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COSMOVISIÓN REALISMO MÁGICO

REALISMO MÁGICO-Mundos alucinantes

“¿Pero qué es la historia de América toda


sino una crónica de lo real maravilloso?”
Alejo Carpentier, “De lo real maravilloso americano” (1949).

¿Es posible que sucesos extrañísimos formen parte de la realidad? ¿Cómo se filtra la
maravilla en el jardín de una casa o en las calles de una ciudad? ¿Hay una Latinoamérica
de mundos alucinantes? En este apartado vas a leer algunos textos que recrean los
alucinantes mundos de nuestra América.

ACTIVIDAD 1

a) Leé el siguiente fragmento de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez:

Cuando el pirata Francis Drake asaltó a Riohacha, en el siglo XVI, la bisabuela de


Úrsula Iguarán se asustó tanto con el toque de rebato y el estampido de los cañones, que
perdió el control de los nervios y se sentó en un fogón encendido. Las quemaduras la
dejaron convertida en una esposa inútil para toda la vida. No podía sentarse sino de
medio lado, acomodada en cojines, y algo extraño debió quedarle en el modo de andar,
porque nunca volvió a caminar en público. Renunció a toda clase de hábitos sociales
obsesionada por la idea de que su cuerpo despedía un olor a chamusquina. El alba la
sorprendía en el patio sin atreverse a dormir, porque soñaba que los ingleses con sus
feroces perros de asalto se metían por la ventana del dormitorio y la sometían a
vergonzosos tormentos con hierros al rojo vivo. Su marido, un comerciante aragonés con
quien tenía dos hijos, se gastó media tienda en medicinas v entretenimientos buscando la
manera de aliviar sus terrores. Por último, liquido el negocio y llevó a la familia a vivir lejos
del mar, en una ranchería de indios pacíficos situada en las estribaciones de la sierra,
donde le construyó a su mujer un dormitorio sin ventanas para que no tuvieran por donde
entrar los piratas de sus pesadillas.

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En la escondida ranchería vivía de mucho tiempo atrás un criollo cultivador de tabaco, don
José Arcadio Buendía, con quien el bisabuelo de Úrsula estableció una sociedad tan
productiva que en pocos años hicieron una fortuna. Varios siglos más tarde, el tataranieto
del criollo se casó con la tataranieta del aragonés. Por eso, cada vez que Úrsula se salía
de casillas con las locuras de su marido, saltaba por encima de trescientos años de
casualidades, y maldecía la hora en que Francis Drake asaltó a Riohacha. Era un simple
recurso de desahogo, porque en verdad estaban ligados hasta la muerte por un vínculo
más sólido que el amor: un común remordimiento de conciencia.
Eran primos entre sí. Habían crecido juntos en la antigua ranchería que los
antepasados de ambos transformaron con su trabajo y sus buenas costumbres en uno de
los mejores pueblos de la provincia. Aunque su matrimonio era previsible desde que
vinieron al mundo, cuando ellos expresaron la voluntad de casarse sus propios parientes
trataron de impedirlo. Tenían el temor de que aquellos saludables cabos de dos razas
secularmente entrecruzadas pasaran por la vergüenza de engendrar iguanas.
Ya existía un precedente tremendo. Una tía de Úrsula, casada con un tío de José
Arcadio Buendía, tuvo un hijo que pasó toda la vida con unos pantalones englobados y
flojos; y que murió desangrado después de haber vivido cuarenta y dos años en el más
puro estado de virginidad, porque nació y creció con una cola cartilaginosa en forma de
tirabuzón y con una escobilla de pelos en la punta. Una cola de cerdo que no se dejó ver
nunca de ninguna mujer; y que le costó la vida cuando un carnicero amigo le hizo el favor
de cortársela con una hachuela de destazar.
José Arcadio Buendía, con la ligereza de sus diecinueve años, resolvió el
problema con una sola frase: «No me importa tener cochinitos, siempre que puedan
hablar.» Así que se casaron con una fiesta de banda y cohetes que duró tres días.
Hubieran sido felices desde entonces si la madre de Úrsula no la hubiera aterrorizado con
toda clase de pronósticos siniestros sobre su descendencia, hasta el extremo de
conseguir que rehusara consumar el matrimonio. Temiendo que el corpulento y
voluntarioso marido la violara dormida, Úrsula se ponía antes de acostarse un pantalón
rudimentario que su madre le fabricó con lona de velero v reforzado con un sistema de
correas entrecruzadas; que se cerraba por delante con una gruesa hebilla de hierro.
Así estuvieron varios meses. Durante el día, él pastoreaba sus gallos de pelea y
ella bordaba en bastidor con su madre. Durante la noche, forcejeaban varias horas con
una ansiosa violencia que ya parecía un sustituto del acto de amor, hasta que la intuición
popular olfateó que algo irregular estaba ocurriendo, y soltó el rumor de que Úrsula seguía
virgen un año después de casada, porque su marido era impotente.
José Arcadio Buendía fue el último que conoció el rumor.
 
—Ya ves, Úrsula, lo que anda diciendo la gente —le dijo a su mujer con mucha calma.
—Déjalos que hablen —dijo ella—. Nosotros sabemos que no es cierto.
 
De modo que la situación siguió igual por otros seis meses; hasta el domingo trágico en
que José Arcadio Buendía le ganó una pelea de gallos a Prudencio Aguilar. Furioso;

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exaltado por la sangre de su animal, el perdedor se apartó de José Arcadio Buendía para
que toda la gallera pudiera oír lo que iba a decirle.
—Te felicito —gritó—. A ver si por fin ese gallo le hace el favor a tu mujer.
 
José Arcadio Buendía, sereno; recogió su gallo. «Vuelvo en seguida», dijo a todos.
Y luego, a Prudencio Aguilar:
 
—Y tú, anda a tu casa y ármate, porque te voy a matar.
 
Diez minutos después volvió con la lanza cebada de su abuelo. En la puerta de la gallera,
donde se había concentrado medio pueblo, Prudencio Aguilar lo esperaba. No tuvo
tiempo de defenderse. La lanza de José Arcadio Buendía, arrojada con la fuerza de un
toro y con la misma dirección certera con que el primer Aureliano Buendía exterminó a los
tigres de la región, le atravesó la garganta.
Esa noche, mientras se velaba el cadáver en la gallera, José Arcadio Buendía
entró en el dormitorio cuando su mujer se estaba poniendo el pantalón de castidad.
Blandiendo la lanza frente a ella, le ordenó: «Quítate eso.» Úrsula no puso en duda la
decisión de su marido. «Tú serás responsable de lo que pase»; murmuró.
José Arcadio Buendía clavó la lanza en el piso de tierra.
 
—Si has de parir iguanas, criaremos iguanas —dijo—. Pero no habrá más muertos en
este pueblo por culpa tuya.
 
Era una buena noche de junio, fresca y con luna, y estuvieron despiertos y retozando en
la cama hasta el amanecer, indiferentes al viento que pasaba por el dormitorio, cargado
con el llanto de los parientes de Prudencio Aguilar. […]

García Márquez, Gabriel [(1967), 1995]. Cien años de soledad, fragmento capítulo 2. Bogotá,

Editorial Sudamericana.

b). Leé el siguiente fragmento de El mundo alucinante, de Reinaldo Arenas.

Del panorama de la ciudad


"[...] Y así sucedió que lo primero que vi al salir a la calle fue a una persona llena de
escamas, me horroricé al pensar en la enfermedad tan terrible que padecería, pero seguí
andando y más adelante vi a otra en las mismas condiciones, luego otra y otra. Hasta que
por fin interrogué a un anciano [...] me contó que lo que yo había visto era cierto, que
hacía unos cuantos años había llegado un ingeniero famoso a la ciudad, dispuesto a

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desecar uno de los grandes lagos. El ingeniero empezó a hacer un túnel para que saliese el
agua y mientras tanto cerró todos los desagües naturales, de modo que toda la ciudad
quedó inundada, hasta que fue constituido el desagüe artificial. Pero al quedar terminado,
al virrey no le gustó, pues el agua no se veía fluir, ya que todo era subterráneo, y alegó
que podía ser obra de la brujería. El ingeniero se ofendió. Tapó el túnel. Y la ciudad se
volvió a inundar hasta que el virrey accedió a reconocerle los méritos y la ciudad fue
destaponada. Pero luego no se puso de acuerdo con el ingeniero en cuanto el precio a
pagar. Y la ciudad volvió a ser taponada [...] Y con ese taponeo y destaponeo, la ciudad se
vio inundada dos veces al año y luego seca, y luego nuevamente inundada. De manera que
a la gente no le quedó otra alternativa que adaptarse. Y muchos se volvieron peces. Y
otros, que tardaron más en metamorfosearse, quedaron en medio del camino: mitad
peces y mitad hombres. Los más conservadores permanecieron sobre los techos o dentro
de las balsas y bateas y no perdieron la figura [...]"

Arenas, Reinaldo [(1965), 1997]. El mundo alucinante. Una novela de


aventuras. Barcelona, Editorial Tusquets.
a) ¿Qué rarezas suceden en ambos relatos?
b) ¿El narrador cuenta el hecho como si fuera algo extraordinario o como si fuera algo
natural?
c) ¿Por qué crees que no expresan asombro ante las cosas raras que ocurren?

Los fragmentos que leíste forman parte de un género “nuestro”, el REALISMO MÁGICO.

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ACTIVIDAD 2

Leamos un texto del mismo autor explicando las particularidades de la literatura


latinoamericana:

Fantasía y creación artística en América Latina y el Caribe

Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, la fantasía es “una facultad


que tiene el ánimo de reproducir por medio de imágenes”. Es difícil concebir una
definición más pobre y confusa que esa primera acepción. En su segunda acepción dice
que es una “ficción, cuento o novela, o pensamiento elevado o ingenioso”, lo cual no
hace sino infundir mayor desconcierto en el ya creado por la definición inicial. […]
Quiero decir que, según yo entiendo, la fantasía es la que no tiene nada que ver con la
realidad del mundo en que vivimos: es una pura invención fantástica, un infundio, y
por cierto, de un gusto poco recomendable en las bellas artes, […]

I. Es difícil el problema de que nos crean

En América Latina y el Caribe, los artistas han tenido que inventar muy poco, y tal vez
su problema ha sido el contrario: hacer creíble su realidad. Siempre fue así desde
nuestros orígenes históricos, hasta el punto de que no hay en nuestra literatura
escritores menos creíbles y al mismo tiempo más apegados a la realidad que nuestros
cronistas de Indias. También ellos -para decirlo con un lugar común irremplazable- se
encontraron con que la realidad iba más lejos que la imaginación. […] Toda nuestra
historia, desde el descubrimiento, se ha distinguido por la dificultad de hacerla creer.
Uno de mis libros favoritos de siempre ha sido El primer viaje en torno del globo del
italiano Antonio Pigafetta, que acompañó a Magallanes en su expedición alrededor del
mundo. Pigafetta dice que vio en el Brasil unos pájaros que no tenían colas, otros que
no hacían nidos porque no tenían patas, pero cuyas hembras ponían y empollaban sus
huevos en la espalda del macho y en medio del mar, y otros que sólo se alimentaban
de los excrementos de sus semejantes. Dice que vio cerdos con el ombligo en la
espalda y unos pájaros grandes cuyos picos parecían una cuchara, pero carecían de

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lengua. También habló de un animal que tenía cabeza y orejas de mula, cuerpo de
camello, patas de ciervo y cola y relincho de caballo. Fue Pigafetta quien contó la
historia de cómo encontraron al primer gigante de la Patagonia, y de cómo éste se
desmayó cuando vio su propia cara reflejada en un espejo que le pusieron enfrente.

II. Las aventuras de los que creyeron

La leyenda del Dorado es sin duda la más bella, la más extraña y decisiva de nuestra
historia. Buscando ese territorio fantástico, Gonzalo Jiménez de Quesada conquistó
casi la mitad del territorio de lo que hoy es Colombia, y Francisco de Orellana
descubrió el río Amazonas. Pero lo más fantástico es que lo descubrió al derecho -es
decir, navegando de las cabeceras hasta la desembocadura-, que es el sentido
contrario en que se descubren los ríos. El Dorado, como el tesoro de Cuauhtémoc,
siguió siendo un enigma para siempre. Como lo siguieron siendo las once mil llamas
cargadas cada una con cien libras de oro, que fueron despachadas desde el Cuzco para
pagar el rescate de Atahualpa, y que nunca llegaron a su destino. La realidad fue otra
vez más lejos hace menos de un siglo, cuando una misión alemana encargada de
elaborar el proyecto de construcción de un ferrocarril trans-oceánico en el istmo de
Panamá, concluyó que el proyecto era viable, pero con una condición: que los rieles no
se hicieran de hierro, que era un metal muy difícil de conseguir en la región, sino que
se hicieran de oro. Tanta credulidad de los conquistadores sólo era comprensible
después de la fiebre metafísica de la Edad Media, y del delirio literario de las novelas
de caballería. Sólo así se explica la desmesurada aventura de Álvar Núñez Cabeza de
Vaca, que necesitó ocho años para llegar desde España a México a través de todo lo
que hoy es el sur de los Estados Unidos, en una expedición cuyos miembros se
comieron unos a otros, hasta que sólo quedaron cinco de los 600 originales. El
incentivo de Cabeza de Vaca, al parecer, no era la búsqueda del Dorado, sino algo más
noble y poético: la fuente de la eterna juventud.

Acostumbrado a unas novelas donde había ungüentos para pegarles las cabezas
cortadas a los caballos, Gonzalo Pizarro no podía dudar cuando le contaron en Quito,
en el siglo XVI, que muy cerca de allí había un reino con tres mil artesanos dedicados a
fabricar muebles de oro, y en cuyo palacio real había una escalera de oro macizo, y
estaba custodiado por leones con cadenas de oro. ¡Leones en los Andes! […]

III. Una realidad que no cabe en el idioma

Un problema muy serio que nuestra realidad desmesurada plantea a la literatura, es el


de la insuficiencia de palabras. Cuando nosotros hablamos de un río, lo más lejos que
puede llegar un lector europeo es a imaginarse algo tan grande como el Danubio, que
tiene 2,790 km. Es difícil que se imagine si no se le describe, la realidad del Amazonas,
que tiene 5,500 km. de longitud. Frente a Belén del Pará no se alcanza a ver la otra
orilla, y es más ancho que el mar Báltico. Cuando nosotros escribimos la palabra
tempestad, los europeos piensan en relámpagos y truenos, pero no es fácil que estén
concibiendo el mismo fenómeno que nosotros queremos representar. Lo mismo ocurre,
por ejemplo, con la palabra lluvia. En la cordillera de los Andes, según la descripción
que hizo para los franceses otro francés llamado Javier Marimier, hay tempestades que
pueden durar hasta cinco meses. “Quienes no hayan visto esas tormentas -dice- no
podrán formarse una idea de la violencia con que se desarrollan. Durante horas
enteras los relámpagos se suceden rápidamente a manera de cascadas de sangre y la
atmósfera tiembla bajo la sacudida continua de los truenos, cuyos estampidos
repercuten en la inmensidad de la montaña”. La descripción está muy lejos de ser una
obra maestra, pero bastaría para estremecer de horror al europeo menos crédulo.

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De modo que sería necesario crear todo un sistema de palabras nuevas para el tamaño
de nuestra realidad. Los ejemplos de esa necesidad son interminables. F.W. Up de
Graff, un explorador holandés que recorrió el alto Amazonas a principios de siglo, dice
que encontró un arroyo de agua hirviendo donde se hacían huevos duros en cinco
minutos, y que había pasado por una región donde no se podía hablar en voz alta
porque se desataban aguaceros torrenciales. En algún lugar de la costa de Colombia yo
vi a un hombre rezar una oración secreta frente a una vaca que tenía gusanos en la
oreja, y vi caer los gusanos muertos mientras transcurría la oración. Aquel hombre
aseguraba que podía hacer la misma cura a distancia, siempre que le hicieran la
descripción del animal y le indicaran el lugar en que se encontraba. El 8 de mayo de
1902, el volcán Mont Pelé, en la isla Martinica, destruyó en pocos minutos el puerto
Saint Pierre y mató y sepultó en lava a la totalidad de sus 30.000 habitantes. Salvo
uno: Ludger Sylvaris, el único preso de la población, que fue protegido por la
estructura invulnerable de la celda individual que le habían construido para que no
pudiera escapar. […]

En síntesis, los escritores de América Latina y el Caribe tenemos que reconocer, con la
mano en el corazón, que la realidad es mejor escritor que nosotros. Nuestro destino, y
tal vez nuestra gloria, es tratar de imitarla con humildad, y lo mejor que nos sea
posible.

Gabriel García Márquez

FIN

Nota: Publicado en Voces. Arte y literatura. San Francisco, California. Marzo de 1998. Número 2.

ACTIVIDAD 3

Leemos un cuento del mismo autor, La luz es como el agua, en Doce cuentos peregrinos,
Sudamericana, 1992.

En Navidad los niños volvieron a pedir un bote de remos.


-De acuerdo -dijo el papá, lo compraremos cuando volvamos a Cartagena.
Totó, de nueve años, y Joel, de siete, estaban más decididos de lo que sus padres
creían.
-No -dijeron a coro-. Nos hace falta ahora y aquí.
-Para empezar -dijo la madre-, aquí no hay más aguas navegables que la que sale
de la ducha.
Tanto ella como el esposo tenían razón. En la casa de Cartagena de Indias había
un patio con un muelle sobre la bahía, y un refugio para dos yates grandes. En
cambio, aquí en Madrid vivían apretados en el piso quinto del número 47 del
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Paseo de la Castellana. Pero al final ni él ni ella pudieron negarse, porque les
habían prometido un bote de remos con su sextante y su brújula si se ganaban el
laurel del tercer año de primaria, y se lo habían ganado. Así que el papá compró
todo sin decirle nada a su esposa, que era la más reacia a pagar deudas de juego.
Era un precioso bote de aluminio con un hilo dorado en la línea de flotación.
-El bote está en el garaje -reveló el papá en el almuerzo-. El problema es que no
hay cómo subirlo ni por el ascensor ni por la escalera, y en el garaje no hay más
espacio disponible.
Sin embargo, la tarde del sábado siguiente los niños invitaron a sus condiscípulos
para subir el bote por las escaleras, y lograron llevarlo hasta el cuarto de servicio.
-Felicitaciones -les dijo el papá ¿ahora qué?
-Ahora nada -dijeron los niños-. Lo único que queríamos era tener el bote en el
cuarto, y ya está.
La noche del miércoles, como todos los miércoles, los padres se fueron al cine.
Los niños, dueños y señores de la casa, cerraron puertas y ventanas, y rompieron
la bombilla encendida de una lámpara de la sala. Un chorro de luz dorada y fresca
como el agua empezó a salir de la bombilla rota, y lo dejaron correr hasta que el
nivel llego a cuatro palmos. Entonces cortaron la corriente, sacaron el bote, y
navegaron a placer por entre las islas de la casa.
Esta aventura fabulosa fue el resultado de una ligereza mía cuando participaba en
un seminario sobre la poesía de los utensilios domésticos. Totó me preguntó cómo
era que la luz se encendía con sólo apretar un botón, y yo no tuve el valor de
pensarlo dos veces.
-La luz es como el agua -le contesté: uno abre el grifo, y sale.
De modo que siguieron navegando los miércoles en la noche, aprendiendo el
manejo del sextante y la brújula, hasta que los padres regresaban del cine y los
encontraban dormidos como ángeles de tierra firme. Meses después, ansiosos de
ir más lejos, pidieron un equipo de pesca submarina. Con todo: máscaras, aletas,
tanques y escopetas de aire comprimido.
-Está mal que tengan en el cuarto de servicio un bote de remos que no les sirve
para nada -dijo el padre-. Pero está peor que quieran tener además equipos de
buceo.
-¿Y si nos ganamos la gardenia de oro del primer semestre? -dijo Joel.
-No -dijo la madre, asustada-. Ya no más.
El padre le reprochó su intransigencia.
-Es que estos niños no se ganan ni un clavo por cumplir con su deber -dijo ella-,
pero por un capricho son capaces de ganarse hasta la silla del maestro.

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Los padres no dijeron al fin ni que sí ni que no. Pero Totó y Joel, que habían sido
los últimos en los dos años anteriores, se ganaron en julio las dos gardenias de
oro y el reconocimiento público del rector. Esa misma tarde, sin que hubieran
vuelto a pedirlos, encontraron en el dormitorio los equipos de buzos en su
empaque original. De modo que el miércoles siguiente, mientras los padres
veían El último tango en París, llenaron el apartamento hasta la altura de dos
brazas, bucearon como tiburones mansos por debajo de los muebles y las camas,
y rescataron del fondo de la luz las cosas que durante años se habían perdido en
la oscuridad.
En la premiación final los hermanos fueron aclamados como ejemplo para la
escuela, y les dieron diplomas de excelencia. Esta vez no tuvieron que pedir nada,
porque los padres les preguntaron qué querían. Ellos fueron tan razonables, que
sólo quisieron una fiesta en casa para agasajar a los compañeros de curso.
El papá, a solas con su mujer, estaba radiante.
-Es una prueba de madurez -dijo.
-Dios te oiga -dijo la madre.
El miércoles siguiente, mientras los padres veían La Batalla de Argel, la gente que
pasó por la Castellana vio una cascada de luz que caía de un viejo edificio
escondido entre los árboles. Salía por los balcones, se derramaba a raudales por
la fachada, y se encauzó por la gran avenida en un torrente dorado que iluminó la
ciudad hasta el Guadarrama.
Llamados de urgencia, los bomberos forzaron la puerta del quinto piso, y
encontraron la casa rebosada de luz hasta el techo. El sofá y los sillones forrados
en piel de leopardo flotaban en la sala a distintos niveles, entre las botellas del bar
y el piano de cola y su mantón de Manila que aleteaba a media agua como una
mantarraya de oro. Los utensilios domésticos, en la plenitud de su poesía, volaban
con sus propias alas por el cielo de la cocina. Los instrumentos de la banda de
guerra, que los niños usaban para bailar, flotaban al garete entre los peces de
colores liberados de la pecera de mamá, que eran los únicos que flotaban vivos y
felices en la vasta ciénaga iluminada. En el cuarto de baño flotaban los cepillos de
dientes de todos, los preservativos de papá, los pomos de cremas y la dentadura
de repuesto de mamá, y el televisor de la alcoba principal flotaba de costado,
todavía encendido en el último episodio de la película de media noche prohibida
para niños.
Al final del corredor, flotando entre dos aguas, Totó estaba sentado en la popa del
bote, aferrado a los remos y con la máscara puesta, buscando el faro del puerto
hasta donde le alcanzó el aire de los tanques, y Joel flotaba en la proa buscando
todavía la altura de la estrella polar con el sextante, y flotaban por toda la casa sus
treinta y siete compañeros de clase, eternizados en el instante de hacer pipí en la
maceta de geranios, de cantar el himno de la escuela con la letra cambiada por
versos de burla contra el rector, de beberse a escondidas un vaso de brandy de la

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botella de papá. Pues habían abierto tantas luces al mismo tiempo que la casa se
había rebosado, y todo el cuarto año elemental de la escuela de San Julián el
Hospitalario se había ahogado en el piso quinto del número 47 del Paseo de la
Castellana. En Madrid de España, una ciudad remota de veranos ardientes y
vientos helados, sin mar ni río, y cuyos aborígenes de tierra firme nunca fueron
maestros en la ciencia de navegar en la luz.

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