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Colección Acción Empresarial

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El presente libro resultó elegido como ganador


Premio de ensayo fundación everis en su edición de 2008

© Iñaki Piñuel
© LID Editorial Empresarial 2009, de esta edición

Impreso en España / Printed in Spain

Edición comercial
Diseño de portada: El Laboratorio

Edición no venal
Diseño de portada: fundacion everis
fundacioneveris.es

ISBN13: 9788483561010

Editor de la colección: José Antonio Menor


Composición: SYS Alberquilla
Corrección: Pablo Martín
Impresión: COFÁS S.A.
Depósito legal: M-XXXXX-2008
Primera edición: Mayo 2009
Índice

Primera parte
La huida psicológica hacia adelante ante el vacio

1 La psicología de la envidia
Del narcisismo y de cómo la rivalidad, el resentimiento y la envidia destruyen las relaciones humanas

2 El proyecto alternativo al vacío existencial: convertirse en un dios para otros


Las tres tentaciones del liderazgo

Segunda parte
El miedo en la organización y sus efectos
3 De cómo el miedo, la indiferencia y el ansia del éxito conducen al lado oscuro del liderazzgo

Tercera parte
El lado oscuro del liderazgo
4 De la dimisión ética interior a la psicopatía directiva

5 Epílogo
Liderazgo Zero Metanoia: la conversión necesaria
¿Es posible un liderazgo libre del poder, la rivalidad, el resentimiento y la violencia?
¿Es posible el cambio?

Bibliografía

Notas

«No podéis servir a Dios y al poder».


Evangelio de San Mateo 6, 24
Primera parte
La huida psicológica hacia adelante ante el vacio
«La idea de ser un jefe justo y humano es natural
en un hombre instruido, pero hay que reconocer que el poder
cambia profundamente a quien lo ejerce y que ello no es debido
solamente al contagio de la sociedad o del sistema.

Pero ¿hasta dónde podría llegar un sistema


basado en abstenerse de todo poder?

Sería principalmente la negación


de un sistema que genera miedo.

Los santos antiguos hicieron mucho en contra


de la antigua desigualdad cuando rechazaron
ser obispos, priores o abades.

Ellos fueron capaces de reconocer la trampa


del poder y escapar de ella».

Alain, «Recuerdos de Guerra».


Las pasiones y la sabiduría
1

La psicología de la envidia
Del narcisismo y de cómo la rivalidad, el resentimiento y la envidia
destruyen las relaciones humanas

«Cada uno se cree solo en el infierno.


Y es eso precisamente el infierno».
René Girard

«El pintalabios, toque de rimel.


Moldeador como una artista de cine,
Peluquería, crema hidratante,
Y maquillaje que es belleza al instante,
Abre la puerta que nos vamos pa’la calle,
Que a quién le importa lo que digan por ahí.
Antes muerta que sencilla, ay que sencilla, ay que sencilla.
Antes muerta que sencilla, ay que sencilla, ay que sencilla».
Antes muerta que sencilla
María Isabel, ganadora del Festival Eurojúnior

«Debemos comprender de qué modo cualquiera puede


virtualmente ser reclutado para involucrarse en acciones
malignas que victimizan a otros seres humanos,
a su dignidad, su integridad o su misma vida.
Analizar las disposiciones internas y la personalidad
de los ofensores tiene el reconfortante efecto de permitir
afirmar a los que no han practicado el mal que: “A mí esto
no me pasaría nunca. Soy diferente a los tipos de
individuos que cometieron estas fechorías”».
Philip Zimbardo

A mí no me ocurrirá lo mismo
Cada uno se cree en el marco de una profunda ingenuidad que su personalidad, su genio personal y sus virtudes le
impedirán caer en la tentación de gobernar despóticamente a sus subordinados, una vez alcance el poder.

Todos protestan contra esta idea amenazante de la buena imagen de sí mismos que cultivan y juran que aquello,
precisamente a ellos, no les pasará jamás, y que más bien al contrario, el acceso al poder les permitirá, una vez
detentado éste, hacer el bien que siempre quisieron hacer y que no pudieron hacer al mundo entero, merced a sus
posiciones subordinadas y de no dominio.

Lo cierto es que esa pretensión resulta vana a la luz del análisis de las carreras profesionales, empresariales y
políticas y de los actos reales de quienes alcanzaron el poder.

Tales pretensiones buenistas y bien intencionadas son propias y características de un tipo de pensamiento simplista.

Caen en él todos los que, poco críticos consigo mismos, no advierten lo cerca que se encuentran de emular a los
poderosos déspotas que los gobiernan o dirigen, una vez se les diera la menor oportunidad de alcanzar el poder que
aquellos ostentan.

«Si quieres conocer a Juanillo, dale un carguillo» decía el viejo refrán, fruto de un caudal de sabiduría popular
acumulada durante siglos.
El metaprograma de la sociedad narcisista actual
Ser sofisticado, aparentar, rivalizar por el éxito, el aprecio, la imagen, la fama, la notoriedad son los contravalores
que subyacen en las diferentes programaciones de nuestro panorama social.

Estos extendidos contravalores son el paradigma de un despropósito social que nos invade.

Todos, ya desde la infancia, somos urgidos y solicitados por el llamado narcisismo social.

Los menores, sometidos a un intenso e infame lavado de cerebro, ya desde muy pequeños desean ser estrellas
infantiles, niños de éxito, antes muertos que sencillos, desean llegar a ser algo grande y llegar a ser alguien. Los
niños tratan así de ser famosos a edades cada vez más tempranas.

La sencillez en el comportamiento y en las actitudes, así como al aceptarse con lo que uno es y uno tiene, son
valores rechazados como propios de algo de lo que uno debería huir o avergonzarse por ser patrimonio de los
perdedores.

La envidia, la competencia, la rivalidad y el rechazo al que es diferente, al más débil, al más listo, al más guapo, al
más relevante… son las consecuencias necesarias y lamentables de esta falta de visión educativa de una sociedad
cada vez más narcisista a todos los niveles, también en el ámbito de las relaciones entre los niños.

El metaprograma social narcisista nos lleva, desde niños, a una falsa posición de competición y competitividad con
los demás, no sólo en el ámbito educativo sino en todos los demás órdenes de las relaciones sociales.

Hay quienes creen muy equivocadamente, fruto de determinadas ideologías igualitaristas, que es el sistema
meritocrático de las notas y de la evaluación del rendimiento escolar, lo que fomenta la competitividad entre los
niños y que por eso «hay que erradicar toda evaluación del sistema».

Sin embargo no es la evaluación, imprescindible por otro lado, de los méritos y las capacidades diferenciales de los
niños, sino el narcisismo social imperante, el que conduce a la necesidad de comparar y ordenar a todos en el
escalafón del éxito en cualquiera de sus formas.

La tendencia del narcisismo social más tóxica es la que configura en cada persona una autoestima condicionada, es
decir, una tendencia a autoevaluarse desde la opinión o desde los juicios de los demás y ello a través del fielato de la
notoriedad o el éxito social que alcanza entre ellos.

La falta de aceptación de uno mismo, que los psicólogos cualificamos como propia y característica de una baja
autoestima, es la causa fundamental de que se vivan las relaciones con los demás desde el resentimiento, la
rivalidad, la envidia, y la competitividad destructiva.

A la extensión de este mal social contribuyen no pocas filosofías de corte positivo o positivistas que animan a todos
a triunfar y a gustarse a sí mismos desde unos parámetros superficiales y psicológicamente tóxicos como son la
apariencia externa y el espejo del éxito social.

Se urge a todos a mejorar, a huir y eludir zonas erróneas, a ser positivos, a no ver problemas, sino tan sólo
oportunidades.

Todo, excepto aceptar con paz lo que uno es y lo que uno tiene y disfrutarlo en armonía con los demás seres
humanos.

El problema radica en que el narcisismo individual y social imperante en la actualidad nos sitúa, de facto, en una
guerra psicológica del tipo todos contra todos que no es sino el antecedente fundamental de todos los fenómenos
violentos que parten de los mecanismos miméticos admirablemente analizados por el antropólogo René Girard1.

No se le puede pedir a nadie, desde un paradigma social narcisista que exacerba la rivalidad, la competitividad, la
envidia, los celos y el resentimiento, que respete la dignidad del que es diferente, vulnerable o menos capaz.

El narcisismo social conduce a la exacerbación de la ambición individual y, al mismo tiempo, acaba por agotar y
extinguir todos los mecanismos básicos de solidaridad y convivencia social.

Condena a la marginación y al resentimiento individual y colectivo a todos los que no están siquiera en disposición
de competir con los demás en esta guerra.

Condena también a una frustración permanente a todos los que no han llegado a la cúspide del éxito social, que son
básicamente la inmensa mayoría, convertidos así en seres resentidos consumidos por la envidia hacia aquellos que
ya lo han conseguido.

Algo, que resulta siempre imputable a ellos mismos, es la causa de no estar en la cúspide del triunfo. Por ello sufren
y se sienten aún más inadecuados. Tienden a creer que algo que no han hecho bien, algo en lo que han fallado, tiene
la culpa de que se hayan quedado atrás. Por ello, asumen dócilmente una culpabilidad que el narcisismo se encarga
de destilar a todos los niveles y de evacuar a través de todos los poros sociales.

El narcisismo condena asimismo a los que ya han llegado o ya lo han conseguido, a la depresión existencial, al
constatar que ahí tampoco estaba. Hay pocas cosas que puedan explicarse peor que la sensación de decepción,
tristeza y fracaso existencial que experimentan los que ya lo han conseguido.

Mientras aquellos que aún no lo han conseguido secretamente los envidian, e incluso se dedican a zancadillearlos o
hacerles la vida imposible, estos fenómenos del éxito personal y profesional sufren del vacío existencial propio de
quien culmina por fin a una cumbre montañosa, sólo para descubrir acto seguido que se han equivocado respecto al
pico que debían escalar.

Interiorizar el narcisismo social como el paradigma relacional supremo, hace que la sociedad entera y los niños
desde muy pequeños entren en un modelo de relación social tóxica basado en la comparación por defecto y en la
competitividad basada en los juegos psicológicos de suma cero.

Un mecanismo basado en el yo gano-tú pierdes, tú ganas-yo pierdo.

La deriva natural y esperable de ello son los celos, la rivalidad y la envidia, auténtica causa última de la mayoría de
los problemas sociales y organizativos contemporáneos.

Todos terminan siendo víctimas de la comparación, especialmente los que juzgamos por debajo de nuestro estándar.

Del juicio social respecto al éxito y la notoriedad procede la correspondiente rivalidad y el infierno social en el que
cada uno se cree solo, a pesar de compartir la misma condena con los demás.

El fruto podrido del narcisismo social: la rivalidad o guerra de todos contra


todos
Todo el mundo en nuestra sociedad clama contra la violencia y se muestra a favor de erradicar los conflictos.

Desde la violencia de las guerras modernas, que concitan manifestaciones multitudinarias que la condenan como una
alternativa que ya no es asumible éticamente, hasta la violencia nuestra de cada día en sus encarnaciones diferentes
en forma de violencia doméstica, social, laboral, o de crispación.

La guerra de todos contra todos y sus manifestaciones violentas son el tema recurrente de nuestro tiempo y, sin
embargo, casi nadie es capaz de dar cuenta de este fenómeno.

Abundan los estudios descriptivos, pero siguen ausentes las claves explicativas que puedan dar cuenta del porqué de
tantos conflictos y de tanta violencia.
Uno de los fenómenos más paradójicos de nuestra época es precisamente constatar como la violencia está cada vez
más extendida y al mismo tiempo resulta cada vez más criticada como inaceptable.

La teoría mimética del antropólogo René Girard sitúa el origen de toda violencia en el deseo humano y en su
naturaleza imitativa o, como él mismo indica, mimética.

Las querellas entre individuos tienen su origen en deseos que unos imitan de otros y que finalmente convierten a
todos en adversarios y enemigos mutuos.

Es sobre todo esta rivalidad mimética y no tanto las necesidades humanas, la escasez de los recursos, el instinto de
muerte, o la sociedad violenta, la que convierte al hombre en un ser conflictivo y violento.

El deseo, y más concretamente desear lo que el otro posee en forma de bienes materiales (objetos, cosas,
propiedades) o inmateriales (honor, prestigio, renombre, fama, capacidad, belleza, inteligencia, poder, amor…), es el
origen de todo conflicto y, a la postre, de toda violencia humana.

Todo ser humano se encuentra frente a la pregunta fundamental sobre qué es aquello que resulta digno desear.

Puestos a desear, no sabemos concretamente qué desear y, ante ese vacío interior, orientamos nuestra máquina de
imitar hacia los deseos de nuestros iguales a los que convertimos de este modo en modelos de prestigio, es decir, en
seres humanos cuya naturaleza excepcional para nosotros los convierte en dignos de imitación.

Más concretamente se transforman para nosotros en modelos que nos enseñan todo aquellos que es bueno desear,
por haberlo deseado ellos previamente.

En el fondo del deseo mimético subyace siempre una pretensión de identificación con el modelo. Se trata de
deseando lo mismo que el modelo desea, llegar a convertirnos en el modelo mismo.

Poseer sus calidades o características es una forma de ser el otro, de convertirse en el otro.

Esa trascendencia desviada o idolátrica, hace que el otro (ese modelo de prestigio) se convierta en objeto de
adoración y emulación para el individuo.

Así es cómo el ser humano, llamado a llegar a ser Dios, elige tan sólo llegar a ser otro.

Este otro puede llegar a ser muy variado: un ser humano especial, una clase social, o un grupo humano político. Eso
sí tomado o adoptado como modelo idolátrico de imitación y emulación.

Este modelo de nuestros deseos, es el propietario real y último de nuestro pretendido carácter genuino y de nuestra
originalidad e individualidad.

Es el modelo adoptado el que decreta, sin nosotros saberlo que es lo que queremos o deseamos para nosotros.

Todo ello va contra la idea mítica de que nuestra forma de ser, nuestro pensamiento, nuestra ideología, nuestras
orientaciones básicas ante el mundo, pertenecen a una elección particular, a una decisión particular.

La verdad humillante es que son nuestros modelos los que, deseando lo que desean, nos sugieren aquello que
debemos desear ser, tener, alcanzar, o poseer.

Y es precisamente esta naturaleza imitativa del deseo la que inicia el ciclo del conflicto y de la violencia en las
relaciones humanas.

Este es un tipo de conflicto que se inicia desde el momento en el que el otro, adoptado como modelo, advierte que
alguien copia o imita su deseo, y se apresta a oponer una feroz resistencia para mantener el carácter único de su
deseo.

El movimiento mutuo refuerza en ambos agentes (modelo e imitador) el deseo por el mismo objeto pretendido y
desencadena a su vez una espiral de hostilidades a la que no va a poder poner fin ningún patrón de dominancia,
como ocurre en las especies de mamíferos superiores.

En el seno de este movimiento, imperceptible para ambos, ninguno de ellos convertidos ya en contendientes,
reconocerá el carácter iniciador de su propia violencia y acusará al otro del carácter previo de su deseo sobre el
propio deseo.

Inmersos en un mecanismo de tipo sistémico basado en la retroalimentación positiva, el que es tomado como
modelo ve reforzado su propio deseo sobre su objeto, precisamente desde el momento en que el imitador manifiesta
el deseo de adquirirlo para sí, imitándolo.

El imitador no reconoce el carácter dependiente e imitativo de su propio deseo y sólo percibe los intentos del modelo
de resistirse a su deseo de apropiación y así poseer en exclusiva aquello que él cree desear de forma genuina y
anterior.

Esta resistencia le va a parecer al imitador con toda evidencia como característica de una querella que él no ha
provocado, sino de la que él es la víctima, encendiendo así el resentimiento contra el modelo.

Lo mismo ocurre, de manera simétrica, del lado del modelo, que observa estupefacto como su deseo por el objeto
que posee crece en la misma proporción en que el otro se lo quiere disputar o arrebatar.

Este doble mecanismo de refuerzo del deseo por el mismo objeto inicia la mayoría de las querellas humanas y al
mismo tiempo garantiza una percepción simétrica, sincera e ilusoria a la vez, por parte de ambos participantes
(imitador-modelo) sobre el conflicto.

Ambos van a referir a cualquier observador exterior, en plena buena fe, lo evidente que resulta constatar y
comprobar que fue el otro el que empezó.

Esto explica por qué, en materia de prevención del conflicto y de la violencia fallan clamorosamente las
prescripciones que señalan que, para frenar la violencia, tan sólo es suficiente renunciar a ejercer la iniciativa de
ésta.

El origen de la violencia en el mecanismo doblemente ciego que acaba de describirse, explica que en los conflictos
nadie reconozca haber tomado la iniciativa de la misma.

Así, técnicamente hablando, podría decirse que nadie inicia los conflictos.

Por eso es imposible encontrar a los responsables últimos de haber iniciado un ciclo violento.

En las hostilidades, las guerras, la violencia doméstica, escolar o laboral, es siempre el otro el que comenzó.

Las partes de un conflicto se embarcan en una reciprocidad negativa que las convierte en crecientemente violentas.
Se imitan una a la otra cada vez más, añadiendo siempre un extra de violencia que conduce a una escalada bélica sin
final.

Nadie es capaz de reconocer esta reciprocidad violenta pues cada uno alega que su acción no es sino una reacción a
la violencia con que la otra parte lo maltrata.

En esa escalada, llega un determinado momento en que la violencia hace desaparecer cada uno de los objetos del
litigio, es decir, aquello que se había deseado y que había generado la rivalidad.

El objeto se convierte así dramáticamente en sujeto.

El sujeto que es la otra parte del litigio es ahora un objetivo. Un objetivo a batir o mejor aún a abatir.

El otro es convertido por el proceso ciego de la mímesis violenta en un adversario, y considerado así como origen de
los males y del sufrimiento que me afligen.
Se convierte así en un chivo expiatorio sobre el que poder proyectar toda la rabia, frustración y violencia que
proceden del escalamiento de la confrontación que acaba de describirse punto por punto.

Por ello, la única y verdadera recomendación para poder frenar la violencia no es tanto no iniciar las hostilidades,
sino más bien no continuarlas, es decir, renunciar a las represalias y renunciar a la venganza.

Puesto que la percepción de cada uno es que el otro es el que empezó, nadie se siente iniciador, y por lo tanto, cada
cual entra en un duelo a muerte con el otro, creyendo que no le queda más remedio que contestar a las hostilidades
desencadenadas desde el otro lado, mediante la reciprocidad de la violencia, ya legitimada como mera defensa.

Sólo la ceguera narcisista nos impide ver la realidad de nuestra propia violencia, y el modo en que contribuimos
decisivamente a ello mediante el juego de responder a las provocaciones del otro, imitándolas, correspondiendo a
ellas puntualmente mediante la reciprocidad negativa.

Esa reciprocidad resulta terrible pues, al ser invisible, condena a ambas partes a enfrascarse en una violencia cuya
salida sólo se producirá a partir del escalamiento bélico con la destrucción de una o de ambas partes.

Esa es la conocida destrucción mutua asegurada (cuyas siglas en inglés, MAD [mutual assured destruction],
significan loco), una locura que caracteriza el modo en que acaban la mayoría de los conflictos enquistados.

Quiero ser el otro: las raíces de la inadecuación interior


En la guerra anteriormente descrita es imprescindible profundizar un grado más para entender con rigor lo que
ocurre en las relaciones humanas en general, y en las organizaciones en particular.

Es necesario partir de una constatación psicológica y antropológica esencial: lo que más caracteriza al ser humano
de nuestro tiempo es un deseo del deseo del otro.

Este deseo pasa por ser querido, seguido, adorado, idolatrado, considerado, tenido en cuenta… por parte de los
demás.

Se trata de un anhelo o deseo de ser adoptado como modelo (de manera idolátrica) por parte de los demás. Ser un
ídolo para otros es siempre querer que los demás le imiten a uno.

Tal es el modo de entender equivocadamente el liderazgo por parte de muchos de los dirigentes empresariales
actuales.

Ser un líder según este enfoque consiste en querer que los demás le imiten a uno. Convertirlos en imitadores es
equivalente, sin embargo, convertirlos en adversarios, según el proceso terrible que acabamos de describir.

El deseo de reconocimiento que Hegel puso en el centro de su filosofía no es más que una clase de este gran y
universal deseo de ser adorado, de ser tomado o adoptado como ídolo por los demás, característico del animal
mimético que somos todos.

En la loca carrera por conseguir ser adoptados como dioses por parte de otros, se encuentran inmersos muchos de los
dirigentes empresariales que aspiran así a alcanzar un tipo de liderazgo que no puede ser a la postre más que tóxico.

La mayoría de estos dirigentes suele protestar negando la mayor, aduciendo que ellos no desean más que ser ellos
mismos. Ser simple y llanamente aquello que los distingue de los demás como individuos.

La orientación [coaching] con muchos de ellos en los últimos años así lo confirma. Para remarcar la propia
identidad, se trata de ir de auténticos, autónomos, provocadores, progres, neocons, librepensadores, liberales,
vanguardistas, rompedores, o iniciadores de tendencias.
Se trata de ser algo que me distancie y diferencie de los otros y que me convierta en un modelo digno de emulación
para ellos.

Con esa pretensión de originalidad o de ser genuinos y peculiares, no hacen sino seguir ese fenómeno universal de
buscar la falsa trascendencia que busca la consideración y la adoración de otros.

El mantra resulta ser siempre el mismo: «seré alguien en la medida en que otros me adopten como un modelo de
imitación».

Una invocación terrible puesto que convierte al ser humano que cree en su validez en un ente psicológicamente
mendicante, adicto al reconocimiento de los demás. Alguien que resulta ser dependiente del afecto, reconocimiento
o consideración de otros que no son él mismo.

El animal idolátrico que tendemos a ser conduce a adoptar la posición de superioridad jerárquica de intentar ser o
convertirse en un dios para los demás.

La pretensión que alega cada uno es la de poseer un genuino deseo, tendencia o actitud, que tiene su base en un yo
diferente, distinto, auténtico, genuino o como se le quiera denominar.

El pobre yo, disminuido por el metaprograma narcisista requiere, para sobrevivir, vivir en la ficción de que es algo o
alguien para los demás. Para conseguirlo, es capaz de desarrollar las estratagemas más peregrinas y ridículas.

Todo, antes que reconocer la revelación de una verdad incómoda que amenaza a la vuelta de la esquina a la mayoría.
La verdad de que no somos mucho, no tenemos casi nada y no podemos, a la postre, realizar gran cosa que no sea
mediada por el deseo o la influencia de otros.

Por ello nada más falso hay que la desesperanzada afirmación del pobre yo de que uno es un individuo.

Somos, muy al contrario, el resultado y el efecto de nuestro deseo de causar un efecto en el otro. El efecto de ser
tenidos en cuenta, de ser poderosos ante sus ojos, y a la postre, envidiados.

Y sin embargo en ese proceso, terminamos siendo esclavos del otro y de su mirada crítica o aprobatoria.

Una mirada que es en todo caso imprescindible para saber quienes somos. Es la mirada que convierte la relación en
un infierno: «El infierno son los otros», denunciaba Sartre en su obra de teatro A puerta cerrada.

La mirada de los demás es para la mayoría la configuradora y generadora de la propia imagen de nosotros mismos.

La mentira romántica extendida desde el siglo XVIII nos quiere presentar como entes genuinos, auténticos,
autónomos, independientes, como medio de camuflar y ocultar nuestra última naturaleza que no es sino el vacío, el
no ser y la nada.

Nuestra naturaleza es, muy al contrario, la que pertenece a seres de segunda mano, habitados por el deseo de otros.
Aquellos que nos han llevado de la mano y sin saberlo a desear lo que deseamos y desear ser lo mismo que ellos.

Aceptar que nuestros deseos son clónicos respecto a los deseos de los demás puede resultar humillante pero no es
más que una verdad técnica acerca de cómo funciona el sistema motivacional del ser humano.

Es siempre por tanto, otro, quien configura mi manera de pensar, de vestir, de actuar… Si en algún momento
pretendo ser diferente a los demás y marcar tendencias, no es sino para, muy rápidamente, observar de reojo el
efecto que mi diferencia vanguardista obra en el otro epatándolo.

Un infierno tanto más profundo cuanto más negado.

Somos seres de segunda mano


La ilusión en que vivimos cada uno de ser individuos genuinos, originales, auténticos y autónomos nos impide ver
que, en realidad, somos imitadores de los demás en prácticamente todo, pero muy especialmente en la relación con
ellos.

Podemos observarlo abundantemente. Desde nuestros gestos más irrelevantes hasta nuestras grandes elecciones en
la vida, todo no es sino flor de imitación de aquellos otros a los que tomamos como modelos.

La mentira romántica consiste según muestra el antropólogo René Girard en la falsa idea de que somos, o más bien
debemos aspirar a ser, entes individuales o autónomos en nuestros deseos.

Esta mentira se intenta camuflar y distorsionar de mil maneras mediante todo tipo de mecanismos de defensa y
juegos psicológicos en los que participamos.

Sin embargo, de otras mil maneras, la verdad suele terminar por irrumpir en nuestra vida con un coste psicológico
importante.

Resulta necesario desplegar cada vez más energía psíquica para evitar ver nuestra verdad mimética: el hecho de que
todos somos, en cuanto al deseo, seres de segunda mano.

El proceso de metanoia que se propone al final de este libro no puede consistir sino en un reconocimiento de esta
humillante realidad.

Las barreras tradicionales contra la rivalidad y el conflicto entre iguales


A pesar de su carácter primitivo, la antropología muestra cómo la mayoría de las culturas antiguas disciernen
correctamente el origen de la violencia en mecanismos miméticos de base, y se esfuerzan mediante prohibiciones y
rituales por evitar la coincidencia en desear los mismos objetos y por cortocircuitar la espiral de la mala reciprocidad
que, como acabamos de descubrir, origina la violencia.

Estas culturas generan como mecanismos protectores contra la violencia, un catálogo de prohibiciones y
mandamientos. Su última ratio es la evitación del conflicto que amenaza con la destrucción de la misma comunidad.

Los intentos más evidentes de conjurar la violencia propia de la rivalidad mimética son los tabúes sexuales que se
refieren al incesto y al matrimonio, es decir, a la prohibición de que en el seno del mismo grupo familiar se termine
deseando a la misma mujer.

Estos tabúes, cuya trasgresión se castiga muy duramente evitan simplemente una espiral sin fin de violencia y
venganza entre rivales por un mismo objeto y garantizan al mismo tiempo la protección y la supervivencia del grupo
respecto a la violencia que lo amenaza, ofreciendo un marco de seguridad y estabilidad al grupo.

La mayoría de estos interdictos y prohibiciones que las culturas distintas han ensayado buscan de uno u otro modo
eliminar la posibilidad del desencadenamiento de una violencia entre rivales que tiene el perverso potencial de
terminar destruyendo al grupo.

El horror ante el vacío existencial y el falso intento de trascenderlo


Acabamos de ver en qué medida los seres humanos se eligen unos a otros como modelos.

Con ello, cada cual renuncia a su autonomía, y abdica de su carácter de individuo, convirtiéndose en un ser de
segunda mano. Algo que podríamos definir como interviduo.

La salida para superar el vacío que experimentan, hace que muchos se embarquen en el proyecto metafísico de
convertirse en algo y en ser alguien. Es la trascendencia metafísica que pretende alcanzar el ser.
Cuando descubrimos en nosotros ese vacío y el no ser que no es sino la verdad técnica de nuestra realidad profunda,
surge el intento de huir hacia adelante alcanzando la promesa de ser algo.

La falsa promesa de trascender el vacío siendo algo y siendo alguien alcanza a la mayoría, y explica que cada uno
pretenda encontrar por sí mismo los recursos de su autonomía metafísica.

En la medida que ser otro y ser alguien implica el desencadenamiento del conflicto ya narrado, el único modelo de
identificación no rivalitario ni generador de conflicto y violencia sólo puede ser un modelo de tipo trascendente.

Dicho de otro modo, el único modelo no conflictivo por no violento es aquel con el que no puedo litigar puesto que
se encuentra más allá.

Todo intento metafísico de trascender, si no es proyectado de forma vertical, hacia ese más allá metafísico termina
generando el conflicto y sembrando la rivalidad en las relaciones humanas en el más acá.

Al no orientar verticalmente esa trascendencia, no podemos sino proyectarla sobre otro de manera horizontal.

Querer ser otro significa entrar, más tarde o más temprano, en guerra con él.

El precio de esa desviación es el desarrollo de un pasmoso resentimiento respecto a aquellos que van a suponer
modelos de qué llegar a ser y de cómo llegar al ser. Resultar esclavo del modelo que es el otro para mí, va
acumulando un formidable caudal de resentimiento contra aquel que supuestamente posee esa plenitud del ser de la
que carecemos.

En este proceso cada uno se cree solo en el infierno del vacío personal y no capta lo universal y general que es para
todo ser humano sufrir esa experiencia.

El deseo según el otro degenera muy rápidamente en el deseo de ser el otro.

Y ello explica que quien sufre esta experiencia vive en el más puro resentimiento. Algo que sólo constatamos a
través de algunos de sus subproductos como son la envidia, la rivalidad o el desarrollo de la personalidad narcisista
característica de nuestra época.

Querer ser aquel otro al que atribuimos autosuficiencia, riqueza, belleza, juventud, poder o plenitud existencial, de
los que nosotros carecemos, lleva a odiarnos por ello.

La presencia junto a nosotros de aquellas que son para nosotros individuos-modelo, nos condena al sufrimiento de
no poder verlas, algo que conocemos con el nombre de envidia (del latín in-videre, no ver).

Todo el mundo habla de la envidia, pero es necesario explicar como opera ésta en las relaciones sociales para
detenernos en sus efectos sobre las relaciones humanas en el seno de la organización y en el liderazgo.

La explicación definitiva de la envidia: la mentira de la diferencia


La teoría mimética de Girard, como teoría explicativa de la violencia, supera amplia y magistralmente las dos
antropologías dominantes del siglo XX, a saber, el psicoanálisis y el estructuralismo.

Muchos son los que creen que la raíz antropológica de la violencia que padecemos radica en el hecho diferencial.
Proliferan así en nuestros días los discursos de tolerancia con los que son diferentes, la multiculturalidad, y el
respeto a la diversidad. Da la sensación de que el problema es la diferencia.

Sin embargo, la teoría mimética nos muestra que la realidad del problema es diferente. Nos entregamos a la
violencia desde el momento en que las diferencias con el otro quedan difuminadas por alguna razón.

De forma paradójica es cuando nos volvemos más semejantes a los otros a través de una indiferenciación creciente
cuando se incrementa el peligro mimético de la rivalidad y de la violencia2.

Se trata de reivindicar metafísicamente la entidad, la autonomía, la originalidad o la particularidad que me diferencia


del otro, justo en el momento en que esa diferencia se hace más tenue o desaparece.

Para ello, hace falta superar la mentira de la diferencia.

El riesgo de perder mi identidad porque el otro se me está pareciendo cada vez más, o porque cada vez me parezco
más a él, es, sin duda alguna para cualquier analista atento, la madre de todas las violencias.

El énfasis de las ideologías individualistas propias de nuestra época, herederas del romanticismo y que consisten en
que soy diferente y por tanto me merezco más, además de romper la fraternidad y solidaridad con el otro (un igual a
mi, al fin y al cabo), generan la mutua indiferencia, y conducen al final a los hombres a rivalizar y a tener que usar la
violencia para salir de un callejón sin salida.

Se trata de intentar mantener al otro a raya, en su intento de apropiarse de mis deseos o bienes o de intentar
apropiarme de sus deseos o bienes, habiendo clonado anteriormente el deseo del otro por ellos.

En un mundo en el que las diferencias entre los seres humanos han terminado por derrumbarse, las barreras sociales
que las sociedades sacrificiales antiguas habían implantado para contener el deseo mimético y sus rivalidades y
violencias subsecuentes, ya no pueden subsistir.

El ideal igualitario característico del cristianismo ha operado en nuestra sociedad occidental una revolución total ya
irreversible. Tal y como señalaba muy perspicazmente Louis Dumont, «ya no queda otra justificación a la
dominación de unos por otros más allá del recurso a la utilización de la fuerza bruta»3.

De nada sirve ya, por lo tanto, predicar un retorno imposible a sistemas de castas, a la tradicional distancia social, o
a los esquemas de prohibiciones y deberes que regían la vida social de las sociedades precristianas.

Por ello son tan bienintencionados como inútiles los llamamientos que hacemos a la recuperación de la autoridad, la
disciplina, la autocontención, la moderación de la ambición, o el respeto a las normas.

Todos ellos constituyen impotentes intentos de resolver la violencia nuestra de cada día, intentando una vuelta atrás
a una sociedad jerarquizada, ya en franca regresión.

Nuestra sociedad ha evolucionado en un sentido definitivo que impide esa vuelta atrás.

La creciente proximidad social de todos los actores, junto a la caída de las barreras y protecciones tradicionales
contra el deseo de lo que el otro tiene o desea, son responsables de la violencia mutual se haya convertido en el
paradigma de toda relación humana.

Una violencia que se embosca y se camufla de mil manera socialmente aceptables.

Es la mayor proximidad e inmediatez entre los actores sociales, característica de la igualdad alcanzada, la que
explica que, a pesar de todas las campañas contra la violencia doméstica, la violencia escolar, o la violencia laboral,
la tasa de todos estos procesos violentos no hace sino incrementarse.

Cuanto más iguales somos y más nos reconocemos como tales, tanto mayor es la justificación para querer
apropiarnos con todos el derecho del mundo del deseo, de los bienes y, sobre todo, del ser metafísico de los demás.

Para terminar de exacerbar este efecto, contamos con una sociedad que, como acabamos de ver, alienta en todos el
narcisismo a ultranza, y con un modelo y unos hechos económicos que, tomados por muchos como normativos y no
meramente descriptivos, proponen como valores por defecto el individualismo, la competitividad, la rivalidad, el
deseo de ganar y la ambición a todos los niveles.

Todos estos metavalores hacen tabula rasa de las negativas consecuencias que tienen para el orden social y para los
seres humanos que los comparten.

Sin embargo la creciente indiferenciación de los seres humanos no tendría por qué llevar a los estragos que vemos a
diario, si no viniera acompañada de una exacerbación del deseo llamado mimético, esto es, del deseo según el otro.

Es cierto es que si tuviéramos aspiraciones y deseos muy diferentes unos de otros, no entraríamos en guerra con los
demás. Sin embargo todo conspira en sentido contrario.

Lo que explica la crisis social que domina el panorama moderno y sus sentimientos propios y característicos en
forma de envidia, rivalidad, competitividad y resentimiento, es el desesperado intento de cada uno por asemejarse a
los demás, mientras al mismo tiempo, intenta diferenciarse e independizarse violentamente de ellos.

Ser como el otro, pasa indefectiblemente por ser el otro y por arrebatarle su propio ser.

Esta es la definición más operativa que se puede ofrecer de lo que es y supone la envidia en las relaciones humanas.

Tomado el otro como modelo para mis deseos, quedo condenado de manera irremisible a entrar en una pugna
violenta contra él.

Buscamos en nuestro interior los recursos de una imposible autonomía metafísica, y nos encontramos con la
frustración que procede de la vacuidad y de la falta de identidad reales.

En el fondo no somos nada, y ello nos duele y aterra de tal manera, que salimos en desesperada huida hacia adelante
y hacia afuera, con el vano intento de encontrar en aquel, otro que sí (él sí que sí) posee la autonomía, para intentar
ser él mismo, o lo que es igual, convertirnos en él mismo, quitándolo de la vista o de en medio.

Cómo elegimos como modelos a determinadas personas


Adoptamos a otros como modelos en un deseo de trascendencia que al desviarse sustituye idolátricamente a Dios
por el dios que es, desde ese momento, el otro idealizado para nosotros.

La elección de un modelo es por ello mismo siempre una forma de huida hacia adelante respecto a un vacío
existencial vivenciado como algo insoportable.

Esta es el fruto de la insoportable levedad del ser característica de nuestra época.

Cada cual desea ser otro imaginando erróneamente que ese otro es alguien superior, es decir, alguien que puede
funcionar como un modelo jerárquico.

Por ello, ese modelo será tomado a modo de ídolo, como un objeto de adoración y de emulación. Se tratará de ser
como él.

Al encontrar interiormente una ausencia, vacío o carencia existencial, que se estima además como exclusiva y
característica, cada cual se cree solo en el infierno narcisista en su vivencia de inadecuación profunda.

De ahí la huida hacia fuera de sí mismo, en pos de lo que le falta, intentando encontrarlo en ese otro que va a ser su
modelo.

En ese punto del proceso, el imitador pretende apropiarse o clonar los deseos de ese modelo supuestamente superior
al que le atribuye falsamente la plenitud del ser.

De su inseguridad existencial y de la vivencia de la propia inadecuación, característica de la herida narcisista, se


deriva una triple incapacitación respecto a funciones y aspectos esenciales de la psicología humana:
• La incapacidad de valorar.
• La incapacidad de elegir.
• La incapacidad de actuar.

La traducción de estas tres incapacidades operativamente, refleja las crecientes dificultades que tienen los individuos
actuales para discernir por sí mismos tres aspectos elementales para su vida, a saber:
• Qué es lo que merece la pena, qué es lo que es digno de valorarse.
• Qué decisiones se deben adoptar, qué camino hay que seguir, cómo se debe conducir la propia vida.
• Qué comportamiento se debe observar en lo concreto de cada situación.

El deseo mimético pone remedio a esta triple inseguridad y al malestar subsiguiente que provoca en cada individuo,
proponiendo como solución la adopción de un modelo.

Se tratará de elegir un modelo al que se presuponga una plenitud del ser (en el plano metafísico) de la que el
individuo se siente privado.

El modelo a elegir, será, en cualquier caso, alguien que (según cree el que va a ser su imitador) conoce:
• Lo que hay que valorar como bueno y malo.
• Las decisiones que hay que adoptar, qué se debe elegir.
• Cómo se debe actuar en la vida ante las diferentes situaciones y avatares.

Este proceso de transformación interior tiene como resultado el efecto de mimetizarse en el otro, en el modelo
adoptado, adoptando su misma forma de pensar, de juzgar moralmente, y hasta de comportarse.

Todo cuanto el modelo estima, valora, cree, opina o aparenta ser, se intenta convertir en algo propio, clonándolo con
mayor o menor éxito.

Es así como, intentando afirmar su deseo de originalidad, genuinidad, e individualidad, cada cual resulta, a la postre,
prisionero inconsciente de este mecanismo y se convierte en ser de segunda mano: alguien que, al mismo tiempo,
reivindica ante el mundo entero y en buena fe la anterioridad de su deseo y su genialidad.

Alonso Quijano, alias el bueno, es el paradigma de este tipo de transmutación que le convierte en un segundo
Amadís de Gaula, es decir, en Don Quijote de la Mancha. Su afirmación de identidad como Don Quijote no es sino
un efecto de haber clonado sin ser consciente de ello el ser de Amadís.

Todos, en mayor o menor medida, somos tributarios del mismo mecanismo que convierte a los buenos Quijanos en
los locos de atar Quijotes. Toda la obra de Cervantes se dirige a demostrar la universalidad de este mecanismo.

El cambio de los modelos jerárquicos tradicionales a los modelos provisionales


actuales
La trascendencia en el otro, tomado éste como modelo, puede tener dos modalidades según el otro se encuentre a
mayor o menor distancia psicológica de uno mismo.

Tal y como la antropología de Girard señala, un modelo es considerado como jerárquico cuando esa distancia
psicológica (intelectual, social, o de otro tipo) es percibida por el agente como elevada, infranqueable o irreversible.

Por el contrario, un modelo resulta ser considerado como provisional cuando el agente percibe la distancia respecto
al modelo como escasa, precaria y por lo tanto fácilmente franqueable.

La percepción es por lo tanto decisiva para la cualificación del modelo como de uno u otro tipo. La mayor o menor
distancia percibida del modelo de nuestros deseos es la que configura a éste como jerárquico o como provisional.

Modelo JERÁRQUICO (estable)


Propio del orden sacrificial antiguo basado en el sacrificio de chivos expiatorios para mantener el orden social (el orden sacral)

Modelo PROVISIONAL (inestable)

Propio de un desorden conflictual que procede de la igualdad y de la equiparación con el otro que garantiza la guerra de todos contra todos.
Como subproductos característicos de estos modelos provisionales aparecen:
• La rivalidad y su correlato psicológico, la envidia.
• Los celos.
• El resentimiento.
• La competitividad.
• Los juegos sociales y psicológicos de suma cero.

Nuestro mundo actual se caracteriza por un acelerado abandono de todos los modelos jerárquicos, que por
definición eran estables, y que dominaban y garantizaban el orden tradicional en las sociedades antiguas.

Conocemos hoy en día el final de esa paulatina sustitución de los modelos jerárquicos (el patriarca, la autoridad, el
sacerdote, el maestro, el gurú, el experto), por modelos que ya no son jerárquicos sino que son considerados cada
vez más, por más personas, como provisionales.

En la medida en que las sociedades tradicionales adoptaban por sistema este tipo de modelos jerárquicos,
conseguían tal y como hemos indicado, establecer una serie de barreras sociales, en forma de deberes, prohibiciones
y tabúes, que ayudaban a mantener las distancias con ellos.

Gracias a ello, se mantenía su carácter estable, la violencia quedaba contenida dentro de unos límites y las
sociedades podían funcionar sin verse expuestas a los peligros de destrucción del Maëlstrom de la violencia
mimética mutua.

Sin embargo, ello requería el pago de un terrible precio para mantener esa estabilidad: el sacrificio periódico de
víctimas.

Según los datos que ofrece la antropología, todas estas barreras, prohibiciones y deberes reposaban sobre la
periódica repetición de violentas ceremonias que simbolizaban la expulsión de quienes no eran aceptables, por
desviantes, para ese orden social.

Si no eran, de hecho, desviantes, se les hacía aparecer como tales con el propósito de sacrificarlos y eliminarlos.

Según Girard, el orden jerárquico, entendido como sagrado, venía a quedar consolidado por la institucionalización
de un tipo de violencia en forma de todos contra uno, que quedaba consagrado a través del mecanismo religioso y
sacral característico de esas sociedades primitivas: el mecanismo del chivo expiatorio.

Este tipo de violencia institucional de naturaleza sacrificial, mantenía estable todo el entramado jerárquico de la
sociedad y permitía, mediante el sacrificio periódico de esos chivos expiatorios, contener y canalizar la violencia y
el caos dentro de unos márgenes tolerables que permitían la convivencia. Una convivencia, eso sí, con un coste en
forma de imprescindibles víctimas de recambio.

Debido a ello, las sociedades religiosas tradicionales no conocían los fenómenos actuales de la rivalidad (la envidia),
los celos o el resentimiento a escala colectiva y social del modo que los conocemos nosotros hoy, es decir, como
fenómenos sociales masivos y extendidos a todos los niveles, en las sociedades modernas.

Desde el momento en que nuestro mundo rechaza frontal y crecientemente los esquemas sacrificiales y las jerarquías
estables por el efecto de la expansión antropológica y social de la llamada inteligencia de la víctima, esto es, debido
a nuestra sensibilidad creciente y al rechazo a sacrificar a otros seres humanos, hemos perdido también los
cortafuegos que bloqueaban la manifestación de los efectos que nos protegían de la autodestrucción por la violencia
mutua creciente.

Nuestra época está caracterizada por la velocidad a la que todos los modelos de imitación jerárquicos devienen en
modelos provisionales.

Con ello, quedan asegurados por defecto la rivalidad, los celos y el resentimiento hacia los que pasan de ser modelos
jerárquicos a ser percibidos como inestables o provisionales.

Al no ser considerados como definitivos o estables, estos modelos son percibidos como vencibles y, por lo tanto, se
puede iniciar una reivindicación contra ellos, alegando la anterioridad del propio deseo sobre determinado objeto o
posición que detentan u ostentan.

Matar a Dios, matar al padre


Con la preeminencia de los modelos jerárquicos, la superioridad de estos quedaba fuera de toda posible discusión.
La distancia quedaba respetada por el recursos la violencia institucional que la religión sagrada garantizaba. Los
reyes lo eran por la gracia de Dios o del numen. No es de extrañar que el propio rey o emperador fuera o se
convirtiera en un dios.

El ser del otro quedaba fuera del alcance del agente que deseaba.

La distancia psicológica era percibida como definitivamente infranqueable por el miedo que el sistema religioso
sacrificial producía en los individuos.

El deseo no buscaba así sobrepasar, igualar o eliminar al modelo jerárquico, sino que subordinaba a éste su esquema
motivacional.

Sus propios deseos, anhelos, valores, actitudes y conductas eran los del modelo, sin que éste se postulara como un
obstáculo para la coexistencia pacífica con el agente deseante.

No se producía, por lo tanto, desencadenamiento alguno de la violencia ni de la rivalidad, los celos o el


resentimiento contra el modelo jerárquico.

Todo ello fundamentaba el orden y la paz social de tipo sacral basada en última instancia en modelos de
identificación percibidos como inmutables y perennes.

En ese sentido, el modelo jerárquico supremo y definitivo era el de Dios como ser trascendente.

Toda nuestra crisis moderna viene determinada por el imposible intento de matar a Dios, esto es, por intentar
convertirlo en un modelo jerárquico provisional y rivalizar así con él. Tal será todo el impacto de la filosofía de
Nietzsche sobre la modernidad y la posmodernidad, alumbrando como hija póstuma toda la violencia extraordinaria
que hemos conocido durante el siglo XX.

Pocos han sabido ver cómo al ser provisionalizados, los modelos jerárquicos son convertidos en precarios e
inestables, con el natural y esperable desencadenamiento de la violencia nuestra de cada día.

Así, hemos visto entrar sucesivamente en crisis a la autoridad patriarcal en las familias, los modelos de organización
social autoritarios o dictatoriales en la política y, más modernamente, todo tipo de autoridad en profesores, médicos
o sacerdotes.

La última encarnación de este proceso, iniciado hace ya bastante tiempo en nuestro entorno, es el cuestionamiento
de la propia experiencia o poder técnico de los expertos, a los que cada vez menos se les reconoce distancia.

Los elementos que regían el orden sacral antiguo y estable han desaparecido. Y ello es incrementa la probabilidad
de quedar a merced de la violencia.

Hemos pasado de matar a Dios a matar al padre, y así nos hemos convertido en huérfanos de un modelo con el que
no podíamos entrar a rivalizar y competir. A cambio no tenemos nada.
Todos somos modelos para todos y por tanto adversarios mutuos.

Esto es lo que impone la moderna guerra de todos contra todos, librada en la cotidianidad de nuestras relaciones
familiares, sociales y profesionales.

Cómo funciona el mimetismo en la díada imitador-imitado


Nuestra naturaleza mimética puede adoptar modelos que existen en la realidad o incluso llegar a fabricarlos de
manera ilusoria.

Lo decisivo no es la existencia real de un modelo ni la entidad real de sus deseos, sino la atribución que cada uno de
nosotros hagamos subjetivamente de ellos.

No es necesario que un modelo desee realmente algo, sino que basta con que nosotros lo creamos o lo supongamos
así.

Eso da lugar a dos tipos básicos de modelos: reales o ficticios. El caballero Amadís, personaje ficticio de las novelas
de caballerías es para Alonso Quijano un modelo del segundo tipo.

El hecho de que un modelo inexistente pueda servir como atractor extraño para el deseo desvela la naturaleza
atributiva que tiene en el ser humano el proceso de imitar el deseo del otro.

La atribución que fundamenta todo este proceso tiene siempre la forma de: el modelo X es la persona que a mí me
gustaría ser.

Cada uno de nosotros adoptamos los deseos del modelo X para poder devenir el tipo de ser que el modelo es.

Se asume que ese X es suficientemente bueno, cuando no el mejor, o el único, en cuanto a una determinada
categoría, tipo o clase.

Cada uno se dice a sí mismo que X es el tipo de persona que a uno le gustaría ser, porque X es A, conoce B y posee
C, siendo A, B y C características, objetos o propiedades de un tipo o clase estimada por nosotros como superior.

A, B y C no son más que atributos que pertenecen a una elevadísima gama de cualidades y propiedades que se
presentan ante nuestros ojos y que son capaces de suscitar un deseo mimético, esto es, desear lo mismo que desea el
modelo X.

Así tenemos atributos habituales como son:


• La clase social o alcurnia.
• La belleza.
• El éxito social.
• El fervor.
• La pasión.
• La evidencia de un bienestar (la felicidad, el goce o el disfrute personal).
• El talento único.
• El éxito profesional.
• La alegría.
• El buen humor.
• La admiración de otros.
• La popularidad, la notoriedad social y la fama.
Todos éstos funcionan como atributos que determinan que seamos conscientes de una diferencia radical y esencial
con el modelo que, en nuestra atribución o creencia, los posee.

Ésta es la que denominaremos diferencia jerárquica con el modelo.

Cada uno de nosotros, frente al modelo jerárquico, postula que se encuentra en otro nivel, puesto que no posee estas
características.

Tampoco, en general, los demás las poseen del mismo modo, o en el mismo grado que el modelo y, por ello, éste
resulta único a nuestros ojos.

El deseo se fija en un modelo cuyos deseos, según cree el agente, señalan una diferencia jerárquica entre su yo y el
yo del agente.

No es necesario que el agente crea en la realidad fáctica del modelo ni que los deseos del modelo hayan tenido lugar
en la realidad.

Bastará con que el agente proyecte o atribuya al modelo la existencia de ese supuesto deseo o atributo.

Surgen de este modo, multitud de posibles modelos que se presentan ante nosotros:
• Sobrenaturales: Dios, los santos, los ángeles.
• Míticos como son los personajes de novelas, películas o series televisivas: Werther, Amadís de Gaula, Romeo y
Julieta, James Bond.
• Colectivos o grupos: la opinión pública, la profesión, los progresistas, los conservadores, la competencia.
• Patológicos: seres creados por la fantasía: el amigo invisible, mi otro yo, una segunda personalidad, una
posesión satánica.

En todos estos casos, detrás del deseo mimético, encontramos el deseo de ser alguien a través de desear aquello
mismo que el desea.

El deseo mimético constituye por ello la enfermedad ontológica del ser humano. Explica la perversión que siempre
desemboca en la adoración del ídolo en que hemos convertido a nuestro modelo.

El prestigio que atribuimos al modelo, para constituirlo como tal, procede de dos fuentes. Una externa y otra interna.
• La presión del mimetismo colectivo: todos unánimemente creen que el modelo es una fuente única y superior
de orientación.
• Las creencias tutelares internas: el agente atribuye al modelo una cualidad adorable (etimológicamente ad
aurum, de oro), deseable, envidiable, que lo convierte a sus ojos en único como fuente para determinar la
orientación de sus deseos.

Debido a ello, el deseo en el ser humano no se corresponde con un instinto, una pulsión o la satisfacción de una
necesidad.

La naturaleza real del deseo no es objetal sino mimética.

El deseo no tiene objeto.

No está vinculado a un determinado objeto sino a un sujeto que siempre es el modelo que nos hace desear el objeto
que él mismo desea o que creemos o postulamos que desea.

El modelo designa lo que es deseable para nosotros al desearlo él mismo. Nuestro narcisismo nos conduce a negar el
orden temporal y establecer de manera mendaz la anterioridad de nuestro deseo condenándonos a sufrir los embates
de la envidia.
La envidia como diferencia batible o vencible
Acabamos de ver como la elección de un modelo se hace debido a que el agente lo percibe como un ser superior y
que esa percepción de la superioridad del modelo puede ser real, basada en características objetivables o cualidades
del modelo, o bien ficticia, en la medida que sólo existe como presunta cualidad en la mente del agente deseante.

Lo que resulta decisivo para el desencadenamiento del mecanismo de la envidia es que en lo intelectual, lo social, lo
psicológico o lo espiritual, esa cualidad sea percibida como no definitiva, es decir, como algo batible o rebatible.

La diferencia con el modelo se va a percibir entonces como algo no permanente o coyuntural, lo cual, quiere decir
superable, posible de vencer o de rebasar.

Esta percepción va a servir de motor para desarrollar todo una variada gama de acciones dirigidas a disminuir una
diferencia estimada como no permanente con el modelo, e intentar invertir los roles, procurando finalmente
convertirse, el que era imitador, en modelo de imitación para todos los demás, incluso para su modelo anterior.

Estas acciones se materializan en un extraordinario despliegue de violencia contra su modelo inicial.

Con ella pretende desbancar al otro del pedestal en el que el mismo agente, eligiéndolo como modelo, le había
subido.

La rivalidad y la violencia mutua que se desencadena no es más que el resultado natural de la interacción entre el
agente que desea sustituir y suplantar a su propio modelo y el intento correlativo de este último por mantener estable
la diferencia jerárquica.

«No me copies» suele ser una de las primeras adquisiciones del lenguaje de los niños y el primer grito de las guerras
y las contiendas infantiles.

Los modelos en nuestra sociedad moderna son sistemáticamente modelos-obstáculo, desde el momento en que son
percibidos como modelos jerárquicos provisionales.

Esa provisionalidad viene precisamente determinada por la abolición de las diferencias que el ideal de igualdad,
consustancial a nuestras sociedades modernas, ha consagrado. Puesto que este ideal es ya algo irrenunciable y sin
vuelta atrás en nuestro enfoque, nos conduce ineluctablemente y trágicamente a la envidia y al resentimiento como
sentimientos dominantes que caracterizan nuestras relaciones sociales.

Como un modelo se convierte en obstáculo: la alquimia de la rivalidad, la


envidia y el resentimiento en las relaciones humanas
La tragedia de la trascendencia desviada o idolátrica procede de su evidente potencial de provocar los peores efectos
en forma de rivalidad y de violencia, en el seno de las relaciones humanas.

La teoría mimética de Girard explica pormenorizadamente cómo desde el momento en que elijo a un ser real igual a
mí como modelo provisional e inestable de mis deseos, voy a terminar entrando en conflicto con él, y le condeno a
que él a su vez haga lo mismo conmigo.

El carácter mimético del deseo, es decir, el hecho de que no se orienta hacia la apropiación de un objeto sino hacia la
imitación de otro deseo que lo precede, es la fuente primordial e inagotable de los conflictos entre los seres
humanos.

Al desear lo que el otro desea, el agente transforma sin ser consciente de ello a su modelo en un rival, es decir, en un
verdadero obstáculo que le cierra el camino hacia el objeto, justo en el mismo momento que se lo había señalado
como deseable.
Todo el proceso se resume en la siguiente secuencia entre A = el agente y X = su modelo:

1. Proceso de atribución de cualidades de para convertir a alguien en modelo

a. Cree por alguna razón que X es un modelo digno de imitación, debido a sus creencias tutelares o al mimetismo
colectivo (todos los demás lo creen). Lo considera un modelo jerárquico.

b. Estima que el carácter jerárquico del modelo puede ser inestable, no definitivo o provisional (en el fondo, es
alguien a quien yo puedo alcanzar con facilidad). La diferencia con el modelo se puede reducir.

c. Atribuye real o falsamente a X un deseo por un objeto T que este posee real o supuestamente (interés por una
mujer, un coche, un puesto de trabajo, por ganar, por un determinado tipo de éxito profesional, o por la
superioridad, el dominio o la supremacía en un determinado campo o disciplina).

2. El nacimiento del deseo por el objeto

a. Clona o imita el deseo de X por el objeto T (que supuestamente le atribuía).

b. La adquisición o posesión del objeto de X es percibida por A como una forma de llegar al mismo ser de X, a su
nivel o a su categoría. En definitiva, esa adquisición le lleva a poder acceder a su cualidad como ser superior.

3. Como el modelo X ve reforzado su deseo por el objeto T y por qué se resiste a cederlo o compartirlo

a. Al notar el deseo de A por el objeto T (poseído real o supuestamente por el), el modelo X se va a transformar
en un imitador de su imitador.

Con ello se genera el denominado doble vínculo, es decir, dos partes que se imitan recíprocamente en cuanto a
sus deseos por los mismos objetos.

b. El modelo X refuerza de este modo su propio deseo (real o ficticiamente atribuido por A) por un determinado
objeto T.

Éste puede ser un deseo que quizás había desaparecido o que nunca existió realmente en el modelo, pero que
llega a nacer una vez es elicitado por la imitación inversa que el modelo inicia respecto a su imitador.

4. Como se produce la rivalidad mutua por el mismo objeto

a. Ambos contendientes inician a partir de ahí una guerra sin cuartel por la consecución del objeto T.

b. En este proceso, el modelo X va a ser percibido por el agente A como un obstáculo para alcanzar el ser desde
su deseo de apropiación del objeto T. X deja de representar para A un modelo y se transforma para A en un
adversario.

c. A su vez, el agente A es percibido por su modelo X, como un usurpador de su deseo por el objeto T, es decir, se
convierte también en adversario. Nace la mutual rivalidad.

d. El tiempo desaparece en el transcurso del conflicto. La nula consciencia de como se inicia este proceso
complejo lleva a ambos a pretender que son víctimas de un antagonismo de la otra parte. Ninguno de los dos
empezó este conflicto. Ambos reivindican la prioridad temporal de su deseo por el objeto T.

Ambos tienen razón. Y ambos se equivocan.

Ambos se sienten mutuamente envidiados y objeto de una animadversión injusta.

La ceguera del mimetismo y el doble vínculo configura y mantiene en ambos contendientes la ilusión de que el
otro empezó.
5. Nacimiento de un epifenómeno o subproducto psicológico: la envidia, la rivalidad y el resentimiento

a. Percibe de manera creciente y por efecto del doble vínculo, que la diferencia con el modelo X es cada vez
menor y que puede estar cada vez más cerca de conseguir apropiarse del ser del otro.

Se refuerza el carácter inestable del carácter jerárquico del modelo. Crece la sensación de «Lo puedo conseguir
y estoy cada vez más cerca».

b. Se plantea cómo reducir esa diferencia mediante acciones o estrategias directas que suelen incorporar
estrategias que persiguen:

1) Menoscabar el prestigio social del modelo X para eliminar la percepción pública (ante otros), o particular
(ante sí mismo) del carácter inatacable (como modelo jerárquico) del modelo A, disminuyéndola.

2) Arrebatar el objeto T al modelo X, privándole de él o arrebatándole su carácter único o privativo.

3) Mantener la asimetría de los roles entre A y X, pero logrando invertirla. Convertirse en modelo de su
anterior modelo es el logro definitivo.

c. Las estrategias de A son imitadas a su vez por el modelo X, dando lugar a que A se convierte a la vez en
modelo para X (doble vínculo).

d. Se desarrollan sentimientos profundos de envidia: animadversión, odio y resentimiento que se realimentan


mutuamente.

1) Envidia: no puedo verlo, tengo que quitarlo de mi vista (invidere).

2) Rivalidad: tengo que poder vencerlo a toda costa, tengo que ganarlo, tengo que poder con él, acabar con él y
con su resistencia (juegos de suma cero).

3) Resentimiento: proceso de intención mutuo de tipo especular que presume la animadversión de la otra parte
y que tiende por defecto a reaccionar contra ella. El otro es el que es percibido como verdaderamente
malvado, pérfido, perverso, malintencionado y cruel para conmigo.

6. Desaparición del objeto y génesis de mitos: el otro como falso culpable

El deseo mimético (la imitación del deseo de otro) ha generado un objeto de deseo (T), que
previamente no existía para A (y que no tiene porqué haber existido como tal objeto de deseo para X)
y, a la vez, una mentira o versión mítica básica: una ilusión que arrastra a ambos A y X a una guerra
sin cuartel.

Esta ilusión les hace creer a ambos que su interés por el objeto T era genuino, anterior o primario
respecto al de la otra parte.

Esa ilusión genera el mito de el bueno y el malo de esta película.

El bueno siempre soy yo percibido como víctima de la maldad de mi adversario, es decir, de la


inquina de aquel que quiere disputarme mi deseo. Él otro es el malo de esta película.

La violencia como efecto ineludible de la envidia


La primacía aparente, equivocada y falsa del objeto, termina por convencer a cada uno de los rivales de que es la
víctima de la malicia del otro y de su intento por privarle o arrebatarle el objeto T.
Cada uno cree en buena fe que desea el objeto por sus cualidades intrínsecas o por un deseo que nace de su
individualidad, del fondo de su personalidad.

Paradójicamente, la violencia que se crea a través de todo este proceso entre ambos rivales termina haciendo
desaparecer el objeto de la contienda, que pasa a un segundo plano.

Resulta asombroso observar en todos los conflictos el modo en que termina desapareciendo el objeto inicial del
litigio.

La exasperación de la rivalidad mutua provoca que la mimesis del deseo esté estructuralmente abocada al fracaso.

A partir de un determinado momento, la rivalidad ya no versa sobre el objeto T, sino sobre el otro, al que hay que
eliminar o quitar de en medio a toda costa. Eliminar al adversario sin nunca terminar de alcanzar el objeto T es la
triste historia de todas las guerras entre individuos.

El objeto T, que era el ítem originario sobre el que versaba el deseo queda, a causa de la rivalidad, ofuscado. Va a
borrarse y a difuminarse progresivamente, terminando por desaparecer del horizonte de todo conflicto.

Ya no se trata de disputarle al rival un objeto determinado, sino de abatirlo y aniquilarlo como persona. Terminar
con el rival. Vencerlo a toda costa. A cualquier precio. De cualquier modo.

La rivalidad mimética culmina así en un tipo de violencia, que resulta además insoluble desde los diferentes intentos
de mediación o pacificación desde terceras partes, por muy bienintencionadas que sean.

No hay mediación posible a partir del momento en que el objetivo de cada uno de los rivales es abatir o eliminar al
otro, sin posible alternativa.

La violencia devuelve a las claras la realidad esencial de toda rivalidad y de toda guerra: su carencia de objeto en su
núcleo más profundo.

El objeto disputado no es primario en los conflictos violentos, sino que es el propio mimetismo y la habitual ceguera
respecto al carácter imitativo del deseo, el que resulta el centro.

Si bien es verdad que la violencia puede irrumpir en los conflictos antes de que el objeto haya desaparecido del
horizonte, lo cierto es que con la irrupción de aquélla se confirma la desaparición de los objetos de litigio en la
mayoría de las contiendas.

Por eso en las guerras humanas desplegadas a diferentes niveles, el objeto termina desmaterializándose ante los ojos
de todos los contendientes. Éstos ya no se pelean por éste o aquel objeto, sino para destruir y aniquilar al adversario.

Debido a su propio mimetismo, los antagonistas quedan mutuamente fascinados. Al perder de vista el objeto de su
litigio, no pueden más que convertir en objetivo al otro. El sujeto reemplaza al objeto.

Con el final del proceso, y la desaparición del objeto de la contienda violenta nacen los mitos, esto es, las mentiras
que nos contamos para representar falsamente la realidad de nuestra violencia y ocultar de este modo una verdad que
resulta fundamentalmente humillante y por lo tanto amenazante.

Los mitos pretenden dar una explicación o bien ofrecer una representación falsa de lo que ocurre. Apuntalan y
mantienen la ceguera propia.

Siendo el mimetismo algo universal y previo en todos los seres humanos, resulta técnicamente imposible asignar un
punto exacto de inicio u origen en los conflictos y en la violencia.

Ello da lugar al común y pasmoso fenómeno, observado mil veces por quienes investigamos la violencia, de que la
buena fe preside la actitud de los contendientes más violentos. Todos señalan recurrentemente que fue el otro el que
comenzó.
Cada una de las partes cree de buena fe que el otro es un malvado.

Es el carácter mimético de la violencia el que explica que sea imposible asignar un origen o descubrir a su
responsable último. Cada uno de los adversarios cree absolutamente en el mito de la total y única responsabilidad de
su adversario.

Las versiones míticas de los falsos culpables


No hay salida fácil ni aún menos racional a la aporía de la envidia, el resentimiento y la violencia en las relaciones.

Al no ver la viga del propio mimetismo como origen del propio proceso, nos condenamos a no entender nada y
atribuirle todo a la paja que observamos en el ojo ajeno.

Los debates interminables sobre quién provocó un conflicto, o sobre quién es su responsable, o culpable, conducen
tan sólo a una elaboración estéril de todo tipo de versiones míticas de la violencia (instinto de agresión, pulsión,
desviación de la libido, perversiones) o a crear chivos expiatorios (esta o la otra parte deben tener toda la culpa).

La única posibilidad de escapar a la violencia nuestra de cada día radica en advertir y constatar, en nosotros
(primero) y en los demás (después), su carácter mimético y por tanto contagioso.

No se trata tan sólo de hacer responsable o culpable al propio mimetismo de la violencia, hipostasiándolo, o
intentando exorcizarlo como un ente, sino de advertir de qué modo práctico y concreto, y de cuántas formas y
maneras, todos nosotros participamos, a diario y sin saberlo, en su juego.

Este juego nos conduce a convertirnos en sus víctimas y a fabricar otras víctimas, así como las imprescindibles
versiones míticas para culpabilizarlas y exonerarnos de la responsabilidad.
2

El proyecto alternativo al vacío existencial: convertirse en un dios para


otros

Las tres tentaciones del liderazgo


«Llevándole el diablo a un monte altísimo, le mostró todos los reinos del mundo con todo su poder y su gloria y le dijo:

–Todo esto es mío y lo doy a quien yo quiero.


Te lo daré si te postras ante mí y te sometes».
Evangelio de Mateo, 4, 8

«Distinguiendo entre Nosotros y Ellos, vivimos en la ilusión de nuestra superioridad moral.


Nos atrincheramos en la ignorancia de no reconocer el tipo de circunstancias situacionales y estructurales que hicieron capaces a otros seres humanos
(iguales a nosotros) de perpetrar barbaridades de un tipo que alguna vez ellos también creyeron ser ajenas a su propia naturaleza.
Nos enorgullecemos falsamente de creer que uno no es de esa clase de personas».
Philip Zimbardo

Tres alternativas ante el vacío existencial: la apariencia, el éxito y la


identificación sumisa con otro
El proceso que aparta al ser humano de su vocación existencial de ser, se plantea de manera magistral en el relato
evangélico a través de tres tentaciones que se le presentaron a Jesús en el desierto.

Puede recorrerse perfectamente a través de este relato el modo de escapar al vacío existencial y el intento de
trascender (ser) que se presenta habitualmente a los seres humanos.

Las tentaciones en el desierto representan tres salidas falsas y abocadas al desastre a la necesidad de trascendencia
que se le plantea más tarde o más temprano a todo ser humano, a saber:
• La trascendencia desviada a través de la apariencia externa, la imagen, el prestigio, la notoriedad, el éxito, la
popularidad, la fama, o el aspecto físico.
• La trascendencia desviada a través del tener, adquirir, acumular bienes, dinero, riquezas, o éxito económico.
• La trascendencia desviada a través de la identificación con el ser de otros tomados como ídolos, o líderes. Estos
son convertidos de este modo en objetos de adoración, homenaje y devoción. Se trata de una militancia en
partidos, ideologías, corrientes, doctrinas, sectas, o religiones.

El proyecto metafísico de trascender nuestra nada suele terminar técnicamente en alguna de las tres tentaciones,
denominadas así, porque las tres sustituyen la trascendencia vertical (divina) por otras trascendencias de tipo
horizontal y humano. Dicho de otro modo, plantean sustituir la identificación con Dios por la identificación con
personas, cosas o ideologías.

La primera tentación del liderazgo: el falso camino al ser a través de la


fascinación que produce en los demás el éxito y la apariencia
«Se lo llevó el diablo a la Ciudad Santa, lo puso en el alero del templo y le dijo:
– Si eres Hijo de Dios, tírate ahí abajo; porque está escrito:
“A sus ángeles ha dado órdenes para que cuiden de ti”; y también: “te llevarán en volandas para que tu pie no tropiece con piedras”».
Evangelio de Mateo, 4, 5-6

La mayoría de los directivos pasan por una primera forma en la que desean convertirse en alguien para [los demás].
Es lo que muchos entienden falsamente como liderazgo.

La primera forma de trascendencia desviada invita a ese ser humano a realizar algo espectacular para seducir a los
demás. El logro de algo grande, digno, o impactante que produzca sensación entre los demás.

Se trata de conseguir fascinarlos, asombrarlos, atraerlos, encantarlos o seducirlos.

Es una forma de trascendencia propia y característica del parecer, la imagen y la pura apariencia superficial y
externa.

Quien resulta atrapado por esta primera tentación, busca siempre hacer algo insólito, único, inédito, inaudito,
excepcional, diferente, excéntrico, fuera de lo común, original, y con ello, atraer el interés, la atención y la
admiración de los demás.

La promesa, satánica y falsa, de turno consiste en proponer al ser humano realizar algo para convertir a los demás en
admiradores de un hecho portentoso que supuestamente va a acarrear el prestigio para su autor. Derivar del logro de
algo externo, una cualidad interna.

En el caso de Jesús, la escena de la tentación lo sitúa en un lugar bien visible para todos, el alero o pináculo del
templo de Jerusalén4, en el que el tentador le propone hacer un acto de manifestación gloriosa y mayestática que
arrastre a todos en favor de sus intereses: tírate ahí abajo y verás como todos los demás te admiran y quedan
fascinados. Después, ya no tendrás problema alguno en que los demás te sigan (liderazgo) adonde les digas.

El recurso básico de este programa consiste en postularse como un modelo de admiración para todos los demás, sean
éstos muchos o pocos, cercanos o lejanos, reales o ficticios, incluso, productos de mi imaginación.

La mentira central y básica de este tipo de tentación del liderazgo es que con ella no se puede camuflar el vacío
existencial real. A través de un acto externo en forma de realización aparatosa y portentosa no de adquiere el tan
ansiado ser.

Hacer algo, por muy espectacular que esto sea, no cambia la esencia del ser propio ni cambia la sensación de vacío
experimentada, por lo que nunca hay suficiente de ese remedio.

No solo el hacer algo. La tentación procede también de la más pura apariencia externa. El competidor deportivo, el
aventurero, pero también el esnob, el marcador de tendencias, el políticamente incorrecto, el chochoni o tribal
urbano… Todas son versiones del ¡soy diferente (y mejor que otros) y necesito que el mundo entero lo sepa y por
ello me adore!

Muchos de estos suelen buscar un falaz, y tan sólo aparente, distanciamiento de los demás con vistas a hacer muy
sutilmente de ellos admiradores, adoradores, o celotípicos envidiosos.

Buscan mediante estratagemas propias de la indiferencia o la coquetería relacional introducir a los demás en el
círculo vicioso de la seducción y el encantamiento por la apariencia.

Ésta, tan sólo resulta una estrategia aparente pues, como veremos a continuación, quien se pretende seductor y
agente del encantamiento de los demás, en realidad, va a resultar atrapado en el círculo que él mismo crea.

En una sociedad de tipo narcisista, son muchos los que creen identificar en los demás la desviación de la
trascendencia característica de la tentación de llegar al ser por el parecer e intentar fascinar a otros. Sin embargo
muy pocos se reconocerán y se verán reflejados a sí mismos en el círculo infernal descrito.

La moda, el esnobismo, el gusto por el riesgo, el afán de coleccionismo, el mito de superarse, la sed de infinito, el
espíritu de frontera, el siempre más y mejor, el plus ultra, el marcar tendencias o el ser políticamente incorrecto…,
son ejemplos de cómo opera la tentación para todo ser humano de llegar a ser a través del espectáculo de la
fascinación de los demás, por las cosas maravillosas o increíbles que somos capaces de hacer.

Solamente una fuerte disciplina o conversión (metanoia) interior permite desvelar esta tensión íntima por
encontrarnos en la mirada de admiración de los demás.

El ¡oooh! fascinado de los otros nos transfigura en ídolos de multitudes reales o ficticias que reconocen,
supuestamente, en nosotros algo especial o a alguien digno de admiración y emulación.

Muchos son los que simulan, en plena estrategia de seducción y coqueteo, no estar atentos a los demás y pasar de
ellos.

Pero en realidad, miran subrepticiamente y de reojo para captar los mínimos cambios, gestos o reacciones para
verificar el efecto que producen en los demás.

En la mayoría de las relaciones humanas se suele observar este intento universal de convertir al otro en una mirada
fascinada llena de admiración.

La mirada del otro fascinado nos confirma que, efectivamente, y contra lo que la pobre autoestima del narcisista (el
Yo disminuido) pronostica, los demás reconocen por fin en nosotros a alguien que suscita deseos de imitación.

El otro fascinado reconoce que somos alguien, luego podemos concluir que somos alguien. Paradójicamente es
siempre el otro el que nos rescata de nuestro crónico déficit de autoestima. Un falso rescate, por cuanto no es
autoestima sino heteroestima.

El esquema que se desencadena a partir de aquí es de tipo adictivo; quienes convierten al otro en la fuente de su
supuesta existencia como alguien o algo, desde una mirada fascinada que es prestada, necesitarán crecientemente de
dosis suplementarias de más de lo mismo.

De ahí que todo esnob necesite estar siempre a la última, todo deportista intente mejorar sus marcas, el aventurero,
arriesgarse en prácticas al límite vaya buscando siempre el más difícil todavía.

De ahí también que las modas se reinventen constantemente a sí mismas y que quienes se presentan como
provocadores se embarquen en oscilaciones extremas y en ocurrencias cada vez más extrañas y extravagantes.

Como ya hemos indicado, para caer en este proceso, no es necesario que la mirada fascinada del otro sea real sino
tan sólo supuesta o presunta.

No resulta sorprendente que, siendo la necesidad de ser alguien para los demás y de fascinarlos tan poderosamente
adictiva, pueda llegar a transformar la misma realidad en ficción o en un delirio continuado. Muchas personas se
terminan creyendo en el centro mismo de una vorágine que jamás ha existido.

Tanto sus supuestos admiradores como sus inexistentes detractores sirven al propósito de crear o generar una fuente
permanente de heteroestima de origen positivo o incluso negativo. Algo que siempre permite al pobre yo sobrevivir
a la verdad de su vacuidad.

De este modo los psicólogos encontramos por doquier seres humanos obsesionados por el parecer y por el supuesto
problema de una imagen pública o apariencia externa que no suscita, en absoluto, ninguna mirada admirativa por
parte de nadie5.

Basta que cada quien se proponga convertirse en el objeto de la mirada fascinada de otros, para que este proceso le
transforme sutilmente en lo que se denomina técnicamente una personalidad narcisista.

La necesidad de superar el vacío existencial, mediante la transformación en alguien para los demás, explica que
muchos sean perfectamente capaces de vivir continuamente en una ficción, convirtiendo todas las relaciones con los
demás en fuente de gratificación. Un proceso especular (dime espejo, espejito) característico del narcisismo.
Los demás son convertidos en puros espejos, que devuelven al narcisista las supuestas miradas fascinadas de las que
vive emocionalmente.

El narcisista necesita creer que es el objeto de esas miradas y de la admiración de todos los demás.

De ahí precisamente proceden numerosos peligros en las relaciones. Si algo frustra su ilusión, el narcisista suele
reaccionar con rabia y resentimiento.

Su monotema es que todos se fijan en él, todos le imitan. De ahí nacen también sus actitudes autorreferenciales y
paranoides.

Quienes viven en la ilusión de que todos les admiran, terminan creyendo que todos les envidian, zancadillean, y no
pretenden más que perjudicarles.

El liderazgo de tipo narcisista y sus características patológicas


La palabra narcisismo procede del mito griego de Narciso, quien se enamoró de su propia imagen reflejada en las
aguas de un estanque.

Su destino fue consumirse en un deseo insatisfecho de sí mismo, ahogándose en él.

Los demás no existen para un narcisista, salvo en su condición de espejos de sí mismo. Su enorme vacío le obliga a
buscar a los demás para poder reconocerse, y buscar en ellos un tipo de valoración que no siente en lo más profundo
de su ser.

La configuración de una personalidad narcisista se explica para algunos especialistas clínicos sobre la base de una
carencia emocional temprana producida por una madre emocionalmente fría o indiferente o con una agresividad
encubierta hacia su hijo.

Otto Kernberg sostiene que la megalomanía propia del narcisista obedece a fuertes y profundos sentimientos de
envidia, miedo, privación y rabia.

La sensación de ser único, importante y diferente a los demás por alguna razón, explica por qué un narcisista busca
sistemáticamente en los demás un reflejo (espejo) de esta sobrevaloración. Esto no es sino el reverso de un vacío
personal que pretende compensar con esa actitud.

Las personas que convierten sus roles laborales y, muy especialmente, sus roles directivos, en una supuesta forma de
ser algo o alguien se encuentran en esta posición.

En la investigación sobre los estilos de Liderazgo solemos encontrar sistemáticamente una asociación entre el
narcisismo y el paranoidismo y el nivel jerárquico.

Si mi propia valoración y autoestima está vinculada a mi rol, que es el que realmente me hace ser algo o alguien
mediante la mirada admirativa (real o supuesta) de los otros, todo cuanto amenaza esta posición o rol en la
organización será sentido y vivido como una auténtica amenaza a mi propia integridad (algo así como si alguien
viniera a destruirme).

La hipersensibilidad e hiperreactividad a todas esas supuestas amenazas, es algo que conocemos bajo la
denominación de narcisismo y paranoidismo directivos.

En algunos casos se alude muy eufemísticamente a la agresividad propia o incluso necesaria del directivo. Esa
agresividad suele ser efecto de la frustración de no ver satisfechas las expectativas de admiración, veneración o
adoración que un directivo narcisista reclama sin tregua de los demás.

Cómo se hace crónico el narcisismo de un directivo


Un mal social, tan característico de nuestra época como es el narcisismo, es prácticamente irrecuperable para quien
lleva décadas siendo un adicto a la consideración, la notoriedad, la popularidad, la fama, o la apariencia física que
los demás reconocen en él. Hay que recordar que este tipo de mal se termina haciendo crónico y, para muchos,
irreversible.

Con el tiempo, el narcisismo se cronifica, empeorándose el pronóstico y sumiendo a los individuos en un


sufrimiento enorme. La cruda realidad del vacío existencial se termina imponiendo sobre todo tipo de onanismo
mental.

La irrecuperabilidad de la mayoría de los casos procede de la construcción de una identidad falsa, propia de un
espejismo mantenido precariamente durante años, y que se ha vuelto totalmente inestable.

El paso del tiempo exige el consumo de crecientes niveles de energía psíquica para mantener la mentira narcisista
fundamental de que uno es alguien para los demás.

Hay que explicar por qué ser alguien, a través de la apariencia y la imagen que proyectamos sobre los demás,
termina siendo una opción imposible. Señalemos tres razones fundamentales:

1. Hay que recordar que el deseo de ser alguien deriva de la búsqueda de la autonomía del ser, y que, por lo tanto,
cuanto mayor es nuestro intento de ser autónomos, siendo alguien para los demás, menos autónomos y más
heterónomos somos en realidad.

Esto nos obliga a vivir en la mentira continuada de tener que sofocar y negar en nosotros nuestra dependencia
de la opinión y de la mirada admirativa de los demás.

2. Ser alguien desde la apariencia o la imagen nos requiere, tal y como ya hemos indicado, disponer siempre de un
plus de originalidad, novedad, diferencia, excentricidad.

Ello nos obliga a la simulación de que ni nos interesa ni nos importa realmente la opinión del otro (ésta es la
mentira central de nuestra supuesta autonomía), y a necesidad de tener que inventar nuevos trucos para
conseguir atraer y mantener la atención y la admiración.

El aparente éxito de ser tomado como modelo por otros, conlleva el fracaso necesariamente debido a lo efímera
que resulta siempre esta victoria y a la tremenda energía psicológica que es necesario desplegar, agregando
siempre nuevos admiradores o manteniendo bien alto el pabellón y la imagen ante los actuales.

3. El narcisista nunca escapa del siguiente círculo infernal: cuanto más quiere escapar a la ley de los otros, más se
convierte en su esclavo. Cuanto más esclavo de los demás es, más intentos realiza por escapar a la ley de los
otros. Ello no tiene fin y se transforma en el denominado infierno narcisista.

Veremos a continuación algunos ejemplos de cómo la idolatría del parecer nos lleva habitualmente al sufrimiento y
al desastre existencial, propios del narcisismo.

Dos manifestaciones características del narcisismo: el cuerpo bajo en calorías


y el homo aparens
Tomemos el denominado culto al cuerpo como ejemplo de la tiranía que la desviación de la trascendencia narcisista
implica.

La publicidad explota de manera admirable las mentiras individualistas que nos contamos de mil formas
asombrosas:
• ¡Sé tú mismo!
• ¡Gústate!
• ¡Porque me lo merezco!
• ¡Date un premio!
• ¡No te preocupes de los demás!

La razón del porqué funcionan los anuncios de productos dietéticos, bajos en calorías, bio… que adoptan estos
mantras, radica en que todos ellos explotan en su beneficio el deseo de trascender basado en la apariencia,
planteando como cierta, alguna de las tres grandes mentiras siguientes:
• La autoestima, plenitud, autonomía o realización de quien aparece en el anuncio como modelo mimético
potencial.
• La despreocupación por la opinión social, por el qué dirán, en definitiva, por la mirada del otro de ese mismo
individuo modelo.
• La presentación de un ser dotado de la capacidad de amarse a sí mismo, sin necesidad alguna de la aprobación
de los demás. Está así de sano, delgado, bien cuidado debido a una autonomía, propia del tipo de individuo
completo, que no requiere de nada ni de nadie.

Tal es el modelo de individuo pleno y autónomo que todos deberíamos alcanzar: el moderno dios de sí mismo y, por
lo tanto, el dios para los demás.

El individuo burbuja, solipsista y enamorado de sí mismo que, aparentando no requerir de nada ni de nadie vive, sin
embargo, del continuado proceso de presentarse ante el mundo entero como digno de adoración, emulación e
imitación.

El reinado del narciso es el del perfecto ser autosuficiente, dueño de sí mismo, pleno de existencia y que, sin
embargo, en lo profundo se alimenta mendaz y furtivamente de la admiración, respeto y prestigio que mendiga sin
recato de los demás.

Cualquiera puede realizar la prueba del nueve experimentando con algún consumidor del homo aparens [hombre
aparente], bajo cualquiera de sus modalidades de consumidor de dietas adelgazantes, productos cosméticos, cirugías
plásticas (sean estas reductoras o aditivas), productos bajos en calorías, bio, o ecológicos.

Cualquiera de ellos, cuestionado por la razón que le lleva a adelgazar o a consumir los productos, bio o bajos en
calorías, intentará colocar inmediatamente la mentira que el homo aparens se cuenta a sí mismo y que le permite
sobrevivir a la disonancia:
«Lo hago porque así me gusto a mí mismo, estoy mejor conmigo mismo, me encuentro bien, soy yo mismo, mejoro mi salud, mantengo mi
autoestima, soy espontáneo, creativo, original, diferente, genuino, etc.».

Contrastar la auténtica realidad del homo aparens es fácil cuando se advierte que todo ello no es más que el fruto del
solapado dictado de los demás sobre el narcisista.

La moda, la llamada dictadura de las tallas pequeñas, el rechazo social a los obesos, la necesidad de ser aceptado,
reconocido, integrado gracias a una apariencia física espectacular o del cuerpo danone, son verdaderos motivadores.

Nuestro homo aparens se pondrá a la defensiva y aducirá un universo de pretendidas verdaderas razones por las que
actúa de ese modo.

Todas ellas son falsas y están al servicio de mantener la mentira de la autonomía, independencia y autoestima del
pobre yo.

Se requiere una enorme energía para romper la inercia que nos mantiene a todos en la mentira de nuestra
individualidad y de nuestra autonomía respecto a los demás, en especial cuando pretendemos mostrarnos como
aparentes modelos para ellos.

Todo cuanto acabamos de señalar puede trasladarse a todas las formas de aparentar: el honor, el prestigio social
(prestidigitación social), la forma física, el éxito, la popularidad, la fama…

La paradoja marca que cuanto más esclavos somos del otro, más energía nos vemos obligados a invertir en un
proceso sin final de probarnos a nosotros mismos y a los demás que podemos ser autónomos y que, de hecho, ya lo
somos.

Para concluir sobre esta primera desviación idolátrica de la trascendencia, basada en aparentar ser ante los demás, se
resumen a continuación las paradojas a que da lugar el falso recorrido que caracteriza al narcisismo.

El FALSO CAMINO DEL NARCISISMO


DESDE HASTA
Dependencia (del deseo de otro). Autonomía aparente (la fascinación del otro como
demostración del ser propio).
Vacío (no soy nada). Falsa plenitud o trascendencia por la imagen o
apariencia (soy por mi apariencia).
Autodesprecio (debido a no ser). Capacidad de fascinar, seducir, encontrar algo genuino
(ser tomado como modelo por otros).
Posición existencial de inferioridad. Sentimientos de Posición existencial de superioridad (arrogancia y
inadecuación. prepotencia).
Verdad (soy nada). Aceptación del vacío existencial. Mentira (soy alguien) (rechazo del vacío existencial).
Autoestima. Energía psíquica al servicio de mantener la mentira a
salvo.

El egocentrismo característico del directivo narcisista


El egocentrismo del narcisista cree que todo se le debe, y que lo puede tomar de manera oportunista en todas
aquellas posibilidades que le ofrezca la organización para la que trabaja.

El narcisista se caracteriza por saltarse las normas que rigen para todos los demás y por no observar las conductas
que reglamentariamente se deberían esperar de él.

No suele presentar sentido de la culpabilidad pues entiende que las normas no se han hecho para alguien de su
categoría o alcurnia familiar, social, intelectual o profesional.

Se limita a un cumplimiento formal y aparente de las normas, de modo que, externamente, parezca que las cumple,
aunque viole de manera flagrante el sentido más profundo o espíritu de las disposiciones legales o reglamentarias,
incurriendo frecuentemente en los fraudes de ley. Aparenta que cumple, para saltarse esas mismas normas.

Un directivo narcisista es incapaz de manifestar auténticas emociones ante los demás o de comprender las que otras
personas pueden manifestar. De ahí su falta de empatía.

Esta alteración le convierte en una especie de idiota emocional, sólo pendiente de sí mismo, y atento observador del
impacto que produce en los demás.

El patrón general del comportamiento directivo del narcisista presenta unos rasgos típicos que hacen de él una
auténtica nulidad como líder, esto es, un auténtico paradigma del liderazgo inefectivo. Estos rasgos, que ya he
analizado y descrito en libros anteriores6, se presentan a continuación:
• Pensamientos o declaraciones de autovaloración, en contraste con lo que los demás piensan de él o con la
valoración que de él hacen: aparece como el mejor trabajador de la empresa, o el único que está capacitado
para hacer esas tareas, o como la pieza clave sin la cual nada puede funcionar. Se presenta como el mejor de
todos con enorme diferencia.
• Historias de grandes logros o tribulaciones profesionales en el pasado: aparece como un verdadero hombre de
negocios, relatando fantasiosas historias de realizaciones, proyectos, que se repiten una y otra vez de manera
grandilocuente, refiriéndose a sí mismo en tercera persona o usando constantemente yo, mi, mis, olvidando
significativamente la contribución o las realizaciones de otras personas.
• Hipersensibilidad a la evaluación de los demás: manifiestan enormes problemas en el momento de ser
evaluados por sus superiores jerárquicos, dando la sensación de que aquellos no tienen capacitación o nivel
para ello o de que su comportamiento sólo podrá juzgarlo la historia. Echan pestes en privado de los propios
jefes y pretenden que las malas evaluaciones que éstos hacen de ellos proceden de la envidia o la mala fe.
• Utilización de los demás como espejo o auditorio: utilizan y se valen de su superioridad jerárquica, su cargo o
posición, para hacer que los demás escuchen obligatoriamente sus realizaciones, proyectos o historias de éxito.
• Violación de los códigos éticos de la organización: sienten que están por encima de las normas internas, que no
rigen para personas tan importantes o decisivas para la organización.
Un observador atento puede advertir quiebras en el comportamiento ético del narcisista en relación con el
cumplimiento de las normas organizativas. Suelen ser expertos en la manipulación legal, perpetrando abusos y
fraudes de ley.
• Sensación de inminencia o de crisis apocalípticas: proyectan hacia su entorno la sensación de que van a
producirse crisis inminentes o problemas enormes de los que nadie, salvo ellos, son conscientes y a los que sólo
ellos dicen ser capaces de dar respuesta utilizando sus brillantes capacidades personales y profesionales.
• Imprescindibilidad: se presentan como elementos clave del desarrollo de la empresa u organización. Sin ellos
no hay futuro o, éste, es sombrío. Suelen pretender que nadie es imprescindible, salvo ellos que, claro está, sí lo
son.
• Pretensiones de nivel, categoría, etc., por sus relaciones sociales o el nivel de las personas de la organización
que frecuentan: proyectan hacia los demás la sensación de que tratan a nivel interno con los peces gordos de la
empresa o de que se relacionan con personas de alto nivel social, intelectual o político.
Suelen pretender ser convocados a reuniones importantes o cruciales y ser telefoneados o contactados por gente
siempre muy importante.
• Reclamo de atención constante: utilizan las reuniones con sus equipos para pronunciar discursos en los que
escucharse a sí mismos. Monopolizan abusivamente el uso de la palabra dándose importancia.
En caso de existir verdadero argumento, el tipo de mensaje puede ser absolutamente abstracto o absolutamente
concreto, pasándose de las ramas a las raíces sin solución de continuidad.
• Monopolización del mérito: se atribuyen sistemáticamente todo el mérito de los proyectos en los que participan,
colgándose todas las medallas, evitando hablar de la contribución de otros y pasando por alto sus errores, fallos
o fracasos.
Magnifican o directamente fabulan las alabanzas que supuestamente otras personas (especialmente de alto
nivel) les han dirigido.
• Mesianismo: se presentan como Mesías del proyecto empresarial, con grandes visiones del cauce por el que la
estrategia de negocio debe marchar.
Reclaman para sí un conocimiento excepcional o de primera mano de los mercados, los clientes, la evolución
tecnológica, no atribuible al esfuerzo o trabajo intelectual sino a una genialidad especial o a un rasgo de
carácter peculiar que el narcisista dice poseer
• Comportamiento laboral parasitario: suelen disponer de lanzados o esclavos que les hacen el trabajo, duro y
sucio, que luego se atribuyen. A éstos los desprecian y denigran, explotándolos y maltratándolos, pretendiendo
ser más astutos, más fuertes o más poderosos que ellos. Con ello suelen lograr sustraerse al cumplimiento de
sus obligaciones profesionales. Justifican éticamente su comportamiento en el hecho de que todo se hace con el
consentimiento del trabajador esclavizado o explotado.
• Escaparatismo: sus despachos o zonas de trabajo exhiben de manera ostentosa sus trofeos profesionales,
sociales o académicos. Diplomas, certificados, medallas, premios… se combinan con fotografías con
personajes importantes en el ámbito empresarial, político o social. Exhiben objetos de gran valor que,
supuestamente, marcan el status social o económico de quien los posee.
• Susceptibilidad a la envidia: su tema central es la envidia que todos les tienen. Se devanan los sesos por todas
aquellas personas que, supuestamente, envidian sus cualidades personales o profesionales. Son capaces de
explicar de este modo todo el comportamiento de los demás, basándose exclusivamente en la envidia que
hipotéticamente les corroe.
En realidad, quienes son pasto de la envidia hacia los demás son ellos mismos, no permitiendo que otros
miembros del equipo destaquen, bloqueando el ascenso y la promoción de los subordinados más capacitados a
los que ven como amenazas.
Viven atemorizados por las capacidades que presentan las personas de su entorno, especialmente las de mayor
creatividad, originalidad o valor añadido profesional o personal.
• Extensión y propagación de la mediocridad: velan y se preocupan de que nadie prospere a su lado, ni debajo.
Se encargan de no seleccionar o contratar para sus equipos a personas que puedan ser más capaces que ellos.
De este modo, y con el paso de los años, van extendiendo a su alrededor una atmósfera de mediocridad
profesional en la que su capacidad mediocre pueda despuntar.
El narcisista sólo puede sobresalir en entornos mucho más mediocres que él, por ello se encarga de cultivarlos
con esmero y de hacer que florezcan todo tipo de variedades de fauna y flora organizativa de mediocridad.
• Sensibilidad al nivel: juzgan los comportamientos o las ideas según el nivel jerárquico que posee la persona que
los manifiesta. Las ideas o planteamientos valen lo que el peso jerárquico o social de quien las emite.
Suelen alinearse sólo a favor de ideas o planteamientos de aquellas personas que juzgan superiores, no en el
plano intelectual, sino jerárquico o político.
• Persecución del aprendizaje y la capacitación: al ser incapaces de aprender, por no poder gestionar
emocionalmente su ignorancia, no desean que nadie lo haga.
El aprendizaje y la formación pueden capacitar a otros que pueden terminar aventajándoles. Suelen ser, por
tanto, enemigos declarados de la formación y de las acciones de capacitación, aduciendo diferentes pretextos
para ello.
• Sensibilidad a la categoría de los trabajos: la acomodación o el gusto por tareas o trabajos tiene que ver
únicamente con el rango de éstos, y nunca con el grado de interés que le suscitan o con la posibilidad de
aprendizaje que puedan procurar.
Debido a ello, les cuesta arremangarse y realizar tareas que consideran por debajo de su nivel o categoría.
• Pensamiento autorreferencial: las cosas suceden en la empresa en relación con algo que siempre tiene que ver
con ellos.
Las decisiones que se han tomado arriba obedecen a su asesoramiento previo, a su decisiva intervención o a la
calidad de su trabajo, etc.
• Fobia al riesgo y al fracaso: el fracaso les horroriza por su incapacidad de enfrentarse emocionalmente a él.
Debido a ello, suelen ser incapaces de afrontar riesgos.
La aversión al riesgo les convierte en pésimos emprendedores, promotores o iniciadores de proyectos. Prefieren
y optan por el control y la crítica de las iniciativas ajenas, a fin de camuflar su ineptitud emprendedora.
Aducen, para justificar esta última la necesidad de realizar nuevos estudios, más análisis, evaluaciones más
exhaustivas antes de decidir o emprender nada, llevando a las unidades o departamentos que dirigen a la
célebre parálisis por análisis.
Nada se hace ni se permite hacer a otros.

Los 20 signos que delatan al directivo narcisista7


1. Los subordinados son para él un auditorio, un espejo en el que se mira continuamente. Reclama atención y
admiración de manera continua. Le encanta que le hagan la pelota.

2. Monopoliza todo el mérito para él. Rebaja sistemáticamente el mérito de todos los demás. Todo resultado
positivo se debe a su genialidad.

3. Cree pertenecer a una élite social o intelectual de personas especiales, por causa de su genialidad, brillantez o
pertenencia a algún tipo de casta social. Lo que rige para los demás no rige para él.

4. Busca subordinados serviles, dóciles y obedientes. Le resultan amenazantes la libertad de criterio y el


pensamiento alternativo.

5. Selecciona sistemáticamente para su equipo a quienes no le puedan hacer sombra, es decir, a los menos
capaces. Propaga en su departamento un tipo de mediocridad intelectual y profesional como forma de
asegurarse y sentirse a salvo.

6. Busca el culto a la personalidad. Cultiva la adulación y el vasallaje feudal de sus subordinados hacia él. Puede
llegar a ser despótico con los que considera inferiores, despreciándolos.

7. Despliega un comportamiento de maltrato y abuso verbal mediante gritos, insultos, reprensiones y


humillaciones de todo tipo a sus subordinados. Ello le proporciona una sensación de seguridad por mantener a
raya a todos.

8. Infla compensatoriamente su autoestima mediante continuas referencias a su pretendida valía, brillantez


profesional, contactos relevantes con personalidades o poderosos.

9. Incapacitado emocionalmente para reconocer que ignora o no sabe de algo, y por lo tanto para el aprendizaje,
se manifiesta arrogante, prepotente y sabelotodo. Queda pronto desfasado y profesionalmente obsoleto. Ello
refuerza su sentimiento profundo de inadecuación y su actitud defensiva ante el cambio o la innovación.

10. Su falta de actualización profesional le lleva al dogmatismo y a la rigidez intelectual: quien se permite
discrepar supone, desde muy pronto, una amenaza personal para él, por no saber rebatir sus argumentos o
convencer de los suyos.

11. Persigue y elimina a los posibles competidores, especialmente a los más brillantes. Cultiva y fomenta el
enanismo intelectual y a los bonsáis psíquicos en el equipo.

12. Tiene aversión a correr riesgos por el miedo al fracaso y por su incapacidad emocional de hacer frente a él.
Llega a bloquear a su unidad por su falta de decisión y actitud de cierta dejadez [laisser aller].

13. Explota laboralmente a sus subordinados exigiendo de ellos sacrificios, adhesión incondicional y personal, e
incluso buena cara ante sus abusos de autoridad y excesos.

14. Desarrolla el discurso de la imprescindibilidad: «¿qué sería de vosotros sin mí?». Se presenta como un
salvador o una persona crucial para la organización.

15. A pesar de sus declaraciones externas, en lo profundo resulta un enemigo declarado de la capacitación, la
formación, la actualización profesional, la innovación y el aprendizaje, que son siempre elementos amenazantes
para sus sentimientos de escaso nivel o inadecuación personal y profesional.

16. Se muestra hipersensible a toda crítica o discrepancia y reacciona desproporcionadamente a ellas. Vive las
diferencias de opinión de forma dramática y amenazadora como un ataque personal o como una falta de
respeto.

17. Utiliza un tipo de lenguaje que pasa de lo hiperabstracto a lo hiperconcreto. Huye de la conceptualización de
problemas reales por no saber cómo enfocarlos o enfrentarlos de forma real y práctica.
18. Se comporta de forma despectiva con sus subordinados, y de forma aduladora con los superiores a los que,
secretamente, envidia y desprecia.

19. Está obsesionado por la envidia que cree que todos le tienen. Su pensamiento sólo se refiere a sí mismo. Todo
lo que ocurre tiene que ver con él.

20. Su despacho, su zona de trabajo, su automóvil o su atuendo o vestimenta son escaparates con los que pretende
demostrar el valor de su propietario. Adorna sus zonas de trabajo con objetos lujosos de marcas caras, fotos con
personajes famosos, premios, diplomas, títulos, trofeos… que, supuestamente, acreditan y prueban a los demás
la cualidad especial de su propietario.

La segunda tentación del liderazgo: el falso camino al ser a través de la


ambición del tener
«El tentador se le acercó y le dijo:
–Si eres hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes».
Evangelio de Mateo, 4,3

La ambición: al liderazgo a través del tener, adquirir, acumular


Un programa alternativo del mefistofélico tentador, pasa por la trascendencia idolátrica de las cosas, basada en el
tener, acopiar, acumular y en el éxito económico.

Una vez que ha fallado el intento de crearnos una imagen, es decir, de convertirnos en alguien, porque así lo
reconocen los demás, se ofrece una segunda alternativa: la apropiación de cosas, bienes, que proporcione, ante sí
mismos y ante los demás, la misma sensación de ser alguien.

La propuesta del tentador es la de convertir piedras del desierto en panes.

Tal es el milagro aparente de la producción y de la economía.

El deseo de llegar a ser se transforma aquí en un deseo por acumular bienes, consumir, poseer, comprar, almacenar o
coleccionar cosas.

Las cosas poseídas devuelven a su poseedor, supuestamente, una entidad superior. Es la cosa cualificando al sujeto
poseedor.

Sin embargo, aquí entra en funcionamiento de nuevo la naturaleza mimética del deseo, pues ¿qué objetos
desearemos poseer?

Y, por otro lado ¿hacia qué objetos convergerá nuestro deseo de acumular, de poseer y de apropiarnos del ser a
través de la propiedad?

La respuesta es clara.

Son los objetos más deseados por los demás los que llamarán nuestra atención. Más todavía lo serán, aquellos que
resulten deseados en mayor medida por los que son nuestros modelos.

Los publicistas conocen esta realidad muy bien y la explotan con descaro. Por ello, el marketing y la publicidad
pretenden lograr convencernos de que algunos modelos notorios, relevantes, famosos, inteligentes, bellos, etc., esto
es, personas con la autonomía del ser que nosotros anhelamos, desean determinado objeto o bien consumible, o
determinado servicio para sí mismos.

El intento de trascender idolátricamente nuestro no-ser o nuestra vacuidad interior convierte el mundo en una
contienda de todos contra todos en la que cada uno se encuentra deseando bienes que otros ya desean y que, por lo
tanto, convierten la relación interpersonal con ellos en conflictiva por naturaleza.

Tal cosa pretenden quienes establecen la mítica existencia de algo denominado escasez de los recursos, como si esta
escasez tuviera un carácter objetivo y fuera un dato cierto inscrito en la naturaleza de las cosas.

La realidad es, que la escasez no existe como tal.

La escasez no se corresponde con ninguna cantidad objetiva de bienes o recursos naturales.

Lo que existe, más bien, es una convergencia simultánea del deseo de muchos (o de todos) sobre los mismos objetos
o recursos. Esta convergencia simultánea es la que configura la escasez. Tanto mayor es esa convergencia cuanto
más los agentes económicos en liza, que se imitan unos a otros en sus intentos de apropiarse simultáneamente de
determinados objetos.

De ahí el hecho paradójico ya citado de que la escasez nunca puede corresponderse con un punto objetivable y
externo de desequilibrio entre oferta y demanda.

La escasez de los recursos es el epifenómeno sistémico menos conocido por los economistas, por cuanto pertenece,
sobre todo, al ámbito de la psicología.

Se produce la escasez, desde el intento de todos nosotros de hacernos con objetos deseados a la vez por otros, a
quienes hemos adoptado como modelos sociales, a su vez. Debido a este proceso repetido y clonado miméticamente,
los bienes devienen escasos.

La escasez resulta de un mecanismo intersubjetivo del que prácticamente nadie es consciente, viéndolo tan sólo en el
momento en que se descubre en el otro.

Por ello, cuando los expertos en marketing hablan de crear una necesidad en el mercado, hablan en un sentido bien
real y literal.

Todo marketing trata de suscitar de manera masiva una fuerte atracción de tipo mimético, sobre todo la reacción
inicial o disparo primordial de este proceso.

Se trata de generar un supuesto polo de atracción que haga que muchos imiten el deseo por determinado bien de
consumo. Cuanto mayor sea la oleada de preferencia sobre el objeto, más se realimenta a sí misma.

El objetivo último de todos los tentados de este modo es llegar a ser a través de la apropiación de objetos. Al ser por
el tener.

Pese a ello, no es factible reconocernos a nosotros mismos esta verdad humillante y fundamental de que deseamos
los objetos que los demás desean.

Para eso funcionan las racionalizaciones que dejan frío el neocortex del tipo:
• Lo necesito.
• Es bonito, y me sienta bien.
• Puedo permitírmelo.
• ¿Y por qué no?

Tal como el tentador sugiere, podríamos pensar que la multiplicación de los bienes en el mercado resolvería los
problemas del mundo.

Si convertimos las piedras (materias primas) en pan, el problema queda resuelto.

Se trata de la producción de bienes y servicios a discreción. ¡Qué haya para todos! ¡No va más!
Sin embargo, la situación actual es muy distinta y cada vez más crítica.

El planeta entero está siendo esquilmado en sus recursos naturales por la carrera desenfrenada en la que todos
deseamos convertirnos en consumidores y poseedores de objetos de consumo: piedras transformadas en panes, por
más que la mayoría de estos objetos se vuelven pronto inservibles por carentes de interés real, más allá de la primera
fascinación.

La moderna agricultura que ofrece excedentes formidables de alimentos, (incluso permite fabricar combustibles a
partir de ellos) no alimenta a los habitantes del planeta, y siguen siendo cientos de millones los que continúan
muriendo de hambre.

La explicación no es económica ni tecnológica, sino psicológica.

Radica en el hecho de que tener más bienes no conduce a un mayor reparto sino a una mayor acumulación, es decir,
a una paulatina extensión de las fortunas y al incremento real de las distancias entre ricos y pobres.

No es la escasez de recursos la que nos obliga a rivalizar, sino al revés. Es la rivalidad por los objetos que otros
desean la que lleva tanto a la escasez, como a la acumulación. Ambos fenómenos no son contradictorios, sino dos
caras del mismo efecto mimético.

Nuestra tendencia mutua a imitar los deseos de los demás y a rivalizar con ellos por lo mismos bienes cuando los
anhelan, construye la escasez.

La solución, pasa por sortear la tentación de la acumulación para llegar al ser. Esa solución no puede proceder sino
de una renuncia al deseo de apropiación como forma de llegar a ser alguien.

Pero esta solución no es evidente para todos. Aún menos lo es de manera simultánea.

La experiencia nos muestra que la sobreabundancia de bienes, si no va acompañada de una expresa renuncia a
competir por ellos o apropiarse de ellos, no conduce sino a que los bienes se acumulen en manos de unos pocos. Esa
ha sido la opción de un modelo agotante y ya agotado que ha desembocado en la crisis actual. La tentación de la
producción desaforada no ha resuelto, sino agravado, los desequilibrios y la desigualdad. No es cierto que la marea
levante a todos los barcos, sino más bien que sólo levanta a algunos, y a esos, cada vez más alto.

Tampoco han servido las soluciones socializadoras que ya ensayó el marxismo, en el sentido de prohibir y contener,
mediante las diferentes dictaduras del proletariado, los deseos de los agentes.

El resultado del sacrificio de todos a la vez transformó pronto a las sociedades, que ensayaron esos modelos, en
pobres de facto, aunque no de espíritu. Esto último las condenó históricamente al resentimiento, a la envidia, al
conflicto larvado y finalmente a implosionar por el efecto del propio mimetismo de los agentes, que no pudo
aguantarse más tras las barreras represivas.

¿Tiene algo de extraño el modo extremo de reaccionar de muchos de estos países, tras la caída de los diferentes
telones de acero políticos y económicos, y el modo de alcanzar a toda velocidad las peores fórmulas del más salvaje
capitalismo?

El desarrollo de la economía rusa o china de los últimos años, prueba que el tema del deseo de apropiación no hizo
más que reprimirse o contenerse, a través de la violencia, durante décadas. Pero siguió latente.

Una vez que esa violencia no pudo seguir conteniendo la rivalidad, ésta reventó en forma de un formidable Big Bang
económico, que pronto ha adelantado por la derecha a todas las demás naciones.

La imitación automática y no consciente del deseo de apropiación del otro, explica que cada uno termine siendo
competidor o rival a la hora de perseguir apropiarse de los mismos bienes, y explica que el proceso de apropiarse de
cosas o consumir no termine nunca. Eso y no otra cosa, es lo que denominamos mercado. En ese sentido, es el
mercado el que contiene nuestra violencia mutua a través de la invención del valor de cambio que es la moneda.
Nuestra máquina mimética interior nos transforma en insaciables autómatas del consumo de todo aquello que los
demás desean (realmente) o creemos que desean (de manera ficticia).

Con ello, el proceso de consumir se transforma en un infierno y en una guerra de nunca acabar de estar satisfechos
con aquellos bienes que adquirimos, pues desde el momento que otros desean otras cosas, otros bienes, dirigimos
nuestra atención a desear esas cosas o bienes.

La rotación se vuelve así infinita. Con ella la diversificación de productos o servicios, cada vez más exclusivos, o
más genuinos, y a la vez más estándares.

El proceso garantiza una desidia y un temprano aburrimiento de todo, al mismo tiempo que asegura la depredación
del planeta entero.

De este modo, la desviación hacia la falsa trascendencia basada en la ambición propia del tener para ser, nos
convierte en seguros consumidores de bienes que otros nos marcan como deseables.

Ese consumo asegura, con el tiempo, la acumulación de la riqueza en algunas manos, y el que los seres humanos
vivan su relación con los demás en términos económicos, es decir, en una guerra de todos contra todos que se
traslada al ámbito de las relaciones sociales, familiares, escolares, profesionales y que da lugar a la competitividad.

Tan sólo ese gran invento contra la guerra de todos contra todos, el mercado, puede conjurar, de manera
momentánea, la destrucción mutua que termina garantizando el proceso mimético.

Eternos insatisfechos, eternos consumidores de recursos y eternos rivales entre nosotros, en la guerra de nunca
acabar por obtener y acaparar aquello que los demás desean a su vez.

La metafísica bajo la ambición y la riqueza


El deseo de llegar a ser desde la apropiación de cosas, termina para muchas personas destacándose y
desencarnándose de los objetos y de los modelos de deseo, y se hace, entonces, abstracto e impersonal.

Se trata del deseo de ser rico.

Desear ser rico en nuestra sociedad es fácil desde la imitación de un deseo que miles o millones de seres humanos
desean a la vez.

Ser rico equivale a situarse de manera permanente en la falsa posición del que ya ha llegado al ser trascendente.

Esto explica la compulsión de una mayoría por alcanzar la riqueza por un lado, y el hastío de la vaciedad y el
hartazgo de los pocos que ya lo han conseguido, por otro.

Muy pocas personas son capaces de imaginar el infierno existencial que aguarda a aquellos que, habiendo llegado
ahí arriba, al final de esa carrera, constatan que, tampoco en la amplia acumulación y la apropiación de riquezas y
bienes alcanzada, se encuentra aquella plenitud existencial que el tentador prometía.

Ser rico puede compararse, a nivel existencial, a la constatación de haber llegado el primero en una carrera y
verificar con enorme congoja que, en realidad, uno todavía no ha tomado la salida. De ahí el llanto y rechinar de
dientes consiguientes, es decir, un grado de frustración permanente que nada ni nadie es capaz de terminar de
calmar.

Ser rico significa acercarse peligrosamente al momento en que constataremos con horror que, detrás de la
apropiación de cosas o de la posibilidad de imitar los deseos de casi cualquier otro ser humano, no se encuentra
ninguna plenitud, autonomía, o realización del ser alguien que prometía el tentador.

El desolador panorama que el rico percibe, desde la atalaya de la cima de su éxito económico, se transforma en una
terrible desesperación existencial en el momento que contempla todo lo que ha tenido que sacrificar para ello, sin
obtener a cambio lo que le prometía el tentado, es decir, la plenitud existencial.

Llegado este momento suele ser demasiado tarde para él.

Su hambre existencial de llegar a ser ha quedado saciada por una falsa forma de trascender que le lleva al
sufrimiento de una insatisfacción permanente. Ésta se convierte en un mecanismo prometéico de búsqueda de
nuevas posesiones y de un intento acumulador sin fin. Nada hay comparable al frenesí del rico por aumentar su
riqueza.

Nada hay más absurdo que su incapacidad de disfrutar de la riqueza alcanzada.

Ningún terror es comparable al que le nace de la idea de perder aquello que ha adquirido.

Debido a todo ello, ninguna tacañería es más proverbial que la de aquellos que más tienen…

La incapacidad para salir de ese círculo es notoria. Su afán le ha conducido, por fin, a llegar al lugar que deseaba. Un
lugar en el que existencialmente no hay nada. Tampoco ahí estaba el SER prometido por el tentador.

El rico sabe que ha llegado a ese lugar y que allí no hay nada. Está saciado, aunque sigue teniendo hambre.

Aún él tiene alguna (aunque pequeña) probabilidad de salir de la aporía desde la constatación de la sinrazón y del
vacío manifiesto.

Pero ¿qué les ocurre al resto de los que no han llegado y se encuentran en tránsito hacia la cumbre a diferentes
alturas?

Ellos arrastran una situación mucho peor.

Quienes aún no han alcanzado la riqueza, pero lo están consiguiendo, son los que tienen el peor pronóstico.

Se trata de la mayoría de nosotros.

Un grupo que está llamado a morirse sin haber despertado, creyendo, además, que ha fracasado por no haber
alcanzado la plenitud existencial, que prometía la acumulación de cosas y bienes que nunca conseguirá.

Los bienes y recursos materiales son necesarios para el ser humano, pero no son los que le pueden proporcionar el
ser o la plenitud existencial, tal y como promete la segunda tentación.

Por ello, el propio Evangelio advierte que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico
alcance el Reinado de Dios, es decir, la felicidad en esta tierra.

No es ninguna maldición.

Tan sólo la descripción técnica de lo que psicológicamente le espera al rico al final de un camino que él mismo ha
elegido.

La tercera tentación del liderazgo: el falso camino al ser a través del


sometimiento, la abdicación a la propia libertad y la identificación con otro
«Llevándole el diablo a un monte altísimo, le mostró todos los reinos del mundo con todo su poder y su gloria y le dijo:

–“Todo esto es mío y lo doy a quien yo quiero. Te daré todo esto si te postras ante mí y te sometes a mí”».
Evangelio de Mateo, 4, 8

Si la primera tentación existencial requería en el ser humano el intento de postularse como modelo de seducción y
encantamiento de los demás, fascinándolos y dejándolos admirados, la última consiste en la inversión de este
mecanismo.

Se trata de renunciar a la propia personalidad y convertirse en un seguidor ciego, en un adorador, en un fanático


partidario.

Si todo deseo es un deseo según el otro, tal y como ya se ha indicado, la tercera tentación consiste en transformarse
directamente en otro, querer ser el otro, a través de una total identificación con su personalidad, su proyecto, sus
ideas, sus opciones, su filosofía, su forma de ser.

Convertirse en el clon de otro pasa por rendir homenaje y pleitesía y adorar a esa persona, esto es, querer ser ella.

El otro ser humano se convierte así, para mí, en un ídolo, en alguien literalmente idolatrado. Se trata de un programa
de renuncia a la propia individualidad.

Una abducción psicológica que tiende a borrar la personalidad, la capacidad crítica y hasta la misma racionalidad en
aras de esa transformación más rápida o más lenta en el otro.

El premio que reserva esta tercera tentación no es pequeño.

Lo que el tentador promete con ella es, nada más y nada menos, el poder político absoluto, el dominio sobre los
reinos y organizaciones del mundo entero.

Para gobernar esos imperios y organizaciones basta con un solo requisito: es necesaria una transformación paulatina
en uno de ellos.

Uno de esos dirigentes a los que es necesario adorar para identificarse totalmente con ellos.

De este modo, la última de las posibles desviaciones de la trascendencia consiste en transformarse en aquel,
mediante el proceso de idolatrar y adorar, para llegar a ser alguien.

El programa pasa por aceptar la obediencia, el liderazgo y la posición de subordinación y, con ellos, renunciar a la
propia capacidad crítica de pensar y de juzgar ética o moralmente las cosas, dejando abandonadas estas facultades en
manos de otro ser humano.

Todo esto no es sino una descripción meticulosa y profunda de cómo se llega al seguidismo característico del
denominado espíritu partidario, a la disciplina del partido, a los códigos de honor, y al pacto de silencio [omertá]
obligatorio respecto al clan, al partido, a la nación o a la religión.

La identificación y sumisión ciega al dictado del propio grupo de referencia anula la propia personalidad y
capacidad crítica de todo individuo que aspira a la integración.

Con ello logra ser aceptado, pertenecer, ser miembro pleno del clan, estar en la pomada, y sobre todo participar de
los beneficios y privilegios del grupo dominante y del estado a favor del equilibrio dominante [statu quo] de esa
organización.

El proceso psicológico de identificación consigue que los individuos lleguen incluso a imitar los modos, las formas
y maneras y hasta los gestos de los que aceptan como líderes o modelos de identificación.

Se mimetizan en ellos adoptando, a veces, de forma grotesca, la mera apariencia externa.

No sólo ocurre esto a un nivel externo y formal, sino también interiormente.

Aceptan los valores, la ideología, los prejuicios y hasta la doctrina social, económica o política de sus modelos.

Por eso, aceptar el dominio y la ascendencia ética o moral sobre nosotros de otros, significa renunciar a la libertad
característica como seres humanos.
Una libertad que se intercambia con tal de conseguir la aprobación del grupo o clan, y así sentirse miembro relevante
y parte del cuerpo social de los que dominan.

Tal es el sentido literal del corporativismo, transformarse en una parte de ese cuerpo para gozar y disfrutar de sus
beneficios y privilegios propios del dominio.

Se consuma de esta forma la venta de nuestra libertad como seres humanos a cambio de una militancia en el partido,
en la ideología, la nación, la religión o cualquier otra organización que ayude a llenar el propio vacío a través de la
identificación con ese otro, siempre más grande y más poderoso (todo esto es mío y se lo doy a quien yo quiera) al
que hay que adorar para convertirse en alguien semejante.

Para ello tan sólo hay que rendirle homenaje, querer ser el otro. Transformarse en parte del otro a cambio de gozar
del calor y del soporte emocional que ofrece el pertenecer y ser acogido por los clanes dominantes correspondientes.

Por eso, cualquier ser humano que resiste a la tentación de la identificación y decide seguir siendo libre, conoce, más
tarde o más temprano, la experiencia de que no tiene dónde sentar la cabeza, es decir, no dispone de clan o grupo de
identificación alguno.

Estos grupos siempre exigen un tributo, en forma de renuncia expresa, a la libertad y a la propia individualidad.

En el mundo actual, las pertenencias se difuminan cada vez más por el efecto antisacrificial de una caída de todas
las barreras sociales, causada, principalmente, por la extensión de los valores del cristianismo histórico y sus
derivaciones filosóficas y humanizadoras en la sociedad.

El ser humano, en la constatación de su vacío, se encuentra en permanente busca y captura de alguien a quien
agarrarse (individuo o grupo) y de algo a lo que pertenecer y en lo que militar.

Algo que le permita identificarse y a lo que someterse totalmente para llegar a ser.

Son cada vez más los que, no soportando el debilitamiento imparable de los esquemas de pertenencia tradicionales:
a la familia, la región, la nación, la religión o el partido, practican huidas hacia adelante que les anegan en el magma
fusionante de cualquier grupo, clan o secta, que les permitan militar para ser alguien y reencontrar así la pertenencia
perdida.

Hay que destacar que este tipo de militancia no puede practicarse, sino a costa de la propia libertad y felicidad.

A partir de este momento, el adepto es dirigido y controlado a distancia por los dirigentes del grupo, o por el efecto
mimético, siempre más poderoso, de las expectativas del mismo grupo o clan.

Esa exigencia de arrinconar y extinguir en sus miembros toda individualidad, se consigue por estos grupos a través
de un rechazo y un bloqueo en la aceptación de nuevos miembros.

A éstos, se les pide requisitos cada vez más difíciles para ingresar y se les asignan duros períodos iniciáticos y
probatorios, que sirven para incrementar la disonancia cognitiva y consiguientemente la valoración y la cotización
de lo que vale la militancia en ese grupo.

No es extraño que aparezcan fenómenos, que la psicología ha identificado, como el celo del recién iniciado o el
furor del neoconverso.

La esclavitud del liderazgo vista desde el mimetismo


Aunque más adelante se analizará el efecto de los mecanismos de obediencia a la autoridad, éste es el momento en
que cabe realizar una primera formulación sobre el carácter tóxico de los sistemas jerarquizados y piramidales, que
caracterizan a nuestras organizaciones.
Es un hecho evidente que muchos aspiran a integrarse en esos grupos de dominio, para, ascendiendo y
promocionando en ellos, alcanzar una situación de poder desde la que, supuestamente y por fin, podrán ser libres y
ser ellos mismos, libres de los dictados de otros a los que ya no tendrán que adorar o rendir pleitesía.

Sin embargo, un análisis detallado de la realidad nos permite verificar que no hay tal.

Son muchos los presidentes, directores generales, y directivos de primer nivel cuya experiencia de todos los días,
desmiente el que hayan podido siquiera haber alcanzado esa pretendida libertad.

Suelen protestar por el hecho de que, después de lo que han tenido que hacer para llegar hasta ahí, ellos mismos
tampoco son, al fin y a la postre, libres.

Siguen teniendo que adaptarse a lo que se espera de ellos por parte de otros. Unas sutiles pero firmes barreras de tipo
mimético son las horcas caudinas por las que han de pasar estos directivos.

La cuestión es verificar hasta dónde llega la libertad del que asume el mando, como dirigente supremo. Dicho de
otro modo, si es verdad que el dominio supremo proporciona la autonomía y la plenitud del ser prometida.

El análisis de situaciones históricas y de la política viene en nuestra ayuda mostrando lo que ocurre una y otra vez
con los que adquieren el dominio supremo.

En la cúspide de los sistemas de obediencia jerárquicos basados en las identificaciones seguidistas, que ya hemos
analizado, solemos encontrar a un agente que se transforma en el títere mimético de la multitud, el pueblo, la opinión
pública, los accionistas, los clientes, etc.

Incluso el gobernante más dictatorial que, creyéndose por encima de la masa gobernada, desprecia a ésta, no tiene
más remedio que gobernarla de un modo despótico y cruel para mantenerla a raya.

No le queda otra opción si quiere seguir en el cargo.

Lo que nos transmite al final esta tercera tentación del liderazgo basado en la identificación y en el efecto del
dominio sobre otros, es que el que manda es, al final, siervo y esclavo de otros, aunque viva en la ficción contraria.

La lógica interna de todos los sistemas de poder y dominio no puede consistir sino en mantenerse en el poder sea
como sea y, al final, a costa de quien sea.

Esta lógica se impone finalmente en todas las ocasiones cuando el poder de turno, para mantenerse, confirma la
necesidad de sacrificar a seres humanos.

La lógica del poder deriva siempre de la racionalidad instrumental, entendida desde el fin absoluto, que consiste en
mantenerse a toda costa en él.

A ese fin absolutizante cabe oponer medios más o menos inmorales para conseguirlo, pero que adquieren su carácter
moral o lícito desde el paradigma justificativo anterior.

Debido a eso, se dijo que el poder corrompe y que el poder absoluto corrompe absolutamente a quien lo detenta.

El Evangelio lo dice muy claramente a través de esta tentación que no es sino una gran parábola: quien acepta adorar
al rey de este mundo (el diablo) para obtener el poder y el dominio, se transforma en su adorador, en su imitador y, a
la postre, en su clon. En un diablo más.

La lógica del poder es siempre de tipo sacrificial, en la medida que consagra el falso mantra de que conviene que un
hombre muera para que no perezca todo el pueblo.

Por supuesto, eso es falso. Lo que puede perecer en caso de no sacrificar m no es el pueblo, sino la situación de
dominio. Algo que no es aceptable desde la mínima lógica.
El liderazgo tóxico constituye, a la postre, un tipo de posición de dominio que por su propia naturaleza no puede ser
más que sacrificial y conducir así, en mayor o menor medida, a la generación de víctimas.

La desviada trascendencia de los seres humanos a la búsqueda de señor al que servir, se convierte hoy en día en una
actitud muy extendida en el gobierno de organizaciones y grupos humanos.

Es un tipo de corriente dominante entre muchos dirigentes empresariales, que han llegado a la cínica conclusión de
que no hay otro modo de dirigir y liderar a las personas que elegir entre la alternativa de sacrificar o ser sacrificado.

En esa disyuntiva lo tienen claro.

El líder más tóxico suele ser siempre alguien que hace tiempo ha optado por sacrificar a otros para no ser
sacrificado el mismo.
Segunda parte
El miedo en la organización y sus efectos
3

De cómo el miedo, la indiferencia y el ansia del éxito conducen al lado


oscuro del liderazgo

«En el mundo sólo hay dos fuerzas que mueven al hombre:


el éxito y el miedo».
Napoleón.

«El miedo a perder un trabajo significa hoy todo para un ser humano.
La imposibilidad de hablar del mismo sufrimiento por el miedo generalizado y la guerra de todos contra todos, convierten el clima laboral actual en uno de
los más tóxicos que se hayan dado jamás en la historia del hombre».
Christophe Dejours, Souffrance en France

«Las personas normales, simplemente haciendo su trabajo, y sin ninguna hostilidad ni animadversión particular, pueden convertirse en agentes activos y
voluntarios de procesos destructivos terribles.
Incluso cuando los efectos destructivos de su trabajo se vuelven patentemente claros, y se les solicita continuar practicando actos incompatibles con los
estándares fundamentales de la moral, muy pocas personas poseen los recursos necesarios para poder resistir a una autoridad».
Stanley Milgram, La obediencia a la autoridad

¿Alguien dijo miedo directivo?


Se ha hablado mucho del miedo que existe en las organizaciones.

El miedo atenaza a los trabajadores y a los subordinados, pero casi nadie se refiere al miedo que suelen experimentar
en sus carreras profesionales los directivos.

Y sin embargo, éste resulta ser uno de los asuntos esenciales que ocupan la mente de éstos durante buena parte de su
actividad laboral.

Es creciente el número de directivos que viven con miedo y se sienten amenazados en las posiciones de poder que
han alcanzado.

A las angustias y afanes habituales de cara a poder obtener la anhelada promoción, suele suceder la experiencia del
miedo a perder aquella posición ya ganada.

Se instala así una mentalidad de asedio en el directivo que lo ha conseguido. Están ahí afuera, y vienen a por mí.
Esta mentalidad se convierte pronto en una posición en el mundo de tipo paranoide.

Muchos directivos narcisistas, faltos de autoestima en el nivel más profundo, creen que han sido promocionados
indebidamente por causa del azar, la mera casualidad, o por otras razones que les suelen hacer sentirse, a la postre,
inmerecidos partícipes del poder organizativo.

El miedo es, por todo ello, un poderoso modulador del comportamiento del directivo. Produce todo tipo de efectos
secundarios.

Uno de ellos es la parálisis por análisis.

La parálisis por análisis no es sino un mecanismo de defensa que produce la ralentización de la toma de decisiones,
y que se manifiesta por un desmedido afán de controlarlo y chequearlo todo una y otra vez hasta que todo quede
atado y bien atado.
Es necesario volverlo a ver, darle otra vuelta, en la medida que nunca ningún trabajo o proyecto se presenta como
suficientemente perfecto como para no provocar una sensación de amenaza.

El miedo atenaza y vuelve paralíticos a muchos directivos que se convierten así en líderes que dejan hacer [laissez
faire], es decir, dimisionarios. Es preferible para éstos no hablar por no pecar. Dejar que las situaciones se pudran
por no poder actuar debido al miedo.

La misma reticencia a hablar del miedo que sienten los directivos procede de un auténtico tabú social y psicológico
en el mundo de la empresa. El temor reprimido continuamente se convierte pronto en pánico y en todo tipo de
efectos que distorsionan la función directiva.

Este proceso convierte a los directivos en doblemente víctimas. Por un lado, resultan víctimas de una negación
intelectual y técnica de uno de sus problemas y riesgos profesionales más característicos, y por otro, son víctimas
por tener que sufrir en silencio un tipo de soledad propia y característica de todos aquellos que detentan el poder.

Esa es la denominada soledad del directivo.

No puede permitirse mostrar miedo en ninguna circunstancia ni menos aún recabar ayuda personal o profesional
para superar ese miedo. Se le supone un valor o fortaleza viril (los hombres no lloran) que le lleva a superar el
miedo, fundamentalmente, a base de reprimir este sentimiento.

El análisis cualitativo y cuantitativo de más de 1.000 directivos8 nos ha permitido enumerar los principales tipos de
miedos que refieren éstos en su trabajo diario. Son los siguientes:
• Miedo a mostrar sentimientos que les hagan parecer débiles ante los demás y, por tanto, directivos blandos o
sin carácter.
• Miedo a perder la autoridad y a la pérdida de poder dentro de la empresa.
• Miedo a que sus propios subordinados les tomen el pelo.
• Miedo a que los subordinados se burlen de debilidades y carencias profesionales si éstas se llegan a evidenciar
o reconocer.
• Miedo a transmitir información, por temer la pérdida de la ventaja que supone el conocimiento.
• Miedo a que se piense que no están suficientemente formados o capacitados y, por tanto, que son incapaces o
torpes.
• Miedo a que se piense que son incapaces de realizar su trabajo como supervisores.
• Miedo a que su capacidad no alcance para guiar y formar suficientemente a sus subordinados.
• Miedo a las intrigas de empleados con los que no cuentan o que no están preparados.
• Miedo a que los subordinados no reconozcan o cuestionen públicamente su liderazgo o posición jerárquica.
• Miedo a que determinados subordinados especialmente capaces o diestros les adelanten y pongan en peligro su
puesto.

La ausencia de evaluación del daño psicológico ocasionado por el miedo de los directivos, resulta en las
organizaciones un problema de primer orden. Aunque es técnicamente posible evaluar el miedo en las
organizaciones como un factor de riesgo psicosocial específico, ello no se hace.

Vivir con miedo es vivir a medias


Vivir con miedo es vivir a medias y la mayoría de los directivos se encuentran transidos de temor, y amenazados por
la indefensión y el daño psicológico que el miedo produce en el organismo a medio plazo.

La mayoría de los estudios sobre capacidad directiva y liderazgo en nuestro país, presentan una sistemática
exclusión de la evaluación del miedo entre los directivos. Ni está ni se le espera, entre los indicadores de riesgo de la
gestión.

El miedo en los directivos resulta inadmisiblemente ninguneado como factor irrelevante a efectos del análisis del
comportamiento directivo.

En los datos que hemos podido recabar desde los estudios Cisneros, el miedo es uno de los estresores más relevantes
a la hora de explicar el nivel de estrés laboral de un trabajador.

En el caso de los directivos, el miedo es un agente principal de daño, por encima de otros que suelen recabar mayor
atención en los estudios, como son: la conflictividad, el mal clima laboral o la ausencia de capacitación para el
ejercicio del puesto.

La revolución en la función directiva debe partir de asumir y reconocer este secreto a voces, que significa la soledad
habitual de los que detentan el poder en las organizaciones.

De esta soledad se deriva el problema de autismo y los síndromes presidenciales que sufren, tarde o temprano, todos
aquellos que ocupan la cúspide de las pirámides de todo tipo de organizaciones empresariales, sociales o políticas.

El miedo lleva a la negación y al disimulo. Éste requiere un progresivo aislamiento de los demás para mantener el
tipo y la apariencia de dureza, seguridad, decisión y resolución. El resultado es una creciente introversión y bizarría
en los modos directivos que, además, muchos, equivocadamente, confundirán con carácter, genio, o personalidad.

El proceso desde el miedo organizativo hacia la paranoia directiva


La dificultad de crear redes sociales significativas de apoyo alrededor de quien detenta el poder se explica muy
claramente desde el análisis del factor miedo.

El miedo lleva al directivo a cerrarse en sí mismo al no poder mostrarse como realmente es, ni reconocer su
vulnerabilidad ante los demás.

Debido a ello, el directivo a la defensiva termina siendo directivo a la ofensiva, es decir, alguien cuya actitud genera
enormes dosis de sufrimiento a su alrededor a causa de su actitud.

La imposibilidad de reconocer la propia vulnerabilidad le condena a no poder confiar en nadie.

Al no poder fiarse de nadie, vive en la continuada alerta o sospecha respecto a todos los que le rodean, que, de este
modo, se convierten en potenciales enemigos.

Todo a partir de ahí es evaluado en términos de la mayor suspicacia en la interpretación de los hechos y de las
ambigüedades de las situaciones profesionales que viven a diario.

Esta actitud es calificada en psicología como actitud o posición paranoide. Llegados a este punto, estos directivos no
confían en su gente, y dan por sentado que todos intentarán dañarles, explotarles o engañarles en cuanto tengan
ocasión.

Cuestionan por ello, sin base alguna, la lealtad y fidelidad de los demás, y son reticentes a las confidencias por temor
a que dicha información sea utilizada en su contra.

Se vuelven personas tensas, cautelosas e hipervigilantes y examinan constantemente su entorno a la busca y captura
de los menores indicios de posibles ataques, engaños, conspiraciones y traiciones.

A partir de los sucesos banales que interpretan como amenazas, reaccionan rápidamente de forma exagerada, se
enfurecen y responden mediante ira, agresividad y conductas de ataque.
Se vuelven incapaces de perdonar, olvidar los incidentes, interpretar correctamente los malos entendidos y las
ambigüedades en las relaciones y desarrollan y mantienen un resentimiento duradero hacia los demás.

Cualquier comentario trivial o inocente es sentido y vivido subjetivamente como ofensivo, o como un intento de
perjudicar.

Los procesos de intenciones escalan a toda velocidad y muy pronto, este tipo de directivos adoptan una posición de
alerta continuada, a la espera de ataques por todos los flancos. Una mirada, un gesto, o las palabras de un correo
electrónico mal entendidas, terminan convirtiéndose en motivo de disputa [casus belli].

Los subordinados son sistemáticamente monitorizados dentro de una campaña permanente de búsqueda de pruebas
de fidelidad personal [ad personam], de la que nunca, el directivo afectado, obtiene suficiente cantidad para
detenerse en su empeño.

La forma de pensar característica del directivo paranoide


Los directivos paranoides se caracterizan por una serie de patrones cognitivos habituales, procedentes de formas
rígidas de un pensamiento resistente a la realidad. Entre esos patrones figuran los siguientes9:
• Piensa mal y acertarás.
• Las personas son generalmente hostiles.
• Si una persona se muestra amistosa, lo que busca realmente es utilizarte.
• Si descubren cosas acerca de ti, las utilizarán en contra.
• La gente jamás es sincera.
• La gente se aprovecha de uno si se le da la oportunidad.
• Si se deja a las personas que se acerquen demasiado, te traicionan.
• Las personas tratan de rebajarte o humillarte siempre que pueden.
• No se debe confiar en los demás, sino sólo en uno mismo.
• Es necesario estar permanentemente alerta y en guardia.
• La gente actúa siempre por motivaciones ocultas.
• Si uno se muestra condescendiente o tolerante, le atacan.
• La gente siempre intenta manipular.
• Un comportamiento amistoso encubre intenciones de manipulación.
• Es necesario guardar las distancias para evitar el abuso de confianza.
• No resulta seguro fiarse de las personas.
• Pedir ideas a otros es manifestar debilidad o incompetencia.
• Un jefe debe ser duro si no quiere que se le suban a las barbas.
• No conviene dar confianza a las personas, pues luego abusan de ella.
• La participación es abdicación de la autoridad.

El miedo directivo explica un antiguo dato de la investigación en la literatura sobre gestión procedente de la
experiencia de formación con directivos: los niveles de paranoidismo, evaluables a través de escalas psicométricas,
se incrementan con el mayor nivel y posición alcanzados en la pirámide organizativa.

En otras palabras, cuanto más arriba se encuentra un directivo, mayor es la probabilidad de alcanzar niveles
significativos de paranoia.
Los 20 signos que delatan al directivo paranoide10
1. Tiene una visión del mundo deformada en la que todo el mundo va a por él y pretende perjudicarle, ofenderle,
molestarle o rebajarle.

2. Es casi impermeable a los datos que ofrece la realidad: interpreta las ambigüedades de las relaciones
interpersonales de manera ofensiva y amenazante para él. Todos cuantos le rodean tienen una intencionalidad
aviesa e intentan perjudicarle.

3. Los comportamientos éticos, benevolentes o proactivos de los demás son percibidos como falsos o simulados
intentos de manipulación. Encubren siempre una doble intención.

4. Presenta un cuasi delirio de persecución. Hace encajar todos los datos interpretándolos de manera que
confirmen su percepción paranoide de la realidad. Es imposible hacerle ver de forma racional el error en sus
interpretaciones.

5. Es incapaz de tener amigos al no poder fiarse de ellos. Defrauda una y otra vez la confianza que se deposita en
él.

6. Sospecha de forma sistemática de sus colaboradores que son sistemáticamente monitorizados, seguidos,
vigilados de cerca, o sometidos a pruebas de fidelidad.

7. Encuentra confirmaciones por doquier del carácter malintencionado, perverso y negativo de las personas que le
rodean y de la humanidad en general.

8. Interpreta de forma negativa y ofensiva los comentarios inocentes, triviales o inocuos de terceros.

9. Desencadena ataques preventivos contra todos aquellos que cree que pueden perjudicarle.

10. Recuerda constantemente ofensas y agravios del pasado y se manifiesta con un continuo resentimiento y con
voluntad de venganza.

11. Se muestra hipersensible y suspicaz a todo comentario que otros formulen sobre él.

12. Es inasequible a las buenas intenciones de los demás y las juzga como intentos interesados de obtener algo.

13. Suele diseñar sistemas paranoides de espionaje, control, grabación y monitorización perversa para intentar
cazar o sorprender a los demás, especialmente a sus subordinados.

14. Es poco proclive a hablar de sí mismo o de sus opiniones sobre problemas del trabajo, pensando que todo
podría ser utilizado contra él por sus enemigos.

15. Se comporta de manera ofensiva e irrespetuosa con todos los demás: a los que interpreta como con ánimo de
rebajarle y atacarle.

16. Despliega un estilo de dirección autoritario como forma de no dar concesiones o no mostrar debilidad frente a
los subordinados, que siempre acechan para perjudicarle.

17. Huye del diálogo como una forma de abdicación de la autoridad de un jefe. El debate y la diferencia de
opiniones le amenazan por lo que impone el pensamiento único o unidad doctrinal. Al que disiente se le envía
al ostracismo.

18. Es incapaz de afecto y amor hacia otros por no poder mostrar vulnerabilidad hacia sus seres queridos: por
ejemplo, su pareja. Sus relaciones de pareja suelen ser de mera conveniencia aparente. Con el tiempo, se
convierte en una relación puramente formal desprovista de toda afectividad.
19. Con el tiempo, suelen presentar delirios y alteraciones importantes de la realidad que les convierten en
frecuentes pacientes psiquiátricos.

20. Se trata de un tipo de cuadro muy rebelde al tratamiento psicológico y con muy mal pronóstico, en la medida
en que todo cuanto le ocurre es sistemáticamente sesgado y reinterpretado por su cuasi delirio.

¿Estrés directivo o miedo cronificado?


La aparición de los daños psicológicos procedentes del miedo no es inmediata sino mediata.

Suele ser la repetida y consuetudinaria vivencia en el temor, la angustia, la sensación de amenaza y la inseguridad
sobre un período de tiempo largo lo que conduce a un directivo a una indefensión psicológica.

El daño puede aparecer meses o incluso años después de una aparente aclimatación a esa vivencia de miedo
persistente.

El miedo suele ser evaluado como mero estrés directivo, cuando debería afinarse mucho más en el diagnóstico real.

La obligación que se autoimpone el directivo, amedrentado y atenazado por el miedo de mantener una permanente
alerta e hipervigilancia psíquica, es la responsable de la aparición de los síntomas.

Muchas organizaciones están reguladas por el miedo, a todos los niveles, y se transforman, de éste modo, en
organizaciones psicológicamente tóxicas. Se han acostumbrado a mantener el control, a través del miedo, como
recurso central del sistema interno del estilo de gestión.

Los efectos configuran una perversa forma de Dirección de personas, un estilo de gestión perverso que algunos
hemos denominado neomanagement, dirección por el terror o dirección por amenazas11.

Los efectos del neomanagement o dirección tóxica del terror en la


organización
1. Uso del conflicto como herramienta de gestión de personas. Dividir para vencer. Creación de olas en la mar
calma.

2. Fomento del carácter orgánico y corporativista de los órganos de gobierno corporativo: desarrollo de
nomenklaturas.

3. Empobrecimiento del liderazgo: dirección a-profesional y a la defensiva.

4. Desestructuración y caos en la organización y en la asignación del trabajo.

5. Riesgo de aparición de fenómenos de dimisión interior: estrés, desgaste profesional [burnout], acoso laboral
[mobbing], adicción al trabajo12, etc.

6. Precarización de los recursos humanos: el miedo a perder la posición o el puesto de trabajo como regulador
extrínseco de las relaciones.

7. Imposición y dictadura intelectual: gestión por valores, por competencias, de habilidades emocionales, etc.

8. Imposición de actitudes: cambio de actitudes forzoso: sumisión, adaptabilidad, flexibilidad, versatilidad, como
requisitos actitudinales de los trabajadores.

9. Feudalización de la organización: abusos laborales, derechos de pernada, corrupción, aparición de fenómenos


de acoso laboral y políticas de denuncia de abusos en el entorno laboral [whistleblowing]13.
10. Énfasis y justificación del control y de la necesidad de monitorización y supervisión estrechas (paradoja de
Strickland)14.

11. Distorsión de la comunicación y despliegue de neolingüística. Uso y alteración del significado del lenguaje con
fines de manipulación.

12. Síndrome de Negación Organizacional (SNO): «aquí no pasa nada».

13. Extensión de la indiferencia en las relaciones: pacto de mutua indiferencia y ruptura del sentido de comunidad.

Silencio, se tiembla
El silencio es el resultado del miedo, y siempre resulta ser un potente indicador cualitativo, que podemos utilizar,
para establecer si en una organización los directivos y los demás trabajadores viven con él.

Cuando hay miedo nadie quiere hablar. Nada se sabe, todo termina siendo velado y ocultado. Todo lo que puede ser
relevante permanece oculto y pasa a un tipo de clandestinidad.

Tan pernicioso es el miedo cronificado en los directivos como el hecho de que este miedo no pueda manifestarse
abiertamente, y tenga que internalizarse por cada uno, somatizándose al final en los trabajadores en forma de
enfermedades, que llegan a veces a ser graves. Son las enfermedades del miedo.

El paradigma fuertemente individualista característico de nuestras organizaciones, las convierte en tóxicas, debido a
que pone el origen del problema en la propia víctima del miedo. Siendo todas las personas percibidas como
responsables de sus propias realizaciones, se produce un fenómeno de culpabilización generalizado sobre el propio
miedo.

Vivir con miedo es, de este modo, exclusivamente un problema del individuo atemorizado.

Los directivos también, (¡como no!) son responsables (y por tanto culpables) de sus propios miedos. De ahí que muy
pocos los quieran reconocer ante los demás. Reconocer su miedo es reconocer su culpabilidad. Algo así como
reconocer la cobardía, la debilidad de carácter o la vulnerabilidad que se imputa a quien reconoce el miedo.

Sentir miedo al paro, a la precariedad, a perder la posición social o la calidad de vida propia y de la familia, son
parámetros que se juzgan socialmente como propios de seres débiles, faltos de autoconfianza, de fe en sí mismos.

Algo que resulta especialmente inadmisible en un directivo, al que se le supone valor y capacidad resolutiva y
ejecutiva.

Son percibidos como los directivos que no saben sino aferrarse a su queso desesperadamente. Son ranas que se han
terminado hirviendo, inconscientes del cambio que se operaba a su alrededor.

Toda una literatura tácitamente culpabilizadora se encarga de terminar de inculpar, de este modo, a los directivos
que sienten miedo, que así, van a mantener silencio y una fuerte negación respecto a sus propios sentimientos.

La no-gestión del miedo directivo causa auténticos estragos en las organizaciones. El miedo no confesado se
somatiza y llega a producir una intensa sensación de soledad en los que tienen que dirigir a los equipos humanos.

Nadie cuenta a nadie su propio sufrimiento, avergonzándose de reconocer que sufre una falta de adaptación a un
entorno turbulento.

«Los hombres no lloran» se les suele decir desde pequeños a los varones y con ello se les acostumbra a negar la
propia expresión del daño por el miedo.

Los directivos viriles no deben reconocer que sienten miedo. Y en esta materia, ser una mujer directiva no significa
correr mejor suerte que sus compañeros varones. Ellas deben aclimatarse a la misma toxicidad, que procede de la
clonación mimética de lo peor, que se exige a los directivos varones. Ellas también deben ocultar el hecho central y
básico de su miedo si quieren ser percibidas como efectivas y eficaces líderes empresariales.

Es así como el directivo atenazado por el miedo tiende a vivir, además, con la culpabilidad tácita o explícita de sentir
que es un eslabón débil de la cadena que causa las ineficiencias del sistema organizativo o productivo.

Miedo y estrés en la organización

Las enfermedades que causa el miedo


La única salida que le queda al directivo es la aclimatación a un miedo crónico, eso sí, mediante el pago de un precio
terrible: la manifestación y desarrollo de enfermedades psicosomáticas que funcionan como regulador o válvula
psicológica de escape al miedo de todos los días.

La mayoría de estas enfermedades aparecen en forma de afecciones inespecíficas que no suelen imputarse a causa
laboral y que suelen evaluarse como una contingencia común, es decir, como una enfermedad de origen extralaboral
como pudiera ser la gripe otoñal.

Enfermedades del miedo son, sin duda alguna, muchas de las cardiopatías, alteraciones gastrointestinales,
alteraciones del sueño, crisis de pánico, síndromes posvacacionales, etc. que aquejan crecientemente a los directivos.

Lo mismo ocurre con las depresiones, los cuadros de ansiedad y las raras enfermedades psicosomáticas que suelen
aparecer. Todos son los efectos del miedo en un organismo que no ha encontrado mejor modo de sobrevivir al
mismo, más que expresándolo psicosomáticamente.

Es este miedo, negado y sepultado bajo todo tipo de represiones mentales y sociales, el que termina finalmente
emergiendo como una enfermedad.

Por fin puede expresarse, eso sí, de una forma dramática.

El endurecimiento psicológico como aclimatación al miedo: la


despersonalización, la indiferencia y el embotamiento emocional del directivo
aterrorizado
Muchos directivos que he conocido y tratado como psicólogo, ante el miedo, huyen hacia adelante en sus carreras
profesionales y en sus vidas personales.

Intentan superar ese miedo mediante un endurecimiento afectivo y ético. Buscan preservarse anestesiándose ante la
realidad. Intentan generar una capa de neopreno psicológico con la que conseguir que nada propio ni ajeno pueda
llegar a afectarlos.

El ser duro pasa, además, por ser una de las virtudes directivas, y algo que caracteriza a los ejecutivos más
implacables.

La despersonalización en las relaciones con los demás, no sólo no es la manifestación de un daño emocional
evidente, sino que suele ser percibida como algo ejemplar, una virtud en el sentido literal que tiene de hombría
(virtud del latín vir), algo que siempre permite elevar la cotización interna de la imagen pública de un directivo.

La dureza tiene otra manifestación en forma de indiferencia. La indiferencia causa enorme impacto en los demás
porque se interpreta como el tener personalidad o ser exponente de un elevado control emocional.

El directivo que se muestra indiferente ante los problemas humanos y sociales más sangrantes, pasa por ser alguien
con un total control emocional. Algo que le permite que no le tiemble el pulso ante la toma de decisiones y la
ejecución de éstas.

Desde el momento en que un directivo reacciona defensivamente ante el miedo mediante el acorchamiento
emocional, se sitúa en la actitud de permanecer de perfil y con muy poca disonancia ante las peores prácticas que él
presencia o en las que participa.

El origen de esa indiferencia ética, no es sino el daño que produce el miedo en él.

La dureza emocional que requiere el directivo compelido a sobrevivir a su propio miedo, es reforzada por la
distorsión comunicacional15 o efecto propagandístico interno propio de muchas organizaciones tóxicas, que
presentan esta desafección de muchos de sus directivos de primer nivel en términos de coraje, valor, determinación,
capacidad directiva, o incluso instinto criminal.

Muy pocas son las organizaciones que presumen de tener directivos humanos y humanizadores, comprensivos,
pacientes, o tolerantes.

Todo ello se percibe, en no pocas organizaciones, como una flojera psicológica o incluso una concesión a la
debilidad mental.

El directivo como pieza del engranaje de una cadena de mando


Desde los años setenta, se conoce el modo en que todos somos frecuentemente partícipes de un mecanismo de
«obediencia a la autoridad». Este mecanismo fue descrito a finales de los sesenta por Stanley Milgram. Este
psicólogo explicó el modo en que las personas normales pueden, con bastante facilidad, llegar a involucrarse y a
colaborar activamente en comportamientos inmorales, siempre y cuando piensen que estos actos son ordenados,
solicitados, refrendados o autorizados por personas con algún tipo de autoridad, sobre las que van a descargar la
responsabilidad de sus propios comportamientos.

Cualquier persona normal puede, bajo la influencia de una figura de autoridad, infligir a víctimas inocentes un
terrible castigo, con tal de que el que lo ordena sea percibido como una autoridad competente.

Es un hecho que bajo las órdenes de la autoridad es muy probable que nos comportamos dócilmente descargando,
con toda naturalidad, la responsabilidad del daño que podemos producir en los demás, en la superioridad.

Este mecanismo ha producido en la historia las peores consecuencias para millones de personas.

Pensar que los que mandan saben lo que hacen y que ellos son los verdaderos responsables de lo que cada uno hace
bajo sus órdenes, ha llevado históricamente a personas normales a bombardear poblaciones civiles, fusilar niños,
torturar prisioneros o aplicar todo tipo de soluciones finales.

Esta sumisión ciega a la autoridad es de origen absolutamente inconsciente.


El miedo como factor moralmente alienante y el estado agéntico del directivo
La participación en acciones negativas en la organización, no deja igual que antes a sus cómplices o cooperadores.

Poco a poco, esa participación suele ir minando la calidad moral de los trabajadores que actúan mal, convirtiéndolos
en personas que han abdicado de una valoración ética de los comportamientos propios y ajenos.

El mecanismo de la disonancia cognitiva es el que destruye la capacidad moral del directivo, y el que promueve
cambios decisivos en su personalidad.

Muchas organizaciones, a las que no queda más remedio que calificar como psicológicamente tóxicas, necesitan
para su funcionamiento eficaz enrolar a la mayoría del personal directivo en una cooperación perversa.

Para conseguir esta involucración suelen situar a esos directivos en un estado de transferencia ética o estado
agéntico.

Un estado agéntico se consigue alcanzar, cuando el sistema de autoridad propio de estas organizaciones tóxicas
reemplaza el criterio ético y moral del directivo, que ya no se considera a sí mismo como actuando a partir de sus
propios fines o de su libertad de criterio, sino como un mero agente que ejecuta órdenes superiores que, siente, no
puede incumplir.

Esta transferencia ética hacia arriba en la pirámide jerárquica, produce como efecto práctico la abdicación de toda
responsabilidad moral respecto a los propios comportamientos directivos.

Las peores actuaciones directivas pueden resultar justificadas en base a la mera obediencia a los dictados de otros, a
los que se atribuye la responsabilidad última de los efectos perversos que esas actuaciones significan para muchos.

Los directivos de estas organizaciones se redefinen éticamente, de este modo, como instrumentos de ejecución de
otros. «Tan sólo cumplo órdenes».

Terminan enajenándose de su propia cualidad como seres morales, sujetos de deberes y obligaciones para con los
demás.

Ejecutar fielmente, y con puntualidad y exactitud de reloj, las acciones que le son ordenadas por la autoridad
superior, es entonces el objeto de un celo y un tipo de cumplimiento literal.

El celo técnico hace desplazar el sentido de responsabilidad hacia arriba. La distorsión que se practica en estas
organizaciones acude en ayuda para tratar de acallar todo posible escrúpulo moral del directivo.

De este modo, se habla de fidelidad, sentido del deber, disciplina, o lealtad como términos que ayudan a acallar la
posible mala conciencia del agente en plena transferencia ética. «Yo sólo soy un mandado».

La inducción al estado agéntico generalizado en los directivos y mandos intermedios es el resultado más logrado de
una organización psicológicamente tóxica.

A partir del momento en que los directivos y la línea de mando entera entran en estado agéntico, puede conseguirse
prácticamente cualquier cosa de ellos por muy estrambótico, ilegal o inmoral que ello pueda resultar para cualquier
ser humano.

La presión del entorno colabora a mantener prietas las filas.

El hecho de que todos los demás hacen lo mismo proporciona una consolación y la confirmación de que lo que se
hace puede ser aceptable y de hecho, lo es.

Si alguien cuestiona este modo de funcionar, realiza críticas o manifiesta escrúpulos morales, corre el peligro de
resultar inmediatamente victimizado, convirtiéndose en un verdadero chivo expiatorio del resto de los alienados
agentes.

Éstos, a su vez, necesitarán eliminar a la fuente de la posible disonancia.

El mecanismo de transferencia agéntico es el responsable de un cambio gradual e imperceptible que se opera en el


esquema moral del directivo, y de cambios permanentes observables en su propia personalidad.

Estos cambios proceden de la creciente disonancia entre la necesidad básica en todo ser humano de mantener una
buena opinión de uno mismo, y los actos dudosamente morales ejecutados, por ser ordenados por parte de la
autoridad.

El malestar psicológico intenso surge y el directivo no puede resolverlo sino a costa de generar una vivencia
alienante en plena huida hacia adelante.

La justificación de sus actos, al no tener origen en motivaciones o decisiones internas del directivo, es percibida, por
éste, como ejecutada bajo mandato, y por lo tanto, éstos están libres de toda culpa o reprochabilidad ética.

No hay una imagen culpable de sí mismo, sino que todo se desarrolla con una inmejorable autoimagen moral.

A pesar de que esas acciones son percibidas como extrañas a su propia naturaleza, serán juzgadas como necesarias
por algún tipo de razón instrumental, de origen superior, que el directivo no tiene porqué conocer en detalle.

La aceptación de este mecanismo alienante de la sumisión a la autoridad, consagra a ésta como sagrada o intocable
y, al mismo tiempo, a aquellos que cuestionan a esta última, en víctimas, por ser problemáticas, incómodas, y
obstaculizadoras del buen desempeño y desarrollo organizativo.

El carácter sagrado e incuestionable de la autoridad termina modificando las atribuciones sobre las mismas víctimas
de los abusos y de las injusticias.

Las víctimas son, de este modo, evaluadas como personas malvadas, torpes y merecedoras de castigo… Tanto, como
intenso pueda resultar el malestar psicológico que genera la disonancia a quien actúa mal.

Es un hecho terrible que cuanto más inmorales e inhumanos son las actuaciones directivas, mayor es la perversidad
que se atribuye y el carácter de merecimiento a sus víctimas.

Las víctimas de la discriminación, de los abusos, o del acoso laboral o sexual siempre merecen su castigo a los ojos
de quienes resultan ser sus victimizadores.

Son muchas las personas que, con aparente buena fe, terminan calificando esos actos como ética y moralmente
legítimos.

El efecto Lucifer en los directivos


El efecto Lucifer describe el punto o momento temporal a partir del cual, una persona cualquiera y psicológicamente
normal, cruza el límite entre el bien y el mal y se embarca en acciones perversas16.

Para el psicólogo norteamericano Philip Zimbardo, este efecto Lucifer explica, además, una auténtica
transformación de la personalidad, muy significativa debido a las consecuencias terribles que tiene sobre el
individuo que lo sufre y sobre la sociedad.

La elección del término Lucifer para describir este cambio fundamental toma su origen en la transformación que
narra la tradición cristiana de los primeros padres de la Iglesia del ángel más bello que Dios jamás creó, Luzbel o
Lucifer.

Éste, junto a otros ángeles que se rebelan contra Dios terminan, por envidia del ser humano, transformándose en
demonios, planeando su venganza contra Adán y su descendencia.

El efecto Lucifer representa simbólicamente la más extraordinaria transformación que puede operarse en un ser. El
ángel más bello y preferido por Dios, transformándose en un demonio.

El tema de los mejores seres humanos a los que las presiones situacionales terminan convirtiendo en malvados, es
algo recurrente en la literatura y la filmografía.

Cabe destacar la última entrega de George Lucas de la saga de la Guerra de las Galaxias que narra, en su episodio
III, con una precisión psicológica espectacular, la paulatina transformación del más brillante y capacitado Jedi,
Anakin Skywalker, en el más terrible monstruo depredador: el temible Darth Vader17.

Philip Zimbardo y sus colaboradores realizaron en los años setenta su famoso experimento sobre los roles del
prisionero y del carcelero. Trabajaron para ello con un grupo de estudiantes universitarios americanos, todos ellos
sanos y libres de problemas psicológicos.

De entre ellos seleccionaron, de forma aleatoria, a un grupo que tenía que desempeñar el rol o papel de prisioneros
en una prisión y a otro, que tenía que representar el rol o papel de los guardias.

El experimento debería durar tres semanas, y ponerse en marcha en una prisión antigua que ya no se utilizaba como
tal.

Desde el principio, los guardias, que utilizaban una especie de uniforme, se revistieron de símbolos agresivos (botas
altas, cinturones gruesos con gordas hebillas metálicas, distintivos, grandes gafas de sol negras), y desarrollaron
actitudes autoritarias, caprichosas, humillantes y agresivas hacia sus compañeros que representaban el papel de
presos.

Los que hacían de presos, por el contrario, desarrollaron una caída radical en su autoestima, sentimientos de
depresión y muchos síntomas de tipo psicosomático.

La cosa se puso tan mal, que Zimbardo y sus colaboradores tuvieron que suspender el experimento antes de
cumplirse la primera semana de las tres que estaban previstas.

Pasados muchos años, cuando aquellos estudiantes ya eran personas maduras, la mayoría de ellos padres de familia,
fueron citados nuevamente. Tanto unos como otros mantenían todavía secuelas de comportamiento y psíquicas
respecto al rol que representaron en aquella experiencia.

La satánica transformación que describe Zimbardo a través de sus experimentos tiene más probabilidad de ocurrir
ante nuevos trabajos o en la asignación de nuevos roles a un individuo.

La presión de las poderosas fuerzas sociales de la situación, hace que el individuo ceda ante ellas, produciéndose
cambios esenciales en él, desapareciendo las atribuciones o juicios morales sobre él y sobre sus actos y eliminando,
al mismo tiempo, los sentimientos de compasión, de justicia o de juego limpio.

El proceso de conversión luciferina no tiene los visos de una posesión sobrenatural.

Cualquiera, al ser promocionado, recibir un nuevo rol o simplemente por el efecto de las presiones de su jerarquía, y
de lo que ésta espera de la persona, puede ser objeto de este tipo de transformación terrible en su capacidad moral y
ética.

Esa posibilidad no se puede conjurar meramente mediante las habituales e ingenuas protestas moralizantes que cada
uno suele realizar, alegando que nosotros, nunca haríamos determinadas cosas debido a nuestros valores o
cualidades personales.

Conocemos, cada vez mejor, como determinados entornos laborales facilitan el desencadenamiento de este tipo de
procesos de conversión de personas normales y hasta buenas, en personalidades perversas.
La intensidad de la presión social sobre un directivo puede consumar estos cambios con enorme facilidad18.

Solamente el conocer las modalidades y el funcionamiento de este terrible mecanismo puede librarnos de esta
transformación perversa.

El poder situacional y de la estructura del mimetismo grupal puede vencer las más imponentes resistencias morales y
los escrúpulos éticos de cualquier responsable jerárquico para embalarse en conductas cada vez menos éticas y más
victimizadoras.

Los diferentes ángeles y buenas personas suelen terminar practicando el mal, colaborando en acciones
anteriormente impensables, simplemente por el efecto de las expectativas del rol organizativo y empresarial que se
les ha asignado y que sienten pesar enormemente sobre ellos.

También debido a las expectativas de los propios subordinados. La trampa específica para todo aquel que detenta el
poder, ya sea como director de una empresa, como jefe de estado, o caudillo de una dictadura, es siempre del mismo
tipo.

Obtener el favor del jefe es algo tan deseable para sus subordinados que éstos pelearán por ello a través de todos los
medios posibles. Esto a su vez, produce una influencia sobre el dirigente, que se corrompe moralmente. Pocas
personas escapan a esta perversa transformación que nace de la capacidad de los de abajo de cambiar al de arriba y
transformarle en un ser perverso.

El miedo y la necesidad de control y supervisión: lo que nos dice la Teoría de


la Economía de Costes de Transacción
Después de explicar porqué muchos directivos se transforman en seres paranoides y a la defensiva, es decir, a la
expectativa de un comportamiento por defecto oportunista y egoísta por parte de sus subordinados, es necesario dar
un paso más en el análisis.

A las causas ya analizadas de esa transformación, es necesario añadir un determinado tipo de entorno ideológico que
se ha fraguado en las organizaciones en los últimos años y ha terminado por generar toda una cultura de gestión
basada en el miedo y en la paranoia.

Veremos, a la sazón, como el paranoidismo directivo es tributario de una de las teorías dominantes actualmente en
el ámbito de la economía de la empresa como es la Teoría de la Economía de Costes de Transacción (TECT).

Para esta teoría (TECT), la transacción es la unidad fundamental del análisis.

Autores como Williamson o Coase, analizan el modo en que se realizan las transacciones según las distintas
estructuras de organización (mercado, jerarquía o una mezcla híbrida), de tal forma que se minimicen sus costes.

Las transacciones económicas son tratadas como una forma especial de comportamiento interpersonal.

El máximo exponente de la TECT, el economista Oliver Williamson, explica en su obra, como los términos
principal y agente pueden hacer referencia tanto a individuos, como a grupos o empresas.

Las transacciones se pueden producir tanto dentro como entre estas unidades.

Williamson realiza en su obra una demoledora crítica del uso del valor confianza en la ciencia organizacional,
centrándose básicamente en las críticas a los trabajos de sociólogos como Coleman o Gambetta, (como máximos
representantes opuestos a sus teorías).

Williamson no reconoce que la confianza basada en las emociones de la gente, pueda o deba ser relevante para las
transacciones entre los agentes.
A ese tipo de confianza la denomina confianza no calculativa.

Considera como algo irrelevante la existencia de la confianza para las relaciones de intercambio entre agentes.

Queda la confianza como necesaria, únicamente, en el ámbito de las relaciones personales especiales entre
familiares o amigos, las cuales se verían degradadas si se diese una orientación demasiado racional o calculativa de
la confianza.

La TECT trata la confianza desde un punto de vista negativo y pesimista, centrándose en la natural y esperable
desconfianza existente entre las partes intervinientes en una transacción económica, como algo esencial.

Una de las asunciones centrales de la TECT de Williamson es la creencia de que el agente, en cualquier relación
agente-principal, no va a ser objeto de confianza y que el riesgo de una acción oportunista por parte del primero va a
ser siempre grande y debe ser descontado por anticipado.

El oportunismo, como búsqueda con astucia del propio interés, es lo que predomina en las relaciones entre los
agentes.

La dificultad para una organización de encontrar agentes merecedores de confianza le lleva a tener que estructurarse
a sí misma como si todos los agentes no pudieran ser merecedores de ésta. Por ello, los mandos y directivos –señala
esta teoría– no pueden actuar en base a parámetros de confianza con sus subordinados.

Toda organización, a la hora de implementar sus estrategias de actuación, se encuentra ante el dilema de elegir entre
los costes de transacción del Mercado o los de la Jerarquía.

En el mercado, los individuos tienen que negociar y controlar contratos detalladamente para protegerse de
comportamientos oportunistas.

En la jerarquía organizativa, las partes tienen que establecer y revisar continuamente estrictos controles para el
mismo propósito.

Según Williamson, las diferencias en los costes de los contratos frente a los costes de los controles determinan las
opciones estratégicas y las formas estructurales adoptadas por las organizaciones.

En ambos casos, contratos y controles sustituyen a la confianza, siendo ambos imprescindibles debido a la
imposibilidad de identificar claramente a los agentes merecedores de confianza.

Una organización tan sólo es llamada a la existencia según la TECT con el objetivo de minimizar los costes del
comportamiento oportunista esperable por todos los agentes en el mercado.

La TECT considera como un aspecto clave el oportunismo de los individuos y lo configura como la actitud por
descontado y por defecto de todos los agentes.

De ahí que predominen las condiciones de desconfianza que han de tener en cuenta todos los agentes en sus
transacciones.

La TECT asume que los individuos prudentes esperarán siempre lo peor de los demás y que deberán protegerse a sí
mismos a través de contratos de mercado, controles jerárquicos, supervisión, requisitos legales y obligaciones
formales e informales.

Bajo esta teoría, la cooperación entre agentes no procede de la decisión de confiar en alguien, sino que es producto
de una racionalidad económica que es siempre un cálculo, debidamente sustentado y garantizado por los necesarios
contratos y controles.

La Teoría Económica de Costes de Transacción ha tenido y sigue teniendo mucha influencia, no sólo en el ámbito
de la teoría de la organización, sino en otras disciplinas colaterales como las estrategias de distribución, las de
expansión internacional, las alianzas, o la política retributiva.

Su pretensión es la de presentarse como una teoría no sólo positiva, es decir, descriptiva del mundo de lo
económico, sino además normativa, es decir, su aspiración a influenciar los comportamientos de forma prescriptiva
es la que afecta a la cuestión de nuestro análisis directivo.

El postulado central de la TECT señala que la razón de ser de las organizaciones, es que éstas pueden hacer algo que
el mercado es incapaz de realizar. Por ello es por lo que existen en su seno.

Lo que el mercado suele ser incapaz de realizar es atenuar los comportamientos oportunistas de los actores
individuales en su búsqueda de satisfacción egoísta de intereses.

Las organizaciones existen según la TECT, porque pueden ejercer sobre esos comportamientos oportunistas de los
agentes un continuado control jerárquico y porque pueden establecer y mantener en pie controles exhaustivos.

El liderazgo del miedo que conduce a controlarlo todo


La TECT asume, por defecto y como algo esperable en las relaciones económicas, la existencia de una
predisposición o propensión del individuo a comportarse de manera oportunista y no cooperativa.

La tensión interior en la búsqueda de su único y exclusivo beneficio, hace al individuo comportarse de manera
oportunista, siempre que se le presente la ocasión.

Ante esta presión interna, un individuo evaluará y realizará un cálculo respecto a las ventajas que le reportará
comportarse de una determinada manera, y cuales son los costes que llevará aparejada la sanción organizativa por
hacerlo.

El comportamiento resultante sería el resultado de un mero juego de sumas y restas en el que el actor, al final, es
dirigido por esa tensión interior.

La existencia externa de contingencias organizativas en forma de premios y castigos, y del cálculo racional que hace
el agente de lo que le resulta más rentable, explican al final cual su comportamiento.

El despliegue sistemático y generalizado de comportamientos oportunistas por parte de todos los actores en una
organización supone, según la TECT, unos costes de transacción muy elevados.

Por ello, una organización debe establecer de manera clara una serie de controles, monitorizaciones, filtros,
jerarquías, supervisiones, que tengan translación a sus normas y reglamentos.

Según la TECT, de no requerirse este control de los comportamientos oportunistas, no existiría razón de ser para una
organización. El mercado bastaría.

El carácter positivo (en el sentido de descriptivo y explicativo de lo que ocurre en las realidad) de la TECT como
teoría, puede sostenerse sin dificultad. Pero ese no es el caso cuando nos enfrentamos a su pretendido carácter
normativo (en el sentido de recomendar y prescribir comportamientos).

Muchos directivos adoptan sus decisiones en cuanto a la gestión y el diseño organizativo y corporativo, sobre la base
normativa y prescriptiva de esta teoría.

Ello ha tenido y está teniendo consecuencias graves en el desarrollo de patologías individuales y grupales.

De manera especial la TECT ha contribuido decisivamente a elevar hasta niveles insospechados e insuperables el
paranoidismo organizativo.

La implementación de diseños organizativos basados en la TECT ha llevado a una serie de efectos circulares que
han descapitalizado la confianza de la organización y con ella las relaciones humanas.

De este modo, el valor confianza en las organizaciones y en las relaciones entre los agentes ha pasado a ser una
especie amenazada seriamente de extinción.

Los directivos más suspicaces y paranoides han encontrado en la TECT su mejor hábitat ecológico, promocionando
y alcanzando posiciones decisivas desde las que han reforzado la cosmovisión empresarial más paranoide (tan sólo
los paranoicos sobreviven).

El coste económico y psicológico imposible de la paranoia: la paradoja de


Strickland
La crítica del modelo de relaciones que la TECT propone, no procede de la sociología ni de la psicología, sino del
seno de la misma economía.

Es lo que Strickland denominó en 1958 el dilema del supervisor y que ha quedado en los anales de la literatura de
gestión, como la paradoja de Strickland19.

El tenor de este dilema es muy sencillo y resulta esencial para comprender porqué el paranoidismo y la necesidad de
controlarlo todo resultan inadecuados como forma de gestión.

La paradoja de Strickland o Dilema del Supervisor explica sencillamente por qué la implementación de sistemas de
vigilancia, monitorización y control por parte de los directivos procede de y conduce a la desconfianza hacia los
subordinados.

También explica cómo al final produce el efecto que se pretendía conjurar y aparece un neto incremento de las
conductas oportunistas por parte de los controlados.

El final, supone la confirmación de la necesidad percibida de mayor supervisión y control contra tales conductas.
Cuanto más control se implementa, mayores controles se habrán de requerir.

Esto se debe a que el uso de la vigilancia y del control sistemáticos afecta, tanto a la actitud recíproca de los
subordinados hacia sus supervisores, como a la de los directivos controladores hacia sus equipos.

Esa actitud mutua empeorará como consecuencia de la implantación de los controles, haciendo cada vez más
taimados y astutos a los controlados respecto a sus controladores, en pleno efecto Pigmalión o profecía
autocumplida.

La vigilancia y la supervisión percibidas como control, al amenazar la autonomía personal de las personas, lleva a
éstas a disminuir su motivación intrínseca, colocando externamente a ellas el centro regulador de sus
comportamientos. Si me controlan, trabajo, y si puedo eludir el control, dejo de hacerlo.

Al desconfiar de los supervisados como consecuencia de su propia hipervigilancia, los directivos paranoides
convierten, sin saberlo, a sus supervisados en sus propios emuladores en un proceso de clonación de actitudes
invertido.

Los subordinados se vuelven desconfiados a su vez y desarrollan comportamientos oportunistas respecto a los
intereses de la dirección que les controla.

De ahí que la implementación de sistemas de control por parte de los directivos paranoides, funcione como una
profecía autocumplida o efecto Pigmalión.

Todos aquellos que se encuentran frente a una expectativa general negativa acerca de un supuesto comportamiento
oportunista, van a tender a confirmar, a la postre, esta profecía negativa, cumpliéndola.
Al ser tratados como si no fueran dignos de confianza por parte de sus directivos, los trabajadores se comportarán
como tales, dando la razón a los directivos que previamente desconfiaron de ellos, confirmando esos pésimos
pronósticos.

Con ello, se observa que toda implementación paranoide de sistemas de supervisión, control y monitorización de los
subordinados, lleva, al cabo del tiempo, a la confirmación de la necesidad de tales sistemas, y a un reforzamiento de
éstos, por el incremento del comportamiento oportunista que se ha operado.

Por eso, la percepción inicial de los directivos más paranoides y desconfiados, respecto a la escasa confiabilidad de
sus subordinados y a la necesidad de monitorizarlos, les conduce, finalmente y de manera paradójica, a la necesidad
percibida de mayor y más estrecha supervisión.

La implantación de todo tipo de sistemas de vigilancia y de supervisión, basados en la asunción de un


comportamiento oportunista sistemático esperable, lleva entonces a un efecto de bola de nieve con el que la
implantación creciente de más y mejores sistemas de supervisión se hace necesaria.

Confiar es más rentable: «piensa bien y ahorrarás»


El mismo mecanismo sistémico de realimentación funciona al revés.

La profecía de un directivo asume por defecto la confianza sobre sus subordinados, lleva a éstos a corresponder, de
manera generalizada, a tal expectativa positiva sobre sus conductas, confirmándola.

Es la profecía a la inversa.

De modo inverso, la confianza desincentiva los comportamientos oportunistas y egoístas.

En otras palabras, la confianza sale más rentable que la desconfianza por los sistemas de obligada y creciente
monitorización que ahorra a la organización.

En ese sentido, tienen razón quienes, en pleno despliegue de paranoidismo personal y organizativo, predican la
aplicación efectiva del famoso proverbio: «piensa mal y acertarás».

Pero también tienen razón quienes opinan lo contrario: «piensa bien y acertarás».

La verdadera cuestión, no es la de saber quien tiene razón o no, sino comparar los costes que acarrean para la
organización cada una de las dos alternativas.

La primera alternativa (piensa mal y acertarás) es, con diferencia, el sistema de gestión más caro de las dos y
conlleva una carrera o espiral de rearme paranoide sin fin, al tener que incurrir crecientemente en más costes de
coordinación.

La segunda alternativa es la que consiste en confiar (piensa bien y acertarás). Esta opción de gestión ahorra la
mayoría de los costes de transacción a los agentes, puesto que, a pesar de que puedan existir comportamientos
oportunistas puntuales en algunos de ellos, la suma global de costes que ahorran las organizaciones mediante la
confianza por defecto, resulta abrumadora.

En el horizonte de la crisis económica actual deberíamos hablar de programas de implementación de la confianza


como primer y principal método de reducción de costes y mejora de la productividad.

La evolución en el último millón de años de la raza humana nos muestra el camino a seguir.

Nuestra especie hace mucho tiempo que tomó un camino más efectivo y creó las instituciones sociales más eficaces
basándose en la confianza por defecto.
Descartó el control o el oportunismo como onerosos compañeros de viaje.

Es el caso de la institución de la pareja y de la familia humana. Confiar sale siempre más barato. La familia como
institución sale siempre más barata a la sociedad que el mercado o el estado.

Si bien es cierto que los dos adagios son ciertos, es más recomendable el segundo: «piensa bien y acertarás» por el
coste que ahorra.

Por ello, es recomendable para los directivos, no sólo predicar el «piensa bien y acertarás», sino además, añadir la
consecuencia lógica en términos de costes empresariales: «confía y ahorrarás».

El control convierte a los controlados en tramposos


Tal y como ha observado Dow, a medida que se van haciendo efectivos los controles, los agentes económicos
encuentran nuevas y más sutiles formas de eludirlos y de evitarlos, con el consiguiente efecto del aprendizaje
reforzado.

Se dice que hecha la ley, se inventa la trampa para eludirla.

Cuanto más tupida se va haciendo una red de controles, más dedican los agentes (especialmente los más valiosos e
inteligentes) sus esfuerzos, su creatividad y su tiempo a averiguar el modo de saltárselos.

El primer objetivo de toda organización, según la TECT, era el de evitar los costes de transacción, debido a la
supuesta conducta oportunista por defecto de los agentes.

El intento de los agentes oportunistas por defecto se ve frustrado por los nuevos, y cada vez más onerosos y
especializados, sistemas de control que establecen las organizaciones. A su vez, los agentes dedican un tiempo y un
esfuerzo creciente (en términos de costes) a encontrar la forma ideal de sortearlos.

Además de este efecto económico, en términos de costes crecientes para ambas partes, contrario a los objetivos que
postula la propia TECT, hay que analizar el coste que significa generar toda una cultura del oportunismo más sutil
entre los agentes.

Las culturas de empresa más centralizadas y burocráticas se caracterizan por idear siempre nuevas formas de control
y con ello, transforman a sus actores internos en cada vez más y mejores especialistas en eludir tales controles con
trampas y artimañas, burlándolos.

El reto termina siendo para los agentes cómo terminar ofreciendo a la organización un mero cumplimiento formal
laboral según la fórmula: Cumplimiento = cumplo + miento.

Pocas estupideces se pueden comparar al intento de convertir en oportunistas y tramposos a quienes deberían ser
primeros aliados para conseguir rentabilizar el proyecto empresarial ahorrando todo tipo de costes.

Eso consiguen las posiciones paranoides, basadas en el control y la monitorización por defecto.

De este modo, aquellos de los que debería obtenerse el máximo valor añadido individual, se convierten finalmente
en los principales adversarios del mismo proceso empresarial que deberían sustentar con su desempeño, esfuerzo y
creatividad.

A lo largo de este capítulo hemos ido recorriendo el modo en que el miedo transforma y daña el liderazgo y termina
convirtiéndolo en algo tóxico por efecto del paranoidismo.

El miedo en las organizaciones convierte al directivo al lado oscuro del liderazgo. Este viaje al lado oscuro, les
convierte en un tipo de noliderazgo de corte controlador que explica por qué los propios subordinados no desarrollan
el máximo valor añadido individual (VAI).
En cambio, despliegan el máximo oportunismo individual (MOI), dentro de una dinámica dimisionaria interna de un
mero cumplimiento formal y tan sólo aparente.
Tercera parte
El lado oscuro del liderazgo
4

De la dimisión ética interior a la psicopatía directiva

«Dios preguntó a Caín:


–“¿Dónde está tu hermano?”.
Caín contestó a Dios diciendo:
–“No lo sé, ¿acaso soy yo el guardián de mi hermano?”».
Del libro del Génesis 4,9

«Cuando hablamos del mal nos referimos a acciones que tienen consecuencias.
No se puede juzgar el mal a partir de las intenciones conscientes de las personas, puesto que las distorsiones psicológicas tienden a ocultar a los propios
perpetradores, sus verdaderas intenciones».
Ervin Staub, Las raíces del mal

La belle indifférence como paso al lado oscuro del liderazgo


Nuestra tesis central consistirá en mostrar desde aquí el modo en que la indiferencia es el segundo gran atractor
extraño que conduce a los directivos al liderazgo tóxico.

El camino al lado oscuro del liderazgo no pasa, en mi opinión, por presentar una serie de factores previos de la
personalidad de corte perverso.

Una personalidad perversa previa, genéticamente determinada o no, puede existir siempre en un directivo.

Sin embargo, lo que resulta decisivo para operarse esta paulatina transformación que vamos describiendo, es
conseguir que un directivo se aclimate mediante el desarrollo de un subproducto psicológico esencial y terrible: la
indiferencia.

El paso a este lado oscuro se opera a base de mirar hacia otro lado reiteradamente, mientras ante el directivo, dentro
de la organización, se practican acciones poco éticas cuando no directamente inmorales de forma reiterada.

Veremos cómo el no reaccionar ante ellas, eludiendo la responsabilidad moral de hacerlo, convierte al directivo de
pasota o indiferente inicialmente, en todo un psicópata organizacional, a la postre.

Para entender este proceso hay que analizar detenidamente que es exactamente la indiferencia y como se manifiesta
entre los directivos.

El liderazgo dimisionario o laissez faire como Liderazgo Inoperante Activo


(LIA)
Desde el inicio, puede constatarse como el estilo de liderazgo más relacionado con el acoso laboral [mobbing], no es
tanto el estilo autoritario, sino el denominado dejar hacer [laissez-faire]20.

Éste consiste en un estilo de dirección de personas de corte abandonista o dimisionario con el que el directivo que lo
practica, se convierte en todo un perfecto líder psicológicamente tóxico.

Dejar que las cosas se pudran, no decidir, decidir no hacer nada y esperar de perfil a que pase de mí este cáliz hasta
que los problemas se resuelvan por sí solos, lleva a este tipo de directivos a irradiar un tipo de toxicidad en la
organización, muy difícil de superar por ningún otro estilo.

La actitud de base del liderazgo dimisionario es, no decidir nada, y esperar que el tiempo pase, manteniendo como
sea la posición de poder alcanzada.

Contrariamente a lo que pudiera creerse, ello no supone una actitud inactiva o de perfil bajo, sino que requiere de
una gran dedicación y energía.

El Liderazgo Inoperante Activo (LIA) requiere una gran operación y el despliegue de un enorme caudal de energía.
Se trata de hacer para que no se llegue a hacer nada. Con ello se trata asimismo de impedir que nadie llegue a hacer
nada, y que nadie remueva el status quo vigente.

Ello supone, en este tipo de ejecutivos, una gran dedicación para conseguir, a base de no hacer nada, de no decidir
nada, de no crear nada, llegar a flotar en todas las aguas organizativas, por muy revueltas que éstas bajen.

Se trata (para estos ejecutivos) de desplegar una enorme actividad para conseguir ser y mantenerse, como un líder
totalmente inoperante.

Siempre resulta sorprendente verificar la cantidad de organizaciones que siguen apostando por reclutar y fomentar
este tipo de líderes inoperantes activos para los puestos directivos clave, como una forma de conseguir mantener el
status quo intocable.

Lo que se pretende una vez más, es conseguir cambiar algo para que todo siga siendo básica y esencialmente lo
mismo.

El síndrome del directivo naufrago: sobrevivir a los avatares organizativos


cueste lo que cueste
Y es que muchos de estos directivos parecieran estar hechos de corcho, tal es su capacidad de conseguir flotar y salir
siempre a la superficie del poder organizativo.

Esta rara habilidad de hacer poco o nada para que todo siga siendo lo mismo, en la mejor apariencia del
cumplimiento (ver la fórmula: cumplimiento = cumplo + miento), resulta, sin embargo, moralmente onerosa para
quien la despliega.

El coste psicológico y moral de la indiferencia ante los problemas morales más acuciantes, supone caer en una
progresiva anestesia moral y en la paulatina transformación que conduce directamente al lado oscuro del liderazgo.

En esencia, la indiferencia de este tipo de directivos no es más que una progresiva aclimatación al mal, primero
simulando que no se conoce su existencia, y después aceptando monstruosas deformaciones en la percepción de la
mismísima realidad.

Tener que aclimatarse al mal estructural en el que uno vive, significa una adaptación que modifica por completo la
forma de ser, las actitudes, las creencias y finalmente el propio esquema de valores.

Esa modificación interior es un precio a pagar para poder mantenerse indiferentes a todo el mal que se produce
alrededor del directivo indiferente y que, tarde o temprano, consiente y hasta genera él mismo.

La responsabilidad directiva de hacer algo frente al mal en la organización


La actitud de muchos directivos ante los problemas éticos y morales que atraviesan sus organizaciones, da mucho
que pensar.

Parecen haber concluido que han sido reclutados por éstas para mantener, cueste lo que cueste, un determinado
status quo.

Algunos parecen haber internalizado que el directivo que pretende aplicar su capacidad ética y moral a los
problemas que debe resolver o gestionar en el marco de sus atribuciones, resulta ser alguien que se mete donde no le
llaman.

Algunos dan la sensación de que se les paga por abdicar a diario de su capacidad de juicio moral.

Es un hecho que en nuestra sociedad en su conjunto y en nuestras modernas organizaciones, el mal y las injusticias
se producen por doquier, bajo múltiples formas y modalidades.

Si por algo se caracteriza esta época es por la cantidad de veces que, a diario, nos vemos confrontados y solicitados
en el trabajo y fuera de él por decisiones y disyuntivas que ponen a prueba nuestra cualidad como seres dotados de
una capacidad moral.

Algunos sienten como abrumadora esa carga ética y moral al tener que afrontar a diario esos dilemas, y han optado
por tirar la toalla por anticipado.

Se trata de una especie de dimisión moral o ética.

La actitud propia de muchos directivos ante la generalizada crisis en los valores éticos y morales que nos aqueja,
consiste en intentar salvarse individualmente de la quema.

Pretenden salvar o saltarse su obligación moral de oponerse o manifestar escrúpulos ante muchas de estas
situaciones.

Para lograrlo y mantener a la vez la cordura y la propia estima se van desarrollando toda una variopinta gama de
mecanismos de defensa que en algunos casos, conllevan la radical alteración en la mismísima percepción de la
realidad.

Muchos creen en su ingenuidad, que no contribuir al mal, o lo que es lo mismo, no actuar mal, es suficiente.

Desconocen la perversa transformación que aguarda. Ignoran que la actitud indiferente ante los males organizativos
perpetrados por esos individuos a los que inicialmente evalúan como siniestros o perversos, les conduce tarde o
temprano a emularlos, convirtiéndolos en seres idénticos a ellos.

Veremos a continuación como la actitud inicialmente tolerante y consentidora con el mal, deja paso a otra en la que
el directivo, al principio pasivo, se transforma en un decisivo colaborador y en el cómplice necesario de las peores
actuaciones.

Tal y como se mostrará, la indiferencia ante las injusticias, los atropellos, los abusos, el maltrato o los atentados a la
dignidad del ser humano en una organización, no deja igual a los que los presencian, sino que los transforma, de
testigos inicialmente mudos y pasotas, en personas amorales y sin ningún escrúpulo, auténticos psicópatas
organizacionales.

La indiferencia moral ante el mal también resulta muy onerosa psicológicamente, pues modifica con el tiempo la
misma estructura de la personalidad del directivo ética y moralmente dimisionario.

La doble huida del líder dimisionario: la retirada al interior o la huida hacia


adelante en el trabajo
Mantener a lo largo del tiempo la indiferencia moral, lleva, bien a un repliegue interior hacia dentro, bien a una
alienación hacia fuera en el propio trabajo que obliga a muchos directivos a convertirse en adictos al trabajo. Estos
últimos, cuanto más trabajo y actividad despliegan, menos se paran a pensar en los dilemas morales que los corroen
interiormente.
La dimisión ética interior no es, por lo tanto, el resultado de un déficit en la actitud de unos directivos vagos,
incompetentes, o meramente indolentes ante los problemas, sino que se configura como un auténtico mecanismo de
supervivencia ante una amenaza de daño que procede de la esfera moral.

La mente, con el fin de preservarse de un daño mayor, elige desconectarse a todos los niveles del propio trabajo,
bien replegándose a los propios cuarteles de invierno interiores, o bien lanzándose en cuerpo y alma a una vorágine
de activismo febril en el que no cabe nunca el momento para detenerse y reflexionar.

Se tratará, en este último caso, de ejecutar actividades que se encadenan sin fin hasta conseguir la extenuación o
incluso la destrucción del propio directivo, convertido así ya en un manifiesto adicto al trabajo.

La otrora denominada alienación en el trabajo, adopta un perfil moderno entre muchos directivos, en forma de
cuadro generalizado de abandonismo psicológico respecto al propio trabajo y a sus requerimientos morales. Consiste
básicamente en ajustarse un traje de neopreno emocional para evitar que nada les afecte.

Ni sienten ni padecen. Aparentemente tan sólo ejecutan órdenes, mandatos, o estrategias dictadas desde la
superioridad.

En ese sentido, estos directivos dimisionarios son auténticas víctimas de un entorno laboral tóxico, que los va
transformando paulatinamente a través del desarrollo de alguna de estas dos falsas salidas.

Liderazgo moralmente dimisionario en una sociedad dimisionaria


moralmente
Esta reacción de daño moral ante entornos cada vez más exigentes, llenos de demandas personales que los seres
humanos sienten que no pueden enfrentar ni abordar, está generalizada más allá de la esfera directiva y empresarial.

La dimisión interior no es algo desconocido en otros entornos y ámbitos de nuestra sociedad.

Así, vemos padres dimisionarios, parejas dimisionarias, ciudadanos dimisionarios, en aquellos que a diario,
desbordados y no pudiendo hacer ya frente a sus respectivos roles sociales y responsabilidades morales, deciden tirar
la toalla y permanecer y mantener el tipo quedándose en mera apariencia nominal de cuerpo presente, pero de mente
ausente, de manera vegetativa, auténticos muertos vivientes.

Son seres que han colocado hace tiempo el piloto automático en sus vidas. Viven robotizados en modo automático.

Sienten que no dirigen sus vidas, sino que son llevados y traídos por los avatares y por fuerzas que jamás podrían
enfrentar.

En plena indefensión psicológica aprendida, creen que ya no tienen opción ante el cariz que han tomado las cosas en
sus vidas, en sus familias y en sus trabajos.

Han abandonado toda expectativa de dirigir moralmente los actos que atañen a sus vidas. Viven así en una crónica
desesperanza y desde el automatismo de una vida vacía que se les escapa cada día más de las manos.

El mundo del trabajo y sus características crecientemente tóxicas es, cada vez más, el responsable de la dimisión
psicológica interior de muchos.

Treinta y ocho de cada cien trabajadores en España se encuentran expuestos a niveles inaceptables respecto a alguno
de los llamados riesgos psicosociales como son el estrés, el desgaste laboral [burnout] o el acoso en el trabajo
[mobbing].

La creciente incidencia de los riesgos psicosociales se explica en trabajos que se han vuelto emocional y
psicológicamente insoportables. Unos lugares en los que ni siquiera la perspectiva de ganarse bien la vida, o incluso
ganar mucho dinero, permite al trabajador justificar moralmente el permanecer ni un segundo más, en lo que se ha
convertido para ellos en un campo de trabajos forzados [gulag] laboral.

La alternativa, imposible ya para muchos, de abandonar el propio trabajo y buscar otro que ofrezca un entorno más
saludable y menos tóxico, conduce a una legión de dimisionarios internos que abunda en las organizaciones. Nos
encontramos ante una silenciosa y ausente mayoría que, como hemos visto en el capítulo anterior, calla por miedo a
una mala noticia que nunca quieren acabar de aceptar del todo.

Las recetas del gurú mentiroso


El desapego emocional en el trabajo de un directivo, es una reacción de daño, y no, la consecuencia de un déficit
actitudinal, de una falta de resiliencia, o de una carencia de inteligencia emocional del líder tóxico. Por eso, predicar
contra el liderazgo tóxico la mera capacitación en habilidades directivas para resolver este problema, equivale a
hacer una saludable recomendación de practicar la dieta mediterránea. Una recomendación tan loable como
inefectiva.

La capacitación directiva y el desarrollo de habilidades de gestión de personas son algo, sin duda, positivo, e incluso
una asignatura aún pendiente en la mayoría de las organizaciones en las que se asume por defecto la capacitación del
directivo, debido principalmente al hecho de haber sido nombrado como tal. Sin embargo, esto resulta
absolutamente irrelevante a efectos de conjurar el problema que nos ocupa.

Otra salida en falso a este problema, radica en la paulatina extensión, dentro de la disciplina de la gestión de
personas, de un tipo de filosofía de corte orientalista y pseudomística, propia de muchos libros que hoy se ofrecen a
los directivos y que suelen ser éxitos de ventas.

Estos verdaderos intoxicadores [pest sellers] proponen, ante los problemas concretos y reales de todos los días que
aquejan a los directivos, una huida hacia delante de corte alienante cuando no, tácitamente, culpabilizador.

Este tipo de literatura que hace furor y que no dudo en calificar, en algunos casos, como fantástica, es propia de un
tipo de pensamiento débil y alienante.

Es un enfoque que renuncia por anticipado al uso de la capacidad moral del ser humano ante los numerosos
problemas que le angustian en el ámbito de la gestión empresarial.

Esta literatura no sólo suele ser acientífica, sino tácitamente inculpadora. Ante problemas y factores de riesgo «bien
reales», se limitan a proclamar la culpabilidad de los que son víctimas de ellos, predicando, ora la necesidad de
adoptar una actitud mental positiva, ora la de huir del victimismo, ora la meditación, o incluso la lectura de cuentos
con moralejas ambivalentes.

Directivos reducidos a cenizas


La realidad directiva es muy distinta.

En un número cada vez mayor de entornos laborales, se vive en medio de una atmósfera social irrespirable, tan
tóxica psicosocialmente que muchos de los directivos que debieran resultar decisivos y claves en el rediseño y la
creación de climas de trabajo alternativos, renuncian tempranamente a ello.

Se resignan y huyen hacia adentro adoptando una auténtica desconexión emocional respecto a sí mismos, respecto a
sus trabajos, y respecto a los demás.

Este fenómeno que los psicólogos hemos denominado como dimisión interior del directivo no es algo nuevo, pero,
sin duda, es un fenómeno cada vez más extendido e inquietante en las esferas directivas.

El tema de los directivos quemados y la referencia a una huida o escape interior, a un repliegue psicológico sobre sí
mismos desarrollando una especie de pasotismo respecto al trabajo y a los demás, (pacientes, clientes, compañeros,
subordinados…) ha recibido desde hace décadas mucha atención en la investigación.

Las primeras formulaciones del síndrome del trabajador carbonizado entre los directivos, datan de varias décadas.

Se dice que un directivo está técnicamente en carbonizado cuando se dan en un grado importante y de manera
simultánea, tres grupos de síntomas:

1. Un cansancio o agotamiento emocional que manifiesta y que se caracteriza por la pérdida progresiva de
energía, el desgaste, el agotamiento y la fatiga.

2. Una actitud de desapego, pasotismo o despersonalización en las relaciones, que se traduce en un cambio
negativo en las actitudes y las respuestas hacia los problemas y el sufrimiento de los demás, especialmente
respecto a los propios subordinados y que cursa con una extrema irritabilidad.

3. Un sentimiento persistente de escasa o nula realización profesional en el trabajo, con la disminución de la


autocompetencia profesional percibida, que se acompaña de una serie de valoraciones negativas hacia sí
mismos y hacia su capacidad para el trabajo.

Los directivos quemados son legión, y su número aumenta cada año, tanto en las estadísticas, como en las consultas
del psicólogo.

Entre estos pacientes abundan las manifestaciones y las alteraciones emocionales, conductuales, psicosomáticas,
sociales y familiares de muy variada gama.

Los directivos rustidos y carbonizados entran en una espiral de bajas laborales difusas, al principio, intermitentes y
de corta duración y luego, más y más frecuentes y extensas.

Al cabo de un tiempo tienden a abandonar una profesión, que señalan ya no les motiva ni les llena, buscando
cualquier opción.

Abundan entre ellos los cuadros depresivos, la ingesta de psicofármacos y las conductas adictivas a sustancias como
el alcohol, el tabaco, la coca u otras drogas de alta gama.

Los datos más actualizados procedentes del Informe Cisneros VI (año 2006) apuntan a que seis de cada cien mandos
intermedios y cuatro de cada cien directivos superiores se encuentran, técnicamente hablando, quemados.

En algunos sectores como el financiero, la consultoría, o las administraciones públicas, la tasa de directivos
quemados alcanza a uno de cada cuatro. Una situación catastrófica por los efectos dramáticos que acarrea, en todos
los órdenes organizativos, el no poder contar sino con directivos que se encuentran carbonizados por el desgaste.

Entre las causas o estresores asociados a la aparición del desgaste directivo, llama la atención que el más
relacionado con poder llegar a quemarse, es precisamente, sufrir a su vez a un directivo o jefe con escasa calidad
profesional.

Es significativo el dato de que, casi uno de cada dos directivos encuestados, refieren ser maltratados de manera
habitual por sus propios responsables jerárquicos. El acoso laboral es mucho más frecuente arriba que abajo en la
pirámide organizativa.

De este modo, el fenómeno del directivo quemado resulta ser, tanto el efecto, como la causa de la mala calidad
directiva.

ESTRESORES POR ORDEN DE RELEVANCIA EN LA EXPLICACIÓN DEL SÍNDROME DE QUEMADO Fuente: ESTUDIO
CISNEROS VI RIESGOS PSICOSOCIALES EN LA COMUNIDAD DE MADRID
Mala calidad del management 63,80 %
Clima laboral desmotivador 60,80 %
Clima laboral deteriorado 57,80 %
Poca racionalidad en la organización del trabajo 53,80 %
Falta de claridad de rol 47,60 %
Estresor presión laboral 46,50 %
Estresor falta de reconocimiento profesional 40,50 %
Estresor bajo ajuste ético 39,30 %
Estresor miedo organizativo 38,40 %
Estresor falta de diseño trabajo 38,00 %
Estresor demandas del trabajo excesivas 37,10 %
Estresor inseguridad organizativa 34,90 %
Estresor falta de participación 34,60 %
Estresor falta de equidad 31,80 %
Estresor ruptura sentido de comunidad 28,80 %
Estresor conflictividad 22,90 %

La abdicación moral y el síndrome de no va conmigo


La confluencia de diferentes factores y de fuerzas complejas, produce, frecuentemente, todo tipo de fenómenos de
victimización en las organizaciones actuales.

Se producen así despidos masivos, expedientes de regulación de empleo, los ajustes de reducción de plantilla
[downsizing], el acoso laboral, conflictos, incidentes críticos… que plantean todo un reto de supervivencia
emocional para cualquiera que sea testigo de ellos.

Para poder permanecer inmutables frente a estos procesos que les afectan de pleno, muchos directivos abdican
moralmente y se produce en ellos toda una reconversión ética y psicológica.

Este proceso es muy sutil y presenta unas características únicas, que vamos a presentar a continuación.

Podemos calificar buena parte de los climas laborales actuales como transidos y caracterizados por la clásica guerra
de todos contra todos, que describió Hobbes.

Una crisis continuada en las relaciones, que es además, como se vio en el primer capítulo, alentada por una sociedad
narcisista y por el darwinismo social extendido a todos los niveles que predica la competitividad como centro de las
relaciones.

Esto explica que el mundo de las organizaciones esté cada vez más inundado por un sufrimiento inefable que afecta,
no sólo a las víctimas de los procesos referidos, sino también, muy esencialmente, a los testigos de éstos.

Este ambiente de conflicto crónico, competitividad destructiva, celos, envidias profesionales, resentimiento y odio
entre los individuos es, además, bien visto y suele ser reforzado socialmente por ser declarado como el natural efecto
de la búsqueda del interés propio individual y de la famosa mano invisible, que hace del mercado el mecanismo
eficiente que finalmente es.

Este ambiente penetrado por la rivalidad y los juegos psicológicos de suma cero entre personas y grupos, explica que
cada vez más directivos se vean a sí mismos como seres aislados y separados en la especie de selva social en la que
se ha transformado su trabajo.

El individualismo más exacerbado se manifiesta frecuentemente en una actitud de desafección ante los problemas de
quien se encuentra al lado pasándolo mal.

Una actitud que suele llevar a permanecer formalmente al margen del problema, como si no fuera con nosotros.
Un comportamiento indiferente que se ha denominado como síndrome de no va conmigo.

La unanimidad de los informes sobre violencia doméstica y social, acoso laboral o acoso escolar, es patente. Éstos
ofrecen una realidad tan estremecedora como sangrante: la del abandono y la mudez social alrededor de las víctimas
por parte de sus allegados.

Se encuentran con que las redes de solidaridad se quiebran a su alrededor y se produce, casi de manera sistemática,
el abandono a su suerte de quienes padecen esas situaciones.

Lo más significativo es que esta estigmatización, no solamente se opera por parte de los acosadores, maltratadores
directos, algo que sería natural y esperable en la medida en que toda víctima debe mantenerse en la percepción
psicológica de su agresor, como malvada, perversa y merecedora del castigo justo que se le inflige21.

El problema es que suelen ser precisamente los seres humanos más cercanos a las víctimas, los que podríamos
calificar como los más próximos (vecinos, amigos, colegas, padres, cónyuge, o familiares), quienes permanecen
asépticamente al margen de su problema, poseídos aparentemente por una pasmosa indiferencia y neutralidad.

En el ámbito del trabajo, los testigos del mal, de los abusos, de la injusticia y de la violencia, no suelen hacer nada
por ayudar a las víctimas y suelen callar, frente a lo que ven producirse ante sus ojos, una y otra vez.

El fenómeno de los testigos mudos es muy frecuente.

Conduce a las víctimas a sufrir un abandono total en un momento esencial y crucial.

A nivel organizativo se materializa en que nadie conoce a nadie a la hora de apoyar a quien lo está pasando mal.

El abandono social de las víctimas a su suerte, es un determinante definitivo en el establecimiento y en la


cronificación del daño psicológico que sigue a los procesos de victimización. Se explica, como el síndrome de no va
conmigo y se termina extendiendo a todos los niveles.

Así los niños y niñas víctimas de la violencia y el acoso escolar, sufren en sus colegios e institutos la total
indiferencia de sus compañeros, de sus profesores, o incluso de sus responsables educativos (directores,
orientadores, tutores).

En el trabajo, cinco de cada seis trabajadores sufren el acoso en un proceso de apartamiento progresivo y creciente
de todos a su alrededor (síndrome del apestado). Los acosados se encuentran con que sus compañeros de trabajo, en
lugar de ayudarlos, se alejan y se apartan ante la persecución laboral que experimentan.

En lugar de echarle la culpa a la naturaleza humana, siempre tan denostada, recurrir a los genes o a la existencia de
profundos e ignotos instintos de agresión, o encerrarnos en la típica lamentación de una sociedad inmoral, resulta
esencial descifrar los factores estructurales y sistémicos de la indiferencia.

La extensión del virus de la indiferencia social ante el mal


Nuestra indiferencia ante el sufrimiento y las desgracias de los demás es demasiado frecuente. Son gloriosas las
actitudes defensoras de las víctimas como la del profesor Neira22. Nos inquietan precisamente por su carácter
excepcional.

La apatía y la indiferencia de millones de personas cuando presencian los efectos de injusticias y de la violencia a
través de los medios de comunicación, sigue llamando la atención de todos los psicólogos sociales.

Resulta terrible constatar reiteradamente que son, precisamente, los seres humanos que se encuentran en situación de
socorrer de manera inmediata y directa, y ser solidarios con las víctimas, quienes no lo hacen.

La indiferencia es una especie de virus social que ha infectado y se ha propagado rápidamente en nuestras relaciones
sociales en los últimos tres siglos.

La ruptura de las tradicionales redes de solidaridad basadas en la parentela, la tribu y los lazos de sangre, ha llevado
a que cada uno tenga que arrostrar solo su problema.

Una de las vivencias más comunes referidas en la consulta de los psicólogos, es la sensación de muchas personas de
nacer, vivir y morir solas, rodeadas de una multitud indiferente.

Cada palo debe aguantar su propia vela.

Y por eso tendemos a mirar hacia otro lado ante las atrocidades que se desarrollan frente nuestros ojos, simulando
que no van con nosotros. Practicamos una in-diferencia social.

La in-diferencia ante el mal y la injusticia es precisamente eso, una forma de no-diferenciar nada ni a nadie, de no-
particularizar el sufrimiento concreto.

Al no hacerlo concreto, cada cual puede seguir en la ficción del anonimato de aquellos que sufren cerca de uno.

Puesto que no son nadie en concreto, no hay que mojarse en lo concreto en su favor.

El mal, en forma de injusticia y de violencia, se vuelve algo abstracto e inconcreto.

La mente busca mantener la exterioridad de las víctimas respecto al propio yo, creando una ficción que proyecta el
problema que sufren, como algo abstracto y lejano a nosotros.

La mente que desencadena este sutil mecanismo consigue enajenarse (hacerse ajena) a las víctimas. Convertirlas en
distintas y distantes.

En este sentido diferenciar a una víctima significaría practicar un contacto doloroso con una realidad aversiva y
desagradable.

Ese contacto desencadenaría, además, un número de obligaciones morales y éticas por tener que ayudar e intervenir
ante esas situaciones.

Algo que habitualmente no estamos dispuestos a asumir por comodidad y que nos condena a permanecer en la
disonancia cognitiva (fuera de la realidad), formulando las atribuciones más terribles contra las víctimas (algo
habrán hecho).

Diferenciar a la víctima significa hacerla concreta y, por tanto, convertir en cercano y real su sufrimiento.

Significa ponerle nombre, apellidos y una cara concreta a aquel que sufre. Significa sacarle de la esfera de un
anonimato simulado y forzado, y convertirlo en alguien próximo.

Alguien que hasta entonces permanecía moralmente anónimo para nosotros.

Permanecer in-diferente requiere, por tanto, mucho esfuerzo.

No es una actitud pasiva, sino que exige todo un despliegue de actividad y de energía.

Mantener la percepción del otro como alguien ajeno, es decir, literalmente alienarlo (hacerlo ajeno) requiere el
despliegue de ingentes y crecientes cantidades de energía psíquica.

Mantener la mentira psicológica de que no son parte de nosotros, las transforma, a la postre, en nuestras víctimas.

Tal es la respuesta antropológica de Caín ante el asesinato de su hermano Abel. Ante el requerimiento de Dios por el
asesinato de su hermano, todos los caínes reclaman desde el inicio de los tiempos lo mismo: ¿acaso soy yo el
guardián de mi hermano?
Con ello se confirma la responsabilidad moral de los que alegan el carácter ajeno de quien es cercano (su propio
hermano).

Los indiferentes son condenados no tanto por indiferentes, sino por el hecho de que con su indiferencia pretenden
ocultar su responsabilidad en el crimen.

La lección moral oculta en el libro del Génesis, es que todos los caines de este mundo no son otra cosa sino
asesinos-por-indiferentes.

«¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?». La responsabilidad moral del


directivo
Éste es el grito de quien moralmente pretende desentenderse de su responsabilidad sobre la suerte de quien va a
resultar ser, precisamente por esta exteriorización alienante, su propia víctima.

Cada cual pretende justificar su pasividad ante el sufrimiento de los demás en el mismo momento en que, por la
inacción ante él, se consuma todo crimen social.

La pretensión de que pasar del sufrimiento del otro es justificable éticamente, es rotundamente condenada por la
Biblia, que, mediante el episodio de Caín y Abel, presenta como asesinos a aquellos que se apartan o miran a otro
lado.

La alegación cainita no sólo es la propia y habitual entre los perpetradores directos sino, sobre todo, la de los meros
espectadores de las injusticias.

La indiferencia significa la sordera ética, y la ceguera empática y emocional autoinducida frente a las víctimas.

No es tanto, un no saber de las injusticias y del mal en general, cuanto un no querer saber de las injusticias y del
mal en particular.

La violación de la obligación natural de la solidaridad


Cuando miramos a otro lado, algo va mal dentro de nosotros. Algún tipo de resorte o programa mental en nuestro
cerebro se desregula.

Violar la obligación de ser solidarios parece producir en los seres humanos los más tremendos sentimientos de
malestar psicológico.

El hecho de que ante las injusticias y las víctimas que se nos presentan a diario, nos veamos obligados a desarrollar
una formidable energía para fabricar nuestra indiferencia, confirma la existencia de un formidable programa ético y
moral cuya transgresión se paga muy cara.

Se trata de una de las normas sociales más poderosamente programadas y encriptadas en nuestro cerebro social.

Una norma, cuya transgresión es tan relevante a efectos emocionales, tiene que haber sido el fruto de un mecanismo
de defensa esencial en la evolución humana.

Este mecanismo ha debido resultar crucial y fundamental para la convivencia y la supervivencia de nuestra especie.

La obligación social de ser solidarios y de ayudar a los miembros de nuestra especie en peligro, parece proceder de
un mecanismo adaptativo y de supervivencia grupal.

Nuestras capacidades cooperativas y de colaboración, responsables de logros como el lenguaje, la sociedad y la


cultura, son fruto de la evolución.
Nuestra capacidad de ir, junto con los demás miembros de nuestra especie, hacia la consecución del objetivo común
de supervivencia, requiere de la mutua solidaridad.

La obligación inscrita a fuego en nuestro cerebro de ayudar a los miembros de nuestra especie más necesitados sería
el efecto de esta evolución.

La mente del homo sapiens evolucionado ha terminado castigando muy severamente, mediante la generación de un
profundo malestar emocional y psicológico, a quienes violan dicha obligación social.

Este castigo llega a ser tan central en la especie, que hemos terminado categorizando como individuos patológicos a
aquellos que no manifiestan los más mínimos sentimientos de empatía hacia las víctimas. Éstos son los llamados
psicópatas23.

Son los psicópatas, quienes precisamente, carecen de la empatía más elemental hacia los demás y especialmente
hacia quienes lo pasan mal. Pueden mantenerse fríos y al margen del sufrimiento de los demás o, incluso,
aprovecharse sin piedad ni remordimientos de ellos.

Esa indiferencia emocional, no sólo procede de experiencias tempranas traumáticas, sino también de factores
genéticos y biológicos previos.

Además, se puede adquirir de manera sobrevenida mediante el despliegue paulatino de mecanismos de defensa
reductores del malestar y generadores de indiferencias ante el mal y el sufrimiento ajeno.

La indiferencia, como alternativa habitual y recurrente a la obligación universal de prestar ayuda a los demás, suele
ser configuradora de una personalidad psicopática.

Esa indiferencia resulta ser un factor de conversión que conduce a muchos a iniciar el tránsito hacia el lado oscuro
del liderazgo. Éste se convierte en un tipo de liderazgo de corte psicopático que resulta muy peligroso y socialmente
depredador.

Todo cuanto en una organización favorece la indolencia, el pasotismo y la indiferencia respecto al mal, es tributario
de la génesis de actitudes, comportamientos y hasta personalidades de tipo psicopático.

Del directivo indiferente al psicópata organizacional


El carácter moral universal de la obligación de prestar ayuda y la respuesta en forma de un comportamiento
indiferente y pasivo en el directivo, conduce a éste a un estado de disonancia cognitiva que le produce un intenso
malestar psicológico.

Dicho malestar procede de la necesidad de consonancia cognitiva que, según el psicólogo Leo Festinger, es uno de
los reguladores básicos de la motivación y de la conducta humana24.

Su Teoría de la Disonancia Cognitiva (TDC) establece, que todo ser humano busca obtener una visión de la realidad
y de sí mismo consistente. La TDC postula que las contradicciones entre diferentes cogniciones, ideas o
percepciones (en especial las que el propio sujeto tiene sobre sí mismo, su propia ética, su responsabilidad o su
moralidad) son fuente de un fuerte malestar y de una tensión psicológica que las personas tratamos imperiosamente
de reducir.

Reducir ese malestar emocional pasa por disminuir o eliminar las percepciones disonantes, llegando incluso a negar
su existencia.

Negar esas percepciones disonantes sobre uno mismo o sobre la realidad, produce una reducción de la tensión y del
malestar emocional.

La necesidad de consistencia cognitiva supone una formidable tensión para el individuo y le obliga a desarrollar
mecanismos reguladores esenciales para la supervivencia del yo.

Esta obligación universal de prestar ayuda, funciona para la especie humana como una auténtica ley de la gravedad
social.

Solamente la formidable energía psíquica que nos vemos obligados a movilizar, para mantenernos alejados de los
problemas de los demás a través de la indiferencia, da prueba de su relevancia e importancia.

Usamos todo tipo de estratagemas y de mecanismos de defensa para sortear ese requerimiento ético.

La construcción moral del nuevo psicópata organizacional procede de la constante reducción de la disonancia
cognitiva que le produce el no ayudar a quien se encuentra en necesidad.

Individuos y naciones enteras se ven transformados de este modo. Son capaces de construir una identidad moral o
ética distorsionada mediante la indiferencia y ésta acaba transformándolos.

Éste resulta ser uno de los mecanismos más peligrosos de la mente humana puesto que es el responsable de
transformar a las buenas personas en malvadas o perversas.

Quien al inicio se siente una buena persona, es decir, alguien con una atribución ética y moral positiva, va a ir poco a
poco aclimatándose y acomodándose a las peores injusticias de las que es testigo y ante las que permanece pasivo.

A partir de un determinado momento, la pasividad y la indiferencia se ven sustituidas por una colaboración activa en
el mal.

Una de las formas de hacerlo es modificar la percepción de las víctimas, retirándoles su estatus mediante una lógica
perversa propia de la disonancia cognitiva.

Puesto que soy justo y ético, mi indiferencia hacia esta persona sólo puede ser mantenerse bajo el presupuesto de su
culpabilidad y del merecimiento del mal o castigo que le aflige.

La mentira preside el modo en que se percibe a sí misma, en este proceso perverso.

No se trata de que las víctimas hayan hecho algo para merecer el castigo que reciben, sino que cada uno de los
indiferentes requieren modificar sus percepciones sobre el propio proceso de victimización para eludir el castigo
psíquico de la disonancia.

Para no perder la buena imagen de sí mismos, es decir, la sensación interna de sentirse buenas personas, van a verse
obligados a satanizar a las víctimas del mal y las injusticias. Se lo merecen y punto.

No es que mi comportamiento indiferente sea moralmente reprobable, sino que ellas, las víctimas, se merecen todo
cuanto les ocurre.

La probabilidad de escapar a esa mentira y de reconocer la verdad técnica de nuestra participación, por omisión en el
mal que aqueja a aquellos que sufren, es en realidad muy baja.

Ello requeriría reconocer un déficit, un error, o cuando menos alguna debilidad ética. Algo que nuestro narcisismo
se encarga de impedir y sofoca de raíz.

Lo más probable es lo contrario, es decir, caer en el paradigma satánico de la culpabilidad de las víctimas pergeñada
del modo sutil ya descrito.

Una vez que se percibe a las víctimas como merecedoras de lo que les ocurre, a nadie se le plantea un problema
moral o ético a la hora de participar, activamente ya, en el proceso que busca destruirlas.

El juicio moral o ético de los líderes indiferentes


El juicio moral sobre un líder indiferente se basa en un tipo de reproche ético, no tanto por haber practicado
directamente el mal, sino más bien por haber permanecido en la indiferencia y al margen de los problemas de las
víctimas, dando un rodeo ante su presencia.

Lo más reprochable moralmente a estos líderes dimisionarios, no es tanto el haber practicado la injusticia de manera
directa, cuanto no haber socorrido a víctimas no directamente atribuibles a su propio comportamiento negativo.

Sobre las víctimas no generadas de manera directa por el comportamiento del directivo, éste mantiene una grave
obligación moral de solidaridad.

Por ello, también le alcanza el juicio o reproche ético.

El pacto de mutua indiferencia: la indiferencia que conduce a la indefensión


Norman Geras es el padre de un concepto riquísimo en matices psicológicos llamado pacto de mutua indiferencia.

La necesidad de reducir la disonancia ante nuestra indiferencia ya comentada, suele producir un efecto perverso en
los directivos: la creación de una especie de contrato o pacto de mutua indiferencia25.

Al no poder aceptar un comportamiento directivo, indiferente ante el mal en la organización, como algo moral o
ético, la mente va a realizar una curiosa pirueta racionalizadora: presuponer que entre todos los agentes existe una
especie de pacto o contrato de mutua indiferencia recíproco.

Por medio de esta especie de pacto implícito, cada uno renunciaría a su derecho a ser ayudado por los demás en el
futuro a cambio de quedar liberado de la obligación universal de ayudar a quien lo requiere en el presente.

Este pacto de mutua indiferencia, hace que cada uno renuncie por anticipado al derecho a recibir ayuda por parte de
los demás cuando se encuentre en desamparo o postración.

A cambio de no tener que ayudar a nadie, se renuncia en el futuro a un supuesto derecho a recibir ayuda por parte de
los demás. La necesaria reciprocidad social se preserva.

La salida individual mediante este pacto de mutua indiferencia, extiende en la sociedad el relativismo respecto a lo
que en todas las culturas humanas era una universal obligación de ayuda a las víctimas.

El llamado pacto de mutua indiferencia, sitúa en el dominio de la decisión individual algo que forma parte de un
deber moral colectivo.

Desde el momento en que uno puede elegir no asistir o ayudar a quienes pasan por problemas o sufren, ya no está
violando el pacto de solidaridad y reciprocidad en que se basa la misma configuración de la sociedad humana. Se
trata ya de una posibilidad, no de una obligación natural.

Todo se sustancia a través de una trampa lógica y moral que cada individuo fabrica y que le permite salir falsamente
del problema.

La opción de no ser solidario y de pasar de las necesidades de las víctimas se puede justificar, en tanto en cuanto,
cada quien pague después su precio por ello, en forma de renuncia por anticipado a esa misma reciprocidad social
simétrica de los demás respecto a él.

Yo puedo mantenerme actualmente en la indiferencia siempre que no reclame mi derecho a ser socorrido en el
futuro por los demás.

En ese sentido, socorrer a las víctimas pasa de ser una obligación universal a ser una facultad que pertenece a la
elección personal de cada uno.
Algo que es más propio de una opción que de una obligación.

La elección sólo puede ser éticamente presentable y moralmente aceptable si la persona renuncia en adelante a su
derecho al apoyo, la asistencia y la solidaridad recíproca de los demás.

En este sentido, puede decirse que el pacto de mutua indiferencia induce perversamente a los directivos, hoy
indiferentes, a una futura y segura indefensión.

Los que se hubieran mostrado anteriormente indiferentes ante las injusticias de otros, son hoy víctimas de las
mismas o parecidas injusticias, pero sin derecho moral a reclamar o a esperar el auxilio de los demás.

Desde el momento en que ellos no ayudaron a nadie, quedan aislados ante su problema por la indefensión de no
poder reclamar moralmente la ayuda que ellos no prestaron.

Puesto que eligieron la indiferencia, el precio de haber elegido no actuar ante el mal es aceptar sin rechistar, y sin
poder reclamar o solicitar ayuda, el mismo trato de los demás ante el mal de que ahora son objeto.

Nuestro mundo laboral es un mundo lleno de antiguos indiferentes y de víctimas actuales enfangados y enredados
por estos sutiles mecanismos.

El resultado global es la paralización ética de casi todos, y la extensión y propagación del mal y de la culpabilidad en
medio de la inacción de la mayoría.

Esa mayoría es la que mantiene moralmente paralizada a la organización, que como suma de individuos adopta
entonces la misma posición individualista e indiferente.

Ello explica que muchos directivos viven condenados de antemano, por su indiferencia pasada, a no rechistar ante
las injusticias, los abusos y el maltrato de los que ahora son objeto.

Un saldo psicológico siempre pendiente les conmina a tener que pagar por sus indiferencias previas respecto a otros.

También el mecanismo funciona a la inversa.

Nos encontramos con que la falta de ayuda y solidaridad de muchos trabajadores ante otros, procede nada menos
que de antiguas víctimas. Quienes ya sufrieron el embate de la indiferencia de los demás respecto a su sufrimiento,
ante los desafueros que presencian en otros compañeros, razonan inversamente.

El pacto de mutua indiferencia funciona en ellos al revés.

Desde el momento en que fueron abandonados y sufrieron por la indiferencia de los demás, pagaron por anticipado
el precio para poder elegir hoy ser indiferentes ante las violencias que presencian y que se perpetran contra otros.

El sufrimiento, es causa, tanto de nuevos indiferentes, como del desarrollo de una amoralidad o moral relativista.

Una moral de tipo psicopático que se observa, penetra en zonas cada vez más extensas del tejido social de las
organizaciones.

Gracias a este proceso, la violencia y la injusticia conducen a muchos a convertirse en nuevos indiferentes y en los
actores de futuros actos similares contra otros.

Esta espiral explica porqué el mal y la violencia tiende a tener como origen un mal y una violencia anteriores.

Del directivo victimizado al directivo victimario


Muchos son los directivos resentidos que pasan del sufrimiento de los demás mediante la letanía del: Yo también
pasé por eso y nadie hizo nada por mí.
No sólo manifiestan la destrucción psicológica a causa de la injusticia sufrida, sino además, un tipo de daño en la
esfera moral y ética y de la dignidad personal, en forma de un pervasivo resentimiento contra otros seres humanos a
los que terminarán victimizando.

Algunos más pagarán por lo que otros indiferentes dejaron de hacer anteriormente por ellos.

Este tipo de resentimiento resulta patente entre muchos directivos y, significa la definitiva victoria de la violencia, la
injusticia y la indiferencia en su función configuradora de personalidades psicopáticas, insensibles y carentes de
toda empatía entre el personal directivo.

Es un auténtico triunfo del mal y de la violencia en la dirección, que consigue transformar a las víctimas en seres
llenos de odio, resentimiento y deseo de venganza, perpetradores, a su vez, de otras nuevas violencias contra futuras
víctimas.

La neutralidad ética como colaboración con el mal


Hay quienes defienden que la indiferencia no es sino neutralidad y equidistancia.

Buena parte de la aparente indiferencia de los directivos ante el mal, se dice que no es sino una forma que tienen de
«no tomar partido» por ninguna de las facciones rivales en los conflictos de intereses que se producen en su entorno
inmediato.

La justificación es no participar en un conflicto entre partes.

Esta equidistancia se suele presentar bajo el pretexto de no querer contribuir al escalamiento de los problemas y de
no dar pábulo a la espiral del conflicto, de la venganza, ni al resentimiento entre las partes.

Sin embargo, el análisis de cualquier conflicto establece que, al final, quien no recoge, desparrama.

Nadie que forme parte de una organización puede mantenerse al margen sin contribuir en uno o en otro sentido.

Nadie puede sustraerse finalmente a su responsabilidad ante el mal en el mundo de las modernas organizaciones.

Ayudar a las víctimas significa tomar partido, en el sentido de hacer frente a los agresores, denunciar sus
actuaciones, con el riesgo correlativo de ser llevado paulatinamente a posiciones comprometidas.

Resistir al mal es siempre, un poco, transformarse en un «violento contra los violentos».

De ahí que el indiferente ante la injusticia intente autojustificarse mediante éstas y otras alegaciones, manteniendo al
mismo tiempo que su indiferencia, una autoimagen idealizada y mítica.

Algo que presenta como neutralidad, equidistancia, tolerancia, talante liberal y no-violencia o pacifismo a ultranza.

Esta posición es, además de falsa, injusta para con las víctimas, por resultar victimizadora.

La verdad de la indiferencia y del indiferente es muy distinta.

La equidistancia y la indiferencia como características del liderazgo tóxico


La fuerza del mimetismo constituye una energía social poderosa y no consciente por parte de quienes son sus
agentes e incluso sus víctimas.

El mimetismo en forma de una necesaria reciprocidad en las actitudes, deseos o comportamientos, es responsable de
que en los grupos humanos se tienda a enrolar crecientemente a individuos en torno a los conflictos26.
La característica rivalidad y competitividad entre individuos de nuestros entornos laborales actuales, tiende a
envolver y a incorporar cada vez a más individuos en facciones, luchas, y batallas internas, incrementando una
situación crítica para los grupos que René Girard, padre de la teoría mimética, denomina crisis mimética.

Se trata una vez más de la formidable guerra de todos contra todos, ya analizada anteriormente, que caracteriza a
buena parte de nuestros entornos laborales actuales.

El mimetismo realimenta la crisis social y grupal que pone en marcha al cabo del tiempo, y expone a un peligro
importante la misma supervivencia de los grupos humanos.

Con ello, los grupos sienten ansiedad por cuanto esas rivalidades y rencillas pueden significar su desaparición.

Es el mismo mimetismo, tal y como se ha encargado de explicar René Girard, el que va enrolando en los conflictos y
en las guerras internas, de manera paulatina, a todos y cada uno de los miembros de una organización, como un
ciclón que poco a poco lo va incorporando todo a su vorágine destructiva.

Todos y cada uno de los miembros, tienden a ser incorporados de alguna manera al conflicto, hasta el punto de que
se les exige, tarde o temprano, un posicionamiento individual no ambiguo y explícito ante él.

Esta presión grupal se manifiesta en forma de una especie de ultimatum implícito a la totalidad de los miembros de
la organización, y se puede formular verbalmente del modo siguiente: «O estás con nosotros, o estás contra
nosotros».

El mimetismo obliga, tarde o temprano, a todos a alinearse, es decir, a posicionarse ética y moralmente a favor o en
contra de cada una de las partes enfrentadas en el conflicto.

Cuando hablamos de abusos, injusticias, y procesos de victimización, lo hacemos de algo satánico, pues quien no
hace nada por socorrer a las víctimas, no sólo ya está tácitamente del lado de quien abusa de ellas, sino que además,
con el tiempo, es requerido y tiende a integrarse de hecho en el grupo de los que practican el mal y las injusticias.

Todos los agentes se ven obligados a elegir entre estar conmigo o contra mí.

En las organizaciones, aquellos que pretenden acabar de una vez o destruir a sus adversarios se encargan, muy
mucho, de conseguir inicialmente producir la mayor indiferencia posible hacia éstos por parte de los espectadores
internos, sabiendo que el tiempo hará el resto.

Presenciar el mal o la injusticia que se hace a otros por parte de un número significativo de testigos mudos, los
convertirá, de facto, con el simple paso del tiempo, a través de procesos de disonancia cognitiva ya comentados, en
miembros activos del grupo acosador.

Por ello, es un hecho irrebatible que, a la postre, haga o no haga, nadie puede sustraerse a su responsabilidad moral y
ética ante los conflictos y las injusticias que se desarrollan a su alrededor.

También por el mismo efecto, cualquier posicionamiento solidario a favor de las víctimas del mal y de las
injusticias, por muy minoritario que éste sea, puede resultar tan eficaz como peligroso.

Resulta peligroso porque quienes cometen estos actos, conocen perfectamente que un posicionamiento solidario
puede llegar a producir la detención e incluso la reversión del proceso contra ellos.

Los procesos de victimización, para funcionar adecuadamente engrasados, requieren la agregación unánime de todos
y cada uno de los miembros de un grupo u organización, sin exclusión posible de nadie de los inicialmente
indiferentes.

La indiferencia no es lo que aparenta ser, sino que significa el preámbulo de una conversión perversa que va a
transformar a todos los inicialmente indiferentes en agentes linchadores. La conversión de personas normales en
perversas. El tránsito al lado oscuro.
La batalla cósmica en las organizaciones: acosadores frente a defensores
Ya hemos visto hasta que extremo resulta importante la transformación que el psicólogo Zimbardo denomina efecto
Lucifer.

En su opinión, este efecto es capaz de explicar sucesos terribles como los de la prisión de Abu Ghraib en la
posguerra en Irak.

Da cuenta, del modo terrible y perverso en que soldados totalmente normales podían, con el tiempo, llegar a
perpetrar barbaridades, torturas y vejaciones, por el simple desencadenamiento del proceso mimético de comportarse
como el propio entorno espera de uno.

Esta participación a modo de enrolamiento en procesos victimarios es muy frecuente e inconsciente.

Sin embargo, la cuestión ética o moral más relevante pertenece a los iniciadores o instigadores de estos procesos.
Son de los pocos que a lo largo de todo el proceso saben lo que hacen.

El mimetismo grupal sitúa enfrente, por un lado, a quienes son capaces de instigar un proceso victimizador,
lanzando la primera piedra para inducir el proceso mimético de linchamiento grupal, y por el otro, a quienes se
interponen y defienden a las víctimas, señalando la verdad técnica que es siempre su inocencia y el no merecimiento
del castigo que reciben.

Estas dos figuras extremas y enfrentadas en el plano ético resultan claves para entender los mecanismos que
producen víctimas en las organizaciones. Ambas figuras son analizadas detenidamente por la antropología
girardiana desde la Teoría Mimética.

Quien funciona como instigador-acusador de todo el proceso, es una figura que recibe el nombre griego de Satán
(literalmente el que acusa en un proceso).

El acusador es la figura clave que desencadena el peligroso proceso de victimización.

Intenta siempre que desde el principio, la mayoría de los testigos sean indiferentes. Para ello lanza acusaciones
míticas y sin fundamento contra aquellos a los que quiere destruir.

Su proceso inicial de acusación presenta las características del cumplimiento de un deber. Se trata de reestablecer un
tipo de orden supuestamente alterado por quien amenaza la paz y el status quo organizativo.

El instigador intenta que todos linchen desde el principio a su objetivo, conseguir sembrar la duda y facilitar la
adopción de una posición indiferente en los demás. Con ello sabe que maximiza la probabilidad de que el propio
mimetismo transforme posteriormente a los indiferentes en colaboradores y agentes directos.

Al otro lado se encuentran los defensores, que en griego reciben el nombre de parakleitos [literalmente: «los que
defienden a las víctimas en un proceso»].

Los defensores se la juegan al apostar a favor de la verdad de las víctimas. Al defender a quienes sufren las
injusticias, se exponen a que el propio mimetismo grupal pueda atraer sobre ellos la animadversión y los males que
intentan atajar contra otras víctimas.

La antropología judeocristiana ha operacionalizado esta batalla cósmica en torno a personajes representativos, y


suele presentar recurrentemente a los acusadores-acosadores como padres de la mentira o satanes.

Los satanes sólo pueden reinar y causar el caos entre los hombres, fundamentados en la mentira que siempre es la
falsa representación del proceso victimizador. Es lo que se llama el mito.

Este mito (mentira) es el que hace pasar por culpables a las víctimas.
Es el que explica, desde el error básico de atribución (algo habrán hecho), el ensañamiento contra las víctimas
(muerto el perro se acabó la rabia).

De ahí que la denominación utilizada por la Biblia para referirse a estas figuras, centrales en todas las
organizaciones sociales, es exactamente la del fiscal o acusador en un proceso judicial, en griego: Satán.

Un satán (acusador) técnicamente es quien engaña a los hombres haciéndoles creer falsamente que las víctimas
inocentes son, en realidad, culpables y responsables de su propio mal.

Por otro lado, tenemos a los parakleitos, cuya traducción al latín es ad-vocatus, es decir, «el abogado que acude en
auxilio de una víctima y habla en su favor en un proceso judicial, actuando en su nombre para defenderla». Se
presenta al parakleitos como el abogado universal, el defensor de todas las víctimas inocentes.

Se viene a decir que es el Espíritu de la Verdad, es decir, el Espíritu de Dios. Disipa las tinieblas de la mitología, la
falsa presentación de las víctimas inocentes como culpables, y rompe los mitos y la representación mítica y culpable
de todas las víctimas.

Rehabilita así a las víctimas falsamente acusadas, dándoles finalmente la razón.

Los Jedis organizativos frente al embalamiento y a los linchamientos


organizativos
No es cierto, tal y como ya se ha indicado, que la neutralidad ante el mal y las injusticias sea un punto cero o
equidistante.

El proceso de embalamiento mimético hace que muy pronto todos pasen a formar parte, de manera poco consciente,
del grupo de linchadores.

Por otro lado, tal linchamiento sólo puede verse trabado y dificultado decisivamente por quienes, con su
comportamiento solidario, de apoyo y defensa de las víctimas del mal o de la injusticia, proporcionan un modelo
mimético primigenio a imitar por los demás miembros, especialmente por la masa de los inicialmente indiferentes.

Estos individuos son las figuras clave que pueden romper y quebrar desde su inicio el mecanismo victimario de tipo
aglutinador en el que se basan la mayoría de las organizaciones para linchar socialmente a algunos de sus miembros
y hacer recaer sobre su sacrificio la pax organizativa.

El comportamiento social de defensa y solidaridad de esta especie de Jedis organizacionales significa la


materialización repentina, ante los ojos de todos los indiferentes, de un modelo a seguir.

Un buen modelo, en definitiva. Alguien que, como el ya citado profesor Neira, marque un posible camino a imitar.

Por lo tanto, significa un modelo de imitación, real y concreto, de cómo materializar la fundamental obligación de
solidaridad de la especie ya analizada.

La probabilidad de solidarizarse, teniendo a la vista un modelo concreto de cómo hacerlo, se incrementa


radicalmente.

La ruptura del mecanismo de la unanimidad persecutoria por parte de uno sólo de los miembros de un grupo
violento poseído por el mimetismo grupal, y a punto de consumar la violencia, destruye el juguete mimético con el
que cuenta la figura del acusador.

La representación mítica de las víctimas como culpables en que se basa la justificación de toda la persecución que se
va a desencadenar contra ellas, queda hecha añicos.

La defensa y la rehabilitación de las víctimas por estos héroes anónimos, auténticos defensores o Jedis modernos,
bloquea el cierre de la representación de las víctimas como merecedoras de su mal. También rompe la inercia
indiferente.

Sin embargo, esta posición no está exenta de riesgos, a veces enormes, para quien la adopta como bien muestra el
reciente caso del profesor Neira que salió en auxilio de una mujer que estaba siendo maltratada y que recibió una
agresión por su intervención. Por eso, esta actitud resulta en numerosas ocasiones heroica.

No es en absoluto un cálculo de tipo oportunista el que pueda aconsejar el adoptarla.

Quienes son los primeros en defender la inocencia de las víctimas, por ser los primeros en hacerlo, incrementan la
probabilidad de correr su misma suerte a manos del proceso mimético.

Para Girard, fracasar en la salvación de una víctima amenazada de forma unánime por una colectividad, significa el
riesgo de sufrir la misma pena que aquella.

Si el proceso del defensor no tiene éxito, este correrá la misma suerte que la víctima a la que quería defender.
Invertir de raíz el proceso mimético de victimización en el momento en que éste se abate sobre las víctimas, puede
ser peligroso o fatal para los Jedis organizativos.

Pero los defensores o Jedis organizativos cuentan también con el mismo proceso mimético a su favor.

El mimetismo también va a permitir que la tendencia de todos los demás, inicialmente indiferentes, les lleve a repetir
emulando su comportamiento solidario y de apoyo.

La espiral mimética, en este caso positiva, se realimenta.

Al ofrecer una conducta moral y ética a imitar, ésta va a ser tomada como un modelo y será imitada por parte de los
demás.

Cuantas veces se analizan los procesos de victimización en las organizaciones, se detecta que siempre existe esta
posibilidad desde el principio.

El mal, las injusticias, los abusos y, en general, todos los procesos de eliminación y destrucción psicológica de
víctimas en una organización, pueden ser detenidos desde el principio.

Para ello, la ruptura de la indiferencia inicial y del pacto de silencio en torno a las víctimas, resulta esencial. Aunque
sea la obra de un sólo sujeto, la actitud de estos héroes anónimos que se la juegan por los demás, resulta ejemplar
para el resto.

Estos modelos de comportamiento presentan el enorme potencial de obrar efectos extraordinariamente positivos en
forma de efecto bola de nieve o reacción en cadena.

Sin embargo, es necesario recordar que la elección de la posición ética de cada uno ante el mal en la organización,
supone un verdadero riesgo y no constituye, en absoluto, una apuesta segura.

Sólo quien es capaz de jugársela por las víctimas, posicionándose desde el principio a su favor, es capaz de
salvarlas.

Al final, la postura a adoptar resulta ser una decisión ética que llama a la puerta de la conciencia moral del directivo,
quien, ante el mal y las injusticias que afectan a muchos seres humanos en la organización, tiene que decidir siempre
estar del lado de los satanes o de los parakleitos.

Esta posición no deriva del maniqueísmo, sino que resulta la más realista a la luz del análisis de cómo evolucionan
los conflictos en las organizaciones.

Y aún más, no es una decisión que se adopta de una vez para siempre en una especie de opción fundamental
permanente del dirigente empresarial. Significa una continuada opción ante la múltiple y variada gama de
situaciones que se ofrecen a los directivos hoy en día, y que les expone a dilemas de tipo moral y ético.

Ante estas situaciones, sus elecciones y decisiones concretas les van convirtiendo interiormente, bien en un satán,
bien en un parakleitos.

Ésta es la gran alternativa ética de nuestro tiempo de la que casi nadie habla, y que explica que muchos de nuestros
directivos se apunten a la cómoda moral relativista, característica del liderazgo más tóxico, que postula que todo
depende del color de cristal con que se mira.

El auge imparable de la psicopatía directiva


Sabemos ya cómo la reducción de la disonancia cognitiva opera cambios fundamentales en la personalidad del
indiferente, hasta construir una actitud o posición fundamental que no procede de una única elección aislada sino de
un cúmulo de elecciones.

Estas mutaciones van a terminar por configurar una auténtica personalidad psicopática en muchos dirigentes
empresariales, sin que ellos se aperciban para nada de esta transformación.

La reducción de la disonancia cognitiva que produce el no ayudar a quien se encuentra en necesidad, se materializa,
tarde o temprano, en la construcción, tanto a nivel individual como grupal, de una identidad moral o ética
distorsionada por haber sido violentada por sus propias indiferencias ante procesos de victimización, de marginación
o de exclusión. Una identidad pervertida y perversa.

Buscando eliminar la disonancia generada por haber omitido el deber universal de ayuda a las víctimas, en el
individuo se produce un subproducto psicológico aún peor, que genera cambios permanentes en su personalidad.

Estos cambios permanentes en la personalidad, son la natural y esperable salida en falso de personas que no
presentaban inicialmente una personalidad psicopática.

Simplemente se van convirtiendo en especialistas en pasar del prójimo y ser ajenos absolutamente a ellos. Van
perdiendo la empatía y generando su antagonista, la psicopatía.

Por ello, hay que recordar lo peligroso que resulta para un directivo vivir constantemente envuelto en procesos
violentos e injustos sin hacer nada frente a ellos.

La necesidad de aclimatarse a los abusos y a la violencia, suele producir un efecto de trivialización y banalización
creciente gota a gota que termina pagándose muy caro en forma de cambio interno sutil.

Esa aclimatación al mal, se hace cada vez más banal y trivial en el modo que señaló Hannah Arendt cuando acuñó el
término de banalidad del mal, tiene el potencial de producir el cambio paulatino y perverso que configura, a medio
plazo, auténticas personalidades psicopáticas o la generación de psicópatas funcionales.

Entre los cambios fundamentales que se operan, observamos los siguientes patrones recurrentes entre los directivos
afectados:
• La agresión instrumental: la obtención de sus objetivos profesionales o empresariales mediante ataques y
violencia física o psicológica.
• La culpabilización: la paralización del objetivo por la vergüenza y la inoculación de sentimientos de culpa.
• La dominación o subyugación: el control y la necesidad de poder a ultranza.
• La formación reactiva: la cobardía moral profunda.
• La megalomanía: nadie hay tan grande como yo.
• La proyección: la incapacidad de fiarse de otros y la traición habitual a los demás.
• La negación: la mentira compulsiva y sistemática acerca de sí mismos y de los demás.
Lo más inquietante, es que la mayoría de esos sujetos pueden ser evaluados como seres humanos psicológicamente
normales o sanos. La exposición al mal en medio de la indiferencia los ha terminado transformando.

Algunos autores como Cristophe Dejours prefieren hablar de normópatas, en lugar de psicópatas, por entender que
este tipo de cambios son estadísticamente demasiado frecuentes o habituales y que, en absoluto, requieren de unos
fundamentos clínicos o biológicos diferentes a los de la población normal27.

El psicópata nuestro de andar por casa


El auge de los casos de victimización en el ámbito laboral, familiar y escolar en los últimos años, nos ha
proporcionado la evidencia de que la extensión en la población general de una actitud psicopática es algo más que
un mero alarmismo social.

Un psicópata no es siempre una especie de Hannibal Lecter28 con cara de malo y ojos reptilianos.

Lo que caracteriza a un psicópata es, sobre todo, su carencia absoluta de empatía, y su sorprendente y pasmosa
incapacidad para sentir emociones o para situarse emocionalmente en el lugar de otro.

Estos individuos, cuando son evaluados psicológicamente, no presentan remordimientos ni sentimientos de culpa
por las barbaridades, atrocidades, o fraudes que cometen.

Desde 1941, el psicólogo Hervey Cleckley, en su libro The mask of sanity, describió su existencia y estableció las
siguientes características típicas en ellos:
• Inexistencia de alucinaciones o de otras manifestaciones de pensamiento irracional.
• Ausencia de nerviosismo o de manifestaciones neuróticas.
• Encanto externo y notable inteligencia.
• Egocentrismo patológico e incapacidad de amar.
• Gran pobreza de reacciones afectivas básicas.
• Vida sexual impersonal, trivial y poco integrada.
• Falta de sentimientos de culpa y de vergüenza.
• Indigno de confianza.
• Mentiras e insinceridad.
• Pérdida específica de la intuición.
• Incapacidad para seguir cualquier plan de vida.
• Conducta antisocial sin aparente remordimiento.
• Amenazas de suicidio raramente cumplidas.
• Razonamiento insuficiente o falta de capacidad para aprender la experiencia vivida.
• Irresponsabilidad en las relaciones interpersonales.
• Comportamiento fantástico y poco regulable en el consumo de alcohol y drogas.

La característica central del directivo psicópata es su incapacidad de mostrar empatía o genuino interés por nadie.

Se trata de una especie de autista social respecto a los demás.

Lo que más inquieta es su indiferencia emocional. Esta abulia afectiva hacia los sentimientos de los demás, explica
como es capaz de manipularlos y utilizarlos para satisfacer sus propios deseos sin ningún problema.
Algo que suele pasar bajo el manto y la apariencia de una extraordinaria capacidad resolutiva y ejecutiva.

Los directivos psicópatas se dejan influir menos que las personas normales por los demás y desempeñan con
maestría, tareas bajo una enorme presión psicológica. No les tiembla el pulso.

No es un problema de tipo intelectivo o de capacidad. Conocen perfectamente a un nivel intelectual la diferencia


entre el bien y el mal. Conocen normas y leyes. Pero ello, sencilla y llanamente, no les importa lo más mínimo.

Tampoco les importan el dolor o el sufrimiento que sus acciones pueden causar en los demás, y por ello son
terriblemente eficaces como depredadores sociales. Ante el peligro o el riesgo, se crecen.

Toda conducta social es guiada por el cálculo frío y racional de lo que van a sacar personalmente de sus acciones.

Nunca presentan arrepentimiento ni sentimientos de culpa. Tampoco miedo ni ansiedad.

Hay que recordar que los directivos psicópatas no están, técnicamente hablando, locos. No presentan ni
alucinaciones ni delirios, ni creen ser otras personas. No presentan crisis de ansiedad ni los conflictos psicológicos
propios y habituales de las personalidades neuróticas. Más bien, aparecen especialmente controlados en el plano
emocional y afectivo.

El pernicioso efecto de su extraordinaria habilidad social, refleja que el tiempo y la correspondiente realimentación
positiva de la práctica acumulada y del éxito, consiguen consolidar un aprendizaje perverso.

Acreditan una auténtica maestría en el arte de depredar socialmente a las organizaciones en que trabajan, ganada por
su aquilatada experiencia práctica de años de manipulación y destrucción de personas.

La imagen positiva e impecable, que proyectan interna y externamente en la organización, acredita una prodigiosa
capacidad camaleónica y de manipulación.

Una inmensa y encantadora labia hace que caigan sistemáticamente bien a todo el mundo, desde el principio.

La vulnerabilidad de las organizaciones frente a los directivos psicopáticos


Las organizaciones modernas son, al mismo tiempo, generadoras y víctimas de directivos de tipo psicopático.

En la medida en que las personas normales tienden a pensar que la gente es buena, y que si les das una oportunidad
todo irá bien, los psicópatas juegan con ventaja.

Calculan que los demás no pueden creer que, en realidad, ellos son así.

Sus continuas mentiras, manipulaciones y argucias suelen dejarnos atónitos y ello explica la incapacidad de las
organizaciones para hacerles frente. Sencillamente, no imaginan que detrás de estos individuos se oculta una
personalidad depredadora.

Cualquiera que se enfrente a ellos se encuentra con la pasmosa realidad de que nadie les importa en absoluto y que
tan sólo ven a los demás, como meros objetos o instrumentos para conseguir sus fines.

Este carácter instrumentalizador que convierte a todos los demás en medios, encaja a la perfección con la lógica
instrumental propia y característica de la gestión de personas, que es, por definición, la tecnología para conseguir
que otros hagan, o el arte de hacer hacer a los demás.

Los 20 signos que delatan al directivo psicópata29


1. Tiene una superficial capacidad de encanto.
Se muestra encantador y seductor, y sabe cuidar su imagen a nivel social, lo cual le permite ir ascendiendo muy
rápidamente.
En la organización produce un efecto de encantamiento inicial en las personas cuando lo tratan por vez primera.

2. Presenta una ausencia de resonancia emocional o frialdad, que procede de su incapacidad de empatía hacia los
demás.
No siente pena ni compasión. Si se requiere manifestar socialmente alguna emoción, la simula.

3. Presenta tendencia a explotar a los demás mediante un estilo de vida parasitario.


A nivel laboral, social o familiar vive del trabajo de sus esclavos.
Los demás son seres a los que tiende a instrumentalizar, meros objetos.

4. Posee un sentido grandioso de los propios méritos.


Nadie sabe tanto, o merece tanto, como él.
Posee una personalidad egocéntrica y presuntuosa que no se corresponde con la realidad de sus logros
profesionales efectivos.

5. Miente sin pestañear de manera sistemática y compulsiva.


Su capacidad de mentir se refuerza por la frialdad con que lo hace.

6. Carece por completo de remordimientos o de sentido alguno de la culpabilidad. Debido a ello, opera con una
enorme eficacia, sin temblarle el pulso ante las peores actuaciones.
Si se le pilla en algún renuncio, inventa sobre la marcha nuevas mentiras para camuflar las anteriores.

7. Manipula muy eficazmente a los demás, de forma que éstos terminan haciendo lo que él desea, con la sensación
de que es lo que quieren realmente.

8. Es experto en ganarse la confianza de los demás y en defraudarla de forma sistemática.


Se granjea esa confianza paulatinamente mediante el engaño, la falsificación de credenciales, títulos, curriculum
vitae, etc.

9. Posee una elevada capacidad camaleónica. Se adapta perfectamente a las expectativas, deseos y valores de los
demás, siendo un verdadero experto en identificarlos y adaptarse oportunistamente a ellos, usando sus
expresiones, su lenguaje o imitando su comportamiento.

10. Vive con la sensación de que puede hacerlo todo y de que nada puede pararle.
La ausencia de miedo o temor en su repertorio, le hace especialmente audaz y eficaz al no interferir emoción
alguna en la ejecución de sus actos.

11. Es un experto en identificar los puntos débiles o vulnerables de las personas. Los aprovecha en su beneficio sin
importarle la destrucción que produce en sus víctimas.

12. Le excita la vulnerabilidad y se ensaña especialmente con los trabajadores más débiles o vulnerables a los que
denigra y rebaja, disfrutando del sufrimiento que les produce como una muestra de su poder o inteligencia.

13. Presenta un tipo de pensamiento simple y superficial con incapacidad de hilar más allá de dos o tres frases
eruditas.
Incapaz de profundizar intelectualmente en ningún tema, sin embargo, camufla esta incapacidad mediante su
enorme capacidad de manipular a los demás.

14. Sus emociones son inexistentes, superficiales o artificiales: con ellas trata de simular ser buena persona, con
buenos sentimientos o buen corazón.

15. Su comportamiento con sus eventuales adversarios consiste, alternativamente, en comprarlos mediante
prebendas, ofertas o promesas, o eliminarlos mediante las técnicas más manipulativas y destructivas.
16. Suele transgredir las normas y las leyes, incurriendo sin pestañear en todo tipo de fraudes, irregularidades,
corrupción y nepotismo.
Genera a su alrededor una camarilla a la que hace cómplice de sus delitos.

17. Aduce argumentos morales finalistas o teleológicos ante los demás. El fin perseguido justifica el medio utilizado
para alcanzarlo sea cual sea éste último.
Utiliza una racionalidad instrumental para explicar la destrucción de los recursos humanos que operan a su
alrededor.

18. No tienen ninguna cura o remedio. Si se hace terapia con ellos aprenden a manipular a los terapeutas y les
condicionan. Son elementos asociales para los que no hay solución alguna.

19. Construyen a su alrededor, en las organizaciones, clanes, facciones o mafias que ponen a su personalísimo
servicio. Reinan en ellas por el terror y por su enorme capacidad de mentir y manipular a los demás.

20. Son individuos normales en su apariencia y en sus costumbres, que no presentan alteración del sentido de
realidad, por lo que son perfectamente conscientes de sus actos.
Simplemente, no les importa nada el sufrimiento que causan en los demás a nivel emocional.

A pesar de que se ha intentado todo con los psicópatas, la terrible realidad es que con ellos no hay nada que funcione
efectivamente.

Por eso, estos cambios suelen ser irreversibles.

Los expertos advierten además que no se practique terapia con ellos, pues lo único que hacen es aprender.

En ese sentido, los programas de rehabilitación y las terapias funcionan al revés para ellos. Se perfeccionan y
aprenden del psicólogo nuevas tretas y formas de manipulación. Un pésimo pronóstico que nos aboca a la pregunta
irresuelta por la sociedad: ¿qué hacemos con los psicópatas?

Por qué directivos psicópatas configuran organizaciones psicopáticas


El perverso proceso de conversión al lado oscuro no ocurre solamente entre individuos.

El efecto continuado de la indiferencia ante el mal puede, también, transformar organizaciones enteras.

El modo de operarse estos cambios se describe a la perfección en el libro No sólo Hitler, de Robert Gellately.

En este libro se describe el proceso que siguió Hitler para convertir en nazi a toda Alemania en los años 30 del siglo
pasado.

Nada menos, que la nación más avanzada del mundo en aquella época, fue transformada, en muy pocos años, en un
país de psicópatas funcionales30.

El procedimiento, milimétricamente calculado, que siguieron los nazis para, en muy pocos años, transformar al país
entero, primero implicó el desarrollo de una formidable indiferencia (un país lleno de indiferentes ciudadanos) para,
a continuación, conseguir su transformación en una nación de entusiastas colaboradores con las mayores atrocidades
que la historia humana ha conocido.

Un país en el que los miembros del ejército, los jueces, los médicos, los padres y madres de familia, y los científicos,
pasaron al lado oscuro casi sin advertirlo.

Fueron capaces de transformarse en muy poco tiempo en psicópatas funcionales.

La propaganda nos presenta frecuentemente una ficción basada en una especie de ocupación por la fuerza del poder,
a manos de los nazis. Una nación sojuzgada por el miedo y el terror nazi.

Sin embargo, la realidad no fue la de unos pobres ciudadanos alemanes víctimas de la fuerza y de la coacción del
poder nazi.

Esos sádicos y perversos dirigentes nacional-socialistas existieron y fueron los diseñadores de todo ese efecto
terrible.

Pero el plan no consistió en secuestrar a la nación entera por la fuerza. Millones de personas cooperaron voluntaria y
entusiasmadamente en las peores tropelías de Hitler.

Gellately, advierte que no deberíamos pensar que toda Alemania era una especie de campo militar de entrenamiento,
en el que los ciudadanos fueron víctimas de una estrategia de propaganda, coacciones y terror.

No se trató de un simple lavado de cerebro masivo o de una pura manipulación psicológica a gran escala.

La idea de poder llegar a lavar el cerebro a una nación de más de sesenta millones de habitantes, o de tratarlos a
todos como si estuvieran en un campo de adiestramiento militar, es ingenua. Lo inadmisible para muchos, es aceptar
como las atrocidades que fueron cometidas por los alemanes, fueron operadas con su pleno y total apoyo.

No describe Gellately una nación de asesinos perversos y psicópatas antisemitas, sino una nación de indiferentes
que, muy pronto, y en aras de la eficacia social y la racionalidad instrumental económica, empezó no sólo a mirar a
otro lado ante las mayores barbaridades y violencias, sino a justificarlas como algo necesario y conveniente para el
orden, la paz y la convivencia social. En ese sentido, recorrieron como nación, el camino que acabamos de describir
a nivel individual como paso al lado oscuro.

Alemania no fue el país bárbaro o tercermundista que se ha querido pintar por parte de muchos.

Hay que recordar que durante la primera Gran Guerra, Alemania le disputaba a Gran Bretaña la hegemonía mundial
como imperio.

No hablamos pues de personas ignorantes, sin cultura ni valores.

La población alemana era, por lo general, culta y estaba fuertemente capacitada.

Simplemente fue conducida a la percepción de que todos los males que perpetraron los nazis, eran necesarios desde
la más pura lógica instrumental.

La razón instrumental propia del psicópata fue elevada a razón de Estado. El resto lo hizo el estado agéntico, es
decir, el hecho de que todo era ordenado por la autoridad.

Eso les llevó a aceptar la posición psicopática por antonomasia que establece que: la moralidad de un aparente buen
fin permite justificar cualquiera de los medios utilizados.

El Gobierno de Hitler logró presentar sus desmanes y atropellos como necesarios, desde la eficacia social de tener
que luchar contra problemas que amenazaban la supervivencia del pueblo y del Estado.

Bastó la aplicación de la ética teleológica y de la racionalidad instrumental más perversa, para transformar la
indiferencia inicial en una psicopatía de masas.

Para insensibilizar moralmente al país entero, a través de la inducción de la mayor indiferencia posible, se recurrió,
por supuesto, a la propaganda.

Pero también se utilizó una administración perversamente consumada a través de las microdosis y del gota a gota.

Cada paso que se daba desde la cancillería del Reich (muy especialmente las decisiones que entrañaban graves
cuestiones éticas como la eutanasia o las medidas antisemitas) fue implementado meticulosamente y nunca fue
seguido por otro paso en la misma dirección, sin antes comprobar fehacientemente que la mayoría de la población lo
había asimilado y aceptado tácitamente.

En una especie de desensibilización sistemática, los ciudadanos fueron conducidos y abocados a aceptar dócilmente,
y poco a poco, las mayores barbaridades y tropelías del régimen.

Un proceso de encantamiento masivo.

Antes de dar una nueva vuelta de tuerca, Hitler sopesaba cuidadosamente el impacto y se aseguraba la total
indiferencia política de los alemanes, antes de seguir adelante.

Al exponerlos, muy sutil y gradualmente, a los cambios y a las reformas sociales más perversas e inmorales,
consiguió lo impensable: que muy pocos le hicieran frente y que la mayoría terminara, primero, siendo indiferentes
y finalmente, colaborando con esos males.

Es un hecho históricamente comprobado, que Hitler trató de adjuntar siempre a todas sus medidas el marchamo de la
eficacia y la racionalidad instrumental. Algo propio y característico de su personalidad psicopática, sin duda.

La indiferencia social de los alemanes respecto a las acciones de Hitler se debe, según Gellately, sobre todo, al modo
sibilino con que fueron presentadas a la población mediante la propaganda y la distorsión comunicativa.

Aquellas acciones no eran sino los medios necesarios para obtener el éxito que se había ido logrando en otros
campos, básicamente en la economía, el empleo y la erradicación de la delincuencia común.

Es esta administración cuidadosa de la indiferencia social, la que explica por qué las primeras medidas legales contra
los judíos, no se produjeron más que a partir del segundo año de la toma del poder por los nazis y por qué, la
primera algarada social masiva de violencia contra los judíos aún tardó varios años más en producirse.

La racionalidad instrumental como antecedente de las organizaciones más


psicopáticas
Encontramos la misma forma de operar, en muchos directivos psicopáticos que ya han cruzado el rubicón hacia el
lado oscuro.

Éstos pretenden que sus logros económicos o financieros les puedan proporcionar universales patentes de corso,
para hacer y deshacer a su antojo, en la organización.

Basta con presentar las medidas más inhumanas o perversas, como nacidas de una supuesta racionalidad
instrumental económica.

El triunfo y el éxito económico de la empresa se presentan como los argumentos incontestables de la más terrible
impunidad moral.

El hecho de poder presentar algo desde una argumentación economicista, suele bastar para consagrar su carácter
ético y moral.

Por otro lado, se opera la resignación de todos los agentes económicos, muy especialmente de las víctimas, que
deben aceptar en primer lugar el mantra, más repetido cuanto más falso, de que no hay otro modo de hacer las cosas.

Entre aquellos que deberían luchar por oponerse a esos abusos, y defender los derechos de las víctimas a no resultar
destruidas, cunde un creciente desánimo y la sensación de impotencia que procede de atribuir lo que ocurre a una
especie de fatalidad cósmica.

Algo que es presentado casi mecánicamente como propio de como está hecho el mundo de los negocios.
La mayoría, contempla impasible estos acontecimientos como sucesos derivados de una praxis económica que no
podría ser otra sino la que es, tomando los datos con el fatalismo de quien sabe no puede sustraerse a un destino fatal
prefijado.

El mismo esquema religioso sacrificial y determinista, propio de la antigüedad, funciona aquí.

Todo queda justificado por la existencia de una voluntad trascendente, arbitraria y caprichosa, aunque
inconmensurable para los humanos, procedente de unos dioses para los que los mortales importan poco.

Los dioses actuales son: la pretendida racionalidad instrumental, la calidad, el alto rendimiento y otras
reencarnaciones de la moral instrumental bajo diferentes formas.

Estos dioses son procesos ciegos de la economía (economistas tiene la madre economía que podrían explicarlo en
tiempo y forma), en extremo complejos que, simplemente, son así y no pueden tener en cuenta en absoluto el factor
humano como valor central a dignificar, proteger y salvaguardar.

Es la religión del psicópata y su moral propia.

La moral teleológica propia del directivo que pretende que el fin justifique los medios. Una a-moralidad revestida de
necesidad económica imperiosa. Es el triunfo máximo del directivo más psicopático, capaz de convertir a todo su
grupo de referencia en manso y dúctil para sus propósitos más perversos.

Los que saben lo que hacen: los sacrificadores y el sacrificio


En este proceso, alguien puede pensar que todo es cuestión de la estructura, el sistema, o el orden externo de las
cosas.

Muchos achacan todos males a la globalización, la informatización, la sociedad tecnológica, el liberalismo, el libre
mercado, etc.

En resumen, siempre se trata del sistema, englobando bajo este término una amalgama de causas complejas sin
posible comprensión racional.

Una especie de inconsciente grupal cuya manifestación sería la estructura o el sistema, éste obraría y consumaría
todo.

Echarle la culpa al sistema, suele ser el recurso del pensamiento débil y moralmente abdicante.

Lo mismo que Hacienda, el sistema somos todos en general y nadie en particular.

Muchos directivos de nuestra época se sienten inmersos en procesos gigantescos y zarandeados por fuerzas
complejas que creen no poder comprender y menos dominar.

No sólo se sienten abandonados a una suerte que les parece arbitraria, en forma de serie de injusticias de las que
nadie parece tener la culpa, sino que quedan, además, a merced de un vacío existencial de sentido que les hace sufrir
aún más.

Al modo de las víctimas de los sacrificios religiosos paganos, aceptan esta situación, mansa y sumisamente. Se
resignan.

En el fondo de su ser ha calado el mensaje del pensamiento único económico: se sienten inadecuados, ineptos,
torpes, desfasados.

En definitiva, son culpables por no ser suficientemente adaptables, ajustables, flexibles… para poder sobrevivir
profesionalmente en una sociedad que funciona óptimamente y en la que cualquiera tiene la oportunidad de salir
adelante.

Se sienten, por lo tanto, culpables y merecedores del castigo que se abate sobre ellos.

En todo este panorama hay, sin embargo, quien posee el navegador y el timón en el proceso. Son los que saben lo
que hacen.

Saben lo que quieren y trabajan denodadamente por conseguirlo.

Estos directivos aprovechan en su beneficio la situación generalizada (y fomentada y animada) de guerra de todos
contra todos, ya comentada en las organizaciones, para mantener y consolidar su posición de dominio.

Son pescadores en aguas revueltas, capaces de, si no viene el río como ellos necesitan, revolverlo adecuadamente
generando la turbulencia en las aguas, una y otra vez, hasta conseguirlo.

Para estos oportunistas, el conflicto no es una lacra a erradicar en la organización, sino que constituye una
oportunidad que aprovechar en su favor.

En muchos casos, suelen generar activamente ese conflicto para obtener así réditos y conquistas oportunistas a partir
de él.

Usan para ello las estrategias basadas en clásicos como Maquiavelo31 o Sun Tsé32. Todo vale.

No suele ser extraño que esta ralea directiva predique la necesidad de cambio permanente.

Un cambio que suele pasar por sacrificar a alguien en aras de que todo siga igual.

Muchas organizaciones viven de este modo gracias a una cronificación del conflicto. En ellas, se vive con la
sensación de no alcanzar nunca un cierto equilibrio, una cierta estabilidad, o una cierta paz en las relaciones sociales.

Nunca se termina de sufrir el desgaste crónico del conflicto exacerbado.

La técnica de las técnicas del liderazgo tóxico: la fabricación y el sacrificio de


chivos expiatorios
El directivo que ha pasado al lado oscuro tiende a utilizar siempre el mismo tipo de mecanismo sacrificial de
resolución de conflictos.

Lo hace señalando y expulsando periódicamente a un chivo expiatorio.

El grupo humano que dirige, resulta estructuralmente inestable debido a la crisis mimética y a una ausencia de
voluntad de integrar, de manera armoniosa y eficaz, a las personas y sus diferencias.

Este tipo de directivos fomentan, a todos los niveles, la rivalidad y el conflicto como base de unas relaciones
sociales en el seno de su equipo humano, que terminan generando problemas cada vez mayores, así como costes de
coordinación ingentes.

La rivalidad, la envidia y la competitividad entre los miembros de los grupos que dirigen, extienden la inquina y la
suspicacia.

Los juegos psicológicos de suma cero y la extensión de la cizaña del dividir para vencer, hacen que cada cual
vivencie a sus compañeros como adversarios a batir, en una ley de la selva generalizada que transforma
paulatinamente todas las relaciones humanas en alternativas de yo gano-tú pierdes o bien, de tú ganas-yo pierdo.

La cooperación se vuelve imposible y la confianza se extingue.


Estos juegos de suma cero, característicos del liderazgo tóxico, permiten un beneficio secundario: conseguir un tipo
de trabajadores individualistas, inermes, insolidarios, culpabilizados y cerrados en sí mismos.

Con ello se destruye todo sentido de comunidad y toda solidaridad.

Muy pronto, el grupo humano se encuentra en una crisis social y amenazado por la desintegración y el caos. Es la
crisis mimética que siempre amenaza con dar al traste con la propia integridad y continuidad del grupo.

Es entonces cuando interviene el fármaco infalible para conjurar, al mismo tiempo, esta crisis y reforzar el poder del
liderazgo tóxico.

Este remedio no es sino la utilización del viejo mecanismo sacrificial del chivo expiatorio.

Conviene sacrificar a uno: el mecanismo del chivo expiatorio


Muchos dirigentes empresariales que han pasado al lado oscuro, han descubierto la efectividad de este mecanismo
de tipo sacrificial. Al descubrirlo, quedan prendados de cuan efectivo puede resultar a la hora de resolver todo tipo
de crisis.

El chivo expiatorio es el recurso ideal para explotar toda la situación de crisis en su exclusivo beneficio, reforzar su
poder y alinear a todos a su lado.

Con la génesis del mecanismo del chivo expiatorio, un líder tóxico, trata de desarrollar periódicamente
acontecimientos de purga en forma de expulsión y linchamiento ritual y grupal, que puedan funcionar como los
elementos integradores del grupo y que le permitan reinar sobre su propia incapacidad de articulación e integración
social.

El mecanismo sacrificial de expulsión, consiste en señalar un chivo expiatorio o culpable universal de todo lo malo
que ocurre en ese departamento, unidad o empresa, para, una vez señalado y estigmatizado adecuadamente,
sacrificarlo por el bien y la supervivencia del grupo.

Todos los demás miembros, convenientemente manipulados y convencidos de la culpabilidad segura de la víctima,
serán requeridos y urgidos a participar en el linchamiento.

Participar en ese linchamiento social y psicológico unánime, es el requisito imprescindible para que se pueda
recomponer la unidad perdida en el grupo, hasta entonces en crisis y amenazado por la desintegración a la que lleva
el estilo de no-gestión de este tipo de líderes.

La esencia del mecanismo victimario que reproducen periódicamente los gerentes más tóxicos, consiste en el
periódico señalamiento de un enemigo común, externo o interno, que va a ser presentado como el causante y
responsable último de todos los males que aquejan a la organización.

Esta pública asignación de un culpable universal, puede efectuarse a diferentes niveles y constituye el genuino y
auténtico método de integración social de las organizaciones más tóxicas. Éstas, proceden de este modo para
aglutinar, integrar, o aunar los esfuerzos y la capacidad de los trabajadores, mediante periódicos llamamientos al
linchamiento colectivo de un enemigo común señalado.

Durante los años treinta, una sociedad avanzada como la alemana no tuvo inconveniente en mirar hacia otro lado y
apoyar las medidas nazis contra los delincuentes comunes, los degenerados sexuales, los comunistas o los judíos.

Inmersos en este mecanismo del chivo expiatorio, dirigido oportunamente por los nazis, la inmensa mayoría de los
alemanes, vivía con la sensación de que toda esa gente indeseable era la culpable de la mayoría de los problemas
sociales y que era una cuestión de orden social eliminarla, extirparla y arrojarla fuera a cualquier precio.

La utilización de campos de concentración contra ellos, no era algo moralmente reprobable para los alemanes. No
interpeló a la conciencia social mayoritaria puesto que todas esas medidas se percibieron como una mera cuestión de
eficacia económica y social.

El fin bueno y justo a lograr, en forma de paz interna y de seguridad, justificaba adoptar medidas como aquellas.
Mientras se hacía todo esto, la nación recobraba su pulso y se integraba gracias al sacrificio de esos chivos
expiatorios.

El señalamiento de un enemigo fácil externo o interno


A veces, ese rol de enemigo común a batir, del chivo expiatorio, lo representan elementos externos a la propia
organización.

En esos casos, se utiliza el recurso de un enemigo externo al que se declarará la guerra, rehaciéndose así, de manera
instantánea, la unidad en el seno de la organización lacerada y desintegrada por la exacerbación de la crisis social.
Repentinamente, todas las rivalidades que erosionaban y minaban la organización en forma de facciones, clanes,
rencillas y todo tipo de guerras de todos contra todos, se acaban al llamar a rebato contra el enemigo externo.

Practicar liturgias de exclusión y linchamiento, celebrar autos de fe, proclamar cruzadas o declarar guerras al
enemigo externo, suelen ser formas inhumanas, destructivas y, a la vez, muy eficaces de reunificar a grupos sociales
en desintegración, amenazados por la falta de cohesión propia de la guerra de todos contra todos.

Dicha eficacia es la responsable de que ésta sea la manera principal que tienen de hacer política, en la actualidad, la
totalidad de los partidos políticos contra sus adversarios.

El modo entusiasta en que la mayoría es reclutada contra los enemigos externos es, una vez más, el fruto del
mimetismo, nuevamente utilizado por el líder tóxico en su favor.

Resulta sin embargo, más frecuente por menos arriesgado para un líder tóxico, encontrar en el interior de la
organización individuos o grupos cuyos perfiles bajos les convierten en fácilmente sacrificables.

Son todos aquellos que pueden jugar ese rol o papel de víctimas propiciatorias, con muy bajo coste para el
sacrificador, por la baja probabilidad de que hagan frente al proceso.

Su perfil bajo les hace candidatos ideales y recurrentes a ser las cabezas de turco oficiales.

Por ello, suelen ser seleccionados como objetivos preferentes los trabajadores que presentan menor riesgo de
retaliación para el instigador del proceso.

Éste trata de minimizar el peligro de una reacción de afrontamiento o de represalias por parte de otros trabajadores,
que pudieran apoyarles contra él. Suelen elegir como víctimas del proceso de linchamiento interno a:
• Mujeres en situaciones familiares de vulnerabilidad o de necesidad.
• Jóvenes en situación de precariedad laboral.
• Trabajadores veteranos con edades que dificultan su recolocación en caso de despido.
• Trabajadores recién llegados a la organización y que no tienen el respaldo de nadie.
• Trabajadores minusválidos, con defectos físicos o características diferenciales evidentes.
• Trabajadores vulnerables por razón de enfermedad reciente o minusvalía.
• Inmigrantes que permiten explotar la tendencia a la xenofobia.
• Trabajadores con características sociodemográficas diferentes al grupo mayoritario (en edad, sexo, procedencia,
adscripción ideológica…).
• Trabajadores huérfanos o sin padrinos (que no pertenecen a ninguno de los clanes o facciones internos).
• Trabajadores con éxitos profesionales o circunstancias personales o familiares que les hacen blanco fácil de la
envidia (y por lo tanto, objetivos fáciles para aglutinar a todos en su contra).

Estas características de los trabajadores funcionan generalmente como elementos que atraen a las multitudes a
polarizarse contra ellos.

El instigador sabe que es más fácil que todos estos perfiles susciten la fácil desconfianza, los celos, o la
animadversión por parte de los demás miembros del grupo en forma de reacción contra el cuerpo extraño.

Cómo pergeña el líder tóxico la unidad y la cooperación en su equipo


De forma tan entusiasta como inconsciente, muchos trabajadores se prestan a colaborar en los linchamientos
colectivos de las víctimas que han sido señaladas o determinadas como chivos expiatorios de sus organizaciones.

Una y otra vez el mecanismo puede reagrupar e integrar socialmente a la organización en torno al señalamiento de
un individuo o grupo culpable de todo.

Cargar contra ellos es el mejor modo de reintegrar la unidad perdida.

No hay unidad ni sentimiento de cuerpo, parecido al que desencadena un linchamiento colectivo, o el despellejar
colectivamente todos a una a la víctima.

La integración social perversa, propia de la violencia de todos contra uno, permite rehacer espontáneamente la
unidad perdida por el comportamiento depredador del líder tóxico. Éste, al fomentar las rivalidades de clanes y
facciones e intentar así reinar sobre ellas, pone al mismo tiempo en peligro al grupo, por no poder cooperar
suficientemente o por los costes de coordinación que ello requiere. De ahí que necesite un mecanismo de freno de
emergencia como es el del chivo expiatorio.

La mayoría, participa en las ceremonias de sacrificio sin darse cuenta de que se les ha manipulado y se les ha
involucrado en un mecanismo victimizador, manejado hábil y oportunistamente por quien es su principal
beneficiario.

Esta sutil manipulación va a permitir desplazar la responsabilidad de unos desastres perfectamente reales, que tienen
como responsables a los que dirigen esas unidades o departamentos, sobre personas o grupos que cargan con el
estigma de un reproche colectivo y con las consecuencias, devastadoras para ellos, de una violencia psicológica y
social unánime.

Los linchamientos colectivos al ser inducidos periódicamente, permiten, también, canalizar el malestar, la
frustración y el estrés propio de trabajar en una organización que se ha convertido en psicológicamente tóxica por la
acción directiva de un líder tóxico.

El fruto podrido del liderazgo tóxico: los grupos acosadores y linchadores


El desplazamiento de la agresión termina explicando el agrupamiento colectivo de todos en masas unánimemente
perseguidoras, que pretende purgar a la organización de los elementos impuros que la perjudican o corrompen.

En una situación de violencia psicológica grupal, las víctimas reciben el mensaje unánime de su intrínseca torpeza,
estupidez, incapacidad, malevolencia o imprudencia.

La unanimidad persecutoria acrisolada y reforzada desde la rumorología y radio macuto, produce todo tipo de
leyendas negras, calumnias y versiones de la realidad nuevamente distorsionadas en perjuicio de los chivos
expiatorios. Una vez más, funciona el mito de su culpabilidad.

Este proceso de culpabilización de los chivos expiatorios los deja, además, inermes y paralizados ante un entorno
cada vez más unánime y violentamente perseguidor.

Ese entorno configura una masa linchadora, cada vez más nutrida por nuevos miembros que operan contra una
víctima cada vez más indefensa y culpabilizada.
Una masa que trabaja con el celo propio de aquel que cree un deber de conciencia, participar en la aniquilación del
enemigo público señalado.

Ya hemos visto como algunos líderes más tóxicos fomentan el caos social y la fabricación de esta masa, usando el
estilo de dirección denominado de no intervención y dejadez [laisser faire, laisser aller].

El liderazgo dimisionario contribuye, como pocos estilos, a la putrefacción del ambiente social de la organización y
al nacimiento de estos procesos catárticos.

Así, cuando la situación llega a un límite, casi no es necesario intervenir. Es el mismo grupo en crisis el que
reacciona automáticamente contra alguno de sus miembros, eligiéndolo y utilizándolo como chivo expiatorio,
rehaciéndose, del modo ya descrito, la paz social sobre las espaldas de la que resulta ser la víctima propiciatoria.

El problema de este tipo de mecanismo de resolución es que siempre resulta parcial e incompleto.

Al cabo del tiempo, las razones estructurales que llevaron al caos social a ese grupo reaparecen y afloran de nuevo.

Por eso, el mecanismo se vuelve repetitivo y casi adictivo. En esas organizaciones, tarde o temprano se requiere una
nueva víctima para ser sacrificada.

La consumación de la conversión al lado oscuro del liderazgo


La conversión del pueblo alemán en una nación de psicópatas, tuvo como analista de excepción a uno de los pocos
miembros de aquella sociedad que hizo frente al régimen.

Ello le costó la vida en los últimos días de la guerra, puesto que fue asesinado por una orden expresa de Hitler.
Hablo del pastor luterano Dietrich Bonhoeffer, uno de los mejores y más valorados teólogos en la actualidad. Este
joven pastor de 33 años, fue quien realizó el mejor análisis psicológico explicativo de lo que le ocurrió al pueblo
alemán, para transformarse en una nación psicopática.

Bonhoeffer describe magistralmente el mecanismo que en aquellos terribles años permitió aupar al poder al
monstruo nazi y desgrana meticulosamente el mismo proceso de conversión al lado oscuro que sufrieron la mayoría
de sus compatriotas y que hemos querido reflejar en este ensayo.

Su análisis confirma que la conversión al lado oscuro y a la psicopatía funcional de una sociedad civilizada y
avanzada, no es algo difícil de lograr. Sean sus propias palabras las que den el colofón a este ensayo con el que he
querido ilustrar el efecto perverso del liderazgo tóxico:
«Cuando una cifra exitosa se vuelve especialmente prominente y destacada, la mayoría de las personas se rinden a la idolatría del éxito.
Se ciegan ante lo correcto y lo incorrecto, lo verdadero y lo falso, el juego limpio y el juego sucio.
A la proposición de que el éxito es bueno le sigue otra que tiende a establecer las condiciones para la continuación del éxito.
Esta proposición sostiene que el éxito es lo único bueno.
La facultad crítica moral e intelectual se obnubila. Queda encandilada por el brillo del hombre exitoso y por el anhelo de participar de alguna manera
de este éxito. Sólo se tienen ojos para la realización, el resultado exitoso.
Se llega a ignorar que la culpa cicatriza con el éxito, precisamente porque ya no se conoce la culpa.
El éxito es un bien sin más.
Esta actitud sólo se puede adquirir en el caso de una profunda mendacidad interna, de un consciente autoengaño.
Entonces se llega a una corrupción interna de la que es muy difícil lograr la curación»33.
5

Epílogo
Liderazgo Zero Metanoia: la conversión necesaria

¿Es posible un liderazgo libre del poder, la rivalidad, el resentimiento y la


violencia?
«Solamente reconociendo que ninguno de nosotros es una isla ensimismada, y que formamos parte de la condición humana, la humildad toma la delantera
sobre el orgullo infundado y nos permite reconocer nuestra vulnerabilidad a las fuerzas situacionales.
Si queremos desarrollar mecanismos para combatir estas transformaciones, resulta esencial aprender a evaluar de que maneras la gente corriente puede ser
seducida o embarcada en la práctica de acciones perversas.
Tendremos que centrarnos en descubrir los mecanismos y los factores causales que influencian a tantos para hacer tanto daño y cometer tantas barbaridades
por todo el mundo».
Philip Zimbardo

¿Es posible el cambio?


A lo largo de este ensayo, he ido señalando las principales rémoras que afectan al ser humano actual, así como las
principales tentaciones y obstáculos para un liderazgo real y efectivo.

Aunque este ensayo inicia una trilogía dedicada a proporcionar alternativas al liderazgo tóxico, éste, que es su
primer volumen, ha querido estar fundamentalmente dedicado a la constatación del problema y al análisis de las
causas del liderazgo tóxico.

A pesar de que en mi próximo libro Management de comunión34 trato y desarrollo en detalle las claves del proceso
de conversión de un directivo a un tipo de liderazgo zero, no he querido, terminar sin ofrecer, a modo de antídoto,
algunas ideas esenciales que serán analizadas más detalladamente allí.

Estas ideas pueden servir para iniciar una necesaria reflexión y un camino hacia una ineludible ya metanoia, más
necesaria que nunca en el ámbito directivo ante la crisis social económica y existencial en que nos encontramos.

Una metanoia que ha de permitir al dirigente empresarial del siglo XXI escapar a la espiral de la rivalidad, el poder y
el uso de la violencia en las relaciones humanas, muy especialmente dentro del ámbito de la gestión directiva.

He indicado al principio de este libro, que no es un camino adecuado el renunciar meramente a desencadenar los
procesos rivalitarios y los conflictos, pues en la mejor buena fe de todo narcisista, siempre es el otro el que ha
comenzado las hostilidades.

Ya hemos demostrado como todas las querellas familiares, las vecinales o las propias de la acción política moderna
en forma de crispación, pueden recapitularse en una habitual reclamación de que fue el otro quien empezó esta
guerra.

Si la violencia tiene origen en un comportamiento imbuido de mimetismo del que no somos conscientes, mientras
participamos plenamente de él, la salida al conflicto y la no-violencia han de significar, forzosamente para cada uno
de nosotros, una nueva cosmovisión de nuestro universo personal, íntimo y relacional, en forma de mayor
conocimiento de los procesos que regulan las relaciones y nos guían y dirigen sin saberlo, hacia el desastre. Es decir,
una mayor atención y consciencia.
Esta metanoia que yo reclamo supone algo así como cambiar el rumbo y modificar el sentido de la marcha habitual.

Metanoia significa una especie de cambio fundamental o conversión interna.

Sin embargo, todo a nuestro alrededor conspira para que esta experiencia de conversión a la no violencia se
produzca.

Entre esos factores de riesgo hemos ido identificando las siguientes mentiras y sus mitos correspondientes, que
tendemos a creer de manera complaciente. Para salir de ellos se requiere tomarlos como tales, es decir, verlos como
algo falso. Entre esas mentiras y mitos de las relaciones humanas aparecen las siguientes:

1. La ceguera propia del mimetismo y la acción recíproca automática.

2. El narcisismo como falta de autoestima y como huida de la experiencia de vacuidad interior desde la imagen
propia en los demás.

3. El mito romántico del individuo autónomo y autoderminado.

4. Los modelos de imitación que atraen y la búsqueda de una trascendencia idolátrica en forma de querer ser otro.

5. El fariseísmo violento: la denuncia ajena y la ceguera propia.

6. El otro empieza siempre el conflicto: la espiral violenta que nadie reconoce iniciar.

7. Nuestro carácter como perseguidores y partícipes en un mecanismo ritual de linchamiento de chivos expiatorios
que reestablece la paz y el orden alterado.

La conversión o cambio de rumbo propio de la metanoia necesita cierta disciplina, que ha de adquirirse asimilando y
acogiendo seis verdades fundamentales, que fundamentan seis pasos hacia el cambio interior.

Este proceso no es meramente intelectual y frecuentemente requiere de años o de una especial gracia o buena suerte
en el sentido que señalan Rovira y Trías de Bes35.

1. Reconocer que somos miméticos: somos el deseo del otro


La primera dificultad que impide la metanoia del ser humano, en relación a su conflicto y a la violencia de cada día,
es el desconocimiento de cómo opera el mimetismo en cada uno de nosotros.

Contra nuestra vanidad y contra el mito romántico universalmente aceptado de que somos algo o, debiéramos serlo
(peculiar, diferente, autónomo, genuino, original, creativo, etc.), se presenta la tozuda realidad de que somos seres
de segunda mano, es decir, que nuestro deseo desea sin nuestro permiso y sin nuestra voluntad consciente.

Para quien se cree un yo autónomo (básicamente esa es la experiencia universal de todos nosotros), resulta muy
humillante constatar que, realmente, no somos tales individuos, sino más bien interviduos, y que necesitamos
siempre de modelos para saber lo que debemos desear.

Aceptar que terminamos rivalizando con nuestros modelos, desplegando la violencia recíproca o el resentimiento, es
la primera verdad a asimilar.

Nuestro narcisismo o falta de genuina autoestima no acepta la verdad o revelación técnica de que somos esclavos de
los deseos de otros, y de que, finalmente, nuestra pretendida, genuina y autónoma existencia no es más que el
continuado, desesperado e infructuoso (por siempre frustrado) intento de llegar a ser otro (trascendencia horizontal).

2. Reconocer nuestro resentimiento (envidioso) hacia el modelo


Al hacer de otro nuestro modelo de imitación, en cuanto al deseo, este otro, se convierte en un obstáculo.

Al desear lo mismo que el otro, éste, tarde o temprano, va a reforzar su propio deseo intensificándolo y oponiendo
una feroz resistencia a que lo imitemos.

Esta sorpresiva oposición hace del otro un adversario inesperado, que por efecto de nuestro narcisismo, se
transforma en un malvado, desconfiado, envidioso, celotípico y paranoico rival.

El efecto absolutamente proyectivo es, ver y percibir, con absoluta sinceridad en el otro, al perfecto celoso y
envidioso de nuestro genuino y, por supuesto, anterior deseo.

Cuando nos encontramos heridos, por el hecho universal de que nuestro modelo obstaculiza sistemáticamente la
adquisición del objeto que deseamos, lo más normal es que empecemos a creer, con absoluta sinceridad, que el
modelo nos odia, o incluso, que va a por nosotros.

Este resentimiento u odio presunto del otro, es el que, por efecto del mimetismo, vamos a imitar, devolviéndoselo,
para sorpresa del primero, que seguramente no tenía consciencia de todo este desencadenamiento.

El carácter automático del mimetismo, explica el hecho universal de que, después de haber imitado el deseo de
nuestro modelo por determinado objeto, proseguimos imitando el supuesto (aunque falso) deseo de perjudicarme,
dañarme o ir a por mí que presumo en su actitud, aunque tal cosa no exista más que en mi imaginación. Es la
reciprocidad negativa, madre de todo conflicto.

El mimetismo explica el paso adelante que todos nosotros damos, cuando deseamos, a su vez, hacer daño al otro, es
decir, perjudicar a aquél por el que hemos generado de manera mimética el subproducto violento que es el
resentimiento.

Todo resentimiento es habitualmente representado en nuestra mente como una simple reacción natural al presunto
odio previo del otro.

Aunque no existiera la voluntad previa del otro de perjudicarme o dañarme, el resentimiento hacia él le va a
convertir, por un doble efecto mimético, en un adversario real que, a su vez, se creerá víctima de una repentina e
injusta animadversión por mi parte (es el otro el que empezó).

Su imitación de mi deseo de venganza, le convierte en auténtico cumplidor de mi profecía autocumplida, por lo que
al final, contemplando su odio hacia mí, confirmaré que mi primigenia sensación de que el otro venía a por mí, no
era falsa, sino certera.

Conocer en profundidad cómo se desencadena en cada uno de nosotros, este mecanismo del doble resentimiento
desde el mimetismo, es un requisito indispensable para liberarse de la espiral violenta.

Es muy comprensible que en un mundo que exacerba el deseo a todos los niveles, el resentimiento mutuo vaya
creciendo, y la envidia y sus epifenómenos violentos, sean el pan nuestro de cada día.

3. Reconocer nuestra participación en el mecanismo social del chivo expiatorio


La crisis mimética universal y generalizada hace que el mecanismo causante del resentimiento termine afectándonos
a todos y genere la guerra de todos contra todos, en el seno de los grupos humanos.

Estas crisis miméticas se autorregulan de forma periódica mediante el terrible mecanismo catártico y purgativo del
chivo expiatorio.

Este mecanismo nos hace copartícipes a todos, de un tipo de linchamiento colectivo del que no somos conscientes.

Se trata de salvarnos de la mutua destrucción a la que nos conduce el mimetismo, mediante el señalamiento de un
culpable interior o exterior.

Al culpable externo le vamos a atribuir todo tipo de cualidades negativas en un proceso de estigmatización, primero
(él es diferente a nosotros), y de satanización, después (él es malvado, responsable y culpable de nuestros males).

La participación universal en el linchamiento colectivo de chivos expiatorios es difícilmente reconocible, pues el


mismo mecanismo para ser eficaz debe ser inconsciente, o mejor dicho, no conocido por los agentes que lo llevan a
cabo.

La revelación técnica de la inocencia de todos los chivos expiatorios, de su elección arbitraria, de su satanización por
la masa linchadora, es la única que puede detenernos en el mismo momento en que nos disponemos a lapidar a una
nueva víctima, en la mejor buena fe.

Reconocer nuestra participación en la mayoría de los procesos de persecución de los chivos expiatorios que se
desencadenan en nuestros grupos sociales: familia, pareja, amigos, trabajo, política, supone una verdadera
revolución y un cambio fundamental en nuestras relaciones interpersonales. Es la madre de todas las conversiones.

Reconocerse un perseguidor inconsciente de los demás, significa detener el comportamiento linchador, en el mismo
instante en que se iba a desencadenar contra aquellos.

Reconocer la inocencia propia, justificando los linchamientos en que participamos, no es posible sino en detrimento
de nuestras víctimas expiatorias, a las que consiguientemente hay que condenar satanizándolas. En este sentido
opera la vieja y conocida lógica farisaica.

Por el contrario, reconocer nuestra responsabilidad en la participación en el proceso de estigmatización, exclusión y


linchamiento de todos los chivos expiatorios de nuestros diferentes universos sociales, significa, precisamente,
liberarse de ella mediante la autoconsciencia [awareness] que rompe el hechizo, encantamiento o fascinación que
siempre nos produce una multitud linchadora, unida e integrada patológicamente por el todos contra uno.

Se trata de una alternativa ética que no deja escapatoria.

O bien reconocer que nuestras víctimas son inocentes, y esto nos hace culpables de la violencia contra ellas, o bien
convertirlas en culpables (o cuando menos responsables de sus propios males) para salir exculpados como meros
artífices ejecutores de una justicia universal (si lo ha buscado se lo merece).

Una elección incorrecta ante esta alternativa nos lleva a una corrupción moral que consagran los procesos de
disonancia cognitiva.

De este modo, cuanto mayor sea nuestra violencia contra el otro, más crece nuestra necesidad de reducir la
disonancia, haciéndonos creer que éste, es alguien malvado, perverso, cínico, malintencionado, maquiavélico.

Es el ensañamiento con el que acaban todos estos procesos.

La constatación de nuestra participación universal en los procesos violentos de linchar chivos expiatorios, nos lleva
a otro necesario reconocimiento.

4. Reconocer la inocencia (el no merecimiento, la no culpabilidad, la


arbitrariedad en la elección) de todos nuestros chivos expiatorios
En todo el proceso de cambio, conversión o metanoia, este reconocimiento es el que provoca la mayor revolución en
todos nosotros, pues convierte nuestra perspectiva de los demás, en una continuada experiencia de tolerancia,
aceptación y comprensión.

Es decir, nos convierte en auténticos seres no-violentos.


Si el otro es siempre inocente, no responsable, no iniciador de nuestra violencia, no es necesaria ni está justificada
nunca la represalia.

Quedamos automáticamente liberados de la necesidad de un continuo rearme psicológico contra el otro. Escapamos
a la paranoia.

De esta liberación nace la actitud del que perdona por adelantado, excusa y relativiza las posibles defecciones del
otro, y comienza a ser capaz de confiar en los demás, situándose a favor de ellos por defecto.

Desde el momento en que el objetivo de mi conducta violenta es reconocido por mí, como un inocente que no
merece mis represalias, quedo liberado de la espiral de la venganza sin fin que éstas siempre generan.

El resentimiento que me encadenaba al otro, obligándome a darle siempre su merecido, da paso a la experiencia
liberadora que es siempre salir de la espiral violenta, pase lo que pase.

Toda la energía psíquica que gastamos (en las relaciones) en el rearme estratégico respecto a los demás, queda
repentinamente disponible y ofrece un inmenso y desconocido remanente para el que se atreve a realizar esta
experiencia.

El reconocimiento de la inocencia de todo chivo expiatorio conlleva un plus de energía para el individuo que lo
practica.

Éste es el cambio fundamental que ya se ha operado por efecto del cristianismo, en la sociedad en los últimos veinte
siglos.

Sin embargo, estamos aún muy lejos de que cada uno de nosotros internalice esta conversión que significa, ver en
todas y cada una de las víctimas de nuestra violencia a un ser inocente, es decir, a alguien que nunca merece el
maltrato, la exclusión y la marginación a que le condenamos.

5. Reconocer nuestra indiferencia hacia los demás como participación en la


violencia
La conversión interna exige un paso más radical en la profundización de las causas miméticas de la violencia.

La apariencia externa que damos como seres pacíficos, desprovistos de animadversión, bienintencionados y hasta
condenadores de las violencias evidentes de nuestros vecinos, oculta la peor de todas las violencias.

Se trata de la insidiosa hidra que lo llena todo en nuestro mundo moderno: la indiferencia mutua. ¡No es asunto mío!
¡No va conmigo! ¡No depende de mí!

Desde el momento en que cualquier ser humano rivaliza con otro, la envidia, los celos, el odio, el resentimiento, se
transforman en energías ciegas que por efecto de fenómenos de desplazamiento afectan a terceros, convirtiéndolos
en víctimas.

La pérdida y el abandono de las tradicionales obligaciones de solidaridad hacia todos los miembros de una
comunidad, que caracteriza a nuestra sociedad moderna, hace que estas víctimas, no sólo resulten victimizadas, sino
que lo sean en medio del más literal abandono a su suerte, por parte de todos los demás miembros de la sociedad,
que no se consideran responsables de ello, ni aún menos requeridos ética o moralmente a intervenir en su socorro.

Abandonar a los demás a su propia suerte significa, para ellos, la peor violencia, sean éstos víctimas de la
enfermedad, la depresión económica o la repentina catástrofe natural o humana.

Lo peor de su sufrimiento es la parte moral o psicológica que significa verse desasistidos, abandonados, aislados,
excluidos por parte de todos aquellos que miramos a otro lado.
¡Yo jamás he hecho mal a nadie ni se lo he deseado!, solemos clamar en nuestra vana pretensión de inocencia.

De este modo, justificamos nuestro desinterés sobre la suerte de nuestro prójimo, del enfermo grave, del colega
despedido que no encuentra trabajo o del amigo que atraviesa problemas con su pareja.

Es imprescindible reconocer, que nuestra indiferencia hacia todas estas víctimas, rompe una obligación moral y
natural de solidaridad con todos aquellos que lo están pasando mal a nuestro alrededor.

Ya se ha advertido acerca del peligro de perversión moral añadido que significa incurrir en el error básico de
atribución, consistente en atribuir a la víctima la responsabilidad de su proceso de victimización, exclusión,
marginación o pobreza material.

¡Algo habrán hecho! suele ser el comentario más inmoral de innumerables indiferentes ante la contemplación de las
víctimas, que su propio comportamiento activo y omisivo ha generado.

Así, el pensamiento individualista generalizado consagra las peores y más terribles violencias como simples
epifenómenos de una racionalidad instrumental (el fin justifica los medios), que se conforma con hacer de los
damnificados simples daños colaterales, es decir, males necesarios para obtener un supuesto bien superior que nunca
queda verdaderamente establecido.

La metanoia consiste en hacer de la víctima colateral, no un mal necesario e inevitable, sino alguien con rostro
específico que está cerca (el próximo es el prójimo) y al que puedo y debo ayudar solidariamente.

Significa, pasar de atribuirle a él la culpa de ser víctima a atribuirme a mí mismo la responsabilidad de ayudarle a
salir adelante, en la medida de mis posibilidades.

En este punto, vuelve el peligro del fariseísmo en la medida en que acusar a otro de indiferencia (o violencia por
omisión), no es sino una forma de transformarse en un perseguidor, eso sí, con muy buena conciencia de ser el
denunciante del otro.

La metanoia no puede ser un simple desplazamiento de los mecanismos del chivo expiatorio, sino su desaparición
total.

No se trata, pues, de convertirse en un denunciador de las indiferencias de los demás, sino en alguien que, de manera
activa y concreta, se aproxima a necesidades concretas de aquellos cuyos problemas, hasta el momento anterior, le
traían al pairo.

Quien entra en metanoia, se pone inmediatamente a hacer, más que a hablar, y a aproximarse, más que a continuar
alejado intelectualmente de los problemas de los demás, bajo diferentes pretextos.

Muchos confunden la naturaleza de este cambio interior, que siempre debería comenzar por los más cercanos
(próximos) y que debe ir actuando en círculos concéntricos y alcanzar, poco a poco también, a los más lejanos.

Por eso, hoy son legión quienes, para acallar su mala conciencia, se comprometen intelectualizando su solidaridad
(principios, ideologías, militancias, pertenencias, suscripciones, etc.) con los más lejanos geográficamente (tercer
mundo, ONGs, etc.), sorteando así la incómoda solicitación moral de nuestros próximos.

La clave de este cambio o metanoia, desde la indiferencia a la solidaridad, no es nunca el fruto de una operación
intelectual, ni el mero despeje matemático de una ecuación moral.

Procede de una aproximación emocional y afectiva al otro. Por lo tanto, es el efecto de conocer la verdad última de
todo proceso de victimización; en esa verdad moral surge la comprensión, que implica el acercamiento compasivo al
otro.

La indiferencia hacia las víctimas es más, el efecto de la ceguera propia ante nuestra participación, por omisión, en
el proceso violento, que el fruto de nuestra maldad.
Por ello, conocer la verdad de la violencia, no sólo nos hace libres de ella, sino también seres compasivos, cercanos,
sensibles y abiertos para con las necesidades y tribulaciones de los demás, transformados así en próximos (esto es,
cercanos a nosotros) en lo emocional y afectivo.

6. Reconocer que aquellos que son violentos activa o pasivamente son víctimas
de un desconocimiento y de la ceguera mimética que les hace técnicamente
inimputables
En mi opinión, ésta es la metanoia definitiva del ser humano.

Éste llega a su plenitud cuando comprende, finalmente, que vivimos en un mundo de víctimas.

No hay más que víctimas. Víctimas en diferente grado, pero finalmente víctimas.

Víctimas que, en última instancia, participan en el drama de la violencia sin saber lo que hacen.

Por ello, son merecedoras de nuestro perdón y compasión.

Son agentes inconscientes del mimetismo y de sus desesperados intentos de trascender idolátrica y horizontalmente,
y llegar a ser como el otro.

Son víctimas de intentar escapar de la quema del mecanismo del chivo expiatorio, mediante la participación activa
en el linchamiento de otros.

También lo son del bienintencionado proceso de denunciar hipócritamente la violencia o la indiferencia de los
demás ante la misma, convirtiéndolos así en víctimas de una persecución y convirtiéndose en violentos.

La revelación técnica de que todos los violentos siempre somos básicamente ciegos a nuestra propia violencia, nos
sitúa en la perspectiva de la compasión y el amor a los enemigos.

Ésta es la última y más radical conversión.

Frente a la necesidad mimética de contestar a las agresiones con una escala de hostilidad recíproca sin fin, la
constatación de la verdad técnica de que el violento «no sabe lo que hace», hace que éste, de repente, se convierta en
un prójimo (próximo por ser violento tal como somos o hemos sido), y por ello, alguien digno de compasión.

Esta actitud no es un mero recurso estratégico más, o una nueva treta para mover al otro (violento) de forma
mimética a la no violencia que yo he iniciado, sino una genuina actitud que nace del interior de quien percibe
directamente la realidad última del conflicto humano y del proceso de la violencia que nos anega a todos.

El cese del ojo por ojo, es decir, de la reciprocidad negativa y de su consiguiente escalada violenta, rompe con un
ciclo de resentimiento y retaliación cuyas ramificaciones y efectos colaterales son imprevisibles.

Por el contrario, el amor o la compasión por el enemigo es susceptible de iniciar una cadena o espiral mimética
positiva, que replica y realimenta a su vez efectos colaterales positivos. Es la reciprocidad positiva.

Si bien el deseo es mimético, el genuino amor por los enemigos tiene muchas posibilidades de transformarse en una
conducta recíproca por parte del que ya se convierte, de este modo, en un ex violento por un proceso de infección o
contaminación positiva.

El final de este proceso de conversión, nos ha terminado por posicionar a favor de las víctimas, de todas las
víctimas, y correlativamente nos hace percibir como míticas, falsas o directamente farisaicas todas las formas de
persecución contra otro ser humano, incluso aquellas que tienen como justificación la reprensión de la conducta
violenta del otro.
De la culminación de este proceso de metanoia, cada uno de nosotros obtiene una genuina y verdadera (no
mimética) actitud de aproximación y solidaridad con todo ser humano, sea éste víctima de la violencia o causante de
ella.

La víctima de la violencia es inocente del proceso que la victimiza a través de la exclusión, la marginación o la
violencia directa.

El agresor es, a su vez, víctima de su propio mimetismo y de su correspondiente ceguera o no conciencia del proceso
que lo manipula al servicio de esa misma violencia.

El proceso de conversión último, al que estamos llamados todos y cada uno de los seres humanos, consiste en caer
en la cuenta de que, sin saberlo, somos perseguidores y linchadores de los demás.

Al constatarlo, surge por primera vez la iluminación interior que, haciendo consciente el mimetismo autor de la
violencia, nos libera de aquel y de ésta última, simultáneamente.
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Notas

1 La antropología de René Girard, posiblemente el mayor antropólogo vivo de nuestro tiempo, reflexiona sobre las formas del liderazgo no tóxico o
liderazgo zero. En la bibliografía pueden encontrarse sus obras más relevantes traducidas al español.
2 Son las segundas generaciones de emigrantes pakistaníes al Reino Unido los que atentaron contra el metro y los autobuses urbanos llenos de pasajeros.
3 Louis Dumont, Essais sur l ´individualisme.
4 El alero o pináculo era el lugar en el que la tradición señalaba que se produciría la manifestación pública y aparatosa del Mesías.
5 No hay más que consultar las cifras que marcan el auge imparable de las operaciones de cirugía estética que tienen como clientes a individuos con
problemas crónicos de autoestima. Unos problemas que pretenden soslayar desde la intervención quirúrgica y no desde la psicológica.
6 Véase Mobbing: cómo sobrevivir al acoso psicológico en el trabajo, Neomanagement: jefes tóxicos y sus víctimas y Mi jefe es un psicópata.
7 Tomados de mi libro Mi jefe es un psicópata. Por qué la gente normal se vuelve perversa al alcanzar el poder, Ed. Alienta, 2008.
8 Estudios Cisneros sobre Riesgos Psicosociales en el trabajo.
9 Tomados de mi libro Mobbing: cómo sobrevivir al acoso psicológico en el trabajo, Sal Terrae, 2001.
10 Tomados de mi libro Mi jefe es un psicópata. Por qué la gente normal se vuelve perversa al alcanzar el poder, Ed. Alienta, 2008.
11 Se puede consultar el libro del autor que analiza este tipo de estilo directivo: Neomanagement: jefes tóxicos y sus víctimas, Ed. Aguilar, 2004. También
en www.liderazgozero.com.
12 Véase mi libro: La dimisión interior: del síndrome posvacacional a los riesgos psicosociales en el trabajo, Ed. Pirámide, 2008. También en
www.liderazgozero.com.
13 Véase mi libro Mobbing: manual de autoayuda, Ed. Aguilar, 2003.
14 La paradoja de Strickland se explica a continuación.
15 Véase mi libro Neomanagement: jefes tóxicos y sus víctimas, ob. cit.
16 Véase el libro de Philipp Zimbardo El efecto Lucifer, Ed. Paidós, 2008.
17 Ver La guerra de las Galaxias. Episodio III: «La venganza de los Sith».
18 Tal es el tema de mi libro Mi jefe es un psicópata: por qué la gente normal se vuelve perversa al alcanzar el poder, ob. cit.
19 Se puede encontrar en el artículo de L. H. Strickland (1958), «Surveillance and trust» Journal of Personality, núm. 26, pp. 200-215.
20 Véase el Informe Cisneros VI sobre Riesgos Psicosociales en el trabajo.
21 Véase mi libro Mobbing; el estado de la cuestión, Ediciones Gestión 2000, 2008.
22 Suceso ocurrido en Madrid en agosto de 2008 y en el que un profesor universitario defendió a una mujer víctima de su pareja, un maltratador que le
propinó una paliza que le llevó a permanecer en coma durante tres meses.
23 Véase mi libro Mi jefe es un psicópata: por qué la gente normal se vuelve perversa al alcanzar el poder, ob. cit.
24 Véase el libro de Leo Festinger (1957), A theory of cognitive dissonance, Stanford, Stanford University Press.
25 Véase el libro de Norman Geras (1998), The contract of mutual indifference. Political Philosophy after the Holocaust, Londres, Veso.
26 Véase el libro de René Girard (2008), Achever Clausewitz, París, Carnets Nord.
27 Véase el libro de Cristophe Dejours (1998), Souffrance en France, Ed. Senil.
28 Protagonista de la película El silencio de los corderos.
29 Tomados de mi libro Mi jefe es un psicópata. Por qué la gente normal se vuelve perversa al alcanzar el poder, Ed. Alienta, 2008.
30 No sólo Hitler de Robert Gelltelly es, en opinión de los historiadores especializados en este período, uno de los mejores análisis sobre la historia del
nazismo.
31 McAlpine, A. (2001), El nuevo Maquiavélo. Realpolitik renacentista para ejecutivos modernos, Ed. Gedisa.
32 Sun Tsé (2002), El arte de la guerra, Ed. Edad.
33 Véase el libro de Bonhoeffer (2000), Etica, Ed. Trotta.
34 Management de comunión: liderazgo para una época de crisis, LID Editorial Empresarial, Madrid, en preparación.
35 Véase Álex Rovira y Fernando Trias de Bes, La buena suerte, Ed. Activa.

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