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La hormiga

Marco Denevi

Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con
sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en
procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas.
Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un
tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se
expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección
de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se
suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren
en el error de lógica de identificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía
por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre
una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a
la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos,
estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza
sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose,
decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que
ha visto, grita: "Arriba... luz... jardín... hojas...verde... flores..." Las demás hormigas no comprenden
una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.

El cautivo
Jorge Luis Borges

En Junín o Tapalqué refieren la historia. Un chico desapareció después de un malón; se dijo que lo
habían robado los indios. Sus padres lo buscaron inútilmente; al cabo de los años, un soldado que
venia de tierra adentro les habló de un indio de ojos celestes que bien podía ser su hijo.

Dieron por fin con él (la crónica ha perdido las circunstancias y no quiero inventar lo que no sé) y
creyeron reconocerlo. El hombre, trabajando por el desierto y por la vida bárbara, ya no sabía oír
las palabras de la lengua natal, pero se dejó conducir, indiferente y dócil, hasta la casa. Ahí se
detuvo, tal vez por que los otros se detuvieron. Miró la puerta, como sin entenderla. De pronto
bajó la cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en la cocina.
Sin vacilar, hundió el brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de hasta que
había escondido ahí, cuando chico. Los ojos le brillaron de alegría y los padres lloraron porque
habían encontrado al hijo.
Acaso a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no podía vivir entre paredes y un día fue a
buscar su destino. Yo querría saber que sintió en aquel instante de vértigo en el que el pasado y el
presente se confundieron; yo querría saber si el hijo perdido renació y murió en aquel éxtasis o si
alcanzó a reconocer, siquiera como una criatura o un perro, a los padres y a la casa.

El perro y el reflejo en el río


Vadeaba un perro un río llevando en su hocico un pedazo de carne. Vio su propio reflejo en el
agua del río y creyó que aquel reflejo era en realidad otro perro que llevaba una porción de carne
mayor que la suya. Y deseando adueñarse de la carne ajena, soltó el trozo que tenía para
arrebatar el de su compadre.

Pero el resultado fue que se quedó sin el propio y sin el ajeno: éste porque no existía, sólo era un
reflejo; y el otro, el verdadero, porque se lo llevó la corriente.

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