fugazmente en las orillas del lago. Es posible,
aunque todos esperamos que se encuentre en el lugar má s grato... ¿Acaso os está is
preguntando ahora si el chico alto y larguirucho era un elfo? Creo que su historia ofrece los
suficientes datos para que todos vosotros obtengá is una respuesta...

II
Jamie y la Princesa adormecida

Hace muchos añ os vivió una viuda pobre en una aldea de Irlanda. Só lo disponía de una
mísera cabañ a y un reducido terreno, en el que sembraba muy pocas cosas. Por lo general
no cosechaba casi nada.
Pero ninguno de sus vecinos la había oído lamentarse; al contrario, frente a las continuas
adversidades, solía reaccionar con alegría y dando gracias por seguir viva. No estaba loca,
ya que se conformaba con ver el sol todos los días, respirar y seguir en pie.
En realidad todo el impulso de vivir lo conseguía de Jamie, su hijo, ya que se esforzaba al
má ximo para que no careciese de lo imprescindible. Allí faltaba el padre desde que el niñ o
cumplió los dos añ os, porque se murió una noche y nadie supo la causa.
Desde que Jamie pudo sostenerse de pie, pareció comprender que debía ayudar a su madre
con todas sus fuerzas. Enseguida comenzó a trabajar con los pastores de las granjas
vecinas. Y no tardó en convertirse en un campeó n del esquileo, a pesar de que casi era má s
bajo que la má s alta de las ovejas.
Cuando se le entregaba comida o unas monedas, como pago al trabajo realizado, corría a
casa para dá rselo a su madre. Un hijo tan bueno tenía a la viuda la mar de contenta.
Como ya hemos escrito, en aquella cabañ a se vivía felizmente, ya que a pesar de lo poco que
tenían no pedían nada má s.
Es posible que de no haber existido Jamie todo hubiera seguido igual. Hasta que un día el
jovencito descubrió en la lejanía, exactamente en la zona má s alta de la colina, unas luces
que le deslumbraban. Al momento se dijo, después de recuperarse de la sorpresa, que
debían venir del viejo castillo.
Empujado por la curiosidad, procuró llegar hasta allí. Al momento le dominó la sorpresa,
debido a que estaba brotando de las ruinas una melodía de lo má s divertida.
Diremos que el castillo era muy distinto a los que hace siglos habitaron los caballeros
medievales. Apenas quedaban paredes en pie, las ventanas no habían resistido el paso del
tiempo. Y se conservaba muy poco del techo.
Las gentes del pueblo contaban que entre aquellas piedras só lo vivían fantasmas. Jamie se
dijo que debía ser cierto, ya que de otra forma no podía explicarse quién daba forma a la
mú sica que estaba oyendo.
Como Jamie no era tan valiente como para llegar má s allá , hasta comprobar personalmente
quién tocaba los instrumentos musicales, decidió volver a su casa. Pero le quedó la
sensació n de que había hecho muy mal al rendirse por culpa del miedo.
Unas semanas má s tarde, cuando ya había echado en el olvido su aventura en el viejo
castillo, volvió a contemplar unas luces similares en la cima de la colina. Como marchó
hasta allí, pudo escuchar la alegre melodía, junto a un canto que le fascinó .
Y sin querer pasar por un cobarde, dio rienda Ubre a su curiosidad. De esta manera se fue
en busca de los mú sicos y los cantores.
Empujó la enorme verja de la entrada, que era lo ú nico del castillo que se mantenía de pie.
Tardó unos minutos en llegar a una gran sala, que era donde se estaba produciendo todo el
enorme bullicio. De repente, se quedó paralizado por el asombro ante lo que estaban
descubriendo sus ojos.
El lugar se hallaba ocupado por unas enormes mesas, llenas de comidas y bebidas de todas
las variedades. Casi la mitad de los mú sicos tocaban unas flautas, mientras que los otros se
servían de las trompetas.
Una gran cantidad de elfos se hallaban sentados ante las mesas, dando cuenta de la comida
o de la bebida caprichosamente. Al mismo tiempo, unas bellas damitas y unos minú sculos
chiquillos danzaban incansablemente al ritmo de la mú sica. Jamie se atemorizó un poco al
comprobar que había sido descubierto, al suponer que aquellos hombrecitos le castigarían
por conocer su secreto y haber invadido su intimidad.
Sin embargo, estaba muy equivocado, debido a que fue recibido con mucho afecto.
Comenzaron a sonar voces amistosas, que no dejaban de gritar:
—¡Se bienvenido a nuestra morada, Jamie. Puedes sentirte como uno de nosotros!
Algunos elfos le llevaron a la mesa central y, sin dejar de concederle el trato que se reserva
a un huésped importante, le pusieron delante unos deliciosos manjares y tentadoras
bebidas. No dudó en comenzar a comer.
Tanto llegó a divertirse que olvidó la hora, sin tener en cuenta que su madre estaría muy
preocupada al no verle regresar. Era la primera vez que le sucedía algo como aquello, de
ahí que no quisiera que acabase nunca.
Llegada la medianoche, con el sonido de las campanas los elfos se pusieron de pie. Parecían
animados por unas prisas contagiosas, especialmente al comenzar a gritar dá ndose á nimos:
—¡Vamos a la ciudad! ¡Dublín nos espera, pues allí se encuentra la má s hermosa de las
chiquillas!
De pronto, se fijaron en Jamie y le dijeron:
—¡Puedes acompañ amos si lo deseas! ¡No te arrepentirá s, porque vas a divertirte a lo
grande!
—Después de lo bien que os habéis portado conmigo, me parece injusto no aceptar vuestra
invitació n. ¡Gracias, amigos!
Corrieron hasta el patio del castillo con la mayor celeridad. Enseguida llegaron a las
caballerizas. Unos veinte elfos ayudaron a Jamie para que montase en un soberbio caballo.
Los demá s hombrecitos eligieron otros similares y, cuando estuvieron listos, salieron de allí
originando un jaleo impresionante.
Pero los caballos podían volar, luego lo hicieron nada má s superar la gran verja. Con gran
facilidad se movieron con mayor velocidad que un viento huracanado.
Jamie se dio cuenta de que estaba viviendo una gran aventura, al comprobar que su caballo
volador no necesitaba que se le guiara, ya que conocía a la perfecció n la ruta que debía
seguir.
Desde el aire pudo divisar la pequeñ a cabañ a de su madre, lo que le estremeció al sentirse
responsable de una falta grave. Con lá grimas en los ojos la vio perderse en la lejanía. Poco
después, olvidó sus pesares extasiado ante las líneas plateadas de los ríos, las llanuras y las
montañ as sobre las que iba sobrevolando. Pasó por encima de varios pueblos y ciudades,
sin dejar de conocer sus nombres ya que los elfos se encargaban de gritarlos.
Y a pesar de que Jamie nunca había estado en ninguno de estos lugares, intentó retenerlos
en la memoria, al menos para contá rselo a su madre.
Sú bitamente, los elfos exclamaron a coro:
—¡Ahí está Dublín! ¡¡Pronto entraremos en el dormitorio de la chiquilla má s hermosa!!
Aterrizaron con la mayor delicadeza y, sin pronunciar palabra alguna, descabalgaron.
Se hallaban frente a un inmenso palacio. Y a través de uno de sus grandes ventanales, que
debido a las altas temperaturas se había dejado abierto, pudieron contemplar a una bella
joven que parecía encontrarse totalmente dormida.
Jamie se dijo que jamá s había visto a una joven tan preciosa, tanto que nunca pudo
imaginar que las hubiera tan perfectas, tan arrebatadoramente seductoras. Y como
ignoraba lo que era el amor, lo confundió con ese asombro sobrecogido que estaba
sintiendo al verla.
Para entonces los elfos habían utilizado unos rollos de cuerdas provistos de garfios, que los
sirvieron para trepar por las paredes y entrar por el ventanal. Sin provocar ni el menor
ruido, sacaron a la joven de la cama procurando no despertarla.
Para reemplazarla dejaron un tronco seco de á rbol, el cual, nada má s entrar en contacto
con las sá banas, se convirtió en una vieja que en muy poco se parecía a la hermosa
dormida.
Poco má s tarde, muy alegres por el rapto, montaron en sus caballos y se marcharon de allí
en direcció n al viejo castillo.
No obstante, como si fuera un ritual de obligado cumplimiento, los elfos que llevaban a la
prisionera no la retuvieron mucho tiempo, ya que se la fueron pasando a los otros. Mientras
iban cabalgando por el cielo. Este intercambio se repitió hasta llegar a los ú ltimos elfos.
Entonces, Jamie quiso beneficiarse de ese relevo, y lo exigió precisamente cuando estaban
pasando por encima de su casa:
—¿Es que vais a negarme el honor, amigos, de llevarla yo un rato?
—No te intranquilices, pues vamos a pasá rtela dentro de unos segundos —le contestó uno
de los elfos que cabalgaba delante de él—. Bueno, a nosotros nos pesa mucho, será mejor
que lo hagamos ahora. ¡Recó gela!
Cuando Jamie tuvo a la muchacha en sus brazos reaccionó de una forma inesperada. Es
posible que lo hiciera obedeciendo a un impulso instintivo, al comprender que el rapto de
un ser humano era un delito muy grave. Nos referimos a que abandonó el grupo, y
descendió hasta su cabañ a con la velocidad de una centella.
Los elfos tardaron en actuar, porque estaban tan confiados de que era suya la victoria, que
no podía entrarles en la cabeza que el chiquillo se revelara. Esto concedió unos minutos
preciosos al fugitivo, ya que no pudieron alcanzarlo al estar empezando a amanecer.
—¡Detente, ladró n! ¡Jamá s te perdonaremos que nos hayas robado a la joven má s bella de
Irlanda!
Mientras perseguían a Jamie desesperadamente, comenzaron a utilizar sus poderes de
encantamiento: transformaron a la joven en un gran perrazo negro, en un pedazo de hierro
candente, en un fardo de lana y en otra docena má s de objetos. Sin embargo, Jamie no soltó
a la princesa en ningú n momento, al estar actuando como un verdadero héroe.
Por ú ltimo, los elfos agotaron todos sus recursos, al ver los primeros rayos solares, y la
muchacha recuperó su aspecto normal. El jefe de aquellos personajillos, gritó con la mayor
potencia:
—¡Tú has ganado por ahora! ¡Vas a quedarte con ella; pero no disfrutará s mucho de su
compañ ía, ya que cuando despierte comprobará s que es sordomuda! ¡Así no podrá hacerte
feliz!
Nada má s terminar de hablar, se encargó de enviar el maligno encantamiento. Al instante,
todos los elfos desaparecieron, cuando Jamie estaba siendo recibido por su madre.
—¿Dó nde has estado, hijo mío? Te fuiste sin cenar. Debes tener hambre y sentirte muy
cansado... ¿Pero qué llevas en tus brazos?
—No se asuste, madre. Yo estoy bien, lo mismo que la joven que he traído conmigo. —Jamie
estaba sonriendo y, enseguida, contó todo lo que había pasado.
—¿Qué podemos hacer con esta damita? —preguntó ella, muy inquieta—. Con solo verla, se
puede saber que pertenece a una familia con dinero. Nada má s que debes fijarte en sus
manos: ¡tan delicadas como los pétalos de una rosa y con la blancura de la nieve! Nunca ha
debido fregar platos, ni se ha hecho la cama, porque tenía doncellas que le evitaban
cualquier duro trabajo... ¿Qué se puede decir de su camisó n? Ha sido cosido con seda
bordada y...
De pronto Jamie debió interrumpirla:
—Deje de lamentarse, madre. Siempre se encontrará mejor con nosotros que en compañ ía
de esos elfos del viejo y ruinoso castillo.
La viuda no quedó del todo convencida. A pesar de ello, aceptó el compromiso, má s bien
porque se lo pedía su hijo y, ademá s, por tener un gran corazó n.
Nada má s entrar en la cabañ a, pudieron comprobar que la muchacha ya estaba despierta.
Como temblaba de frío, la madre de Jamie la cubrió con un grueso chal de lana pues el
camisó n no era suficiente. Poco después la dio a beber un tazó n de leche que acababa de
retirar de la cocina.
Durante las siguientes horas, se encargó de buscar entre sus baú les, al recordar que
guardaba en ellos la ropa que reservaba para las fiestas. Algunas prendas ni siquiera las
había estrenado, porque allí había tan poco que celebrar,
Y en el momento que la bella de Dublín se vistió con las mejores ropas de la madre de
Jamie, éste se dijo que se hallaba ante la mujer má s bonita de Irlanda... ¡No, del mundo
entero!
Claro que a la viuda le preocupaban otras cosas, al tener en cuenta que sus recursos
materiales eran tan escasos.
—Ahora seremos tres bocas. ¿Có mo vamos a poder darla de comer? Se negara a vivir con
nosotros en el momento que sienta tanta hambre como tú y yo.
—Deje de verlo todo negro, madre —replicó el chico, muy decidido a vencer todas las
adversidades—. Ya le he dicho antes que ella se encontrará mejor aquí que con los elfos.
Voy a trabajar el doble que todo este tiempo anterior. ¡Para que a los tres no nos falte de
nada!
Cumplió su promesa al pie de la letra. Desde el día siguiente no se vio en la regió n a nadie
que trabajara con mayor entusiasmo, sin agotarse y yendo de una granja a otra. Ante el
asombro de sus patrones, ya que no les dolía incrementar la cantidad de comida o las
monedas con que le pagaban, al haber comprobado que Jamie había triplicado su
producció n.
Mientras tanto, la muchacha se iba acostumbrando a su nueva existencia, pues soportaba
con resignació n su condició n de sordomuda. Se movía con desenvoltura y cada vez estaba
má s dispuesta a ayudar en las faenas caseras. Como pronto se pudo descubrir que bordaba
maravillosamente, bastó con que algunas de sus mantelerías fueran vistas en la feria del
pueblo, para que las mujeres acudieran a encargarle trabajos. De esta manera trabajaba
muchas horas, sin dejar de sonreír, para cubrir sus propios gastos, y dejar algunos
beneficios extras.
Con el paso del tiempo, Jamie pudo darse cuenta de que cuando sus ojos se cruzaban con
los de ella, no só lo era él quien se ruborizaba. Los dos se amaban en silencio; mientras, la
joven iba adquiriendo mayor viveza al encontrarse muy a gusto en la cabañ a.
Gracias a que eran tan dichosos, los tres ni siquiera se dieron cuenta de que el tiempo había
ido pasando, hasta completar el añ o. Podemos asegurar que Jamie y su madre querían tanto
a la joven que la consideraban de su familia.
Pero ya se encontraban en el mes de junio. Tiempo propicio para que volvieran a
escucharse la mú sica y los cantos de los elfos en el viejo castillo.
Por este motivo, cuando ellas estaban durmiendo, Jamie se escapó con la ú nica intenció n de
seguir ayudando a su amada. Ya no le movía ú nicamente la curiosidad, sino el intenso deseo
de encontrar la forma de destruir el maleficio.
Con el mayor sigilo llegó ante la enorme verja del castillo. La abrió procurando originar el
menor ruido posible y avanzó hasta la sala principal. Allí se encontraban de nuevo los elfos.
Se cuidó de prestar atenció n, con lo que pudo escuchar:
—¡Vaya jugarreta la de ese Jamie! ¡Por su culpa perdimos a la chiquilla má s bella de
Irlanda...!
—Poco ha debido felicitarse por lo obtenido —le interrumpió otro elfo—. Le estropeamos
todo con nuestro maleficio, ya que ahora tiene a su cargo a una joven que no ha dejado de
ser bonita, pero con la que se ha aburrido como si tuviera delante una estatua, ya que no
habla ni escucha...
A todo lo anterior el má s anciano se cuidó de añ adir con un tono burló n:
—¡Si ese imbécil se enterara de que con só lo dar de beber a esa chiquilla tres gotas, de esta
poció n que yo tengo en mis manos, conseguiría curarla, estoy convencido de que se
retorcería de có lera! ¡Je, je, je!
El muchacho no quiso escuchar otra cosa. Prefirió elegir un plan de ataque. A los pocos
minutos, cuando los elfos llevaban un rato callados y no podían sospechar que los había
oído, se atrevió a entrar en la sala.
No vamos a ocultar que sentía miedo; sin embargo, el motivo que le empujaba era
demasiado noble, luego le aportaba ese grado de heroísmo que permite desafiar los
mayores peligros. Los escalofríos recorrían su columna vertebral como hormigas
enloquecidas. Por fortuna no sudaba, ni estaba demasiado tenso. Se diría que hasta era
capaz de sonreír.
Quizá por eso los elfos le aceptaron como la primera vez. Ya que se escucharon gritos de
alegría y de compañ erismo, en el sentido de que se le invitaba a participar en la alocada
juerga:
—¡Siéntate con nosotros, Jamie! ¡Aquí hay bebida para ti y mucha comida!
Aceptó la invitació n y le pusieron delante una copa y un plato con asado. Pero él no se
sentó , al limitarse a recoger la copa simulando que pretendía hacer un brindis. Estaba
aguardando la ocasió n má s propicia, que se presentó en el momento que los elfos estaban a
punto de beber.
En aquel preciso instante, saltó a donde se encontraba el má s viejo de aquellos
hombrecillos má gicos. Y le arrebató la copa de las manos, para escapar con ella igual que si
le fuera la vida en el empeñ o.
¡Esto era realmente a lo que se había sometido!
Como los elfos se encolerizaron, porque nunca un ser humano se había atrevido a
desafiarlos una sola vez (¡y Jamie ya lo había hecho dos!), le persiguieron con la mayor
sañ a.
El muchacho corrió con la ventaja de estar enamorado: el mejor arma de los héroes. En
muchas ocasiones tuvo a los elfos en sus talones; pero siempre encontraba las fuerzas
suficientes para esquivarlos o acelerar la marcha.
Estaba en juego su propia vida y el destino de su amada. Porque en la copa iba el líquido
que podía vencer el maleficio que la había dejado sordomuda.
Por ú ltimo, casi al borde del desfallecimiento, consiguió entrar en su cabañ a. Allí los elfos
nada podían hacer contra él, al hallarse protegido por el amor de su madre y el amor de la
joven de Dublín.
No obstante, al mirar la copa se dio cuenta de que había perdido todo el líquido que
contenía, por culpa de una carrera tan larga y accidentada. Y a punto estuvo de romper a
llorar; sin embargo, al fijarse en el fondo, pudo observar que quedaban tres gotas... ¡Las
suficientes!
La joven se encontraba dormida en su cama. Jamie la despertó delicadamente y le acercó la
copa a los labios. Nada má s que el escaso líquido llegó a su garganta, se realizó el prodigio...
¡Pudo oír y, por lo tanto, se atrevió a hablar!
Muy emocionada al verse libre del maleficio, contó que era una princesa y describió su vida
en el palacio. Jamie no pudo evitar un suspiro de asombro. Sin embargo, su madre no
reaccionó de la misma forma, ya que dijo:
—Perdona por lo mal que has debido pasarlo con nosotros. Acostumbrada a una vida tan
regalada, para ti ha debido suponer todo un martirio...
La chiquilla la interrumpió disgustada:
—¡No diga usted esas cosas! Jamá s he vivido con unas personas tan buenas, que
desconocen el egoísmo y comparten todo lo que tienen con sus amigos... ¡El amor sincero
hace superiores a las personas, y aquí yo lo he recibido a manos llenas!
Nada má s decir estas palabras, se quedó en silencio. Un velo de tristeza fue cubriendo su
rostro. Y cuando Jamie le preguntó qué le estaba pasando, ella respondió :
—Mi obligació n es regresar al palacio, ya que mis padres deben estar desolados por mi
rapto.
—¿Có mo podremos conseguirlo? —intervino la madre—. No disponemos del suficiente
dinero para alquilar un carro con el que llegar a Dublín. Si fuéramos andando, jamá s
llegaríamos porque está demasiado lejos.
—Yo lo intentaré si Jamie me acompañ a —afirmó la joven, mirando a su amado con ojos
suplicantes.
Y éste aceptó complacido. A la mañ ana siguiente ya estaban listos para iniciar el camino. En
el momento que la princesa se despidió de la viuda, ninguna de las dos pudo contener las
lá grimas.
—Se ha portado usted conmigo como una madre —reconoció emocionada—. Jamá s podré
olvidarla.
Jamie también se despidió de su madre, transmitiéndole la seguridad de que no iban a
correr ningú n peligro y que él estaría de regreso en el menor tiempo posible. Enseguida,
recogió el poco equipaje y las provisiones e iniciaron el largo camino.
Les costó má s de un mes alcanzar su destino; sin embargo, en ningú n momento se
rindieron, a pesar de las dificultades, de que muchas noches se vieron obligados a dormir al
aire libre y que recibieron pocas ayudas de las gentes que iban encontrando. A pesar de
todo entraron en Dublín.
Cuando llegaron ante las puertas del palacio, la princesa ordenó al viejo guardia de la
puerta.
—Á breme, noble anciano, que soy la hija del Rey y estoy deseando abrazarle.
El veterano soldado la observó fijamente y, luego, replicó muy triste:
—Su Majestad ya no tiene ninguna hija. Hace algo má s de un añ o hubo una que alegraba
estas paredes; pero debió fallecer al sufrir un encantamiento que la convirtió en una vieja
campesina. El cadá ver de ésta fue lo que se encontró en el lecho de la princesita.
—¿Quieres decir que no me reconoces? —preguntó ella, alarmada.
El guardiá n movió la cabeza negativamente; no obstante, al observar la desolació n de la
muchacha, envió a un joven soldado para que avisara al Rey.
Unos instantes má s tarde, éste llegó ante la verja de la entrada.
—Mi amadísimo padre... —musitó la princesa muy emocionada.
—¿Qué dices, insensata? ¿Có mo te atreves a llamarme padre? —protestó el monarca—. Yo
nada má s que he tenido una hija, que lleva muerta algo má s de un añ o... Por otra parte, no
tienes ningú n parecido con ella.
Y rechazando la idea de autorizarle la entrada al palacio, le ordenó que abandonase la
entrada.
—¡Os lo suplico, Señ or, permitid que venga a verme vuestra esposa la Reina! —suplicó la
princesa, arrodillá ndose sin dejar de llorar desconsoladamente.
El Rey mantuvo su decisió n; sin embargo, al comprobar que la joven no quería marcharse, a
la vez que seguía llorando como si la vida ya nada le importase, se ablandó lo suficiente
para acceder a que fuese llamada la Reina.
Cuando ésta llego ante la verja, la princesa le tendió las dos manos y le preguntó algo
asustada de que no fuese reconocida:
—Mi amada madre, ¿es posible que tú también me hayas olvidado?
La Reina se quedó observá ndola un rato, hizo que se diera la vuelta y hablase un poco má s.
Quizá porque las vestimentas de campesina la confundían. Al final, abrió los brazos y
exclamó con lá grimas en los ojos:
—¡Si eres tú , hija de mi vida! ¡Mi querida princesita!
Entonces la situació n cambió por completo para la princesa, debido a que todos los
ocupantes del palacio llegaron para saludarla. A Jamie le tocó contar en má s de un millar de
ocasiones la forma có mo había destruido el maleficio de los elfos. Aquella misma noche, se
celebró una gran fiesta, que se prolongó durante tres días completos, en la que toda la
ciudad de Dublín pudo beber hasta saciarse, lo mismo que en los bailes compartieron la
felicidad pobres con ricos.
Hasta que Jamie recordó a su madre, teniendo muy en cuenta que estaría padeciendo al no
verle regresar después de má s de un mes de viaje. Los reyes quisieron retenerle, no tanto la
princesa al entender las obligaciones de su amado, pero no lo consiguieron.
Sin embargo, en el ú ltimo momento la muchacha má s bella de la ciudad comprendió que no
podía estar tanto tiempo separada de su salvador. Por este motivo pretendió marcharse
con él. Esto provocó que se buscara una solució n má s ló gica: enviar un veloz carruaje,
tirado por seis vigorosos caballos, en busca de la bondadosa viuda.
De esta manera, al cabo de una semana todos se hallaban reunidos en palacio. Donde se
pudo celebrar la boda entre Jamie y la princesa. Una ceremonia de la que aú n se continú a
hablando a pesar de los muchos añ os transcurridos, porque jamá s se había conocido una
pareja tan feliz. A lo que añ adiremos el orgullo que sintió quien ya nunca má s sería la pobre
viuda.

III

La transformación de los elfos

El viejo John Mulligan se había ganado la fama de ser tan honrado como cualquiera de los
muchos jinetes que han atravesado Carlow con sus caballos. Por otra parte, nada le ponía
tan contento como el ponche, de ahí que hubiese aprendido a elaborarlo y a servirlo mejor
que el má s famoso caballero del país. Contaba con una excelente montura y poseía otros
méritos que no viene al cuento mencionar.
Mulligan estaba convencido de la existencia de los espíritus hasta cuando se hallaba sobrio.
Un momento, por nada del mundo nos atreveríamos a escribir que se emborrachaba con
frecuencia, lo que sí acostumbraba a quedarse es un pelín achispado. Una de las cosas que
má s le contrariaban era que se pusiera en duda la existencia de los elfos.
Podía relatar historias de éstos para completar dos tomos voluminosos. Quienes le
escuchaban terminaban por considerar que eran simples fantasías, aunque siempre había
algunos que las daban por ciertas, animados por la facilidad de palabra del narrador y,
sobre todo, por có mo lo vivía. En realidad nadie se atrevía a contradecirle a la cara, al tener
en cuenta que podían verse envueltos en una discusió n con un final violento.
Sin embargo, en las proximidades de la casa de Mulligan habían llegado dos jovencitos
universitarios. Eran sobrinos del señ or Whaley, un antiguo admirador de Cromwell, que
residía en las cercanías de Ballybegmullinahone. Se creían tan poseídos de conocimientos
científicos, que al oír las historias del viejo vecino se propusieron no dejarle en paz hasta
que cambiase de ideas. Desde el primer momento que le escucharon una de sus relatos de
elfos, enseguida le soltaron:
—¡Esas cosas no ocurren nunca! ¡Estamos seguros de que la primera que contó algo así era
una mujer ignorante!
Como Mulligan se empeñ ó en demostrar que sus historias habían sido tomadas de las
fuentes má s genuinas, pues algunas de ellas se las había contado su propia abuela —una
dama de lo má s honorable, a pesar de ser amiga de llevar la imaginació n por senderos muy
alborotados—, los jó venes se lo tomaron a risa.
Y si el viejo insistía jurando que él había vivido algunos de aquellos sucesos, le replicaban
que debía ser bastante ingenuo al confundir los sueñ os muy intensos con la realidad.
—¿Es posible que afirméis con tanta rotundidad que habéis contemplado a los elfos?
—Reconozco que nunca he tenido delante a una de esas má gicas criaturas.
—Entonces no pretenderéis convencemos de que existen. Usted y su abuela creen estar
hablando a unos bobos que se lo tragan todo.
Al comprender que era imposible poner de su parte a aquellos jovencitos, Mulligan se
sentía enfermar. Llegó a tal punto su desesperació n, que se dispuso a soportar cualquier
tipo de prueba, por dura que fuese, para defender el honor de su abuela má s que el suyo
propio. Estaba cansado de perder en las discusiones.
Cierta noche Mulligan había cenado en casa del tío de los universitarios, ya que era un
anciano camarada suyo. Como se había excedido con la bebida se notaba bastante irritado.
Por ú ltimo se acaloró tanto, que ordenó a uno de sus servidores que le trajese el caballo y,
sin hacer caso a las sú plicas de su anfitrió n, escapó de aquel lugar. Cuando lo que realmente
hubiese preferido es quedarse allí a dormir.
—¡Deseo verme lo má s lejos posible de esos dos charlatanes! —exclamó momentos antes
de salir cabalgando sin ningú n destino—. El hecho de que se les haya enseñ ado cuatro
cosas inservibles y a entender el pentagrama, recibiendo las lecciones de unos profesores
con la nariz rojiza, papagayos de bastó n y peluca (líbreme Dios de creer que todos los que
tienen la nariz roja no son honestos), consideran que son má s listos que un caballero de
reputació n intachable. Cuando he labrado mi vida luchando contra mil infortunios, sin
rendirme aunque sufrí unos añ os muy amargos.
Se montó en el caballo y partió de la casa, cabalgando a tanta velocidad que parecía que el
animal que le llevaba era capaz de volar sobre los adoquines del camino.
—¡Maldita sean esos cretinos! —susurraba cada vez má s enardecido—. Qué el Señ or
perdone todas mis faltas. Debo reconocer que esos jovencitos no andan equivocados,
porque yo jamá s he visto elfos en toda mi vida. Llegaría a entregar cinco acres de tierra,
hasta el que má s patatas produce, porque alguien me dijera dó nde puedo verlos.
Entregaría... Pero, ¡Dios mío! ¿Qué está sucediendo ahí delante?
Levantó la cabeza y pudo contemplar uno de los acontecimientos má s sorprendentes del
mundo. El sendero por el que cabalgaba llevaba a una tranquila llanura, donde había varios
grupos de á rboles, aunque no tantos como en un bosque. Cinco o seis en grupos y algunos
otros separados. Pero lo que má s destacaba era el suelo alfombrado de verde, de la misma
forma que un rocoso promontorio resalta entre el agua del mar.
Se detuvo junto al á rbol má s alto, que todos consideraban la encina vieja de Ballinhassigen
(segú n informes hallados en unos documentos, que tenían quinientos añ os de antigü edad).
La carcoma y la acció n del tiempo habían vaciado el tronco, lo que no impedía que
creciesen unas ramas fuertes y alargadas en las que oscilaban unas hojas que parecían
mudas campanillas.
La luna brillaba con toda su intensidad, y este resplandor permitió que Mulligan
descubriese un alegre conjunto de minú sculas figuras que danzaban con unos veloces
movimientos. Había muchas, ya que llegaban hasta las zonas de sombras que proyectaban
las ramas de la encina. Otras destacaban muy brillantes al recibir los destellos que se
colaban a través de otras ramas. También aparecían unas terceras cerca del tronco. El
anciano pensó que debía haber má s. ¡Nunca había contemplado algo tan fascinante!
Aquellas criaturas no debían medir má s de tres pulgadas de alto, sus figuras mostraban la
blancura de la nieve recién caída y su nú mero era incalculable. Soltó las riendas encima del
caballo y se aproximó a una tapia de escasa altura que rodeaba una gran parte de aquel
terreno. Y descansando los brazos en la zona alta, se quedó admirando los bailes y los
brincos siguiendo el ritmo de una mú sica inaudible para él.
Se sentía tan ató nito que perdió la noció n del tiempo. Por eso no pudo saber en qué
momento advirtió que allí, en el Centro de la llanura, se encontraba el Rey de los Elfos.
Todos los grupos se movían a su alrededor. Siguió contemplando sin cansarse, hasta que le
fue imposible retener su entusiasmo y exclamó :
—¡Lo está is haciendo de maravilla, amigos! ¡Sois extraordinarios!
Sin embargo, en el mismo instante que se escucharon sus voces, la noche se quedó a
oscuras y los elfos se esfumaron al momento.
—No he debido abrir la boca —se lamentó Mulligan—. Bueno, ya tengo lo que he venido a
buscar. Ha llegado el momento de que vuelva sobre mis pasos para regresar a la mansió n
de Baflybegmullinahone, con el fin de arrastrar hasta aquí a esos presuntuosos.
El anciano hizo el regreso dejando que su caballo galopase a voluntad. Nada má s llegar, se
cuidó de golpear la fusta contra la puerta para atraerse la atenció n de los dos
universitarios.
—¡Cabezas de calabaza! —dijo al tenerlos delante—. Venid conmigo, si es que no os asusta
la noche, j Porque he encontrado la manera de convenceros con el má s eficaz testimonio!
El anciano Whaley asomó la cabeza por una ventana y preguntó :
—John, ¿có mo se os ha ocurrido regresar a tan altas horas de la noche?
—¡He visto a los elfos! —gritó —. ¡Tengo la prueba de que existen!
—Me parece —susurró el señ or de Ballybegmullinahone— que no echasteis el suficiente
agua al vino que se os ha servido en la cena. Pero entrad en casa, que os servirá n un vaso de
ponche para que podá is tranquilizaros.
No le importó entrar, para sentarse ante la mesa. Enseguida contó lo que acababa de
sucederle: había podido contemplar millares de elfos cantando y bailando en las
proximidades de la antigua encina de Ballinhassigen. Se cuidó de describir sus hermosas y
resplandecientes vestimentas plateadas, sus sombreros redondeados y planos brillando en
medio de la claridad lunar. También procuró resaltar la figura del rey. Cuando habló de los
cantos y los bailes su entusiasmo había llegado a tales extremos que pocos dudaron que
estaba contando la verdad.
Sin embargo, los universitarios lo continuaron considerando fruto de una imaginació n
calenturienta. Y no se ahorraron las risas, como en ellos ya era habitual. Mulligan se
mantuvo en su idea, y ni siquiera se enfadó .
—¿Qué os parece, viejo, si ahora fuésemos donde decís que habéis visto ese numeroso
enjambre de elfos?
—Conforme —aceptó Mulligan, que aguardaba esa reacció n—. Claro que no puedo
aseguraros que sigan en aquella pradera, ya que los vi volar hacia el cielo como una
bandada de abejas; y hasta escuché el sonido de sus alas desplazá ndose en el aire.
Como sabemos esto era una mentira, ya que Mulligan se quedó sin ver nada al llegar la
oscuridad.
***
Los tres salieron en busca de la pradera, hasta encontrarse en las cercanías de la antigua
encina. Se escondieron detrá s de la tapia, y tuvieron la suerte de que la luna volviese a
aparecer en aquel instante. No había ninguna duda de que estaba brillando con la misma
intensidad que cuando Mulligan llegó allí por vez primera.
—¡Observad atentamente! —exclamó realizando un gesto con las cinchas de su montura,
muy satisfecho, porque se estaba produciendo el mismo espectá culo de la danza de los
elfos—. ¿Podéis decir ahora que son mentiras mis historias?
—Tenéis razó n —reconoció uno de los universitarios, luego de reflexionar unos minutos—.
Estoy viendo un numeroso grupo de hombrecitos blancos. No me asustan. A pesar de que
fueran diez veces má s no cederían mis deseos de encontrarme junto a ellos.
Y descabalgó con el propó sito de saltar por la pared.
—¡Quieto, Thomas! —exclamó Mulligan queriendo retenerle—. ¡No vayá is allí! ¿Pretendéis
que os maten? Todos estos seres del reino de las ninfas odian que los seres humanos nos
metamos en su terreno. Los elfos os apresará n para torturaros, quizá os dejen ciego, o...
¡Cielos! Debo admitir que sois un cabezota que no le tiene miedo a nada... ¡Ay, ay! Está a
punto de superar las sombras de la encina. ¡Qué el Señ or le proteja, porque ya ninguno de
nosotros puede socorrerle!
En aquel instante Thomas llegó a la altura del antiguo á rbol. De repente, comenzó a reír a
carcajadas, igual que si se hubiera vuelto loco.
—Viejo cobardica —dijo conteniéndose—, reservad vuestros miedos para cuando contéis
esas historias sangrientas. Los elfos son inofensivos... ¡Pero yo no! Pienso que podríamos
elaborar un caldo muy apetitoso con estos hombrecitos!
—¿Caldo habéis dicho? —preguntó Mulligan asustadísimo, al comprender que nada podía
hacer por aquellos locos (debido a que el segundo acababa de seguir los pasos de su
hermano), ya que se encontraban bailando en medio de los elfos. Descendió de su caballo y,
luego de pensá rselo mucho, llegó junto a ellos—. ¿Con qué vais a preparar el caldo?
—¡Con esto que tenemos a nuestro alrededor! —contestó Thomas—. ¡Porque ú nicamente
son unas inofensivas setas; y lo que considerasteis el rey, podéis ver que só lo es una
inofensiva seta gigante!
El desencantado Mulligan no pudo ocultar su estupor con una exclamació n prolongada.
Volvió con pasos inseguros hasta donde se encontraba su caballo. Se había quedado mudo.
Poco má s tarde, salió de allí al galope, en busca de su casa, sin ocurrírsele mirar ni una sola
vez hacia lo que dejaba atrá s.
Permaneció muchas semanas encerrado, sin atreverse a salir a la calle para rehuir las
miradas burlonas de las gentes de Ballybegmullinahone. Lo que no pudo evitar fue que
hasta su muerte todos le llamaran, en su pueblo y en otros dieciséis má s, Hans el loco de las
setas.

IV

La que venció a la reina de los elfos

Este singular relato que nos proponemos contaros se desarrolló en aquella época en que
los elfos decidieron salir del mundo subterrá neo. Cosas de no ver la luz del sol, ya que
abandonaban sus cuevas y galerías durante las noches de plenilunio. Un día tomaron la
firme resolució n de establecerse en lugares apartados, preferentemente en el interior de
los bosques y cerca de lagos y pantanos.
Lentamente, fueron eligiendo otros terrenos, hasta llegar a disponer de sus propias colinas
y praderas. Como gustaban de organizar tantos bailes, coros y otras fiestas muy bulliciosas,
se cuidaron de montar unos servicios de vigilantes. Todos éstos se hallaban compuestos de
seres humanos encantados, todos los cuales mostraban unos malos sentimientos.
En el momento que las gentes comenzaron a tener noticias de có mo se las gastaban los
vigilantes, perdieron los pocos deseos que les quedaban de hacerlos una visita.
Sin embargo, siempre surgen aventureros que no le temen a nada. Entonces se ponía de
manifiesto la severidad de los vigilantes. Por ejemplo, si un invasor era sorprendido en el
territorio de los elfos, al momento lo arrastraban sin piedad a un pantano, donde lo
sumergían durante horas en las zonas má s fangosas. A los que llegaban má s lejos en sus
incursiones, se les castigaba, ademá s, con la laceració n de todo el cuerpo al clavarles
espinas de cactus hasta en las plantas de los pies y, al final, má s muertos que vivos los
arrojaban al pantano.
Se contaba que los elfos podían llegar a perdonar a los invasores, siempre que tuvieran
facilidad de palabra, má s si eran poetas. Algo que jamá s hacían los vigilantes, ya que a los
perdonados se cuidaban de aplicarles los má s severos castigos hasta que los dejaban sin
vida.
Conociendo có mo se las traían estos vigilantes tan despiadados, no ha de extrañ amos que
ningú n ser humano se hubiera atrevido a cruzar los límites de los bosques de Carterbaugh,
al saber que se hallaban poblados de esas criaturas má gicas, cuyo mayor nú mero de
componentes provenía de todos los países del mundo.
Singularmente, en un castillo cercano vivía Janet, una jovencita de dulce cará cter y
despierta inteligencia, a la que nadie había advertido del peligro de los elfos. Quizá se
cometió el error debido a que siempre se hallaba muy bien protegida por damas de
compañ ía, profesores y guerreros. Pero como en este mundo nadie se hallaba libre de lo
inesperado, una serie de circunstancias, mejor una cadena de negligencias, provocó que
Janet saliera del castillo y se adentrara en el bosque de Carterbaugh.
Para ella lo que le estaba sucediendo le parecía la aventura má s apasionante, debido a que
el jardín del palacio era el espacio má s amplio en el que se había podido mover. Después de
una larga caminata, escuchó en la distancia el ligero tañ ido de unas campanas.
Ya se notaba un poco cansada. Aprovechó que se hallaba en un claro del bosque, para
detenerse a formar un ramillete con distintas florecitas.
De repente, sufrió una sacudida nerviosa, al mismo tiempo que le temblaban las piernas, ya
que a sus espaldas había escuchado una voz que le reprendía con dureza:
—¡Quieta, niñ a entrometida! ¿A quién has pedido permiso para arrancar esas flores?
¿Có mo puedes desconocer que todo lo que se encuentra en este bosque pertenece
ú nicamente a los elfos?
—Os pido perdó n —rogó la joven, intentando recuperarse del sobresalto—. Puedo
aseguraros que estaba convencida de encontrarme en un bosque de todos. Lamento
haberos disgustado, jamá s lo volveré a repetir.
—¡Todos prometéis lo mismo! —rugió el vigilante, muy furioso. Minutos má s tarde, un
poco má s tranquilo, añ adió con menos agresividad—: Mi obligació n es vigilar esta zona del
bosque de día y de noche, para que nadie venga a llevarse lo que no le pertenece.
Sin embargo, el vigilante no podía retirar sus ojos de la bella muchacha, e impresionado
ante tanta hermosura prometió :
—No debes tenerme miedo. Contigo haré una excepció n y olvidaré que debía castigarte.
Con el fin de dejar má s patente lo que estaba diciendo, el guerrero cogió una de las flores
má s perfumada y se la entregó a la joven como una demostració n de afecto.
—Me llamo Tam —dijo sonriendo—. Como ya conoces, me han encargado la vigilancia de
esta montañ a. ¿Puedo saber tu nombre?
—Janet —contestó ella, bastante tranquila—. Te suplico que no tengas en cuenta lo que
acabo de hacer. Salí del castillo para recorrer los alrededores, pero me he perdido en este
bosque.
Tam comenzó a reír, hasta que contó :
—Puedes olvidarte de tus recientes acciones, ya que por nada del mundo me atrevería a
causarte dañ o. Por otra parte, si quisiera perjudicarte, tendría que recurrir a los elfos.
Debes saber que yo soy, como tú , un ser humano. Nací cerca de aquí Janet se quedó muy
sorprendida al escuchar al vigilante.
Y como éste comprendió lo extrañ as que habían resultado sus palabras, se dedicó a
contarle có mo se había convertido en un guardiá n de los elfos:
—Has de saber, Janet, que me quedé huérfano siendo un crío. Mi abuelo debió cuidarse de
mí. Gracias a él me convertí en un chico despierto, siempre con ganas de aprender cosas
nuevas. Supongo que no fue demasiado duro conmigo, por lo que me volví algo caprichoso.
Desde siempre había sentido una gran pasió n por los caballos. Y el primer día que vi correr
a los cazadores detrá s del zorro, quise participar en una cacería. Había cumplido los doce
añ os, cuando mi abuelo me permitió hacerlo.
«Nunca podré olvidarlo. La mañ ana resultaba demasiado fría. Yo me sentía muy excitado y,
desde los primeros momentos, intenté mantenerme a la altura de los demá s; sin embargo,
lentamente comencé a perder terreno. Como me daba vergü enza pedir a los demá s que
fueran má s despacio, al creer que me echarían de la cacería o me insultarían por mi
inexperiencia, terminé por perderles el rastro. Para empeorar má s las cosas, soplaba un
intenso viento del Norte. Lo hacía con tanta furia, que se me helaron las manos y ni siquiera
pude sostener las riendas. Al final, caí al suelo y perdí totalmente el sentido.
»Al abrir los ojos, pude comprobar que me hallaba bajo el poder de los elfos. Fue la Reina
quien ordenó que me recogiesen, lo que me salvó la vida. Me llevaron al Reino de los Elfos.
Desde entonces quedé obligado a pagar su ayuda cumpliendo el trabajo de vigilante. Ahora
me tienen atrapado por la promesa que les hice de no volver jamá s con los seres humanos.
Ademá s, sé de otros que pretendieron saltarse esta promesa huyendo del bosque, y
acabaron pagá ndolo con la vida...».
Dado que Janet desconocía el significado de la maldad, al haberse educado dentro de un
mundo de favores y bondades, unió sus manos y preguntó con un acento muy triste:
—¿Es qué no existe alguna manera de destruir ese maleficio que te ata a los elfos?
—Podría contestarte que no, ya que la solució n es tan difícil que bordea lo imposible. Acabo
de contarte que quienes lo intentaron fueron sometidos a graves desafíos que no pudieron
superar. La derrota los arrastró a la muerte. De todas las maneras, lo aconsejable es
olvidarse de las cosas má s desagradables.
Pero ella estaba decidida a enfrentarse a cualquier peligro con tal de salvar a quien ya
consideraba su amigo.
Y como siguió insistiendo, Tam le contó lo siguiente: —Esta misma noche, a eso de las doce,
podría conseguir mi libertad aprovechando que la Reina de los Elfos y toda su corte
montará n a caballo. A esa hora, atravesaremos el bosque, con el fin de llegar al viejo castillo
de Carterbaugfind, en el cual se celebran los festejos del verano. Si alguien pudiera
aprovechar ese momento para destruir el maleficio, contaría yo con una remotísima
posibilidad de escapar del poder de los elfos. Sin embargo, quien se arriesgase a tanto
debería ser muy valiente y, a la vez, contar con la habilidad suficiente para hacer frente a
los riesgos má s inesperados.
Janet consideró que ya había escuchado lo suficiente. Por eso dijo a su amigo que estaba
dispuesta a superar todas las pruebas que fueran necesarias para verle libre.
—Entonces tendré que contarte algunas cosas má s —dijo Tam sin poder disimular la
responsabilidad que estaba asumiendo—. Si a lo largo de esta noche nadie me ayudase,
quedaría obligado automá ticamente a permanecer otro añ o má s sirviendo a los elfos.
Entonces ya no existiría ninguna fuerza en el mundo capaz de rescatarme, ya que me
convertiría en su esclavo para siempre.
—¡Cuéntame todo lo que necesito para superar esa empresa! —pidió Janet, cada vez má s
decidida.
Tam la cogió una mano y, mirá ndola con una sonrisa de agradecimiento, musitó :
—Cada vez me asombras mucho má s, a pesar de que no creo que poseas la fuerza y
habilidad imprescindibles para superar todos los obstá culos de los elfos. Te advierto que
actú an con una gran crueldad cuando se proponen destruir a alguien. Só lo quien
desconozca el miedo será capaz de anular el poder que esos demonios, junto a su Reina,
ejercen sobre mí.
—¡Yo estoy dispuesta a ayudarte! —siguió Janet afirmando—. ¡Ten la seguridad de que no
conozco el miedo, sobre todo cuando actuó por una causa noble!
Frente a la obstinació n de la muchacha, el vigilante le contó todo lo que sabía sobre los
elfos; ademá s, la forma de actuar para vencerlos:
—Si está s tan decidida a liberarme, debes encontrarte esta noche, a las doce exactas, en el
cruce de los caminos. Enseguida oirá s la llegada de los elfos en sus caballos. Irá n formando
un grupo. En primera línea se encontrará n la Reina y su corte. ¡Cuidado no debes permitir
que te descubran, ya que estarías perdida! Olvídate del segundo grupo de jinetes; sin
embargo, al aparecer el tercero, debes prestar mucha atenció n pues yo me encontraré
entre ellos. Me reconocerá s porque montaré un caballo blanco y, ademá s, llevaré en la
cabeza una banda dorada. Cuando me sitú e cerca de ti, actú a con la mayor rapidez, ya que
só lo contará s con unos segundos: salta sobre mí y sujeta el caballo por las riendas. Yo
resbalaré de la silla y tú deberá s cogerme entre tus brazos; sin embargo, por horrible que
sea lo que puedas ver, no hables, ya que el simple hecho de que tus labios dejasen salir una
palabra, convertiría tus esfuerzos en algo inú til. ¡Y yo quedaría para siempre en poder de
los elfos!
Después de esta larga explicació n, Tam se marchó dejando su agradecimiento y unas frases
de aliento. Janet quedó pensando en la manera de actuar con la mayor eficacia.
Se cuidó de llegar al cruce de caminos, en el interior del bosque, cuando faltaban bastantes
minutos para la medianoche.
Procuró esconderse detrá s de unos arbustos y se armó de paciencia. El tiempo parecía
moverse con la lentitud de un caracol, y el frío de la noche la hacía tiritar. A pesar de no
conocer el miedo, fue la responsabilidad del fracaso lo que la obligó a temblar un poco. Lo
superó diciéndose que se hallaba en juego la libertad del guapo Tam. Ella suponía la ú ltima
oportunidad que él iba a disponer.
Al fin vio llegar al primer grupo de los jinetes elfos, que se componía de la Reina y su corte.
No se movió de su escondite y no hizo ni el menor ruido. También se mantuvo quieta al ver
cruzar al segundo grupo. Sin embargo, procuró incorporarse al estar a punto de pasar el
tercero. Enseguida descubrió el caballo blanco, ya que era el ú nico de este color, y a Tam
con la banda dorada en la cabeza.
Al tener la seguridad de que no iba a fallar, salió corriendo bajo la claridad lunar. En pocos
segundos cogió las riendas, detuvo la montura y sostuvo al vigilante en sus brazos.
De pronto, empezó a soplar un viento helado, con gran potencia. Al mismo tiempo, se
escucharon unas voces terribles que brotaban, al principio, de la vegetació n má s pró xima y,
luego, desde las profundidades del bosque. La reacció n de Janet fue de gritar que cesara
aquel tormento; pero, en el acto, recordó que no debía pronunciar ni una sola palabra. A
pesar de que voces gimientes estuvieran llamando a Tam:
—¡Te comprometiste a ser nuestro vigilante! ¡Lo que está s haciendo es una traició n a la
Reina de los Elfos!
La amenaza se repitió infinidad de veces, siempre acompañ ada por unos tenebrosos
redobles de tambores.
En aquel instante, la Reina de los Elfos llegó montada en su caballo al lado de Janet. La
contempló con unos ojos abrasadores, y formó una sonrisa de diablesa, tan cargada de
maldad y de rencor que a la joven se le heló la sangre en las venas y quedó paralizada por el
terror.
Sin embargo, só lo se hallaba en el comienzo de una terrible pesadilla. Porque descubrió que
llevaba en sus brazos un repulsivo lagarto verde, en lugar de Tam. Y cuando no había
superado esta reacció n de pá nico, pudo ver que lo que sujetaba era una serpiente que no
cesaba de escupir veneno. Dado que el reptil escapó de sus manos, amenazando con
enrollarse en el cuerpo de la joven, ésta debió realizar un esfuerzo sobrehumano,
mordiéndose los labios hasta sangrar, para no chillar de asco.
De pronto, la Reina transformó a Tam en un enorme pedazo de carbó n incandescente. Janet
no pudo contener las lá grimas; pero siguió muda. Y tan copioso fue su llanto, que las
lá grimas fueron lentamente apagando el carbó n...
¡Y en aquel preciso instante la soberana de los elfos se consideró vencida!
A pesar de que siempre había sido una orgullosa, debió admitir su derrota, al reconocer que
Janet, acaso por su ingenuidad e inocencia, acababa de destruir el maleficio que pesaba
sobre Tam. Y éste pudo recobrar sus formas humanas, incluyendo la voluntad y los mejores
valores. Con lo que volvió a ser el mismo muchacho apuesto de añ os atrá s.
Al final, la Reina debió conformarse con lanzar una terrible mirada sobre la pareja de seres
humanos, al reconocer que carecía de poder para causarles ningú n dañ o físico ni moral.
Rabiosa aulló :
—¡Tam, puedes abandonar mi bosque, pero te advierto que si llego a suponer que esta
chiquilla poseía suficiente voluntad para liberar a mi mejor vigilante, después de haber
invadido mis dominios, hubiese mandado que la apresaran de inmediato, para azotarla sin
piedad! Lo hubiera hecho con mis propias manos, ¡y hasta le habría arrancado los pelos uno
a uno, para convertirla en un monstruo de fealdad! Me engañ ó su fragilidad y su aire de
mosquita muerta... Cometí un error imperdonable, que nunca podré corregir... ¡Ahora só lo
me queda esperar que volvá is a entrar en mi bosque, ya que os haré pagar con la vida toda
la rabia que ahora me estoy tragando!
Al finalizar su arrebato de có lera y autohumillació n, montó en su caballo y cogiendo por las
riendas al de Tam, se marchó de allí. Toda su corte la siguió muy de cerca. Pero en ningú n
momento volvieron la cabeza.
Desde aquel día de libertad, Janet y Tam vivieron rodeados de la mayor felicidad. Porque en
el castillo contaron lo sucedido. La alegría de los Reyes, que eran los padres de Janet, fue
tan inmensa que permitieron la boda de los dos. Mientras tanto, la victoria de Janet sobre la
Reina de los Elfos se iba convirtiendo en una historia que narraba todo el mundo, hasta
hacerla una tradició n. Así ha podido llegar hasta nuestros tiempos.

Dedal (antigua leyenda irlandesa)

Hace mucho tiempo vivió un hombre muy pobre en las fértiles tierras del valle de
Acherlow, al pie de la tétrica montañ a de Galt. Este personaje cargaba desde niñ o con una
joroba gigantesca, que le confería el aspecto de que toda su humanidad se había desplazado
hasta la espalda. Como era tan enorme el volumen, se veía obligado a mantener la cabeza
inclinada, hasta tales extremos que, al sentarse, podía descansar el mentó n en las rodillas.
Con un aspecto tan horrendo, no puede extrañ amos que las gentes temieran encontrarse
con él en un paraje solitario. Hasta le rehuían al verle venir. Pese a todo lo anterior, este ser
deforme era menos peligroso que una mosca y tan manso como un bebé. Sin embargo, esa
joroba descomunal le daba el aspecto de un monstruo, de algo muy distinto a un ser
humano. Y como en todas partes hay individuos muy maliciosos, llegaron a inventarse
calumnias en formas de unas historias desagradables que le pintaban como un personaje
amenazador.
Es posible que lo ú nico cierto que se contaba de él es que sabía má s de hierbas y pó cimas
má gicas que nadie; sin embargo, lo que se conocía con exactitud era que se había
convertido en un habilidoso tejedor de cestos, sombreros, sillas y todas las cosas que se
podían obtener con la paja.
Nunca se pudo saber quién le puso el apodo de Dedal, a pesar de que desde niñ o
acostumbraba a llevar en el sombrero una rama de dedalera. El ú nico gesto humano que se
tenía con él, acaso para que no tomase represalias, era que se le pagaba má s que a los otros
entrelazadores de mimbres.
Y el jorobado pedía lo normal, pero siempre se añ adían una o má s monedas. Quizá las
historias que se contaban en su contra fueran alimentadas por algunos envidiosos.
Una mañ ana que Dedal caminaba desde la localidad de Cahir a la de Cappagh le rodeó la
noche, acaso porque el peso de la joroba en ocasiones le impedía calcular con exactitud el
ritmo de sus pasos. Cuando todo era má s oscuro, pudo adivinar que se hallaba cerca del
tú mulo de Knockgrafton, que se alzaba a la derecha del sendero.
Agotado y muy triste, sin dejar de pensar que le faltaban muchas millas de camino, todas
las cuales debía cubrirlas bajo las nubes la luna, pues a veces ésta se asomaba en el cielo, se
sentó cerca del tú mulo. Necesitaba descansar un rato. Se quedó mirando a lo alto, donde el
disco de plata pura parecía haberse adueñ ado al fin del firmamento.
***
Repentinamente, Dedal creyó estar percibiendo una mú sica desconocida, que no parecía
salida de ningú n instrumento conocido... ¡Sí, brotaba del interior de la tierra! Prestó la
mayor atenció n, estremeciéndose. Su sensibilidad fue despertá ndose, gracias a aquella
melodía tan fabulosa. Creyó que la componían una multitud de voces, como un coro
inmenso, en el que se conjuntaban todas las variedades posibles para originar sonidos
armó nicos, de tal manera que los bajos, los barítonos, los tenores y los demá s se unían a la
perfecció n.
No tardó en reconocer lo que pretendían comunicar los cantores:
Di Lunes, Di Martes, Di Lunes, Di Martes, Di Lunes, Di Martes...
Las voces parecieron concederse una pausa y, al poco rato, el coro fabuloso prosiguió
alargando o acortando las palabras, dando forma a miles de modificaciones sonoras, como
divinas espirales que acariciaban los oídos de Dedal.
Porque éste se hallaba absorto, sin querer ni respirar para no incorporar un sonido
inarmó nico a aquella celestial melodía.
Tenía la má s absoluta certeza de que el canto brotaba del tú mulo. Y a pesar de que no había
dejado de resultarle delicioso, la permanente repetició n, aunque se ofrecieran tantas gamas
de variantes, acabó por aburrirle. De esta manera, cuando escuchó cantar tres veces
seguidas Di Lunes y Di Martes, no dudó en intercalar en la corta pausa una melodía de su
cosecha:
Di Miércoles, Di Jueves...
Sin callarse al volverse a escuchar al coro y siguiendo al llegar la pausa. Muy animado
porque no desentonaba.
Al escuchar lo que Dedal estaba incorporando al canto general unos seres diminutos se
alegraron en el interior de la colina. De ahí que tomaran la decisió n de ir en busca del ser
humano que los había vencido con la potencia y validad de su voz. Salieron de la tierra,
cogieron al sorprendido jorobado y lo trasladaron al interior de una caverna fantá stica.
Al mismo tiempo que descendían por la galería subterrá nea, con la rapidez de un torbellino
unido a la ligereza de unas briznas de paja, Dedal pudo contemplar a su alrededor cosas
extraordinarias, sin dejar de ser guiado por una melodía que parecía succionarlo.
Nada má s posar los pies en el suelo, se vio rodeado de cientos de diminutos admiradores.
Le estaban recibiendo como al má s genial de los cantantes.
Le atendieron unos servidores, una voz le recomendó que pidiera lo que se le antojara y no
dejaron en ningú n momento de tratarle como si fuera la persona má s importante de aquel
lugar fascinante.
De pronto, Dedal contempló que los seres diminutos se hablaban al oído sin dejar de
mirarle. Y a pesar de estar muy satisfecho con el trato que se le estaba brindando, llegó un
momento que temió por su suerte, al creer que le preparaban algú n tipo de castigo. Sin
embargo, el que parecía ser el jefe llegó a su lado y le recitó :

Dedal, Dedal, Dedalito,


te sentirás muy satisfecho.
Porque vas a ser bonito.
Tu jorobo será un deshecho,
pues se irá al momento.
Quizá no te guste bastante,
pues te notamos poco contento
con un aire tan poco elegante.
¡Dedal, Dedal, Dedalito,
que cambies todo al ratito!

Con la ú ltima palabra Dedal se notó muy aligerado de peso y tan dichoso. Hubiera sido
capaz de saltar sobre la luna, igual que la vaca en la narració n del gato y el violín.
Entonces, pudo advertir, con la mayor felicidad de la tierra, que la joroba se le desprendía
de los hombros hasta rodar por los suelos como si fuera un saco gigantesco de patatas.
Y al querer alzar la cabeza, todavía vaciló un poco al temer que se iba a golpear contra el
techo de aquella sala de la caverna. Al momento contempló lo que le rodeaba, costá ndole
superar el asombro, pues lo consideraba de lo má s hermoso. Por ú ltimo, se hallaba tan
estupefacto por el espectá culo que suponía aquel sitio, que se aturdió al quedar
deslumbrado. ¡Y cayó en un sueñ o profundo!
Cuando abrió los ojos pudo comprobar que ya había salido el sol. Por cierto, resplandecía
con fuerza, los pajarillos entonaban sus trinos y él se hallaba echado al pie de la colina, muy
cerca de las vacas y las ovejas, las cuales nada má s que se preocupaban de pastar
tranquilamente con mucho apetito.
Después de rezar sus oraciones de la mañ ana, la primera acció n que realizó Dedal fue
tocarse la espalda en busca de su joroba... ¡No encontró nada del molesto abultamiento, de
la horrible carga que había venido soportando desde su nacimiento!
Esto le llevó a verse con evidente orgullo, al tener 1a certeza de que se había transformado
en un chico muy activo, á gil y perfectamente conformado. Ademá s, toda su vestimenta era
nueva, pues se la habían obsequiado los elfos y demá s espíritus.
Ya no lo pensó má s y decidió encaminarse en direcció n a Cappagh.
Marchaba con tanto entusiasmo, a la vez que se movía con una gran soltura, que tuvo la
grata idea de que siempre había tenido aquella figura.
Como podemos entender nadie de las varias personas que se cruzaron con él pudo
reconocerle al no llevar la joroba. Debió parar a algunos para convencerles que él era
Dedal, ya que había cambiado hasta el punto de no ofrecer ninguna de las características
físicas anteriores, aunque sí las interiores. Pero éstas pocos las tienen en cuenta, y menos al
corresponder a un jorobado.
Debido a que las gentes suelen reaccionar de formas muy variadas ante un suceso
espectacular, nadie dejó de comentar lo de la perdida joroba de Dedal. Surgieron las malas
interpretaciones. Todos comentaban el prodigio, lo mismo en el interior de las cabañ as que
en las mansiones de los ricos.
Una mañ ana que Dedal se encontraba sentado ante su casa, tan contento, una vieja llegó a
su lado y le preguntó :
—¿Cuá l es el mejor camino para llegar a Cappagh?
—Ya se encuentra en Cappagh, señ ora —contestó él muy amable—. ¿De dó nde viene usted?
La vieja le respondió :
—De la comarca de Decie, que está situada en el condado de Waterfood. Ando buscando a
un hombre al que llaman Dedal, que gracias a los elfos perdió la joroba que llevaba encima
desde que nació . Me manda mi comadre, ya que su hijo lleva encima una joroba que va a
terminar destruyéndole. Es posible que consiguiera librarse de ella como lo logró Dedal,
sirviéndose de algú n encantamiento. Por lo tanto, debéis imaginaros que, al haber
caminado tantas leguas, es porque me mueve una poderosa intenció n: conocer ese
encantamiento tan prodigioso.
Como Dedal nunca había dejado de poseer un excelente temperamento, se presentó como
el beneficiario del prodigio y, acto seguido, confió a la vieja todo lo que le ocurrió junto al
tú mulo de Knockgrafton: el maravilloso canto coral de los elfos, la forma como éstos le
habían descargado de la joroba y, al final, le vistieron con unas ropas nuevas.
La vieja le agradeció la informació n y se marchó tan alegre y dichosa Nada má s entrar en la
cabañ a de su comadre, allá en el condado de Waterfood, le comunicó todo lo que había
escuchado al propio Dedal. Enseguida al jorobado se le subió en un carro, sobre el cual
pesaba un aire malicioso, y empezó a moverse tirando del mismo. Le quedaba un largo
camino.
«No me importará n todos los esfuerzos», se decía para darse á nimos, «si conseguimos que
le descarguen de la joroba».
Ya era de noche en el momento que llegaron al pie del tú mulo. La vieja puso allí al jorobado.
John Madden, pues éste era el nombre del jorobado, no debió aguardar mucho rato para
empezar a oír la mú sica que brotaba de las entrañ as de la tierra. Puede decirse que
resultaba má s deliciosa que la anterior, debido a que el coro de elfos había incorporado la
frase de Dedal:
Di Lunes, Di Martes, Di Lunes, Di Martes, Di Lunes, Di Martes, Di Miércoles, Di Jueves...
Sin embargo, en esta ocasió n no hicieron ninguna pausa, acaso porque creían que era
innecesario al haber completado la singular composició n. Como John andaba muy
impaciente por verse libre de su joroba, ni siquiera aguardó a que los elfos terminaran la
canció n. Porque ya llevaba lista la frase que él iba a añ adir. Y en el momento que escuchó la
melodía unas siete veces seguidas, sin preocuparle el tono musical ni la calidad de las
voces, empezó a vociferar:
—¡Di Viernes, Di Sá bado y Di Domingo...!
Al mismo tiempo se decía:
«Como a Dedal le dieron tanto por dos frases, mayores beneficios me ofrecerá n a mí por
tres».
Sin embargo, en el momento que silenció su garganta, se vio alzado de la tierra, para ser
proyectado hasta el interior de la caverna que descendía hasta el fondo de la colina. AJ
momento quedó rodeado por una multitud de elfos. Todos parecían muy disgustados, ya
que no cesaban de protestar:
—¿Quién ha sido el ignorante que ha malogrado nuestra canció n?
El que parecía ser el jefe se colocó ante el grupo y dijo muy furioso:

John Madden, el atrevido,


tus palabras son un despido.
Tan bien como cantábamos,
y a callar nos obligamos,
por culpa de tu mal canto,
tan malo que causó llanto.
Ahora lo que ventas a buscar,
el doble te lo vas a llevar.

Una veintena de los elfos llegaron con la pesada joroba de Dedal y la añ adieron a la que ya
cargaba el infortunado John Madden. La unió n de las dos quedó tan conjuntada como si el
trabajo lo hubiese realizado el mejor carpintero utilizando clavos de doce peniques.
Seguidamente, lo arrojaron a patadas fuera de la caverna.
Al amanecer, la madre y su comadre vieron al joven tumbado al pie de la colina, casi
agonizante y llevando en la espalda dos jorobas en lugar de una. Les entró tanto pá nico,
después de contemplar lo ocurrido, que dieron por cierto que ellas también podían verse
con una joroba. Por eso se limitaron a echar a John en el carretó n de mano y lo llevaron a
casa. Pero el desgraciado, cansado de soportar la doble carga en los días sucesivos, falleció
sin dejar de maldecir la melodía de los elfos, que a él nunca le pareció nada maravillosa.

También podría gustarte