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Cristo Hoy El Criterio de Credibilidad y El Don de La Fe Fernando Rielodocx
Cristo Hoy El Criterio de Credibilidad y El Don de La Fe Fernando Rielodocx
Fernando Rielo (Madrid 1923 - Nueva York 2004) nos presenta, como hipótesis original y
atractiva, el humanismo de Cristo comenzando su vida hoy, haciendo paréntesis de los XX siglos de
historia del cristianismo. Nos invita a suponer que no ha existido antes Cristo, ni la Iglesia, ni la cultura
cristiana. Y lo hace para que nos situemos en nuestra mentalidad actual y, desde aquí, profundizar sobre
los problemas fundamentales de nuestra existencia con un hombre, llamado Cristo, que dice de sí mismo
que es Dios; un hombre que aparece hoy, ante nosotros, para dar un testimonio arriesgado de la intimidad
divina y asegurarnos de que su mensaje nos introduce en un nuevo y decisivo humanismo transcendente.
El autor intenta convencernos de que si encontramos y poseemos el criterio de credibilidad, todo lo
demás debe adquirir unidad, dirección y sentido.
El criterio de credibilidad y el don de la fe es un libro para todos. Puede ser un libro de texto, de
lectura, de estudio y meditación para alumnos y profesores, para administrativos y profesionales, para
adolescentes y adultos, para religiosos y seglares. Pero va dirigido, de forma especial, a la juventud
católica o no católica, atea o agnóstica, a los que han perdido la fe o están a punto de perderla. La
persona de Cristo es presentada a quien quiera escucharle con seriedad, desde la sencillez, sin prejuicios,
sin trampas, con hondura en la reflexión llevando ésta a límite, sin miedo, sin vacilación, sin
subterfugios. No podemos evadirnos de la realidad, a no ser que queramos sumirnos, como nos enseña la
Psicología, en una vida inauténtica.
Es un libro elaborado por un equipo especializado de la Escuela Idente sobre la base de varias
conferencias que Fernando Rielo pronunció en el año 1977 para formar a varios profesores en
"apologética forense". Su originalidad y frescura no han perdido actualidad. Quizás sea éste el momento
de sacar a la luz pública esta riqueza inédita, lenguaje oral, de la que han disfrutado, durante más de
treinta años, los misioneros y las misioneras identes en su labor apostólica.
Se ha intentado ser fieles al original, respetando la forma coloquial y los momentos fuertes que
Fernando Rielo sabe combinar con una cierta distensión y gracejo madrileño. El autor logra, de este
modo, que el auditorio vaya por sí mismo tomando distancia y se centre en la objetividad del problema y
el compromiso existencial que de él se deriva. Lo hace con elegancia, con maestría, acudiendo al
lenguaje literario, a la cultura, a la experiencia mística, desde su vivencia y compromiso personal con
Cristo y su Iglesia, como fundador de una institución religiosa y de instituciones civiles, y como hombre
que ha querido, fervorosamente, el diálogo ecuménico y el espíritu de amistad entre personas y pueblos.
No hay barrera para el amor que, en expresión de Rielo, es el motor de la historia y de la vida, de la
familia y de la sociedad, de la ciencia y de la Cultura, de la religión y del pensar.
Ciertamente que hay que tomar con perspicacia los temas para no sacarlos de su contexto
apologético y no entrar compulsivamente en discusión de escuela trasladándolos a un ámbito
estrictamente dogmático o teológico, mundo éste soberano, autónomo, estructurado desde la Sagrada
Escritura, Tradición y Magisterio. La apologética forense consiste en el debate público —foro— acerca
de los asuntos de mayor interés sobre la fe buscando el criterio de credibilidad todo lo que de él deriva y,
con él, adquiere sentido. Es una dinámica que intenta poner en ejercicio vital todos los resortes del ser
humano con la interactuación de sus tres niveles: físico, síquico y espiritual; con el despliegue de sus tres
dimensiones: personal, social e histórica; con la integración de sus tres actitudes: lógica, ética y estética;
con el crecimiento de sus tres leyes ontológicas: inmanencia, transcendencia y perfectibilidad.
La comunicación sencilla y directa del lenguaje oral predomina sobre la erudición y la explicación
argumentativa y abstracta del lenguaje escrito. El autor nos va introduciendo, casi sin enterarnos de ello,
en la experiencialidad de los dos ámbitos que conforman al ser humano: el de la naturaleza y el de la
gracia. Una naturaleza cerrada en sí misma es terriblemente problemática, evasiva de la realidad; claudica
con suma facilidad, ante cualquier referencia de carácter transcendente. Esta propensión involutiva,
envolvente, egocéntrica, resta al ser humano de nuestro tiempo valentía, generosidad, sinceridad íntima y
aquella sencillez necesaria que nos capacita para reconocernos necesitados de Dios.
Por otra parte, el ámbito de la gracia, abriendo hacia sí la naturaleza, eleva a ésta a la condición de
una mística conciencia filial que enriquece al ser humano en todas sus posibilidades. Su fruto es la paz, la
libertad y la felicidad que sólo pueden ser concedidas a la exigencia doliente, hasta el extremo, de la
generosidad del amor. El verdadero amor, éxtasis que sale de sí en donación entre personas, es la única
virtud que puede llevarse hasta el extremo sin riesgo alguno de fanatismo, exclusivismo y reduccionismo.
El amor, elevado al orden santificante por la redención de Cristo, es la caridad. ¿En qué consiste la
caridad, forma y síntesis de todas las virtudes? San Pablo la inmortaliza en el siguiente texto: "La caridad
es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca
su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad.
Todo lo excusa, todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta" (1 Cor 13, 4-7).
En fin, El criterio de credibilidad y el don de la fe nos introduce de lleno en la "geneticidad" de
nuestro espíritu, y sólo desde aquí podemos entenderlo. Del mismo modo que nuestro organismo posee,
biológicamente, su código genético, nuestra alma lo posee sicológicamente, y nuestro espíritu ontológica
o místicamente. Se trata de una mística no reducida al fenómeno, aunque éste sea extraordinario, sino una
mística elevada a ontología: el estado de ser, acto de ser, forma de ser y razón de ser de la persona
humana son místicos, esto es, estructurados, genetizados por la divina presencia constitutiva del Absoluto
en un espíritu creado. La unidad de nuestra naturaleza humana debemos verla desde esta geneticidad
ontológica o mística que asume las funciones sicológicas y su interacción con la estructuralidad orgánica.
Lo demás, reducir la persona humana a lo biológico, a energía síquica o cósmica, o cualquier otra
sinrazón, es descender, como afirma Rielo, al reduccionismo, exclusivismo e intolerancia de las
ideologías.
Querido/a lector/a, te invito a entrar por ti mismo/a en el debate que nos platea Rielo desde la
persona de Cristo. Inténtalo, pruébalo, hazlo con calma tomando el tiempo que necesites. Consulta,
habla, dialoga. No saldrás, después de la lectura, del mismo modo que al comenzarla. Seguro que no sólo
te sentirás mejor, sino que tendrás experiencia de que tu vida está positivamente cambiando.
José María López Sevillano
Introducción
La "apologética" es la ciencia que tiene como objeto el estudio de los argumentos apropiados para
la defensa sistemática de la fe, especialmente frente a los ataques de los contrarios.
Implica un estado crítico donde se analizan y valoran los argumentos destacando las ventajas o los
inconvenientes que se puedan seguir de los mismos.
Se entiende por estado crítico en general el arte de juzgar las cualidades de las cosas, las
situaciones y las personas juntamente con las obras que salen de su creatividad. Si nos referimos al
ámbito de la religión, el estado crítico es el arte de debatir, abiertamente, sobre Dios y el resultado de sus
obras que influyen sobre el ser humano y su historia. Este debate, más que racional, es integrador de
todos los ámbitos de una persona humana que, formalmente, es espíritu, alma y cuerpo.
La apologética es una forma especial de la crítica que se sirve de sus recursos oratorios y
didácticos y tiene el sentido de la exaltación, del canto y de la alabanza para defensa de la verdad
revelada. Llega, de este modo, a adquirir formas poéticas de carácter lírico y epitalámico, además de
épico, alegórico, didascálico y dramático.
La denomino "Apologética forense" porque es un debate público —foro— acerca de los asuntos
de mayor interés sobre la fe buscando el criterio de credibilidad y todo lo que de él se deriva. Lo
forense", en este sentido, tiene la característica de exposición en un foro, ante un auditorio o asamblea
que interviene, activamente, en el debate con argumentos de acusación y defensa de la Persona de Cristo
y su mensaje como tal.
La Apologética forense intenta subrayar los valores de los argumentos positivos a favor de Cristo
frente a las diversas objeciones filosóficas, religiosas, políticas, sicológicas, sociológicas, morales—
propuestas por ese mismo foro. Hay personas que, por causas muy complejas, pueden no creer en Dios o
en la Iglesia; entre ellas, hay que tener en cuenta los supuestos conductuales, la formación ideológica, el
fracaso ante la vida, el mal y el sufrimiento del mundo, la experiencia en situaciones de injusticia y
adversidad, el mal ejemplo de los creyentes, e, incluso, el escaso valor de algunos argumentos teológicos
o filosóficos en el curso de la historia.
Hay que resolver los argumentos no previstos en la ratio fidei que articula el dato revelado, pues
aquéllos no tienen por qué figurar en la Dogmática. Los argumentos que ahora tratamos son, sobre todo,
de carácter más bien sicológico, pedagógico, social, emocional. Estos argumentos, no estando a favor de
la fe, deben ser rebatidos formando los contra-argumentos correspondientes. Por ejemplo, la Mística
Analítica estudia las leyes, propiedades y procesos bajo los cuales se verifican los estados del alma
movida por la gracia. Si alguien pone una objeción diciendo que "aquí hay muy pocos místicos y la
mística no es un denominador común de la vida de las personas", habrá que refutarlo con un contra-
argumento "x" dando una razón que no tiene por qué figurar en la Mística Analítica. Este ámbito
correspondería a la Apologética forense. Hay tantos argumentos en los cuales está presente el prejuicio,
lo emocional, lo hiperbólico, la crítica interesada, la descalificación, la inexactitud y otras muchísimas
circunstancias, que se requiere una ciencia especial para, de modo pragmático, impugnar con éxito estas
anomalías que se producen en el ámbito de la fe.
Debemos construir contra-argumentos apropiados para corregir, efectivamente, los vicios que se
dan en los argumentos contra la fe. Voy a poner otro ejemplo. Todos saben que la matemática es una
ciencia que estudia los cálculos numéricos, sus formas, variaciones, propiedades y relaciones espaciales y
cuantitativas, teniendo en cuenta la creación de estructuras abstractas definidas a partir de axiomas.
Alguien podría decir:
—Yo no creo en las matemáticas porque son muy difíciles para muchos seres humanos.
Esa afirmación es irrelevante y carente de criterio científico. Por este tipo de apreciación banal, no
vamos a desmentir, por ejemplo, la validez de la teoría de conjuntos o cualquier otro logro en las
matemáticas. Estas teorías tienen un valor en sí mismas, y lo otro es sólo una simple pretensión profana
de atacar, por prejuicios de carácter no científico, las llamadas "ciencias exactas".
Voy a poner un caso práctico de otros tantos que se pueden aludir del hecho teológico. Alguien,
después de que hayamos expuesto una tesis sobre la divinidad de Cristo, podría decir: —Yo no creo en la
divinidad de Cristo. ¿Qué se hace, entonces, en Apologética forense? Naturalmente que, en Teología
dogmática, no hay ninguna tesis, ni se puede poner como tesis el enunciado "yo no creo en la divinidad
de Cristo". Así como no pertenece a las ciencias matemáticas el enunciado "yo no creo en las
Matemáticas".
El auditorio o el foro está expectante a ver cómo se desarman los argumentos de negación. El
argumento, por ejemplo, de "yo no creo en la divinidad de Cristo", hay que desmontarlo en auténtica
Apologética forense de la siguiente manera:
—Usted dice que no cree en la divinidad de Cristo. Bien, pruébelo usted.
Ya es la primera posición. Eso es hacer apologética forense. Es una actitud que tiene que tener el
apologeta. Pertenece al arte de la elocuencia forense. Quien pregunta estará en esos momentos pensando
que yo voy a defender la divinidad de Cristo. Pero resulta que yo me remito a él para que me diga cuál es
la razón en la que apoya su negativa acerca de la divinidad de Cristo. Me puede decir:
—Pues no lo sé. No tengo argumento, o tengo tal argumento.
Como veis, el auditor venía a atacar, pero resulta que él es quien va a ser atacado.
—¿Y cómo, careciendo usted de pruebas, puede afirmar que no cree en la divinidad de Cristo?
Tendría que decir más bien que ni cree ni deja de creer.
¿Os dais cuenta la vía que hay que seguir? La Apologética es una forma especializada de la
dialéctica. El punto de ataque cambia de posición. El expositor dogmático es atacado mientras que el
auditorio está poniendo el centro de gravedad en el que da la lección. Pero quien da la lección traslada el
centro de gravedad hacia la persona que se ha puesto en contra de la tesis. Una persona no experta del
auditorio, al oír, por ejemplo, que Cristo no es Dios, se esforzará, ahora, en demostrar que es Dios; lo
cual sería como una segunda conferencia, y habría otras objeciones. Una tercera, una cuarta y una quinta
persona, también lo intentarían conforme a su interés y cultura. De este modo, se va remitiendo el asunto
a su sitio. Todo ello tiene la finalidad de poner en situación correcta ante los demás, ante el foro, al
objetor. Por tanto, la proposición mayor, en este caso, es la objeción del adversario y la menor es la
remisión a esa misma persona de la objeción. Pero, en cualquier caso, hay que centrarse en la tesis de la
divinidad de Cristo.
En una palabra, el objeto de la Apologética forense es defender una tesis importante, trascendente,
para la vida de las personas ante un foro público, como es la capacidad decisoria y compromisiva de la
persona de Cristo. Es una tesis que plantea no tanto la razón como el vivir existencial de las personas.
El objeto de la Dogmática no es ningún foro, no es ningún auditorio, ni tampoco son las
objeciones que se plantean los asistentes, la Dogmática tiene un mundo soberano, autónomo,
maravillosamente estructurado desde el contenido de la Fe, con la Tradición, las Escrituras y el
Magisterio. El objeto de la Apologética forense es el foro, todo lo que va diciendo el foro, con sus
objeciones y preguntas, estableciendo una dinámica con las respuestas que se obtienen. Pero ya, en
principio, lo que hay que establecer es la posición correcta que deben tener las personas que intervienen
en el foro. La actuación en el foro debe tener un valor didáctico, pedagógico, educacional; todo hecho
desde la amistad, desde la familiaridad, desde el respeto.
—Usted no se ha puesto en una posición correcta, porque niega lo que en recta posición científica
no puede hacer.
Si alguien, por ejemplo, en un foro científico, negara una hipótesis, tendría que presentarse con las
pruebas investigadas por él mismo para probar la negación de la hipótesis. Ciertamente, si es un congreso
de físicos, nadie negaría la hipótesis sin presentar las pruebas. Si tiene pruebas, entonces diría:
—Pues bien, yo no estoy conforme con eso. Se guardaría silencio correctamente, y, entonces, se
irían a investigar, si es que les interesa, la supuesta falsedad o el supuesto error de esa hipótesis. Un físico
serio diría en ese congreso:
—Esta proposición es inconsistente porque lo mismo puede ser eso que puede ser lo contrario. Lo
voy a demostrar. O podría decir simplemente: —Yo tengo interés en probar que es inconsistente.
Entonces se marcharía muy educado y empezaría a investigar para demostrar que es inconsistente. En
otro congreso, o por medio de una revista citaría:
En el congreso "x" al cual asistí, se presentó tal hipótesis... Pues yo publico este trabajo para
desmentir con pruebas la supuesta verdad de aquella tesis.
Pero si este físico, en el congreso —lo cual nunca habría hecho—, hubiera levantado el dedo para
decir sin más: "Yo creo que eso es falso", o "Yo creo que eso es falso porque no me gusta", nadie lo
hubiera visto bien porque esas aserciones son inconcebibles desde el punto de vista científico.
Para mantener en posición correcta al foro, ya se comienza por una actitud educada en el
auditorio. Nadie puede negar nada, seriamente, sin fundamento, sin saber probarlo. Y, por supuesto,
nadie puede afirmar seriamente algo intentándolo demostrar con falacias y sofismas.
Con esas líneas maestras, tenéis que armar las respuestas para que sirvan de instrumento con el
objeto de enriquecer los temas y hallar la mejor forma o manera de construir el discurso forense. Cuando
vayáis a un auditorio, tenéis que llevar los temas preparados científicamente de tal forma que dominéis
todos los mecanismos, principios y claves que se dan en general, válidos para cualquier auditorio.
PRIMERA PARTE
El criterio de credibilidad
Capítulo Primero
1.1. Planteamiento
Más que definir la teología como ciencia, con sus diversas ramas, importa saber cómo se produjo
la teología históricamente hablando, antes de cualquier sistematización teológica, y cuál puede ser el
criterio de validez de este hecho teológico en nuestra vida contemporánea donde hay un rechazo, casi
general, del saber sobre Dios.
Tenemos que especificar, además, cuando hablamos de teología, a qué teología nos estamos
refiriendo: ¿a la teología dogmática, a la teología bíblica, a la teología moral? ¿A qué clase de teología
nos referimos? Ciertamente, todas estas teologías regionales poseen un denominador común: tener por
objeto a Dios. Ello supone que debemos estudiar este objeto bajo la razón de una metodología adecuada
y con unas fuentes determinadas. Pero esto no nos incumbe en estos momentos.
Lo primero que nos importa es saber cómo se produce la teología o el hecho teológico que
subyace a la misma. La pregunta es clara: "¿Cómo se produce la teología como hecho?".
Debemos tener, para ello, un criterio; esto es, una norma que nos permita mantener un juicio de
valor o de discernimiento correcto, con el objeto de poder tomar una decisión o una elección. Este
criterio debe ser, por tanto, válido, creíble.
¿Cuál es o en qué consiste este supuesto criterio, que denominamos "criterio de credibilidad"?
¿Dónde radica aquel criterio de credibilidad que autentifique la teología de modo semejante a como hace
el llamado "criterio de validez" en la autentificación de las ciencias experimentales? Tanto el criterio de
credibilidad como el de validez deben partir de la experiencia. Ahora bien, el criterio de validez se
verifica con la experimentación del objeto matematizable; sin embargo, el criterio de credibilidad no
puede incurrir en el mimetismo del método experimental; antes bien, debe verificarse mediante la
experienciación o vivencia, remontando el ámbito fenoménico y matematizable de las ciencias
experimentales. ¿Dónde podemos, pues, encontrar la validez del hecho teológico que debe fundamentar
una teología como sistema de exposición acerca de Dios?
Un católico podría responder, espontáneamente, que el criterio de credibilidad es, para él, el Sumo
Pontífice, y no le faltaría cierta razón: Cristo fundó la Iglesia y puso al frente de ella a su Vicario, Pedro y
sus Sucesores que habrían de perpetuarse, a través de los siglos, hasta hoy. El Papa y, en comunión con
él, el conjunto de todos los Obispos, tendrían la infalibilidad recibida por Cristo...
Pero esto no puede fundar el criterio de credibilidad. Hemos comenzado, sin mayor profundidad,
por algo que debe fundarse en la credibilidad. El supuesto criterio de credibilidad sería una conclusión de
las muchas que se podrían dar dentro de la pregunta fundamental: "¿Cómo se produjo la teología como
hecho?".
Pienso que, muchas veces, es bastante oscuro lo que se dice en teología —más bien diríamos en
filosofía— acerca del criterio de credibilidad. Son cosas tan abstractas, tan a posteriori, tan mezcladas,
tan complicadas, que al final muchos, estudiando estas cosas, terminan por no creer en nada.
En este sentido, para llegar a una conclusión —diríamos existencia!, vivencial—, hay que partir de
unos hechos relevantes, vitales, dignos de tenerse en cuenta. Debemos respetar después esos hechos y la
forma como éstos se dan en su origen, para que conserven verdaderamente toda su frescura.
1.2. La decadencia de las religiones
Al cabo del tiempo, y por el mismo deterioro del tiempo, los hechos históricos parecen
marchitarse, se fosilizan, pierden vitalidad, vivenciación. Es como si, mirando al futuro, se juzgara, por
ejemplo, al Instituto Id por mi fundado. Pasados 100, 200, 300 o 500 años —si es que sobrevive a todo
ese tiempo—, alguien podría tratar de comprender el origen, las fuentes de cómo surgió, y, entonces, se
establecen cursos de 3 y 4 años de preparación, en los que se estudian toda clase de normas dadas,
instrucciones, doctrina, tesis de Escuela, etc. Y, al final, habría algunos que posiblemente podrían decir:
"Pues no entiendo nada de esta Institución".
Los orígenes de una religión son vitales, frescos, poéticos, naturales; pero, pasado el tiempo, se
marchitan, y este agostamiento es el estado en que se encuentran hoy todas las religiones. Se han
quedado como anticuadas, viejas, demacradas. Necesitan la cirugía estética: un esteticismo de peluquería
o de instituto de belleza, para estirarse la piel, darse cremas, favorecer el riego celular, ponerse peluca. Se
están quedando, valga la imagen, como una especie de fósiles.
Hoy las religiones están atravesando un periodo de mimetismo con la ciencia, con las
mentalidades, con la sensibilidad del momento. Así, todas ellas se hacen sociales, medio políticas.
Tienden a vincularse con partidos políticos, con organizaciones. Se hacen democráticas. Quieren hacerse
de todo... ¡Y todo ello termina en cierta hipocresía!
La razón es clara: no pueden ser democráticas al estilo de la política. Hacen, es cierto, una serie de
cosas buenas. Pero todo es sencillamente, simple esteticismo: se han quedado viejas, llenas de grasa, de
elementos postizos.
Y, ¡claro!, cuando se dice: "Cristo...", se responde: "Sí..., pero Cristo...".
Enseguida aparecen las tesis de siempre: la Sagrada Escritura, las Escuelas, las fuentes de no sé
qué, la filosofía de no sé cuál... Al final, no se accede nunca a Él.
¡Imposible! ¡No se puede llegar así!
Capítulo Segundo
La necesidad del donum fidei
Quiero decir, en una palabra, que el criterio de credibilidad en Jesucristo es místico. Este criterio
místico consiste en una estructura bien sencilla que, como hemos visto, posee dos elementos:
a) El hecho histórico de un ser humano, Cristo, que afirma de sí mismo: "Yo soy Dios".
b) Para que sea creída esta afirmación, Él mismo debe infundir en nuestro espíritu un don divino,
gratia fidei, la gracia de la fe, consistente en una persuasión interior, sobrenatural, que tiene el
significado de esa misma afirmación.
Cristo afirma que es Dios y me infunde, para comprenderlo sobrenaturalmente, aquello mismo
que Él afirma de sí. Tengo aquí a Cristo: primero, como ser humano que me habla; segundo, actuando en
mí y colocándome en un estado místico inicial, suficiente, básico, fundamental, de carácter sobrenatural.
La religión de Cristo es, pues, sobrenatural; esto es, sobre la naturaleza. Por tanto, está sobre los
cánones racionales de la vida, que quedan, a su vez, definidos —y por consiguiente abiertos— por este
estado de sobrenaturaleza. No desaparece el carácter racional, sino que éste, abierto al donum fidei,
queda definido por el donum fidei.
Yo no puedo extraer ni realizar ninguna deducción, en manera alguna, de la divinidad de Cristo si
no me da la persuasión sobrenatural de esa divinidad suya. Sin este convencimiento sobrenatural de su
divinidad, yo no puedo creer en manera alguna, no puedo creer, verdaderamente, en todo lo demás que
pueda decir de sí mismo. Todo perdería su validez. Nada sería ya digno de ser aceptado, por muy
hermosas ideas, o por muy bellas palabras que Él me dijera acerca de la vida eterna o de la vida moral.
Aunque me hablara de las Personas Divinas, o de las personas angélicas, no tendría validez sin este
donum fidei.
La crisis de nuestro tiempo reside, exactamente, en este segundo punto: no se tiene la gracia, esa
gracia que es donación mística a una razón abierta, generosa. Esta gracia nos proporciona ese toque
místico en nuestro espíritu, que nos inclina a creer con fe admirable en la divinidad de Jesucristo.
Aquellos que están en posesión de ese don, el donum fidei, creen naturalmente en términos admirables, e
incluso proyectan la figura de Cristo, y todo el pensamiento de Cristo, y las palabras de Cristo, según
dilatados horizontes.
El criterio de credibilidad no son los argumentos de autoridad, como eso de afirmar: "Porque la
Iglesia lo ha dicho". La Iglesia es una conclusión de Cristo. Creó esa sociedad; luego es después que Él.
La Iglesia es para aquellos que crean, para aquellos que tengan la persuasión sobrenatural en esta
divinidad de Cristo. Entonces ya pueden decir: "La Iglesia me sirve de ayuda; la Iglesia es el medio de
salvación; la Iglesia es el lugar de la realización de la fe". Desde aquí, ya todo va adquiriendo su sentido,
el valor que realmente tiene.
¡Claro! ¡Como que es la institución establecida por Cristo! Si la Iglesia está brillante, si abundan
los santos, pues podrá ayudarnos más; y si no, pues no nos ayudará debidamente; incluso, por el mal
ejemplo de algunos, la Iglesia podría ser el blanco de crítica y desaprobación. El prestigio de la Iglesia
depende mucho del grado de educación, de ejemplo, de pureza de las personas bautizadas que la
constituyen formalmente. El donum fidei hace Iglesia.
El criterio de credibilidad en Cristo y, por tanto, en su Iglesia es místico. Criterio que consiste en
un don, en una gracia: la gratia fidei, la gracia de la fe, que El nos tiene que infundir en el espíritu para
que éste entre en persuasión sobrenatural y conciba que, efectivamente, Cristo es Dios.
Y este criterio nada tiene que ver con cualesquiera otras pruebas dialécticas, milagros o hechos
extraordinarios con los que Cristo me quisiera rodear. Ya no es necesario nada de esto. ¡Resucitó a
algunos, hizo milagros, curó enfermedades! Bien, bien... No tengo evidencia personal de que fuera así
exactamente.
Me dirán: "Pero las Sagradas Escrituras están inspiradas por Dios".
¡Es una conclusión! Eso viene después de Cristo, de la persuasión en la divinidad de Cristo. Eso
es un valor más, aunque importante, del donum fidei. Esto quiere decir que el don de la fe, este acto suyo
en mi espíritu, me llevará a interesarme por las Sagradas Escrituras, por estos libros sagrados, y entonces
podré llegar a discernir, seguramente —no fácilmente—, el verdadero ajuste histórico de una serie de
hechos o narraciones revelados en estos libros.
El criterio de credibilidad —reitero una vez más— del que todo lo demás que se diga son valores
de él, es místico. Este acto es el toque de Cristo como Dios, que infunde en mi espíritu la persuasión de
aquello mismo que afirma de sí: "Yo soy Dios. Ego sum Deus. Yo soy Dios".
Este es el principio de la fe. Es un hecho personal de Cristo y de la criatura, de cada criatura.
Cristo debe poner en mí la persuasión sobrenatural de esta afirmación.
Pero debo decir aún más.
Aunque sacáramos la conclusión de que El es Dios, nos resultaría del todo imposible extraer por
argumento deductivo, o por método racional alguno, que El es la segunda persona, y no la primera, o la
tercera, de la Santísima Trinidad. Él tiene que ir revelando la intimidad divina a una razón abierta y
definida por el donum fidei.
Está claro que Cristo nos tiene que dar la gracia del donum fidei; esto es, debe infundirme esa
afirmación suya de tal manera que me persuada por sí misma, sin necesidad de aditamento alguno, sin
tener que resucitar muertos, ni curar cánceres, ni probarme la cura de nueve leprosos, de diez, o de siete.
Todo es inútil. No es eso. Sin la persuasión del donum fidei, siempre le pediría una prueba más, una
prueba detrás de otra, según fuesen las exigencias que su afirmación causase en mi propio corazón.
El donum fidei no nos puede dejar en estado de simples observadores, ni tampoco debemos
contentarnos con asumir, culturalmente, en nuestro lenguaje la aceptación de Dios y repetir como
papagayos "Cristo es Dios". Después de la persuasión sobrenatural, viene todo lo demás. Estamos en
disposición de que adquiera sentido el discurso teológico. Este don de la fe, el donum fidei, está muy
lejos de reducirse exclusivamente a un valor semántico.
1.2. Progreso del donum fidei y su experienciación mística
El criterio de credibilidad tiene una extensionalidad, como un valor supremo, o a manera de valor
supremo.
¿Por qué valor supremo? ¿Adónde nos conduce el donum fidei?
Cristo me va a infundir la persuasión de que Él es Dios; me hace conocer, sobrenaturalmente,
aquello que Él afirma de sí mismo: "Yo soy Dios".
Por tanto, la cima, la cumbre, el término, la ratio finolis, no puede ser otra que la forma de llegar
a una unidad, maravillosamente consumada, llegar a un encuentro final, verdaderamente experiencial,
posesivo de Dios y yo. Y aquí ya sobra toda clase de dialécticas.
Si me infundes, Cristo, la persuasión de aquello que afirmas de Ti mismo, cual es que eres Dios,
es para que yo progrese en esa afirmación, o para que esa afirmación —ya místicamente experienciada y
sentida— vaya progresando hasta un estadio final. Esta meta es mi encuentro, no ya sólo contigo como
ser humano que tengo delante, sino con esa divinidad que dices de Ti, y que tiene que ser, naturalmente,
un encuentro inmediato, ya sin medium de ninguna clase.
Toda mi vida es, entonces, partir de tu vida humana, de tu condición de ser humano; y esto me
lleva a aquello más íntimo tuyo que es ese hecho trascendente a tu ser humano cual es tu divinidad. Y el
vínculo de este proceso es el donum fidei, el don místico por antonomasia. Un hecho místico, producido
en mí por Ti, que no necesito ni siquiera andar explicándomelo. Es a modo de axioma. Es la posesión de
una virtud, de una tendencia, con la cual adquiere sentido todo lo demás. Es un hecho íntimo, ontológico
y sicológico. Es una marca, me sellaste así. Es parecido, analógico, por ejemplo, a cuando llega la hora
de comer y siento hambre porque me has puesto la sensación del hambre para comer, o la sensación del
sueño para dormir, o el apetito de saber o de crear.
Es un hecho místico, una tendencia, una virtud. Yo lo llamo, en este momento, donum fidei.
Es una cualidad mística porque es ese estado en que quedo, gracias a aquella forma como Tú has
procedido conmigo, en virtud de lo cual yo digo que creo en aquello que Tú afirmas de Ti: que eres Dios.
No que eres un simple anunciador de religión; no que eres un simple profeta de religiones o de éticas,
sino que eres Dios, que eres mi Dios.
Ya tengo ahora la disposición para creer en todo lo que digas.
¿Qué ha ocurrido?
Una virtud salió de El. Hay algo en el tono que infunde una imponente seriedad. No es un hombre
cualquiera en su forma de ser, de comportarse. Hay un crédito en El. Aporta un no sé qué. Se da como un
deslumbramiento misterioso en mí. El decirse "Dios" es una afirmación demasiado grave. Además, ha
quedado muy fijada en mí, y yo me voy con El, aunque sólo sea para llegar a obtener la respuesta
racional. Pero para que no le vuelva a hacer la pregunta racional me hace algo admirable: me reduce el
típico egótico de mi razón.
Y he aquí que la fe se convierte en forma asumente de mi acto racional, y mi razón, asumida, ya
piensa bajo la forma de la fe. Es una razón potenciada, dinámica, creadora, en virtud del donum fidei.
Empiezo a elaborar argumentos, y construyo un argumento básico, que comporta una resolución:
ha habido un cambio en mí, y ese cambio es que adquiero un nuevo modo de ser. Este modo de ser
místico es participación, ciertamente, del modo de ser divino.
¿Cuál es la actitud de una razón que piensa, bajo la forma transida de la fe, en Él por ser Él?
Puede ser ésta: que no he dormido durante esa noche, pues me ha hecho una especie de operación
quirúrgica. Mi mente, mi entendimiento, ha cambiado y tiene una nueva forma de pensar. No es algo
sicológico, emocional, aunque se dé lo sicológico o emocional. Al día siguiente, voy rápido, porque no
he dormido, a la cafetería donde tenía la cita con Él. Además, le he llamado por teléfono para decirle que
tengo urgencia de verlo. He comenzado a compartir con Cristo su mismo modo de ser. Ya todo va
adquiriendo sentido auténtico: una nueva forma de ver la vida, el mundo, el hecho religioso y el
acontecer histórico. Se ha producido el fruto de una conversión que tiene en Cristo el axioma absoluto
que da sentido al pensar, y el fundamento absoluto que motiva el actuar.
SEGUNDA PARTE
Razón natural y don de la fe
Capítulo Primero
LA RAZÓN NATURAL Y EL COMPORTAMIENTO DE CRISTO
Hemos descrito una visión racional de Dios que aparece revestida con el signo de la impiedad, de
la crueldad, de la incomprensión.
¿No podríamos ver que el mundo fuera maravilloso, sublime, formidable, donde nadie sufriera
nada, donde todo marchara maravillosamente? Esta visión sería como una especie de artículo de lujo,
donde todo es tan extraordinario que ya, como cima de todo ello, se presenta El mismo en cuerpo y alma.
Entonces... ¡Claro que lo recibiríamos todos como a Dios! Podría afirmar que Él es Dios sin
ninguna dificultad de entenderlo. Comprenderíamos, inmediatamente, lo de la misericordia infinita, la
omnipotencia, la omnisciencia. Todos seríamos felices en este mundo, sin hambre, sin frío, sin
enfermedades ni muerte, sin nada de nada. ¡Sería el paraíso terrenal!
Todos lo tendríamos claro y le diríamos:
—No hace falta que me digas nada. ¿Tú eres Dios, al que estábamos esperando?
_¡Sí, sí. Yo soy Dios, el Verbo! Ahora, en fin, vengo a esta tierra para disfrutar un rato con
vosotros en esta vida. Me he dado también un cuerpo, tan bien articulado como el vuestro, tan bonito, sin
ninguna necesidad de nada... Pues vengo yo también a disfrutar de ese cuerpo que os di a vosotros: todo
fuerte, joven, sin enfermedades. También me lo he puesto yo, porque, al ver que estabais tan a gusto con
él, yo también me lo he puesto.
Todo sería formidable. ¡Reconoceríamos a Cristo inmediatamente! No tendría que defenderse de
nada. Cualquier prueba valdría.
—Bueno, en fin, convendría a lo mejor que nos dieras alguna prueba.
Y entonces Cristo, como en el circo con los niños un sábado por la tarde, nos haría un juego
malabar —si eso nos pudiera satisfacer— si nos conformáramos con eso. Sería la prueba por la que
aceptaríamos que Él es el Verbo encarnado.
—¡Perfecto, perfecto!
Le cogeríamos y le llevaríamos en manifestación por las calles. Iríamos todos beatíficos…
Primero, por la Puerta del Sol; luego, por la calle Mayor, por el Palacio de Oriente; subiríamos, después,
por la calle Bailén; tiraríamos, a continuación, por la calle San Francisco; iríamos, finalmente, al Museo
del Prado… Y todos exclamando, como si de Artemisa se tratara: “¡Oh! Oh! ¡Ha venido el Verbo
encarnado!”.
Lo llevaríamos a todos los sitios… a la fiesta de toros, al teatro, al estadio…, y tendría el primer
asiento en todo. Lo reconoceríamos maravillosamente. No tendríamos inconveniente alguno en negar o
afirmar tal cosa, pues seríamos todos tan beatíficos, estallamos todos tan bien, que…, ¡claro!, no habría
mal alguno, y, por tanto, no podríamos concebir que nos estuviera engañando. Entonces, diríamos: “¡No
puede ser; es imposible el mal”.
Y como el mal sería imposible, todo estaría tan bien, todo tan perfecto... que, entonces,
entenderíamos que lo hizo todo muy bien; que hizo el mejor de todos los mundos posibles, donde no cabe
la mentira, pues la mentira sería ya un mal. Ya, por principio, diríamos: "¡Eres Tú".
Le llevaríamos por la calle, y todos le acompañaríamos meciéndole, caminando
interminablemente, porque no nos cansaríamos nunca. Entonces, tomaríamos la carretera de Irún,
atravesaríamos los Pirineos, y, después, le iríamos enseñando los monumentos de la humanidad de
Bruselas, de Berlín... le llevaríamos por todo el mundo en procesión, y así nos pasaríamos la vida.
Claro... Eso ya no tiene objeción. No habría que buscar prueba alguna. Cualquier cosa que dijera,
por ejemplo: "Yo soy", sería aceptada. Todo estaría resuelto. La armonía entre la razón y la fe sería
perfecta.
3.3. Argumentar con la experiencia de la vida
Pero, señores, ¡es todo lo inverso! Ha ocurrido lo inverso, totalmente lo contrario. Nuestra
inteligencia, vuestra inteligencia, si no tenéis miedo a vuestra inteligencia —al fin y al cabo, si os sentís
piadosos, Dios hizo vuestra inteligencia—, tenéis que reconocer que el concepto racional de Dios,
extraído directamente de la vida misma, no arroja un balance a favor de Dios, sino opuesto a Él.
—¡A ver quién me puede desmentir esto! ¡A ver quién me va a justificar el mal de alguna forma!
Esto tiene un responsable.
Podría decir El:
—No. Yo no soy el que hago el mal, sino que es el diablo.
—Bueno... Pues... será el diablo..., pero Tú lo permites.
Cualquier acusación, o cualquier defensa de sí mismo sería rápidamente repelida.
Desde una inteligencia a la deriva, los argumentos racionales, vitales, existenciales, sociológicos
de la vida me dicen que Dios aparece cruel, inmisericorde, incompetente, incapaz y mítico.
Si hay algo que parece que no merece la pena hablar o tratar de plantear es, precisamente, el caso
de Dios. Se queda, para muchos, sin relevancia.
¿En qué ciencia metemos o meteríamos a Dios para argumentación racional? En ninguna. Ni es
lógico, ni es ilógico. Prejuicios e intereses de unos y de otros: de instituciones, de religiones... ¡Todo son
intereses! A un club de fútbol le interesará defender los colores de su equipo, y a una religión le
interesará defender los colores de su credo. Y, sobre todo, quienes viven en esa religión y la representan
la tienen que defender, y poner un Dios como sea, o un ídolo..., algo, y someter la razón humana para
forzar que pensemos a la manera como realmente no podemos pensar, sin forzar las cosas a un nivel
sustancial.
Revisad vuestra mente y haced el argumento. Sacad un argumento de la vida, no de ninguna
filosofía; de la vida misma, de lo que tenéis delante de vosotros, y decidme si, en verdad, hay un Dios que
se presenta, realmente, como misericordioso, piadoso, amoroso y, sobre todo, en grado infinito, porque se
trata de que Dios es infinito. Si Dios no fuera infinito, no merecería en absoluto la pena, pues nosotros
también somos finitos, y ya intentaríamos arreglarnos como pudiéramos.
Seguramente, en este campo de lo finito, muchos pensarían que le podríamos dar a Dios más
lecciones nosotros mismos.
—Te daríamos lecciones a Ti, que eres Dios, porque nosotros lloramos la injusticia, el hambre, las
calamidades, las desgracias.
Lloramos a nuestros muertos, a nuestros enfermos, a nuestros heridos, a nuestros viciosos, a
nuestros desgraciados, y nos lloramos unos a otros. Querríamos esto y querríamos lo otro, y somos
incapaces de procurarnos esto y lo otro...
—Y Tú ni siquiera, en la vida eterna, en ese Reino celeste en que Tú estás, podrías llorar nunca.
Te damos lecciones, incluso de piedad, porque los seres humanos por lo menos lloramos nuestra común
desgracia.
[(p → q) ^ p] → q
Capítulo Segundo
LA RAZÓN VIVENCIAL E IMPLICACIONES DEL DONUM FIDEI
a) Ser ateo
Rechazar a Dios y hacerlo hasta por vía afectiva, pues no se siente ningún afecto por Él. No se ve
cómo puede entenderse aquello de amar a Dios.
—No puedo amar, no puedo sentir afecto por un ser que a mi mente y a mi corazón se me
representa cruel o, por lo menos, inhibicionista e introvertido en su gloria.
Pero decir: "No creo en Dios". ¡No...! Tampoco es lógico, porque se está dando en la fórmula,... se
está dando. Está ahí presente, y está en la voz humana, en el fondo de la existencia humana, como una
voz que se denuncia a sí misma,... está ahí un Alguien. Está en la percepción misma de mi ser personal.
Hay que ir más allá de la percepción racional de la existencia de Dios.
Tampoco podemos quedarnos en la no percepción racional de la existencia de Dios. El ser ateo es
muy fácil, porque tampoco explica el ateísmo el peso inmenso del dolor humano. Decir que todo es
materia, que todo se reduce a un proceso y emerger de la materia... No. ¡Demasiado inteligente la
materia!... ¡Demasiado inteligente! ¿Qué virtudes son esas que tiene la materia para provocar un dolor
organizado? Demasiada inteligencia la de la materia. El ateísmo es, en este sentido, una claudicación, una
inmersión de una razón que se ha reducido a sí misma, y arbitrariamente, a materia. ¡Qué tristeza la del
ateísmo, que se ha construido un mundo de oscuridades donde se adora arbitrariamente la materia! El
ateísmo es un intento anómalo de evasión de la realidad de la existencia humana.
b) Ser creyente
Hay quienes no han sufrido nunca; son aquellos a los que apenas les pasa nada, y no dan mayor
importancia a las tragedias; incluso tienen como un especial empeño en tratar de defender como pueden a
Dios. Es, como si dijéramos, intentar hacer una defensa de clase, una especie de defensa burguesa.
—Como yo lo paso bien, o no lo paso mal del todo, no veo tanta tragedia; como a mí no me ha
ocurrido nada, y, en fin, tampoco encuentro respuesta para poder replicar a su objeción... simplemente no
me planteo la no existencia de Dios.
Es la otra alternativa dentro del campo de la razón.
¿Se puede decir, entonces, que Dios es cruel desde este ámbito?
Eso es lo que vemos. Eso es lo que entendemos; no lo que quisiéramos entender. No queremos
entender que Dios pueda ser cruel, nos resistimos a ello.
Hay que distinguir entre lo que entendemos y lo que quisiéramos entender, y estos dos supuestos
nunca coinciden, porque entendemos hasta cierta medida, pero todos quisiéramos entender que las cosas
fueran maravillosas. Entendemos según unos límites, pero quisiéramos entender sin límite alguno. Todos
quisiéramos ser listísimos y tener, además, la suerte de ser muy bien acreditados ante los demás grupos
humanos. Esto es inteligible; esto se entiende. Forzar esta forma tan clara y sensible de entender las
cosas, desde el punto de vista racional, lo encuentro perfectamente inútil, y es tan inútil que,
efectivamente, la humanidad en general no se mueve de este estado racional en que se encuentra cuando
se plantea ponerse en movimiento para pensar teológicamente acerca de Dios.
—Vamos a ver don Fulanito, doña Menganita, muchacho, niño, conviene que practiquemos la
interioridad. Pongámonos todos en situación de interioridad, entrar dentro de nosotros mismos para
reflexionar sobre las postrimerías de la existencia humana.
Esto es inútil, diría cualquier predicador, cualquier conferencista, cualquier apologista. Es de
dialéctica barata tratar de convencer a todos de que, efectivamente, Dios existe, y que el argumento es
evidentísimo. Pero hay que percatarse de que no es tan grave no llegar a tener una persuasión acerca de la
existencia de Dios, sino, en cierto sentido, llegar a tenerla. Porque, mientras se duda, todavía no se le
ahorca, no se le crucifica, no se le ataca; pero, cuando se llega a la persuasión racional, es otra cosa muy
distinta. No nos deja indiferentes. Tengo que afrontar el hecho.
Yo, incluso, me plantearía no ya este campo perfectamente inteligible de la opción atea o deísta;
es decir, que la humanidad reaccione de la manera que hemos dicho según sus formas culturales o su
grado de su cultura, la magnitud de su ignorancia, el salvajismo de su vida; en fin, según todo este
complejo sicológico en que la humanidad se mueve. Observo que, abandonado este campo, y fijándome
en el porvenir religioso de la Iglesia de la manera que puedo entender y lo que entiendo, hay unos hechos
que arrojan una lectura para que podamos acometer y proyectar el futuro.
Estas actitudes racionales del ateo y del deísta no son objeto de fe. La fe nos da la persuasión de
que, según estas consideraciones, tenemos que creer lo contrario de lo que se nos presenta a la razón,
según estamos viendo. Tenemos que creer que Dios es infinitamente misericordioso, que es exactamente
lo contrario, o está en contradicción con nuestro dato de razón: el sufrimiento humano. Y el motivo de
que sea contrario a la razón no son las ciencias, ni la Cultura, ni el arte, sino que el motivo único es
porque el argumento de la vida es el dolor humano. Digo "dolor" al conjunto de todos los males habidos
y por haber, sean morales o físicos. Como ya he dicho, los males que se quieran: desde el menor y más
simple hasta el más grave y trágico.
1.2. El sentido racional de la Providencia Divina
Se pueden hacer unas evaluaciones racionales, sin entrar en que todo puede ser de otra manera,
que Dios puede hacer un milagro, que a Dios todo le es posible y para nosotros todo nos es imposible.
Voy a fijarme precisamente en que a Dios le es posible y a mí imposible, y acometo la tarea sin
saber cómo se ha producido, cómo ha venido, cómo se ha ocasionado.
Me voy a proponer defender su gloria, voy a comunicar su mensaje, esos altísimos ideales que
Jesús de Nazaret —como podría ser, por ejemplo, Pepe Pérez— comunicó a un grupo de íntimos, mejor
o peor preparados. Y lo hizo mostrando ciertas exhibiciones taumatúrgicas con ellos para que dejaran
constancia, con más o menos claridad, de este mensaje o revelación que trajo a la humanidad.
Y yo, pasados tantos siglos, me lanzo a una acometida. Y tengo que decir que son tales las
dificultades, que es tal la magnitud del esfuerzo y tan escaso el fruto con criterio racional, que es algo tan
fuera de lugar que tendría que contar con su concurso divino. Pero...
—¿Dónde está tu concurso? ¿A qué nivel tiene que darse tu concurso?
No hay siglos suficientes; es decir, me encuentro insatisfecho; tengo una insatisfacción
fundamental en la vida. Aplico, entonces, el argumento:
—A mí me es imposible, pero Tú has dicho que a Ti te es posible. Pero es que no veo dónde están
los frutos de esa posibilidad de tu obrar, de forma tal, que se ve por las dos líneas: o la del sufrimiento
humano, por la cual yo no veo dónde está tu infinita misericordia, y no me siento motivado
racionalmente en orden a promover tus ideales; o la de tu infinita taumaturgia, que tampoco la veo
racionalmente. Lo que veo es precisamente la abundancia en orden al mal, y la escasez en orden al bien.
Y lo englobo todo. De lo primero, se sigue la protesta humana; de lo segundo, llegar a pensar intelectual-
mente que esto no merece la pena: que tu empresa, tus ideales, la verificación de tus ideales, en este
mundo, no merecen la pena.
No hay Providencia suficiente, no hay medida suficiente, en orden a la razón, para acometer con
un sentido de empresa tu mensaje, y, en un momento dado, dar un giro generosísimo a las cosas: tantas
almas que no tendrían que figurar- y tantísimas otras que son las que precisamente tendrían que figurar.
¡Son tantos los que mueren sin fe, tantos los que han muerto sin haber vivido! Éstas son las dos
actitudes sicológicas que figuran, diríamos, en el catálogo de las actitudes humanas del mundo en que os
movéis, y algo de esto también está marcado en vuestro propio corazón.
Así, el ser humano pierde aliento, y esta pérdida de aliento, esta falta de energía, este no
desarrollar toda la potencia energética de su carácter, de su espíritu, de su ánimo, se ve palpablemente en
el contexto general de la vida humana y en el contexto particular de aquellos que, incluso, sin entrar
ahora en la dinámica del donum fidei, lo aceptan.
Pero, además, estas dos vías, diríamos así, contestatarias, que están ahí, en el fondo del corazón de
todo ser humano, más o menos dormidas según la situación en que se encuentre, prestas a despertarse,
comportan como una síntesis. Cada ser humano se encuentra en este contexto para construir su vida, y
esta construcción tiene una cúpula: la brevedad de la vida humana; es decir, de mi vida, de tu vida, no ya
de "la vida", sino de la mía, de la tuya en concreto.
¿Qué me importan a mí las generaciones que pasaron? ¿Qué me interesan a mí las generaciones
que vendrán? Incluso tampoco me puede interesar demasiado la generación presente, porque es tan breve
mi vida que apenas merece la pena mover un dedo para que una generación o una partecita de esa
generación cambie en algo. ¡Es tan breve la vida que no da tiempo prácticamente a nada!
Si, por ejemplo, la huella de un acontecimiento fuese más profunda y produjera unos efectos
espectaculares en un momento dado de la historia, y quedara narrado en los libros de historia religiosa o
sagrada, sería una lectura de un recuerdo o de una huella prácticamente arqueológica.
¿Vais por esos mundos de Dios? Mirad los monumentos, las ruinas que quedaron de lo que
hicieron las generaciones que vivieron en ellos después de construirlos, demolerlos y volverlos a
construir. Veis, a su vez, las ruinas humanas. La misma brevedad de la vida también nos corta el aliento
para hacer demasiado drama de estas contestaciones —diríamos— a ese argumento especulativo que
parece que hemos conquistado sobre la existencia de Dios: un Dios que, dialécticamente, tiene que ser
infinitamente misericordioso, infinitamente poderoso, infinitamente bueno, infinitamente prometedor,
infinitamente todo, pero que aquí no vemos nada de eso.
3. El donum fidei
Yo digo de mí, por ejemplo: ¿cuál es la alternativa? Desaté la alternativa hace muchísimo tiempo,
hace muchísimos años —ya ni me acuerdo—. Han pasado muchos años, casi medio siglo. Bueno, pues...
yo me lo formulo así:
¡Por fin, no entiendo nada por mí mismo, y por ello mi fe en Ti es total! Porque, si entendiera
algo, en eso ya no podría tener fe, pues ya entendería. Objeto visto. ¡Por fin, al fin..., no entiendo nada!
Resuelta la cuestión. Ya no me volveré a preocupar, desde este momento, tratando de entender algo por
mí mismo. ¡Nada! Y te otorgo, con esta clausura total de mi entendimiento, o razón en orden a Ti, una fe
total. A pesar de que el signo de mi razón arroja un juicio pésimo de Ti, yo te otorgo a cambio un
reconocimiento completo de Ti. ¡Creo en Ti! Y, como el campo de mi entendimiento queda
completamente barrido, porque yo no quiero saber algo de Ti, sino todo; y como esto ya no es posible, es
imposible, entonces renuncio a todo para quedarme en nada; y ese todo, que es el apetito de mi razón, lo
paso, entonces, como magnitud de mi fe, y creo todo de Ti. Todo el bien de Ti. En una palabra: "creo
absolutamente en Ti".
Y, desde este campo, elaboraré ahora argumentos de fe, que no pueden ser el fruto de mi razón.
Pero, no sin mi razón, armo los argumentos. Pero ya no son argumentos de razón: no proceden de mi
razón, no pueden salir de mi razón en absoluto. Es decir, he clausurado mi razón. Se acabó. En huelga
indefinida. En una palabra, no me interesa la razón; no me sirve, porque yo tengo que salir de la
contradicción. Yo no he nacido para vivir en un estado de contradicción permanente. Me escapo de mi
propia razón para que sea mi fe la que, definiendo formalmente a la razón, dé sentido a todas las cosas.
Entonces hay ya otro nuevo elemento. Se descubre un nuevo elemento místico. El pensamiento
místico no es de razón, si bien no es sin la razón; no pertenece a la razón, no brota de la razón. Y si es
posible que nos salgamos de la razón, tenemos una potencia superior a la propia razón. Quiere decirse
que yo no soy mi razón; soy mucho más que mi razón. Es como decir:
—Yo no soy mi estómago, o yo no soy mi mano derecha, o yo no soy mi ojo. Ni siquiera soy mi
fe porque es un donum que me lleva a "algo+" que, trascendentalmente, me define. Soy mucho más que
mi propia fe, soy más que todo lo que pueda decir de mí; soy más que todo eso.
Hemos visto que, racionalmente, ni Cristo ni su afirmación en su divinidad, tienen demasiado
porvenir en esta vida, y, desde luego, está probado, está demostrado que no tiene porvenir. Hay una duda
crónica, una censura crónica, y un estado crónico de duda, de censura y de queja respecto de este
supuesto del Dios existente.
No sé si hay muchos hombres con una creencia total en algo. Tengo la impresión de que es una
apreciación común el hecho de que no haya personas con una creencia total. Pienso que no hay nadie que
tenga este tipo de creencia. ¿En algo? En algo durante una temporada se dan muchas gentes, para pasar
de un objeto a otro. Cambian de creencia o de objeto de creencia como cambian de camisa o, como se
suele decir en castellano, cambian de chaqueta.
Termino esta exposición con aquello que yo dije un día a mi razón:
—Adiós avecilla mía, adiós, me despido de ti. ¡Oh mi amada razón! Me despido para siempre!
Voy a horizontes mejores y con facultades nuevas, con alas nuevas. Adiós, ¡oh santa razón de la vida! Te
jubilé hoy para siempre. Duerme en tu mundo y duerme para siempre.
Yo os diría a vosotros:
—El día que vuestra razón también duerma el sueño de los justos, y, cantándole nanas, se suma en
un sueño, en su dormición para siempre, entonces diré: "¡Seres humanos, adorables criaturas, volaréis por
horizontes cuyos bienes no podéis entender nunca con la razón!".
Los bienes divinos se deterioran, quedan bastante deformados con el instrumento de la humana
razón cerrada en sí misma, egotizada. Porque, por un misterio, trataremos de inquirir en este misterio,
pues la fe y la razón aparecen como dos brazos, como los dos brazos de la cruz, cruzados y en dirección
contraria; son opuestos entre sí en el campo de los hechos, en el campo de la historia, y toda filosofía
especulativa acerca de su armonía no es verdad, porque la experiencia dice que eso no es verdad, no es
que es una utopía, es que no es verdad. Tenemos que dejar que el donum fidei eleve y transforme nuestra
razón que, por sí misma, no puede "videnciar" lo celeste.
En definitiva, podemos sumergir en la región de los sueños, de la dormición, a esta pobre infantil
razón, porque somos mucho más que razón. Educarnos en eso que es más que nuestra pobre razón, es la
vía ciertamente propia del espíritu humano. Y, claro, para alcanzar este sentido de la educación, es la
segunda lección, la otra lección, la lección del donum fidei, su estructura, contenido, magnitud, finalidad
y fruto.
4. Contenido del donum fidei
¿Cuál es el contenido último del donum fidei? ¿Adónde me conduce? ¿Cuál es la ambición, la
acometividad, la razón última, su fecundidad última, el significado más elevado del donum fidei? Se ha
hablado mucho del donum fidei, del don de la fe. Pero, ¿qué es realmente este don?
No estoy hablando del depositum fidei, de la Escritura y de la Tradición, cuyo intérprete auténtico
es el Magisterio, sino del donum fidei, del don de la fe, de la fe como virtud teologal, una fe que es
inseparable de la esperanza y de la caridad; es más, la caridad —o amor elevado al orden santificante—
es la síntesis de la fe y de la esperanza. La fe, por tanto, adquiere todo su sentido desde el amor o caridad.
Teniendo en cuenta esto, la esencia del donum fidei está, sobre todo, en una palabra que yo he
utilizado, y, aunque no es usual, puede reconocerse su significado fácilmente. Es un significado sencillo,
pero conviene expresar visualmente realidades no expuestas.
Esta palabra es la "transverberatio", la "transverberación", término clave significativo del amor
sobrenatural. Históricamente esta voz quedó incorporada a la Teología Mística de Santa Teresa de Jesús.
Parece ser que no fue ella quien utilizó o asoció este término para expresar la experiencia extraordinaria
que tuvo cuando un ángel le clavó un dardo de oro en el corazón experimentando con este hecho místico
un cambio, una transformación, que la puso en un estadio altísimo del amor divino. La palabra corazón,
aquí, es un término sensible. Esta experiencia encierra el sentido de un toque del amor de Dios, del
Espíritu Santo, en el espíritu de la Santa. He elevado el nivel simbólico o fenomenológico de la palabra
"transverberación" a un nivel ontológico. Este vocablo, que viene del verbo
"transverberar", significa perforar, abrir un agujero, traspasar de parte a parte. Su significado o contenido
ontológico, que afecta al ser o existir de la persona, lo he comparado con un berbiquí que penetra en un
muro con la broca, hace un agujero, se mete una escarpia y se coloca un cuadro. Tenemos, de este modo,
lo siguiente: primero, el instrumento que perfora; segundo, la superficie perforada; tercero, la espiral que
deja el berbiquí, que es por donde va a entrar después la escarpia o tornillo.
Si trasladamos estos términos de la comparación a su acepción ontológica o mística, vemos que el
instrumento es la actuación ad extra de Dios que, penetrando en el existir del ente (espíritu) que Él
mismo crea, lo troquela y le pone la escarpia; esto es, le infunde el gene ontológico o místico por el que
nuestro espíritu queda genéticamente estructurado, conformado a imagen y semejanza de Dios. Le llenó
la oquedad con ese gene infundido, don que constituye la mística riqueza del espíritu creado y que,
procediendo de Dios, forma la esencia y la sustancia del ente espiritual. En virtud del gene ontológico,
que se da con la creación del espíritu, queda éste en estado de ser místico, con su acto de ser, forma de ser
y razón de ser; de este modo, la persona humana, con su gene ontológico, queda constitutivamente unida
al Absoluto, pudiendo comportarse y realizarse, genéticamente, a su imagen y semejanza. La apertura de
la persona al Absoluto, su sed de infinito, de inmortalidad, de verdad, de bien, de perfección, etc., lo es en
virtud del gene ontológico o místico que recibe del Absoluto constitutivamente en heredad. Entonces la
transverberación no es un puro fenómeno. Ha penetrado en el espíritu místicamente lo divino de tal modo
que quedamos definidos por la divina presencia constitutiva del Absoluto en nuestro espíritu libremente
por Él creado.
Por tanto, hay una compenetración "de" "en" "para". Ahora sería explicar las propiedades y
características de esta compenetración, al igual que decimos de las personas que se compenetran en el
_
campo de sus sentimientos, de sus ideas, de sus gustos o de sus aficiones. ¿Hasta dónde podemos llevar el
significado de esta compenetratio ?
La "transverberación" es una comunicación de esencias entre sí, donde, efectivamente, unas
esencias compenetrándose con otras comportan, en su resultado, la metáfora "tener un sólo corazón", que
es como poseer una misma esencia todos, compenetrándonos la ratio essendi última. Quiero decir con
ello que Dios penetra en nuestro ente infundiéndole, místicamente, la ratio essendi para que nuestro
espíritu quede compenetrado con la divina ratio essendi. Nuestro espíritu actúa con esa ratio essendi y no
puede actuar de otra forma si quiere realizarse a imagen y semejanza de la transverberación de las
Personas Divinas; sólo así podemos encontrar la plenitud de ser personas entre personas.
Nuestra esencia es, a nivel deificans o general, ese acto "compenetrativo", lleno de ratio essendi.
Este acto compenetrativo es una transverberatio constitutiva, dada a todo ser humano desde el momento
mismo de su concepción; es acto de ser de nuestro espíritu creado que nos hace personas. Esta
transverberatio constitutiva no es salvífica; es sólo gracia dispositiva para la transverberatio santificante
o cristológica. Con esta transverberación santificante nos compenetramos con Dios el don infuso de la
santitas, la santidad, que nos es infundida por El mismo. Nos compenetramos con El este gene místico,
que ha sido transformado por el bautismo en santificante gracia salvífica, cuyo resultado es un mundo
inacabable de místicos deseos.
—Te deseo...
Éste es un deseo en que consiste la movilización íntima de la propia razón de ser, de mi propio
ser.
—Mi deseo es lo que yo trato de transverberarte, comunicarte, compenetrarme contigo, hacerlo
tuyo y tú hacerlo mío..., porque ésta es mi ratio essendi.
Es este "más" superactivo, que está en el mundo de los deseos, de las aspiraciones íntimas, que
podemos después concretar, siempre insatisfactoriamente, bajo cualesquiera razones de esta vida.
He aquí ese joven que estudia bachillerato y desea terminarlo, y después que termina, desea ser
químico o matemático, y después cuando ya es matemático, desea otra cosa... Siempre nos pasamos
deseando en este mundo, como dice San Agustín: Cor nostrum inquietum est. Hasta la oración misma se
convierte en un deseo, ese deseo que no se identifica con ningún objeto porque es un deseo que sólo
puede quedar satisfecho hasta que se posea completamente a Dios. Cuando se alcanza un objeto, se
pierde el deseo de ese objeto porque ya es una cosa alcanzada e, incluso, desgastada. Sin embargo, el
místico deseo, que es abierto y no queda satisfecho con nada, es una constante que acompaña siempre al
ser humano en esta vida.
La transverberado, supuesta la revelación de Cristo, se refiere a ese sobrenatural llamado "gracia
santificante", que vengo a denominar el "transverberans", nivel transverberans —elevación cristológica
del nivel deificans o constitutivo—, porque se penetra y se compenetra, sub ratione Christi, con nuestra
propia ratio essendi, y que, ciertamente, no es otra cosa que el don divino de la gracia santificante.
La mística procesión, procedemos místicamente de Dios, es el acto ad extra del proceder de las
Personas Divinas en la persona bautizada y cuyo sujeto atributivo es el Espíritu Santo. Así podemos decir
que el acto sobrenatural del Espíritu Santo nos atrae hacia sí y, atrayéndonos hacia sí, nos atrae con
aquella misma virtud con que Él se atrae al Padre y al Hijo. Nos atrae —digo— al Padre y al Hijo hacia
nosotros, y nos lleva a nosotros al Padre y al Hijo. El Espíritu Santo es el que nos atrae al Padre y al Hijo
en virtud de ese acto, en virtud de ese acto propio, inhabitante en nosotros, transverberante. La
inhabitación es transverberativa. De este modo, nuestro espíritu lleva potencialmente toda la virtud
divina, que decimos donum fidei, que ya con el bautismo nos es infundido y nos da la potencia.
El donum fidei es la potencia, esa capacidad in se que tenemos, aunque no hagamos nada, ni
sepamos usarla, ni manejar sus energías. Es como si me regalaran a mí un pantano. Tendría que decir:
—¿Y qué hago yo con este pantano? ¡Como no sea nadar todos los domingos en él, o atravesarlo
con una barca! ¿Qué hago yo con esto?
Me dirían:
—Mire, ese pantano tiene tanta potencia para crear energía eléctrica; con él podría Vd. dar luz
eléctrica, exagerando un poco, a media España o a media Francia.
—Pero, ¿cómo? Yo no sé hacer eso. ¿Qué puedo hacer yo con el pantano? Esto es demasiado para
mí.
Hay una potencia. Es comparable también con una finca inmensa que recibo y que tardaría días en
recorrer montado a caballo, parecida a esos ranchos americanos que podrían producir toda clase de
cosechas y criar miles de cabezas de ganado...
—¡Pero no sé qué hacer con ese campo! Necesitaría incluso cientos de personas para la recta y
completa explotación de ese campo que me han dado como regalo.
El donum fidei es una potencia que tenemos, pero que no sabemos manejar; ni siquiera podemos
hacerlo.
De aquí que los teólogos, mentes agudísimas cuando son asistentes y fieles al ejercicio de la
Cátedra, y los Santos Padres y Doctores, y los Sumos Pontífices, que han pasado a través del tiempo..., se
entusiasman porque, de pronto, encuentran una palabra realmente exacta, inspirada, pero que no sabemos
lo que significa en su conjunto; puede ser una palabra o expresión que queda ambigua, vaga, pero que se
etiqueta y parece ser que, cuando se pronuncia, todos la damos por sabida, aunque no se entienda
completamente. Sucede esto, por ejemplo, con la expresión "gracia actual".
Se hacen toda clase de esquemas sobre la "gracia actual", surgen una serie de problemas, y
empiezan a discutir y a dividirse los teólogos en diversas escuelas con el objeto de dilucidar las
relaciones, posibilidades, divisiones, etc., de la gracia actual con la libertad y la gracia santificante. En
realidad, la gracia actual es el acto sobrenatural del espíritu Santo, que es anterior, praeveniens o
antecedens, o posterior, subsequens, o concomitante, concomitans, a esa potentia essendi que decimos el
transverberans, que, como hemos afirmado, es esa energía, esa potencia que nos es dada para la
compenetración con la divinidad, y que requiere, naturalmente, nuevas actualizaciones por medio de las
gracias actuales.
Diríamos, en términos aristotélicos, que tenemos que poner la potencia en acto; lo cual supone
montar todo ese complejo hidroeléctrico para que ese enorme pantano que me han regalado comience a
producir luz a la media España que me he referido. Sin entrar ahora en mayores puntualizaciones sobre
los esquemas sapientísimos de la gracia actual, diremos que ésta no es otra cosa que esa intervención ad
extra del Espíritu Santo que va actualizando con nosotros ese transverberans que, como potencial, ya
puso infundido en nuestro espíritu.
Para que el Espíritu Santo lo ponga en actividad, requiere una disposición, unas condiciones del
individuo, y que, a su vez, va promoviendo El en un contexto general implícito en esta palabra de Cristo:
"¡Sígueme!". Es cuando el Espíritu Santo nos pone en actuación, en actualidad, esa energía, esa potencia
en kilovatios o en caballos de vapor, como comparativo de la gracia santificante y la gracia actual.
La gracia santificante es el transververans, y la gracia actual son sus actualizaciones. Estas gracias
podemos compararlas al hecho de tener estómago y al acto de digerir. Si me da el Señor un estómago
fabuloso, entonces magnífico, pues será capaz de apetecer cualquier cosa; pero resulta que no tengo el
alimento. ¿Qué puedo hacer con el estómago si no tengo alimento? Tengo un estómago, tengo la gracia
santificante, pero resulta que sin la gracia actual, que es el alimento, no puede cumplir su función. No
puedo alimentarme tampoco con una judía al día, pues el estómago se me quedaría raquítico y, al final,
me quedo consumido.
Necesito, ciertamente, alimento, nutrición. Esa es la gracia actual que, nutritiva de la gracia
santificante, pone en acto ese gene mío, también infuso, para progresar en aquello que es la ratio essendi
del donum fidei, del contenido del donum fidei, que es la transverberación, y llevarla a su consumación.
Esta consumación es llamada por mí "unión transverberativa", y denominada por Santa Teresa
"matrimonio espiritual" o "matrimonio místico". Este matrimonio es la razón más elevada de la
existencia del ser humano.
Esta "unión transverberativa" es denominada asimismo "desposorio místico" o "matrimonio
espiritual" por Santa Teresa, que es vincularnos con Dios nuestra propia ratio essendi, nuestra razón de
ser. Esa razón de ser que le define a Él como Dios, y esa razón de ser que me define a mí como creado
por Él. Razón de ser mía que halla su definiens en Él. Para progresar en la ratio essendi del donum fidei
debemos tener en cuenta el contexto penitencial. Iremos avanzando en ella en virtud de unas condiciones
éticas, ascéticas, humanas, que Él ha establecido y que constituyen una necesidad objetiva. Todo ello da
lugar a la especialidad de la santidad o de la perfección de la caridad o del amor: este amor de deseo, o
este deseo de amarle a Él. Es una especialidad de la "bondad" como atributo del ser.
Así va avanzando el asceta, ese que estaba en el auditorio que le dice a Cristo:
—Yo te sigo, aunque no sé adónde, pero de alguna forma yo siento entreabierto en mí el porqué,
el para qué y el cómo. Percibo el contenido último y el significado último. Yo te sigo incluso por que veo
que con tu palabra me contagias, me elevas los sentimientos de mi alma. Yo te sigo porque veo en Ti que
eres un gran hombre, eres un líder. Yo te sigo, me lo juego todo y pongo la interpretación de mi destino
en tus manos para acompañarte a donde sea. No sé cómo acabaremos los dos.
Sabemos exactamente cómo acaba aquel que sigue a Cristo porque Él lo comunica. ¿Cómo acabó
Él? ¿Cómo van a acabar los dos?
Pepito o Juanito, ¿sabes cómo vas a acabar conmigo? Vamos a acabar los dos en la cárcel. O si
estamos en el siglo I, en la época de Heredes, de Pilatos, ¿dónde vamos a acabar? Piensa, Juanito,
¿adónde vamos a acabar? ¡En la cruz! Mira, en aquel montículo que está en aquel Calvario..., que es el
recurso que Yo he aprovechado para la redención.
Capítulo Tercero
Está la otra función, la otra ley: la ley de la "transcendencia". La ley de la transcendencia es esa
función de la cual, como de la anterior, tenemos una experiencia cabal. Es como un salir fuera de
nosotros mismos, porque sentimos una insatisfacción acerca de todo. No siento nunca mi conciencia
perfectamente calmada, ni mi corazón perfectamente quieto, ni mis aspiraciones perfectamente serenas.
Siempre estoy en una cierta tensión —por muy suave que sea y por muy perdida que parezca— que me
lleva hacia fuera, hacia la conquista de otros mundos distintos del mío. Y esto hasta el extremo de que me
propongo dar hasta mi propia existencia porque veo que merece la pena que yo sacrifique la vida por ese
valor que voy a procurarme, siquiera sea el morir por un gran ideal.
El transverberans tiene una característica fundamental y lógica, lógica dialécticamente hablando.
Tenemos un concepto existencial de nuestra propia esencia, un concepto vital de nuestro ser, pues somos
vidas y no podemos ser disecados por metafísicos, ni por esos catedráticos que hacen autopsias de
nuestros cuerpos.
Existe en nosotros, por tanto, un doble movimiento inverso: la reducción progresiva de la
reflexividad o inmanencia y la potenciación progresiva de la transcendencia.
La reflexividad es por una parte negativa y por otra positiva:
— negativa, la reducción de nuestra inmanencia, porque quedamos reducidos; y
— positiva, porque hay una intervención sobrenatural, en el nivel sobrenatural.
La transcendentalidad tiene también dos aspectos. Por una parte, salimos fuera, pero no podemos
hacerlo de cualquier manera, sino con sentido de perfección, sobrenaturalmente, hacia Dios. Es la otra
ley, la ley de la perfectibilidad, que hace la síntesis de la ley de la inmanencia y de la ley de la
transcendencia.
Veo entonces que, según voy avanzando en esa transverberancia, cada vez me voy alejando más
de mí mismo, y cada vez el objeto final me resulta más íntimo y más explícito. Se me empieza a
explicitar, lo que diré con palabras más o menos poéticas, Dios en el corazón. La percepción divina se me
empieza a explicitar. Ya no es la fe un simple acto de creer porque alguien me lo haya dicho; ni siquiera
porque Cristo, en aquella conferencia que Él dio, me lo dijera, sino porque ya tengo la percepción
espiritual de ese objeto final, que es Dios.
A esto lo llamo explicitación de la percepción divina. No puedo decir ya solamente que tengo una
creencia de tipo dialéctico, porque me lo han dicho. O creo porque mis abuelos eran muy piadosos. O
porque vivo en un país católico, lo cual es mucho decir. O porque asistí a unos ejercicios y, entonces...,
no sé, me queda a mí una duda...
Hay ya una percepción interna, un estado de ser. La "ratio essendi" está pasando a un "estado
essendi", porque la "ratio essendi" la razón de ser de Dios ya se me está dando, se me está explicitando, y
entra en la estructura misma, en el contenido mismo de mi ser; por tanto, es un estado de ser.
Ya está dicho entonces en el contexto: esa transcendentalidad mía, esa "marcha hacia", ese salir
fuera de mí, está avanzando por el camino de la explicitación de la divinidad en mí. Su término final en
este mundo ya es la reducción del específico a su radical. Me refiero ahora a un específico que es este
"yoísmo", esta referencia respecto de mí, que se reduce a su radical. La reducción a su radical de la
formalidad del yo, yoísmo, es apertura del yo a la transcendencia: "Yo ya no soy yo, soy yo y mucho más
que yo".
Hay alguien en mí que forma parte de mi ente, de mi vida, de mi ser. Es una sobrenaturaleza, es
una "sobreensoñación', es una superpercepción que me resulta inefable cuando tengo que explicarla con
términos que he de estar extrayendo de cualquier diccionario, de ese lenguaje común, más o menos
especializado de la vida.
El específico que aquí se reduce ciertamente a su radical es este punto del yo que es el "yo del yo"
para expresarlo de alguna manera, porque yo ya no encuentro palabras. Es decir, ese "yo de mí", ese "yo
en mí", ese mí de mí", ese entrar en mí, ese "yo de yo". Entró un término distinto; algo queda de mi yo,
de este decirme yo, "yo soy yo", pero un yo reducido a su radical: un yo débil, como un hilo finísimo e
impalpable, que necesita ser potenciado, llenado, porque ha quedado vacío, un vacío abierto a la
"llenitud" divina, un yo que se hace con lo divino.
Así aparecen los lemas más conocidos de los santos que expresaban de una o de otra manera. San
Francisco: "Deus meus et omnia", "Dios mío, Tú eres todas mis cosas"; "tú eres mi yo", eso es lo que
quería decir en definitiva. El "ad maiorem Dei gloriam" de San Ignacio era el específico de su yo. Eres
Tú el específico de mi yo; Tú, y no yo. San Juan de la Cruz, en Noche oscura (II,9,3), expresa,
maravillosamente, el vaciamiento del yo para ser llenado de Dios, y así nos habla de que nuestra alma es
puesta "a oscuras, seca y apretada y vacía, porque la luz que se le ha de dar es una altísima luz divina que
excede toda luz natural". San Pablo lo expresa maravillosamente con su afirmación: "Vivo, pero no yo,
sino que es Cristo quien vive en mí" (Gál 2,20). Éste es el concepto que poseo de reducción.
2. Desespecificación y desyoización
No sé si entendéis lo que os quiero decir desde el punto de vista de los argumentos hipotéticos. Es
una digresión hipotética. Hipotética no significa "en el caso que", "puede ser"... No. Hipotética es un
presupuesto que no se reduce a lo racional, pero puede ser razonado. Teniendo presente un supuesto de
fe, un testimonio personal, una percepción espiritual, podemos armar una dialéctica para construir un
discurso con el objeto de hacer visual la acción de la gracia.
Podría afirmar: "¿Quién está más en mí, si yo en mí o Dios en mí?". Yo digo categóricamente,
como diría Santa Juana de Arco respecto de sus visiones, "Dios está en mí mucho más que yo puedo estar
en mí, y, además de una forma definitiva, irreversible". Digo, pues, lo que sé.
En orden a expresar lo que estoy diciendo, es lo mismo que, cuando alguien tiene una úlcera de
estómago, y no sabe decir "úlcera" ni sabe decir "estómago"; se expresaría como pudiera:
—Aquí, mire usted, aquí.
—¿Qué?... Pues mire, es una úlcera de estómago.
Sé lo que estoy diciendo. Yo me tengo que inventar algunas palabras, y tengo que decir:
—Es aquí.
Y a quienes no les gustan estas palabras, ¡que inventen otras!
Bien. ¿Qué ha ocurrido? Una "desespecificación": aquello por lo cual soy un ente definido,
específico, perfectamente configurado, delineado, coherente en cada una de sus partes y de sus funciones,
es lo que se reduce; esto es lo que queda "desespecificado", y se convierte el espíritu como una especie
de cono abierto donde Dios mora en una comunicación ontológica, maravillosamente perceptiva, de tal
forma que uno sabe de dónde viene y a dónde va. Aquel a quien esto sucede no habla de lo que aprende
en los libros, él es el libro. Podrá escribirlo mejor o peor como tratadista, y cometer incluso
incorrecciones dialécticas, pero sabe exactamente lo que dice, y los demás, con sus correcciones
tipográficas, pueden no saber lo que aquél está diciendo.
Este estado essendi, este estado de ser irreversible, que quien no lo tiene no lo sabe, y si no lo sabe
es porque no lo tiene, es a título personal. Es de este ser humano concreto y no de aquel otro.
—Porque éste fue quien me siguió y no aquél.
De ese auditorio en que Cristo habló, le siguieron cuatro: uno hasta la plaza del Callao, otro hasta
la plaza de la Independencia, el otro llegó incluso hasta la cafetería Zahara para tomarse un cortado. .., y
el último le siguió hasta la cruz. Pues los otros, y no éste, se fueron quedando en el camino: uno, con el
cortado a medio tomar; otro, para contemplar la Cibeles; el otro, el arco de Carlos III... Porque muchos
son los que empiezan y muy pocos son los que acaban. Hay, incluso entre aquellos que van por los
caminos consagra- torios de Dios, algunos que no perdieron del todo el tiempo porque algo adquirieron
que vale mucho más que todas las cosas de este mundo, pero se perdieron el don mejor: aquél que otorga
Cristo para potenciar nuestra personalidad reduciendo nuestro específico o "yoísmo":
—Éste quedó "desespecificado" por Mí; lo "desespecifiqué".
Seguramente, puedan decirme algunos que utilizo términos seudofilosóficos, seudoteológicos o
seudotodo.
El típico de la razón es pensar y juzgar, nada más que desde el punto de vista racional,
ateniéndose ciertamente a ese mecanismo argumentativo que puede ser, por ejemplo, el modus ponens, el
modus tollens, la inducción matemática, el inductivo, el deductivo. Todas estas formas o mecanismos o
instrumentos típicos de la razón humana es lo que, desde el punto de vista formal, queda reducido a cero.
Esto no significa que no pueda armar argumentos. Sí puedo hacerlo, pero sin su tipificación, de tal
manera que, con la reducción, la razón queda abierta; y sin la reducción, no podría salir fuera de ella
misma. Esto es lo que les pasa a la mayoría de los seres humanos, que solamente se mueven y atienden a
esta manipulación racional, se lían y se complican con argumentos cuyo objeto fundamental, material y
formal, es este yo en cuanto tal, y bajo el aspecto con que se consideran las diversas proyecciones de este
yo.
Ese es el específico y los típicos de la razón, y eso es lo que queda reducido a su radical. No el no
pensar racionalmente, sino esta tipificación que comporta un límite; esto es, aquella imposibilidad de
poder armar argumentos de mayor envergadura y que no pertenecen a la llamada razón formal, científica
o técnica.
¿Con qué argumento prueba usted la existencia de Dios, la existencia de esto o el ser de lo otro?
¿Inductivo, deductivo, analítico, sintético?
El aspecto positivo del donum fidei es esa virtud que infunde en la razón, esa elevación suya,
abierta ya por reducción a radical de sus típicos, para juzgar contemplativamente. Se pueden construir
argumentos, aunque hay que decir que, más que argumentos, son piezas arquitectónicas de ese edificio
celestial que decimos la gran casa de la fe.
¿A base de qué está construida la vida eterna, que también se dice, comparativamente, la
Jerusalén celestial, la divina Sión, el Reino de Dios? ¿De qué está compuesta esa Casa de Dios, esa
Civitas Dei? No está compuesta de argumentos, sino que está compuesta "como lo dice poéticamente,
pero con una enorme veracidad, el Apocalipsis y otros libros de la Escritura" de piedras preciosas, de
zafiros, de esmeraldas, de puertas de bronce bañadas en oro, etc. Son piedras, son joyas, son
percepciones que se articulan unas a otras, cada una con una carga de emoción, sumándose las emociones
en intensidades inenarrables para describir lo que cualquier ser, dentro de una razón cerrada, diría que es
pura elucubración, fantasías infantiles, sin garantía científica. Sin embargo, esto es el testimonio positivo:
el donum fidei como virtud, como energía.
La percepción, que está puesta en la base de mi propio estado de ser, en el espíritu, me sube como
buen vino a la cabeza, a la razón, y queda embriagada mi inteligencia con inefables contemplaciones.
Son edificaciones, construcciones y ensoñaciones —diríamos así— de un mundo inefablemente hermoso.
Con esta razón, elevada ahora a un nuevo orden, "destipificada", con una virtud infundida,
maravillosamente transformada, veo, construyo yo mismo deliciosos parajes, como si me extasiara a mí
mismo, afirmando de Dios y de ese mundo, en el cual El está, las mayores creaciones, como las
creaciones que se dicen "creaciones de la moda", salvando las distancias. Así, cada fantasía, cada
corazón, cada alma, cada espíritu y cada mente, pueden hacer maravillosas descripciones personalísimas
de esa ciudad que yo llamo "colgante"; o soy yo el que estoy colgando de ella las piezas como si se
tratara del collar de oro de una deliciosa dama.
El típico de la voluntad es querer y desear. La querencia o deseo, en aquello que hace referencia a
mí y solamente a mí, queda reducida a su radical. Mis deseos son, en sí mismos, sobre mí, de tal manera
que apenas siento deseo de otra cosa que de mí, sobre mí y para mí. Este egocentrismo es aquello que
tengo más inmediato y que, generalmente, está en connotación con los placeres de esta vida. Y cuando
digo placeres, en ellos está también aquel placer superficial de un momento de comodidad por el cual no
acometo mi deber, aunque sepa que me hago un gran daño.
Esa voluntad tiene que tener su "querencial", sus deseos y emociones, ciertamente
"desespecificados", creándose en esta facultad una verdadera transformación. Esa transformación es el
deseo inconmensurable, sin medida, de ese mismo objeto que está detrás de esa ciudad que yo construyo
como verdadero y lírico arquitecto, que es Dios mismo. Y así me deleito en esta vida con las
concelebraciones celestiales. ¡Qué milagro será que no sean más que una fantasía, sino la percepción de
ciertas ceremonias que se verifican en la vida eterna! Aquí Dios es para nutrición y alimento que da en
esas festividades, de las que ya hace partícipes a las almas en este mundo. Son aquellos que están
mirando ese horizonte suyo, atentos siempre a ese continuo amanecer de Él, a ese cambio de colores de
este sol que es Dios mismo.
El alma ya no dice: "Yo te quiero, yo te amo, Señor", sino, "yo deseo algo mucho más poderoso
que el amor; es un deseo sin límite que sólo tiene los límites ontológicos de Ti mismo, en cuanto que Tú
eres, y sólo deseo eso".
Éste es el elemento positivo. Por tanto, la virtud que, cuando ha quedado reducido el típico de la
voluntad, del querer humano abierto como un cono —o como lo queráis comparar— hacia Él, infunde un
apetito celestial al alma porque acompañó a Cristo más allá de la Cibeles, más allá de la plaza del Callao,
o más allá de una cafetería, conociendo lo mal que lo van a pasar los dos. Cristo habla al alma:
—Yo te amo hasta el fin.
Y el alma le responde:
—Hasta el fin te deseo yo.
Esta es la gran palabra, amigos, de ir del brazo de Cristo, y decirle así:
—Te deseo.
O decir Cristo:
—No me amas tanto.
Y contestar:
—Es verdad, pero te deseo, te deseo cada instante de la vida. Deseo esas fantasías mías de ese
mundo que construyo buscando los mejores materiales, los más finos, los más líricos, los más inútiles
para la vulgaridad de las gentes de este mundo.
A esto lo llamaba San Juan de la Cruz, sin explicarlo exactamente de esta manera, pero sí con su
mismo sentido, las "nadas". Primero las nadas, cuando explicaba las purificaciones tanto de los sentidos y
después de las potencias, para decir que eran vaciadas por la "nada", transformadas ahora por las
unciones correspondientes, que llamó incluso los "esmaltes" de las facultades. Contemplar el significado
del contenido místico de la palabra esmalte, esto es lo que va alcanzando aquél que ciertamente aceptó la
afirmación de Cristo: "Yo soy Dios", y ya empezó a obrar en él.
Sólo a vosotros —viene a decirnos Cristo— os hablo de tal manera que me entendáis algo. A los
demás les hablo incluso para que no me entiendan. Y así teniendo oídos no oyen; vista, y no ven;
entendimiento, y no entienden. Pero a vosotros os he escogido, y en esta selección hay algunos que elijo
para caminar con ellos a través de la vida.
Es el mundo de los santos. Les va santificando a través de las objetivaciones de este mundo,
pasando posiblemente por idiotas; de todas maneras, son los más sanos sicológicamente, los que no
tienen que pasar por las manos del siquiatra, sino sólo por las manos de Cristo; les va esmaltando el alma.
Y cada esmalte es una percepción, y cada percepción es un rapto.
Esta es la teología que es verdaderamente útil para el alma religiosa. No hay otra cosa que
merezca la pena decirse, sentirse, quererse, pensarse o vivirse. Se podrá hablar de muchas cosas, pero si
no se vive esto que es fundamental, lo demás pierde sentido, queda uno inapetente.
¡Qué estado apetitivo experimenta el alma cuando va por esta ruta! Son toques delicadísimos,
como dice San Juan de la Cruz, por los que el alma siente ciertamente a Dios, un Dios que le acompaña,
que se está haciendo con el propio ser del alma, así como el alma se está haciendo con el propio ser de
Dios; no con otro aspecto de Dios o con esta otra verdad de Dios, sino con el mismo Dios, con su status
essendi, con su propio estado de ser.
3. El sentido de la muerte
3. 1. La muerte como donación
Si se me pregunta sobre la muerte, ésta no se reduce sólo al hecho de morir. La muerte,
humanamente considerada, es siempre desagradable, pero Cristo le ha dado un sentido sobrenatural.
Para explicarlo, voy a hacer una escenificación teatral, dramática. Lo podríamos convertir en
comedia; y si se tiene mucho humorismo, en sainete. ¿Qué persona bien nacida no desea los mejores
bienes para sus hijos? Y cuando llega la hora de su muerte —si tiene tiempo y puede... como en esas
muertes sentenciosas, patriarcales— diría a sus allegados desde su lecho: "Acercaos hijos míos... aquí,
hijos, nietos, biznietos..., todos alrededor, porque os voy a anunciar...". Y, entonces, todos se quedan
lívidos.
Hay que tener en cuenta que no es una muerte cualquiera. Esa persona, supongamos, tiene unos
cuantos millones, y, además, mucha experiencia y consejos que dar. ¿Quién no desea, por ejemplo, los
mejores bienes, y dar los mejores consejos a sus hijos, nietos o biznietos?
Y si ya fuese más que persona bien nacida, les diría en un rapto de romanticismo:
—Familia mía, desearía yo que mi muerte fuese la última, de tal forma que ofrecida mi muerte al
Señor, vosotros os fueseis al cielo sin tener que morir. Hasta eso os deseo.
Y entonces los hijos dirían:
—¡Papá! ¿Qué dices? Papá, ¡eres formidable!
Y los nietos:
—Hay que ver las cosas del abuelo...
Los más pequeñajos apenas se enterarían.
—Quieto, Pepito. ¿No has oído lo que ha dicho el bisabuelo?
— ¿Y qué ha dicho el bisabuelo?
—Mira, que él querría ofrecer su muerte de tal manera que tú no tengas que morir.
—¡Si yo no me voy a morir, él sí se está muriendo!
—¡Qué gracia tienen los niños! ¡Qué graciosos son los niños!
Cristo muere precisamente por el motivo específico de la redención humana: una muerte que
viene como consecuencia del pecado original, y que El va a morir en la cruz para borrar este pecado. Él,
hasta como ser humano, va a pedir al propio Padre de todos:
—Que mi sangre sea la última. Que borre no sólo el pecado original, sino hasta los efectos del
pecado original. Que borre todo: el pecado y sus consecuencias. Que mi sangre sea la última.
¿Podríamos admitirlo de esta forma? ¿No iría esto contra los sentimientos humanos?
Pensemos ahora lo contrario. Él está en la cruz. Se siente realmente dolidísimo, y empieza a
enfadarse...:
—¡Padre que mi sangre no sea la última! Muero yo, pero que se conserven los efectos del pecado
original, y aquí se arrepiente todo el mundo. ¿O es que yo voy a ser el último aquí? ¿Es que yo solo voy a
dar el callo y todos los demás disfrutando de los beneficios de mi redención?
Ahí veis las dos comparaciones.
No. Cristo lo que deseó fue lo primero, que es:
—Padre que mi sangre sea la última.
Incluso por espíritu de grandeza:
-—La mía la última, y después de Mí ya no más muerte.
—Yo también tengo espíritu de grandeza. ¿Tu sangre la última. ..? ¡No, la mía! ¿Que Tú libres
todas las consecuencias del pecado original...? ¡No, en absoluto! Yo también tengo derecho a morir. ¡Sí,
quiero morir! Tengo derecho a morir por mi patria, a morir por tantas cosas... que también tengo derecho
a morir por Ti. Padre, yo tengo el mismo derecho que Él a decir que mi sangre sea la última.
Porque, ¿no creéis que una característica de los santos es ser mártires? Es dar su sangre y derramar
su sangre, aunque sea por el miedo que eso causa. Dar su sangre, dar su vida por ese Dios con toda
pasión hasta el extremo de morir violentamente.
¿No admitís esta posibilidad de morir y ser mártires? Supongamos lo contrario. Que sea Él quien
muera; nosotros no tenemos por qué morir, ser mártires, derramar la sangre. Está muy bien; es muy
virtuoso, pero, en fin, ¡si Él nos libra de la muerte...!
—Padre, haz caso a Cristo, que sea Él el último, que Él sea el mártir y nosotros, "hijos de papá", a
lavarnos las manos.
Ya estamos redimidos. A pasear por la calle de Alcalá, como dice la zarzuela Las Leandras.
Paseando todos, sin aburrirnos. Vamos a construir casitas, torres... Y empezamos también a empedrar las
calles... Pero, en fin, sin fatiga, ni frío, ni calor. ¡Perfecto! Y, de vez en cuando, por las calles... uno que
asciende, se marcha a la eternidad...
—No. Yo para los demás quiero que les des la virtud de no morir. Pero conmigo haz una
excepción.
Quiero mi derecho a inmolarme o ser inmolado con Aquél que me acompañó durante la vida,
Aquél que, estando yo sentado en un rinconcito de un salón del Ateneo, habló y dijo: "Yo soy Dios". Se
produjo, entonces, una reacción dentro de mí. El público discutiendo con Él... Y yo me fui, abriéndome
camino entre la gente. Y le cogí incluso del brazo. ¡Qué atrevido fui! Y me dijo: "vente conmigo". Y, al
final, la gente marchándose... yo le acompañé, le fui sintiendo lleno de fuego interior...
La forma de caminar con Cristo la tenéis en el pasaje evangélico de los discípulos de Emaús. Ellos
iban tristes y dudando, cuando Cristo les sale al paso.
—Y fui hablando con ellos y no me reconocieron.
Y ya en el pueblo, entró con ellos en su casa y se pusieron a cenar, "reconocieron que era Él por la
forma de partir el pan" (Lc 24, 35). Pero mientras iban caminando, "les narró lo que había sobre Él en
todas las Escrituras" (Lc 24,27). Caminar con Él significa ir yendo en progresión. Nos va tipificando,
reduciendo de nuestra inmanencialidad todo aquello que nos encierra en nosotros mismos, dándonos, con
espíritu proyectivo, la apertura de nuestro ser a sublimes y amplios horizontes... Esto es, exactamente, lo
que se va experimentando con El. Y es ese fuego interior que nos hace exclamar:
—¡Qué ardor siento en mí, en esta hora, en este instante en que distingo ese gesto tuyo,
reviviendo aquel mismo deseo...! Sólo te puedo desear a Ti hasta decirte este lema: "Dios mío, Tú eres
todos mis deseos".
3.2. ¿Por qué la muerte de Cristo no fue la última? Significado del "¿Por qué me has
abandonado?"
El eje de lo anterior es la Redención universal de Cristo, y bien merece la pena que haya ocurrido
así. Quienes no ven este orden sobrenatural, esta forma de eternidad que nos tiene predestinada, dirán que
es muy complicado eso de la Encarnación de Cristo. Que todo eso es un lío, un jaleo. Pero los santos
dicen:
—Bien merece la pena que haya sido así. Porque si Tú, Cristo, pides que tu sangre sea la última,
exactamente a eso nos oponemos nosotros.
Aparece ahora un derecho divino, aquel derecho que yo tengo de morir también por esta causa,
por la causa de Cristo. Aunque no muriera nadie más, éste no es asunto mío.
—Tú, Señor, si quieres los libras a todos de la muerte.
Yo no puedo tolerar que la muerte de Cristo sea la última. Y aunque yo estoy detrás de Cristo,
también tengo derecho divino a morir por esa posible forma de eternidad, que Cristo, y sólo El, ha hecho
exactamente realidad para el ser humano.
¿Cuál es el significado de aquellas palabras de Cristo "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has
abandonado?" (Mt 27,46)?
Se han dado numerosas explicaciones.
"¿Por qué me has abandonado?" significa para mí que, en este momento, vemos a Cristo pidiendo
al Padre que su muerte sea la última, que su dolor sea el último. Pero una voz se interpone diciendo:
—Que sea la mía. No le oigas, no le oigas, no le oigas... Yo también soy hijo. No le oigas. La
última muerte, la mía. Si Él tiene derecho divino para ello, yo también tengo derecho divino para lo
mismo.
Racionalmente hablando, se desvela como un misterio testamentario:
—Padre, ¿por qué me has abandonado en manos, en este momento, de Fernando Rielo?
Yo estaba en la perspectiva de la existencia para decir:
—Yo también quiero morir; yo también quiero, y necesito pasar por ahí. No puede ser Él el
último. Tan válida es mi vida como la suya, como la tuya, tanto vale mi vida como la tuya, la tuya como
la mía.
Inseparables todos. No nos podemos separar. O la vida es para todos, o la muerte es para todos; y
si la muerte es para todos, la resurrección que es para uno, también lo es para todos. Todos para todos.
La resurrección es un bien universal que tiene una función personal. El mundo es también un bien
universal que tiene una función personal, para cubrir necesidades personales. Y la muerte es un hecho
universal.
En este contexto, teniendo en cuenta la elevación al orden sobrenatural del dolor humano,
podemos comprender, perfectamente, lo del abandono de Cristo: "¿Por qué me has abandonado en manos
'de'?".
¿Qué es ese porqué? Es una afirmación: "Me has abandonado".
Pero no dice expresamente en manos de quién.
—Me has abandonado ¿en manos de quién?
—En manos de los santos.
Y en esto yo quiero ser como ellos. Por lo menos, ahora, dialécticamente; es decir, de boquilla.
Como se suele decir: de palabra. Pues yo de boquilla soy santo; de boquilla, nada más que de boquilla.
No admito que se interrumpa el eje de la redención. Tiene que continuar. Es, por tanto, un proceso que
partiendo de un origen, y en un tiempo determinado, va también a un fin en el orden del ser y en el orden
del tiempo.
Lo importante es que Cristo ha elevado al orden sobrenatural el dolor humano. Y ese es el eje del
humanismo sicoético de Cristo.
Epílogo
Dios quiera que, después de estas tesis y con ocasión de estas tesis, os ilumine y me ilumine a mí
tanto que nos pueda servir, positivamente, para un cambio mayor aún en nuestra vida personal y
comunitaria. Que no se quede en aprenderse nada más que las tesis, o recordarlas con más o menos
claridad en el futuro, y que no hayan servido absolutamente para nada.
Que estas tesis os sirvan para hacer con ellas el recto juicio, el sobrenatural juicio, de vosotros
mismos, y no caiga la simiente en tierra mala o anodina. Que la tierra sea aquélla que haga florecer en sus
surcos esa forma de eternidad. Apenas la harán florecer quienes llevan una vida de mediocridad, con
mezcolanza de sublimidades y vilezas, y tampoco quienes, en manera alguna, no han hecho nada para
progresar en la gracia. De todos modos, no obstante su vacuidad humana, no quedan excluidos sino
incluidos, precisamente por razón del dolor, en esa misma forma de eternidad que a todos, sin exclusión,
nos predestina, puesto que Dios, por su poder divino, a nadie predestina al mal; antes al contrario, a todos
llama al bien.