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Bailadores entre

Misterio
Y
Espantos

Bailadores es una de esas raras perlas que se consigue en los Andes venezolanos. Es una
ciudad con aires de pueblo; un lugar pujante en el contexto de una nación abatida por
grandes dificultades. En el año 2001 celebró sus cuatrocientos años de fundada, y a lo
largo de esas cuatro centurias sus habitantes han ido transmitiendo tradiciones de
generación en generación franqueando las barreras del tiempo y sorteando los
avasallantes empujes de la modernidad. En la tradición oral son muchos los relatos que
nos vienen de antaño que se fueron renovando según las necesidades de cada momento.
Hoy día miramos con nostalgia esos tiempos pasados, esa “edad de oro” que con el
transcurso de los años se apodera de quienes creemos que otros tiempos fueron mejores.

Bailadores entre misterio y espantos está compuesto por una serie de relatos inspirados
en su mayoría en historias reales ocurridas en la hermosa geografía andina venezolana,
donde hay una viva tradición oral que ha permitido al autor nutrirse para dar rienda suelta
a su imaginación.

Con Bailadores entre misterio y espantos, José Gregorio Parada R. obtuvo el 2do lugar
en el Concurso literario de la Asociación de Profesores de la Universidad de Los Andes
(APULA), en la ciudad Mérida en el año 2005. El mismo fue publicado ese año en
coedición con la APULA y el Instituto Municipal de la Cultura de Rivas Dávila, Fondo
Editorial de IMUCU, en Bailadores, Estado Mérida, Venezuela.

Unos churupos bien guardados es un ejemplo de lo que usted encontrará en este libro.

Unos churupos bien guardados


(A Baldovino Pereira)

―Dicen que viene la revolución. Dizque van a restaurar las cosas. ¿Qué carajo
vamos a hacer? El Cura ya guardó el Cáliz de plata y otras cositas de valor. Resistir no
podemos, nos tocará escondernos.

De arveja y trigo cubiertos estaban los campos en las tardes tranquilas de


Bailadores. Con mantos amarillentos y verdes arropaban las plantas a laderas y valles
para convertirlos en un conjunto de colores alternados como el tablero de ajedrez. Los
peones en plena faena resistían las inclemencias del sol para ganarse el sustento, mientras
que las otras piezas del juego dábanse aire en sus casas solariegas contando morocotas y
escupiendo chimó.
De las anteriores revueltas había muchos cuentos: robos, violaciones, muertes.
Había que huir, esconderse y, claro está, proteger los objetos de valor de manos
criminales, dejándolos al resguardo de esa sabia madre llamada Natura, escondiendo en
sus entrañas años de sacrificios convertidos en oro, plata y cosas representativas.

―Que viene un tal Castro desde San Cristóbal a jodenos la pacencia. Los que
quieran largarse con él que se larguen. Yo cojo pal Caballito. Ni zoquete que juera pa’
que me maten no más entrando a Tovar. Usté no le cuente a naiden pero me voy ponde
fulano.

El fulano se llamaba Ignacio y vivía como ermitaño retirado de todo y de todos.


En su mundo de misterio acogía al caminante y necesitado y le brindaba ayuda oportuna.
¡Cómo no recibir al muchacho! Sería un descalabro dejarlo en la boca del lobo.
Las enredaderas cubrían la humilde casa del hombre y la separaban del mundo
profano con disimulo. La puerta, angosta y baja, siempre estaba abierta como en perenne
invitación al descubrimiento de lo oculto. Cruzado el umbral, se convertía en templo
primitivo, como el de los primeros cristianos, recóndito y oscuro. Eran los tiempos de
Nerón y los circos se llenaban de fieras. En su catacumba, Ignacio se protegía de infieles
y de leones.

―Escondí unas cuantas cositas y conmigo me traje estos cobritos pa’ ponelos a
salvo. Sopones hay en todos lados, pero mejor prevenir que lamentar.

Ignacio, misterioso y tranquilo, sugirió un lugar seguro para guardar las monedas.
El propio Ignacio sacó sus ahorros y juntos cogieron una ladera bien empinada por detrás
de la morada. Al rato estaban frente a una enorme mata de fique cuyas pencas, cual lanzas
preparadas para la guerra, apuntaban al espacio sideral señalando las escondidas
constelaciones que corren sus velos con la llegada del reino negro.
Los ademanes místicos de Ignacio fueron seguidos con interés por el muchacho.
Primero el hueco, luego el entierro y por último una piedra para señalar el lugar. Volteó
su mirada a la amarilidácea y de una penca arrancó una tira con la cual tejió en un
santiamén una figura parecida a una serpiente. Cabeza y cola estaban en sus manos para
un servicio de protección. Los labios de Ignacio se movieron en el silencio del conjuro.
Un poco de monte y ya está. Otro hueco, la otra plata, esta vez sin oración ni nada. El
muchacho no estaba iniciado en el misterio.
Días después fueron a dar una mirada. Allá estaba la serpiente, levantada como el
vigía en tiempos de guerra. Una, dos, tres piedras lanzadas. Una, dos, tres piedras
tragadas. El ofidio no descuidaría su encomienda.
Viene la tropa. Plomo va, plomo viene.

─Ya se jueron gracias a mi Diosito. Aquí vivimos sin mucha novedad. Que se
larguen con sus máuseres y espadines pa’l carajo.

Llegó la calma. Los campos enmontados pedían a gritos la mano del hombre. Los
animales famélicos, que habían escapado de las garras de los revolucionarios, morían por
falta de asistencia.
Hay que sacar la platica y regresar. Ignacio agarró la serpiente y en sus manos se
volvió un gancho de fique porque, al fin de cuentas, eso era. El muchacho emprendió el
retorno.
Castro llegó a Caracas. Más de uno lo aguantó a regañadientes, incluso los
muchachos de provincia que escondieron sus tres churupos cuando el revolucionario
levantó el polvo por tierras andinas.

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