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Francisco de Asís: hogar y misión, nuestra casa común

Este año 2017 queremos profundizar en el fundamento de todos nuestros valores: el valor de la
Persona en nuestra relación con la naturaleza que nos rodea.

Toda persona se inserta en un hábitat que la acoge y le ayuda a crecer. El primero y más natural es
la familia, que es parte fundamental para nuestro crecimiento y maduración, así como las
personas que nos rodean. Pero también nos insertamos en ese otro habitat o casa común que es
la naturaleza, constituida principalmente por otros seres vivos. Con ellos tenemos algo en común,
pero brota además frente a ellos cierta responsabilidad.

De ahí que reflexionemos no sólo sobre nuestra incidencia en la ecología y la conservación del
medio ambiente, en este momento actual y para las próximas generaciones, sino también sobre la
necesaria tarea de velar por nuestro crecimiento personal cuya consecuencia será facilitarnos la
correcta administración de la naturaleza. En efecto, es un hecho que la persona pasa pero nuestro
entorno queda, con todos los cambios que eso pueda conllevar. Todo esto nos permite concluir
que nuestra dignidad personal, basada en la riqueza de nuestro ser racional y libre, trae consigo
una misión hacia uno mismo y hacia los demás.

Figura de San Francisco de Asís

San Francisco de Asís, tan querido por todos como el pequeño gran hermano de los hombres y de
las criaturas que lo rodeaban, encarnó este valor de una manera genuina y muy alegre. Él supo
descubrir el valor de cuanto le rodeaba como creación de Dios así como su propia misión en ese
hogar, por eso será el rostro de nuestro Tema Sello 2017. Trataba a cada persona con la mejor de
sus sonrisas y su amabilidad porque veía en ellas la imagen y semejanza de Dios. Mientras que
respetaba y valoraba al resto de las criaturas porque descubría en ellas el vestigio y la huella de
Dios. Su desapego de lo material le daba una libertad de espíritu que le hacía descubrir la belleza
de todo como resplandor del Creador del bien y la belleza.

Bajo el lema Francisco de Asís: hogar y misión, nuestra casa común te proponemos descubrir el
valor que tenemos cada uno de los seres humanos, y a administrar con respeto y cuidado la casa
común y cuanto nos rodea, para entregar una casa digna a las generaciones venideras.

Dice en su famoso Cántico de las Criaturas: “Alabado seas, mi Señor, en todas tus criaturas,
especialmente en el Señor hermano sol… y por la hermana nuestra madre tierra… Alabado seas,
(…) por aquellos que perdonan por tu amor,… bienaventurados los que sufran en paz, porque de
Ti, Altísimo, coronados serán».

VIDA DE SAN FRANCISCO DE ASÍSCÁNTICO, FRASES Y ANÉCDOTASCONCURSO DE FOTOGRAFÍA

San Francisco fue un santo que vivió tiempos difíciles de la Iglesia y la ayudó mucho. Renunció a su
herencia dándole más importancia en su vida a los bienes espirituales que a los materiales.

Francisco nació en Asís, Italia en 1181 ó 1182. Su padre era comerciante y su madre pertenecía a
una familia noble. Tenían una situación económica muy desahogada. Su padre comerciaba mucho
con Francia y cuando nació su hijo estaba fuera del país. Las gentes apodaron al niño “francesco”
(el francés) aunque éste había recibido en su bautismo el nombre de “Juan”.

En su juventud no se interesó ni por los negocios de su padre ni por los estudios. Se dedicó a gozar
de la vida sanamente, sin malas costumbres ni vicios. Gastaba mucho dinero pero siempre daba
limosnas a los pobres. Le gustaban las románticas tradiciones caballerescas que propagaban los
trovadores.

Cuando Francisco tenía como unos veinte años, hubo pleitos y discordia entre las ciudades de
Perugia y Asís. Francisco fue prisionero un año y lo soportó con alegría. Cuando recobró la libertad
cayó gravemente enfermo. La enfermedad fortaleció y maduró su espíritu. Cuando se recuperó,
decidió ir a combatir en el ejército. Se compró una costosa armadura y un manto que regaló a un
caballero mal vestido y pobre. Dejó de combatir y volvió a su antigua vida pero sin tomarla tan a la
ligera. Se dedicó a la oración y después de un tiempo tuvo la inspiración de vender todos sus
bienes y comprar la perla preciosa de la que habla el Evangelio. Se dio cuenta que la batalla
espiritual empieza por la mortificación y la victoria sobre los instintos. Un día se encontró con un
leproso que le pedía una limosna y le dio un beso.

Visitaba y servía a los enfermos en los hospitales. Siempre, regalaba a los pobres sus vestidos, o el
dinero que llevaba. Un día, una imagen de Jesucristo crucificado le habló y le pidió que reparara su
Iglesia que estaba en ruinas. Decidió ir y vender su caballo y unas ropas de la tienda de su padre
para tener dinero para arreglar la Iglesia de San Damián. Llegó ahí y le ofreció al padre su dinero y
le pidió permiso para quedarse a vivir con él. El sacerdote le dijo que sí se podía quedar ahí, pero
que no podía aceptar su dinero. El papá de San Francisco, al enterarse de lo sucedido, fue a la
Iglesia de San Damián pero su hijo se escondió. Pasó algunos días en oración y ayuno. Regresó a su
pueblo y estaba tan desfigurado y mal vestido que las gentes se burlaban de él como si fuese un
loco. Su padre lo llevó a su casa y lo golpeó furiosamente, le puso grilletes en los pies y lo encerró
en una habitación (Francisco tenía entonces 25 años). Su madre se encargó de ponerle en libertad
y él se fue a San Damián. Su padre fue a buscarlo ahí y lo golpeó y le dijo que volviera a su casa o
que renunciara a su herencia y le pagara el precio de los vestidos que había vendido de su tienda.
San Francisco no tuvo problema en renunciar a la herencia y del dinero de los vestidos pero dijo
que pertenecía a Dios y a los pobres. Su padre le obligó a ir con el obispo de Asís quien le sugirió
devolver el dinero y tener confianza en Dios. San Francisco devolvió en ese momento la ropa que
traía puesta para dársela a su padre ya que a él le pertenecía. El padre se fue muy lastimado y el
obispo regaló a San Francisco un viejo vestido de labrador que tenía al que San Francisco le puso
una cruz con un trozo de tiza y se lo puso.

San Francisco partió buscando un lugar para establecerse. En un monasterio obtuvo limosna y
trabajo como si fuera un mendigo. Unas personas le regalaron una túnica, un cinturón y unas
sandalias que usó durante dos años.

Luego regresó a San Damián y fue a Asís para pedir limosna para reparar la Iglesia. Ahí soportó las
burlas y el desprecio. Una vez hechas las reparaciones de San Damián hizo lo mismo con la antigua
Iglesia de San Pedro. Después se trasladó a una capillita llamada Porciúncula, de los benedictinos,
que estaba en una llanura cerca de Asís. Era un sitio muy tranquilo que gustó mucho a San
Francisco. Al oir las palabras del Evangelio “…No lleven oro….ni dos túnicas, ni sandalias, ni
báculo..”, regaló sus sandalias, su báculo y su cinturón y se quedó solamente con su túnica
sujetada con un cordón. Comenzó a hablar a sus oyentes acerca de la penitencia. Sus palabras
llegaban a los corazones de sus oyentes. Al saludar a alguien, le decía “La paz del Señor sea
contigo”. Dios le había concedido ya el don de profecía y el don de milagros.

San Francisco tuvo muchos seguidores y algunos querían hacerse discípulos suyos. Su primer
discípulo fue Bernardo de Quintavalle que era un rico comerciante de Asís que vendió todo lo que
tenía para darlo a los pobres. Su segundo discípulo fue Pedro de Cattaneo. San Francisco les
concedió hábitos a los dos en abril de 1209.

Cuando ya eran doce discípulos, San Francisco redactó una regla breve e informal que eran
principalmente consejos evangélicos para alcanzar la perfección. Después de varios años se
autorizó por el Papa Inocencio III la regla y les dio por misión predicar la penitencia.

San Francisco y sus compañeros se trasladaron a una cabaña que luego tuvieron que desalojar. En
1212, el abad regaló a San Francisco la capilla de Porciúncula con la condición de que la conservase
siempre como la iglesia principal de la nueva orden. Él la aceptó pero sólo prestada sabiendo que
pertenecía a los benedictinos. Alrededor de la Porciúncula construyeron cabañas muy sencillas. La
pobreza era el fundamento de su orden. San Francisco sólo llegó a recibir el diaconado porque se
consideraba indigno del sacerdocio. Los primeros años de la orden fueron un período de
entrenamiento en la pobreza y en la caridad fraterna. Los frailes trabajaban en sus oficios y en los
campos vecinos para ganarse el pan de cada día. Cuando no había trabajo suficiente, solían pedir
limosna de puerta en puerta. El fundador les había prohibido aceptar dinero. Se distinguían por su
gran capacidad de servicio a los demás, especialmente a los leprosos a quienes llamaban
“hermanos cristianos”. Debían siempre obedecer al obispo del lugar donde se encontraran. El
número de compañeros del santo iba en aumento.

Santa Clara oyó predicar a San Francisco y decidió seguirlo en 1212. San Francisco consiguió que
Santa Clara y sus compañeras se establecieran en San Damián. La oración de éstas hacía fecundo
el trabajo de los franciscanos.

San Francisco dio a su orden el nombre de “Frailes Menores” ya que quería que fueran humildes.
La orden creció tanto que necesitaba de una organización sistemática y de disciplina común. La
orden se dividió en provincias y al frente de cada una se puso a un ministro encargado “del bien
espiritual de los hermanos”. El orden de fraile creció más alla de los Alpes y tenían misiones en
España, Hungría y Alemania. En la orden habíanquienes querían hacer unas reformas a las reglas,
pero su fundador no estuvo de acuerdo con éstas. Surgieron algunos problemas por esto porque
algunos frailes decían que no era posible el no poseer ningún bien. San Francisco decía que éste
era precisamente el espíritu y modo de vida de su orden.

San Francisco conoció en Roma a Santo Domingo que había predicado la fe y la penitencia en el
sur de Francia.

En la Navidad de 1223 San Francisco construyó una especie de cueva en la que se representó el
nacimiento de Cristo y se celebró Misa. Es el primer pesebre o Belén.

En 1224 se retiró al Monte Alvernia y se construyó ahí una pequeña celda. La única persona que lo
acompañó fue el hermano León y no quiso tener visitas. Es aquí donde sucedió el milagro de las
estigmas en el cual quedaron impresas las señales de la pasión de Cristo en el cuerpo de Francisco.
A partir de entonces llevaba las manos dentro de las mangas del hábito y llevaba medias y zapatos.
Dijo que le habían sido reveladas cosas que jamás diría a hombre alguno. Un tiempo después bajo
del Monte y curó a muchos enfermos.

San Francisco no quería que el estudio quitara el espíritu de su orden. Decía que sí podían estudiar
si el estudio no les quitaba tiempo de su oración y si no lo hacían por vanidad. Temía que la ciencia
se convirtiera en enemiga de la pobreza.

La salud de San Francisco se fue deteriorando, los estigmas le hacían sufrir y le debilitaron y ya casi
había perdido la vista. En el verano de 1225 lo llevaron con varios doctores porque ya estaba muy
enfermo. Poco antes de morir dictó un testamento en el que les recomendaba a los hermanos
observar la regla y trabajar manualmente para evitar la ociosidad y dar buen ejemplo. Al enterarse
que le quedaban pocas semanas de vida, dijo “¡Bienvenida, hermana muerte!” y pidió que lo
llevaran a Porciúncula. Murió el 3 de octubre de 1226 después de escuchar la pasión de Cristo
según San Juan. Tenía 44 años de edad. Lo sepultaron en la Iglesia de San Jorge en Asís.

Son famosas las anécdotas de los pajarillos que venían a escucharle cuando cantaba las grandezas
del Señor, del conejillo que no quería separarse de él y del lobo amansado por el santo. Algunos
dicen que estas son leyenda, otros no.

San Francisco contribuyó mucho a la renovación de la Iglesia de la decadencia y el desorden en


que había caído durante la Edad Media. El ayudó a la Iglesia que vivía momentos difíciles.

¿Qué nos enseña la vida de San Francisco?

Nos enseña a vivir la virtud de la humildad. San Francisco tuvo un corazón alegre y humilde. Supo
dejar no sólo el dinero de su padre sino que también supo aceptar la voluntad de Dios en su vida.
Fue capaz de ver la grandeza de Dios y la pequeñez del hombre. Veía la grandeza de Dios en la
naturaleza.

Nos enseña a saber contagiar ese entusiasmo por Cristo a los demás. Predicar a Dios con el
ejemplo y con la palabra. San Francisco lo hizo con Santa Clara y con sus seguidores dando buen
ejemplo de la libertad que da la pobreza.

Nos enseña el valor del sacrificio. San Francisco vivió su vida ofreciendo sacrificios a Dios.

Nos enseña a vivir con sencillez y con mucho amor a Dios. Lo más importante para él era estar
cerca de Dios. Su vida de oración fue muy profunda y era lo primordial en su vida.

Fue fiel a la Iglesia y al Papa. Fundó la orden de los franciscanos de acuerdo con los requisitos de la
Iglesia y les pedía a los frailes obedecer a los obispos.

Nos enseña a vivir cerca de Dios y no de las cosas materiales. Saber encontrar en la pobreza la
alegría, ya que para amar a Dios no se necesita nada material.

Nos enseña lo importante que es sentirnos parte de la Iglesia y ayudarla siempre pero
especialmente en momentos de dificultad.

http://es.catholic.net/op/articulos/32196/francisco-de-ass-san.html

Sobre San Francisco de Asís, vida y legado


BENEDICTO XVI, Miércoles 27 de enero de 2010

En una catequesis reciente ilustré ya el papel providencial que tuvieron la Orden de los Frailes
Menores y la Orden de los Frailes Predicadores, fundadas respectivamente por san Francisco de
Asís y por santo Domingo de Guzmán, en la renovación de la Iglesia de su tiempo. Hoy quiero
presentaros la figura de san Francisco, un auténtico “gigante” de la santidad, que sigue fascinando
a numerosísimas personas de todas las edades y religiones.

“Nacióle un sol al mundo”. Con estas palabras, el sumo poeta italiano Dante Alighieri alude en la
Divina Comedia (Paraíso, Canto XI) al nacimiento de Francisco, que tuvo lugar a finales de 1181 o a
principios de 1182, en Asís. Francisco pertenecía a una familia rica —su padre era comerciante de
telas— y vivió una adolescencia y una juventud despreocupadas, cultivando los ideales
caballerescos de su tiempo. A los veinte años tomó parte en una campaña militar y lo hicieron
prisionero. Enfermó y fue liberado. A su regreso a Asís, comenzó en él un lento proceso de
conversión espiritual que lo llevó a abandonar gradualmente el estilo de vida mundano que había
practicado hasta entonces. Se remontan a este período los célebres episodios del encuentro con el
leproso, al cual Francisco, bajando de su caballo, dio el beso de la paz, y del mensaje del Crucifijo
en la iglesita de San Damián. Cristo en la cruz tomó vida en tres ocasiones y le dijo: “Ve, Francisco,
y repara mi Iglesia en ruinas”. Este simple acontecimiento de escuchar la Palabra del Señor en la
iglesia de san Damián esconde un simbolismo profundo. En su sentido inmediato san Francisco es
llamado a reparar esta iglesita, pero el estado ruinoso de este edificio es símbolo de la situación
dramática e inquietante de la Iglesia en aquel tiempo, con una fe superficial que no conforma y no
transforma la vida, con un clero poco celoso, con el enfriamiento del amor; una destrucción
interior de la Iglesia que conlleva también una descomposición de la unidad, con el nacimiento de
movimientos heréticos. Sin embargo, en el centro de esta Iglesia en ruinas está el Crucifijo y habla:
llama a la renovación, llama a Francisco a un trabajo manual para reparar concretamente la
iglesita de san Damián, símbolo de la llamada más profunda a renovar la Iglesia de Cristo, con su
radicalidad de fe y con su entusiasmo de amor a Cristo. Este acontecimiento, que probablemente
tuvo lugar en 1205, recuerda otro acontecimiento parecido que sucedió en 1207: el sueño del
Papa Inocencio III, quien en sueños ve que la basílica de San Juan de Letrán, la iglesia madre de
todas las iglesias, se está derrumbando y un religioso pequeño e insignificante sostiene con sus
hombros la iglesia para que no se derrumbe. Es interesante observar, por una parte, que no es el
Papa quien ayuda para que la iglesia no se derrumbe, sino un pequeño e insignificante religioso,
que el Papa reconoce en Francisco cuando este lo visita. Inocencio III era un Papa poderoso, de
gran cultura teológica y gran poder político; sin embargo, no es él quien renueva la Iglesia, sino el
pequeño e insignificante religioso: es san Francisco, llamado por Dios. Pero, por otra parte, es
importante observar que san Francisco no renueva la Iglesia sin el Papa o en contra de él, sino sólo
en comunión con él. Las dos realidades van juntas: el Sucesor de Pedro, los obispos, la Iglesia
fundada en la sucesión de los Apóstoles y el carisma nuevo que el Espíritu Santo crea en ese
momento para renovar la Iglesia. En la unidad crece la verdadera renovación.

Volvamos a la vida de san Francisco. Puesto que su padre Bernardone le reprochaba su excesiva
generosidad con los pobres, Francisco, ante el obispo de Asís, con un gesto simbólico se despojó
de sus vestidos, indicando así que renunciaba a la herencia paterna: como en el momento de la
creación, Francisco no tiene nada más que la vida que Dios le ha dado, a cuyas manos se entrega.
Desde entonces vivió como un eremita, hasta que, en 1208, tuvo lugar otro acontecimiento
fundamental en el itinerario de su conversión. Escuchando un pasaje del Evangelio de san Mateo
—el discurso de Jesús a los Apóstoles enviados a la misión—, Francisco se sintió llamado a vivir en
la pobreza y a dedicarse a la predicación. Otros compañeros se asociaron a él y en 1209 fue a
Roma, para someter al Papa Inocencio III el proyecto de una nueva forma de vida cristiana. Recibió
una acogida paterna de aquel gran Pontífice, que, iluminado por el Señor, intuyó el origen divino
del movimiento suscitado por Francisco. El “Poverello” de Asís había comprendido que todo
carisma que da el Espíritu Santo hay que ponerlo al servicio del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia;
por lo tanto, actuó siempre en plena comunión con la autoridad eclesiástica. En la vida de los
santos no existe contraste entre carisma profético y carisma de gobierno y, si se crea alguna
tensión, saben esperar con paciencia los tiempos del Espíritu Santo.

En realidad, en el siglo XIX y también en el siglo pasado algunos historiadores intentaron crear
detrás del Francisco de la tradición, lo que llamaban un Francisco histórico, de la misma manera
que detrás del Jesús de los Evangelios se intenta crear lo que llaman el Jesús histórico. Ese
Francisco histórico no habría sido un hombre de Iglesia, sino un hombre unido inmediatamente
sólo a Cristo, un hombre que quería crear una renovación del pueblo de Dios, sin formas canónicas
y sin jerarquía. La verdad es que san Francisco tuvo realmente una relación muy inmediata con
Jesús y con la Palabra de Dios, que quería seguir sine glossa, tal como es, en toda su radicalidad y
verdad. También es verdad que inicialmente no tenía la intención de crear una Orden con las
formas canónicas necesarias, sino que, simplemente, con la Palabra de Dios y la presencia del
Señor, quería renovar el pueblo de Dios, convocarlo de nuevo a escuchar la Palabra y a obedecer a
Cristo. Además, sabía que Cristo nunca es “mío”, sino que siempre es “nuestro”; que a Cristo no
puedo tenerlo “yo” y reconstruir “yo” contra la Iglesia, su voluntad y sus enseñanzas; sino que sólo
en la comunión de la Iglesia construida sobre la sucesión de los Apóstoles se renueva también la
obediencia a la Palabra de Dios.

También es verdad que no tenía intención de crear una nueva Orden, sino solamente renovar el
pueblo de Dios para el Señor que viene. Pero entendió con sufrimiento y con dolor que todo debe
tener su orden, que también el derecho de la Iglesia es necesario para dar forma a la renovación y
así en realidad se insertó totalmente, con el corazón, en la comunión de la Iglesia, con el Papa y
con los obispos. Sabía asimismo que el centro de la Iglesia es la Eucaristía, donde el Cuerpo de
Cristo y su Sangre se hacen presentes. A través del Sacerdocio, la Eucaristía es la Iglesia. Donde
sacerdocio y Cristo y comunión de la Iglesia van juntos, sólo aquí habita también la Palabra de
Dios. El verdadero Francisco histórico es el Francisco de la Iglesia y precisamente de este modo
habla también a los no creyentes, a los creyentes de otras confesiones y religiones.

Francisco y sus frailes, cada vez más numerosos, se establecieron en “la Porziuncola”, o iglesia de
Santa María de los Ángeles, lugar sagrado por excelencia de la espiritualidad franciscana. También
Clara, una joven de Asís, de familia noble, se unió a la escuela de Francisco. Así nació la Segunda
Orden franciscana, la de las clarisas, otra experiencia destinada a dar insignes frutos de santidad
en la Iglesia.

También el sucesor de Inocencio III, el Papa Honorio III, con su bula Cum dilecti de 1218 sostuvo el
desarrollo singular de los primeros Frailes Menores, que iban abriendo sus misiones en distintos
países de Europa, incluso en Marruecos. En 1219 Francisco obtuvo permiso para ir a Egipto a
hablar con el sultán musulmán Melek-el-Kâmel, para predicar también allí el Evangelio de Jesús.
Deseo subrayar este episodio de la vida de san Francisco, que tiene una gran actualidad. En una
época en la cual existía un enfrentamiento entre el cristianismo y el islam, Francisco, armado
voluntariamente sólo de su fe y de su mansedumbre personal, recorrió con eficacia el camino del
diálogo. Las crónicas nos narran que el sultán musulmán le brindó una acogida benévola y un
recibimiento cordial. Es un modelo en el que también hoy deberían inspirarse las relaciones entre
cristianos y musulmanes: promover un diálogo en la verdad, en el respeto recíproco y en la
comprensión mutua (cf. Nostra aetate, 3). Parece ser que después, en 1220, Francisco visitó la
Tierra Santa, plantando así una semilla que daría mucho fruto: en efecto, sus hijos espirituales
hicieron de los Lugares donde vivió Jesús un ámbito privilegiado de su misión. Hoy pienso con
gratitud en los grandes méritos de la Custodia franciscana de Tierra Santa.

A su regreso a Italia, Francisco encomendó el gobierno de la Orden a su vicario, fray Pietro Cattani,
mientras que el Papa encomendó la Orden, que recogía cada vez más adhesiones, a la protección
del cardenal Ugolino, el futuro Sumo Pontífice Gregorio IX. Por su parte, el Fundador,
completamente dedicado a la predicación, que llevaba a cabo con gran éxito, redactó una Regla,
que fue aprobada más tarde por el Papa.

En 1224, en el eremitorio de la Verna, Francisco ve el Crucifijo en la forma de un serafín y en el


encuentro con el serafín crucificado recibe los estigmas; así llega a ser uno con Cristo crucificado:
un don, por lo tanto, que expresa su íntima identificación con el Señor.

La muerte de Francisco —su transitus— aconteció la tarde del 3 de octubre de 1226, en “la
Porziuncola”. Después de bendecir a sus hijos espirituales, murió, recostado sobre la tierra
desnuda. Dos años más tarde el Papa Gregorio IX lo inscribió en el catálogo de los santos. Poco
tiempo después, en Asís se construyó una gran basílica en su honor, que todavía hoy es meta de
numerosísimos peregrinos, que pueden venerar la tumba del santo y gozar de la visión de los
frescos de Giotto, el pintor que ilustró de modo magnífico la vida de Francisco.

Se ha dicho que Francisco representa un alter Christus, era verdaderamente un icono vivo de
Cristo. También fue denominado “el hermano de Jesús”. De hecho, este era su ideal: ser como
Jesús; contemplar el Cristo del Evangelio, amarlo intensamente, imitar sus virtudes. En particular,
quiso dar un valor fundamental a la pobreza interior y exterior, enseñándola también a sus hijos
espirituales. La primera Bienaventuranza en el Sermón de la montaña —Bienaventurados los
pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (Mt 5, 3)— encontró una luminosa
realización en la vida y en las palabras de san Francisco. Queridos amigos, los santos son
realmente los mejores intérpretes de la Biblia; encarnando en su vida la Palabra de Dios, la hacen
más atractiva que nunca, de manera que verdaderamente habla con nosotros. El testimonio de
Francisco, que amó la pobreza para seguir a Cristo con entrega y libertad totales, sigue siendo
también para nosotros una invitación a cultivar la pobreza interior para crecer en la confianza en
Dios, uniendo asimismo un estilo de vida sobrio y un desprendimiento de los bienes materiales.

En Francisco el amor a Cristo se expresó de modo especial en la adoración del Santísimo


Sacramento de la Eucaristía. En las Fuentes franciscanas se leen expresiones conmovedoras, como
esta: “¡Tiemble el hombre todo entero, estremézcase el mundo todo y exulte el cielo cuando
Cristo, el Hijo de Dios vivo, se encuentra sobre el altar en manos del sacerdote! ¡Oh celsitud
admirable y condescendencia asombrosa! ¡Oh sublime humildad, oh humilde sublimidad: que el
Señor del mundo universo, Dios e Hijo de Dios, se humilla hasta el punto de esconderse, para
nuestra salvación, bajo una pequeña forma de pan!” (Francisco de Asís, Escritos, Editrici
Francescane, Padua 2002, p. 401).

En este Año sacerdotal me complace recordar también una recomendación que Francisco dirigió a
los sacerdotes: “Siempre que quieran celebrar la misa ofrezcan purificados, con pureza y
reverencia, el verdadero sacrificio del santísimo Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo” (ib.,
399). Francisco siempre mostraba una gran deferencia hacia los sacerdotes, y recomendaba que se
les respetara siempre, incluso en el caso de que personalmente fueran poco dignos. Como
motivación de este profundo respeto señalaba el hecho de que han recibido el don de consagrar la
Eucaristía. Queridos hermanos en el sacerdocio, no olvidemos nunca esta enseñanza: la santidad
de la Eucaristía nos pide ser puros, vivir de modo coherente con el Misterio que celebramos.

Del amor a Cristo nace el amor hacia las personas y también hacia todas las criaturas de Dios. Este
es otro rasgo característico de la espiritualidad de Francisco: el sentido de la fraternidad universal
y el amor a la creación, que le inspiró el célebre Cántico de las criaturas. Es un mensaje muy actual.
Como recordé en mi reciente encíclica Caritas in veritate, sólo es sostenible un desarrollo que
respete la creación y que no perjudique el medio ambiente (cf. nn. 48-52), y en el Mensaje para la
Jornada mundial de la paz de este año subrayé que también la construcción de una paz sólida está
vinculada al respeto de la creación. Francisco nos recuerda que en la creación se despliega la
sabiduría y la benevolencia del Creador. Él entiende la naturaleza como un lenguaje en el que Dios
habla con nosotros, en el que la realidad se vuelve transparente y podemos hablar de Dios y con
Dios.

Querido amigos, Francisco fue un gran santo y un hombre alegre. Su sencillez, su humildad, su fe,
su amor a Cristo, su bondad con todo hombre y toda mujer lo hicieron alegre en cualquier
situación. En efecto, entre la santidad y la alegría existe una relación íntima e indisoluble. Un
escritor francés dijo que en el mundo sólo existe una tristeza: la de no ser santos, es decir, no estar
cerca de Dios. Mirando el testimonio de san Francisco, comprendemos que el secreto de la
verdadera felicidad es precisamente: llegar a ser santos, cercanos a Dios.

Que la Virgen, a la que Francisco amó tiernamente, nos obtenga este don. Nos encomendamos a
ella con las mismas palabras del “Poverello” de Asís: “Santa Virgen María, no ha nacido en el
mundo entre las mujeres ninguna semejante a ti, hija y esclava del altísimo Rey sumo y Padre
celestial, Madre de nuestro santísimo Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por
nosotros… ante tu santísimo Hijo amado, Señor y maestro” (Francisco de Asís, Escritos, 163).

http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/audiences/2010/documents/hf_ben-
xvi_aud_20100127.html

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