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LUIS ALBERTO SANCHEZ. TESTIMONIO PERSONAL. Memorias de un peruano del Siglo XX. TOMO I.

EL AQUELARRE. 1900 – 1931. PRIMERA EDICIÓN, LIMA, 1969, SEGUNDA EDICIÓN. LIMA, 1987.
DIBUJO DE LA TAPA Carlos Tovar © MOSCA azul editores s.r.l. CONQUISTADORES 1130 SAN ISIDRO,
LIMA, PERÚ. FONO 41-5988

CONTENIDO

PRIMERA PARTE. EN EL LIMBO

CAPÍTULO I. “Yo soy aquel que ayer no más decía”

CAPÍTULO II. El abuelo Rosendo

CAPÍTULO III. Casta de hidalgos

CAPÍTULO IV. Nace un niño

CAPÍTULO V. La casa de Monopinta

CAPÍTULO VI. “Yo supe del dolor desde mi infancia”

CAPÍTULO VII. “Sus rosas aún me dejan su fragancia”

CAPÍTULO VIII. Adiós al colegio

CAPÍTULO IX “Juventud, divino tesoro, ya te vas para

CAPÍTULO X. El regusto de la vida

SEGUNDA PARTE. EL AQUELARRE

CAPÍTULO XI “Melificó toda acritud el arte”

CAPÍTULO Intermezzo: Allegro ma non troppo

CAPÍTULO XIII. La vieja San Marcos y la nueva conciencia

CAPÍTULO XIV. “Potro sin freno se lanzó mi instinto"

CAPÍTULO XV. En el reino de arauco

CAPÍTULO XVI. Scherzo sobre Leguía

CAPÍTULO XVII. MARIÁTEGUI Y HAYA DE LA TORRE

Mariátegui y Haya de la Torre. Que afirma LAS sobre JCM y VRHT

CAPÍTULO XVIII. El comandante Sánchez Cerro (1930-31). Como

ÍNDICE ONOMÁSTICO

Primera parte EN EL LIMBO

Yo quiero, citando me muera, sin Patria, pero sin amo,

Sobre mi sepulcro, un ramo De flores y una bandera...

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José Martí, Versos sencillos

TESTIMONIO PERSONAL es un conjunto de imágenes, de juicios, de im-presiones y retratos tal como


se presentaron en el recuerdo del autor, sin otro orden que el vivencial de su capricho, si lo hubo,
de su espontaneidad siempre en acecho; guardan, pues, estricta armonía con el título que los
ampara. Son eso, nada más y nada menos: un “testimonio personal

El libro se subtitula Memorias de un peruano del siglo XX: es que también son eso: se ajustan a una
persona, el testigo, y a un lapso de tiempo, el de su existencia: nada menos y nada más. Debo
explicarme acaso: nacido el autor a fines del año de 1900, su ámbito temporal y espacial —su
vivencia y, por tanto, su testimonio— cubre lo que va corrido de la actual centuria.

No considero estas páginas como “confesiones”, sencillamente porque no lo son. El famoso jurista
brasileño Rodrigo Octavio, denominó a las suyas Mis memorias de los otros: cínico y significativo
anuncio. Las presentes son también así, pero todo gira en torno del vidente, visor, veedor y a veces
previsor, el cual no hurta su criterio ni sus prejuicios e imaginaciones, aunque la crítica evaluadora
no sea lo principal en este caso.

Con pudor incoercible, hasta donde ha podido, evita el autor hablar de sus intimidades. El es de los
que creen que aquello que nos llega por boca, oído y ojos, de afuera hacia adentro, pertenece
irrenunciablemente a los predios del alma, y que el alma sólo se abre ante Dios.

Lima, 10 de febrero de 1969.

L. A. S.

CAPITULO XIV

“POTRO SIN FRENO SE LANZO MI INSTINTO”

(R. Darío)

DICEN así unos versos de González Prada; es el comienzo de una cuarteta:

“Patria, feroz y sanguinario mito, excecro yo tu bárbara impiedad;

Desde luego, pertenecen a la etapa anarquista del Maestro, eta¬pa muy posterior a su ansia
revanchista nacida de la Guerra con Chile. ¡Chile! sí, Chile fue una palabra obsesiva para mi
generación. Nuestros abuelos y nuestros padres nos endurecieron refiriéndonos atropellos y
crueldades de los chilenos; hablándonos de sus impíos “repases”. Muchos de nuestros parientes
dejaron la vida en los cam¬pos de batalla. El rescate de Tacna y Arica fue el leit motiv de la
generación del 86, es decir, de la de González-Prada. El Discurso del Politeama, que hizo famoso a
don Manuel, tuvo por objeto co¬lectar fondos a fin de pagar la indemnización debida al recuperar
las “provincias cautivas”.

“Los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra”, fue el lema de ese discurso y de aquella actitud. Sin la
guerra con Chile no habría renacido el juvenilismo constructivo que caracterizó también a la época
de la guerra emancipadora. En las páginas de González-Pra¬da aprendimos a odiar al “invasor”.
Nuestros políticos hicieron girar sus programas en torno del “problema del Sur”. En 1919, Leguía
edi¬ficó su popularidad a base de la recuperación de Tacna, Arica y Tara- pacá. La mayor hazaña

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moza de Haya de la Torre fue, en 1922, defender la necesidad de liquidar patrióticamente aquel
conflicto. He referido en otro libro el episodio. El político chileno Paulino Al¬fonso, confió en
Santiago, al joven líder estudiantil peruano, el secre¬to de la misión que tuvo en Lima el año de
1912. Al regresar Ha¬ya de la Torre a Lima, el Presidente Leguía, ya distanciado de la Universidad,
trató de indagar directamente de aquél lo que había conversado con don Paulino y su opinión al
respecto. De ello y de la insistencia de Víctor Raúl en propiciar la amistad entre Perú y Chile como
elemento indispensable para la paz de América, sacó la prensa adversa el mentado argumento de
que el líder del estudian¬tado peruano estaba “vendido al oro chileno”. Años después, la mis¬ma
prensa, singularizada en El Comercio de Lima, tildaría a Haya de “vendido” al “oro británico”, “al oro
ruso”, “a la oligarquía”, “al fascismo”, “al Departamento de Estado”, “a Moscú” y “a Pekín” (úl¬tima
versión cuando escribo estas líneas). Dejemos de lado torpe¬zas y vaciedades.

El problema de Chile fue, pues, crucial para los de mi tiempo. Ya en 1921, cuando el Presidente de
Chile inició su ofensiva para la reconciliación, mediante sus famosos cables a Leguía, se produje- ron
reacciones diversas, exacerbadas por la violenta política de La Mo¬neda para “chilenizar” a Tacna y
Arica, política puesta al rojo desde 1918 con la sistemática expulsión de miles de peruanos. Ser
“repa¬triado” fue una nueva categoría civil en el Perú. Se la rodeó de to¬dos los honores y garantías
posibles.

El Laudo arbitral del Presidente Coolidge, de abril de 1925, de¬volvió toda su actualidad a nuestro
“problema del Sur”. Durante cuarenta y ocho horas vaciló el trono de Leguía. La opinión públi¬ca,
acicateada sobre todo por los oligarcas civilistas, estuvo a punto de derribarlo. En esa oportunidad
Leguía salvó de milagro.

A cooperar en el proceso plebiscitario de Arica partieron muchos de mis amigos. Jorge Basadre,
tacneño, obtuyo permiso de la Biblio¬teca Nacional para prestar su colaboración en el buque
“Ucayali”. Se llamó como Jefe de la Delegación, a un diplomático de carrera, absolutamente
apolítico, a don Manuel de Freyre Santander, a quien

yo había tratado largamente en Bogotá. Yo mismo cooperé compi-lando en catorce desiguales


tomos los documentos relativos al Ple¬biscito y a la Comisión Plebiscitaria; los editó el Ministerio de
Rela¬ciones Exteriores y los imprimieron los talleres de “La Opinión Na¬cional”. Finalmente, el
Delegado del Arbitro, general John Pershing, declaró impracticable el plebiscito prescrito por el
tratado de Ancón de 1883, a causa de la renuencia de Chile a cumplir con los requisi¬tos previos.
Fue un nuevo triunfo moral del Perú. En esos días, Freyre Santander regresó a Lima; el civilismo
siempre en pos de un rival para Leguía (ya había sido desterrado Villarán) ofreció un gran banquete
a Freyre, en el Club Nacional. A la salida los asis¬tentes le acompañaron hasta el Hotel Bolívar,
vivándole. Alguien lle¬gó a decir: “Viva el futuro presidente del Perú”. Freyre, de frac, saludó con su
torcida e irónica sonrisa, y respondió: “Viva el Perú”. Enseguida se perdió rápidamente tras la
cancela del hotel.

Al día siguiente fui a verle, llevándole unos presentes para sus entonces pequeños hijos, que lo
esperaban en Buenos Aires. Don Ma-nuel estaba naturalmente listo a recibir visitas, con la
sempiterna sonrisa burlona y el tono perennemente ligero que le caracterizaban. Lo sorprendí
cerrando una maleta, —“¿Parte ya don Manuel?”. —“Lo más pronto posible, mi querido amigo”. —
“Pero, ¿por qué tanta pri¬sa?. —“Verá usted, anoche me han proclamado futuro presidente del
Perú, y yo no quiero ser candidato previo a la Isla de San Lo¬renzo”. Freyre, con los ojos iluminados

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de sarcasmo me contó con toda la escena. “Es curioso —comentó—, en este país la gente no cambia;
cada vez que un hombre cumple con su deber lo creen héroe y le ofrecen la Presidencia; parece que
no hubiese otro desti¬no ‘Vacante”.

Fi;eyre volvió primero a Arica, después a Buenos Aires; no re¬gresó nunca más a Lima.

* ##

Durante el año 1927 empezamos a recibir en la Biblioteca Na¬cional constantes remesas de libros
chilenos. Me parece estar vien¬do los cajones con las obras editadas por Nascimento y la
Universi¬dad de Chile. Nos era difícil corresponder a esos obsequios. Pero fue en 1928 cuando la
actividad de canje de personas y libros en¬tre ambas repúblicas, se hizo más activa. Ese año se
formalizaron las relaciones entre Perú y Chile y tuvo éxito la gestión Kellogg pa¬ra un trato directo
entre los dos países.

Casi al mismo tiempo llegaron a Lima un periodista de El Mer¬curio de Santiago, Rafael Máluenda,
y el primer Consejero de la nue¬va Embajada de Chile en el Perú, la primera en veinte años, Jorge
Saavedra Agüero, casado con la bella trujillana Yolanda Livoni Lar- co. Eran los heraldos de la
reconciliación. Poco después arribaron el embajador don Emiliano Figueroa Larraín, ex-Presidente
de la República; como Segundo Secretario, Fernando Zañartu, también con familia en el Perú; y,
como Cónsul, Héctor Gallegos, quien ca¬só con la atractiva limeña María Vargas y Vargas, aquella
vecina mía de 1919, hija de la casera de Vallejo en la calle de la Acequia Alta.

Se inició una violenta ofensiva de amistamiento. Un periodista del diario oficial La Nación de
Santiago, Manuel Eduardo Hübner, publicó una serie de reportajes a peruanos, algunos de ellos
magis¬trales. Después fue diputado socialista y diplomático. Posee Hübner brillante estilo y viva
imaginación. Suele identificarse con sus te¬mas, de suerte que sus artículos resultaban amenos,
instructivos y a menudo convincentes. En su mocedad, Hübner perteneció a la ge¬neración de
“Letras”, de la que formaran parte escritores de la talla de Salvador Reyes, Juan Marín, Hernán del
Solar, Luis Enrique Delano, todos aficionados a los viajes, al mar, al aire, a Joseph Con- rad, a Blaise
Cendrars y a Pierre Me Orlan; y todos súbditos litera¬rios de Augusto D’Halmar, ese gran novelista
chileno, conocido con el poético apodo de “El Almirante”. D’Halmar era autor de vibran¬tes libros
de relatos sobre sus andanzas por el mundo, entre ellos Nirvana, La sombra del humo en el espejo
y Capitanes sin barco. La misión de Hübner y Maluenda consistía en dar a conocer al Pe¬rú en Chile,
y a Chile en el Perú. Lo consiguieron con creces.

Hübner, muchacho alto, sanguíneo, de cabellos castaños, nariz aguileña, mentón pronunciado,
representaba a la nueva generación literaria de Chile. Era, además, un enlace bastante directo con
el grupo de jóvenes políticos que rodeaban al general Ibáñez, en ese momento dictador de su país.
En La Nación de Santiago se habían formado Carlos Dávila, Conrado Ríos Gallardo, Hugo Silva,
destaca¬dos embajadores los dos primeros. Rafael Maluenda (1886-1964) era distinto. Mayor que
Hübner en unos veinte años, tenía ya fama co¬mo el mejor cuentista de su patria. Maluenda
(perteneciente al grupo de “Los Diez”, en que destacaron Pedro Prado y D’Halmar y que consagró a
Gabriela Mistral) había ya publicado sus mejores li¬bros: Los ciegosLa Pachacha, La cantinera de las
trenzas rubias, La Señorita Ana. Momentáneamente había abandonado la literatu¬ra para dedicarse
al periodismo político. Gran amigo del Presidente Alessandri, le había acompañado durante su

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ostracismo en Europa; por cierto que los antialessandristas, a raíz de aquella deserción de Rafael, le
dedicaron la copla siguiente:

Desde que dejó su tienda por la política banda, ya no es Rafael Mal-uenda, sino Rafael Mal-anda.

Maluenda contrastaba físicamente con Hübner. Grueso, fornido (ha¬bía boxeado en su juventud);
de cara ancha, con un ojo algo ex¬traviado; franca la risa, desfachatado el ademán, caminaba
erguido contoneándose a lo matón; miraba a las mujeres con impertinencia; tenía humos de Don
Juan, y no fueron pocas ni silenciosas las Ana y las Ineses que desfilaron por su departamento del
Hotel Bolívar. De un episodio de su vida galante en Lima tejió la trama de Armi¬ño Negro, novela (y
película) que publicó hacia 1941.

Hübner amaba más a las copas que a las mujeres; además tra¬jo a la suya, Vicha Vidal, y trató de
rodearse de elementos de la high-life.

Maluenda frecuentaba los altos círculos políticos y literarios. Me llegó recomendado por comunes
amigos; atamos una vigorosa amis¬tad que duró hasta su muerte en 1964, Maluenda y Hübner
abrie¬ron el camino a don Emiliano Figueroa Larraín; dieron conferencias* bebieron, jaranearon,
observaron, sin perder de vista sus intereses na¬cionales. Muchas veces anduvimos juntos, inclusive
en un callejón del Jirón Huancavelica, donde vivía ‘el negro Juanito Huerta”, po¬pular tipo de
revendedor de boletos de teatro, mozo de estoques de matadores de toros y acompañante de
equipos futbolísticos. Don Emi¬liano tampoco desdeñaba asistir a un fandango de callejón, comer
fré¬joles con tocino, en compañía de zambos y zambas. La Embajada chilena inauguraba una nueva
política. Una especie de diplomacia nuevaolera, al gusto del año de 1929. Pero, donde traté más a
Ma- luenda y Hübner, y desde luego a don Emiliano, fue en el “Morris Bar”,

Los limeños ignoran hoy el valor de esa cantina sin nivel so¬cial, por abarcarlos todos. El gringo
(William) Morris, norteameri¬cano, medio cojo, había trabajado en las minas de Cerro de Pasco,
donde dirigía una casa de juego, muy concurrida por los empleados de “la Compañía” (la Smelter
Mining Company y la Cerro de Pasco Cooper Corporation). El juego (sobre todo la ruleta, el crap y la
pinta) requiere acompañamiento de alcohol. El licor peruano por ex¬celencia es el pisco. El pisco
puro es áspero, aunque grato en las altitudes de nuestra serranía. Para atenuar sus efectos, convenía
al¬guna mezcla grata. Morris le aplicó las reglas del whisky sour con algunas variantes, y así resultó
el “pisco sour”, una de las bebidas me¬jores del mundo y, casi casi, parte del escudo del Perú. En el
Mo¬rris Bar se servía el más exquisito “Pisco Sour”, imaginable. Las fórmulas y los “barmen” del
Morris se dispersaron después de 1933, al quebrar el establecimiento. Uno de ellos, Mario, fue a
parar al Hotel Maury en donde se conserva la tradición, del auténtico “Pisco Sour” del Morris.
Augusto Rodríguez abrió bar propio. Leónidas Cis- neros Arteta hizo lo mismo. Pues bien, don
Emiliano visitaba todas las noches esa cantina. Bebía algunos “pisco sour”, jugaba al cacho en el
mostrador, luego pasaba al bar del Bolívar y, sin perder el se¬ñorío, la simpatía, ni la ecuanimidad,
se enredaba en conversaciones diplomáticas, tomaba paite en alguna transacción política, recibía
vi¬sitas copetudas en la embajada hasta altas horas de la noche, derro¬chando siempre buen
humor, tino y cortesía.

Aunque don Emiliano era hombre de unos sesenta y cinco años y yo no había cumplido los treinta,
fuimos excelentes amigos. Ma- luenda y Hübner servían de engace con él, mientras se realizaron las
negociaciones que condujeron a la firma del Tratado de Paz y Amistad entre el Perú y Chile y con la

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Cancillería del Perú. Era jefe de ésta, el pintoresco y nunca bastante bien descrito don Pedro José
de Rada y Gamio, a quien apodaban por sus múltiples defectos de contextura y atuendo, ora “Perro
parado”, ora "Chaqué con rue¬das”, ora "Constipado sin pañuelo”. Pero en Torre Tagle, el hombre
de los periodistas era César Elguera, quien fue designado embaja¬dor en Santiago.

Se suponía que las negociaciones debían realizarse a través del Ministro de Relaciones Exteriores,
aunque el embajador Figueroa visitaba diariamente el Palacio de Gobierno, es decir, al Presidente
Leguía, y se comunicaba directamente con la Cancillería del Mapo- cho, o con La Moneda misma.
Una noche, entre trago y trago, don Manuel María Forero, tacneño, sexagenario, de gran fortuna,
no pu¬do contenerse y preguntó a boca de jarro al embajador Figueroa: “Dígame, don Emiliano,
¿qué hay en fin de cuentas sobre los arre¬glos diplomáticos entre nuestras patrias?”. Don Emiliano
miró aten¬tamente a don Manuel María, se rascó la mediana pera patricia, y, con mucho sigilo,
pegando su boca al oído del interrogador, le dijo: “Mire, Forero, aquí entre nosotros, un secreto
muy íntimo, no lo re¬pita: de este asunto, ni Rada ni yo sabemos nada”.

En realidad, las negociaciones se llevaban a cabo al nivel de Presidentes: los embajadores trasmitían
proposiciones y respuestas ca- blegráficas, y nada más.

Para aligerar la tarea llegaron diversas misiones chilenas. En una de ellas vino el diputado Luis
Valencia Courbis, hombre franco, campechano y masón. Otro día desembarcó en el Callao, Félix
Nie¬to del Río, historiador y diplomático, uno de los más altos valores chilenos que yo haya
conocido. Inmediatamente se relacionó con los medios universitarios y de escritores. Félix fue
después ministro de Relaciones Exteriores y embajador en Washington. Murió de un ataque
cardíaco en plena madurez.

Pero, el chileno que más me impresionó entonces fue don José Toribio Medina. ¿Qué no habría
dado yo en 1921, cuando publiqué Los Poetas de la Colonia, por estrechar la mano del inmenso
erudi¬to chileno? A raíz de ese libro cambié cartas con él. Me honró con una mención de mi obra y
pudo mortificarme (pero no) con algu¬nos reparos bastante injustos. De modo que cuando llegó a
la Biblio¬teca Nacional un cable firmado por el autor de La Imprenta en Lima, anunciando a don
Carlos Romero que pasaría por Lima y que se ha¬llaba empeñado en publicar las cartas del
Conquistador Pedro de Val¬divia, sentí cierta extraña emoción. Yo admiraba de veras a Medina. Los
admiro hasta hoy, a los treinta y ocho años de su muerte. Su obra está viva hasta hoy,
estimulándonos.

La mañana anunciada acudimos al Callao don Carlos Romero, que presidía el grupo, Jorge Guillermo
Leguía, Ricardo Vegas, Raúl Porras, Jorge Basadre y yo. Desde la borda del barco chileno ondeó la
mano un anciano alto, delgado, con gafas, de barbilla cana, muy sonriente y vivaz. “Ese es Medina”,
dijo Romero, que había colabo¬rado con él treinta años atrás. El ilustre bibliógrafo viajaba con su
esposa y colaboradora, doña Mercedes Ibáñez. Nos saludó efusiva¬mente, aceptó nuestra lancha y
nos dirigimos a tierra. De hecho, fui¬mos primero a la Biblioteca Nacional. Con agilidad de felino,
Medina empezó una rápida busca de documentos. Recordaba con precisión los lugares de los libros
que compulsara en 1876. Estaba en pos de una copia adicional de una de las cartas de Valdivia.
Después pa¬samos a la Universidad de San Marcos; quería ver el retrato al óleo de Don Antonio de
León Pínelo, precursor de la bibliografía ameri¬cana. Me pidió que escribiera un artículo al respecto.
Lo hice. En la Biblioteca de San Marcos nos atendió Luis Varela y Orbegoso (Clovis). Luego, José
Gálvez, Decano de Letras, ofreció un almuer¬zo en el recién inaugurado Country Club de Lima.

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Merodeamos por la ciudad reviviendo sitios, rehaciendo recuerdos. Dejamos a Me¬dina a bordo de
su barco al caer la tarde. Había sido una jornada deliciosa. El ogro tenía el habla dulce y el gesto
paterno. Nos alen¬tó en nuestras investigaciones. Discutió, narró, evocó. Nos despedi-mos con un
afectuoso “hasta pronto”. El barco zarpó rumbo a La Coruña: Medina se dirigía a Sevilla, digo mal,
al Archivo de Sevilla, su segundo hogar. Nos encontraríamos de nuevo, en circunstancias
inolvidables que más adelante referiré.

La admiración que la generación del Centenario, mejor dicho, el Coiiversatorio Universitario


profesaba a don José Toribio, era anti¬gua y profunda. Quien quiera que haya estudiado la historia,
la li¬teratura, el derecho, ]a cultura latinoamericana durante los trescien¬tos años de virreinato,
evalúa perfectamente la deuda contraída con Medina. Sin embargo de su fama, el gran erudito
rebosaba senci¬llez y hasta travesura. Más tarde, repito, cuando nos encontramos en Chile, él
estaba ya al borde de la muerte; sin embargo se mos¬tró jovial, gran gastrónomo y magnífico
catador de vinos, vinos des¬de luego chilenos. La ciencia bibliográfica y la celebridad intelec¬tual no
exigen sequedades ni estiramientos como por lo general ocu¬rre entre peruanos.

# *#

Esos años de 1928 y 1929 hubo, pues, un súbito e intenso con¬tacto con Chile. Viejas familias, que
habían roto sus relaciones a causa del “conflicto después de la victoria”, como llamó Julio Pérez
Canto al largo debate entre 1894-1929, reanudaban los interrumpidos vínculos. Los Forero, los
Basadre, los Neuhaus, los Billinghurst, los Zañártu, los Aspíllaga, los Prado, los Gibson, contaban, por
una u otra causa, con parientes o relacionados en Chile, La propia familia del gran poeta chileno
Vicente Huid obro tenía raíces limeñas (los marqueses de Casa Concha) y también la del insigne
novelista Eduardo Barrios; los Hudtwalker.

El año de 1929 dicté en la Facultad de Letras de San Marcos, una serie de conferéricias sobre cultura
peruana. Asistió a ellas Jo¬sé Carlos Mariátegui en su sillón de inválido. También concurrieron
algunos chilenos, entre ellos Félix Nieto del Río y Luis Valencia Courbis, aquél como he dicho, jefe
de un departamento del Ministe¬rio de Relaciones Exteriores de La Moneda y excelente historiador
y periodista; y el segundo, diputado por Valparaíso. A fines de ese año, mediante la intervención de
Javier Correa Elias, Primer Secre¬tario de nuestra Embajada en Santiago, y de Alberto Romero
Cor¬dero, novelista chileno, recibió el Ministerio de Relaciones Exterio¬res de Lima, una invitación
para mí, en nombre de la Universidad de Chile. Esta quería inaugurar con un ciclo de conferencias
mío, el intercambio de profesores universitarios, Javier Correa me dio los pormenores del caso; igual
hizo Alberto Romero, pero la invitación oficial no llegaba; yo no podía tomar decisión. Después de
muchas indagaciones descubrí que el Ministro de Relaciones Exteriores, Ra¬da y Gamio, había
ordenado que la nota respectiva fuese archivada ‘sin dar cuenta al interesado”. No cabía mayor
estolidez. Pero Rada y Gamio me tenía catalogado entre “los enemigos del régimen le- guiísta” y
había resuelto que yo no disfrutara del honor que la Uni¬versidad de Chile quería discernirme. Don
Samuel Barrenechea Ray- gada, Oficial Mayor de Relaciones Exteriores, me proporcionó copia de la
invitación. Contesté aceptando. En los últimos días de marzo de 1930, partí rumbo a Valparaíso, a
bordo del “Orcoma”. El pasaje y la estada corrían por cuenta ^de la Universidad de Chile. Desde
luego, dadas las circunstancias internacionales, decliné aceptar los honorarios que me fijaron.

Antes de partir, visité a José Carlos Mariátegui. Ya he conta¬do que éste atravesaba una agudísima
crisis de salud. Le habían prescrito equivocadamente baños de arena. Todas las mañanas lo llevaban

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a la playa de La Herradura. Por las tardes, muy fatigado, recibía a los amigos. Me pidió una nueva
colaboración para Amanta. Le entregué un capítulo de mi libro Don Manuel, ya en prensa. Fue
nuestro último contacto.

La gente de mi grupo solía reunirse no sólo en el “Morris Bar,J, sino también en la cantina del Hotel
Maury y en el Edén, un res¬taurante alemán de la calle de Pescadería, situado en la acera del frente
de la Intendencia de Policía. Ahí servían unos “shops” mag¬níficos. El consumo se contaba por los
asienta vasos de cartón que a veces sumaban doce por cabeza. Esto ocurría sobre todo cuando Jo¬sé
Angel Escalante era miembro de la partida.

En realidad nos juntábamos indistintamente Jorge Basadre, Elias Ponce Rodríguez, Rafael Pareja,
Carlos e Ismael Bielich, José Diez Canseco y José Angel Escalante. Almorzábamos en un restaurante
francés llamado “Astoria”, cuyo dueño era un marsellés medio bizco, apellidado Grandjean, el cual
tenía una mujer con una linda estam¬pa de potranca de Normandía y unos cabellos de Wálkiria.

Basadre demostraba intensa afición al goce de la vida. Trataba de cultivar la esgrima; los cócteles
no le dañaban el hígado; ama¬ba el amor en todas sus manifestaciones; conversaba, escribía, se
en¬tusiasmaba. Desde luego, no era el suyo el fervor extravertido de Pepe Canseco. Este acababa
de "insurgir”, por usar un verbo grato a los pedantes, en las Letras, primero con unos versos criollos
imi¬tando, dentro de la temática vernacular, los romances de García Lor- ca, y, luego, con sus
narraciones criollas. Acostumbraba asistir como Basadre, Spelucín y yo, a las tertulias de Amanta,
Colaboraba en La Revista Semanal, que acogió sus romances. En Amanta publicó su novela corta El
Gaviota. Pepe Canseco se consagró desde enton¬ces a la bohemia y a la narración. Estaba en la flor
de su juventud, en los veinticuatro años. Pepe era barranquino, buenmozo y elegan¬te, de fácil
verba, alto, fuerte, despercudido, burlón; pocos compañe¬ros tan alegres, entretenidos y finos
como él. No fue un lector voraz, pero leía más que cualquier profesor universitario. Frecuentaba las
librerías. Demostraba fervor por Ramón Gómez de la Serna, Valde¬lomar, Julio Camba, Andreiev,
Cendrars, García Lorca y Wilde. Li¬teratura asefioritada, pero intensa. Aunque se le veía a meiiudo
en las fiestas “de sociedad”, su imagen no extrañaba en las jaranas de barrio. Muchas veces fuimos
a comer los f re joles de los martes a casa de Juanito Huerta, y al jardín “Arrieta” de la avenida Grau.
Pe¬pe escribió más tarde Sussy, interesante novela corta, de ambiente barranquino; mucho después
obtuvo un primer premio en el concur¬so de cuentos, organizado por La Prensa de Buenos Aires,
con su re¬lato Jifuna. Se había ganado el respeto de los escritores con El Ga¬viota, nóvela del litoral.
Otro relato suyo, El Kilómetro 83, trata de los abusos cometidos con los “vagos”, así calificados por
la Ley dic-tada en tiempo de Leguía. Es el primero de su clase. Un excelen¬te anticipo de la literatura
llamada neorrealista, A Pepe le encanta¬ba usar interjecciones violentas en sus obras, mechadas
del más legí¬timo vernaculismo popular. Creo que pese a sus desvíos periodísti¬cos, Pepe ha sido
uno de nuestros más grandes narradores. Nadie como él pudo escribir la novela del costeño. Tenía
gracia, color y poder, talento y algo de descoco y cinismo estético: ingredientes es¬tupendos.

En Mundial, cuya redacción visitaba casi a diario, publicó Pepe, en 1928, su Carta Abierta a L.A.S., a
propósito de la aparición del primer tomo de mi Literatura Peruana (1928). Cuando más tarde, en
1931, decidió Pepe partir a Europa, me dejó los originales de su no¬vela Duque con el encargo de
editarla. Lo hice en 1934. Las cosas habían cambiado entonces. Pepe regresaba de París
domesticado y se aterrorizó ante los comentarios que su “círculo” hacía a propósito de la cruda
novela, retrato amargo de veraces aspectos de la vida de la haute societé limeña.

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También nos acompañaba a menudo, después de 1929, un joven gordo, tacneño, paisano y medio
pariente de Basadre, Gustavo Neu- haus Ugarteche; casi siempre estaba con nosotros Ricardo Vegas
García, dedicado a dirigir Variedades. En vísperas de salir yo a Chi¬le, Gustavo me habló vagamente
de un plan revolucionario. Estába¬mos almorzando en La Piurana, picantería criolla, situada en
Lima- tambo, cerca de la línea del tranvía. Volvimos a comentar el asun¬to, durante otro almuerzo
en Santoyo. Me di cuenta de que, al pa¬recer, Basadre, Neuhaus y Vegas andaban en algún plan
riesgoso. Como ya había fracasado en el de aunar voluntades “independientes”, cuando en 1928,
me pidió Mariátegui colaborar con tal propósito, no di mayor importancia a los misterios de
Neuhaus, Basadre y Ve¬gas. Después comprobé mi capacidad de despistamiento.

Seguíamos nuestro movido noctambulismo. Yo era abogado del Municipio de La Victoria, a donde
se había trasladado en esos días el “barrio rojo”, espectáculo deprimente, pero necesario de ver.
Dis¬persas por las Avenidas Iquitos, Luna Pizarro y Manco Cápac, abrían cautelosa, pero
generosamente sus casas a tarifa, en donde quemaba sus energías una juventud ávida de conquistar
algo más que su dia¬rio reposo. Bebíamos sin exceso ni interrupción. Pepe de vez en cuando se
apoderaba de alguna guitarra para rasguear marineras. Don Elias Ponce Rodríguez, pedagogo, ya
maduro, de unos ciento veinte kilos de peso, se entretenía con nuestras diabluras. Gustavo

Neuhaus observaba preocupado, mordiéndose el labio. Era un hom¬bre concentrado, pero


animoso; gordo, ligeramente calvo, de nariz judaica, mofletes germanos, franqueza de chileno,
cortesía de limeño y suspicacia de tacneño bajo la ocupación extranjera.

Con la facilidad comunicativa que da la juventud, concerté a todos mis amigos con los chilenos que
formaban mi nueva “tira”. Ra¬fael Maluenda y Manuel Eduardo Hiibner compartieron el pan y la
copa con Pepe, Jorge, Gustavo, Ricardo y don Elias. (Qué diablos!: también se puede ser escritor y
hombre de mundo; y, algo más ra¬ro: escritor y amigo de los escritores. Esto último empieza a
olvidar¬se. Entonces era común. No nos unía ningún otro vínculo que los voluntarios. Aunque yo
ocupé la presidencia de la Asociación Nacio¬nal de Periodistas de 1930, hice caso omiso del título y
fui, como te¬nía que ser, sólo un comensal, un contertulio, un participante más.

CAPITULO XV

EN EL REINO DE ARAUCO

EL viaje a Chile tuvo ribetes humorísticos. En el mismo “Orco- ma”, viajaban el rector de la
Universidad de Arequipa, don Carlos Gibson, quien desembarcó en Moliendo, y una viuda brasileña,
do¬ña María das Neves Cavalcanti Zayas, mujer de muchos embelecos y de costumbres en extremo
raras. Salía sólo de noche de su cama¬rote; paseaba por la cubierta, llevando consigo, atraillados,
dos perri¬tos negros, chuscos, que alzaban la patita donde se les venía en gana. María das Neves
tenía una edad indescifrable. Era pequeña, pálida, nerviosa, de perfil agudo y usaba unos trajes
vaporosos, vo¬landeros, con muchas blondas y cintas, más un echarpe flotante, ce¬ñido al cuello o
envolviéndole la cabeza. Apenas iniciaba su paseo nocturno, aparecía en cubierta el médico de a
bordo, un español Ji¬ménez, quien acariciaba los más vehementes propósitos de maridar con la
inquieta brasileña, de la cual se sabía que era viuda de un acaudalado cubano de apellido Zayas,
sobrino o hijo del Presidente del mismo nombre. Doña María das Neves embarcó en Le Havre,
acompañando hasta La Habana el cadáver de su esposo. No lo tra¬jo en la bodega, sino que solicitó
licencia (y la obtuvo) para ha¬cerlo viajar en un camarote corriente; además pidió y consiguió que

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todas las noches, los musicantes de la orquesta del barco bajaran a la fúnebre cabina y tocaran el
Iridian Song de la opereta Rose Marie, recién estrenada;, era la partitura predilecta del finado Zayas.
Desde luego los dos perrillos chuscos y regalones pertenecieron tam- bien al opulento y cursi
esposo. Algo más, de contera: doña María das Neves había escrito versos en homenaje a su difunto,
los había hecho imprimir con mucha elegancia y los repartía a bordo entre los iniciados en
menesteres literarios. Doña María das Neves era una figura exótica, especie de Francesca Bertini,
por las blondas y enca¬jes; de Mata Hari, por el misterio, y de Doña Pepa la Cursilona, por la forma
extremosa de expresar sus sentimientos. Sin embargo, su necrolatría no apagaba, al parecer, el
volcán biológico de la cu¬riosa dama. De toda suerte, cenizas de lo ocurrido, llevaba en su ca-bina,
dentro de un baúl, colocado bajo la litera, las reliquias del señor Zayas. Una tarde me invitó a verlas.
Yo creía que se trataba de condecoraciones, bibelotes, artículos de lujo, o de algo más ínti¬mo; pero
no: la delicada y lilial manó de María das Neves se hun¬dió en el misterioso cofre y empezó a colocar
sobre la butaca una serie de calzoncillos, camisetas, medias, bufandas, camisas, corbatas, escobillas
y retratos del difunto. Reliquias poco historiables. El doc¬tor Jiménez me decía esa noche, paseando
a solas conmigo: “Esa mu¬jer es una santa apasionada”. Y suspiraba, y luego me preguntó: “¿Cree
usted que algún día se le pasará esa pasión?”.

La vida es burlona y dura: en Antofagasta subió un joven chi¬leno, estudiante de Derecho, con quien
hice amistad de inmediato. Doña María das Neves fijó en él ávidamente sus húmedos y negros ojos.
Durante la corta travesía de Antofagasta a Valparaíso el estu¬diante, hoy abogado de los Tribunales
de la República, y María das Neves, formaron un “team” inseparable. Ya en tierra, cuando en
Val¬paraíso tomaba yo el tren a Santiago en unión de algunos amigos, llegaron ambos juntos al
vagón. Ella me obsequió delicadamente un ramo de flores y me miró con aire travieso. El estudiante
sonreía orondo de sus veinte años y sus consecuencias.

# *#

Yo tenía una verdadera ilusión por conocer a Chile. Un país tan . largo tiempo interdicto para los
peruanos y en el que, no obstante, tenía ya tantos amigos, me atraía poderosamente. Había orden
de atenderme a cuerpo de rey. Si en Arica, frente al legendario Morro,

sentí una punzada en el corazón y cierto ardor en los párpados, en Tocopilla, un día domingo,
comencé a palpar dos cosas: la alegría innata del chileno y la evidente crisis salitrera. El puerto ayer
po¬blado de barcos era un amplio escenario de graznantes gaviotas y un varadero de lanchones
abandonados. Seguimos rumbo al Sur. Dos noches después se abrió ante nuestros ojos, un
anfiteatro trému¬lo de luces que, según los versos de Felipe Sassone, "era como una dentadura
luminosa / que viéndome llegar me sonreía”: era Valpa¬raíso.

Había oído decir que Valparaíso se parecía a Génova, pero yo no conocía todavía Italia. (Después he
comprobado que el símil, aunque imperfecto, es válido). Por ser ya media noche, el “Orcoma” no
fue recibido. Permanecimos allí, al pairo, dando cabezadas, me¬cidos por las musculosas olas
meridionales, bebiendo las últimas copas de la travesía. De pronto zigzagueaban por la costa unos
gu¬sanillos de luz: los funiculares que trepaban a los cerros del puerto. Hubo baile a bordo. Nos
despedimos. Muy temprano subirían a bor¬do las autoridades; con ellas vinieron mis amigos Javier
Correa Elias, Consejero de la Embajada, Francisco Pardo de Zela, Cónsul del Pe¬rú en el puerto,
Alberto Romero, Rafael Maluenda y el joven perio¬dista y crítico literario Manuel Vega,
representante de El Diario Ilus¬trado. Maluenda, ya viejo amigo, iba en nombre de El Mercurio.

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Recorrimos Viña del Mar, y a las cinco de la tarde partí en tren rumbo a Santiago. En la estación de
Limache, se detuvo el convoy para enganchar el vagón presidencial: el Presidente Ibáñez volvía a la
capital de unas cortas vacaciones en la costa. Después supe que ese día pude volar a consecuencia
de un frustrado intento dinami¬tero contra el Presidente. Cierto o no, andaba ya en la vía judicial la
investigación de un supuesto acto de terrorismo que había costa¬do la libertad, por algún tiempo,
a Eugenio González (Rector de la Universidad de Chile, en 1964), Alberto Romero y otros escritores,
periodistas y } masones I La llegada a la estación Mapocho se reali¬zó en medio de un fuerte
despliegue policial. Me alojaron en el Ho¬tel Savoy, de la calle Ahumada. Ejercía las funciones de
anfitrión el afamado escritor y crítico, Armando Donoso, jefe de Extensión Cultural de la
Universidad.

Yo sentía antigua admiración por Donoso y por algunos de sus libros, especialmente Los Nuevos y
la Antología de la poesía chile¬na. Hombre de unos cuarenta y tres años, parecía más joven.
Resal¬taba por su inmensa cabeza, de altísima frente, y su talla pequeña y esbelta. Vestía con visible
aliño, trajes ingleses. Usaba un bien cuidado bigotillo. Tenía los ojos grandes y curiosos. Gustaba
citar autores. Su voz de barítono adquiría inflexiones catequísticas. Se le veían inquietud y cortesía.
Estaba casado con una magnífica poeti¬sa, la señorita Brito, que firmaba “María Monvel”. Donoso
era un apasionado de las letras de América, a las que había servido leal¬mente durante sus largas
permanencias en Europa. Fue él a quien la Universidad, presidida por Armando Quesada Acharán,
confió ser mi hospedador y guía.

La primera noche, invitado a comer por el novelista Eduardo Barrios, Director General de
Bibliotecas, ex-ministro de Ibáñez, hijo de peruana, educado en La Recoleta de Lima como yo,
encontré en el Club de la Unión a don Emiliano Figueroa Larraín, quien ya había cesado en su
Embajada. Era el mismo hombrote bienhumo- rado, socarrón, agudo y sibarita. Fumaba su eterno
cigarro-puro. Se balanceaba, alto y grueso, como un acorazado. Me invitó a saborear el clásico
“charquicán” de su casa, en una noche próxima. Los chi¬lenos querían demostrar su alegría por la
reconciliación con el Perú. Barrios me lo expresó sin arribajes, hablando de colega a colega. Te¬nía
Eduardo la voz triste, opaca, pero el ingenio vivaz y punzante. En esos días, los escritores lo habían
excomulgado a causa de su adhesión a Ibáñez, adhesión sincera que duró siempre. Por interme¬dio
de Barrios me compenetré de las reformas practicadas en la Bi¬blioteca de Santiago, institución que
yo debía observar para cotejar¬la con la quietud inerte de mi Biblioteca de Lima. Por esta labor me
otorgaron —único subsidio que recibí durante el Oncenio— cua¬renta libras, es decir, cuatrocientos
soles: el sueldo de un mes.

Fue aquella una inolvidable experiencia de casi tres semanas. El viaje a los países bolivarianos había
sido una salida juvenil. Esta al-canzaba otros contornos. Me pude relacionar con gente realmente
representativa. Comprobé la salud democrática de Chile a pesar del "gobierno fuerte” que sobre él
pesaba. Así, en una tenida de la Lo¬gia “La Montaña” N9 50, escuché duros ataques al gobierno.
Presi¬día la Logia no recuerdo si Roberto Aldunate o Alberto Romero, los ataques salieron de boca
de Santiago Labarca, vigoroso líder es¬tudiantil del año 20 y ya reputado político radical. La logia
acordó citar al “Hermano Ibáñez”, esto es, al Presidente de la República, a que respondiera “entre
columnas”, es decir, en el local del templo de la logia, las acusaciones que se le formulaban. Semanas
después acudió el Presidente.

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De esá fecha, hace ya siete lustros, data la amistad que tuve (mientras vivieron los que han muerto)
y que conservo (con los que sobreviven) con Rafael Maluenda (t), Jenaro Prieto (t), Joa¬quín
Edwards Bello (t), Eduardo Barrios (t), Alberto Romero, Carlos Prendez Saldías (t), Manuel Vega (t),
Januario Espino¬sa (t), Fernando Santiván (t)7 Raúl Silva Castro (t), Mariano Latorre (t), Carlos
Vicuña, Eugenio González, Max Jara (t), Hugo Silva, Domingo Melfi (t), Víctor Domingo Silva (t),
Ri¬cardo A. Latchman (t) y el venezolano Mariano Picón Salas (t).

Los escritores se reunían en la confitería “Palet” que estaba en la calle Huérfanos, cerca de la del
Estado. Era el mentidero de las doce del día. A las once y a las seis el mentidero tenía por esce¬nario
la librería “Nascimento”, en la calle Ahumada, junto al restau¬rante “Naturista”, propiedad de
Ismael Valdez, hombre de barbas nazarenas, ingenio francés, costumbres adánicas y pragmatismo
feni¬cio. Don Carlos Georges Nascimento, con su no perdido aire de bon- 20 bien nutrido, intervenía
en las conversaciones, a la caza de au¬tores que no siempre le dejaban ganancias. Cuando se escriba
una historia íntima (no sólo la Historia Personal de Alone) de la literatu¬ra chilena, la figura de don
Carlos Nascimento recibirá indudable homenaje. Había llegado muy joven de Portugal, pero era un
ciu¬dadano de Chile. Se enamoró de su nueva patria y adoró sil litera¬tura. No hay autor chileno de
cuantos han escrito entre 1915 y 1960 que no haya pasado por las prensas de Nascimento, y por su
vital mentidero de la calle Ahumada, primero, y ahora de San Antonio. En su librería trabé
conocimiento con Mariano Latorre, Ricardo A. Latchman y Luis Durán, un tríptico pintoresco, dispar
y, por consi¬guiente, homogéneo. Latorre ( fino, con facies de zorro, afilada y convexa la nariz, el
mentón agudo, los ojillos azules y juntos, el pelo rubio) no dejaba de mentir, digo, de fantasiar,
imaginando aven¬turas de amor y de arte, en que él era siempre el victorioso. Tenía conocida
proclividad por sus alumnos del Pedagógico y por las cor¬batas inglesas. Vestía con pulcritud y
componía con encarnizamiento y asepsia. Pertenecía a la pléyade de los realistas que, montados
sobre el rastrero Pegaso de Zola, arreglaban primero sus apuntes tomados del natural, y luego
componían sus cuentos y novelas, cir- niendo mucho el vocabulario, tratando de ser exactos al punto
de re¬sultar secos y opacos. De esta tendencia se salvan los cuentos de On Panta (libro que le
prologué y edité en “Ercilla”, 1935) y Chi¬lenos del Mar, que es el libro mediante el cual trabamos
conoci¬miento. Duran, apegado a Latorre, dragoneaba las letras en aquel tiempo; su aparición
literaria plena es posterior a mí primer viaje a Chile. El gordo y miopísimo Luis andaba a la zaga de
sus com¬pañeros de letras a fin de aprenderles el donaire, el método, la dic¬ción y la forma de vivir.
Latchman lucía entre todos por su ímpetu vital. Cuando le conocí en 1930, ya tenía gacho el ojo
izquierdo, le¬vantaba la ceja derecha, hablaba mal de todo el mundo y monopo-lizaba los diálogos
traduciéndolos en monólogos pintorescos, ilustra¬dos por una cultura profusa y un anecdotario
implacable. Alto, me¬dio inclinado hacia adelante, portaba una ruma de libros bajo el brazo y
atronaba los aires con los nombres de cien autores. Había publicado (en pleno éxtasis antiyanqui)
su libro Chuquicamaia, esta¬do yankee y una sabrosa colección de críticas literarias: Escalpelo. Se
perfilaba ya como el más tenaz y acucioso crítico historicista de su país. Hijo de un sabio profesor,
de su mismo nombre y de origen británico, y de una criolla, Latchman, “Ricardito”, como le llamaba
cariñosamente Latorre, trataba de ser un niño feroz, lo que provoca¬ba las ironías de Jenaro Prieto,
cuya novela El Socio había provoca¬do mi admiración.

Durán resultó con el transcurso del tiempo, el más fiel discípu¬lo de Latorre, a quien todos conocían
por el antonómico de Mariano. Durán carecía del estilo pulido y compacto de éste, pero en cambio

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derramaba emoción. Piedra que rueda y Mercedes Urizar, fueron los dos primeros ensayos
novelísticos de Luis Durán, y en ellos apare¬

cía un campo en veraneo, sin dolores, con idilios, lleno de sol y pla-cidez. Más tarde, en Frontera,
logró plasmar la epopeya de los chi¬lenos de la zona sur, en las inmediaciones de Temuco, donde
crece ya el bosque y amanecen las nieves, y la lluvia abate durante casi todo el año, y vive aún en
contacto con los indios mapuches, cobi¬jados en sus rocas, envueltos en sus polícromos chamantos,
tañedo¬res macabros de sus ululantes trutrucas. Latorre y Latchman acudían también al mentidero
de Palet. Las muchachas desfilaban con ese aire típico de la chilena, de piernas uniformes, con el
tobillo grue¬so, pero a cambio de ello con un ángel incomparable en el modo de hablar, en la dulzura
nipona de la mirada y en la coquetería inna¬ta de su trato. Latorre no perdía piropo, pese a su edad
y a su condi¬ción de maestro. Junto a él sonreía su contemporáneo Joaquín Ed- wards Bello, las
pocas veces que se detenía con el grupo, aun cuan¬do siempre echaba su cuarto a espadas por
Huérfanos, en busca de motivos para sus crónicas y de alguna gruesa beldad, cuyos atracti¬vos
guardasen relación directa con su peso en kilos.

He conocido pocos escritores más atrayentes, vivaces y ásperos que Joaquín Edwards Bello (1888-
1968). Ninguno más atrabiliario. Podría comparársele con un Baroja sudamericano, aun cuando su
de¬voción oscilaba entre Vicente Blasco Ibáñez y Charles Dickens. Lo había visto por primera vez en
casa de Mariátegui en Lima, y ha¬bía recibido de su pluma, con sendas dedicatorias, El Chileno en
Madrid y Nacionalismo Continental. La primera refería sus andanzas de meteco en España, a la que
amaba tanto como denigraba. El segundo reunía crónicas en torno al tema central de la identidad
en¬tre las naciones sudamericanas. Por lo último se había relacionado con Haya de la Torre, en Patís.
Joaquín, hijo de aristocráticas fa¬milias, gustaba decir que el primer Edwards llegado de Chile, don
Jonatan si no me equivoco, había sido un pirata, En realidad había sido médico de un barco corsario
y se quedó en tierra cuando su capitán quiso continuar de aventura. Por línea materna descendía
de don Andrés Bello, el gran humanista. Tenía parentesco con los Ed¬wards Mac Clure, propietarios
de El Mercurio, mas él escribía en La Nación. También figuraba entre sus relacionados inmediatos,
don Emilio Bello Codesido, famoso político de la oligarquía pelucona chilena. Pariente suya era Iris,
o sea doña Inés Echevarría de La- rraín. Ante todos ellos despotricaba Joaquín, y sobre todo de Chile,
al que repito, amaba con fervor incomparable. Tenía Joaquín un ai¬re desdeñoso; la nariz hebraica
y el mentón borbónico, con algunas redondeces adicionales en la sota barba. Los ojos de Joaquín
tenían fama por los grandes y pestañudos; los manejaba con discreción y eficacia. Hombre huidizo,
de pronto despertaba a la vocinglería y ha¬blaba, monologaba horas enteras sobre lo divino y lo
humano, y de súbito se despedía sin más ni más y se perdía por semanas. Usaba siempre un
sombrero de fieltro verde oscuro, corbatas inglesas, y gustaba de vestir "ambos” con americana de
distinto color al pan¬talón. Su aire desdeñoso imponía respeto y antipatía, mas no bien se cruzaba
dos palabras con él, todo se tornaba cordialidad y afec¬to. Una mañana me dijo: “Voy a sacarlo a
usted del hotel y llevar¬

lo a donde nadie lo ha llevado: a la Vega”. La Vega es el Merca¬do santiaguino. Fuimos


puntuales. Caminamos el día entero. Du¬rante la romería, porque lo fue, Joaquín me hablaba de
Chile y los chilenos, de América y los americanos, del cielo y de la tierra. El autor de El Roto, novela
del año 20 cuya impronta creó una nueva literatura proletaria, amaba al pueblo, le gustaba lo
vernáculo, de¬testaba “al pije” y al “jaibon” (que viene de “high life”). Fantasía desbordada,
temperamento sin riendas, locuacidad ininterrumpida, certeza en la imagen y el juicio, la verba de

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Joaquín Edwards Bello es como sus crónicas (las de los jueves en La Nación) un conjunto acezante
de cuadros vividos y brillantes. Mezcla de evocaciones y premoniciones. De greguerías y cuadros
animados, de Ramón y don Pío. La amistad con Edwards Bello nació allí y no se ha turbado hasta
ahora en que él, ya en los ochenta, suele decir por el centro de Santiago su erguida y pausada figura,
aunque a menudo velen sus ojos la impertinencia de unas gafas tras de las cuales lucen em-pero las
grandes pestañas de los grandes ojos de las grandes conquis¬tas de ayer.

Jenaro Prieto se diferenciaba de todos los escritores que conocí en ese viaje. Estaba dedicado al
grabado en madera y en cuero. Usaba una sempiterna pipa entre los labios rodeados por unos
bigo¬tes y unas barbas negras, dando realce a un rostro anguloso, fino, bajo una incipiente calva
monjil. Jenaro era el escritor “J” de El Diario Ilustrado. Gozaba justificada fama de humorista. Su
obra y su reputación descansaban en un libro nada común en nuestras le¬tras: El Socio, que relata
la historia de un vicio sudamericano: dar más fe al extranjero que al nacional. Me habían dicho que
Jenaro rehuía las amistades nuevas, pero no lo comprobé. Hicimos una re¬lación vivaz y cordial.
Juntos fuimos a Jahuel, en un grupo bulli-cioso, en el que, claro, no faltaban algunas escritoras, entre
ellas Marta Brunet, y compañeras del trabajo periodístico, de las que re¬cuerdo a una andaluza
avisadora de El Ilustrado, que, al parecer, no tenía ningún prejuicio antiperuano.

Mi contacto con la intelectualidad chilena fue revelador. En El Mercurio, además de Rafael


Maluenda y Armando Donoso, es¬taban Clemente Díaz, encargado de la dirección, y Carlos Silva Vil-
dósola, Roberto Meza Fuentes y Raúl Silva Castro. Silva Vildósola había sido diplomático y de los
menos amigos del Perú en el trans¬curso del largo conflicto por Tacna y Arica. Era un hombre
chispean¬te, bien trajeado, de nariz curva, marcado ancestro hebraico o ma¬llorquín (que da lo
mismo, si hablamos de los chuetas) y lengua vi¬perina. Por ejemplo, refiriéndose a Meza Fuentes,
que acababa de casarse con una hija de judío, de religión mosaísta, decía que aquel matrimonio era
una “mez-alliance”. Del propio dueño del Mercurio comentaba que, no obstante todas sus
cualidades, tenía demasiada buena voz. Meza Fuentes, poeta revolucionario del año 20, había
en¬gordado en términos geométricos. Mantenía una sonrisa bonachona sin mengua de
intermitentes saetazos, dignos de su condición de pe¬riodista. Raúl Silva Castro era el personaje
dramático de la casa. Quizá el más joven, andaba en los treinta o treinta y tino, compartía sus
ocupaciones en el diario con las de la Biblioteca Nacional y con las de Atenea, mensuario de la
Universidad de Concepción. Se ha¬llaba en constante relación epistolar con el grupo de Amauta,
Admi¬raba a Mariátegui y a Haya de la Torre. Detestaba a Chocano, a causa del asesinato de Elmore
y de su defensa de las dictaduras. Fuimos contertulios cotidianos. Raúl no había abrazado aún el
furio¬so peluconismo de que luego sería víctima.

Al margen de los grupos, especie de buho precoz, conocí a Her¬nán Díaz Arrieta, quien con el
seudónimo de “Alone”, firmaba sus crónicas literarias en La Nación. “Alone” asistió á mis
conferencias en la Universidad de Chile, aislado de todo el mundo, y escribió una bella crónica sobre
ellas. Tenía sobre sí la leyenda de un amor contrariado y perdido en la muerte, el de una escritora
de apellido Cox, acerca de lo cual escribió una novela discutible La sombra in¬quieta. Su prosa poseía
las calidades sintéticas y brillantes del es¬tilo francés. Disfrutaba por igual de amores y odios. Era
un hombre alto, taciturno, de gran frente, boca plegada, ojos atentos y negros, traje acicalado. Era
servidor fiscal, en camino a la cesantía y se es¬forzaba de veras por adquirir un estilo. Me atrajo su
equilibrio y me admiró su cultura. Empezamos a ser amigos distantes: no he¬mos perdido ni lo uno
ni lo otro, es decir, ni la amistad ni la dis¬tancia.

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Hablando de mis conferencias en la Universidad que fueron tres (y a raíz de lo cual el doctor Wilhelm
Mann, Decano de Pedago¬gía, me otorgó el Título de Miembro Honorario de la Facultad; yo no tenía
treinta años) recuerdo mi impresión de la primera. Llegué a la Universidad con Armando Donoso. Al
entrar a la Rectoría, bro¬tó de la penumbra una silueta alta y delgada, que tendiéndome los brazos
me dijo: “No podía dejar de venir, Sánchez, perdóneme que no lo haya visitado antes”. Era el
admirado y admirable don José Toribio Medina, quien había dejado su retiro en San Francisco de
Mostazal para honrarme con su generosa presencia. Me conmovió su gesto. Después de la
conferencia fuimos a comer en “La Bahía” con los amigos nombrados, más Domingo Melfi, el Padre
Alfonso Escudero, don José Toribio Medina y naturalmente su discípulo y colaborador Guillermo
Feliú Cruz.

Durante aquella cena inolvidable, Medina derrochó ingenio y locuacidad. [Qué diferencia con
nuestros eruditos y sabios! Este, au¬tor de trescientos títulos entre libros y opúsculos, sonreía,
bromeaba y bebía sin exageración, pero sin miedo. A su lado todos parecíamos tímidos, excepto
naturalmente Latchman, para quien el silencio fue cilicio que no toleró jamás. Al despedirnos —
media noche era por filo— don José Toribio Medina me dijo: “Nos tenemos que volver a ver, lo
invito a San Francisco por un día siquiera, y si no en Lima”. ¡Ay?: en Lima, ocho meses después,
estando yo perseguido, recibí la noticia de su fallecimiento: había cumplido setenta y siete años.
Legó a su patria todo su archivo y biblioteca, los más valiosos de América. Los administra hasta hoy
y vela como curador perpetuo, Guillermo Feliú Cruz, discípulo insobornable.

He mencionado a Chocano. Es un episodio que todavía me due¬le, Aunque lo haya referido en mi


libro Aladino, debo confesarlo una vez más para mi vergüenza. El poeta había abandonado Lima en
1928, después de la amnistía que le concedió el Congreso a raíz de la sentencia que se dictó contra
él —benigno fallo por cierto— a causa del asesinato de Edwin Elmore Letts. Vivía el poeta aisla¬do,
entregado a dos preocupaciones: la Bolsa de Valores y la busca de un tesoro colonial. Tenía como
secretario al poeta peruano Luis Bérninzone, quien había formado parte del grupo de “los catorce”
que firmamos una adhesión a José Vasconcelos, durante la polémi¬ca surgida entre éste y Chocano.
Por eso me llamó la atención cuan¬do el autor de Walpúrgicas, siempre con su roja melena
ensortijada y su roja nariz mirando arriba, me visitó para decirme que estaba con Chocano. Días
después, caminando por la calle Nueva York, divisé al poeta saliendo de la Bolsa. Me miró e hizo un
ademán de saludo, y yo desvié paso y mirada. Hasta hoy me duelo de esa co¬barde estupidez. O no
se dio cuenta de mi actitud o pensó superar-la. El hecho es que Berninzone me volvió a visitar para
preguntar¬me si estaría llano a recibir al poeta en caso de que me visitara. Le dije que no. Pesaba
sobre mí otra coacción: la de Silva Castro, Sal¬vador Reyes, Melfi y demás amigotes, todos ellos
admiradores de Amanta y, a través de ella, de Elmore, a quien no habían leído jamás.

No volví a ver a Chocano. Atravesaba su vía crucis. Y lo que es doloroso e irónico, cuando, cuatro
años después, volví a Santiago, bajo distintas y más enojosas circunstancias, en la estación me
reci¬bieron con la noticia de que acababan de asesinar al poeta.

Otra figura de mi contorno fue la de Carlos Prendez Saldías, quien, junto con Alberto Romero, me
regaló su amistad por toda la vida. Carlos era uno de los pocos (hasta donde yo recuerde) que
usaban en Santiago. chambergo bohemio y a menudo capa española. Si agregamos a su nombre el
de Alberto Romero, el del pintor Ca¬

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li o ut de Bon, el político liberal Martínez Montt y el “democrático” Juan Pradeñas Muñoz, no
recuerdo otros sombrerones en el Chile de ese tiempo. Carlos Prendez era hijo de Pedro Nolasco
Prendez, ami¬go y hasta rival de Rubén Darío allá por el 1888, y de una señora Saldías, limeña.
Padecía el prurito de la galantería ostentosa: pre¬tendía pasar por irresistible conquistador de
corazones: abusaba de sus versos románticos, su altísima talla y su innato desenfado, aun¬que
tuviese el habla tartamuda, guiños de ojos y luciera unas pier¬nas algo arqueadas. Prendez Saldías
había publicado varios libros de versos y regresaba de un viaje por Europa, en el que obtuvo editor
para una selección de sus poemas, en Barcelona. Se caracte¬rizaba por su franqueza algo brutal, su
insolencia mosqueteril, y su afición vistosa por las damas. En cambio, Alberto Romero, que
com¬partía con Prendez una oficina de la Caja Hipotecaria, se distinguía por su aire apocado, aunque
nada tímido y su gordura abacial sin llegar a obesidad. Prendez lucía una melena ensortijada sobre
las orejas, y Romero una calva ligeramente interrumpida en la nuca y las sienes por una pelusilla,
más eso que cabello. Romero usaba ga¬fas, Prendez quevedos sujetos por una airosa cinta negra
que flotaba al impulso del aire que movía ,su marcha a zancadas. Para ese tiem¬po, Romero había
lanzado ya La tragedia de Miguel Orozco y prepa¬raba La viuda del conventillo. Su estilo seco,
zolaense, no guardaba similitud con el engolado de Prendez. Á Romero lo hizo apresar Ibáñez
envolviéndolo en el proceso de atentado del Puente de Maipo.

Fue aquella una instructiva toma de pulso. Los escritores y maestros de Chile anhelaban enlazarse
con los del Perú. Con el Rec¬tor Quesada Acharán acordamos que San Marcos invitaría para
retri¬buir mi visita, a Pedro León Loyola, ilustre profesor de Filosofía, en¬tusiasta discípulo de
Bergson. Pasaron los años, hasta veinte o más, y nunca se materializó aquella visita, por falta de
nosotros, los pe¬ruanos.

Las conferencias en el Salón de Honor de la Universidad me llenaron de malsano orgullo. Por una u
otra causa, el hecho es que hubo un público rebosante y la prensa les dio resonancia. Algunos
desterrados que residían en Santiago solían formar parte del público, entre ellos Magda Portal,
Serafín del Mar y Julián Petrovic. Ya he contado que al salir de mi última conferencia, Magda me dio
la no¬ticia de que Mariátegui se hallaba muy grave. El resto ha sido re¬ferido, y lo que queda por
contar pertenece a la órbita estricta de la política peruana.

En general, la experiencia no podía ser más estimulante. Real¬mente hallé un país organizado e
institucionalista. Los mismos escri¬tores reflejaban inquietudes que nosotros no alcanzábamos. La
no¬vela y la poesía de Chile, con Barrios y Neruda, Latorre y Huido- bro, Prieto y Max Jara, Prado y
Hübner Bezanilla, DTIalmar y Gó¬mez Rojas era ya algo estructurado. Su crítica con Alone,
Latchman, Melfi, Silva Castro, orientaban de veras.

Al volver al Perú traía el ánimo contrariado y un carnet lleno de apuntes. Me tocó viajar de nuevo a
bordo del “Orcoma” Mis compañeros de pasaje eran el Comandante Prorromant y su señora, que
venían a formar parte de la Embajada en Lima; el almirante Gómez Caireño, que se había
especializado en “fondear” obreros du¬rante una de las tantas huelgas del norte chileno; un capitán
de na¬vio Campos, que iba a Inglaterra; una muchacha Martha Leyva, que paseaba sweaters de mil
colores y sus románticos bandós, bajo la dorada luna del otoño; una pareja de recién casados; más
tarde el ingeniero peruano Carlos Odiaga. La travesía me dio tema para es¬cribir una novela corta
cuya redacción, ya en Lima, me retuvo du¬rante diez días encerrado en el Hotel Bertolotto de San
Miguel. La novela está inédita. La guardo como una travesura entre mis pape¬les menos navegables.

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Corresponde a mis tiempos de joycianismo. Sin embargo, al volverla a leer, no sé si por lealtad para
conmigo mismo, me parece todavía publicable. Al menos como un documen¬to de otra edad.
Esperaremos lo que opine algún arriesgado editor...

CAPITULO XVI SCIIERZO SOBRE LEGUIA

EN 1931 (adelanto la jomada para retornar después) fui candidato al Congreso Constituyente del
Perú, Los adversarios de mi partido —y por tanto— de mi candidatura, inundaron las paredes de
Lima con cartelones que decían: “No vote por Luis Alberto Sánchez, tibu¬rón del leguiísmo”, De la
fórmula aprista fui el único en sufrir tan violenta, profusa e inútil propaganda. En esos momentos,
Augusto B. Leguía, ex-presidente del Perú agonizaba en el Hospital Naval de Bellavista, después de
haber sido incomunicado, sin medicinas ni abogado, pese al grave mal que le agobiaba.

Aquella propaganda fue tan sistemática, que Manuel Seoane me pidió desmentirla. Me negué.
Insistió. Volví a negarmé. Me dijo: “Entonces no te opongas a que yo lo haga”. Rechacé de nue-' vo.
Reiteró: “Pero, ¿por qué no dices que es mentira?: eso nos hace daño” Mé planté en mis trece,
como dicen los palurdos, y le res¬pondí: “Mira, Manolo, ahora, medio Perú cree y medio Perú
rechaza esa calumnia. Medio Perú se niega a escuchar las razones! de la otra mitad. No perdamos
el tiempo. Además, ¿no parecería cobar¬de repudiar hoy a Legüía cuando sé halla preso y
moribundo?”. Ma¬nolo, encarnizado en su punto de vista político, volvió a la carga. "Perdóname,
Luis Alberto, pero yo voy a publicar algo por mi cuenta. No es cuestión de sentimentalismos, hay
que ganar las elec¬ciones”. Consulté con mi padre, y él me apoyó: “No lo hagas; ha habido tiempo
para atacar a Leguía, pero ahora no. Lo están ma¬tando y no se debe contribuir a escarnecerlo”. Me
sentí aliviado con el veredicto de mi viejo. Manolo, sin embargo, publicó una breve rectificación
suya en La Tribuna.

El XI de octubre de 1931 fui elegido miembro de la Constitu¬yente del Perú, a pesar de esa mendaz
y estúpida campaña. Hoy puedo hablar de eso.

Sólo traté dos veces al desdichado dictador: en 1919 y en 1929. Discrepé públicamente de sus actos
en 1921, a propósito de su res-puesta al Presidente de Chile, Alessandri, y del ataque contra Mariá-
tegui y Amanta; discrepé en 1929, por su oposición a nuestro convite a Waldo Frank; discrepé en
1930, como presidente de la Asociación Nacional de Periodistas, al rechazar la participación de la
entidad en un homenaje a Leguía. A su turno, él me expresó su poca sim¬patía en varias ocasiones.

Dentro de mi familia, había leguiístas y antileguiístas. Mi pa¬dre pertenecía a los últimos; mi tío
carnal, Rosendo, a los primeros. Mi abuelo apreciaba a la familia Leguía, pero no los métodos de
“don Augusto”. Hoy a los treinta y ocho años del inicuo sacrificio de Leguía, digo: “No, yo no fui
leguiísta mientras Leguía tuvo po¬der, pero, después de su martirio y de la cobardía de sus enemigos
póstumos, quisiera haber podido cooperar con él”.

Todavía siento como una bofetada a la adulación nacional, una mordaz respuesta de Jorge Guillermo
Leguía poco después del de-rrocamiento de su tío (un tiempo su adversario), cuyo apellido fue
eliminado de cuanta obra, calle, dique, muelle, o lo que fuese crea¬ra, entre ellas la Avenida Leguía,
rebautizada desde entonces como Avenida Arequipa. Jorge Guillermo había padecido en 1930 una
cor¬ta prisión por culpas que nunca cometiera. Al salir en libertad, un político del nuevo régimen se

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le acercó y tendiéndole la mano le dijo: “Me pongo a sus órdenes, señor Leguía, soy el coronel
Gómez”. Jorge Guillermo le miró de hito en hito, a través de sus gruesos espejuelos, y respondió:
“Muchas gracias, Coronel, yo me pongo a las suyas, soy Jorge Guillermo Arequipa”.

Los odios y bajezas arrastraron al Perú a inesperadas simas. De niño, en 1908, yo vi a Leguía cuando
juró la Presidencia. Asistí a la ceremonia de la mano de mi abuelo, que tenía un asiento espe¬cial.
En 1913 deportaron al ya ex-presidente Leguía. Desde lejos llegaban noticias acerca de sus andanzas
londinenses. La Guerra Mundial comprometió su hacienda. Una versión muy divulgada de¬cía que
fue proveedor del ejército ruso-zarista, y que, producida la revolución bolchevique, y como el nuevo
régimen desconoció las deudas de los zares, Leguía perdió toda su fortuna. De rebote de¬cidió
aceptar.otra vez la candidatura a la Presidencia del Perú: noso¬tros fuimos los pagantes.

Muchos peruanos aprendieron historia republicana, a través de las enconadas y fragmentarias


reseñas que, durante tres años, publi¬caba en las columnas de El Tiempo, un improvisado
historiador cu¬yo seudónimo, delator de lecturas baratas, era “El Abate Faria”, nombre de un
personaje de El Conde de Montecristo. En realidad se llamaba Manuel Romero Ramírez. Era tuerto,
canijo, sordo, maldi¬ciente, iracundo, mentiroso y mordaz; era hermano de don Carlos A, Romero
el bibliotecario a quien mortificaba y al par enorgullecía la iracunda actitud de aquel inesperado
brote del Averno. Con refina¬dísima perfidia, “El Abate Faría” utilizaba folletos poco conocidos,
documentos olvidados, que extraía de los anaqueles de la Bibliote¬ca Nacional, mediante la
colaboración de su hermano y de Qrompe- 11o García Godos.

El impacto producido por la interminable serie de datos e im-properios, informes e insidias que casi
a diario perpetraba en El Tiempo, aquel desaprensivo libelista, fue notorio. Los lectores bus¬caban
con verdadero deleite aquellas “revelaciones” contra el civi¬lismo. El presidente Pardo, dando
muestras de extraordinaria libera¬lidad, no hizo nada para detener a aquel engendro del odio,
especie de Marat sin riesgo ni grandeza (y sin Carlota Corday), cuya corro¬siva campaña se tradujo
en el creciente repudio al civilismo y, co¬mo réplica, en la creciente popularidad de Leguía,
candidato de opo¬sición. Se llegó al extremo de que los estudiantes de San Marcos, enemigos
tradicionales de Leguía, desde el abuso que en 1911 come¬

tió contra ellos, votaron por Leguía en octubre de 1918, designándo¬lo “Maestro de la Juventud”.
El primer y anterior personaje galar¬donado con tan preciado título había sido Javier Prado
Ugarteche, Rector de San Marcos. La nominación de Leguía fue una clara de-mostración política.
Desde entonces, por lo menos, ya hacía política San Marcos. Debo confesar que no voté por Leguía,
ni tampoco por Manuel Vicente Villarán, ni por Prado, a quienes se postuló en 1918.

El flamante “Maestro de la Juventud”, Leguía, emprendió viaje de retorno a comienzos de 1919.


Una delegación de la Federación de Estudiantes, con su presidente a la cabeza, el alumno de
Medici¬na, Felipe Chueca, fue a recibirlo hasta Panamá. El ingresó de Lé- guía a Lima por la avenida
La Colmena fue apoteósico. Llegó en un tren ‘ad-hoc” a la Plaza Dos de Mayo, y desde ahí avanzó
en co¬che descubierto, tirado por entusiastas manifestantes, hasta la . Plaza de La Micheo. Siguió a
la calle de Pando, lugar .de su residencia. Yo lo vi pasar desde una esquina. Tenía el cabello gris;
ondeaba el sombrero agradeciendo flores y aplausos. Los manifestantes vitorea¬ban a “la Patria
Nueva”, a la “redención de Tacna, Arica y Tarapa- cá”, y protestaban contra la carestía de las
subsistencias.

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Jorge Guillermo Leguía, nuestro compañero de Conversatorio, entró inmediatamente en funciones,
cerca de su tío. Cada mañana* Jorge invitaba a un estudiante a almorzar en la casa de la calle de
Pando, a fin de que tratara al caudillo. Una de esas veces me to¬có a mi: tuve una impresión
inolvidable.

Augusto B. Leguía era pequeño y delgado; vestía acicaladamen¬te a la moda británica; miraba a los
ojos; tenía la nariz larga y curva; el mentón voluntarioso; los cabellos peinados con raya a un costado
y un pabellón cayéndole como onda sobre la frente. Pero lo que subyugaba en ese rostro era la
intensidad de la mirada. Su voz no poseía suavidad ni matices; más bien era ronca, grave,
pe¬rentoria. Cuando quería seducir, sonreía con indudable atractivo, pero enseguida recuperaba su
característica sobriedad. Su memoria no tenía rival. Así, de inmediato, me preguntó por mis abuelos.
“¿Cierto que murió Rosendo?” —“Sí, señor, el año pasado”. “¿Y có¬mo ha quedado Carmen? ¿Sigue
tan devota?” —“No ha cambiado, señor”. Indagó por la Universidad. Preguntaba directamente lo
que quería saber. Nos sentamos en torno de la mesa el comandante Lan- dázuri, que había sido su
ayudante (ahora es general en retiro), Jor¬ge Guillermo, don Germán Leith (su apoderado), Leguía,
un tenien¬te retirado y yo. Se comió frugalmente, Leguía observaba con aten¬ción los gestos del
teniente retirado, adaptándose a ellos para no humillarlo. Me dijo: “Este país debe cambiar;
estamos muy atrasa¬dos. Si no cuento con la juventud será todo más difícil”.

A la salida de aquel almuerzo, Jorge Guillermo me preguntó mi opinión. Se la di sin embages:


“Perdóneme, pero tengo la impre¬sión de que las preguntas de Leguía sobre mi familia hán estado
preparadas; no he obtenido nada en concreto”. Jorge Guillermo se echó a reír palmeándome
amistosamente el hombro: “Siempre tan fregado”, comentó.

La segunda y última vez que traté a Leguía fue diez años des¬pués, en abril de 1929. Se había
reelegido Presidente. La atmósfera nacional estaba cargada de malos presagios,. Era la tarde en que
Jorge Basadre leyó su discurso sobre La multitud de. la ciudad y el campo en la Historia del Perú.
Nos hallábamos en el salón de re¬cibo de la rectoría de San Marcos, A un lado del Presidente se
ha¬llaba el Rector Deustua; al otro, el ministro Oliveira; Jorge Basadre, un poco hundido entre los
hombros, recibía congratulaciones; Li- zárdo Alzamora,. Secretario General, discutía
acaloradamente con Oliveira, acerca del discurso-memoria de Deustua sobre el cual he hablado.
Leguía, aunque molesto, sonreía. Sin duda poca gente ha dominado mejor sus reacciones personales
que él. Conversaba afa¬blemente con los de su derecha y fruncía el ceño a los de la iz¬quierda, tal
como se enciende o apaga una lámpara eléctrica. Des¬de el patio llegaban los gritos de “muera la
dictadura”. Leguía co¬mentó: “Parece que hay retreta...”. Luego añadió dirigiéndose a Deustua:
“Señor Rector, puede usted estar seguro de que las necesi¬dades de la Universidad serán cubiertas”.
Se dispuso a salir. Alguien le insinuó que esperara unos minutos. Leguía inapelablemente repu¬so:
“Estamos en hora, tengo otra Cita. Me debo retirar”. Flanquea¬do por el Rector y algunos
catedráticos, bajó las escaleras, sombrero en mano, contestando saludos, rechiflas y escasos
aplausos, con el

mismo gesto de sonriente indiferencia que mostraba dos horas an¬tes, al ingresar al helado y largo
Salón General.

Nunca más volví a tratarlo. Supe, que a comienzos del año si¬guiente, siendo José Angel Escalante
su Ministro de Instrucción, al fundar la Dirección de Cultura, Bibliotecas y Bellas Artes, éste
pre¬sentó al Presidente una decena de nombres como posibles directo¬res, entre ellos los de

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Enrique López Albújar, Luis E. Valcárcel, José Sabogal y yo. Escalante me mostró después la lista
anotada de puño y letra del Presidente: junto a los nombres de Valcárcel y el mío, había una
inscripción: “enemigo”; junto al de Sabogal: “no”. Fue nombrado López Albújar. ¡Vae mihi!

Estoy refiriéndome sólo a aspectos muy personales. No son de ninguna manera los más
importantes. El hecho es que entre 1919 y 1930, el Perú, mi generación, vivió bajo el sistema
leguíísta. Nues¬tra primera juventud y parte del comienzo de la segunda tuvo co¬mo sello y
fronteras el leguiísmo. Debimos actuar en función de un hecho inobjetable: el leguiísmo. Y este
hecho no sólo adquirió valor político, sino que implantó un modo de convivir.

# ##

Los dos centenarios nacionales, el de 1921 y el de 1924, desata¬ron una verdadera insania
publicitaria y originaron una especie de “The Gold Rush” (película de Chaplin, que se estrenó en
tiempos de Leguía). Los antiguos propósitos morales sufrieron evaluaciones crematísticas. No se
hablaba sino de “cuánto”,, sin preguntar el “có¬mo”. De arriba a abajo y de abajo a arriba, a causa
de los fáciles empréstitos y de las promociones arbitrarias, la mayoría de los pe¬ruanos se hizo al
funesto hábito de buscar dinero y sólo dinero, y de tirarlo alegremente sin ánimo de invertir ni de
ahorrar. Esa fue la característica del “Oncenio”. De ahí que cuando, a su caída, se instauró el torpe,
ilegal e infructuoso Tribunal de Sanción, no se ha¬llaron las colosales fortunas que se había
imaginado, sino más bien deudas. Por haberse cortado la fuente para cubrirlas quebraron el Banco
del Perú y Londres, el Palais Concert, el Bazar Pathé, el res¬taurante del Zoológico y una multitud
de establecimientos, heridos no tanto por el “krash” financiero mundial, sino por el repentino ce¬se
de una política de empréstitos y derroches, al emparo de las ‘inagotables” reservas del Perú.

Uno de los lugares típicos de recreo, era entonces el restaurante del Parque Zoológico. Sus
concurrentes más asiduos eran el Minis¬tro de Relaciones Exteriores, Alberto Salomón, y el Director
de Sa¬lubridad, Sebastián Lorente y Patrón; se “jaraneaba” a rabiar. Los hijos de Leguía llevaron las
cosas a tal punto que, en torno de ellos, se tejieron leyendas abominables. Menos mal que, en la
cima, vigila¬ba el Presidente. Como quiera que se le juzgue, con su megaloma¬nía y su sensualidad,
mantuvo siempre la cabeza fría, calculando po¬sibilidades, forjando planes reproductivos (Imperial,
Olmos, Majes) y restañando las heridas abiertas por su gente.

Una frase popular pinta la situación, Leguía usaba un automóvil grande, precedido siempre por una
motocicleta de la policía. En 1928, con el objeto de favorecer, entre otros, a su yerno, Alberto Ayulo,
que implantó un negocio de carreras de perros o “Kennel Park”., se levantó la prohibición para el
juego de envite. En el “Ken¬nel Park”, según se sabe, los perros perseguían a una liebre mecá¬nica.
Pues bien, la maledicencia popular llamaba ‘‘la liebre” a la motocicleta que antecedía al auto
presidencial. Huelga comentar la frase correspondiente a los que iban atrás de “la liebre” en el coche
presidencial,

Leguía estaba acostumbrado a un turbio juego de adulaciones y prodigalidades, y, sobre todo, a


recibir el apodo de “Huiracocha”, o sea Dios, según le decían sus áulicos y hasta un embajador de
Es¬tados Unidos, Mr, Moore, rico periodista y conocido sibarita norte¬americano, quien le comparó
con Pericles y Bolívar. No se admitían decisiones sin la aprobación presidencial. Leguía no buscaba
aque¬llo, sino que la gente se le rendía como quien paga un tributo, por Ley. Cada municipio, cada
sociedad mutual, inclusive cada legis¬lador, cada embajador, debía llegar alguna vez a Palacio, con

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oro, incienso y mirra. Si en las fotos de una fiesta no aparecía el Pre¬sidente, el periodista se sentía
frustrado. Cuando se revisa la colec¬ción de Mundial y Variedades, lo comprobamos fácilmente. Los
propios enemigos del dictador oblaban sin protestas ese tributo.

Los allegados al régimen lo conseguían todo. No era posible un domingo en el Hipódromo sin que el
Stud Alianza, perteneciente a Leguía, dejara de ganar varías carreras. Leguía, aficionado autén¬tico,
se regocijaba creyendo que eso se debía a la calidad de sus ca¬ballos; ignoraba que también
intervenían los arreglos de sus áulicos.

La pugna entre éstos iba más allá. Cierta vez, para eliminar a un Ministro de Gobierno, que estorbaba
a uno de los sectores del leguiísmo, éste sacó de la morgue un cadáver reciente, lo sentaron en una
banca de la Plaza de Armas frente a Palacio, y lo volaron con un petardo de dinamita.
Inmediatamente la Cámara de Dipu¬tados emitió un voto de censura contra el ministro de marras,
y lo obligó a renunciar.

Un primo del Presidente, don Alfredo Piedra Salcedo, ejerció durante más de una década, decisiva
influencia entre los oficiales jóvenes. Era un hombre alto, mustio; de faz impasible, aunque de ojos
ágiles y penetrantes; andaba siempre solo; usaba un sombrero con el ala delantera gacha, para celar
la mirada; coleccionaba ob¬jetos de arte; fue el alma de la conspiración del 4 de julio de 1919, pero
al fin cayó en desgracia. Otro, don Enrique de la Piedra, pre¬sidente del Senado, acabó conspirando
contra Leguía, a causa de las pendencias de grupo. En vísperas de la caída del régimen, De la Piedra
estaba perseguido y procesado por atentar contra la vida de “Su Majestad”.

Otro pariente, Poción Mariátegui, Presidente de la Cámara de Diputados, cayó en desgracia, como
sospechoso de deslealtad. Fue él quien apoyó al oscuro comandante Sánchez Cerro para ganar el
grado y la situación militar mediante lo cual consiguió dominar a la guarnición de Arequipa y
derrocar a Leguía.

Hacia 1929, estas luchas, dignas del Bajo Imperio, no reconocían disciplina ni cuartel. Los partidarios
de Roberto Leguía, o “rober- tistas”, odiaban a los “focionistas”, y éstos a los “enriquistas”, y todos
los “mancheguistas” de suerte que, cosa paradójica, la fundación del Partido Democrático
Reformista (leguiísmo) coincidió con su des¬composición interna, visible para los que observábamos
el proceso.

No era cosa nueva. AI comienzo del régimen, en 1920, habían

surgido las primeras desavenencias ínter grupos. Todos se unieron momentáneamente para atacar
al más influyente, poderoso y defini¬do: a Germán Leguía y Martínez. Representaba este viejo
magis¬trado, primo carnal del Presidente, a los radicales, discípulos de Gon- zález-Prada,
enquistados en el leguiísmo, como José Antonio Enci¬nas, Carlos Doig y Lora, Erasmo Roca, Juan B.
Ugarte, fundadores del periódico Germinal. El choque se produjo a causa del afán re- eleccionista
de don Augusto. Para escarnio de don Germán y sus in¬telectuales, el Presidente escogió, como
ministro sustituto, al más de¬leznable de sus áulicos, a Rada y Gamio. Fue el encargado de apre¬sar
y desterrar a don Germán, quien pasó cuatro amargos años en Panamá. Volvió sólo para morir.

Al final de su mandato, Leguía se enfrentó nuevamente a su familia. Ya hemos dicho que Enrique de
la Piedra encabezaba una conspiración cuya base decían era asesinar al Presidente, el Jueves Santo
de 1930. Otro pariente suyo, Jefe de su Escolta, andaba com¬prometido en el complot: el coronel

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Eulogio Castillo. Primos, her¬manos, sobrinos, cuñados, ahijados (i nipoti) constituían el grueso de
los grupos conspirativos en uno u otro sentido.

Juan Leguía, hijo del Presidente, fue usado para quebrantar la unidad militar. El modo de lograrlo
no pudo ser más sencillo y diabólico. Juan era el más activo, inteligente y travieso de los Le¬guía
Swayne. Participó en la Primera Guerra Mundial, como piloto de la RAF (Royal Air Forcé). Al volver
al Perú ingresó a la fuer¬za aérea. Piloteando un aparato, y bajo los efectos del alcohol a que fue
muy adicto, provocó en enero de 1921, un choque de tres aviones. En el accidente murieron el
norteamericano William Pack y el escritor peruano Octavio Espinosa G. El comandante Leguía era el
terror de diputados, alcaldes y comisarios. Impetuoso y ex- travertido, no reconocía a ninguna
autoridad. Lo prueba otro hecho. Hacia 1927 ó 28 llegó a Lima el general alemán William von
Fauppel, procedente de Argentina y Bolivia. Nadie conocía sus víncu¬los con el naciente régimen
nazi. Fauppel fue nombrado Inspector General del ejército peruano, formado por instructores
franceses y ya bajo la influencia norteamericana. La Fuerza Aérea y otras uni¬dades del ejército
peruano rechazaban a Fauppel. A raíz de un arres¬to que Fauppel ordenó contra el insubordinado
comandante Leguía, se organizó en honor del castigado un concurridísimo cocktail en el “Palais
Concert”. Se pronunciaron encendidos discursos contra el Ins¬pector del Ejército. El general Fauppel
visitó de inmediato al Pre¬sidente, y renunció a su ■cargo. Leguía no aceptó la renuncia de Fauppel;
antes bien, dispuso que su hijo, el comandante Leguía, aban¬donase el país por algún tiempo, en
una especie de dorado exilio. La situación entre el Gobierno y los militares se puso por primera vez
tensa. El coronel Ernesto Montagne apoyaba al parecer al ge¬neral Fauppel. Este dejó el Perú sólo
a fines de 1929, urgido por los sucesos de su patria, en donde los nazis habían iniciado ya su marcha
hacia el poder. Fauppel no era nazi, sino más bien un “junker”.

Hubo otros conflictos. Insisto que ellos se realizaron desde el comienzo. La Asamblea Nacional,
electa en 1919, a raíz del Golpe de Estado del 4 de julio y de la que formaron parte ciudadanos de
tanto renombre como Javier Prado Ugarteche, Salvador Cavero, Ma¬riano Nicolás Valcárcel,
Mariano H. Cornejo, aprobó la nueva cons¬titución que fue promulgada en enero de 1920. Estaba
aún en fun¬ciones la asamblea, cuando prácticamente fue desmembrada por el Ejecutivo. Poco más
tarde, en 1921, las Cámaras Legislativas caye¬ron bajo un proceso de expurgación policial, a
consecuencia del que no tardaron en salir al destierro, a bordo de un barco que se dirigía a Australia,
senadores y diputados, entre ellos Miguel Grau, los her¬manos Jorge y Manuel Prado, el coronel
César Enrique Pardo, el doctor Rodrigo Peña Murrieta, el doctor Leónidas Ponce Cier, los cuales se
adueñaron del barco y obligaron al capitán a virar hacia Costa Rica. .

El incendio de la imprenta de El Comercio y de la casa de su director, así como el de La Prensa, todo


eso en setiembre de 1920, dio margen a anchas especulaciones. Leguía liquidó el drama
expro¬piando La Prensa, y amedrentando a El Comercio, cuyo propietario recibió, por Resolución
Suprema, la suma de sesenta mil soles, de entonces (equivalente a unos tres millones de hoy) para
resarcirlo de los daños y perjuicios sufridos en el incendio de su residenciá de la calle de Santo
Toribio.

No fue todo. Aunque Leguía detestaba las medidas violentas y prefería usar la persuación y el
soborno, sé encaró a algunos movi¬mientos armados, reprimidos con drástica energía. La gente del
lia- mado “bandolero” Benel, un guerrillero de la provincia de Chota, fue exterminada
implacablemente por las fuerzas del ejército. La insurrección que encabezaron el coronel Samuel

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del Alcázar y el teniente Barreda, en 1924, concluyó con el fusilamiento sobre el cam¬po, de ambos
militares, de los más distinguidos del ejército, ambos desterrados desde 1920. Algunos obreros
fueron víctimas de cruel trato y aun de asesinatos en secreto por las autoridades policiales. Las
proscripciones de estudiantes, obreros y políticos alcanzaron al¬ta proporción. Leguía instauró un
régimen policial, lo que, por re¬probable que sea (y lo es), tiene como típica explicación el hecho de
que su época fue de gobiernos “fuertes”, es decir, de dictaduras, como la de Juan Vicente Gómez,
en Venezuela (1909-1935), Her¬nando Siles en Bolivia, Isidro Ayora en Ecuador, Carlos Ibáñez en
Chile, Primo de Rivera en España (1922-1928), Mussolini en Ita¬lia; finalmente apareció Hitler, el
cual culminó sus aspiraciones só¬lo en 1933.

Al lado de tales abusos y deficiencias no se puede negar que Leguía impulsó a la clase media, a las
provincias y a las Fuerzas Armadas; ni que solucionó casi todos nuestros problemas de límites. Los
intelectuales, incluyendo a José Carlos Mariátegui, no sufrimos mayores quebrantos físicos, salvo
Víctor Raúl Haya de la Torre y los grupos apristas y pro-apristas de 1923-1928. Dentro de la
idiosin¬crasia de Leguía no cabía el rencor. Más aún: estaba siempre listo a perdonar, sobre todo si
el perdón podía ser asunto publicitario. Caballero a la antigua, entendía y disculpaba los pecadillos
munda¬nos. Según cuentan, uno de sus más enconados enemigos, periodista connotado, cometió
él “error” de provocar el aborto de una íntima amiga y pariente de su propia esposa, hecho que
causó la muerte de la citada. Un ministro de Leguía, de facha incompleta, le llevó ma¬lignamente el
asunto a la conversación matinal. Leguía le respon¬dió: “No, no insista en hablarme de eso; es
asunto personal y entre caballeros no se habla de tales cosas; además ha sido mi amigo”. No utilizó
el incidente contra uno de sus peores antagonistas. Re- fíeren también que gozó muchísimo cuando
el mayor Sánchez Ce¬rro le solicitó permiso para reintegrarse al Perú del que estaba des¬terrado
desde la Revolución del Cusco, en 1922. Leguía lo ascendió pronto a Comandante y le confió la
guarnición de Arequipa: fue su ruina.

Con motivo de las conmemoraciones del centenario de la Inde-pendencia de 1921 y de la batalla de


Ayacucho en 1924, Leguía tiró la casa por la ventana. Inauguró el Hotel Bolívar, levantado en seis
meses; la Plaza San Martín; las avenidas Leguía (hoy Are- - quipa), del Progreso (Hoy Venezuela),
Colonial (hoy O. R. Bena- vides), la nueva Plaza de Armas, el Palacio Arzobispal, el Muelle y Dársena
del Callao; la Irrigación del Imperial, todo esto en el espa¬cio de muy pocos años. A ningún
presidente se otorgaron tantas con¬decoraciones como a Leguía. Con escasa diferencia, recibió el
Grado 33 de la Masonería y la Gran Cruz de la Orden de Cristo, enviada por el Papa. Mientras
confiscaba La Prensa, permitía que El Comer¬cio se publicara sin interrupción y sin censura. “La
mejor censura es su propio miedo” comentaban los áulicos: Leguía asentía.

Un día le organizaron un homenaje en el Lawn Tennis de la Exposición. A la salida, amigos


entusiastas, entre ellos un conocido médico que llegó a ser diputado por Chincha, quisieron sustituir
a los caballos que tiraban de la carroza: un grabado de la Historia de la República de Basadre
perpetúa el hecho. En otro festejo, ocurri¬do en casa de los Vizcondes de Lyrot, se realizaron bailes
ejecuta¬dos por personajes de la sociedad limeña: Miguel Miró Quesada, miembro de la familia más
hostil a Leguía, bailó disfrazado de In¬ca, sobre un tinglado ad-hoc, ante la sonrisa y el grato aplauso
del dictador. Al inaugurarse su tercer período presidencial, el comercio y la banca ofrecieron a
Leguía un banquete en el Teatro Forero (hoy Municipal); los menús eran de oro y plata; la mesa de
honor estuvo en el proscenio; las demás llenaron la platea de donde se había sa¬cado las butacas.

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La clase media recibió poderoso impulso de Leguía. La Ley 4916, de 1924, inició la campaña;
mediante ella, los empleados de comercio no podrían ya ser despedidos sin previo aviso, ni sin
indem¬nización proporcional a sus años de servicios, ni tampoco éstos des¬pedirse
intempestivamente de sus empleadores. Los provincianos acudían a Lima en cantidad cada vez
mayor. Se construyeron nume¬rosos caminos,, mediante el sistema de la conscripción vial,
resurrec¬ción de la antigua mita o servidumbre personal, por la que todo ciur dadano estaba
obligado a prestar su concurso directo para construir caminos, o pagar el salario de quien lo
sustituyera. Apenas cayó Leguía, concluyó la conscripción vial.

La abundancia de caminos, todos asfaltados, atrajo a los provin¬cianos hacia la capital. De hecho, el
24 de junio, día de San Juan, que fue convertido en Día del Indio, las provincias se volcaban so¬bre
Lima para exhibir sus mejores bailes, cantos y ropajes.

En el entourage de Leguía, ¿quién, salvo excepciones, no era un provinciano? Roberto Leguía,


Celestino Manchego Muñoz, Pedro José Rada y Gamio, Germán Luna Iglesias, Luis Ernesto Denegrí,
Mariano H. Cornejo, Germán Leguía y Martínez, José Antonio En¬cinas, Roberto Mac-Lean Estenós,
eran oriundos de distintos puntos del país. Sin embargo, a Leguía, lo derribó un movimiento
provin¬ciano, una curiosa combinación de norte y sur: lo encabezó Sánchez Cerro, oriundo de Piura
en el norte, y se realizó en Arequipa, ciu¬dad procer del meridíón.

La vida nocturna retrata a menudo el trasfondo vivencia! de una ciudad. Durante el gobierno de
Leguía se rompió la calma pa¬triarcal de Lima, patente en los días bostezables de don José Pardo.

# ##

La tarde del 18 de abril de 1930, en que regresé de Chile, su¬pe que dos días antes, habían enterrado
a José Carlos Mariátegui a los sones de “la Internacional”: envuelto su ataúd por una bandera roja.
Yo traía en mi cartera la invitación del Rector Armando Que- sada Acharán a Mariátegui para que
dictara conferencias en la Uni¬versidad de Chile. Al día siguiente me encaminé a la casita de la calle
Washington, izquierda, y entregué a Ana Chiappe, que me reci¬bió sollozando, aquel documento
inútil. Con Ana estaba su hijo ma¬yor, Sandro, un chiquillo espigado y vivaz, de seis años, cuyos ojos
brillaban con el parecido fuego que los de José Carlos.

El mismo día de mi regreso me fueron a ver Jorge Basadre y Ricardo Vegas García. Estaban lívidos.
La policía había detenido a Gustavo Neuhaus, en relación con el complot de la Basílica donde se
había planeado asesinar a Leguía. Tanto Basadre, su coterráneo, como Vegas, frecuentaban a
Gustavo. Se decía que Fernández Oli¬va, el polizonte mayor, había torturado a Neuhaus hasta
hacerlo “cantar” El ambiente respiraba inseguridad y terror. El ministro Es¬calante me habló
gravemente Según él, la conspiración estaba ven¬cida, lo que implicaba la perennización de Leguía.
Discutimos. Le expuse, frente a una mesita del Morris Bar, que en el exterior se tenía la sensación
de que los días del dictador estaban contados. No lo admitió. Tardarían poco en sobrevenir todos
los incidentes que he referido ya: la protesta contra la visita de los estudiantes de Yale, la rechifla
del 14 de julio en el Teatro Excélsior, las agudas disen¬siones internas, el motín de Arequipa, la
caída, la prisión, el marti¬rio y, finalmente, la muerte.

En ese último semestre del Oncenio, pese a la aguda crisis eco¬nómica, Leguía aparentaba más
confianza que nunca. No dejó de asistir jamás a las carreras, cada domingo, ni de saludar con largas
sonrisas a los transeúntes con quienes se cruzaba su automóvil. Las damas de ocasión se tardaban

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en las habitaciones del Presidente. De provincias y estados extranjeros llegaban más y más medallas,
con¬decoraciones y regalos. La Prensa, sin embargo, siendo diario oficial, mostraba algunas
reticencias que antes no expresara. Desde luego, su director, el ingeniero colombiano Guillermo
Forero, era uno de los hombres mejor dotados intelectual y culturalmente del contorno leguiísta. El
se daba cuenta, por su asidua lectura de los periódi¬cos del exterior y por sus contactos
profesionales, de que para nadie había seguridad ya, y que las consecuencias del Krach (de Nueva
York en octubre de 1929) tenían y tendrían muy larga secuela de infortunios.

Si se hace el balance de aquel período, habría que reconocer que, sin mengua del régimen represivo
y policial y los abusos de po¬der por parte de algunos familiares y adherentes del Presidente, no era
posible olvidar cierto orgullo público al ver a Leguía, en la ple¬nitud de su capacidad y su poder,
dirigiendo las ceremonias de los

Centenarios de 1921 y 1924; su don de gentes; su empaque frío y señoril; su savoir faire político; la
forma cómo se manejaba entre príncipes y embajadores, cardenales y arzobispos, llamáranse como
se llamaran. Aquel viejito fisgón, de ojos resueltos y perenne sonri¬sa cortés, de ademanes medidos,
erguido, ágil, tenía pasta de monar¬ca. Coronado por el sombrero de pelo, protegido bajo un
pardessits de neto corte londinense, daba la impresión de un cazador en per¬petuo acecho, en
acecho, sí, creo que hasta en el instante del amor.

Después de caído se volvió moda atacarlo: la cobardía de siem¬pre. Ahora bien, míresele como se
le mire, por su grandeza en el sufrimiento, por su voracidad en el disfrute de la vida, por la ancha
perspectiva de sus proyectos, por el impulso que dio al país, por las carreteras, por su elegante
cinismo y su calculada violencia, por lo que a menudo supo vencerse, no obstante su incuestionable
megalo¬manía, Augusto B. Leguía requiere una estatua para afrenta de sus Judas y de sus Matos,
para complacencia de tantos como le vivaron de todo corazón. Leguía fue como un crisol, como una
piedra de toque, como un aguijón, también como una lápida.

Durante los once años de Leguía, el Perú aprendió mucho, me¬nos a ordenarse. Én épocas de
bonanza hubo derroche; en las de estrechez, injusticia y rencor. Para retratar lo primero, bastaría
un solo caso.

Las festividades de Ayacucho, en 1924, trajeron a Lima a un es¬pañol bohemio, amigo de Belmonte
y de Julio Camba, se llamaba Gabriel España. Había residido largo tiempo en Cuba. Ahí se conta¬ba
de él una curiosa historia. Según ella, España habría publicado, alguna vez, ciertos avisos en dos
diarios de La Habana, esa Habana llena de asturianos y gallegos. Los avisos decían: “Por un dólar,
conozca a España, Hotel Sevilla, Cuarto N? tantos”. Algo más de¬bió decir el anuncio, pues atrajo a
muchos incautos, que cayeron en el garlito. Este —el garlito— consistía en que Gabriel España,
ergui¬do en medio de su pieza, decía a cada uno de los que entraban, después de pagar su dólar:
“Ya conoció usted a España. Ya soy Ga¬briel España, su servidor”. Los que no le asestaron un
puntapié, le lanzaron un improperio, pero todos callaron la befa deseosos de que los demás
sufriesen el mismo bochorno. Y así, Gabriel España reunió en pocos días algunos pesos.

Gabriel España vino a Lima y obtuvo un contrato para hacer una película de las festividades de 1924.
Su socio era precisamente Guillermo Forero. Vestido de frac, con lentes, muy peinados hacia atrás
los cabellos rubiblancos, Gabriel España dirigía su proyector a ese, este y aquel grupo; hacía posar a
Leguía, al embajador Caso, al poeta Valencia, a tutti quanti. Durante tres semanas sus ‘camera-

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men” daban vueltas al manubrio y tomaban películas. Al fin llegó el momento de revelarlas. Pero,
ya Gabriel España estaba lejos. Los que se encargaron del revelado tuvieron una ingrata sorpresa.
Espa¬ña sólo había impreso un rollo; los demás jamás tuvieron un metro de película. El Estado y el
socio Forero quedaron en perfecto fias¬co. Gabriel España había logrado que otra vez, y ahora en
el Pe-rú, los criollos vieran con sus propios ojos “a España”.

No soy desagradecido. El régimen de Leguía no me dio nada, pero, me permitió disfrutar de alegría
a causa de haber sido un gran holgorio sólo interrumpido por las asordinadas maldiciones de las
más encumbradas víctimas del sistema. No pertenezco a la ralea de los que tiraron de su coche, y le
maldijeron después; no soy de los que le llenaron de alabanzas cuando estaba arriba, y le injuria¬ron
cuando estuvo abajo; que le llamaron "Gigante del Pacífico”, y a la hora del desastre, le tildaban de
tirano y ladrón. En Leguía, da pena decirlo, se reflejan las altas y bajas pasiones del Perú, las fla¬cas
y las gordas, la ruindad y la soberbia. Meditando sobre su per¬sona y sus circunstancias, aprendí ya
en el destierro, a desconfiar de los juicios de mis compatriotas y, especialmente, de sus alabanzas...

Recordando ahora aquellos cartelones “electorales” que en 1931 pegaron a las paredes de Lima,
denunciándome como un “tiburón del leguiísmo, pienso, y estoy seguro de no errar, pienso que, en
todo caso, yo no fui el tiburón, ni la sardina...

CAPÍTULO XVII. MARIÁTEGUI Y HAYA DE LA TORRE (1916-1930)

En numerosas ocasiones, por una razón literaria o por una política, en calidad de contertulio
bohemio o de compañero ideológico, me he referido a José Carlos Mariátegui. La fama siempre
generosa cuando postuma, lo ha elevado a un sitial que, sin duda, merece, pero que, como
contemporáneo y colaborador suyo, quisiera examinar objetivamente. Ya lo hemos visto en sus
escarceos literarios, de un “esnobismo” “epatante” durante sus campañas estéticas al lado de
Valdelomar- y también durante sus días misionarios, después de la amputación de su pierna útil.
Manolo Seoane, que lucía una temible travesura mental, dijo una vez en un arranque polémico y
sarcástico contra los secuaces del autor de Siete Ensayos, que su historia ideológica seguía el rumbo
de sus males físicos. La lucha inspira juicios, tan crueles como este. Seoane sabía bien que el caso
de Mariátegui era una mezcla explosiva de impulsos sentimentales, individualismo y convicciones
intelectuales colectivistas, que, como todos los líderes de su tiempo, es decir, de los años 18 a 30,
José Carlos se había formado en el anarquismo, cuya proclividad a la violencia no admite réplica.

Rehaciendo el relato, diré que conocí a Mariátegui en 1915, cuando él era empleado de los talleres
de La Prensa y empezaba a colaborar en sus columnas, con crónicas y comentarios de índole literaria
y pictórica, usando el seudónimo de “Juan Croniqueur”. Lima se hallaba entonces bajo el sortilegio
del decadentismo valdelomariano. La figura y la conducta de “El Conde de Lemos” habían creado
una escuela. Mariátegui se adhirió a ella con fervor de neófito. Pronto se convertiría en su principal
sacerdote.

José Carlos había nacido en Moquegua el año de 1894; después de pasar su infancia en Huacho, su
familia se radicó en Lima, y aquí creció y se autoeducó. Tuvo que luchar desde los siete años con
una desgracia física que influyó en toda su existencia: a causa de un morbo adquirido en la niñez
perdió el uso de una pierna, que llevaba encogida, apoyándose por consiguiente en un bastón. Hay
que pensar lo que eso influye en la formación espiritual de un hombre, sobre todo si carece de
comodidades de fortuna y debe abrirse paso, a brazo partido, a la edad en que otros disfrutan de

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beneficios y facilidades de toda especie. Es por tal motivo por el que entró a trabajar en La Prensa
como “alcanza rejones”. Le atraía el olor de la tinta de imprenta de la que no se libraría jamás.

Aparte de su infortunio físico a causa de la renguera a que estaba condenado, su salud era muy
frágil. No olvido la impresión que me produjo nuestro primer encuentro en la puerta de La Prensa.
El era un joven de unos veinte o veintiún años, pero con apariencia de diecisiete por su magrura, y
de treinta por su severidad. Tenía el pelo negro, abundante, peinado a un costado y lustroso, le caía
sobre la frente un mechón color ala de cuervo. En un semblante demacrado, algo sudoroso, de
pómulos visibles, resaltaba una fuerte nariz hebreo-borbónica, bajo unos ojos bastante juntos,
negros y aguzados, a los que sombreaban las cejas espesas. La voz no agradaba por desapacible y
hasta chillona. De estatura menos que mediana, la mano flaca se aferraba al puño de un bastón, en
el que apoyaba la pierna encogida al par que se asentaba en la otra, que era regular y andariega.
Caminaba como un gorrión a saltos, pero sin descansos ni pausas. Sonreía poco, pero reía de súbito
con estridencia, dejando ver unos dientes saludables y parejos.

Esa tarde formaban el grupo gentes bastante distintas entre sí. Ahí estaban Valdelomar, siempre
insolente y ruidoso, con su eterna risa blanca y burlona; Edgardo Rebagliati, buenmozo y discutidor;
el “moro” Pepe Ruete, con sus barbas negras, que acariciaba intermitente, el sombrero encajado
hasta los ojos oscuros y profundos, de mirar sibilino, hablando como lo haría una metralleta, esto
es, a descargas sucesivas; “la lora” Luis Bustamante, mayor que todos, empleado de la
administración, hombre raro, de ojos enjabelgados y dormidos, que no podía hablar sin sobajear los
brazos de su interlocutor; el “cholo” Meza, con su dentadura desportillada, su chambergo de
mosquetero jubilado, su bigotillo de serrano aspirante a caballerete y sus opiniones rotundas,
todavía no del todo alcoholizadas. Mariátegui hablaba de pintura, de la Exposición Concha que
anualmente discernía un premio más o menos respetable a un pintor nuevo.

El “cholo” Meza disparaba a mansalva sobre Mariátegui que había publicado tiempo atrás uno o
varios artículos de encendido elogio a una joven pintora, Juanita Martínez de la Torre, de la que, al
parecer, estaba enamorado. Cada escritor lucía entonces, como el Quijote a Dulcinea, una pasión
platónica, un amor remoto, por alguna razón imposible. Meza bebía los vientos por Gabriela Urvina,
que no le llevaba el apunte; Valdelomar estaba en camino de establecer un diálogo renacentista,
intelectivo-galante con Consuelo Silva Rodríguez; Mariátegui perseguía la sombra etérea de Juanita.
Habitaba ésta en un segundo piso de la calle Valladolid o Piedra, y tenía dos hermanos. A todos los
vigilaba con insistencia rayana en la manía la madre, viuda. La hija era realmente bonita, con ese
bonito limeño que participa de la delicadeza de muñeca y de cierto empaque de vicuña. Tenía la piel
blanca y rosada, la nariz recta, los cabellos castaños y los ojos pardos. Vestía con sencillez. Eran
bastante pobres. Desde luego, concurría como todas las muchachas en busca de novio a la misa de
Once de Santo Domingo, lo que obligaba a José Carlos a estarse de plantón en la puerta del Palais
Concert o, al frente, en la de La Prensa a la espera del armonioso desfile de chicas casaderas y ya
casadas que avanzaba por la acera del Palais hasta la Plaza de La Micheo (San Martín) y regresaba
por la de La Prensa, cuando salían de misa de Santo Domingo, o,, al revés, cuando salían de San
Pedro. Juanita tenía como hermano a un muchacho aspirante, flaco e inquieto, de grandes ojos y no
menos grandes narices, Ricardo. La cercanía de José Carlos le animó a lanzarse a la literatura, y a los
12 años, pues había nacido en 1904, pergeñó una novela que Mariátegui hizo publicar como primicia
o prenda de precocidad en La Crónica. El otro hermano, menor, Benigno, se dedicó más tarde a la
publicidad y al teatro.

27
Juanita pintaba retratos y paisajes de caballete. Tenía como maestros, si no me equivoco, a Teófilo
Castillo, nuestro Fortuny decimonónico, y a Luis Astete, en cuya academia practicaba. Por ese
tiempo obtuvo el Premio Concha, en medio de una polémica tan apasionada como la de
Oxandaberro-Franciscovich, y ocasionó el vertimiento de algunos litros de tinta de la péñola de José
Carlos.

Mariátegui era ligeramente vanidoso, pero cordial. Los ojitos negros y juntos brillaban como
boliches y miraban fijamente; luego se entornaban en un rictus irónico: era el momento de la frase
literaria y cortante. Valdelomar prefería, a la de todos sus amigos, la compañía de José Carlos y de
César Falcón. Muchas veces me filtraba yo, acompañado por Ladislao Meza, al grupo y hasta me
invitaban, como porte bonheur, a su mesa del Palais, donde se tomaba más té que alcoholes. Ni
Valdelomar ni Mariátegui fueron adictos a los licores ni aperitivos. Preferían cosas simples, aunque
a veces, aparatosamente, pidieran algo que en aquellos tiempos sonaba a gran novedad: “Gargon,
un absinthe. .. Quechua, un kummeF.

Cuando fundó El Tiempo, en compañía de Falcón y de “Charapa” Del Aguila, y bajo la dirección de
Pedro Ruiz Bravo, Mariátegui se llevó al gordo Carlos Guzmán y Vera, autor teatral y periodista
avezado, y a la “lora” Bustamante, como administrador. Ladislao Meza, que había renunciado a El
Comercio, se adhirió al grupo del nuevo diario. Igual pasó con Eduardo Zapata López y más tarde
con Armando Herrera. Mariátegui tomó a su cargo una sección política, “Voces”, que hacía
competencia a los divulgados y famosos “Ecos” de Luis Fernán Cisneros en La Prensa, ¡Ya se
mostraba José Carlos anticolonialista, antineogodo y adversario nominal de Riva- Agüero, en quien
personificaba el colonialismo y la reacciónl

A menudo Mariátegui nos leía sus versos. Sonetos endecasílabos o alejandrinos a propósito del
amor, Dios y la muerte. Según un aviso aparecido en Colónida, con esos versos preparaba un libro
que titularía Tristeza. Cuando lanzamos la revista Lux (1916) con Ismael Bielich, Mariátegui nos
obsequió con unos dísticos sobre las campanas pascuales, dísticos llenos de misticismo. Poco
después se fundó la Universidad Católica y Mariátegui, que no tenía estudios oficiales, se matriculó
como alumno libre de estética. Interrumpió esos estudios su intempestivo viaje a Europa en octubre
de 1919.

El local de El Tiempo estaba en la calle General La Fuente. Era, como el antiguo de El Comercio, un
caserón viejo, con dos alas y un fondo enorme. Ahí discutía Mariátegui con Meza y Falcón sobre la
Revolución Rusa que acababa de estallar. Valdelomar andaba ya en ajetreos de turismo cultural.
Meza, devoto de los literatos rusos, escribió varios comentarios acerca del bolchevismo que nadie
entendía bien. Mariátegui admirador visible de Azorín, cuyo estilo se halla patente en “Voces”, y
como no manejaba entonces otro idioma que el castellano, aunque había tratado de aprender latín
con el Padre Martínez Vélez, se encontraba bajo el embrujo del pensamiento socialista-hispano,
especialmente de Luis Araquistain, cuya revista, España, consumía muchas de sus horas y
preocupaciones. A semejanza de ella ideó Nuestra época, de la que salieron sólo dos números en
1917-18. El místico de los sonetos melancólicos había muerto.

Me parece ver a José Carlos los domingos, después de las carreras, llegar rengueando al Palais, con
sus binóculos colgados al cuello, lleno de entusiasmo por los resultados de la fiesta hípica.
Colaboraba con cuentos de ese jaez y crónicas de entendido en justas cabalgantes, en las revistas

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de tal giro, para lo que contaba con la cooperación del chino Luy, dueño de un stud y de una revista,
El Turf, y de Zapata López, con quien lanzó después Hombres y racers.

Es curioso: Mariátegui, en medio de aquellas frivolidades, mantenía un señorío ideológico, cierta


austeridad impresionante. El hombre iba creciendo por dentro. Ya en 1918, a raíz de la aventura de
Nuestra época, con cuya oportunidad un oficial de caballería, alto, fornido y belicoso, lo atacó a
foetazos en la puerta del Palais, se advertía una creciente inquietud social en el joven y semi-inválido
periodista. Hasta ahora no entiendo por qué sus herederos se han negado a publicar
ordenadamente los versos y prosas de José Carlos correspondientes a la etapa 1915-1919. Su hijo
Sandro, que editó en diez pequeños tomos las “Obras Completas” de su padre, me respondió
cuando le formulé la pregunta: “Eso pertenece a la edad de piedra de mi padre: él lo había
repudiado”. No lo creo.

AI encenderse la campaña política a favor de Leguía, de la que El Tiempo se convirtió en principal


vocero, Mariátegui, Falcón y Del Aguila se apartaron del diario y, con la ayuda de Alfredo Piedra
Salcedo, primo de Leguía, y de otros amigos, entre ellos Sebastián Lorente y Baltazar Caravedo,
fundaron La Razón, de más modestas instalaciones, situado en la calle de Pileta de La Merced, a
treinta metros del jirón de La Unión. Fue ahí donde nació la Reforma Universitaria, o, al menos,
donde se fortaleció y orientó el movimiento.

Ya he referido cómo surgió la agitación reformista, ligada íntimamente a la presencia fugaz, pero
fecunda, en Lima del maestro y líder socialista argentino Alfredo L. Palacios. Nadie quería
reconocernos. La propia Federación de Estudiantes en su segundo año de existencia, mostraba poca
animación reformista. En vano algunos de sus miembros, como Haya de la Torré, se esforzaban por
infundirle ánimos revolucionarios. Como consecuencia, siguiendo la tradición nacional del divide et
impera maquiavélico-rimense, se constituyó un comité marginal dedicado sólo a la Reforma. De él
participé yo, al igual que Raúl Porras, Manuel Abastos, Manuel Seoane... Para dar vida a la Reforma
había que realizar una intensa campaña periodística: es lo que hicimos y a la que cooperó con
actividad y desinterés La Razón.

En sus columnas, Porras, Guillermo Luna Cartland y Humberto del Aguila, vaciaban sus críticas cada
vez más punzantes y demoledoras. No hablaban de sistemas. Porras nunca fue un guerrero de vasta
estrategia, sino más bien un guerrillero valeroso y audaz. En esa ocasión aplicó toda su ciencia
satírica y su conciencia limeña contra éste, ése y aquel catedrático “tachado” a fin de demoler el
muro sacando piedra por piedra, ladrillo por ladrillo. Todas las mañanas, a las once nos reuníamos
en la sala de redacción, a la vista y paciencia de Mariátegui y Falcón que asistían sonrientes a
nuestras alegres y bélicas sesiones. Para orientar la campaña en Medicina, núcleo central de los
ataques, actuaban Lorente y Caravedo. No he entendido después, sino como consecuencia de un
divorcio ulterior que influyó demasiado en la posición personal de Mariátegui, la crítica de éste a la
Reforma, crítica desde luego benévola, pero en el fondo a sí mismo, que la alentó desde su trinchera
periodística.

El 4 de julio de 1919, ya lo sabemos, Leguía tomó el Poder mediante un golpe de cuartel que
consolidó su victoria electoral, puesta en duda por un Ejecutivo hostil, pero legalista, en cooperación
con un Legislativo “aspillaguista”, según se creía. La Razón, pese al origen de sus capitales, no
demostró ningún entusiasmo por el cuartelazo. Sin embargo, uno de los factótum de Leguía era un
antiguo, leal y locuaz amigo de los directores del diario: Mariano H. Cornejo. Como se recuerda, él

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fue quien asumió la defénsa de Mariátegui y Falcón, en 1917, cuando el zarandeado baile nocturno
de Norka Ruskaya en el Cementerio de Lima.

Cornejo puso en marcha la maquinaria de un plebiscito napoleónico, creó una Guardia Republicana
robespierreana, presentó una consulta popular tipo Tercera República. Uno de los, puntos se refería
a cuestiones laborales. La Razón, no sólo lo criticó sino que, estando ya en agosto, Mariátegui dirigió
la palabra en un mitin que se calculaba en cinco mil obreros, la mayor parte textiles, y por tanto, de
Vitarte, donde Haya de la Torre, flamante líder estudiantil, un año menor que José Carlos, tenía a
sus mejores discípulos. En ese agosto, Valdelomar fue electo diputado regional por lca; figuraba
entre los leguiístas de última hora. A comienzos de octubre Mariátegui y Falcón partían, provistos
de sendas becas de estudio, el uno a Madrid y el otro a Roma. En ese momento se rumoreó que
ambos habían capitulado; que "los habían comprado”. La especie hizo su camino. Los obreros se
sintieron defraudados. Costaría tiempo y trabajo, esto último a cargo de Haya de la Torre, para que
devolvieran su confianza, en 1923, al cojitranqueante, dúctil y sutilísimo exdirector de La Razón.

La huella de Mariátegui se pierde por un tiempo. Se dedicó a viajar, a ver, a mirar, a estudiar. Según
supimos después, anduvo por Florencia, Nápoles, Viena, París; se unió a Ana Chiappe y, como he
dicho, tuvo su primer hijo, Sandro. Regresó tan sólo en los primeros meses de 1923: para entonces
hacía dos años que funcionaba la Universidad Popular González-Prada, bajo la Rectoría de Haya de
la Torre, en Vitarte y en la propia Lima, y se publicaba una revista de agitación social, inspirada en
un título de Barbusse: Claridad.

Acababa de volver Mariátegui cuando nos encontramos en la esquina de Boza y Jesús María. Yo
estaba con Ladislao Meza. Este nos invitó a comer pan con jamón del país en la bodega-bar de
Giacoletti situada en aquella esquina. Meza inició sus bromas. La conversación se encaminó hacia
los temas sociales, hacia el fascismo a la sazón triunfante en Italia. Me pareció que a José Carlos le
molestaba hablar de su pasado literario, pero, en cambio, sus mayores entusiasmos se referían a los
elementos literarios de la revolución europea: Trotsky, Lunarchaski, Nitti, Sforza, Gentile, Barbusse,
Romain Rolland, León Blum, Bernard Shaw, Unamuno, Ortega, quizás Mac Donald. El cholo Meza,
que leía como una esponja, puso en apuros los conocimientos de Mariátegui. A la salida nos
tropezamos con Haya de la Torre, que se hallaba en plena campaña de la Federación de Estudiantes.
No recuerdo si se incorporó al grupo. Lo vimos, sí.

Yo partí del Perú el 16 de mayo de 1923. Cuando regresé en octubre, Mariátegui había sido
designado por Haya redactor principal de Claridad. Los obreros textiles se resistieron a aceptarlo en
esa calidad y en la de profesor de la Universidad Popular. Haya comprometió a Arturo Sabroso, a
Conde, Nalvarte, Posada, Ríos, a todos los líderes obreros bajo su influencia directa, a que otorgaran
un affidavit temporal a favor de José Carlos. Fue el comienzo efectivo de la actividad social y
socialista de Mariátegui.

Casi enseguida sobrevino la segunda tragedia personal de José Carlos. Enfermó gravemente y fue
preciso amputarle la pierna en que se apoyaba, dejándole la otra, la que tenía tullida desde la
infancia. En esos días, Luis Varela y Orbegoso, presidente del Círculo de Periodistas, organizó en el
Teatro Municipal una velada para recaudar fondos en beneficio del periodista Angel Origgi Galli, que
se hallaba casi inválido. Fue entonces cuando yo, mediante un artículo en Mundial, lancé una voz
de alerta, urgiendo a que los fondos fuesen distribuidos también a la desvalida familia de José Carlos,
tirado sobre un canapé de Leuro. Me pidió que lo visitara, si no me equivoco, por intermedio de

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Enrique Bustamante y Ballivián. Acudí al minuto. Lo encontré pálido, demacrado, siempre con el
mechón nigérrimo, casi azul, tajándole la frente. Anita Chiappe le arreglaba las mantas. Me tendió
la mano huesuda, casi transparente: “Sánchez, quería darle las gracias por su artículo”. Siempre nos
hablamos de usted como con Basadle, así como nos tratamos de tú con Haya y con Porras. “Ha sido
mi deber, José Carlos”. Le mostré en una segunda visita la tarjeta postal que me había enviado Haya
de la Torre, desde Copenhague, agradeciéndome lo que yo había hecho por “J.C.M., quien es para
mí un hermano”. Generoso Víctor Raúl: Mariátegui se emocionó hasta el balbuceo. “Víctor está
ahora en Rusia, seguramente nos va a traer cosas nuevas”. Repito, vivíamos en 1924 ó comienzos
del 25.

Pero, no; a mediados de 1924 nos reunimos en casa de Mariátegui, es decir, en el departamento de
Leuro, los miembros del Jurado de los Juegos Florales Universitarios que convocó la Federación de
Estudiantes, presidida por Manuel Seoane, poco antes de que éste fuese desterrado, o sea, éntre
enero y abril de 1924. Manolo fue “exportado” en mayo y lo sustituyó Pedro Muñiz. Como el
concurso estaba en marcha, los miembros del Jurado, nos reunimos en torno del lecho de José
Carlos. Para eso habíamos pedido que Percy Gibson viniera de Arequipa y que Manuel Beingolea
abandonase su espléndido aislamiento barranquino. En cuanto a Manuel Beltroy no hacía falta
mucho esfuerzo para tenerlo en la tarea. Nos congregamos, pues, dos días, o mejor dicho, dos
noches enteras. Gibson me sacaba de la Biblioteca Nacional, en la que él trabajó bajo la dirección
de González-Prada, y nos dirigíamos conversando de mil y una cosas hasta Miraflores. La tarea de
seleccionar los poemas fue harto difícil. Al final llegamos a la conclusión de que tenían parecidos
méritos cinco o seis poemas, uno de ellos, el más sorpresivo, El aroma en la sombra, un conjunto de
versos becquerianos, de puro y acendrado lirismo. Sin embargo, abrigábamos algunas dudas.
Rompimos el sobre y hallamos un nombre desconocido: Enrique Peña Barrenechea. Conocíamos a
Ricardo, poeta y pintor, su hermano, pero Enrique empezaba su misión poética. Y, entonces,
confesemos el pecado, después de haber seleccionado aquel poemario, Gibson no pudo contenerse
y con su habitual sarcasmo exclamó: “Creo que estamos sacrificando a un gallo por un ruiseñor”. La
alusión parecía dirigida contra Alberto Guillen, también arequipeño como Gibson, y a quien
apodaban “Gallo de lata”. Beingolea, que nunca se curó de formulismos, enarcó las luzbelianas cejas
y solicitó: "Ya dimos el premio, ¿por qué no nos enteramos de quiénes son los damnificados?”.
Mariátegui, sonriendo, atajó formalmente: “No se pueden abrir los sobres no premiados; hay que
devolverlos a sus remitentes”. Predominó el criterio de que siendo ese un jurado extraprotocolar
podía recurrir a un procedimiento extraordinario, y los sobres correspondientes a los poemas no
premiados fueron alevosamente abiertos. En efecto, habían concursado Guillen, Lora, y otros poetas
consagrados. Nos prometimos no revelar nuestra indiscreción y excusarnos diciendo que habíamos
incinerado todos los sobres no premiados". Cosas de juventud.

Ya andaba Mariátegui con la idea de publicar una revista a base de la imprenta de su hermano Julio,
traída de Huacho y remozada en Lima. La imprenta se llamaba Minerva y se inauguró el 31 de
octubre de 1925. Ese mismo día, saliendo de Minerva, a donde fue a saludar a Mariátegui y a excusar
su presencia en la ceremonia inaugural, José Santos Chocano se dirigió a El Comercio y allí mató a
Elmore. José Carlos refería su entrevista previa con caracteres dramáticos. Poco después circuló el
prospecto de Amanta. Estuve entre los fletadores de la revista, cuyo nombre fue propuesto por
Sabogal.

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A partir de entonces se estrecharon mis vínculos con Mariátegui. El planeamiento de Amauta se
llevó a cabo dentro de las líneas generales del Frente Unico de Trabajadores Manuales e
Intelectuales lanzado por Haya de la Torre y el APRA. José Carlos estaba completamente de acuerdo
con eso, y aun más, pretendía “barrer para adentro” a todos quienes no fuesen civilistas, es decir,
oligarcas convictos y confesos, o fascistas. El elenco de Amauta cubría todos los intersticios.
Figuraban en él, Antenor Orrego, Alberto Ulloa Sotomayor, Enrique Bustamante y Ballivián, César
Falcón, Hugo Pesce, Alcides Spelucín, Jorge Basadre, Oquendo de Amat, César A. Rodríguez, medio
centenar de escritores y casi todos los plásticos: José Sabogal, Camilo Blas, Julia Codesido, Artemio
Ocaña, Cota Carvallo. Se trataba de un movimiento concéntrico, de conjunción, nada ortodoxo,
abierto a toda corriente intelectual. Así nació Amanta. Sus páginas lo atestiguan.

Durante los primeros diecisiete números, Amauta publicaba todos los comunicados, declaraciones,
votos y mociones del APRA, en su sección de París, a cuyo cargo se hallaban Luis Heysen y Eudoció
Ravines. Haya de la Torre colaboró varias veces, entre ellas una con su macizo y revolucionario
artículo “Nuestro frente intelectual” (número 4), que sería reproducido en su libro Por la
emancipación de la América Latina (Buenos Aires, Gleizer, 1927). De las relaciones entre Mariátegui
y el Apra vamos a hablar enseguida; continuemos ahora con el personaje en sí.

Yo publiqué en Amanta (1926) mi artículo "Perú en 3 tiempos”. Poco después abrimos polémica con
José Carlos. Este, bajo el señuelo de los nacionalismos europeos, especialmente los balcánicos
(admiraba fervorosamente a Panait Istrati, cuya novela Kira Kiralina malamente vertida al castellano
por J, Eugenio Garro, publicó “Minerva” ), fomentaba un nacionalismo indigenista para el Perú. En
eso fue certero y eficaz. Coincidía con el indigenismo de Haya, quien desde su permanencia en
Cusco, en 1917-19, insistía en la urgencia de constituir nuestra nacionalidad y nuestra cultura sobre
la base indígena, traduciendo este propósito en una violenta hispanofobia, muy de acuerdo con la
de González-Prada, maestro de nuestra generación. Los poetas y narradores serranos, sobre todo
los de Cusco, Puno, Cajamarca, tenían en Amanta y en La Sierra —de J. Guillermo Guevara— su
palenque. Luis E. Valcárcel andaba en esos días trasmitiendo su fervor indigenista. Las cosas llegaron
al punto de que se me levantó el cholo que guardo adentro y rompí lanzas contra “el batiburrillo
indigenista”, título de un artículo mío aparecido en Mundial, a comienzos de 1927. Ya he referido
que nos enfrascamos José Carlos y yo en una polémica pública a través de dicha revista, y que, a
resultas de ello, Mariátegui se dedicó a estudiar temas peruanos, fuera de su alcance hasta
entonces, y yo a aprender nociones de economía marxista para refutar si fuere el caso a José Carlos.
Fruto inmediato de aquello resultó el ensayo El proceso de la tierra, aparecido en siete u ocho
números sucesivos de la revista de Aramburú.

Aquí cabe recordar cómo ingresó Mariátegui a la cofradía periodística de Mundial-, su proceso,
aunque anterior al de Vallejo fue de marcha y corte exactos.

Gastón Roger, el fino cronista de “La perspectiva diaria”, galan- tuomo profesional pese a su fealdad
y poco atildamiento, dio un campanazo a la sociedad limeña el día en que se supo que acababa de
raptar para casarse con ella, a Tula La Rosa Duany, hija del banquero Pablo La Rosa, hombre fuerte
del Banco del Perú y Londres. Tula era una de las muchachas más codiciadas de Lima por su belleza,
su gracia y su aparente dinero. Tula La Rosa Duany, estaba de novia con Juan Thol, un joven abogado
de gran porvenir. Gastón Roger la perseguía con ahínco y éxito. Una mañana, en lugar de ir a misa,
ella se encontró con él en la capilla de un templo para casarse y en la alcaldía para firmar su partida

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de matrimonio. Hecho lo cual se dirigieron a México. Si no me equivoco esto sucedía a fines de 1921,
Balarezo, es decir, Gastón Roger, permaneció en México, como periodista, más de un año, acaso
dos. Cuando volvió al Perú necesitaba ganarse la vida con su pluma y entró a colaborar en Mundial.
México, a la sazón en pleno nacionalismo revolucionario, bajo la égida de Vasconcelos, le transmitió
esta idea y quiso aplicarla en el Perú. Es lo que ratificó Sabogal en el campo pictórico después de su
regreso del viaje de bodas a la capital del Anáhuac. Andrés Aramburú, que era un zahori en materia
periodística, le propuso a Gastón Roger que abriera en su revista una sección titulada
“Peruanicemos el Perú”. No recuerdo bien si el título fue idea de Balarezo o de Aramburú; hasta
donde sé Balarezo tituló así su primer artículo, y Aramburú le pidió que continuara bajo ese rótulo
todos los que publicara en la revista. Durante tres o cuatro números, Balarezo, que era bastante
impuntual, cumplió su compromiso; pero, de repente, al armar la pauta de un número de Mundial,

Andrés comprobó que Gastón Roger no había mandado su colaboración. Y como no era hombre de
pararse en pelillos, metió bajo el rótulo de “Peruanicemos el Perú” la colaboración que José Carlos
había mandado, previa consulta telefónica con éste; así resultó Mariátegui animando la sección
“Peruanicemos el Perú”, iniciada por Balarezo, confirmada por Aramburú y sostenida por él. Los
artículos que formarían después el texto de Siete ensayos se publicaron así en Mundial.

Nuestra polémica no nos alejó. El era demasiado inteligente y yo no era tan tonto como para
convertir una divergencia ideológica en una querella personal. Tuvimos ocasión de demostrarlo
enseguida. Nuestra polémica se realizó entre febrero y abril de 1927. Por cierto que los gozques de
la trailla de Amanta, entre ellos una poetisa sudamericana, me atacaron a todo dar. José Carlos me
pidió excusas. No precisaban. Poco después, en junio, se suscitó la persecución contra los
comunistas y sus secuaces, iniciada en Londres, a raíz del allanamiento del consulado soviético en
Arco’s House. Se dictó orden de captura contra el inválido Mariátegui; Jorge Basadre, colaborador
de Amanta fue a dar con sus sueños a la Isla de San Lorenzo por un par de semanas que nos
ocasionaron harto trabajo a sus amigos. En cuanto supe la orden de detención contra José Carlos
acudí a mi “hermano”, el periodista y diputado oficialista Escalante, mi futuro compadre. Logramos
que se rectificase la; orden; José Carlos, que ya habitaba en la calle Washington izquierda, recuperó
su libertad; Amanta volvió a circular.

Al año siguiente se presentó la ruptura entre Haya y Mariátegui. Los que no seguíamos con mucha
atención la propaganda política de los estudiantes exiliados, no nos percatamos del Congreso
Antiimperialista de Bruselas, realizado el año anterior, febrero de 1927, a raíz del cual se hizo visible
la ruptura entre el Apra y el comunismo, así como la nueva postura de Eudocio Ravines que
abandonando la secretaría de la Célula Aprista de París, se convirtió en decidido sostenedor de la
línea comunista capitaneada desde Bruselas por el italo-argentino Codovila, en lo que concernía a
la América Latina. Ravines llegó al Perú y denunció a Haya como totalitario, neofascista, ambicioso,
personalista, etc., de todo lo cual convenció a Mariátegui, autor del editorial del número 18 de
Amanta que precisó la nueva orientación de la revista: ya estaba en marcha el partido socialista
peruano.

Con gran sigilo José Carlos me llamó a su domicilio; convocó a numerosos escritores de diversas
tiendas (o de ninguna, como era mi caso), y me pidió, según he contado, que lo ayudara a formar
un “Frente Intelectual” contra la dictadura. Lo hice. Conversé con Alberto Ulloa, Mariano Ibérico,
Jorge Basadre, Ismael Bielich, Emilio Romero, Erasmo Roca, Carlos Doíg y Lora; a instancias de

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Mariátegui, (ya en 1929 o principios de 1930), recomendé a Erasmo Roca que contratara los
servicios de Ravines como traductor para la flamante Facultad de Ciencias Económicas de San
Marcos. Ravines había ingresado en forma muy especial a Lima y actuaba junto a José Carlos, usando
su virulento odio contra Haya de la Torre, su antiguo amigo.

Dentro de ese proyecto de juntar fuerzas, de “barrer para adentro”, decidimos en 1929 invitar a
Waldo Frank, escritor liberal norteamericano de mucha boga entre nosotros a raíz de su magnífico
libro España Virgen que acababa de traducir el poeta León Felipe. Waldo iría a Buenos Aires como
huésped de Amigos del Arte, institución controlada por Victoria Ocampo. Como el gobierno de
Leguía se había opuesto a la visita del Conde Keyserling, y como la universidad, con Deustua como
Rector, no llamaría a Frank, constituimos un grupo de “Amigos de Waldo Frank”,
comprometiéndonos a pagar cualquier déficit que resultara de la gira de nuestro amigo de
Manhattan. Los cabecillas del grupo fuimos José Carlos y yo, ayudados eficazmente por Pepe Diez
Canseco, joven escritor que surgió entonces con sus vigorosos relatos El Gaviota y Kilómetro 83. La
visita de Frank ocasionó una requisa de judíos en Lima y una detención domiciliaria de José Carlos y
una prevención de no salir a la calle contra mí. Nuestro buen amigo Escalante actuó de nuevo: José
Carlos, Amanta, los judíos y yo recuperamos nuestra libertad de acción.

Todas estas circimstancias nos habían acercado mucho. En verdad, yo era ajeno a las diferencias
políticas entre Mariátegui y Haya, salvo en lo tocante a Seoane, quien me hablaba de ellas en cada
carta, y fueron muchas, desde su exilio de Buenos Aires. Finalmente, Manolo se casó a fines de 1929,
y poco después se dirigió a Chile a una cura de reposo. Como yo había sido invitado a Chile por la
Universidad, Mariátegui me pidió que llevara una carta a Seoane.

Nunca he visto peor a un hombre que a José Carlos en aquellos primeros meses de 1930. Ya lo he
referido: como agravara de sus males, le recetaron tomar baños de arena, que acabaron con las
pocas energías que le quedaban. Ya había publicado sus dos primeros libros: La escena
contemporánea y Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana; aquél con sus artículos de
Variedades, revista a la que le adscribió Ricardo Vegas García, y el otro con los de Mundial. Para
responder al segundo, Víctor Andrés Belaunde, entonces exilado en Norteamérica o París, inició una
serie de artículos en Mercurio Peruano: con ellos formó el volumen La realidad nacional editado en
París cuando José Carlos había abandonado definitivamente toda actividad terrestre.

Dos eran las preocupaciones finales de José Carlos: organizar el Partido socialista peruano y que le
colocaran una pierna ortopédica. Lo primero le fue negado por el Congreso Comunista de
Montevideo de 1929, en el cual sus tesis fueron rechazadas por heréticas y reaccionarias. En lo
segundo estaba alentado por Samuel Glusberg, desde Buenos Aires. Glusberg, de larga estirpe
israelí, usaba y usa el seudónimo literario de Enrique Espinosa, cuyos orígenes no admiten cuestión:
Enrique, por Enrique Heme, el inmortal poeta del Buch der Heder, cuya obra proscribió Hitler
durante su felizmente corto imperio en Alemania; y Espinosa, por Barúch Spinosa, el filósofo
sefardita, autor de la Etica. Glusberg trabajaba para conseguir que varias asociaciones porteñas
invitaran a Mariátegui y así éste pudiera ponerse en manos de ortopedistas capaces que corrigieran
su congénita cojera. Pensando en ambos extremos, José Carlos me pidió encarecidamente, a fines
de marzo de 1930 que llevara una carta abierta a Seoane y que le obtuviera una invitación de la
Universidad de Chile para seguir a Buenos Aires. Leí la carta que él me pidió que leyera: comprendí
muy poco. Recuerdo las expresiones “Mussolinis tropicales” y ‘Tarinacéis criollos” que usaba allí, y

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colegí, sin gran trabajo, que se trataba de convencer a Seoane para que abandonara al Apra y a Haya
de la Torre. Seoane había regresado a Buenos Aires. Le mandé la carta por correo. La recibió y no le
prestó oídos. Manolo era fundamentalmente un hombre emotivo, por eso, pese a tantas
tentaciones y discrepancias, no rompió su lealtad esencial con sus compañeros de brega. En cuanto
al viaje a Chile, conseguí que el rector Armando Quesada Acharán redactara una carta oficial con
ese objeto, y la metí en mi cartera para entregársela como un trofeo en Lima a José Carlos. Ya he
dicho que sólo pude entregársela a su viuda. José Carlos fue enterrado dos días antes de que anclara
en el Callao el “Oreorna” en que yo regresaba a la patria. Después hablé en la velada en honor suyo
que organizó Bustamante y Ballivián, No asistió ninguno de los cófrades de la calle Washington; sí,
sus amigos, y éramos muchos.

¿Ideas originales del mensaje de Mariátegui? No me siento todavía lo suficientemente alejado de


su figura y su causa como para intentar evaluarlas aunque no crea en eso. Temo estar demasiado
cerca al hombre para librarme de las grandezas y pequeñeces que la inmediatez trae consigo. Pero,
sí, conservo de su trato una impresión refrescante. Nunca le vi de mal humor. Nunca, áspero. Nunca,
sordo a nada. Tenía la finura y la tolerancia de un intelectual auténtico, y la honestidad de un
luchador de raza para quien no hay reservas en la ficción, sino en la franqueza, en la viril franqueza
de quien, amando la verdad, no la teme aunque la deba buscar en la orilla opuesta a la suya.

El contacto con Haya de la Torre, en aquel período 1917-1930, fue totalmente distinto. Nos
conocimos según he dicho, en 1917, pero sólo nos tratamos hasta los primeros meses de 1923 con
la dilatada pausa de su permanencia de casi un año en Cusco. Con Mariátegui el trato fue constante
de 1916 a 1919 y sobre todo de 1923 a 1930.

Víctor Raúl era, desde que llegó a Lima, la viva imagen del entusiasmo y de la coordinación creadora.
Venía con una leyenda de estudiante inquieto y de escritor en agraz, miembro de aquel fervoroso y
dinámico grupo de Trujillo en el que Valdelomar ejerció tan decisiva influencia, y en el que
destacaban tres figuras singulares: Antenor Orrego, César Vallejo y Alcides Spelucín; los dos
primeros, mayores en tres años que Víctor Raúl, y el segundo, su contemporáneo, aunque Víctor se
niegue a admitirlo. Haya había inflamado las pasiones lugareñas de su heráldica ciudad nativa con
una comedia de circunstancias y protesta: Triunfa, Vanidad, estrenada por la diminuta y graciosa
Amalia de Isaura y escrita en defensa de Vallejo, víctima anecdótica de los prejuicios locales a
propósito de un amor que parecía descomedido a los rangosos señorones de la Ciudad de la Pechuga
de pavo y del Azúcar.

De inmediato, aquel muchacho riente, apresurado, atlético, esbelto y vestido de permanente luto,
atrajo la atención en la Universidad y sé dedicó, como lo había hecho ya en Trujillo, a estructurar
grupos. Fue de los más activos organizadores de la primera Federación de Estudiantes del Perú, a
cuyo comité directivo perteneció como delegado de su Universidad de origen. Después de su
estancia en Cusco, no cejó hasta organizar la Reforma Universitaria. Formaba parte prominente de
la tertulia de Raúl Porras, de la que nació el Conversatorio Universitario. Ideó y movilizó a los
estudiantes de todo el Perú para realizar el Primer Congreso Nacional de Estudiantes, reunido en
Cusco, en 1920. Antes de eso, en 1918, había sido incansable peón de la Huelga para conquistar la
jornada de ocho horas y reforzar, con un Frente Unico, a la Federación Local Obrera. En donde había
una tarea colectiva, ahí estaba él. Presidió la Federación de Estudiantes durante la lucha por la
Reforma. Fundó y dirigió la Universidad Popular González-Prada, en 1921. Lanzó el movimiento de

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rescate de la Universidad y su nueva puesta en marcha en 1922. Animó y participó en la lucha del
Frente Unico de Obreros y Estudiantes para impedir el acto político de apoyo a la dictadura que
representaba para los profanos, o sea, para los legos y seglares la Consagración del Perú al Corazón
de Jesús. Campaña tras campaña, siempre en función de inspirador y líder. Su destino estaba escrito
desde aquellos primeros pasos. Finalmente, desterrado, imaginó, dibujó y ejecutó la formación del
Apra, el 7 de mayo de 1924 en México. Difícilmente se concibe una vida más inquieta al par que
fecunda entre los veintidós y los veintiocho años.

En torno de Raúl Porras, y en su casa, ajustamos nuestra amistad Víctor Raúl y yo. Diferíamos en
cuanto a intereses intelectuales; nos unía el entusiasmo por la cultura y el deporte. Yo nunca fui
delegado estudiantil, salvo al comité de Reforma y, sin aceptarlo finalmente, al Congreso Nacional
de Estudiantes del Cusco. Víctor Raúl me propuso tomar parte en éste y arregló mi contribución
intelectual. Luego, nos unió el común entusiasmo por el recién descubierto poeta Alberto Guillén.
Coincidimos en fugaces encuentros con Vallejo, en nuestra mutua amistad con Vázquez Díaz, luego
en las charlas de redacción en Mundial.

A pesar de que yo no actué en la Universidad Popular, a causa de mis eternos excesos de trabajo y
mi destino solitario de hijo único de padre viudo, Víctor me expresaba un evidente aprecio. Cuando,
como he referido, fue preciso organizar algo en honor de don Antonio Caso, inclusive rompiendo las
puertas del General de San Marcos, Haya me buscó y me halló en la ruta de nuestra calle casi común,
el actual jirón Cailloma. “Tenemos que abrir la Universidad para rendir homenaje a un gran maestro;
Caso es la encarnación de la Revolución Mexicana, un gran orador, un filósofo, amigo de
Vasconcelos, quien me ha escrito que lo atienda. A mí me parece que la mejor manera es hacer un
acto universitario con estudiantes. Organicemos un acto simple, rompamos la puerta del General y
hablamos, tú, Abastos, Caso y yo”. Fue en 1921. Por esos días estallaba la revolución del capitán
Cervantes en Iquitos. Me pareció que Víctor andaba muy inquieto con ello.

A comienzos de 1922 otra vez me buscó: "Los estudiantes pobres han perdido un año a causa del
receso civilista. Leguía ha fracasado en su intento de reabrir una Universidad sumisa. No hay rector;
hay que reabrir la Universidad dignamente y con un maestro de veras como nuevo rector (Prado
había muerto). Vamos a reunir una asamblea y formaremos una comisión de conciliación. Creo que
don Eleodoro Romero (él trabajaba en su estudio), que es un hombre recto y además primo de
Leguía, puede servir de algo; es catedrático de Derecho. Manzanilla, que es enemigo de Leguía,
tampoco está de acuerdo con el receso; puede compensar a Romero; el conde Mimbela, antiguo
maestro de Medicina, no tiene vínculos políticos y le sobra tiempo. Hay otros más. Habría que
escogerlo bien. La Universidad debe funcionar”.

Nos reunimos en el aula del primer año de Letras y ahí se eligió a la comisión de alumnos que debía
presidir Víctor Raúl y de la que yo formaba parte. Víctor declinó actuar a fondo porque partía al
siguiente día hacia Piriápolis, al Campamento anual de la YMCA, Ejecutamos la tarea. El regresó al
cabo de un mes o algo más. Ibamos con Andrés Aramburú a nuestra cotidiana visita a los baños de
El Comercio, cuando, a la altura de “The Smart”, almacén de artículos para hombres en la esquina
de Lescano y Espaderos, apareció la esbelta y ágil silueta de Víctor Raúl. Cruzó la calle de dos trancos
y nos saludó efusivamente. Aramburú le pidió un reportaje sobre su visita a Chile y Argentina. Víctor
nos acompañó dos cuadras contándonos cosas. Tenía una capacidad de convencimiento realmente
asombrosa. Nos refirió sus impresiones acerca del cambio de actitud de los chilenos acerca del Perú

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y nos dejó entrever algo que entonces no pudimos definir mejor; pero que, a raíz de su conversación
con Leguía se pudo conocer con relativa amplitud.

Haya de la Torre era sobrino carnal de don Agustín de la Torre González, vicepresidente de Leguía
durante su gobierno de 1908-12, y de don Agustín Ganoza, vicepresidente en oficio bajo aquel
régimen de 1919-23. Por consiguiente disponía de medios para disfrutar de ventajas y prebendas
que jamás utilizó. No era el suyo el caso de Mariátegui, descendiente de una rama pobre, aunque
estuviera emparentada también con Leguía a través de Foción Mariátegui, miembro juvenil del clan
leguiísta, sin el peso de los Ganoza y los Latorre, hombres de edad, tierras y dinero. La renuncia de
Víctor Raúl a todas sus ventajas no admitía duda. Poco después supe algunos detalles sobre aquella
entrevista a la que me he referido y que ratifico. Leguía, que había apoyado el movimiento de
Reforma Universitaria, supo por su servicio especial que el Presidente de la Federación de
Estudiantes del Perú había sido muy bien recibido en Chile y Argentina y había tenido una
importante conversación con el prestigioso diplomático y político chileno, don Paulino Alfonso,
quien le ofreció una comida en su casa de la que dieron cuenta los diarios santiaguinos. Ahora bien,
don Paulino Alfonso estuvo en Lima como agente confidencial en 1912, al concluir el primer
gobierno de Leguía, y habría convenido con éste en la posibilidad de dar una solución salomónica al
enconado litigio de Tacna y Arica. Leguía había regresado al gobierno en 1919 con el lema de
recuperar no sólo Tacna y Arica, sino también Tarapacá. Aquel secreto en boca de un joven audaz y
dinámico ofrecía peligros para su posición nacionalista. A fin de salir de dudas, Leguía comisionó a
su edecán, el mayor Eduardo Price, para que saludara al recién llegado obligándolo así a que lo
visitara, en retribución de esa gentileza. Sucedió exactamente como lo planeara Leguía. Haya de la
Torre acudió a Palacio y fue retenido más de una hora por el Presidente, quien le pidió informaciones
acerca de ese aspecto de su viaje. Víctor Raúl fue sincero: Leguía supo directamente que el joven
líder conocía a cabalidad los entretelones de la Misión Alfonso de 1912, así como los de la Misión
Puga Borne, de 1917 ó 1918, De inquieto conductor de mesnadas juveniles, Haya se convertía en
testigo indeseable de altos negocios de Estado. Habría que salir de él: la solución se presentó un año
después: el exilio.

Durante esos días, Haya, que había sido mi ocasional compañero en el tercer año de Letras, curso
de Estética, de Deustua, en el que coincidió Vallejo, sufrió un incidente en sus estudios. Debía el
curso de Pedagogía para completar su ciclo doctoral en Letras; ya había terminado los de Derecho.
El catedrático de la asignatura, Luis Miró Quesada, desaprobó al joven líder. Este que tenía
conciencia de haber estudiado a fondo el curso, no contuvo su indignación y desafió, desde las
columnas de El Tiempo, a su catedrático a discutir públicamente el tema de su examen. Para la
soberbia de Luis Miró Quesada aquello fue una ofensa inolvidable. La ha pagado el Perú con
torrentes de sangre y bilis nacidas de aquel juvenil episodio.

Se interrumpió mi trato con Víctor Raúl a raíz de mi viaje a las “regiones equinocciales” a partir de
mayo de 1923. Repito que, al regresar en octubre, el “Nevada” que lo conducía al destierro se cruzó
con mi barco a la altura de Talara.

Dos cartas recibí de Víctor en los primeros años de su forzada ausencia: una comunicándome la
fundación del Apra, y otra dándome las gracias por mi artículo en apoyo de Mariátegui. Después
sólo sabía de él a través de cartas un poco urbi et orbi que enviaba a Fausto Posada, a Manuel
Seoane (en Buenos Aires), a Jorge Basadre, a Mariátegui. Creo que, llevado de chismes como ha sido

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siempre, en aquel tiempo creyó una versión que circuló con ciertos visos de verosimilitud sobre mi
presunta adhesión a Leguía. Abonaba la presunción mi amistad para muchos incomprensible, dada
la diferencia de edad, con José Angel Escalante, y acaso el ser redactor de Mundial, cuyo director,
después de haber sido prominente pardista y adversario de Leguía, cambió de idea y de actitud, y
convirtió las páginas gráficas de su revista en un álbum hebdomadario de los festejos de Leguía y
sus áulicos. Empero, esta circunstancia carecía de solidez; en Mundial colaboraban
sistemáticamente Mariátegui, Vallejo, José Gálvez, todos críticos o adversarios de Leguía, así como
Del Aguila que, hasta 1927 ó 28 mantuvo esa misma posición. También colaboraba en nuestra
revista “Don Quijote”, o sea Carlos Solari, redactor de El Comercio, y Balarezo, conspicuo enemigo
del régimen leguiísta. De toda suerte, Víctor Raúl no las tenía todas conmigo. A partir de 1925 y
hasta 1928 ó 29 prefirió tratarme por interpositas personas.

En 1928 se produjo el cisma con Mariátegui a que me he referido. Víctor Raúl había hecho un
bullicioso recorrido por América Central, partiendo de México, en donde se encontró con los
flamantes desterrados de 1927; Manuel Vásquez Díaz, Carlos Manuel Cox, Magda Portal, Serafín del
Mar. El primero era un entrañable amigo mío. No hemos perdido esa calidad el uno con respecto
del otro hasta ahora. El exilio de Vásquez y Cox, así como de otros, tuvo como pretexto el hallazgo
en Arco’s House de Londres de documentación sobre América Latina. Como El Comercio de Lima,
poniendo de lado su enemistad con Leguía, aplaudió calurosamente las medidas represivas de éste
contra estudiantes y obreros en su mayoría allegados a las Universidades Populares, Haya de la
Torre dirigió una violenta carta de protesta y denuncia a don Joaquín García Monje, que la publicó
en su inolvidable y autorizada revista Reper¬torio americano (1927). Los términos de la carta
derramaban vitriolo contra los Miró Quesada. Estos decidieron considerar a Haya de la Torre tan
enemigo o más que Leguía y perseguirle en todas las formas imaginables y a su disposición. Mientras
La Prensa, el diario leguiísta expropiado a la familia Durand, reproducía cada comunicado de Haya
comentándolo con insidia, El Comercio, callaba el documento, pero cubría de improperios a su
autor.

Bajo ese clima sucedió que Mariátegui, influenciado por expulsados y renunciantes al Apra de París,
confundió la campaña de propaganda dinámica y política de Haya contra Leguía con una expresión
de individualismo caudillista. Es lo que pretendía hacer creer la propaganda oficialista y... la
comunista, que veía desde entonces en Haya a un enemigo fundamental. Yo no oí de boca de
Mariátegui dicterios contra Víctor Raúl, su aliado hasta ese momento y su promotor en las lides
sociales en 1923; pero el editorial del número 18 de Amanta; la total supresión de todo lo que se
relacionase con los grupos apristas del destierro; el acento puesto en la cultura rusa; cierta
preterición de lo peruano; el intento de constituir un “frente único”, tesis de Haya, sobre la base de
intelectuales apolíticos y semiconservadores, y, por último, la carta a Seoane que me confió abierta
y con el ruego de que la leyese, en marzo de 1930, bastan para demostrar el éxito de la maniobra
destinada a quebrar el cuello a la incipiente beligerancia política de la juventud peruana.

Me vine a dar cuenta exacta de todo ello, cuando Seoane me lo escribió y cuando mi compañero de
bufete jurídico, Manuel J. Rospigliosi G.S. de regreso de Berlín, a donde fue a buscar sin éxito una
curación que la ciencia limeña no pudo hacer, me mostró en cartas ad hoc de Víctor Raúl afectuosas
menciones de mi nombre y el insistente pedido de que Rospigliosi me convenciera de que debía
cerrar filas con Haya y con el Apra, para la que él llamaba “inminente lucha libertadora que tenemos
a la vista”. Era a mediados de 1929. Se me habían empezado a caer de los ojos las escamas del

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pagano. Meses después, según he contado, tuve la certeza, no sé si para bien o para mal, de haber
encontrado mi camino de Damasco. Hasta ahora sigo en procura de su luz y de sus metas.

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