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durante años y que sólo queda hacerlo evidente. Es el identikit de una voz que
desde lejos nos convoca a actualizar todos los libros en uno nuevo. Y en el caso
de Olga Orozco esto es efectivamente así. Desde lejos, su primer libro publicado
en 1946, ya nos habla del último. “Son los seres que fui los que me aguardan”,
concluye en primera persona la que empieza preguntándole a un tú “Quién eras
(…) como alguien que retorna desde el tiempo a repetir los llantos, los deseos,
los ademanes”. Esa atención puesta sobre lo que retorna en forma compulsiva
dando cuenta de los avatares de una subjetividad, es la impronta surrealista que
de entrada se apodera de la poesía de Orozco. No nos referimos aquí a
procedimientos, modas de época ni tampoco a la adhesión o no a determinados
objetivos programáticos. Lo que Orozco comparte con el surrealismo es un
asombro en relación al descubrimiento del inconciente. Ése que Breton,
diferenciándose de Freud, definió como campo magnético de asociaciones cuyo
registro se logra a través de medios automáticos. Estas diferencias con el
psicoanálisis no impiden leer hoy, como lo hace Hal Foster 1, el automatismo
surrealista en relación directa con lo que para Freud son la compulsión a la
repetición y la pulsión de muerte. Orozco, entonces, imbuida de ese asombro
que multiplica a la que fui en una diversidad de seres -todos en uno repitiendo
los mismos llantos, los mismos deseos, los mismos ademanes- estaría lanzando
a rodar, a partir de 1946, una pregunta poética en relación al tiempo de la
subjetividad que ya de entrada alude a la muerte. Siguiendo ese hilo
investigativo que abre la pregunta, se puede ir viendo cómo la cualidad de las
alusiones a la muerte va cambiando a través de los diferentes libros, al mismo
tiempo que cambia el modo en que la hablante se concibe a sí misma. Si
empieza aferrada a la díada yo-tú para dar cuenta, a través de una boca que se
1
Foster, Hal, Belleza compulsiva, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2008, pp. 37.
sitúa lejos, del otro mundo, después se irá acercando a éste para adueñarse
definitivamente del presente (“con esta boca, en este mundo”) Un presente
donde la muerte de los otros entendida como recuerdo deviene la marca de una
experiencia actualizada con los otros. Este arduo trabajo de adueñarse de la
propia voz es la vida que entre 1946 y 1999 pide ser reunida en una obra.
2
“En muchas entrevistas Olga Orozco dice que si bien su poesía posee coincidencias con el
surrealismo, la filiación más cercana a ella es la de los románticos alemanas”, afirma María
Elena Legaz en La escritura poética de Olga Orozco, Buenos Aires, Corregidor, 2010, pp. 229.
espejo (“mi propia aparecida condenada a mi forma de este mundo”) pero sólo a
condición de que exista otro mundo. Es esta dualidad la que después Alejandra
Pizarnik, discípula dilecta de Orozco, arrancará del seno de la metafísica para
hacerla jugar a nivel de la lengua, una lengua que, incapaz de dar cuenta de su
objeto, deja al sujeto muerto en vida. Mientras Alejandra lanza, desde
ultratumba, una pregunta en primera persona que no espera respuesta (“Al filo
de las palabras golpes en la tumba. Quién vive, dije. Yo dije quién vive”), Orozco
en Los juegos peligrosos (1962) le pregunta al tú del yo por ese otro mundo:
3
Foster, Hal, op. cit, pp. 57.
comunicantes4 con el fin de acercarse a este mundo. En el mismo libro Los
juegos peligrosos, el poema “Si me puedes mirar” donde, desde el título mismo,
la visión entre los dos mundos se plantea como posible, ya marca el comienzo
de un acercamiento que aterrizará definitivamente en Con esta boca en este
mundo (1994) último libro publicado en vida de la autora. En los primeros versos
de “Si me puedes mirar” el tú ya no es más un representante abstracto del yo en
el otro mundo:
Madre, madre,
vuelve a erigir la casa y bordemos la historia.
Vuelve a contar mi vida
6
“Breton, en el Segundo Manifiesto del Surrealismo (1929) explícitamente apoya la sublimación
y rechaza la regresión, cuyo nombre en este contexto es Bataille”, Hal Foster, op.cit.. pp. 193.
.
de una época todavía demasiado encandilada por los enunciados. Poniendo en
primer plano el campo de la enunciación, con el lenguaje como protagonista
indiscutido, la discípula abrió posibilidades nuevas para emigrar de esa impronta
lírica que ambas poetas compartieron pero de la que ambas, cada una a su
manera, intentaron liberarse. Sin embargo, la literalidad fue para Pizarnik un
juego demasiado peligroso. Es por eso que el carácter sacrificial de su
concepción del arte -que comparte con poetas como Baudelaire, Rimbaud,
Nerval o Lautreamont- puede ser leído como una operación mistificadora que,
como tal, anticipa la instauración de otro binarismo. Si poesía y vida ahora
quieren fusionarse -“estos poetas, y unos pocos más, tienen en común el haber
anulado, o querido anular, la distancia que la sociedad obliga a establecer entre
poesía y vida”-7 debe entenderse que la literatura realmente puede cortar las
venas con los filos del alba. Este peligros supone otro: retrotraer al autor, cuya
consistencia las vanguardias habían intentado disolver en el campo de la
enunciación, a un lugar de genio romántico obligado a sacrificar su cuerpo. Así,
vida y obra vuelven a separarse por el crimen de haber sido literalmente unidas.
Ahora bien, los discípulos suelen ayudar a madurar a los maestros. El ir y
venir de las lecturas, las reescrituras que de un modo casi compulsivo van
dando nuevas vueltas de tuerca a las obsesiones mutuas, son negociaciones
generacionales que hacen del arte una tarea compartida con el único fin de
transgredir. Mientras el otro reino orozquiano es transgredido por Pizarnik
cuando, señalando que debajo de la nominación no hay más que nominación,
disuelve el sustrato metafísico, Orozco recogerá ese guante para transgredir lo
que, con la muerte de la discípula, queda firmado y confirmado como un drama
de inadecuación. Si el lenguaje no es capaz de dar cuenta del objeto (“si digo
agua, beberé? Si digo pan ¿comeré?”, se pregunta Pizarnik en “En esta noche,
en este mundo”) tampoco es posible amigar el objeto con el lenguaje. Y como en
el caso de la literalidad que igualaba vida y obra, aquí también se corre el peligro
de fijar un nuevo binarismo suicida donde entre palabras y cosas sólo reine la
muerte, es decir, la diferencia. En “En esta noche, en este mundo”, para César
7
Pizarnik, Alejandra, “El verbo encarnado”, en Prosa reunida, Barcelona, Lumen, 2001, pp. 269.
Aira el poema-manifiesto8 de Alejandra Pizarnik, el defasaje entre palabra y
cosa es un drama nocturno del que el yo lírico, aunque no puede, parece sin
embargo querer liberarse. “Ayúdame a escribir el poema más prescindible, el
que no sirva ni para/ ser inservible/ ayúdame a escribir palabras”, termina
diciendo la hablante, como si buscara por fin un camino de salida de la alta
poesía. Esa que se construye un lenguaje imprescindible a costa de alejarlo de
las cosas. A su vez las cosas, vaciadas, paralizadas, ya no sirven ni para ser
dichas. Por eso, el pedido de Pizarnik de “escribir palabras” debería ser leído
como un pedido desesperado por poder escribir cosas. Sin embargo, la noche
de la abstracción cae sobre la intención pizarnikiana antes de tiempo. Olga
Orozco, quien a su manera también buscaba caminos de salida de esa
encerrona lírica, retoma veinte años después a Pizarnik desde el título mismo
del poema y lo reescribe para transgredirlo. El resultado es un libro titulado Con
esta boca, en este mundo donde el cambio en las preposiciones (en por con) ya
da cuenta de un cambio de posición del sujeto: de señalar la fijeza (“en esta
noche”) a adueñarse de la herramienta que posibilita el uso (“con esta boca”).
Así, la segunda parte del enunciado, “en este mundo”, que se mantiene
inalterada, cambia sin embargo radicalmente su sentido en ambos títulos. En el
título de Pizarnik, noche es sinónimo de mundo mientras en el de Orozco es el
sujeto dueño de una boca el que también, en una misma operación, se adueña
del mundo. Así como Pizarnik quería tocar lo prescindible y no podía, Orozco
pedía liberarse de la noche para poder asegurarse, de la boca para afuera, un
lugar en este mundo. Así lo enuncia en Museo salvaje (1974):
“A Valerio”, dice la dedicatoria del poema “Para que vuelvas” en Con esta boca
en este mundo (1994). Valerio Peluffo, marido de la poeta, había muerto en
1991 y su nombre vuelve a aparecer en las prosas de También la luz (1995)
pero ahora en un acto de escritura que lo arroja puertas adentro del texto. Ahí el
interlocutor, puesto entre paréntesis, legitima para la hablante la posibilidad de
emerger desde la poesía hacia la narración autobiográfica pero sin tener que
desembocar en la ficción:
De las manos de papá que era el gran mago, salían pequeñas oscuridades
encendidas. (Ven a verlas Valerio, ven a verlas en mi recuerdo que es el tuyo,
donde el mago es tu padre y todo sucede en otra parte, siempre ocho años
antes”) (….) Mientras tomaba mi copa de naranjada vi a mamá de pie frente a la
ventana abierta con su copa levantada hacia el cielo, así, como he brindado yo
después, año tras año, con todos los que estaban en aquella lejana
Nochebuena, como brindo contigo Valerio, con la certeza de encontrar tu copa a
través del inmenso firmamento que tiembla.
Cuando el pretérito que rige la narración amenaza con abrir un mundo ficticio,
el presente de la poesía, condensado en el nombre Valerio, vuelve a poner al yo
lírico en su lugar de sujeto de la experiencia. Ahora el recuerdo no es más una
evocación mecánica condenada a sustancializarse lejos, en otro mundo. Desde
una lejana Navidad, se hacen presentes ahora todos los que estuvieron allí. Son
los testigos de un matrimonio. Experiencia compartida donde dos cruzando el
tiempo de sus mutuos recuerdos logran volver a llamar a las cosas por su
nombre. Así, por ejemplo, logran el milagro de darle consistencia a una copa.
Por eso el poema dedicado a Valerio se titula “Para que vuelvas”. Porque
primero hay que poder aceptar la partida para que después, con la mediación de
la paradoja, el milagro se produzca:
-¡Ya se fue! ¡Ya se fue!- como si yo no viera.
Y me pregunto ahora cómo hacer para mirar de nuevo una torcaza
Para volver a ver una bahía, una columna, el fuego, el humo de la sopa,
sin que tus ojos me aseguren la consistencia de su aparición
Esta sola boca es la boca de la viuda, sola pero multiplicada por el lenguaje del
amor (“Esa doble moneda para poder pasar a uno y otro lado”) Porque muerte y
amor son los tópicos privilegiados de la investigación poética -“y otra vez
descubrimos que la muerte se parece al amor/ en que ambos multiplican cada
9
Milner, Jean Claude, op.cit.
hora y lugar con una misma ausencia”. Estos tópicos habilitan, a través de la
ausencia, la posibilidad de poner en palabras lo no decible. No en palabras
abstractas, no en ideas, ni siquiera en metáforas. Ahora son las cosas del
muerto que ya no está las que, con su sencillez extrema y despojada, vuelven
para dejarse decir en contigüidad con la muerte (“¿Y qué será tu almohada, y
qué será tu silla, /y qué serán tus ropas, y hasta mi lecho a solas/ si me animo?”)
Sin pudor lírico se rompe ahora aquel binarismo palabra-cosa que abría un
cono de sombra en la obra pizarnikiana. Incluso Olga Orozco, en su libro
póstumo Últimos poemas, sabiéndose ella misma cercana al acontecimiento de
la muerte (¡”Ah los abusos del miedo probándome los trajes de la muerte!”)
encuentra los puentes para acercarse a su propio cuerpo. En el poema “Himno
de alabanza” llama al cuerpo “mi costado de inevitable realidad” como si del
surrealismo al realismo no mediara más distancia que la que pone un cuerpo a
la hora de la muerte.
En la recepción en México del Premio de Literatura Latinoamericana Juan Rulfo
en 1998, Orozco afirmó que “la poesía espera para sí misma la misteriosa
gratificación de asir lo inasible y expresar lo inexpresable”. Y probablemente
nada sea tan inexpresable como el tiempo de la subjetividad ni tan inasible
como la muerte. Estos dos jeroglíficos que acompañan desde el inicio la
investigación poética orozquiana, lejos de pretender aportar la versión definitiva,
le van agregando a lo indecible, con cada vuelta de tuerca, palabras nuevas.
Son repeticiones compulsivas donde lo mismo y lo diferente golpean juntos la
puerta de acceso a lo real. Vía regia que las diversas niñas de 1946 ya
transitaban cuando a coro decían que “son los seres que fui los que me
aguardan”. Y lo real alcanzó por fin el futuro un domingo 15 de agosto de 1999
con la muerte de la poeta. Pero también alcanza ahora, con este nacimiento que
actualiza todos los libros en un nuevo cuerpo (“es mi propia manera de partir y
volver a nacer”, nos diría ella) una posibilidad renovada, distinta, impredecible de
convocar las lecturas que vendrán.