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A

Ross Poldark se le acusa de destrozar dos naves. A pesar de su


tormentoso matrimonio, Demelza ha tratado de conseguir apoyo para su
esposo. Pero hay enemigos que estarían felices de ver Ross condenado,
como por ejemplo George Warleggan, el poderoso banquero, cuya rivalidad
personal se hace cada vez más intensa.

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Winston Graham

Jeremy Poldark
Poldark - 03

ePub r1.2
Titivillus 08.02.15

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Título original: Jeremy Poldark
Winston Graham, 1950
Traducción: Aníbal Leal
Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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PRIMERA PARTE

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Capítulo 1
En agosto de 1790 tres hombres avanzaban, montados en sus caballos, por
el camino de mulas que pasaba frente a la mina Grambler; se dirigían hacia los
cottages dispersos al extremo de la aldea. Caía la tarde, y el sol acababa de ponerse;
una brisa que venía del oeste había empujado las nubes, que comenzaban a
resplandecer con los rayos del poniente. Incluso las chimeneas de la mina, de las
cuales hacía casi dos años que no brotaba humo, cobraban un suave color pastel bajo
la luz de la tarde. En un agujero de la más alta de las dos anidaban varias palomas, y
el movimiento de sus alas rompía el vasto silencio del paisaje mientras los hombres
pasaban. Media docena de niños harapientos se entretenía en un rústico balancín,
suspendido entre dos cobertizos, y algunas mujeres, de pie en las puertas de los
cottages, las manos aferrando los codos, miraban el paso de los jinetes.
Eran hombres de aire respetable, vestidos sobriamente con ropas oscuras, y
montaban sus caballos con aire de importancia; en los tiempos que corrían no se veía
mucha gente así en esa aldea medio ruinosa y medio abandonada, que había nacido y
sobrevivido sólo para servir a la mina, y que ahora que la mina había muerto a su vez
estaba pereciendo, aunque más lentamente. Pareció que los hombres se limitarían a
pasar por allí —era lo que cabía esperar—, pero de pronto uno de ellos asintió, y los
tres frenaron los caballos frente a una choza de aspecto aún más ruinoso que todo lo
que habían visto antes. Era una vivienda de una sola planta, pero tenía un viejo caño
de hierro como chimenea, y un techo emparchado y vuelto a emparchar con sacos y
maderas; y delante de la puerta abierta, sentado sobre una caja, estaba un hombre de
piernas arqueadas que tallaba un pedazo de madera. Era un individuo de estatura
menor que mediana, robusto pero ya entrado en años. Calzaba viejas botas de montar
aseguradas con cordeles, y vestía pantalones de pana amarillos, una sucia camisa de
franela gris que había perdido una manga a la altura del codo, y un tieso chaleco de
cuero negro, cuyos bolsillos estaban ocupados por una variada gama de objetos
inútiles. Silbaba casi sin ruido, pero cuando los hombres desmontaron, entreabrió los
labios y los miró con ojos sanguinolentos y cautelosos; su cuchillo vaciló en el aire,
mientras el hombre examinaba a los recién llegados.
El jefe, un individuo alto y demacrado, que tenía los ojos tan juntos que parecía
bizco, se acercó y dijo:
—Buenos días. ¿Su nombre es Paynter?
El cuchillo descendió lentamente. El hombre de piernas arqueadas alzó un pulgar
sucio y se rascó el punto más lustroso de su cabeza calva.
—Tal vez.
El otro hizo un gesto de impaciencia.
—Vamos, hombre. Usted es Paynter o no lo es. No es un tema acerca del cual
pueda haber dos opiniones.
—Bien, de eso no estoy tan seguro. La gente se toma muchas libertades con los

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nombres ajenos. Tal vez pueda haber dos opiniones. Tal vez pueda haber tres. Todo
depende de la razón que lo lleva a preguntar.
—Es Paynter —dijo uno de los acompañantes del jefe—. ¿Dónde está su esposa,
Paynter?
—Fue a Marasanvose. Ahora bien, si ustedes la quieren…
—Me llamo Tankard —dijo secamente el primer hombre—. Intervengo por la
Corona en el caso del rey contra Poldark. Paynter, queremos formularle algunas
preguntas. Este es Blencowe, mi empleado, y Garth, parte interesada. ¿Nos permite
pasar?
El rostro arrugado y pardo de Jud Paynter adquirió un aire de inocencia ofendida:
en la convencional defensa había un matiz de auténtica alarma.
—¿Para qué me quieren? Dije todo lo que sabía frente a los magistrados, y lo que
sabía era nada. Aquí estoy, y vivo como un cristiano, como el propio san Pedro,
sentado frente a mi propia puerta, y no molesto a nadie. Déjenme en paz.
—La ley debe seguir su curso —dijo Tankard, y esperó a que Jud se pusiera de
pie.
Después de un minuto, y mirando con suspicacia a los tres hombres, Jud los llevó
al interior de la choza. Se sentaron en la oscura habitación, y mientras se acomodaba
Tankard miró con desagrado alrededor y levantó la cola de su levita para evitar
ensuciarse. Ninguno de los visitantes tenía olfato delicado, pero Blencowe, un
hombrecito de espalda encorvada, volvió los ojos con pesar hacia el camino y el cielo
del atardecer.
Jud dijo:
—No sé nada de eso. Ustedes no tienen por qué hablar conmigo.
—Tenemos motivos para creer —dijo Tankard—, que su declaración ante el juez
de instrucción fue completamente falsa. Si…
—Discúlpeme —dijo Garth en voz baja—. Quizá me permita hablar un minuto o
dos con Paynter. Recordará que antes de venir le dije que hay modos de…
Tankard cruzó los delgados brazos.
—Oh, está bien.
Jud volvió los ojos de bulldog hacia el nuevo adversario. Pensó que ya había visto
a Garth, cabalgando a través de la aldea, o en algún lugar cercano. Quizás espiando.
Garth dijo en un tono más cordial:
—Entiendo que usted fue sirviente del capitán Poldark… usted y su esposa. Lo
sirvió muchos años, y anteriormente al padre del capitán Poldark.
—Tal vez.
—Y que después de trabajar fielmente para él todos esos años lo echó de pronto,
lo expulsó de la casa sin aviso previo.
—Sí. Puedo decir que eso no fue justo ni propio.
—Dicen, y le advierto que no son más que rumores, dicen que él lo trató de un
modo vergonzoso antes de expulsarlo —a causa de una fechoría imaginaria— que

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usó el látigo y casi lo ahogó bajo la bomba. ¿Fue así?
Jud escupió sobre el piso, y mostró sus dos grandes dientes.
—Todo eso es ilegal —intervino Tankard inclinando su nariz larga y fina—.
Delitos contra la persona: agresión y lesiones. Paynter, usted podría haberle iniciado
juicio.
—Y apuesto que no fue la primera vez —dijo Garth.
—No, no lo fue —dijo Jud después de un minuto, y sorbió aire entre los dientes.
—La gente que maltrata a sus criados fieles no merece tenerlos en los tiempos
que corren —dijo Garth—. Ahora prevalece un espíritu nuevo. Cada individuo es
igual a los demás. Vea lo que está ocurriendo en Francia.
—Sí. Estoy enterado de eso —dijo Jud, pero no siguió hablando. No convenía
que esos entrometidos conocieran el secreto de sus visitas a Roscoff. Ese asunto de
Poldark podía ser una trampa para obligarlo a reconocer otras cosas.
—Blencowe —dijo Tankard—. ¿Trajo el brandy? Podríamos beber un trago, y sin
duda Paynter nos acompañará.
… El resplandor del atardecer se disipó, y se acentuaron las sombras de la choza
sembrada de trastos.
—Créame —dijo Garth—, la aristocracia ha terminado. Su tiempo pasó. Los
plebeyos reconquistarán sus derechos. Y uno de sus derechos es que no se les trate
peor que a los perros, ni se les use como esclavos. Señor Paynter, ¿usted conoce la
ley?
—«La casa del inglés es su castillo» —dijo Jud—. Y el «habeas corpus» y «no te
meterás en la propiedad de tu vecino».
—Cuando se ataca a la ley —dijo Garth—, como ocurrió aquí en enero, a menudo
ocurre que la ley no puede imponerse como debe. Y entonces, hace lo que puede. Y
cuando hay disturbios, pillaje, robos y cosas por el estilo, la ley nada dice de los que
fueron inducidos, porque lo que quiere es echarle el guante a los dirigentes. Ahora
bien, en este caso está muy claro quién fue el jefe.
—Tal vez.
—Nada de tal vez. De todos modos, no es fácil obtener pruebas; la ley buscará
por otro lado y se ocupará de individuos menos importantes. Es la raíz del asunto,
señor Paynter, de eso puede estar seguro; de ahí que lo mejor será que consigamos
condenar al verdadero responsable.
Jud alzó su vaso y lo dejó caer otra vez, porque estaba vacío; Blencowe se
apresuró a presentar la botella de brandy. El líquido produjo un reconfortante
burbujeo mientras Jud se servía.
—No comprendo por qué vienen a verme, puesto que yo no estaba allí —dijo,
siempre cauteloso—. Nadie puede ver lo que ocurre cuando está en otra parte.
—Escuche, Paynter —dijo Tankard, sin hacer caso de la señal de Garth—.
Sabemos mucho más de lo que usted cree. Hace casi siete meses que estamos
investigando. A usted le conviene aclarar perfectamente su situación.

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—Por supuesto, aclarar perfectamente…
—Sabemos que usted cooperó activamente con Poldark la mañana del naufragio.
Sabemos que estuvo en la playa durante los disturbios ocurridos ese día y la noche
siguiente. Sabemos que representó un papel importante en la resistencia presentada a
los funcionarios de la Corona, disturbios durante los cuales uno de ellos sufrió
heridas graves; y en muchos sentidos usted es tan culpable como su amo…
—¡Jamás oí una charla tan idiota en toda mi vida! ¿Yo? Estaba tan lejos de la
playa como ahora…
—Pero como explicó Garth, estamos dispuestos a cerrar los ojos si usted colabora
y ofrece pruebas. Tenemos buenos testimonios contra ese Poldark, pero deseamos
más datos. Es evidente que usted no tiene motivos para mostrarse fiel a ese hombre.
Vaya, de acuerdo con su propia declaración, él lo trató de un modo vergonzoso.
Vamos, hombre, decirnos la verdad sería de sentido común, y no sólo su obligación.
Con cierta dignidad Jud se puso de pie.
—Además —dijo Garth—, lo recompensaremos.
Jud se volvió, en el rostro una expresión reflexiva, y con movimientos lentos
volvió a sentarse.
—¿Eh?
—Por supuesto, no será oficial. Si así fuera, no serviría. Pero hay otros modos de
hacer las cosas.
Jud estiró el cuello para mirar en dirección a la puerta. No había signos de Prudie.
Así ocurría siempre que iba a ver a su prima. Miró de reojo a cada uno de los
hombres que estaban en la choza, como si así hubiera podido calibrar sus intenciones
sin que ellos lo advirtiesen.
—¿De qué modo?
Garth extrajo su bolsa y la movió.
—La Corona quiere encontrar al culpable. La Corona está dispuesta a pagar la
información conveniente. Por supuesto, todo será rigurosamente reservado.
Rigurosamente entre amigos. Casi podría decirse que es como ofrecer recompensa
por un arresto. ¿No es verdad, señor Tankard? Nada más que eso.
Tankard no contestó. Jud alzó su vaso y sorbió el resto del brandy.
Casi por lo bajo, dijo:
—Primero amenazas, y ahora soborno. ¡Soborno hecho y derecho! Están
pensando en el dinero de Judas. Pero sentarse al tribunal, y hablar contra un viejo
amigo. Peor que Judas, porque él fue más discreto. ¿Y para qué? Por treinta monedas
de plata. Y me parece que ni siquiera eso me ofrecen. Quieren que lo haga por veinte
o por diez. No es razonable, no es propio, no es cristiano, no es justo.
Hubo una breve pausa.
—Diez guineas ahora y diez guineas después del juicio —dijo Garth.
—¡Ah! —exclamó Jud—. Lo que pensé.
—Quizá se aumente a quince.

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Jud se puso de pie, pero esta vez con movimientos lentos; sorbió aire y trató de
silbar, pero tenía los labios secos. Se levantó los pantalones, y metió dos dedos en un
bolsillo del chaleco, buscando una pulgarada de rapé.
—No es justo proponer esas cosas a un hombre —gruñó—. La cabeza me da
vueltas como un trompo. Vuelvan en un mes.
—El tribunal se reúne a principios de septiembre.
También Tankard se puso de pie.
—No necesitamos una declaración extensa —dijo—. Nada más que unas pocas
frases que resuman los hechos principales, como usted los conoce… y el compromiso
de repetirlos en el momento apropiado.
—¿Y qué puedo decir? —preguntó Jud.
—Por supuesto, la verdad, bajo juramento.
Garth se apresuró a interrumpir.
—Naturalmente, la verdad, pero tal vez podamos indicarle qué deseamos
especialmente. Sobre todo, necesitamos testigos del ataque a los soldados. Eso fue la
noche del siete al ocho de enero. Señor Paynter, usted estaba en la playa, ¿no es
verdad? Sin duda presenció todo el incidente.
Jud parecía viejo y fatigado.
—No… ahora no recuerdo nada de eso.
—Si consigue refrescar la memoria, se ganará veinte guineas.
—¿Veinte ahora y veinte después?
—… Sí.
—¿Tanto vale para ustedes ese cuento?
—Hombre, queremos la verdad —dijo Tankard, impaciente.
—¿Fue o no fue testigo del ataque?
Garth dejó la bolsa sobre una desvencijada mesa de tres patas que otrora había
pertenecido a Joshua Poldark. Comenzó a contar veinte monedas de oro.
—Caramba —dijo Jud mirando el dinero—, recuerdo que le abrieron la cabeza al
soldado, y a los demás los sacaron corriendo de la playa Hendrawna más rápido de lo
que habían entrado. Cuando vi todo eso me reí con ganas. ¡Cómo me reí! ¿Se referían
a eso?
—Por supuesto. Y a la intervención del capitán Poldark en el asunto.
Con la aproximación de la noche, las sombras invadían la choza. El tintineo de las
monedas era un sonido líquido, y durante un momento pareció que toda la luz que
aún restaba se había concentrado en la opaca isla dorada de las guineas.
—Caramba —dijo Jud, y tragó saliva—. Creo que lo recuerdo bastante bien.
Aunque a decir verdad yo no tuve nada que ver. Pero estuve allí… del principio al
fin. —Vaciló y escupió—. ¿Por qué no me dijeron antes que se trataba de eso?

Al día siguiente, una joven que montaba a caballo atravesó Grambler en

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dirección contraria, pasó frente a la iglesia de Sawle, dejó a un costado Trenwith y
comenzó a descender el empinado camino que atravesaba el bosque de Trevaunance.
Era una mujer joven y morena, de estatura un tanto superior a la media, vestida con
un traje de montar azul muy ajustado, una camisa celeste y un pequeño sombrero de
tres picos. Los conocedores quizás habrían discutido si era o no hermosa pero muy
pocos hombres se habrían cruzado con ella sin sentirse atraídos.
Después de dejar atrás la fundición, cuya humareda ocre había amustiado la
vegetación del bosque, subió la pendiente hacia el lugar en que Place House,
cuadrada y sólida, enfrentando el viento y la tormenta, se alzaba sobre el mar. Cuando
desmontó, era evidente que la joven estaba nerviosa. Los dedos enguantados
manipularon torpemente la brida del caballo, y cuando llegó un criado para recibir el
animal, la visitante se expresó con cierta dificultad.
—¿Sir John Trevaunance, señora? Veré si está. ¿A quién debo anunciar?
—A la señora Poldark.
—La señora Poldark. Este… sí, señora. —¿Imaginaba que de pronto se había
avivado el interés del criado?—. Por favor, pase por aquí.
La introdujeron en una pequeña y cálida salita de recibo, que daba a un
invernadero, y después de permanecer sentada un momento, tironeando los dedos de
sus guantes, oyó pasos que regresaban, y un lacayo vino a decir que sir John estaba
en casa y la recibiría.
Se hallaba en una larga habitación, parecida a un estudio, que miraba al mar. La
alivió descubrir que estaba solo, si se exceptuaba un gran perro jabalinero, agazapado
a los pies del dueño de la casa. Advirtió también que era menos imponente de lo que
había temido; no era mucho más alto que ella misma, y tenía el rostro rojizo, y una
expresión más bien jovial alrededor de los ojos y la mandíbula.
—A sus órdenes, señora —dijo sir John—. Tome asiento.
Esperó hasta que ella hubo elegido el borde de un sillón, y entonces volvió a
sentarse frente a su escritorio. Durante un minuto ella mantuvo bajos los ojos; sabía
que él la estaba examinando, y aceptaba el escrutinio como parte inevitable de la
prueba.
Sir John dijo cautelosamente:
—No había tenido el placer de conocerla.
—No… Usted conoce bien a mi marido…
—Por supuesto. Hemos mantenido relaciones comerciales hasta… hace poco.
—Ross se sintió muy apesadumbrado cuando esa relación terminó. Siempre le
había enorgullecido mucho.
—¡Hum! Señora, las circunstancias fueron muy desfavorables para todos. No fue
culpa de nadie. Todos perdimos dinero en esa operación.
Demelza alzó los ojos, y vio que el examen había satisfecho a sir John. Esa
capacidad de agradar a los hombres era uno de los pocos factores reconfortantes en
las incursiones que Demelza hacía en sociedad. Ella aún no lo consideraba una

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fuerza; a lo sumo, una protección cuando flaqueaba su valor. Sabía que, de acuerdo
con las normas de la etiqueta, la visita que estaba realizando era impropia… y él
también debía saberlo perfectamente.
Desde donde estaban podían ver el humo de la fundición, que se disipaba sobre la
bahía, y después de un momento él dijo con expresión un tanto embarazada:
—Como usted… ejem… sin duda sabe, la compañía fue reformada… con una
nueva dirección. El fracaso de la empresa fue para todos un duro golpe, pero usted
debe comprender mi propia situación. Las instalaciones se levantaron en mis tierras,
más aún, a la vista de mi casa, y yo invertí más capital que nadie, de modo que habría
sido absurdo dejar ociosa la fundición. Se presentó la oportunidad de obtener más
capital, y era lógico aprovecharla. Confío en que el capitán Poldark haya
comprendido mi actitud.
—Estoy segura de que así es —dijo Demelza—. Y también de que le desea el
mayor éxito en su nueva empresa… aunque él no pueda participar personalmente.
Sir John parpadeó.
—Es muy amable de su parte haber dicho esto. Por el momento apenas salvamos
los gastos, pero creo que las cosas mejorarán. ¿Puedo ofrecerle una bebida? ¿Quizás
una copa de vino de Canarias?
—No, gracias… —vaciló—. Pero quizás aceptaría un vaso de oporto, si eso no le
causa ninguna molestia.
Con irónico fruncimiento del ceño, sir John se puso de pie y tiró del cordón de la
campanilla. Un criado trajo el vino, y mientras lo bebían mantuvieron una
conversación amable. Hablaron de minas, de vacas, de carruajes y del verano
irregular. Los modales de Demelza cobraron más desenvoltura, y los de sir John se
desprendieron de la cautela anterior.
—A decir verdad —afirmó Demelza—, creo que el tiempo inestable molesta a
todos los animales. Tenemos una hermosa vaca llamada Emma; hace dos semanas
producía buena leche, pero ahora se secó. Lo mismo ocurre con otra, aunque eso no
nos sorprendió tanto…
—Tengo una magnífica Hereford, que vale muchísimo —dijo sir John—. Hace
dos días tuvo su segundo ternero, y ahora está enferma, y sufre una paraplejia. El
veterinario Phillips vino más de cinco veces. Me destrozará el corazón si se muere.
—¿El ternero está bien?
—Oh, sí, pero pasamos un mal rato. Y después, Minta no ha podido incorporarse.
También tiene mal los dientes (se le aflojaron) y parece que se le hubieran
descoyuntado las articulaciones de la cola. Phillips no sabe a qué santo
encomendarse, y mi peón tampoco entiende una palabra.
—Recuerdo que cuando vivía en Illuggan —dijo Demelza—, vi un caso parecido.
La vaca del párroco enfermó y tenía los mismos síntomas. Y también fue después de
tener a su ternero…
—¿Y él halló la cura?

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—Sí, señor, halló la cura.
—¿En qué consistía?
—Bien, no me corresponde juzgar si el párroco acertó, ¿verdad? No vaciló en
llamar a una vieja, una tal Meggy Dawes; recuerdo que vivía al otro lado del arroyo.
Era muy buena para curar verrugas y la escrófula. Cierta vez, un chico fue a verla con
el ojo inflamado. Estaba grave, pero apenas ella…
—Señora, ¿qué ocurrió con la vaca?
—Oh, sí. ¿Puedo verla, sir John? Me gustaría mucho verla, para tener la certeza
de que es la misma enfermedad que tuvo la vaca del párroco.
—Yo mismo la llevaré, si tiene la bondad de acompañarme. ¿Otro vaso de oporto
para fortificarse?
Pocos minutos después atravesaron el patio adoquinado, detrás de la casa, y
entraron en el establo donde estaba acostada la vaca. Demelza observó las macizas
paredes de piedra de las construcciones auxiliares, y deseó que fueran suyas. La vaca
yacía de costado, los suaves ojos pardos mortecinos; pero no se quejaba. Un hombre
se levantó de un taburete de madera, y respetuosamente permaneció de pie al lado de
la puerta.
Demelza se inclinó para examinar a la vaca, con una actitud profesional que venía
de sus siete años en Nampara, y de ningún modo de su niñez en Illuggan. El animal
tenía las patas paralizadas, y la cola parecía extrañamente desarticulada más o menos
en el punto medio de su longitud.
Demelza dijo:
—Sí. Es exactamente lo mismo. Meggy Dawes lo llamaba el «golpe en la cola».
—¿Y la cura?
—Tenga en cuenta que es su cura, no la mía.
—Sí, sí, comprendo.
Demelza se pasó la lengua sobre los labios.
—Ella decía que había que abrir la cola allí, a unos treinta centímetros del
extremo, donde estaba desarticulada, y aplicar una cebolla bien salada; y después
atarla con un poco de cinta, mantenerla así más o menos una semana, y luego quitar
la cinta. Sólo un poco de comida una vez por día, y un cordial formado por partes
iguales de romero, bayas de semilla de junípero y cardamomo sin corteza. Recuerdo
bien que eso decía.
Demelza miró inquisitiva al baronet. Sir John estaba mordiéndose el labio
inferior.
—Bien —dijo—. Nunca oí hablar de esa cura, pero por otra parte también la
enfermedad es rara. Usted es la primera persona que parece haberla visto.
Condenación, me inclino a probar. Lyson, ¿qué le parece?
—Señor, es mejor que ver sufrir al animal.
—Lo mismo digo. He oído afirmar que esas viejas hacen maravillas con las
dolencias menos conocidas. Señora Poldark, ¿podría repetir las instrucciones a mi

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peón?
—Con mucho gusto.
Uno o dos minutos después volvían a atravesar el patio y entraban en la casa.
Sir John dijo:
—Confío en que el capitán Poldark estará afrontando con optimismo el proceso
que se avecina.
Apenas habló, lamentó haber sido tan incauto.
Sospechaba que ella había evitado intencionadamente el tema, de modo que él
asumiera la responsabilidad de mencionarlo. Pero Demelza no reaccionó con tanta
pasión como él había temido.
—Bien, por supuesto no nos agrada el asunto. Pero creo que a mí me preocupa
más que a él.
—Pronto se resolverá todo, y creo que su marido tiene buenas posibilidades de
ser absuelto.
—¿Lo cree de veras, sir John? Su opinión me reconforta mucho. ¿Irá a Bodmin
cuando se celebren las sesiones del tribunal?
—¿Cómo? ¿Cómo? Bien, no lo sé. ¿Por qué me lo pregunta?
—He oído decir que en septiembre habrá elecciones, y como el tribunal comienza
a trabajar el día seis, pensé que quizás usted estuviese en la ciudad.
—¿Quizá para ayudar a mi hermano? Oh, es muy capaz de arreglarse solo. —El
baronet miró con cierta desconfianza el rostro sereno de su interlocutora cuando
volvieron a entrar en la espaciosa habitación que él usaba como despacho. No era
fácil adivinar lo que ella pensaba—. Y aunque estuviese en la ciudad, tendría mi
tiempo muy ocupado y no podría asistir al tribunal. Además, con todo respeto,
señora, no me agradaría ver en aprietos a un viejo amigo. Por supuesto, le deseo la
mejor suerte… pero a nadie le agrada un espectáculo de esa naturaleza.
—Hemos oído decir que habrá dos jueces —observó Demelza.
—Oh, no en el caso propiamente dicho. Habrá dos jueces que se dividirán los
asuntos. Wentworth Lister no es un mal sujeto, y lo digo pese a que hace varios años
que no lo veo. Tenga la certeza de que será un juicio justo. La justicia británica
cuidará de ello. —El perro jabalinero se había acercado, y sir John retiró un bizcocho
dulce de un cajón y lo dio al animal.
—A decir verdad, me desconcierta —afirmó Demelza— que un hombre… un
juez… pueda venir desde lejos, escuche las circunstancias de un caso, y sepa en
pocas horas a qué atenerse. No me parece concebible. ¿Nunca se interesa por conocer
la verdad en privado, antes de la iniciación del caso?
Sir John sonrió.
—Le sorprendería comprobar con qué rapidez un cerebro instruido puede
dilucidar los hechos reales. Y recuerde, el fallo no dependerá del juez sino del jurado,
y son todos habitantes de Cornwall como nosotros, de modo que hay motivos para ser
optimistas. Si yo fuese usted, no me preocuparía demasiado por la seguridad de él.

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¿Otra copa de oporto?
Demelza rehusó.
—Este licor es un poco seco. Pero tiene muy buen aroma. Cuando todo haya
concluido nos gustaría que un día viniese a visitarnos. Ross me pidió que se lo dijese.
Sir John dijo que la perspectiva le encantaba, y el perro desparramó por todo el
piso migajas del bizcocho. Demelza se puso de pie para salir.
Sir John agregó:
—Rezaré por que su tratamiento para Minta produzca buenos resultados.
También Demelza rezaba, pero prefirió no mostrar sus dudas.
—¿Podría enviar un mensaje comunicándome los resultados?
—Por supuesto. Se lo haré saber. Y entretanto… si otra vez pasa por aquí… me
complacerá recibir su visita.
—Gracias, sir John. A veces cabalgo a lo largo de la costa, en beneficio de mi
salud. No hace bien al caballo, pero me gustan el paisaje y el aire puro.
Sir John caminó con ella hacia la puerta y la ayudó a montar, y al hacerlo admiró
la figura esbelta y la erguida espalda. Cuando ella salía por el portón, entró un
hombre montado en un caballo gris.

—¿Quién era? —preguntó Unwin Trevaunance, mientras depositaba sus


guantes grises sobre una pila de láminas de estaño. El hermano menor de sir John
todo lo hacía intencionadamente, confiriendo gravedad a actos que de ningún modo la
tenían. Era un individuo de treinta y seis o treinta y siete años, alto, rostro leonino y
gesto dominante, y aparentaba una personalidad mucho más impresionante que el
baronet. Pero sir John sabía ganar dinero, y Unwin no.
—La esposa de Ross Poldark. Una joven atractiva.
—Es la primera vez que la veo. ¿Qué quería?
—Aún no lo sé —dijo sir John—. Aparentemente, no deseaba nada.
Unwin tenía una arruga entre los ojos, y se le ahondaba cuando fruncía el ceño.
—¿No fue antes una criada de la cocina o algo por el estilo?
—Antes que ella otros han ascendido en la sociedad, y por cierto que con menos
talento. Ya tiene cierta elegancia. Dentro de pocos años será difícil no confundirla
con una mujer de linaje.
—¿Y vino por nada? Lo dudo. Me pareció una mujer peligrosa.
—¿Peligrosa?
—Cuando nos cruzamos me miró. Yo tengo cierta sagacidad para juzgar a la
gente.
—Bien, yo también, Unwin y creo que puedo afrontar el riesgo. —Sir John dio
otro bizcocho al perro—. Me indicó una cura para Minta, aunque que me cuelguen si
creo que será eficaz… ¿Encontraste a Ray?
—Sí. Oh, sí. Le dije que Carolina deseaba suspender su viaje para estar en

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Bodmin durante las elecciones; pero Carolina ya le había escrito, de modo que no fui
a decirle nada nuevo. ¡Muy propio de ella pedirme que hable con el tío, y después
escribir personalmente!
—No es más que una niña. Ten paciencia con ella, Unwin. Necesitarás ser
paciente. Es una joven temperamental y extraña. Y sin duda hay otros que tienen los
ojos puestos en su dote.
Unwin mordió el extremo de su látigo de montar.
—El viejo es un avaro incorregible. Allí estaba esta mañana, revisando las
cuentas con sus manos costrosas, y la casa, que ni siquiera en sus mejores tiempos fue
una mansión, casi derrumbándose por falta de reparaciones. En verdad, no es un lugar
apropiado para que Carolina pase allí la mitad de su vida.
—Tú podrás cambiar todo eso.
—Sí. Algún día. Pero Ray tiene a lo sumo cincuenta y tres o cincuenta y cuatro
años. Aún puede vivir diez años. —Unwin se acercó a la ventana y miró en dirección
al mar, que esa mañana estaba sereno. Las nubes bajas sobre los arrecifes irregulares
habían ensombrecido el color del agua, confiriéndole un tono verde oscuro. Varias
gaviotas marinas se habían encaramado sobre el techo de la casa, y emitían gritos
estrepitosos. Para Unwin, acostumbrado ahora a la vida londinense, era una escena
melancólica—. Penvenen tiene algunas ideas extrañas. Esta mañana me dijo que
Cornwall posee excesiva representación en el Parlamento. Y que las bancas deberían
redistribuirse entre las ciudades nuevas del interior. Qué absurdo.
—No prestes atención a sus manías. A menudo dice esas cosas para fastidiar a su
interlocutor. Es su constante.
Unwin se volvió.
—Bien, confío en que no habrá más elecciones en siete años. Me costarán más de
dos mil libras, y todo por el placer de ser elegido; lo cual, como sabes, no es seguro.
Los ojos de sir John adquirieron una expresión neutra y cautelosa, como ocurría
siempre que se mencionaba el dinero.
—Muchacho, tú mismo has elegido esa profesión. Y otros están peor. Carter de
Grampoun me decía hace poco que tendría que pagar hasta trescientas guineas por
voto cuando llegase el momento. —Se puso de pie y tiró del cordón de la campanilla
—. La señora Poldark me preguntó si estaría en Bodmin durante las elecciones. Me
gustaría saber con qué intención hizo la pregunta.

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Capítulo 2
Había avanzado bastante la mañana cuando Demelza dejó atrás Caerhays,
para acercarse a su casa y almorzar. Mientras atravesaba las tierras de Trenwith,
experimentó el deseo de detenerse para dedicar unos minutos a charlar amistosamente
con Verity. Era algo que Demelza extrañaba mucho, y a lo cual nunca podía
acostumbrarse. Pero Verity estaba en Falmouth, o quizá más lejos —según parecía, a
pesar de todos los malos presagios su matrimonio era feliz—; y ella, Demelza, había
sido la promotora activa del cambio, de manera que no podía quejarse. Ciertamente,
la fuga de Verity había sido la causa de una profunda separación de las familias, y a
pesar del espíritu de sacrificio demostrado por Demelza la Navidad anterior, la herida
no se había cerrado del todo. Ahora, la responsabilidad no correspondía a Francis.
Desde las enfermedades de la última Navidad y la muerte de la pequeña Julia, parecía
sumamente ansioso por demostrar su gratitud por lo que Demelza había hecho. Pero
Ross nada quería saber del asunto. El fracaso de la Compañía Fundidora Carnmore
constituía una barrera insuperable entre ellos. Y si lo que Ross sospechaba acerca del
asunto era acertado, Demelza no podía censurarlo. Pero ella se hubiera sentido mucho
más feliz si las cosas hubiesen seguido un curso distinto. Su carácter siempre prefería
un arreglo franco y sincero antes que la sospecha amarga y permanente.
Poco antes de perder de vista la casa, advirtió que Dwight Enys la seguía por el
camino, de modo que frenó su caballo para esperarlo. Al acercarse, el joven cirujano
se descubrió.
—Hermosa mañana, señora. Me alegro de ver que está gozando del aire puro.
—Con un propósito —dijo ella, sonriendo—. Todo lo que hago en estos tiempos
tiene algún propósito. Presumo que muy moral, si se lo quiere ver así.
Dwight retribuyó la sonrisa de Demelza —era difícil no hacerlo— y dejó que su
caballo avanzara al paso de la montura de Demelza. El camino tenía la anchura
suficiente para permitirles avanzar a la par. Con ojo profesional, el joven advirtió que
después de la enfermedad padecida en enero ella había quedado muy delgada.
—Supongo que todo depende de que el propósito sea realmente moral.
Demelza se recogió un mechón desordenado por el viento.
—Ah, eso no lo sé. Deberíamos preguntar al predicador. Estuve en Place House
atendiendo al ganado de sir John.
Dwight pareció sorprendido.
—Ignoraba que usted era experta en eso.
—No lo soy. Sólo ruego a Dios que la vaca Hereford de sir John mejore
prontamente. Si muere, no habré progresado nada.
—¿Y si vive?
Ella lo miró.
—¿Adónde iba, Dwight?
—A ver a algunos habitantes de Sawle. Está aumentando mi popularidad entre los

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pacientes que no pueden pagar. Choake es cada vez más perezoso.
—Y menos cordial. ¿Qué hay en el fondo de todo eso… ese intento de condenar a
Ross?
El médico pareció incómodo. Con el extremo suelto de las riendas golpeó la
manga de su chaqueta de terciopelo negro.
—Supongo que la ley…
—Oh, sí, la ley. Pero hay más. Desde cuándo la ley se preocupa tanto de los que
saquean un naufragio o maltratan un poco a unos cuantos aduaneros… Incluso
suponiendo que Ross haya participado en el asunto; y sabemos que no fue así. Es lo
que viene haciéndose desde que tengo memoria, e incluso desde hace varios siglos.
—No sé si eso es del todo exacto… no, no es del todo exacto. Haré cuanto sea
necesario para ayudar a Ross, y usted lo sabe…
—Sí, lo sé.
—Pero de nada sirve cerrar los ojos al hecho de que uno puede desafiar diez
veces a la ley, pero la undécima, si a uno lo atrapa, se prende como una sanguijuela, y
no descansa hasta que consigue su propósito. Así son las cosas. Por supuesto, en este
caso uno se pregunta si, ahora que la ley está actuando, no se ejercitan también otras
influencias…
—Hay hombres que andan por ahí haciendo preguntas… incluso a los Gimlett,
nuestros propios criados. ¡Apenas hay un cottage en el distrito que no haya recibido
la visita de estos individuos, y todos tratando de achacar la culpa a Ross! Sí, no dudo
de que es la ley, pero según parece, en este caso dispone de mucho tiempo y dinero…
aunque están malgastando ambos, porque su propia gente no lo traicionará, y más
vale que lo comprendan así. Ross tiene enemigos, ¡pero no entre los mineros que lo
ayudaron durante el naufragio!
Llegaron a la iglesia de Sawle, con su torre inclinada como la de Pisa, y Dwight
se detuvo a la entrada del bosque. Sobre la colina, varias mujeres trabajaban en una
ladera sembrada de trigo; ya habían formado parvas sobre los bordes, pero el centro
del campo estaba intacto, y la ladera parecía un pañuelo bordado.
—¿No entrará en la aldea?
—No, Ross seguramente está esperándome.
—Si existe —dijo Dwight—, si existe una influencia que nada tiene que ver con
la ley, yo no la atribuiría a pomposas nulidades como el cirujano Choake, que carecen
del dinero o la maldad necesarios para producir daños graves.
—Tampoco yo, Dwight. Nosotros tampoco lo creemos.
—No…
Demelza apretó más fuertemente el látigo de montar, pero no habló.
Dwight dijo:
—Para su información, le diré que hace doce meses que no veo a los Warleggan.
Ella dijo:
—Por mi parte, sólo conozco bien a George. ¿Cómo son los demás?

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—Los conozco muy poco. Nicholas, el padre de George, es un hombre duro, de
carácter dominante, pero tiene una reputación de honesto que no puede tomarse a la
ligera. Cary, el tío de George, es la eminencia gris, y si hay que hacer algo tortuoso
supongo que él se encargará del asunto. Aunque confieso que siempre se mostraron
muy amables conmigo.
Demelza desvió los ojos hacia el triángulo azul plata del mar que cerraba el
extremo del valle.
—Sansón, que perdió la vida en el naufragio, era primo de los Warleggan. Y hay
otros agravios entre Ross y George… aun antes de la compañía fundadora. Es un
momento oportuno para saldar viejas cuentas.
—Yo no me preocuparía demasiado por eso. La ley tendrá en cuenta únicamente
la verdad.
—No estoy segura de ello —dijo Demelza.

En la playa Hendrawna la escena era muy distinta de la que podía verse en


la caleta Trevaunance. Aunque había poca marejada alrededor de la rocas, el mar
golpeaba sobre la playa lisa y arenosa, y pendía una bruma baja en el aire benigno y
quieto. Mientras regresaba de su acostumbrada caminata matutina hasta las Rocas
Negras, Ross miró en dirección a los arrecifes, donde se habían levantado los
cobertizos de la Wheal Leisure, y apenas pudo distinguirlos a través de la bruma. Era
como caminar en un baño de vapor.
Desde la muerte de Julia y la iniciación del juicio contra él, Ross se había
impuesto ese paseo cotidiano. O si lo deseaba y el tiempo lo favorecía, salía en el
bote nuevo y navegaba hasta Santa Ana. Esa actividad no aliviaba su depresión, pero
lo ayudaba a recuperar la ecuanimidad para afrontar el resto de las tareas cotidianas.
Su hija había muerto, su primo lo había traicionado, la empresa fundidora en la cual
tanto había trabajado estaba en ruinas, y afrontaba acusaciones por las cuales muy
bien podían sentenciarlo a muerte o a la deportación, y si por casualidad sobrevivía al
juicio, pocos meses después debería soportar la quiebra y la prisión por deudas. Pero
entretanto, había que sembrar y cosechar los campos, y extraer y vender cobre. Había
que vestir, alimentar y rodear de afecto a Demelza, por lo menos en la medida en que
ahora él podía brindar afecto a nadie.
La muerte de Julia había sido el golpe más duro. Demelza había sufrido tanto
como él, pero la suya era una naturaleza más flexible, y respondía involuntariamente
a estímulos que para él significaban poco. Una celidonia que florecía fuera de
estación, una carnada de gatitos descubiertos en un desván, el cálido sol después de
un período de frío, el olor de la primera brazada de heno: para ella todo eso constituía
siempre un alivio temporal, y por eso el dolor tenía menos posibilidad de herirla.
Aunque él no lo advertía, gran parte del afecto que se había manifestado durante todo
ese año provenía de Demelza.

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Después de las tormentas de Navidad el invierno había sido tranquilo, pero Ross
pensaba que no había calma en la región, del mismo modo que él tampoco la tenía.
Los precios del cobre se habían elevado apenas lo indispensable para determinar un
pequeño aumento en la ganancia de las minas que estaban explotándose, y en todo
caso nada que justificase la iniciación de nuevas explotaciones o la reapertura de las
antiguas. La vida estaba muy próxima al nivel de supervivencia.
Cuando salió de la playa y pasó el muro derruido vio a Demelza, que bajaba por
el valle, y ella lo vio casi al mismo tiempo, y lo saludó con la mano, y él respondió.
Se reunieron en la casa; él la ayudó a desmontar y entregó el caballo a Gimlett, que
había acudido presuroso.
—Te vestiste para tu salida de la mañana —dijo Ross.
—Me pareció que no estaba bien que me viesen desaliñada, como si no importara
que soy la señora Poldark.
—En este momento, algunos opinarán precisamente así.
Ella lo tomó del brazo y lo obligó a acompañarla en un recorrido por el jardín.
—Mis malvalocas no crecen tan bien este año —dijo—. Exceso de lluvias. Todos
los cultivos están retrasados. Necesitaríamos un mes de septiembre cálido y seco.
—Habrá una atmósfera muy pesada en el tribunal.
—No estaremos todo el mes en la sala del tribunal. Solamente un día. Y después
quedarás libre.
—¿Quién lo dice? ¿Estuviste consultando a tus brujas?
Demelza se detuvo para retirar un caracol que estaba bajo una hoja de primavera.
Lo sostuvo con desagrado entre el índice y el pulgar enguantados.
—Nunca sé qué hacer con ellos.
—Déjalo sobre esa piedra.
Así lo hizo, y se volvió mientras él lo pisaba.
—Pobre criaturita. Pero comen tanto; no me importaría si se contentasen con una
hoja o dos… Ross, hablando de brujas, ¿has oído hablar de una enfermedad de las
vacas llamada de la «cola quebrada»?
—No.
—Se paralizan las patas traseras y se aflojan los dientes.
—Los dientes de una vaca siempre están flojos —dijo Ross.
—Y la cola tiene un aspecto extraño, como si estuviese desarticulada… uno diría
que se ha fracturado. De ahí el nombre. ¿Te parece que puede curarse abriendo la cola
y aplicando una cebolla hervida?
Ross dijo:
—No.
—Pero no haría ningún daño si de todos modos la vaca se cura, ¿verdad?
—¿Qué estuviste haciendo esta mañana?
Ella miró el rostro distinguido y huesudo.
—Me encontré con Dwight en el camino de regreso. Asistirá al juicio.

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—No veo por qué debe ir. Por lo que sé, la mitad de Sawle y Grambler asistirá.
Será un verdadero carnaval romano.
Continuaron paseando en silencio. El jardín estaba inmóvil bajo las nubes bajas, y
las hojas y las flores parecían mostrar la sustancia más cálida y firme de las cosas
permanentes. Ross pensó: «No hay cosas permanentes, sólo momentos fugaces de
calidez y fraternidad, maravillosos segundos de quietud en una sucesión de días
inquietantes».
Comenzó a llover, y ambos entraron en la casa y permanecieron un minuto frente
a la ventana de la sala, contemplando las grandes gotas que salpicaban las hojas del
árbol de lila y dibujaban manchas oscuras. Cuando de pronto comenzó a llover,
Demelza sintió el impulso instintivo de ir a ver si Julia dormía afuera. Quiso decírselo
a Ross, pero se contuvo a tiempo. Rara vez mencionaban el nombre de la niña. A
veces ella sospechaba que Julia era como un obstáculo levantado entre ellos, y que si
bien él hacía todo lo posible por no pensar en el asunto, todavía recordaba el riesgo
que ella había afrontado tratando de ayudar a la gente de Trenwith.
Demelza dijo:
—¿No deberías volver a ver al señor Pearce?
Ross rezongó:
—Ese hombre me irrita. Cuanto menos lo vea, tanto mejor. Demelza respondió
serenamente:
—Como sabes, están en juego mi vida y también la tuya.
Él la abrazó.
—Vamos, vamos. Si algo me ocurriera, aún tienes muchos años de vida. La casa y
la tierra serán tuyas. Serías la principal accionista de la Wheal Leisure. Y tendrías una
obligación: hacia la gente y la comarca…
Ella lo interrumpió:
—No, Ross, nada tendré. Volveré a ser una mendiga. La tosca hija de un
minero…
—Serás una bella joven de poco más de veinte años, con una pequeña propiedad
y un montón de deudas. Aún tendrás que vivir lo mejor de tu vida…
—Vivo únicamente por ti. Me hiciste lo que soy. Me haces creer que soy bella,
me haces creer que soy la esposa de un caballero…
—Tonterías. Estoy seguro de que volverás a casarte. Si yo desapareciera, te
encontrarías requerida por hombres de todo el condado. No lo digo por halagarte; no
es más que la verdad. Podrías elegir entre docenas de individuos…
—Jamás volveré a casarme. ¡Jamás!
La mano de Ross oprimió la de Demelza.
—Aún estás muy delgada.
—No es así. Deberías saber que no es así.
—Bien, digamos esbelta. Tu cintura solía ser más redonda.
—Sólo después que nació Julia. Entonces… era distinta. —Bien, ahora la había

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mencionado.
—Sí —dijo él.
Guardaron silencio un minuto o dos. Los ojos azules de Ross mostraban
entornados los párpados, y ella no podía leer la expresión de su rostro.
Demelza dijo:
—Ross.
—¿Sí?
—Quizá más tarde parezca diferente. Tal vez tengamos otros hijos.
Él se apartó de la joven.
—No creo que a un niño le agrade tener por padres a un recluso… Me gustaría
saber si la comida está lista.

Cuando Dwight se separó de Demelza, descendió, montado en su caballo,


un empinado y angosto camino que llevaba a la aldea de Sawle, entre el burbujeo de
las aguas del arroyo y el estrépito de las estamperías de estaño. Hacía poco que había
llegado a la región, siendo todavía un médico joven e inexperto con ideas radicales
acerca de la medicina; pero en su vida, ese lapso parecía una década entera. Durante
ese período había conquistado la confianza y el afecto de los pobladores a los cuales
atendía, había infringido inexcusablemente su juramento hipocrático, y después, con
un esfuerzo doloroso, había reconquistado por completo el terreno perdido a los ojos
de los habitantes, que achacaban la culpa a la muchacha, y muy parcialmente a sus
propios ojos, siempre severos y críticos.
Había aprendido mucho. Que la humanidad era infinitamente variable e
infinitamente contradictoria, de modo que el tratamiento era siempre una
combinación de pacientes, experimentos y ensayos; que a menudo el cirujano y el
médico no eran más que espectadores de los combates que se libraban ante sus ojos;
que la ayuda exterior no era ni con mucho tan poderosa como la habitual capacidad
de recuperación del cuerpo, y que a veces las drogas y los brebajes tanto podían
perjudicar como ayudar.
Si hubiera sido un hombre satisfecho de sí mismo hasta cierto punto le habría
confortado el hecho de que sabía todo eso, pues muchos de los cirujanos y los
médicos que conocía no habían aprendido nada parecido en el curso de una vida
entera, y era probable que jamás lo aprendiesen. Evitaba a los miembros de su propia
profesión, porque siempre acababa disputando con ellos. Su único consuelo era que a
menudo también disputaban entre ellos, pues tenían un solo elemento común, la
absoluta y abrumadora confianza en que su propio método era infalible, un
sentimiento que de ningún modo parecía conmoverse cuando moría uno de los
pacientes. Si un enfermo moría mientras lo trataban, la culpa era del enfermo, no del
método.
Dwight no sabía a ciencia cierta qué creía el doctor Thomas Choake. Desde la

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última pelea se habían visto poco; pero como ejercían la profesión más o menos en el
mismo territorio, era natural que hubiese contactos ocasionales. Choake siempre tenía
a mano un remedio —a veces incluso parecía haber elegido el remedio antes aún de
ver al paciente—. Pero Dwight nunca pudo determinar si estos remedios respondían a
una teoría dada de la medicina, o simplemente a los impulsos de su propio cerebro.
Ese mediodía Dwight tenía que visitar a varios pacientes, y ante todo debía ver a
Charlie Kempthorne. Dos años antes, Kempthorne había padecido consunción en
ambos pulmones, si bien estaban afectados únicamente los extremos superiores; pero
esto hubiera bastado para llevarlo a la tumba. Ahora, aparentemente, estaba bien, y lo
había estado todo el año; no había tosido, había engordado y trabajaba otra vez, no en
las minas, sino fabricando velas. Como Dwight había supuesto, estaba en su casa,
sentado a la puerta del cottage, y trabajaba con una gruesa aguja e hilo. Cuando vio al
médico, en su rostro delgado y muy bronceado se dibujó una sonrisa; y el hombre se
puso de pie para saludarlo.
—Pase, señor. Me alegro de verlo. Estuve guardándole unos huevos, y esperando
que llegase.
—Me marcho en seguida —dijo Enys—. Es una visita sólo para comprobar si
sigue mis instrucciones. De todos modos, gracias.
—No es difícil aplicar el tratamiento. Aquí estoy, seco y caliente, un día con otro,
cosiendo… y ganando más dinero que en la mina.
—¿Y Lottie y May? —Kempthorne tenía dos niñas flacuchas de cinco y siete
años. Había perdido a su esposa, ahogada en un accidente tres años antes.
—Están en casa de la señora Coad. Aunque me gustaría mucho saber qué
aprenderán allí. —Kempthorne se llevó el hilo a la boca para humedecerlo, e hizo una
pausa, sosteniendo el hilo entre el índice y el pulgar, mientras miraba con expresión
astuta a su interlocutor—. Seguramente ya sabe que hay más casos de fiebre. La tía
Sara Tregeagle me pidió que se lo dijera.
Dwight no contestó, porque en general le desagradaba hablar de enfermedades
con sus pacientes.
—Están enfermos los Curnow, y Betty Coad y los Ishbel, ella me pidió que se lo
dijera. Por supuesto, es natural que sea así en agosto.
—Esta es una vela grande y de buena calidad.
Charlie sonrió.
—Sí, señor. Para la One and all de Santa Ana. Necesita mucha tela.
—¿Aceptaría fabricar velas también para los buques de los aduaneros?
—Solamente si pudiera coserlas de modo que se rompiesen cuando están
persiguiendo a otros.
Desde allí hasta el sector abierto que estaba al pie de la colina no era seguro
montar a caballo, de modo que Dwight caminó lentamente por el camino empinado e
irregular. Esos cottages, los mejores de la aldea, ocupaban un lado del camino; del
otro, más allá del promontorio cubierto de vegetación, el valle descendía bruscamente

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hasta una hondonada por donde un tramo del río Mellingey corría hacia el mar y
accionaba las forjas de estaño. Cada casa estaba unos dos metros debajo de la que
ocupaba el vecino, y en la última Dwight ató su caballo. Mientras golpeaba la puerta,
un rayo de dorada luz del sol se filtró entre las nubes e iluminó el grupo de cottages,
más abajo, bañando los techos con un resplandor húmedo que era anticipación de
lluvia.
Aquí vivía Jacka Hoblin, que tenía su propia estampadora de hojalata, su esposa
Polly, su hija Rosina —que era medio inválida— y la hija menor, Parthesia, una vivaz
criaturita de once años; y ella fue quien abrió la puerta. Abajo, el cottage tenía dos
cuartitos con suelo de cal apagada, y en uno de ellos Rosina ejecutaba su trabajo
como costurera y fabricante de zuecos. Parthesia dijo que su madre estaba acostada, y
saltando delante del médico subió ágilmente la escalera exterior de piedra que llevaba
al desván con techo de vigas, donde todos dormían. Después de conducir al visitante,
se alejó rápidamente en busca de su padre, que según la niña también estaba enfermo.
Polly Hoblin, que tenía cuarenta años y aparentaba casi sesenta, saludó con
simpatía al médico; y Dwight retribuyó la sonrisa, al mismo tiempo que observaba
todos los síntomas usuales de un ataque de fiebre terciana: temblores en los
músculos, el rostro pálido y manchado, los dedos blancos inertes. Era un ataque
particularmente agudo. Pero era alentador que lo hubiesen llamado —aunque de un
modo renuente, y como disculpándose— para que tratara el caso. Dos años antes, la
gente que padecía las enfermedades corrientes compraba drogas, cuando podía
pagarlas, a Irby, el droguista de Santa Ana, o a una de las viejas del vecindario;
ciertamente, nunca se atrevían a llamar al doctor Choake —como no fuera cuando se
rompían una pierna o se encontraban in extremis—. Estaban comenzando a apreciar
lentamente el hecho de que el doctor Enys se ponía a atender a la gente que podía
pagar sólo en especie, o ni siquiera así. Por supuesto, estaban los que decían que él
hacía experimentos con los pobres; pero siempre había que contar con las lenguas
poco caritativas.
Preparó una dosis de quina para la mujer; y cuando vio que el líquido pasaba
entre los dientes apretados, le dejó dos porciones de polvos contra la fiebre que debía
tomar más tarde, y una dosis de sal policresta y ruibarbo para la noche. En ese
momento la habitación se oscureció, porque en la puerta había aparecido la figura de
Jacka Hoblin.
—Buenos días, doctor. Thesia, ve abajo y tráeme un trapo. Estoy traspirando
como un toro. Bien, ¿qué le pasa a Polly?
—La fiebre intermitente. Debe guardar cama por lo menos dos días. ¿Y usted?
Creo que tiene lo mismo. Por favor, acérquese a la luz.
Cuando se aproximó, Dwight olió el fuerte aroma del gin. De modo que era uno
de los períodos de embriaguez de Jacka. Parthesia se acercó bailoteando con un trozo
de tela roja, y el hombre lo usó para enjugarse la frente perlada de sudor. El pulso de
Jacka era tenue, regular y rápido. La fiebre estaba más evolucionada, y sin duda le

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provocaba una sed abrumadora.
—Tengo un poco. Pero es mejor moverse, no dejarse aplastar entre las mantas.
Cuanto más rápido se mueve uno, antes desaparece.
—Vea, Hoblin, quiero que ahora tome esto, y este polvo disuelto en agua antes de
acostarse por la noche. ¿Entiende?
Jacka se pasó una mano por los cabellos en desorden y lo miró hostil.
—No me gustan los brebajes de los médicos.
—Aun así debe tomarlo. Mejorará mucho.
Los dos hombres se miraron fijamente, pero el prestigio de Dwight se impuso a la
resistencia de Hoblin; y con cierta satisfacción el médico vio que el hombre ingería la
fuerte dosis de tártaro soluble. El polvo reservado para la noche, si Hoblin consentía
en beberlo, contenía diez granos de jalapa; pero eso no importaba mucho. Dwight
sentía más preocupación por la salud de las tres mujeres que por la del hombre.
Cuando salía vio a Rosina que subía la ladera de la colina con una jarra de leche.
Tenía diecisiete años, y sus bellos ojos aún no se habían arruinado en interminables
horas de coser con mala luz. Cuando se encontró con el médico, la joven se rio e hizo
una reverencia.
—Tu familia habrá mejorado mañana. Cuida que tu madre tome la medicina esta
noche.
—Eso haré. Gracias, señor.
—Tu padre… ¿provoca dificultades cuando está bebido?
La joven se sonrojó.
—Señor, suele enojarse bastante; yo diría que entonces es difícil tratarlo.
—Y… ¿es violento?
—Oh, no, señor… o rara vez. Y después trata de disculparse.
Dwight pasó frente a la ventanita en arco del negocio de la tía Mary Rogers, y
llegó al grupo de ruinosos cottages que estaban al pie de la colina; era el lugar
llamado Guernseys. Aquí comenzaba el sector más sórdido. Ventanas cubiertas con
tablas y harapos, puertas apoyadas contra la pared al lado de las aberturas que debían
cerrar, pozos negros abiertos, unidos por los caminos que seguían las ratas, techos
rotos y cabañas anexas a los cottages, y en medio de todo eso niños semidesnudos
que gateaban y jugaban. Siempre que visitaba el lugar, Dwight tenía conciencia de
sus propias ropas decentes: eran fenómenos que pertenecían a otro mundo. Golpeó en
el primer cottage, sorprendido de ver cerradas las dos mitades de la puerta. Una
semana antes había atendido el nacimiento del primogénito de Betty Carkeek,
después que dos pescaderas parteras habían cometido toda suerte de torpezas y
fracasado.
Oyó llorar al bebé, y después de un minuto entero Betty se acercó a la puerta, y
abrió cautelosamente la mitad superior.
—Oh, es usted, señor. Pase. —Betty Carkeek, de soltera Coad, no era la clase de
mujer que perdía fácilmente el ánimo, pero se había sentido aliviada cuando el cuarto

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y el quinto día pasaron sin indicios de fiebre puerperal. Ahora podía arreglárselas
bastante bien. El médico la siguió al interior de la choza de piedra (apenas era más
que eso) agachando la cabeza al pasar el umbral, y vio a Ted Carkeek sentado frente a
un pequeño fuego, removiendo cierto brebaje de hierbas. Hacía apenas un mes que
Ted y Betty se habían casado, pero permanecer en casa cuando había que trabajar y
era muy difícil conseguir empleo, parecía un modo muy extraño de mostrar afecto.
Dwight saludó al joven con un gesto de la cabeza y fue a mirar al bebé. Ted se
puso de pie y comenzó a salir, pero Betty lo detuvo, y él gruñó y volvió a vigilar su
brebaje. El niño estaba congestionado por un enfriamiento, y respiraba agitadamente;
Dwight se preguntó qué habría hecho la inexperta joven; siempre había que luchar
contra la ignorancia y el descuido.
—Betty, ¿su madre estuvo aquí?
—No, señor. Mi madre está un poco enferma.
—Naturalmente. —Kempthorne había mencionado a la familia Coad—. ¿La
fiebre terciana?
—Sí, creo que es eso.
La sustancia puesta al fuego comenzó a burbujear, y se oyó un chisporroteo
cuando algunas gotas cayeron sobre las llamas. Del hogar brotó humo, y se elevó
hacia las vigas ennegrecidas.
—¿Y usted?
—Oh, estoy bien. Pero Ted…
—Cierra la boca —dijo Ted desde el hogar.
Dwight no le prestó atención.
—Se ha levantado antes de tiempo —dijo a la joven—. Si Ted se queda en casa,
puede cuidarla.
—Más bien yo tengo que cuidarlo.
Ted hizo otro movimiento impaciente, pero ella continuó:
—Ted, deja que el médico te vea. No ganarás nada cociendo hierbas junto al
fuego. Bien sabemos que él nunca contará nada.
Después de un momento, Ted se puso en pie de mala gana y se acercó a la luz que
entraba por la puerta.
—Me lastimé el hombro, eso es todo. De nada servirá que lo vea.
Dwight apartó la rústica tela que el muchacho se había puesto sobre el hombro.
Una bala de mosquete había entrado cerca del hueso y rebotado, dejando una herida
bastante limpia. Pero ahora estaba inflamada, y la cataplasma de hojas de milenrama
hervidas no había mejorado el asunto.
—¿Tienen agua limpia? ¿Qué está hirviendo sobre el fuego?
Dwight comenzó a vendar la herida, sin formular ningún comentario acerca de las
circunstancias. Y como no preguntó, le brindaron una explicación, si bien sólo
después que terminó el vendaje y sangró al paciente, y cuando ya se disponía a salir.
Ted Carkeek se había unido con cuatro amigos; tenían una frágil embarcación con la

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cual si hacía buen tiempo se aventuraban en el largo y peligroso viaje a Francia, para
cargar bebidas, llevarlas a Cornwall y venderlas. No era una empresa a gran escala,
como la del señor Trencrom; pero con cuatro o cinco viajes anuales se las arreglaban
para vivir. Habían partido el sábado para regresar el miércoles, y se habían acercado a
la caleta de Vaughan, un lugar de la playa que a veces se conectaba con la caleta de
Sawle; y allí habían encontrado a Vercoe y a otros dos aduaneros, que esperaban para
detenerlos. Habían empezado a pelear y la embarcación se hundió, porque en la
confusión había encallado en las rocas; Ted Carkeek recibió un disparo en el hombro.
Un asunto desagradable y que podía tener repercusiones.
—No estábamos haciendo nada malo —dijo indignado Ted—. Sólo queremos
ganar un poco, como hace otra gente… y ahora tenemos que empezar todo de nuevo,
si podemos. Y bien puede ocurrir que los soldados vengan a revisar las casas, como
hicieron en Santa Ana.
Betty dijo:
—Todos querríamos saber cómo supieron los aduaneros dónde pensaban
desembarcar. No es natural. Alguien estuvo hablando.
Dwight cerró su maletín de cuero, y dirigió una última e inquieta mirada en
dirección al niño. Era tan pequeño que poco podía hacerse; de todos modos, la señora
Coad se ocuparía sin duda de que su hija le desobedeciese, y le daría algún brebaje
que ella hubiera preparado. El niño sobreviviría o no según su propia constitución.
Dijo ahora:
—Los aduaneros tienen el oído fino. Ted, debe descansar ese hombro. No trabaje
por lo menos durante una semana.
—Y no es la primera vez —dijo Ted—. El viejo Pendarves y Foster Pendarves
fueron detenidos en abril con las manos en la masa. Yo digo que no es natural.
—¿Mucha gente de la aldea estaba enterada?
—Oh… sí, creo que sí. Es difícil que no lo adivinen cuando uno se ausenta la
mitad de la semana, pero pocos sabían dónde pensábamos desembarcar. Eso lo sabían
sólo seis o siete. Si pudiera ponerle la mano encima al que no supo frenar la lengua, o
lo que es peor, al que nos denunció…
El cuarto estaba oscuro y hedía; Dwight sintió el súbito impulso de elevar las
manos hacia las vigas inclinadas, y desencajarlas. Tanto habría valido que esa gente
viviera en una caverna, sin luz ni sol.
—Betty, ¿tiene otros familiares enfermos?
—Bien, yo no diría tanto. Joan y Nancy también tienen fiebre, pero traspiran
mucho, y ya están curándose.
—¿Estuvieron atendiendo a su bebé?
Betty lo miró, más deseosa de decir la palabra apropiada que la verdad.
—No, señor —dijo al fin.
Dwight recogió su maletín.
—Bien, no permita que se acerquen. —Se volvió para salir—. Ted, tenga cuidado

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con sus sospechas. Sé que es fácil dar consejos, pero cuando uno empieza a sospechar
de la gente no es fácil saber dónde detenerse.
Mientras salía del cottage y cruzaba la plaza hacia los depósitos de pescado,
donde varias familias sobrevivían dificultosamente, meditaba en los problemas que le
había acarreado el brote de fiebre. Todo el verano lo había inquietado la renovada
virulencia de esa enfermedad estacional —y dicha virulencia se refería no sólo al
hecho de que en algunos casos, como el de la señora Hoblin, la enfermedad cobraba
una gravedad inusitada, sino a la aparición de nuevos síntomas cuando la gente
hubiera debido recuperarse—. Aparecían decoloraciones de la piel, focos de
inflamación, y después una debilidad más acentuada. Dos niños habían muerto poco
antes —al parecer como consecuencia de esa nueva forma— y varios adultos estaban
mucho más enfermos de lo que hubiera sido lógico suponer. Incluso los niños que
mejoraban se sentían débiles y tenían la piel amarilla, los vientres blandos y las
piernas flojas. Si comenzaba una epidemia de sarampión, morirían como moscas.
Había ensayado toda la serie de sus armas favoritas, pero ninguna parecía producir el
más mínimo efecto. A veces Dwight se preguntaba si había llegado el momento de
anunciar una nueva enfermedad, la enfermedad carencial, para englobar los síntomas
que él había descubierto.

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Capítulo 3
Ross cabalgó hacia Truro el lunes siguiente. Demelza hubiera debido
acompañarlo, pero intuyó que él prefería viajar solo. Ahora solía mostrar a menudo
ese estado de ánimo.
Cuando llegó a Truro, Ross se dirigió inmediatamente a la casa del señor
Nathaniel Pearce.
En el mes de febrero, cuando el aparato de la ley había comenzado a actuar de un
modo tan súbito e inesperado, Ross aún sentía los peores efectos de su duelo y sus
diferentes fracasos, y así había soportado, con irritación y resentimiento, las
preguntas del funcionario judicial. Era muy evidente que debía permitir que lo
representase un abogado. ¿Y quién mejor que el señor Pearce, que era su notario y lo
había sido de su padre, además de consocio de la Wheal Leisure y acreedor por la
suma de mil cuatrocientas libras?
Pero durante los meses de espera Ross sintió varias veces el impulso de introducir
un cambio decisivo antes de que fuese demasiado tarde. Pearce era un buen
negociador, inclinado a los asuntos de carácter comercial, un individuo bastante
agudo y hábil en los casos de dinero; pero en los juicios penales convenía contar con
hombres más jóvenes y ágiles. Además, en la agria disputa que había estallado entre
dos grupos de la región durante los últimos años, Pearce era uno de los pocos que aún
tenía un pie en cada campo. Era amigo de Ross y de los Warleggan. Era accionista de
la Wheal Leisure, y sin embargo tenía cuenta con los Warleggan… aunque a veces
representaba legalmente a Pascoe. Era amigo personal del doctor Choake, pero había
prestado dinero a Dwight Enys. En principio todo eso estaba muy bien; la objetividad
y la imparcialidad eran cualidades admirables, pero recientemente, cuando la última
lucha había dejado una secuela de ruinas y hogares destruidos, esa virtud ya no
parecía tan saludable.
Ross lo encontró más reanimado que de costumbre. Se le había aliviado la gota
crónica que padecía, y aprovechaba su nueva movilidad para descargar un ataque
furioso sobre cajas de antiguos documentos legales que llenaban la habitación. Un
empleado y un cadete colaboraban en la orgía, trasladando cajas al escritorio del
notario, y retirando después los pergaminos amarillos y crujientes, los mismos que el
señor Pearce leía y arrojaba al suelo.
Cuando vio a Ross, dijo:
—Bien, capitán Poldark; qué agradable sorpresa; tome asiento, si encuentra
dónde. Noakes, desaloje una silla para el capitán Poldark. Precisamente estoy
despachando algunos asuntos viejos. Nada actual, ya me entiende; separo papeles
viejos que pueden eliminarse. Espero que usted estará bien; este tiempo inestable es
bueno para algunos. —Arrojó al suelo una docena de papeles apolillados, y se arregló
la peluca—. Mi hija me decía ayer… Noakes, llévese estas cajas: los papeles de
Basset y de Tresize deben permanecer intactos… Esto es una pequeña broma, capitán

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Poldark, si uno conoce el tema de los archivos de 1705… Por supuesto, las familias
más antiguas esperan que su abogado conserve toda la correspondencia pertinente;
pero el espacio es un verdadero problema; necesitaría varios sótanos. Mi hija me
decía que los veranos húmedos son veranos saludables. ¿Usted concuerda en ello?
—No lo distraeré mucho tiempo —dijo Ross.
Pearce lo miró y dejó sobre la mesa el manojo de papeles que había levantado.
—Por supuesto —dijo—. Comprendo… en fin, dispongo de un momento. Hay
que discutir una o dos cosas. Noakes… y usted, Biddle… salgan de aquí. Dejen las
cajas. Dios mío, Dios mío, no sobre el escritorio. Eso mismo… Ahora, capitán
Poldark, ya estamos cómodos. Un minuto para remover el fuego…
De modo que se instalaron en la habitación, sobrecalentada y atestada de papeles,
y el señor Pearce se rascó e informó a Ross de las disposiciones adoptadas hasta ese
momento en relación con el juicio. Las sesiones se inaugurarían formalmente el
sábado cuatro, aunque no se desarrollaría ninguna actividad hasta el lunes. Se exigía
la presencia de Ross ante el alcaide de la cárcel a más tardar el jueves dos. El
honorable señor Wentworth Lister y el honorable señor H. C. Thornton, dos de los
jueces de Su Majestad del Tribunal de Juicios Comunes, debían entender en los
casos. Probablemente H. C. Thornton se ocuparía del aspecto nisi prives y Wentworth
Lister atendería los casos de la Corona. Las listas eran muy nutridas, porque cuando
debían haberse celebrado las sesiones de invierno, Launceston estaba tan afectada por
la fiebre que los abogados habían rehusado acudir, de modo que todos los casos se
habían postergado hasta el verano. Sin embargo, era probable que el proceso de Ross,
al que se atribuía importancia, se ventilara el martes o el miércoles.
—¿Quién es el fiscal de la Corona?
—Creo que Henry Bull. Me hubiera gustado otra persona… aunque le prevengo
que nunca lo vi, no lo conozco, excepto de oídas; y según dicen es un poco duro. Por
lo que sé no es un gran abogado, pero trata de obtener fallos condenatorios. En fin,
así son las cosas. Usted, capitán Poldark, contará con muchas simpatías; y todo
ayuda, se lo aseguro; es cosa muy importante cuando hay que lidiar con un jurado. —
Pearce se inclinó hacia delante con el atizador en la mano y volvió a remover el
fuego.
—Buena voluntad y mala voluntad —dijo Ross, observando el rostro de su
interlocutor.
—Ciertamente, no estoy enterado de que haya mala voluntad. Por supuesto,
puede haberla; todos tenemos enemigos; es difícil vivir sin hacerse enemigos. Pero
creo que no son muchos los que, debiendo afrontar un juicio, consiguen que dos
magistrados paguen el dinero de la fianza. Lo cual, después de las cosas que usted
dijo, me parece un verdadero homenaje. Usted se mostró un tanto… ejem…
temerario, por decirlo así, como ya se lo señalé anteriormente.
—Me limité a decir lo que pensaba.
—Oh, no lo dudo; ciertamente. Pero si puedo aventurar una sugerencia… capitán

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Poldark, no siempre conviene decir exactamente lo que uno piensa sin atender a las
circunstancias… es decir, si uno desea… ejem… en este caso, puesto que lord
Devoran y el señor Boscoigne simpatizan con usted, podría haberse hallado cierta…
cierta fórmula, si usted no se hubiese comprometido tan entusiastamente. Confío en
que, cuando llegue el momento en que usted hable ante el tribunal, prestará mayor
atención a su seguridad. En mi opinión, lo digo con toda humildad, mucho dependerá
de la actitud que adopte.
—Es decir, mi vida dependerá de ello. —Ross se puso de pie y se acercó a la
ventana, abriéndose paso entre los papeles.
—Esperemos que eso no esté en juego. Dios mío, no. Pero recuerde que tendrá
que considerar los sentimientos del jurado… siempre son muy susceptibles a las
buenas y las malas impresiones. Créame, su actitud influirá mucho. Por supuesto, el
abogado le aconsejará en el momento oportuno… y confío en que usted aceptará el
consejo.
Ross miró una araña que se deslizaba hacia el centro de su tela en un rincón de la
ventana.
—Vea, Pearce, una cosa no hice, y debo salvar la omisión… quiero hacer
testamento. ¿Puede ordenar que lo redacten… ahora mismo, de modo que pueda
firmarlo antes de salir?
—Caramba, sí, no es imposible si pueden obviarse las condiciones testamentarias.
Noakes puede hacerlo ahora mismo.
—No será nada complicado. Un enunciado claro y directo, en que indico que dejo
a mi esposa todas mis deudas.
Pearce recogió un libro, y con gesto distraído pasó el dedo sobre el lomo, como
limpiándole el polvo.
—Espero que la situación no sea tan grave, ¡ja, ja! Las cosas están un tanto
difíciles ahora, pero sin duda mejorarán.
—Mejorarán si se permite que mejoren. Si las cosas salen mal en Bodmin, usted
difícilmente recuperará su dinero. De modo que en honor de la justicia y de sus
propios intereses le conviene asegurar mi libertad. —En los ojos de Ross había una
leve expresión de ironía.
—Por supuesto, por supuesto. Créame, todos haremos cuanto sea posible. Mucho
depende del jurado. Confieso que me sentiría mucho más tranquilo si no llegasen
noticias tan graves de Francia. Tenemos que afrontar la situación. Esos disturbios en
Redruth durante el otoño; hace diez años habría entendido en el asunto un juez de
menor categoría… ahora, un ahorcado y dos deportados… —El señor Pearce se rascó
bajo la peluca—. ¿Desea que llame a Noakes?
—Se lo ruego.
El abogado abandonó su sillón y tocó la campanilla.
—Aún necesitamos completar la declaración de la defensa. Si piensa declararse
no culpable es esencial que…

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Ross se apartó de la ventana.
—Dejemos eso. Hoy no estoy de humor. Cuando falten pocos días para ingresar
en la cárcel quizá me decida a considerar el asunto…

Había una invitación pendiente a comer con los Pascoe, y cuando Ross
salió de la oficina del señor Pearce ya eran las dos, de modo que caminó sin prisa
hacia el banco, que estaba en la calle Pydar. Otro día con mal tiempo; agosto se
mostraba implacable. Un viento frío del noroeste provocaba intensos chaparrones, y
el sol intenso que asomaba de tanto en tanto no tenía tiempo de secar las calles antes
de que las nubes se abriesen de nuevo sobre la tierra. En esa ciudad, donde había
hilos de agua que corrían por el costado de las calles incluso en los veranos más secos
y donde burbujeaban arroyos semiocultos en cada callejón, una ciudad de la cual
nadie podía salir como no fuera atravesando un puente o un vado, el paseante tenía la
sensación de que todo estaba saturado de agua. En los lugares bajos, los estanques
lodosos sumergían lentamente los adoquines, y se unían para formar pequeños lagos.
Con el fin de evitar uno de ellos, que cubría la mitad de la calle Powder, Ross
dobló por la calle de la Iglesia, y el viento, que súbitamente había cobrado renovado
impulso, agitó la cola de su levita y trató de arrancarle el sombrero. Otro hombre que
marchaba detrás no tuvo tanta suerte, y un sombrero de fieltro negro con un ancho
reborde rodó sobre los adoquines húmedos y terminó a los pies de Ross. Este lo
levantó, y cuando el propietario se acercó vio que era Francis. Tantas cosas habían
ocurrido en la relación de los dos primos desde la irritada escena del mes de julio, que
se encontraron como extraños, dos hombres que recordaban los antiguos
sentimientos, pero ya no los experimentaban.
—Por Dios —dijo Francis—. Un viento imposible. Me empujó a este callejón
como si hubiera sido una hoja. —Aceptó el sombrero, pero no volvió a ponérselo.
Sus cabellos continuaron agitándose a causa del viento—. Gracias, primo.
Ross asintió levemente y se aprestó a seguir su camino.
—Ross…
Se volvió. Advirtió que Francis estaba más delgado. Ya no se percibía la antigua
insinuación de obesidad; pero eso no le confería un aire más saludable.
—¿Sí?
—Nos vemos muy de vez en cuando, y no dudo de que incluso eso te parece
demasiado. No critico tu actitud; pero quiero decir un par de cosas, no sea que
transcurra otro año antes de que vuelva a presentarse la oportunidad.
—¿Bien? —Los ojos inquietos de Ross parecían mirar un punto situado a
espaldas de Francis.
Francis se levantó el alto cuello de terciopelo de su chaqueta.
—Hablar con este viento es irritante. Caminaré contigo unos pasos.
Echaron a andar. Francis no dijo palabra hasta que llegaron a la iglesia de Santa

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María y doblaron siguiendo la empalizada del cementerio.
—Se trata sobre todo de dos asuntos. Quizá no aceptes mis buenos deseos, ni
estés con ánimo de apreciarlos, pero debes saber que cuando el mes próximo vayas a
Bodmin, de todos modos te acompañarán.
—Gracias.
—El segundo asunto es que si mi ayuda puede servirte de algo, estás en libertad
de reclamarla.
—No creo que me sirva de nada.
—Tampoco yo lo creo, por lo menos en lo esencial, porque de lo contrario la
habría ofrecido antes. Pero si se da el caso…
Vaciló y dejó de hablar y caminar. Ross esperó. Francis golpeaba con su bastón
los tablones de la empalizada.
—No dudo de que las tumbas son un lugar apropiado para las confidencias. Si las
cosas toman un mal sesgo el mes próximo, ¿cómo queda Demelza?
Ross alzó la cabeza, como si hubiese cobrado conciencia de un desafío, no de
Francis, sino de esta circunstancia que comenzaba a perfilarse claramente en el
espíritu de esa gente tanto como en el suyo propio.
—Conseguirá arreglárselas. ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque puedo prestar ayuda, en diferentes formas. Sin duda, estoy casi tan
quebrado como tú, o peor aún; pero si después del mes próximo tú estás encarcelado
y yo en libertad, ella puede dirigirse a mí en caso de que necesite ayuda o consejo.
Aún tengo cierto prestigio en el condado, y dispongo de una reserva financiera. Puede
disponer de esa suma si la necesita, o de cualquier otra cosa que yo posea.
Ross sintió el impulso de decir: «Qué, acudir a un traidor y un ladronzuelo como
tú, que traicionó y arruinó a una docena de hombres buenos y un magnífico proyecto,
y todo por un mezquino despecho»; pero carecía de pruebas, y de todos modos el
asunto estaba muerto y enterrado. El resentimiento y la amargura y los viejos
rencores eran cosas muertas que infestaban las manos de quienes los manipulaban.
Algo por el estilo había dicho Demelza el invierno pasado, poco después de la muerte
de Julia. «Todas nuestras disputas parecen pequeñas y mezquinas. ¿No deberíamos
aprovechar toda la amistad que se nos brinda… mientras aún es posible?».
Ross dijo:
—¿Es también la opinión de Elizabeth?
—No la he consultado, pero estoy seguro de que piensa lo mismo.
El sol se había ocultado, como preparación para el chubasco siguiente. Del cielo
llegaba una luz dura y metálica, y la calle tenía un perfil inmóvil e incoloro, como en
un grabado de acero.
—Gracias. Espero que no será necesario aprovechar tu ofrecimiento.
—Por supuesto, esa es también mi esperanza.
De pronto, Ross pensó que de no haber sido por ese hombre quizá no hubiera
ocurrido nada de todo lo que ahora lamentaba. La compañía ya no tenía remedio. Y

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sin embargo, ahí estaba, hablando tranquilamente, como si nada hubiera ocurrido. Era
como recibir una bofetada en el rostro.
Dijo con voz distinta:
—Acabo de redactar el testamento. Lo tiene Pearce. Si llegara lo peor, no dudo de
que será capaz de hacer lo que corresponde. —Alzó su látigo en una especie de
saludo, sin mirar a los ojos a su primo, y volvió sobre sus pasos para continuar su
camino hacia la residencia de los Pascoe.
Cuando entró, Harris Pascoe estaba detrás de su escritorio; pero el banquero le
hizo señas de que se acercara, y ambos entraron en el salón privado. Mientras bebían
una copa de brandy, Pascoe dijo:
—Viene a comer el joven Enys… por primera vez en varios meses. Joan está
complacida, pero yo dudo un poco de esa relación. Hace tanto que se prolonga que no
creo que termine en nada. Sobre todo después del asunto de Dwight con esa mujer, el
año pasado.
—La joven prácticamente se le ofreció —dijo Ross—. Confío en que no seré el
convidado de piedra durante la comida de hoy.
—Por cierto que no. Sus visitas son tan raras como las de Enys. Entre… Me
reuniré con usted en un minuto.
—He venido también para arreglar ciertos asuntos —dijo Ross—. Se relacionan
con el juicio que me harán dentro de poco.
Ross observaba con cierto interés lejano las reacciones de diferentes personas
cuando mencionaba el proceso inminente. En los ojos de algunos había un resplandor
mórbido y especulativo que se manifestaba detrás de la expresión de simpatía; otros
se retraían, como si uno les hubiese dicho que pensaba amputarse la pierna. Harris
Pascoe apretó los labios con disgusto, y dedicó un momento a asegurar detrás de las
orejas las varillas de sus anteojos.
—Confiamos en que ese asunto tendrá una feliz solución.
—Pero entretanto, un hombre prudente ordena sus asuntos.
—Creo que por el momento hay muy poco que hacer.
—Excepto asegurar la propia solvencia.
—Sí. Por supuesto. Naturalmente. ¿Quiere examinar su cuenta mientras está
aquí?
Volvieron al banco, y Pascoe abrió uno de los grandes libros de cubiertas negras,
limpió un poco de polvo de rapé que manchaba una página y tosió.
—En resumen, la situación es esta. Tiene un saldo a su favor de poco más de
ciento ochenta libras. Su propiedad está gravada por una hipoteca permanente del
banco, que son dos mil trescientas libras, las cuales devengan el siete por ciento de
interés. Según entiendo, al mismo tiempo hay otra deuda de… un millar de libras, ¿no
es así?… Con un interés del cuarenta por ciento… ¿reembolsable cuándo?
—Este mes de diciembre, o el próximo.
—Este mes de diciembre, o el próximo. ¿Y su ingreso… en cifras redondas, por

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así decirlo?
—No pasa de trescientas libras anuales netas. Harris volvió a pestañear.
—Ejem… sí. Supongo que calcula esa cifra después de pagar los gastos
corrientes.
—Sí, los gastos corrientes de alimentación.
—Bien, la situación no es promisoria, ¿no le parece? Como recordará, cuando
usted consideró la posibilidad de tomar el segundo préstamo, le aconsejé que en
cambio vendiese las acciones de la mina. De todos modos, no me corresponde
recordar lo que le aconsejé entonces. ¿Otras deudas importantes?
—No.
Un abejorro había entrado por una ventana abierta, y exploraba la habitación con
gran despliegue de energía. El banquero empujó el libro, deslizándolo sobre el
escritorio, y Ross firmó su nombre junto al último asiento de la cuenta.
—Me interesa —dijo— ofrecer cierta seguridad a mi esposa. Trato de no
considerar con pesimismo el proceso, pero de nada sirve comportarse como el
avestruz. —Levantó los ojos engañosamente soñolientos, y ahora había de nuevo en
ellos un leve toque de ironía—. La ley puede apelar a varios recursos para privarla de
mi apoyo… de modo que, si enviuda, o se ve privada de mi compañía por mucho
tiempo, me gustaría saber que no queda sin techo.
—Creo que en ese sentido puede tranquilizarse —dijo serenamente el banquero
—. Sus activos líquidos saldarán la segunda hipoteca. Si no es así, yo aportaré la
diferencia.
Volvieron al saloncito privado.
—Usted soporta la desventaja de ser mi amigo —dijo Ross
—De ningún modo es una desventaja.
—Tengo excelente memoria… en el supuesto de que la ley me permita
conservarla.
—Estoy seguro de que así será. —Con cierto embarazo, pues parecía que la
conversación estaba cobrando un matiz emocional, el banquero continuó en diferente
tono—. Poldark, deseo comunicarle una noticia, pese a que aún no es del dominio
público. Estoy ampliando la firma, e incorporando socios.
Ross volvió a llenar su copa. Para él no era una buena noticia, porque en ese
momento dependía mucho de la buena voluntad personal del banquero; pero no podía
expresarlo.
—Un paso importante, pero supongo que usted tiene buenas razones para darlo.
—Sí, creo que tengo buenas razones. Por supuesto, cuando mi padre comenzó a
descontar cargamentos de estaño, todo era distinto. Hace treinta años los negocios
eran sencillos y directos, y sólo después que yo me casé comenzamos a emitir
documentos bancarios. Siempre tuvimos elevada reputación, y mientras existiera esa
confianza no se requerían complicados sistemas financieros. Pero las cosas han
cambiado, y debemos seguir el paso de los tiempos. En la actualidad, un banco

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afronta toda clase de responsabilidades y presiones nuevas… y creo que son una
carga mayor que la que puede soportar un hombre… o una familia…
—¿Quiénes serán sus nuevos socios?
—Saint Aubyn Tresize, a quien usted conoce. Tiene dinero y prestigio, y grandes
intereses. El segundo es el abogado Annery. Un buen hombre. El tercero es Spry.
—No lo conozco.
—Es cuáquero. Yo seré el socio gerente, y la firma será Pascoe, Tresize, Annery
& Spry. Creo que la comida ya está lista. ¿Un poco más de brandy para completar su
copa?
—Gracias.
Mientras se acercaban a la escalera que llevaba al sector residencial de la casa,
Pascoe agregó:
—En realidad, la experiencia que vivimos el otoño pasado fue lo que finalmente
me decidió a dar este paso.
—¿Se refiere al fracaso de la Compañía Fundidora Carnmore?
—Sí… Estoy seguro de que en el curso de su lucha permanente, usted pudo sentir
la presión de los intereses hostiles, de las restantes compañías refinadoras de cobre y
de los bancos interesados. Pero sentado aquí (como usted sabe, casi nunca salgo),
sentado aquí, en este banco silencioso, alcancé a percibir que también se
manifestaban otras presiones más sutiles.
—También hostiles.
—También hostiles. Como usted sabe, yo no estaba directamente interesado en el
asunto del cobre. En mi condición de custodio del dinero ajeno, no me corresponde
asumir riesgos especulativos. Pero comprendí que si hubiese tenido interés en el
asunto, no habría podido desplegar la fuerza necesaria para soportar las presiones que
se habrían ejercido sobre mí. El crédito es un factor imprevisible… tan inestable
como el mercurio. No es posible sujetarlo. Uno solo puede concederlo… y una vez
que lo concede, es elástico hasta el punto mismo de ruptura. Durante el otoño pasado
comprendí que ha terminado la época del banco unipersonal. Eso… me inquietó…
me arrancó de la cómoda rutina que yo había seguido durante muchos años. Y
durante todo este año estuve explorando la posibilidad de crear una organización más
amplia.
Los dos hombres subieron la escalera para cenar.

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Capítulo 4
Cuando Francis llegó a su casa eran poco más de las seis. Había cabalgado
con viento de frente todo el camino, y soportado media docena de chubascos
torrenciales, algunos con bastante granizo, y el agua había mojado la cabeza de su
caballo, y la capa, y le había salpicado el rostro bajo el inestable sombrero, y se le
había filtrado por el cuello, además de empaparle los pantalones hasta el borde de las
botas. Incluso dos veces casi había caído del caballo, cuando este resbaló en surcos
llenos de lodo, de treinta o cuarenta centímetros de profundidad. De modo que no
estaba de buen humor.
Tabb, el último de los dos criados que aún quedaban en la casa, vino a ocuparse
del caballo y comenzó a decir algo; pero una ráfaga de viento y otra cortina de lluvia
ahogaron sus palabras, y Francis entró en la casa.
En estos tiempos era una casa silenciosa, y ya mostraba signos de pobreza y
descuido: el clima hostil y el aire marino ejercen una acción implacable sobre la obra
del hombre, y ya se veían manchas de humedad en el cielo raso del elegante salón, y
había olor a moho. Los retratos de los Poldark y los Trenwith miraban fríamente
desde las paredes del poco frecuentado vestíbulo.
Francis caminó hacia la escalera con el propósito de subir a su habitación y
cambiarse, pero la puerta del salón de invierno se abrió bruscamente y Geoffrey
Charles atravesó a la carrera el vestíbulo.
—¡Papito! ¡Papito! ¡Vino el tío George y me trajo un caballo de juguete! ¡Es
hermoso! ¡Tiene los ojos y el pelo castaños, y estribos para poner los pies!
Francis advirtió que Elizabeth se había acercado a la puerta del salón de invierno:
de modo que ahora no había ninguna posibilidad de evitar el inesperado visitante.
Cuando Francis entró, George Warleggan estaba de pie, frente al hogar. Vestía
una chaqueta color tabaco, chaleco de seda y corbata negra, con pantalones caqui y
botas nuevas de montar de color pardo. Elizabeth estaba un tanto sonrojada, como si
la inesperada visita la hubiese complacido. Ahora George venía rara vez, pues no
estaba del todo seguro de ser bien acogido. Francis tenía actitudes extrañas, y no
toleraba con buen ánimo su posición de deudor. Elizabeth dijo:
—George vino hace una hora. Confiábamos en que regresarías antes de que se
marchase.
—Tu visita es un honor en estos tiempos. —Para satisfacer a Geoffrey Charles,
Francis se inclinó y admiró el juguete nuevo—. Ahora que estoy aquí, será mejor que
no salgas hasta que haya terminado la lluvia. En el camino de regreso me mojé
muchas veces.
George observó:
—Francis, has adelgazado. Y yo también. Antes de que termine el siglo todos
pareceremos descamisados.
Los ojos de Francis recorrieron el ancho cuerpo de George.

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—No veo que hayas mejorado nada.
Las cortinas color crema de la habitación cubrían las ventanas más de lo que
agradaba a Francis; atenuaban la luz, y conferían a todos los objetos un tono
moderado y opaco que le irritaba. Francis avanzó unos pasos y las apartó
bruscamente. Cuando se volvió, advirtió que Elizabeth se había sonrojado, como si
ella hubiera tenido la culpa del comentario de su marido.
—Nosotros, los individuos comunes —dijo George—, sufrimos los caprichos de
la fortuna. Nuestros rostros y nuestros cuerpos están señalados y deformados por
todas las tormentas del destino. Pero tu esposa, querido Francis, tiene una belleza que
es indiferente a la mala suerte o a los vaivenes de la salud, y que se muestra aún más
radiante en los momentos difíciles.
Francis se quitó la chaqueta.
—Creo que todos necesitamos una copa. George, todavía podemos permitirnos
algunas bebidas. Perduran algunos de los viejos instintos.
—Lo invité a comer con nosotros —dijo Elizabeth—. Pero no aceptó.
—No puedo —dijo George—. Debo regresar a Cardew antes de oscurecer. Esta
tarde llegué hasta Santa Ana para ver algunas minas, y no pude resistir la tentación de
visitaros, ya que estaba tan cerca. Últimamente venís muy poco a la ciudad.
George estaba en lo cierto, pensó cínicamente Francis mientras su esposa recibía
de él una copa de vino; la belleza de Elizabeth era tan pura que no la afectaban las
circunstancias cotidianas. George aún le envidiaba una cosa.
—¿Y cómo está la minería? —preguntó—. Una ventaja de quien ya no participa
en el asunto es que puede sentir un interés puramente teórico por sus caprichos.
¿Piensan clausurar la Wheal Plenty?
—Lejos de ello. —George hundió en la alfombra el extremo de su largo bastón de
caña, pero luego lo retiró porque precisamente allí el tejido estaba deshilachándose—.
Los precios del estaño y el cobre están elevándose. Si la cosa sigue así, quizá llegará
el momento de reabrir la Grambler.
—¡Si eso fuera posible! —dijo Elizabeth.
—Pero no lo es. —Francis bebió de un trago su copa de vino—. George está
imaginando cosas para animarte. Tendría que duplicarse el precio del cobre para
justificar una nueva inversión en la Grambler, ahora que está clausurada y en ruinas.
Si en el momento oportuno se hubiera evitado el cierre, la situación hubiera sido
distinta. Pero no se reabrirá mientras vivamos. Estoy completamente resignado a
pasar el resto de mis días haciendo la vida de un agricultor empobrecido.
George se encorvó levemente.
—Estoy seguro de que cometes un error. Os equivocáis al encerraros aquí. La
vida ofrece muchas posibilidades, incluso en estos tiempos tan duros. Francis,
Poldark es todavía un apellido prestigioso, y si frecuentaras la sociedad hallarías
oportunidades de mejorar tu situación. En todo caso pueden obtenerse cargos, puestos
retribuidos que no implican obligaciones ni pérdida de prestigio: incluso yo diría que

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lo contrario. Si quisiera, yo podría ser diputado, pero por el momento prefiero
mantenerme al margen de la política. Con respecto a ti…
—Con respecto a mí —dijo Francis—, soy caballero, y no quiero cargos…
concedidos por caballeros o por otros.
Lo dijo sin retintín, pero de todos modos era un comentario intencionado. George
sonrió, pero no era el tipo de observación que probablemente olvidaría. Ahora pocas
personas tenían valor para hacerle observaciones parecidas.
Elizabeth esbozó un gesto impaciente.
—Creo que no es razonable disputar con los amigos… si en efecto son amigos. El
orgullo puede llevarnos demasiado lejos.
—A propósito de los Poldark —continuó Francis, sin hacer caso de la
observación de Elizabeth—. Hoy vi en Truro a otro representante del apellido. No
parecía excesivamente deprimido por el juicio que se avecina, aunque a decir verdad
no mostró mucho interés en discutir el asunto conmigo. Y mal podría criticárselo.
Francis se inclinó de nuevo para hablar a su hijo, y George y Elizabeth guardaron
silencio.
Un momento después, George dijo:
—Por supuesto, deseo que lo absuelvan. Pero, Francis, no creo que el resultado
afecte tu buen nombre. ¿Acaso soy el guardián de mi hermano? Y menos aún de un
primo.
Elizabeth preguntó:
—¿Cuáles son las posibilidades de que lo absuelvan?
—Un lindo caballo —dijo Francis amablemente a Geoffrey Charles—. Un
hermoso caballo.
—No veo cómo pueden absolverlo del todo —dijo George, mientras se frotaba
los labios con un pañuelo de encaje, y observaba la expresión de Elizabeth—. Ross
era responsable de sus actos cuando ocurrieron los naufragios. Nadie lo obligó a
hacer lo que hizo.
—¡Si uno cree que lo hizo!
—Naturalmente. Al tribunal le tocará decidirlo. Pero el hecho de que él… de que
él tuviera una actitud despectiva para con la ley en una serie de ocasiones anteriores,
seguramente lo perjudicará.
—¿Qué ocasiones anteriores? No las conozco.
—Y tampoco debería conocerlas el juez —dijo Francis, enderezándose—. Pero
no se permitirá que continúe en la ignorancia. Hoy encontré en Truro esta simpática
hojita. Y seguramente habrá otras en Bodmin antes de la semana próxima.
Extrajo del bolsillo un papel arrugado, lo alisó, y evitando los dedos extendidos
de Geoffrey Charles lo entregó a Elizabeth.
—Pensé mostrárselo a Ross —agregó Francis—, pero decidí que era más discreto
dejarlo en la ignorancia.
Elizabeth miró el papel. Era un típico volante, impreso con una tosca máquina, la

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tinta borrosa y mal distribuida.

Hechos Verdaderos y Sensacionales de la vida del Capitán R-s P-d-k,


audaz aventurero, seductor y sospechoso de asesinato, que pronto
comparecerá bajo Acusaciones Criminales en B-m-n, durante las próximas
Sesiones. Precio un Penique.
Escrito por un Amigo Intimo.

Después de un minuto, Elizabeth apartó los ojos del papel y miró a Francis.
Francis la miró con la expresión serena e interesada. El texto tenía la forma de una
biografía, y no omitía ninguno de los intencionados rumores de los dos últimos años,
todo se describía como si se hubiera tratado de hechos probados.
Francis ofreció el papel a George pero este lo rechazó.
—Ya los he visto. Uno de nuestros cocheros fue sorprendido ayer leyendo algo
similar. No tienen importancia.
—No tienen importancia —dijo amablemente Francis— excepto para Ross.
—Ven aquí, niño —dijo George a su ahijado—, las riendas se te enredaron en la
silla. Mira, tienes que hacer así.
Elizabeth dijo:
—¡Pero si la gente cree esto, el jurado tendrá prejuicios, como todos! Y hablan de
un juicio justo…
—No se inquiete, querida Elizabeth —dijo George—. Estos volantes injuriosos
que atacan a las personas son cosa de todos los días. Nadie los tiene en cuenta.
Caramba, el mes pasado circuló una hoja que pretendía demostrar con los detalles
más minuciosos y circunstanciados que toda la familia real está afectada por la
debilidad mental y la insania, y que Federico, el padre del rey, fue un pervertido y un
degenerado sin remedio.
—¿Y no es así? —preguntó Francis.
George se encogió de hombros.
—Supongo que hay una pizca de verdad incluso en la calumnia más baja.
El sentido de sus palabras era obvio.
—Aquí dice —observó Elizabeth—, que Ross sirvió en el ejército durante la
guerra de América sólo para evitar las acusaciones que lo amenazaban. Pero en ese
momento era un jovencito… y se trataba de travesuras juveniles. Nada que tuviese
importancia. Y esto, acerca de Demelza… y esto…
Francis leyó:
—Además, en toda la región hay muchos niños cuy a paternidad podría ser
dudosa si no existiese la extraña Circunstancia de la cicatriz con la cual el Demonio
ha marcado a todos los hijos del Capitán; y esa cicatriz es tan parecida a la que él
mismo muestra que quizá se empleó el mismo hierro de marcar. Aquí podemos
observar…

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—¿Qué significa eso? —preguntó Elizabeth.
—El hijo de Jinny Cárter tiene una cicatriz —dijo Francis—. Jinny Scoble, según
se llama ahora. El autor del texto se ha tomado el trabajo de recoger toda la… ejem…
¿cómo podemos llamarla? Toda la basura. «Por un Amigo Intimo». Me gustaría saber
quién es. No eres tú, George, ¿verdad?
George sonrió.
—Me gano el pan de un modo más ortodoxo. Sólo un quebrado vendería así sus
servicios.
—El dinero no siempre es el motivo más importante —dijo Francis, que ahora se
convertía a su vez en blanco de la ironía.
George inclinó la cabeza para apoyar el mentón sobre el puño de su bastón.
—No, quizás el despecho representa un papel… De todos modos, el asunto carece
de importancia, ¿verdad? Si esas versiones son todas falsas, será fácil refutarlas.
Pero George había tocado un nervio sensible de Francis, y su modo característico
de abandonar el asunto una vez formulada la observación no tuvo demasiado éxito.
Era una antigua práctica de George tragarse los insultos y retribuirlos cuando le
parecía oportuno. La educación de Francis no incluía un control parecido de sí
mismo. Felizmente, en ese instante Geoffrey Charles cayó de su caballo, y el juguete
a su vez cayó sobré el niño; y cuando el escándalo se calmó, el peor momento había
pasado. Por dos razones Elizabeth se esforzó tratando de impedir que se repitiese el
incidente. En primer lugar, George era de hecho el dueño de casi todo lo que allí
había. Segundo, desde el punto de vista personal ella no deseaba perder su amistad.
La admiración que él le dispensaba era un homenaje bastante escaso en la vida que
ella llevaba. Elizabeth sabía que la merecía, y el saberlo le hacía más duro prescindir
de ella.

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Capítulo 5
Bodmin, durante las sesiones judiciales de 1790, era una localidad de tres
mil habitantes y veintinueve posadas.
El historiador que la hubiera recorrido dos siglos antes habría observado el
carácter poco saludable de la situación, porque las casas que se sucedían a lo largo
del kilómetro y medio de la calle principal estaban a tal extremo aisladas del sol por
la colina que se levantaba detrás, que no llegaba luz a sus escaleras ni aire fresco a
sus cuartos.
Cuando llovía, toda la hediondez de las construcciones anexas y los establos
pasaba por estas casas y se volcaba en la calle; y además, el principal suministro de
agua atravesaba el cementerio, que era el lugar donde se enterraba tanto a los muertos
de la localidad como a los del distrito.
Los años transcurridos no habían modificado la situación, pero hasta donde Ross
podía advertirlo, nada había en la dura expresión de los habitantes que sugiriese un
temor excesivo a la enfermedad o la pestilencia. En realidad, durante el verano
precedente, mientras el cólera asolaba los distritos de los alrededores, la localidad
había permanecido indemne.
Se presentó en la cárcel el jueves dos de septiembre, y Demelza viajó el sábado.
Se había opuesto a la presencia de su esposa en el juicio, pero ella había insistido con
tal vehemencia que por una vez Ross cedió. Reservó una habitación para ella en la
posada de «Jorge y la Corona,» y un lugar en la diligencia de mediodía; pero sin que
él lo supiera, Demelza había tomado sus propias disposiciones. La diligencia de
Bailey inició en Falmouth su larga travesía por la región occidental, y cuando
Demelza se acercó al vehículo en Truro, a las once y cuarenta y cinco, Verity viajaba
en su interior.
Se saludaron como viejos amantes que han pasado mucho tiempo sin verse, y se
besaron con el afecto profundo evocado por la situación de angustia que ambas
vivían; cada una conocía el afecto de la otra por Ross, y en esa ocasión actuaban
movidas por el mismo propósito.
—¡Verity! Oh, cuánto me alegro de verte; me pareció un siglo… y con nadie
puedo hablar como contigo.
Demelza deseaba abordar inmediatamente la diligencia, pero Verity sabía que
había una espera de un cuarto de hora, de modo que llevó a su prima política a la
posada. Se sentaron en un rincón, junto a la puerta, y conversaron en voz baja. Verity
tuvo la sensación de que Demelza había envejecido varios años desde la última vez, y
de que estaba más delgada y más pálida; pero no sabía muy bien por qué, su nueva
condición física armonizaba bien con los cabellos oscuros y la mirada nerviosa.
—Ojalá pudiese escribir como tú —dijo Demelza—. Cartas realmente expresivas.
Soy tan ignorante como Prudie Paynter, y jamás sabré escribir. Se me ocurren las
ideas, pero cuando tomo la pluma todo se esfuma, como el vapor que sale de un

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hervidor.
Verity dijo:
—Pero, explícame bien, ¿quién se encargará de la defensa de Ross, y qué testigos
declararán a su favor? Soy tan ignorante en estas cosas. ¿Cómo eligen el jurado?
¿Serán plebeyos y considerarán con indulgencia esta clase de delito? ¿Y el juez…?
Demelza trató de satisfacerla con la información que ella tenía. Le sorprendió
comprobar que Verity sabía de Derecho tan poco como ella misma. Juntas se
esforzaron por dilucidar los complejos aspectos del asunto.
Verity dijo:
—Andrew habría venido, pero está en el mar. Habría preferido contar con él. Pero
quizá sea lo mejor… ¿Sabes si Francis asistirá al juicio?
—No… No, creo que no. Pero vendrán muchas personas. Según dicen, podremos
considerarnos afortunadas si conseguimos habitación, porque la semana próxima se
celebrarán elecciones (entre Unwin Trevaunance y Michael Chenhalls por Basset, y
sir Henry Corrant y Hugh Dagge por Boscoigne). El asunto provocará mucha
conmoción.
—Estás bien informada. Ese Unwin Trevaunance, ¿es el hermano de sir John?
—Sí. Nosotros… mejor dicho, yo conozco un poco a sir John. Por supuesto, Ross
lo conoce desde hace años, pero yo… bien, se le enfermó una vaca y yo la curé… o
mejoró sola… de modo que fui a verlo una o dos veces, y he llegado a enterarme de
ciertos detalles de las elecciones.
—¿Una vaca enferma?
Demelza se sonrojó un poco.
—No tiene importancia. Verity, no deseo que te preocupes si este fin de semana
me ves proceder de un modo extraño. Ocurre sencillamente que trataré de explorar
ciertas posibilidades, y mis diligencias quizá den fruto o quizá terminen en nada. Pero
quiero hacerlo, y espero que comprendas. ¿Eres realmente feliz con Andrew?
—Soy muy feliz, gracias… y gracias a ti, querida. Pero ¿qué te propones hacer
este fin de semana?
—Quizás absolutamente nada. Sólo quería advertirte. ¿Finalmente has llegado a
conocer a tus hijastros?
Verity abrió su nuevo bolso de terciopelo, extrajo un pañuelo, y después volvió a
anudar los cordeles. Con el ceño fruncido, miró el pañuelo.
—No… todavía no. Aún no los conozco porque James todavía está navegando
y… en fin, después te hablaré de eso. Creo que debemos volver a nuestros asientos.
Se acercaron al vehículo que esperaba, con sus caballos de refresco que se
movían inquietos entre las varas, y los postillones que los sofrenaban. Fueron las
primeras en ascender al vehículo, pero un momento después ascendieron tres
personas más, y varias treparon al techo. No sería un viaje cómodo.

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La coincidencia de las elecciones y las sesiones del tribunal habían
provocado cierta ansiedad en los ciudadanos más moderados de Bodmin: lo menos
que podía decirse era que se trataba de una coincidencia inoportuna; las posadas
estarían atestadas una semana y vacías la siguiente; el proceso solemne de la ley
podía verse perturbado por los procesos no menos importantes, pero más ruidosos, de
una disputa electoral, que ya estaba provocando general acritud. Todos sabían que en
la localidad había dos alcaldes, cada uno de los cuales representaba a un protector
rival; pero nadie sabía aún quién prevalecería durante esa semana de importancia
fundamental.
En circunstancias más amables, la elección de los miembros del Parlamento podía
haberse realizado en un par de horas, y sin perjudicar a nadie, pues había sólo treinta
y seis electores, miembros de un Consejo Común sometido al alcalde.
Lamentablemente, la disputa acerca de la alcaldía planteaba interrogantes acerca de la
validez del Consejo, y cada alcalde tenía su propia versión de la nómina electoral. El
señor Lawson, uno de los alcaldes, tenía entre sus consejeros a un hermano, un
cuñado, un primo, un sobrino y cuatro hijos, y por lo tanto estaba en una situación
firmemente cuestionada por el señor Michell, su rival.
Con respecto al tribunal, las listas estaban colmadas de casos originados en las
postergadas sesiones de primavera, la cárcel estaba atestada de delincuentes, y las
posadas repletas de litigantes y testigos. El viernes Ross tuvo la primera entrevista
con su abogado, el señor Jeffery Clymer, un hombre corpulento de cuarenta años,
dotado de una nariz robusta y uno de esos mentones que ninguna navaja consigue
afeitar bien. En vista de su apariencia, Ross pensó que era ventajoso que el abogado
hubiese revestido la toga que distinguía a su profesión, porque de lo contrario el
carcelero quizá no se hubiese mostrado dispuesto a dejarlo salir.
El señor Clymer creía que el caso de la Corona versus R. V. Poldark no se
ventilaría antes de la mañana del miércoles. Entretanto, repasó el informe del señor
Pearce, disparó preguntas a su cliente, masculló por lo bajo al oír las respuestas, y
olió un pañuelo empapado en vinagre. Cuando salió dijo que volvería el lunes con
una lista de testigos que habían sido citados, y un borrador de la argumentación que
aconsejaría a su cliente. Lo que el señor Pearce había esbozado provisionalmente era
del todo inútil; aceptaba demasiado. Cuando Ross dijo que se trataba de la defensa
que el señor Pearce había preparado de acuerdo con las instrucciones del propio
acusado, Clymer dijo que todo eso eran tonterías, que no era propio que un cliente
impartiese ese tipo de instrucciones; los asesores legales debían guiar al cliente,
porque de lo contrario para qué servían. Uno no podía declararse no culpable, y a
renglón seguido decir que en definitiva lo había hecho. Era condenadamente
lamentable que el capitán Poldark hubiese reconocido tantas cosas y formulado tales
opiniones ante el juez instructor. Estaba buscándose dificultades, de eso podía estar

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seguro. El propósito principal de la defensa debía ser ahora disipar esa impresión, no
subrayarla. Sin hacer caso de la expresión del rostro de Ross, afirmó que sería bueno
para los dos que el capitán Poldark dedicara el fin de semana a meditar el asunto y
también a repasar su memoria con el propósito de identificar todos los detalles que
podían ser útiles. Después de todo, dijo el abogado frotándose la mandíbula azul, el
detenido era el único que conocía todos los hechos.
Cuando Ross consintió en que Demelza fuese a Bodmin, impuso la condición de
que de ningún modo intentase verlo en la cárcel. A decir verdad, la pretensión de
Ross no la contrarió del todo, porque de ese modo no tendría que rendir cuenta de sus
movimientos. Sólo ante Verity necesitaría idear excusas, y en el peor de los casos su
prima política no ejercía ningún control sobre ella.
Apenas llegaron a la posada encontraron dificultades, porque el posadero había
puesto otra cama doble en el mismo cuarto, y afirmaba su derecho a introducir a dos
mujeres más. Sólo después de una discusión prolongada y penosa y de un pago
suplementario de Verity pudieron afirmar su derecho a la intimidad. Comieron juntas,
y oyeron el ruido de las puertas que se abrían y cerraban fuertemente, los gritos de los
lacayos, los pasos apresurados de las doncellas y el canturreo de algunos transeúntes
borrachos bajo la ventana.
—Creo que tendremos que taponarnos los oídos para dormir —dijo Verity,
mientras se quitaba los alfileres del cabello—. Si es así a las siete, ¿qué tendremos
que soportar dentro de tres horas?
—No te preocupes —dijo Demelza—, a esa hora ya estarán todos borrachos. —
Se estiró, arqueando la espalda como un gato—. Oh, esa vieja diligencia: chus, chus,
bump. Tres veces pensé que el carruaje volcaba y que pasaríamos la noche en el lodo.
—Me provocó un terrible dolor de cabeza —dijo Verity—. Beberé algo y me
acostaré temprano.
—Creo que dentro de una hora haré lo mismo. ¿Qué querías decirme acerca de
tus hijastros, Verity?
Verity se soltó los cabellos, y estos le cubrieron los hombros. El gesto era como
un florecimiento nuevo y secreto de su personalidad. Ahora no parecía tener once
años más que Demelza. La felicidad había devuelto a sus ojos la inteligencia aguda y
la vitalidad, y la más acentuada redondez de las mejillas determinaba que la boca
carnosa pareciera menos desproporcionada.
—No es nada —dijo—. No es nada comparado con lo que está ocurriéndole a
Ross.
—Quiero saberlo —dijo Demelza—. ¿Todavía ni siquiera los has visto?
—… Por ahora es la única dificultad. Andrew quiere mucho a sus hijos, y odio la
idea de que no vengan porque no quieren encontrarse conmigo.
—¿Por qué piensas tal cosa? Nada tiene que ver contigo.
—No debería ser así. Pero… —Dividió en tres mechones un lado de sus cabellos,
y comenzó a anudarlos—. Es una situación muy especial, porque la primera esposa

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de Andrew murió en las circunstancias que tú conoces, y los niños eran tan
pequeños… y ahora tienen ese recuerdo: la madre muerta, el padre en la cárcel; y
ellos criados por los parientes. El padre siempre estuvo en desventaja frente a ellos.
De tanto en tanto fueron a verlo, pero desde que nos casamos nunca lo visitaron. Por
supuesto, James no pudo, porque está embarcado en la flota, y depende de los
movimientos de su barco; pero jamás escribió. Y Esther se encuentra en Plymouth…
Andrew apenas los menciona ahora, pero sé que piensa en ellos. Sé que se sentiría
muy feliz si pudiésemos reunirnos. A veces me he preguntado si debo ir a Saltash
para conocer a Esther… sin decirlo a Andrew, mientras él está de viaje.
—No —dijo Demelza—. Yo no haría eso. Ella debe ir a verte.
Verity miró fijamente su imagen reflejada en el espejo, y después desvió los ojos
hacia Demelza, que estaba cambiándose las medias.
—Pero quizá nunca venga.
—Haz que Andrew la invite.
—Ya lo ha hecho, pero la niña se excusa.
—Entonces debes ponerle un cebo.
—¿Un cebo?
Demelza movió los dedos de los pies, y sus ojos estudiaron con gesto expresivo
los tres pares de zapatos entre los cuales debía elegir.
—¿Quiere a su hermano?
—Creo que sí.
—En ese caso, consigue que él vaya primero a Falmouth. Tal vez los dos son
tímidos, y en ese caso será más fácil atraer al joven.
—Me gustaría creer que estás en lo cierto, porque James debe regresar pronto. Lo
esperábamos para Pascua, pero desviaron su nave hacia Gibraltar. ¿Qué es eso?
Sobre los ruidos de la posada y la calle se oyeron los gritos de un hombre. Tenía
una voz potente, y se acompañaba con una campanilla.
—El pregonero de la ciudad —dijo Verity.
Demelza acababa de quitarse el traje de montar, pero de todos modos se acercó a
la ventana, que estaba al nivel del suelo y se arrodilló y espió entre las cortinas de
encaje.
—No alcanzo a oír lo que dice.
—No… se refiere a la elección.
Por el espejo Verity vio la figura agazapada de Demelza, que exhibía la tensión de
un animal joven, con la enagua de satén crema, la pequeña pechera descotada de
encaje de Gante. Tres años antes había prestado a Demelza sus primeras prendas
interiores elegantes. Demelza aprendía con rapidez. Los labios de Verity dibujaron
una sonrisa afectuosa.
El pregonero no se acercó a la posada, pero durante un instante en que se
aquietaron los ruidos más cercanos, alcanzaron a distinguir algunas palabras sueltas.
—¡Oíd! ¡Oíd! Oigan todos, oigan todos… De acuerdo con la decisión del

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sheriff… aviso de elecciones… el alcalde y los corregidores del distrito de Bodmin…
el Presidente de la Cámara de los Comunes ordena, emite y proclama, el martes,
séptimo día de septiembre, del año de nuestro Señor…
—¿Significa que las elecciones serán el martes? Creí que sería el jueves —
observó Demelza.
—Ahora fijarán los anuncios. Mañana podremos verlos.
—Verity…
—¿Sí?
—¿Estás cansada esta noche?
—Por la mañana estaré bastante bien.
—¿No te importa si salgo sola un rato?
—¿Esta noche? Oh, no, querida. Pero sería una locura. No podrás caminar por la
calle. Correrías grave peligro.
Demelza revisó las cosas que había desempacado y las examinó a la luz, cada vez
más tenue.
—No tengo miedo. Me mantendré en las calles principales.
—¡No sabes lo que es esto! En Falmouth, incluso en una noche de cualquier
sábado, es imposible salir sin acompañante. Aquí, donde todo el mundo está
bebiendo, y la ciudad llena de visitantes…
—No soy una flor delicada que se quiebra apenas la tocan.
—No, querida, pero te aseguro que sería una locura. No comprendes… —Verity
miró el rostro de su prima—. Si estás decidida, debo ir contigo.
—No es posible… Verity, muchas veces me ayudaste, pero en esto nada puedes
hacer. Es… sencillamente algo… entre Ross y yo…
—Entre… ¿Ross te lo pidió?
Demelza luchó con su conciencia. Sabía que sus anteriores mentiras inocentes
habían originado a veces graves daños. ¡Pero también habían sido la fuente de
muchas cosas buenas!
—Sí —dijo.
—En ese caso… Pero ¿estás segura de que él te dijo que salieras sola? Me parece
increíble que haya aceptado…
—Soy hija de un minero —dijo Demelza—. No me criaron entre algodones. La
gentileza de modales, ¿es la palabra apropiada?, fue algo que aprendí cuando ya era
casi adulta. Es algo que debo agradecerle a Ross. Y a ti. Pero no ha cambiado el
fondo de mi misma. Todavía tengo en la espalda dos marcas, donde mi padre usó el
látigo. Unos pocos borrachos no pueden hacerme nada que yo no pueda replicar. Lo
único que necesito es un poco de coraje.
Verity observó un momento el rostro de su prima. Exhibía una firmeza de líneas
que desmentía la expresión blanda y femenina de la boca y los ojos.
—Muy bien, querida. —Verity esbozó un gesto resignado—. No me complace tu
proyecto, pero ahora eres dueña de tus actos.

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Capítulo 6
Esa noche la luna no iluminaba la ciudad, pero todas las tiendas, tabernas y
casas, contribuían al parpadeo amarillento de las luces de las calles. En concordancia
con la costumbre, los dos partidos que se disputaban las elecciones ofrecían bebidas
gratis a sus sostenedores, y ya había muchos hombres que caminaban a tropezones, o
se sentaban sumidos en un perezoso estupor en los saloncitos de las tabernas, o
apoyados contra la pared más próxima.
Cuando Demelza salió, descendió la calle en pendiente, y pocos minutos después
estaba en la calle principal, la misma que esa tarde le había parecido la más estrecha y
atestada del mundo. Las tiendas, las posadas y las casas, que formaban hileras
apretadas, tenían sobre el frente una sucesión de pórticos con techos de tejas que se
prolongaban sobre pilares de piedra y formaban una suerte de recova a ambos lados
de la calle. El espacio que restaba para el tránsito tenía apenas la anchura suficiente
para permitir el paso de un carruaje, y como los pórticos de las tiendas se usaban a
menudo para exhibir mercancías, los transeúntes tenían que andar casi siempre por la
calle misma. Esa disposición podía haber sido útil para la vida normal de la ciudad;
pero ahora era sumamente incómoda.
La calle estaba llena de gente que iba y venía y presionaba y empujaba, una
multitud tosca pero que por el momento se mostraba de buen talante. A pocos metros
del Promontorio de la Reina la joven se detuvo, sin poder continuar la marcha a causa
de la gente. Algo estaba ocurriendo en el hotel, pero al principio Demelza sólo
alcanzó a ver los estandartes escarlatas y anaranjados que colgaban de las ventanas
superiores. La gente gritaba y reía. Cerca del pórtico contra el cual ella se había
apoyado, un ciego gemía y trataba de abrirse paso, una mujer disputaba con un
hojalatero acerca del precio de una campanilla; un hombre medio borracho estaba
sentado sobre un peldaño de piedra utilizado para montar a caballo, y acariciaba la
mejilla de una joven campesina de rostro inexpresivo y busto abundante que se había
instalado en el peldaño inferior. Dos rapaces harapientos cubiertos con chaquetas
viejas se liaron de pronto a golpes y rodaron por el suelo arañándose y mordiéndose
en el lodo seco, media docena de personas habían formado un círculo que ocultaba a
los contrincantes, y reían.
De pronto, se oyó un clamor y hubo una corrida hacia la Cabeza de la Reina, y se
alivió la presión del gentío. Se había abierto una ventana de la habitación superior de
la posada, y la gente vitoreaba y gritaba a las figuras que aparecían en el piso
superior. Otros rodaban y peleaban en la calle, inmediatamente debajo. De nuevo
grandes vivas y una corrida. La gente de la ventana arrojaba cosas a la multitud,
desparramándolas en la calle. Un chico agazapado se deslizó entre la gente,
manteniendo las manos bajo las axilas, el rostro contorsionado pero triunfante.
Tres hombres estaban peleando, y Demelza tuvo que retirarse bajo el pórtico para
evitarlos. Uno cayó ruidosamente sobre el puesto del hojalatero, quien salió con una

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andanada de gritos y maldiciones para expulsarlos.
—¿Qué pasa? —le preguntó Demelza—. ¿Qué están haciendo?
El hombre la miró de arriba abajo.
—Arrojan monedas al rojo vivo. De una sartén. Es la costumbre.
—¿Monedas al rojo vivo?
—Sí. Ya le dije que es la costumbre. —El hombre volvió a entrar.
Demelza se acercó unos pasos y alcanzó a ver en la ventana al cocinero con su
sombrero alto, y a dos hombres con enormes insignias de color rojo y oro en las
solapas. Se oyó un grito estentóreo y volaron por el aire más monedas. Los seres
humanos que se agitaban en un torbellino de luces y sombras habían perdido parte de
su individualidad, y actuaban movidos por un impulso masivo que ya no era el de
cada uno ni tampoco la suma de las respectivas almas individuales. Demelza
experimentó la sensación de que si no se andaba con cuidado podía convertirse en
parte de la turba bañada por la luz oscura y amarillenta, ser maltratada por ella y
perder su propósito y su libertad personal, atraída hacia la ventana con cada
movimiento de la marejada humana. De pronto se encontró al lado del ciego.
—Hombre, no conseguirá pasar —dijo—. ¿Adónde quiere ir?
—A la Alcaldía, señora —dijo el hombre, mostrando los dientes rotos—. Es por
aquí, a poca distancia.
—Cójase de mi brazo. Le ayudaré. Esperó el siguiente movimiento de la turba, y
entonces avanzó prontamente, reconfortada porque podía unirse a otro ser humano,
servir a alguien, contra el resto.
El ciego le envió su aliento de gin.
—Es muy bondadoso de su parte ayudar a un pobre viejo. Algún día haré lo
mismo por usted. —El hombre tartajeaba mientras atravesaban el sector más
peligroso de la multitud—. Esta es una noche muy especial, y creo que después será
peor.
—¿Dónde está la gente de Basset? —preguntó Demelza mientras examinaba la
calle—. Me pareció que esta tarde había visto el lugar.
El ciego le apretó el brazo.
—Bueno, es a pocos metros de aquí. Pero ¿qué le parece si me acompaña un
rato…? Podemos ir al pasaje de Arnold. Tengo algo para beber. Le calentará el
cuerpo.
Demelza trató de liberar el brazo, pero los dedos del viejo le apretaban
fuertemente, al mismo tiempo que intentaba acariciarla.
—Suélteme —dijo ella.
—Señora, no quiero ofenderla, ni hacerle daño. Creí que era una doncella. Como
usted sabe, no veo nada… solamente puedo sentir, y la siento joven y buena. Joven y
buena.
Dos jinetes descendieron por la calle abriéndose paso entre la gente, al mismo
tiempo que se esforzaban por serenar a los caballos, nerviosos e inquietos, y que a

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menudo ni siquiera podían avanzar. Demelza llevó unos metros más al ciego y
después soltó el brazo. El hombre trató de aferrarle los dedo: pero no lo consiguió. Y
ella se adelantó, el corazón latiéndole aceleradamente.
Cuando llegó frente a la Alcaldía, otra nutrida multitud descendía la calle
viniendo del oeste, gritando y cantando y llevando a alguien precariamente instalado
en una silla. Ella apenas alcanzó a refugiarse en la entrada en arco de la posada de la
«Corona». Parecían dispuestos a seguir su camino, pero algunos se detuvieron, y un
hombre se encaramó sobre los hombros de otro tratando de alcanzar la bandera azul y
oro que flameaba sobre ellos. Había conseguido aferrarse en una esquina, cuando una
docena de hombres o poco más pasó frente a Demelza viniendo al interior del hotel,
derribó al hombre que trepaba y, un momento después, comenzaba una verdadera
batalla campal. Alguien arrojó un ladrillo; Demelza se retiró unos pasos más y trató
de arreglarse el vestido. Después, entró en la posada.
La elección del vestido que debía satisfacer su propósito había sido difícil, y en
definitiva ella misma no estaba muy conforme. Deseaba exhibir la mejor apariencia
posible, pero no podía pasearse por la calle con un vestido de noche. En definitiva, el
resultado había sido un compromiso que debilitaba parte de la confianza en sí misma
que tanto necesitaba.
—¿Sí, señora? —Un jovencito descarado estaba de pie frente a ella. Por la
expresión de los ojos, Demelza comprendió que el criado no había acabado de
situarla en la escala social.
—¿Sir John Trevaunance se aloja aquí?
—No que yo sepa, señora.
—Creo que ahora está aquí. Me dijo que vendría esta tarde. —Una afirmación
temeraria.
—No lo sé, señora. Están cenando. Hay invitados.
—¿Todavía están a la mesa?
—Terminarán pronto. Comenzaron a las cinco.
—Esperaré —dijo ella—. Avíseme tan pronto terminen.
Se sentó en el vestíbulo del hotel, tratando de parecer despreocupada y cómoda.
Afuera el escándalo se intensificaba, y Demelza se preguntaba cómo regresaría. Trató
de controlar sus nervios. Los camareros entraban y salían de una habitación que
estaba a la izquierda. No deseaba que la encontrasen allí, como una mendiga que
espera limosna. Llamó a uno de los camareros.
—… ¿Hay algún cuarto retirado en dónde pueda esperar más cómodamente que
aquí a sir John Trevaunance?
—Ejem… sí, señora. Arriba. ¿Puedo traerle alguna bebida mientras espera?
—Una idea brillante. Gracias —dijo ella—. Tráigame un oporto.

No era la gran comida de las elecciones que se celebraría el lunes, sino un

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galope preliminar, como lo hubiera llamado sir Hugh Bodrugan. Y como estaban
presentes algunas mujeres, la velada tenía un matiz más discreto que lo que sería el
caso el lunes. Algunos de los invitados más flojos ya estaban achispados; pero la
mayoría sobrellevaba con elegancia el licor ingerido.
A la cabecera de la mesa estaban sir John Trevaunance y su hermano Unwin.
Entre ellos se encontraba Carolina Penvenen, y a la izquierda de sir John se hallaba la
señora de Gilbert Daniell, a quien acompañaban los tres anteriores. Después de la
señora Daniell estaba Michael Chenhalls, el segundo candidato; un poco más lejos se
hallaban la señorita Treffey y el alcalde —es decir, el alcalde de este grupo—
Humprey Michell y sir Hugh Bodrugan. Entre los restantes invitados se contaban los
notables de la localidad y la región, algunos comerciantes de lanas y funcionarios
cívicos.
Cuando las damas se retiraron, los hombres se sentaron a beber su oporto durante
media hora, antes de levantarse y comenzar a abandonar los restos de la comida,
formando grupos que bostezaban y charlaban. El ruido que venía de la calle, frente al
hotel, no se oía en el espacioso comedor; pero cuando subieron, los gritos y los vivas,
las corridas y las risas, eran muy perceptibles. Unwin subió la escalera al lado de su
hermano mayor, y Carolina Penvenen se acercó a él llevando en brazos a su
minúsculo perro. El rostro de la joven era un modelo de agradable petulancia.
—Horace está conmovido por el ruido —dijo ella, pasando sus largos dedos
sobre la cabeza y las orejas sedosas—. Es un temperamento nervioso, y cuando se
atemoriza tiende a irritarse.
—Horace es un perro muy afortunado porque se le dispensa tanto afecto —dijo
Unwin.
—No debía traerlo, pero temí que se sintiera solo, con la única compañía del
señor Daniell. Estoy segura de que se habría abatido mucho sentado toda la noche en
ese cuartito triste, con una corriente de aire que se mete bajo la puerta, y un viejo
roncando que probablemente ocupa el mejor asiento.
—Quiero recordarle, querida —dijo sir John en voz baja— que somos huéspedes
del señor Daniell… y que la señora Daniell está exactamente detrás.
Carolina sonrió alegremente al hombre más joven.
—Unwin, sir John no aprueba mi conducta. ¿Lo sabía? Sir John está convencido
de que aún tendré ocasión de avergonzarlo. Sir John cree que el lugar de la mujer es
el hogar, y que no debe entrometerse y convertirse en una carga un día de elecciones.
Sir John no mira con simpatía a ninguna mujer hasta que tiene por lo menos treinta
años, y está más allá del pecado; y aún así…
Mientras los dos hombres trataban amablemente de convencerla de lo contrario,
Demelza salió de una habitación lateral y vio que su presa estaba cerca. Se acercó al
grupo con menos vacilación que la que había demostrado media hora antes, y al
hacerlo se preguntó quién sería la muchacha alta y llamativa, con los cabellos rojos y
los atrevidos ojos verdes grisáceos.

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Cuando sir John la vio, pareció sorprendido.
—Caramba, señora Poldark, qué placer. ¿Se aloja aquí?
—Por el momento sí —dijo Demelza—. Afuera hay una gran conmoción. ¿Se
relaciona con estas elecciones?
Sir John se echó a reír.
—Así lo creo… Puedo presentarle… no creo que conozca a la señorita Carolina
Penvenen… aunque es su vecina algunos meses por año, en Killewarren. La señora
Demelza Poldark, de Nampara.
Las damas afirmaron que estaban encantadas de conocerse, aunque Carolina
estaba juzgando el vestido de Demelza, y esta lo sabía.
—Ahora vivo en casa de mi tío —dijo Carolina—, el señor Ray Penvenen, a
quien quizás usted conozca. No tengo padres, y él acepta de mala gana la
responsabilidad de una sobrina huérfana, como los monjes aceptan el cilicio. Por eso
a veces suspendo el castigo suspendiéndome yo misma; y otras uso el cilicio con él.
Precisamente estaba condoliéndome del asunto con sir John.
—Créeme —dijo Unwin, que no parecía muy complacido con la llegada de
Demelza—, eres injusta contigo misma. Si eres una forma de responsabilidad, lo cual
dudo, muchos la asumirían de buena gana. Bastaría que dijeses una sola palabra, y la
mitad de los hombres del condado acudirían. Y si…
—¿Hombres? —dijo Carolina—. ¿Se trata sólo de hombres? ¿Qué tienen de malo
las mujeres? ¿No cree usted, señora Poldark, que los hombres se atribuyen demasiada
importancia?
—No estoy muy segura de eso —dijo Demelza—. Porque a decir verdad estoy
casada, y por decirlo así me encuentro del otro lado de la barricada.
—¿Y su marido es tan importante? Por Dios, yo no lo reconocería aunque fuese la
verdad. Pero, Unwin, ¿no me decías que en las sesiones del tribunal se juzgaría a un
Poldark? ¿Es pariente de esta dama?
—Es mi marido, señora —dijo Demelza—, y por eso quizás usted comprenda la
razón que ahora me mueve a atribuirle un valor especial.
Durante unos segundos Carolina pareció confundida. Palmeó el hocico chato de
su perro.
—¿E hizo algo malo? ¿De qué se le acusa?
Renuente, sir John le informó, y la joven dijo:
—Oh, lá lá; en ese caso, si yo fuera el juez lo sentenciaría a regresar con su
esposa. Creí que en estos tiempos no se consideraban seres humanos a los aduaneros.
—Si eso piensa, ojalá usted fuera juez —dijo Demelza.
—Me gustaría serlo, señora, pero como no lo soy deseo bien a su marido, y
confío en que volverá al hogar y a la bienaventuranza doméstica.
La conversación fue interrumpida por Michael Chenhalls quien dijo:
—Unwin, reclaman nuestra presencia. Propongo que salgamos al balcón antes de
que pretendan entrar por la fuerza en el hotel.

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—Como gustes.
—Iré con ustedes —dijo Carolina—. Me encanta oír a la turba cuando relincha.
—¿Relincha por mí? —No… simplemente relincha.
—Es muy posible que te arrojen un ladrillo en lugar de flores.
—Que así sea. Un poco de pimienta en la comida.
Caminaron hacia la habitación del balcón, y al fin Demelza quedó sola con su
presa. La joven no pensaba que la oportunidad durase mucho tiempo.
—Una joven seductora, sir John.
Sir John concordó secamente:
—Tiene apenas dieciocho años, y es un poco atropellada. Pero ya se calmará.
—Yo no tengo mucha más edad.
Él la miró con ojos inquisitivos. Era la cuarta vez que se veían, y con pocas
mujeres él había llegado a entablar amistad tan rápidamente.
—El matrimonio contribuye a madurar al individuo… —Se rio—. Aunque bien
mirado, quítese el anillo de la mano y parecerá apenas mayor.
Demelza lo miró francamente en los ojos.
—Sir John, no deseo quitármelo.
Él se encogió de hombros, un tanto incómodo.
—No, no. Claro que no. Nadie lo pretendería. Claro que no. No tema, señora, su
marido tendrá un juicio justo. Quizá más que justo. Y Wentworth Lister es un hombre
muy capaz. No tiene prejuicios, eso puedo garantizárselo.
Demelza miró alrededor. Bien, debía atreverse.
—A propósito de eso —dijo—, deseaba hablarle…
En el balcón, los candidatos habían sido acogidos con un inmenso rugido, como
si un león hubiese abierto la boca.
Cuando consiguió hacerse oír, Carolina dijo:
—Parecen un campo de nabos… pero no tan ordenados. Querido Unwin, qué
chusma. ¿Qué se gana halagándolos así?
—Es la costumbre —dijo Unwin, mientras inclinaba hacia la turba su cabeza bien
formada—. Lo hacemos sólo cinco o seis días, y después podemos olvidarlo otros
tantos años. Confío en que te consideren amable, porque todo ayuda.
—¿Acaso jamás parezco otra cosa? Bien lo sabes, podría ser una excelente esposa
para ti… —Unwin se volvió—. Si decidiera casarme contigo. Imposible imaginar
mayor tacto que el que desplegué esta noche: critiqué la casa de la señora Daniell
cuando ella podía oírme; mencioné el caso Poldark en presencia de la esposa de
Poldark. ¡Seré un verdadero triunfo entre tus amigos del Parlamento!
Unwin no contestó, y continuó haciendo reverencias y agitando la mano a la
gente que estaba afuera. Calle abajo, en dirección a la Cabeza de la Reina, la marea
comenzaba a desplazarse.
Carolina se puso sobre los hombros el hermoso chal bordado.
—Espero que Horace no esté mordiendo al lacayo. Tiene dientes muy afilados, y

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sabe elegir los lugares dolorosos. Qué bonita mujer es la señora Poldark. Gracias a
los ojos y la piel. Lástima que no sepa vestirse.
—Ahora podemos entrar —dijo Unwin, más honda que nunca la hendidura entre
las cejas—. La novedad de habernos visto está gastándose, y si permanecemos más
tiempo comenzarán a esperar otra cosa.
—Sabes una cosa —dijo Carolina—, me gustaría asistir a la sesión del tribunal.
Nunca he visto nada parecido, y creo que será muy entretenido.
Se volvieron para entrar.
—Sobre todo si pescas la fiebre.
—Oh, en ese caso guardaré cama algunos días y tú me visitarás. ¿No es
interesante? Vamos, me lo prometiste. ¿Para qué sirve tener influencia si no la usas?
… En el vestíbulo, detrás del grupo, sir John echó hacia atrás la peluca para
enjugarse la frente.
—Mi querida señora, no tengo esa clase de influencia. No sabe lo que está
pidiendo. Le aseguro que perjudicará el caso de su esposo, en lugar de ayudarlo.
—Creo que no será así, si se explica bien el asunto.
—Será así, cualquiera que sea el modo de explicarlo. Los jueces de Su Majestad
no aceptan esa clase de diligencias cuando entienden en un caso.
Demelza sintió que la dominaban la desesperación y la decepción. Contempló el
rostro de sir John.
—Se trata sólo de que si alguien le dijese la verdad del asunto antes de que se
iniciara el caso, sabría a qué atenerse. ¿Qué tiene eso de malo? ¿No quieren llegar a
la verdad? ¿Quieren dispensar auténtica justicia… o se trata de otra cosa, de la
justicia legal, formada por las mentiras que los testigos dirán ante el jurado?
Sir John le dirigió una mirada más de pesar que de irritación. Era muy evidente
adonde iban encaminados el encanto y la amistad que ella le había mostrado los
últimos tiempos.
—Mi estimada señora, es un poco tarde para explicar el asunto, pero le aseguro
que le doy un buen consejo. Por una parte, Wentworth Lister no me escuchará. Sería
más de lo que puede tolerar a cuenta de nuestra amistad. ¡Por Dios, toda la judicatura
del país me miraría con malos ojos!
Sir Hugh Bodrugan la había visto. Un instante después vendría hacia ellos.
Demelza dijo:
—No es como si usted le ofreciera dinero… es sólo la verdad. ¿Es tan
despreciable?
—Quizás usted lo mire así. Pero ¿cómo puede saber él que se trata de la verdad?
—Hace un instante, cuando estaba sentada aquí, antes de que ustedes llegasen, oí
decir a un hombre que su hermano había pagado dos mil libras por ese escaño del
Parlamento. ¿Es así, sir John?
—¿Y eso qué le importa?
Ante la frialdad del tono, ella retrocedió.

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—Lo siento. No lo dije con mala intención… ni tuve mala intención al venir aquí
esta noche. Yo… no comprendo, y eso es todo. No entiendo por qué está bien pagar a
los electores para que voten a un candidato, y tan terriblemente difícil pedir un favor
a un juez. Quizá sería mejor que ofreciéramos pagarle.
—En tal caso, a usted la enviarían a la cárcel. No, señora; tenga la seguridad de
que es mejor dejar así las cosas. —Cuando ella cambió de tono, sir John también
demostró mayor simpatía—. Maldición, no crea que no simpatizo con la situación de
su esposo. Espero y creo que Poldark será un hombre libre a fines de semana. El
modo más seguro de conseguir lo contrario, lo contrario, señora, sería tratar de influir
sobre su Señoría. Es una de las peculiaridades de la vida inglesa. No puedo explicar
por qué es así, pero la ley siempre estuvo por encima de la corrupción…
Sir John tenía los ojos fijos en la puerta, por donde volvían a entrar Carolina,
Unwin y los Chenhalls. De modo que no alcanzó a ver la expresión que pasó
fugazmente por los ojos de Demelza. Fue sólo un segundo, como un estandarte que se
alza desafiante sobre un fuerte rendido en parte.

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Capítulo 7
La mañana del domingo hubo una procesión que marchó hacia la iglesia,
encabezada por la fraternidad jurídica de la ciudad. Bajó por la calle de San Nicolás,
y desfiló frente a la posada donde las dos primas se alojaban; y Demelza y Verity se
arrodillaron y la vieron pasar. Demelza sintió que se le aflojaban las rodillas ante el
espectáculo de los dos jueces con todo el atuendo del caso, túnicas escarlatas y
pesadas pelucas: uno de ellos alto y delgado, el otro de estatura mediana y
corpulento. Confiaba en que Wentworth Lister fuera el más grueso. La enormidad de
lo que había propuesto a sir John se perfiló claramente ante sus ojos cuando vio el
material con el cual él hubiera debido trabajar. Por la tarde, Demelza fue de nuevo al
hotel y tomó el té con sir Hugh Bodrugan, que la había invitado. Fue un encuentro
amable y discreto, y por una vez en la relación con sir Hugh ella consiguió mantener
la conversación en los límites de la decencia. Pero no era el hombre a quien pudiera
tenerse mucho tiempo a distancia.
El lunes por la mañana el señor Jeffery Clymer celebró la última entrevista con
Ross. Leyó rápidamente las notas que Ross había preparado, y frunció las cejas
espesas hasta que se convirtieron en una especie de línea irregular continua sobre los
ojos, algo parecido a los pórticos de la calle Fore.
Después dijo:
—No sirve, capitán Poldark. Sencillamente no sirve.
—¿Qué pasa?
—Lo que le dije el viernes. Mi estimado amigo, usted debe comprender que una
corte penal no es una batalla franca; es un campo de maniobras. Usted puede decir la
verdad, toda la verdad y nada más que la verdad; ¡pero todo depende del modo en que
la diga! Tiene que demostrar tacto, y persuasión, y someterse a la indulgencia de la
ley. Mostrarse humilde e inocente, no altivo y desafiante. Diga lo que quiera después
del veredicto; pero antes, cuídese. Pese cada palabra. Vea: esa es la argumentación
que usted debe presentar.
Ross tomó el pergamino de las manos regordetas y velludas del abogado, y trató
de concentrarse a pesar del ruido que venía de las celdas. Después de unos minutos
dejó el escrito.
—Hay límites, aunque esté en juego la propia piel.
Clymer miró atentamente a su cliente, sometiéndolo a una evaluación profesional;
el cuerpo alargado y fuerte, el rostro huesudo y distinguido, tenso bajo su reticencia,
la cicatriz, los cabellos y los ojos gris azulados. Se encogió de hombros.
—Si yo pudiese hablar por usted, eso es lo que diría.
—Si usted pudiese hablar por mí, aceptaría lo que dijese.
—En ese caso, ¿dónde está la diferencia? Por supuesto, puede hacer con su vida
lo que le plazca, es su derecho… si puede dársele ese nombre. ¿Tiene esposa? ¿Tiene
familia? ¿No cree que vale la pena hacer por ellos esta concesión? Vea, no le prometo

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éxito con esta línea de argumentación. Pero con la suya más vale que prescinda de mí
y ahorre sus guineas.
En otra celda varios hombres disputaban, y al fondo de la que ocupaba Ross dos
ladrones jugaban a los dados por un pañuelo que otro había dejado. ¿Tiene esposa?
¿Tiene familia? ¿No cree que vale la pena hacer algunas concesiones? ¿Lo haría
realmente por Demelza o por él mismo? La idea de la cautividad era sofocante para
un hombre de su naturaleza inquieta. En esos pocos días había visto bastante. ¿Se
justificaba cambiar su defensa en el último momento con el fin de salvar el pellejo?
Dijo secamente:
—¿Tiene la lista de los testigos de la Corona?
Clymer le entregó otra hoja, y se llevó un pañuelo a la nariz mientras Ross leía.
—Vigus, Clemmow, Anderson, Oliver, Fiddick… Nadie podrá decir que la ley
ahorró esfuerzos para respaldar la acusación.
—Nunca lo hace, cuando tiene un caso. Podríamos hablar de perseverancia…
cuando un par de centenas de personas participan en un delito, generalmente se
imputa el asunto a uno o dos hombres… los más verosímiles, quizá los más
culpables, aunque no siempre es el caso; se imputa la culpa a una o dos personas, y se
procura que las restantes atestigüen en favor del rey. Una o dos son las víctimas
propiciatorias, por así decirlo. Capitán, en este caso usted es la víctima propiciatoria.
Lamentable. ¿Estos hombres son amigos suyos?
—Algunos.
—No me asombra. El amigo es peor que el enemigo cuando llega el momento de
salvar el pellejo. Es un defecto de la naturaleza humana. La veta de cobardía. Viene
desde Caín. Nunca se sabe cuándo se manifestará. Todos la tenemos, y el miedo la
saca a relucir.
—Supongo —dijo Ross, que apenas escuchaba—, que estos hombres no tienen
más remedio que aparecer si el tribunal los cita… ¡Paynter! No lo esperaba de él.
—¿Quién es? ¿Lo conoce?
—Un hombre que fue mi criado durante años.
—¿Estuvo en el asunto?
—Oh, sí. Lo desperté antes que a nadie, y lo envié a avisar a Sawle.
—¿Sawle es un hombre?
—No, una aldea.
El señor Clymer se agitó nerviosamente.
—Esto huele muy mal, huele muy mal. ¿Este Paynter se hallaba en la playa
cuando llegaron los aduaneros?
—En la playa, pero demasiado borracho para saber nada.
—El inconveniente de algunas personas… Cuando no recuerdan, inventan. Es la
oportunidad para la defensa. ¿Un individuo inteligente?
—Yo no diría eso.
—Ah. Sin duda usted logrará hacerlo vacilar. Aunque algunos de estos retardados

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se muestran perversamente obstinados cuando atestiguan. Sí, yo diría que muy
obstinados.
Ross le devolvió la lista.
—¿Cree que será el miércoles por la mañana?
—Él miércoles por la mañana. —Clymer se puso de pie y alisó los pliegues de su
túnica—. No sé por qué me molesto. Si usted quiere que lo ahorquen está en su
derecho. —El carcelero se había acercado, pero el abogado lo rechazó—. Recuerdo a
un hombre a quien colgaron en Tyburn. Lo bajaron, creyéndolo muerto, pero hizo
muecas y se retorció todavía durante cinco minutos.
—He visto lo mismo cuando una bala de cañón arranca la cabeza de un hombre
—dijo Ross—. El espectáculo es aún más extraño cuando la cabeza y el cuerpo están
separados por varios metros.
Clymer lo miró fijamente.
—¿De veras?
—En efecto.
—Ah, bien… Le dejaré este borrador de la defensa. Piénselo. Pero si no lo usa, no
lo lamente después del fallo. Entonces no habrá nada que hacer. La acusación dirá
muchas cosas feas de usted, sin necesidad de que la ayude con un falso sentimiento
de orgullo. El orgullo está muy bien en el lugar apropiado. Yo también soy orgulloso.
No podría vivir si no lo fuera. Pero un tribunal no es el lugar para manifestarlo.

Dwight Enys se alojó en una pequeña posada de la calle Honey. La llamada


repentina de un enfermo en Mellin lo había demorado, de modo que llegó a Bodmin
el lunes por la tarde. En el edificio del tribunal vio que el nombre de Ross no estaba
en la lista de los casos que debían comparecer el martes; después, fue a la posada de
«Jorge y la Corona», pero allí encontró solamente a Verity.
Se retiró poco después, y cenó solo en la posada. Como se había dado prisa, ahora
tenía un día entero por delante. Pensaba visitar por la mañana al lazareto que había
visto a un par de kilómetros de la localidad. Nunca había visto a un leproso, y la
observación de algunos casos podía ampliar sus conocimientos.
El minúsculo comedor de la posada estaba separado de la taberna sólo por puertas
móviles hasta la mitad de la altura, y cuando estaba terminando el pastel de paloma
frío hubo cierta conmoción, y oyó mencionar la palabra «cirujano». De todos modos,
no era asunto suyo, y Dwight se sirvió una porción de jalea de damascos y crema.
Después de un minuto el propietario de la posada entró por la puerta, y al ver a
Dwight se acercó con expresión preocupada en el rostro.
—Discúlpeme, señor, pero ¿usted es médico o cirujano, o algo por el estilo?
—En efecto.
—Bien, señor, acaba de llegar un lacayo de la «Residencia Priory» para informar
que allí hay una persona muy enferma, y preguntar si aquí tenemos médico. Me dicen

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que es urgente. Sería un acto amable con los Daniell, y por así decirlo un gesto de
bondad, si…
En la taberna estaba un lacayo de librea, jadeante y un tanto ansioso. La enferma
era una tal señorita Penvenen; una invitada que estaba en la casa. No, él no la había
visto, y no sabía qué le pasaba, excepto que era urgente y el médico de la familia
vivía en el extremo más alejado de la localidad.
—Muy bien. Estaré con usted en un momento. —Dwight subió rápidamente la
escalera y recogió el maletín de medicinas e instrumentos quirúrgicos sin el cual rara
vez viajaba.
Era una hermosa noche, y había pocos metros de la posada a la plaza de la iglesia,
y de esta al lado opuesto de la colina. Llegaron finalmente ante un portón, y entraron
en una espaciosa residencia, frente a un pequeño parque. Entre los árboles de adorno
centelleaba el agua.
El lacayo lo condujo a un salón cuadrado iluminado por seis grandes candelabros
en los cuales las velas parpadeaban y se movían como bailarinas mientras ellos
pasaban. A través de una puerta entreabierta, Dwight vio una mesa puesta para cenar,
cuchillos relucientes, frutas lustradas, flores. La voz de un hombre hablaba con un
tono regular y medido; sin duda, un individuo acostumbrado a que lo escuchasen.
Subieron la escalera. Barandas de hierro forjado, y mucha pintura blanca. Dos Opies
y un Zoffany.
Siguieron por un corredor cuyo suelo estaba cubierto por una alfombra roja, y
doblaron una esquina. El lacayo golpeó una puerta.
—Adelante.
Dwight fue introducido en la habitación, y el lacayo se retiró. Sentada sobre un
diván bajo estaba una joven alta, delgada, notablemente hermosa, con una bata
ricamente bordada de tela blanca.
—Oh, ¿usted es droguista? —preguntó ella.
—Médico, señora. ¿Puedo servirla en algo?
—Sí. Es decir, si sabe usar las drogas como un farmacéutico.
—Por supuesto. ¿Qué pasa?
—¿Atiende habitualmente a los Daniell?
—No. Soy forastero en la localidad. Su lacayo vino a la posada donde me alojo, y
dijo que usted estaba gravemente enferma.
—Sí, por supuesto. Quería estar segura. —Se puso de pie—. Pero yo no estoy
enferma. Es mi perrito, Horace. Mire. Tuvo dos ataques, y ahora no está del todo
despierto; se diría que sufre una especie de desmayo. Estoy muy preocupada por él.
Por favor, atiéndalo inmediatamente.
Dwight vio que al lado de la joven, en el sofá, estaba un perrito negro acurrucado
sobre un almohadón de seda. Miró al perrito, y después a la joven.
—¿Su perro, señora?
—Sí —dijo ella, impaciente—. Estuve mortalmente preocupada media hora. No

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quiere beber, y casi me desconoce. Todo a causa de la conmoción y el movimiento de
la gente… estoy segura de ello. No debí traerlo; tengo la culpa de lo que ha ocurrido.
Era una hermosa habitación, con adornos de colores escarlata y oro. Las velas
sobre la mesa de tocador se reflejaban interminablemente en los espejos dobles. Sin
duda era la principal habitación de huéspedes. Una dama importante. El joven dijo
amablemente:
—Su lacayo cometió un error. En realidad, debió buscar a un veterinario.
Dwight percibió el resplandor de los ojos de la joven antes de que ella inclinase la
cabeza.
—No acostumbro a emplear a un médico de caballos para atender a Horace.
—Oh, algunos son bastante diestros.
—Quizá. No quiero llamarlos.
Él no respondió.
La joven dijo bruscamente:
—Quiero la mejor atención, y la pagaré. Le pagaré sus honorarios habituales.
Vamos, ¿qué pasa? Puedo pagarle por adelantado.
—Eso puede esperar hasta que tenga el honor de atenderla.
Las miradas de ambos volvieron a encontrarse. Algo en la actitud de la joven le
irritaba más que el carácter de la llamada.
—Bien —dijo ella—, ¿piensa tratar al perro, o no conoce lo suficiente su propia
profesión? Si usted es un principiante, será mejor que se marche, y llamaremos a otra
persona.
—Era lo que me proponía sugerirle —dijo él.
Cuando él ya llegaba a la puerta, la joven dijo:
—Un momento.
Él se volvió. Advirtió que ella tenía algunas pecas en el puente de la nariz.
La joven dijo:
—¿Nunca ha tenido perros? —Ahora el tono de la voz era distinto.
—… Sí, una vez tuve uno.
—¿Lo dejaría morir por… por un mero formalismo?
—No…
—¿Y dejará que el mío muera?
—Supongo que no está tan grave.
—Lo mismo espero yo. Hubo un momento de vacilación. El joven médico
regresó al centro de la habitación.
—¿Qué edad tiene?
—Doce meses.
—A esa edad no son raros los accesos. Una de mis tías tenía un spaniel…
Comenzó a examinar a Horace. Salvo la respiración estertorosa, el animal no
parecía estar grave. El pulso era bastante regular, y no había indicios de fiebre. En las
mejores condiciones, pensó Dwight, debía ser una bestezuela miserable. En primer

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lugar, estaba demasiado gordo y era evidente que lo mimaban. Dwight advirtió que la
elegante y altiva joven lo observaba atentamente.
Alzó los ojos.
—No veo motivo para preocuparse. Tiene cierto exceso de humores vitales, y yo
le aconsejaría un tratamiento que atenúe ese estado. Pocos dulces y pastas. Y que uno
de los criados lo obligue a ejercitarse regularmente todos los días. Pero un buen
ejercicio. Correr y saltar. Tiene que eliminar los venenos que provocan esas
convulsiones. Entretanto, le haré una receta, y el droguista puede preparársela.
—Gracias.
Dwight extrajo su anotador; ella se apresuró a traerle una pluma y tinta, y el joven
redactó una receta que prescribía un preparado de agua de cerezas negras y opio de
Tebas.
—Gracias —dijo ella, mientras recibía el papel—. ¿Decía?
—¿Qué?
—Acerca de su tía.
La mente de Dwight ya no estaba en eso. De pronto sonrió, disipada su irritación.
—Oh, mi tía tenía un spaniel, pero eso fue hace muchos años. Solía tener ataques
cuando ella tocaba la espineta. Era difícil saber sí tenía espíritu musical o todo lo
contrario.
El rostro juvenil y terso de Carolina, tan tenso unos minutos antes, dibujó también
una sonrisa, aunque combinada todavía con un matiz de hostilidad.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó la joven.

El martes amaneció con intensos chaparrones que convirtieron el lodo seco


en lodo húmedo, pero no afectaron el entusiasmo de quienes estaban decididos a
aprovechar lo mejor posible el día de elecciones. Dwight fue primero al edificio del
tribunal, pero allí aún no se conocía la lista del día siguiente, de modo que consideró
que tenía derecho a presentarse ante el señor Jeffery Clymer con el fin de pedir
información.
El señor Clymer estaba desayunando; tenía el mentón malva más pálido a causa
del afeitado de la mañana, y se le veía nervioso y confundido; pero invitó a Dwight a
sentarse a la mesa y le permitió echar una ojeada a la lista de casos que se ventilarían
el miércoles. Se indicaban brevemente los casos que comparecerían ante el honorable
juez Lister.

R. v. Smith, por inconducta.


R. v. Boynton, por hurto.
R. v. Polinghorne y Norton, por vagancia.
R. v. Poldark, por disturbio y ataque.
R. v. Habitantes de la localidad de Liskard, por la falta de reparación del camino.

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R. v. Corydon, por recibir mercancías robadas.
R. v. Habitantes de la parroquia de Saint Erth, por obstruir el estuario.

Dwight dejó sobre la mesa el papel.


—¿Cómo pueden verse todos estos casos mañana?
—Así tiene que ser, mi estimado señor —dijo Clymer, sin dejar de masticar—.
Una lista muy nutrida. No pienso quedarme aquí todo el mes. Debo hallarme en
Exeter el dieciséis. Pero no se preocupe; se las arreglarán perfectamente. Muchos son
casos sencillos.
—¿Incluso el del rey contra Poldark?
—Oh, no, hum… —El señor Clymer se interrumpió para escarbarse los dientes
con el meñique—. Lejos de ello. Pero nos arreglaremos. Ojalá mi cliente adoptara
una actitud distinta. Es un hombre muy altivo, se lo aseguro. No entiende el
mecanismo de la ley. Y todavía no quiere ceder. Quizá cuando vea al juez cambie de
opinión. Wentworth Lister no es un individuo blando. Bien, debo salir. Tengo un caso
a las once. Una anciana acusada de dar vidrio molido a su nieto. Tiene setenta y dos
años y ni un penique. Sería mejor para todos si la ahorcaran de una vez. En fin,
veremos qué dice el juez.
Cuando Dwight estaba poniéndose de pie, un criado llamó a la puerta.
—Disculpe señor, el caballero Francis Poldark desea verlo.
El señor Clymer bebió de un trago el resto de su café.
—¿Otro Poldark? ¿Qué significa esto? ¿Usted lo conoce, señor? —Después que
Dwight replicó brevemente, Clymer comentó—: ¿Quizá viene a atestiguar? Ese
individuo Pearce no conoce su trabajo si permite que la gente venga con sus cuentos
cinco minutos antes del proceso. ¡En el resumen general no se lo menciona en
absoluto!
—Estaba enfermo cuando ocurrieron los naufragios. Pero quizá viene a preguntar
por la situación de su primo.
El señor Clymer se desabotonó irritado la bata.
—Como usted sabe, no soy la niñera del capitán Poldark.
Tengo que atender otros asuntos. ¡Foster!
—¿Señor? —El empleado asomó la cabeza por la puerta.
—Tráigame R. v. Penrose y R. v. Tredinnick.
—Sí, señor.
—Y esta farsa electoral. Inoportuna y molesta. La ciudad está colmada de
vagabundos borrachos y carteristas. No hay lugar en los hoteles. Y chinches.
Vergonzoso, se lo aseguro. —El abogado se volvió hacia el criado, que lo miraba
atónito—. Bien, hágalo pasar, si no hay más remedio. ¡Haga pasar al señor Poldark!
—Me retiraré antes de que entre —dijo Dwight—. Así usted tendrá que lidiar con
una persona menos. Nos veremos mañana.
—Vaya a las diez. Los primeros casos se resolverán en seguida.

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Cuando descendía la escalera, Dwight se encontró con Francis que venía
subiendo. Francis dijo:
—Vine tan pronto pude, pero ahora me entero de que el caso se verá mañana. —
Tenía las ropas en desorden y cubiertas de polvo.
—Es cierto.
—¿Sabe dónde podría alojarme esta noche? La ciudad está llena de gente.
—Me temo que tendrá que alejarse del centro de la población.
—¿Dónde se aloja la esposa de Ross?
—En la posada de «Jorge y el Dragón». Pero su hermana me dijo que allí no
quedaba un lugar libre.
Francis le clavó los ojos.
—¿Mi hermana?
—Están juntas. —El ojo profesional de Dwight no pudo dejar de advertir que
Francis estaba pálido y tenía en el rostro una expresión descompuesta. No sólo había
adelgazado, sino que se le veía deprimido—. ¿Su esposa no vino con usted?
—… La sala del tribunal no es lugar apropiado para una mujer. ¿A qué responden
esas malditas banderas y todos esos gallardetes? —Dwight se lo explicó—. Oh, por
supuesto, lo había olvidado. En Cornwall hay muchos distritos fantasmas, y abundan
los individuos dispuestos a representarlos. ¿Cree que este abogado es un hombre
capaz? Muchos de ellos son viejos depravados y charlatanes a quienes sólo interesa
cobrar sus honorarios y refocilarse con una ramera cuando el asunto ha terminado.
Dwight sonrió.
—Me pareció un hombre irritable pero ágil. Mañana sabré mejor a qué atenerme.
—Cada uno siguió su camino, pero un instante más tarde Dwight se volvió—. Si esta
noche no tiene dónde dormir y no encuentra otra cosa, puede compartir mi cuarto, a
pesar de que tiene una sola cama. La «Posada de Londres», cerca de la iglesia.
—Tal vez le tome la palabra. Si hay espacio en el piso puedo usar una alfombra y
acomodarme perfectamente. Gracias.
Dwight salió del hotel y caminó por la calle. Ahora hacía buen tiempo, y un paseo
a pie le sentaría bien. En el límite de la ciudad vio pasar un hermoso carruaje
arrastrado por cuatro caballos grises, con un cochero y un postillón de librea verde y
blanca. El vehículo avanzaba lentamente a causa del terrible estado del camino, y
Dwight alcanzó a ver que en su interior George Warleggan viajaba solo.

Cuando Dwight regresó de su visita al lazareto —donde halló solamente


siete leprosos residentes, la mayoría borrachos, y la construcción casi cayéndose por
falta de reparaciones elementales— alcanzó apenas a entrar en el salón de la Alcaldía
para ver las elecciones.
La plataforma, al fondo del salón, estaba ocupada por los notables de la ciudad, y
Dwight advirtió sorprendido que la joven alta y pelirroja era la única mujer. En la

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calle había bastante ruido, pues los centenares de personas que no habían podido
entrar en el salón se apretujaban y voceaban lemas rivales. El procedimiento comenzó
con la habitual alocución del sheriff; después, un hombre grueso llamado Fox, que era
magistrado del condado, se puso de pie para tomar juramento al nuevo funcionario.
Allí estaba el eje del asunto. Los dos alcaldes, Michell en un extremo de la
plataforma, y Lawson en el otro, dieron un paso al frente y sostuvieron su derecho a
ser el elegido. Hubo una prolongada discusión jurídica. Ambos bandos habían traído
abogados que defendían las respectivas posiciones, pero ninguno lograba convencer
al otro, y la atmósfera comenzó a caldearse. La gente que estaba en el salón había
empezado a gritar y golpear el suelo con los pies, y el piso temblaba.
Dwight miraba por encima de las cabezas que se movían, y se preguntó cómo
estaría Horace. Paseó la vista sobre la gente que estaba alrededor, algunos con
peluca, otros con su cabello natural atado sobre la nuca, y otros —peones y artesanos
— con los cabellos largos que les llegaban a los hombros. Muy cerca, dos padecían
enfermedades de la piel, y un tercero era un caso de consunción aguda, y escupía
sangre sobre la paja del suelo. En el rincón estaba una mujer que había perdido la
nariz a causa de la enfermedad gálica.
De pronto se concertó en la plataforma una suerte de compromiso, si bien el
estímulo que movió a establecer un acuerdo fue el escándalo de la turba en la calle,
más que la voluntad de hacer concesiones. Los alcaldes compartirían el cargo y
debían jurar simultáneamente. Todos sabían que el convenio sería fuente de
dificultades ulteriores cuando comenzara la elección propiamente dicha; pero por lo
menos ahora podía realizarse algún progreso.
Como todo el asunto comenzaba a cansarlo, Dwight se acercó un paso o dos a la
puerta, pese a que no veía muchas posibilidades de salir hasta que todo hubiera
concluido. La gente que estaba alrededor calló, y Dwight vio que el primer votante se
había puesto de pie. Era el regidor Harris, un hombre cuyo estómago era tan
considerable como su reputación, y registró su voto —por Trevaunance y Chenhalls
— en medio de una salva de aplausos y sólo algunos silbidos. Después se presentó
Roberts, un cuáquero whig, que fue aceptado sin comentarios. Siguió otro whig y,
actuando con la misma cautela que su adversario, Michell lo admitió sin hacer
comentarios. Pero un tercer whig ya era demasiado. El abogado que representaba los
intereses de Basset se opuso, con el argumento de que hacía mucho que se había
anulado la afiliación de Joseph Lander a la corporación por causa de insania; además,
tres veces había comparecido ante los jueces, acusado de conducta indecente.
Esta intervención provocó un escándalo, y cerca de Dwight dos hombres
comenzaron a pelear. Uno de ellos empujó a Dwight contra una mujer que había
perdido la nariz, y ella abrió una boca que parecía una puerta y comenzó a gritar
como si estuvieran asesinándola. Cuando finalmente se logró acallarla, Dwight vio
que un médico estaba testimoniando en el sentido de que el padre y la madre de
Joseph Lander habían mantenido una relación incestuosa, y de que ambos habían

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muerto insanos, pero antes de que Dwight pudiese escuchar el final los dos hombres
habían recomenzado la pelea, y cuando uno de ellos fue retirado inconsciente, de
debajo de los pies del otro, Joseph Lander había desaparecido.
El joven médico deseó no haber ido. Uno de cada dos hombres que se
presentaban a votar era cuestionado, y las discusiones se prolongaban
interminablemente. Un hombre, que evidentemente estaba a las puertas de la muerte,
apareció tendido sobre una camilla y fue depositado en el suelo, mientras los
contrincantes disputaban acerca de él como gaviotas marinas que pelean por un
despojo. A sir Hugh Bodrugan, corpulento, velludo y autoritario, se le permitió votar
sin que nadie dijese una palabra, quizá, pensó Dwight, porque nadie se atrevía a
enfrentarlo. Era imposible saber qué hacía en la corporación; pero había varios como
él, es decir, hombres que vivían a kilómetros de distancia y no tenían ninguna
relación con la ciudad.
La joven parecía acalorada y hastiada; y de pronto se inclinó hacia Unwin
Trevaunance y comenzó a murmurarle algo al oído. Visiblemente irritado,
Trevaunance discutió con ella, pero la joven se puso de pie y se deslizó por una
puerta lateral. En el impulso del momento Dwight comenzó a forcejear para salir.
Fue una lucha prolongada, que provocó resentimiento y resistencia; pero
finalmente consiguió salir, y al cabo se encontró en el corredor, y se sintió sofocado,
golpeado y sin aliento. El corredor estaba atestado de gente, y la escalera que llevaba
a la calle se encontraba en condiciones peores aún. Se volvió hacia el fondo, porque
era evidente que Carolina Penvenen no podía haber salido por la puerta principal.
Al final de corredor la gente no estaba tan apretada, y dos condestables especiales
vigilaban la puerta que conducía a la plataforma. Lo miraron con expresión suspicaz.
—¿Por dónde salió la señorita Penvenen?
Uno de ellos hizo un gesto de asentimiento.
—Por allí, señor.
Dwight vio una puerta en la pared opuesta, y pasó por ella. Llevaba a la trastienda
del comercio antiguo, y de allí podía salirse a la calle principal. Cuando al fin salió,
se le ocurrió que ella se había alejado, porque las turbas gritaban y bailaban en las
proximidades de las tabernas que estaban enfrente, y los pórticos dificultaban la
visión de la calle. Se volvió, y de pronto la vio de pie, apoyada contra la pared, junto
a la puerta de la tienda, mirándolo.
Estaba sin sombrero, evidentemente desinteresada de las convenciones; los
hermosos cabellos cobrizos, de textura más bien áspera, formaban rizos que le
rozaban los hombros. Las perlas que llevaba alrededor del cuello justificaban que un
ladrón corriese el riesgo.
—Doctor Enys —dijo ella, mientras él se inclinaba—. ¿Porqué me sigue?
El joven médico volvió a sentir el aguijón de la irritación.
—La vi salir, y pensé que podía necesitar mi ayuda.
—¿Le parece eso probable?

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—Los días de elecciones no suelen ser tranquilos.
—Pues a mí me parece muy aburrido.
—Naturalmente. Pero otros no lo ven así.
La puerta de la tienda se abrió bruscamente y apareció un criado. Se detuvo frente
a la pareja y se tocó la frente.
—Oh, señorita Penvenen, el amo me dijo que la acompañase a casa. Ahora no
puede salir. Es…
—No necesito una madre adoptiva que me acompañe a casa —dijo ella
impaciente—. Regrese adonde está el señor Unwin, y cuídelo. Tal vez él lo necesite.
¡Vamos! ¡Vamos! —agregó, cuando vio que el hombre vacilaba—. No lo necesito.
Un grupo de la multitud había comenzado a cantar nuevamente la marcha, pero
otros emitían gritos burlones. Alguien arrojó un ladrillo a la ventana de la Alcaldía,
pero erró el tiro y el proyectil se rompió en fragmentos contra la pared y envió una
lluvia de fragmentos más pequeños sobre la gente que estaba en la calle.
—Chusma —dijo Carolina—. Como los mendigos y los ladrones descamisados
que pretenden apoderarse de Francia. Inglaterra sería más feliz si elimináramos a
unos cuantos miles.
Detrás, el tendero estaba muy atareado colocando las persianas. Se oyó un
taconeo cuando un individuo comenzó a caminar sobre el pórtico de la tienda, y
entonces el propietario salió a la calle y comenzó a maldecir y a gritar al intruso que
descendiera.
—Sí, en masa —dijo Dwight— son una chusma. Y una chusma borracha es cosa
peligrosa. No confiaría en ella ni un instante. Pero considere por separado a cada
individuo y verá que es bastante agradable. Una criatura débil, como todos lo somos,
capaz de experimentar celos y sentimientos mezquinos como todos, y egoísta y
cobarde como todos. Pero a menudo generosa, amable y pacífica, y laboriosa y buena
con su familia. Por lo menos, exhibe esas cualidades en la misma medida que el
caballero común.
Carolina lo miró.
—¿Es usted jacobino, como su amigo Ross Poldark? De modo que había estado
averiguando acerca de él.
—Es evidente que usted no conoce a Ross Poldark.
—No. Espero verlo mañana… y ojalá que me entretenga más que hoy.
Dwight observó ásperamente:
—Sin duda usted es la clase de mujer que alquila una ventana en Tyburn… para
gozar viendo cómo ahorcan a un ser humano.
—Si eso soy, ¿es asunto que a usted le incumba?
—No. A Dios gracias, no.
—Doctor Enys, lo considero un tanto impertinente por tratarse de un hombre de
su condición.
—Ignoraba que mi condición fuera la de un lacayo, señora.

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—En ese caso, podría afirmar sus opiniones con un poco de cortesía.
La irritación de Dwight no se disipó.
—Señorita Penvenen, este es un condado un tanto rudo. Lo comprobará si mira
alrededor… Aunque por lo que veo tampoco usted presta mucha atención a las
convenciones.
Ella alzó la cabeza.
—¿No cree que es necesario respetar ciertos límites? Y parece que, apenas
menciono el nombre de Poldark, usted se encoleriza y lo traspasa. ¿Es su héroe,
doctor Enys? ¿Mañana pronunciará un encendido discurso para defenderlo? Tenga
cuidado de no olvidar sus modales, porque de lo contrario el juez no le dejará hablar.
—El juez no es mujer, señora.
—¿Y qué quiere decir con eso?
—Quiero decir que no es probable que se deje llevar por el prejuicio.
—¿Ni siquiera por el odioso engreimiento del que padecen algunos hombres?
—Oh, engreimiento. Yo no diría que ese defecto es propiedad particular de un
solo sexo…
Mientras hablaba, su atención se vio atraída por un griterío más intenso, originado
al fondo de la calle. Dos hombres estaban peleando o luchando, según parecía por la
posesión de ciertos papeles.
—Es muy amable de su parte tratar de instruirme —dijo Carolina—. Me pregunto
por qué muestra tanta solicitud hacia una persona a quien tanto desprecia.
—Usted ha entendido mal lo que yo… —Se interrumpió.
—Por supuesto.
Del fondo de la calle llegaban gritos y risas, y algunos papeles volaron por el aire
y se dispersaron entre la multitud. Ahora otros hombres participaban en la lucha.
Dwight murmuró una excusa a Carolina y corrió por la calle. Trató de abrirse paso
entre los espectadores.
Era difícil, porque nadie quería ceder un centímetro, pero al fin consiguió abrirse
paso y descubrió a Francis forcejeando con tres hombres que intentaban impedir que
golpeara a un cuarto que gimoteaba entre un montón de hojas caídas en el albañal.
—Rata sarnosa e inmunda —estaba diciendo Francis, con voz bastante controlada
si se tenía en cuenta el esfuerzo que realizaba—. Te arrancaré unas cuantas plumas
más. Querías distribuirlas, ¿verdad?, y yo lo haré por ti. Así… —Casi se liberó, pero
consiguieron aferrado otra vez.
—Cálmese, señor —dijo uno—. Apuesto a que ya le arrancó todas las plumas del
cuerpo.
Varios rieron. Francis había bebido mucho. El hombre caído en la calle, un sujeto
harapiento de chaqueta negra, se sostenía la cabeza y gemía, pero tratando de atraer la
simpatía de la gente. En el lodo estaban dispersas docenas de hojas, y Dwight recogió
una que yacía a sus pies. La hoja tenía el encabezamiento Hechos Verdaderos y
Sensacionales de la vida del capitán R-s-P-d-k.

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—Las cosas que crecen en los estercoleros producen pestilencia —dijo Francis—.
Habría que aplastarlas antes de que salgan de sus madrigueras. Suélteme de una vez.
Quíteme de encima las manos leprosas.
—Señor Poldark… ¿estos hombres lo molestan? ¿Qué ha ocurrido?
Francis enarcó el ceño.
—Doctor Enys. Bien, sería un error creer que pegándose a mí como moscas me
divierten. —Se desprendió de las manos que lo sostenían, pues al advertir la sobria
compostura de Dwight, los hombres pusieron menos empeño en el forcejeo—. Por
Dios, en esta ciudad no se respeta a la gente de calidad. No permiten que uno
aplaste… ¡Ah, ahí va!
Al advertir que su atacante se había liberado, el hombre caído en la calle se había
vuelto, y como uno de los gusanos con los cuales Francis lo había comparado, trataba
de abrirse paso entre las piernas de los espectadores. Francis le arrojó su bastón, pero
sólo consiguió pegar en los tobillos a un hombre corpulento que miraba la escena.
—Y ahora se va a depositar sus huevos en otro lugar. Bien, creo que los que dejó
aquí ya no servirán. —Francis enterró los papeles en el lodo. Después, se acomodó la
corbata y trató de ajustaría—. ¡Caminen! ¡Caminen! —dijo a los curiosos que se
habían reunido y miraban asombrados—. Se acabó la diversión. Vuelvan a sus
asuntos.
Dwight observó:
—Esas hojas repulsivas… Pero de nada servirá hacer justicia por la propia mano.
—¿Y no es hacer justicia por la propia mano tratar de emponzoñar la mente del
público antes del juicio? Es una monstruosa violación de los derechos individuales.
Destruiré todas las hojas que encuentre.
Dwight formuló una respuesta de compromiso y se volvió, decidido a alejarse.
—En cuanto a usted —dijo Francis a uno de los hombres que lo habían sujetado
—, cuando los condestables de esta ciudad comida por las pulgas deseen su ayuda,
sin duda se la pedirán. Entretanto, refrene su inclinación a interferir, porque puede
crearle problemas. —Se pasó una mano sobre los cabellos—. Enys, vamos a beber
una copa.
—Lo siento… Estaba ocupado, cuando oí la conmoción y… bien, interrumpí una
conversación. Dwight trató de espiar sobre las cabezas de la multitud, pero no
alcanzó a ver a Carolina.
—Conversación —dijo Francis—, es precisamente lo que necesito. Un poco de
conversación inteligente. Pasé todo el día en compañía de rufianes y ladrones y
alcahuetes, comenzando por el peor de todos. Ahora anhelo una hora de
respetabilidad bien aprovechada. Y creo que usted puede ofrecérmela.
Dwight sonrió.
—En otra ocasión, con mucho gusto. Pero ahora, si me disculpa…
Regresó a la Alcaldía y buscó a Carolina. Pero la joven había desaparecido. Era
evidente que no experimentaba el más mínimo temor, y que se había alejado sola.

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Sin que él lo advirtiera, sobre la multitud había caído un repentino silencio. De
pronto oyó hablar a alguien, y comprendió que era el anuncio del resultado de la
elección. Pero era demasiado tarde para entender lo que decía. Sólo alcanzó a oír el
rugido de la multitud al final, un rugido de frustración y fastidio.
En todo caso, el resultado en cuestión no había contribuid a apaciguar la rivalidad
de los dos bandos.

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Capítulo 8
Verity se había acomodado en el asiento de la ventana, y miraba los
cuarenta o cincuenta caballos que bajaban de los campos de pastoreo situados en las
afueras de la ciudad, traídos por los peones del hotel. Todas las tardes, más o menos a
esa hora, bajaban coceando y relinchando, y abriéndose paso peligrosamente por la
estrecha calle. Y todas las mañanas volvían a subir a los prados.
Desde el momento de la llegada, había pasado gran parte de su tiempo junto a esa
ventana, espiando a los transeúntes, del mismo modo que en Falmouth, cuando
Andrew no estaba, solía acomodarse frente a la ventana, sobre el porche, y bordaba y
contemplaba la bahía. Pero aquí no se le ofrecía un espectáculo parecido; a lo sumo
había una calle estrecha y empinada, y un movimiento constante de gente.
Se había enterado una hora antes del resultado de la elección; había sido un fiasco
que probablemente conduciría a más peticiones y contrapeticiones al Parlamento, y a
interminables disputas en la propia ciudad. Los dos funcionarios elegidos habían
presentado resultados distintos. El señor Lawson había presentado a un whig y un
tory, y el señor Michell a dos tories. La ciudad estaba convulsionada.
Ahora Andrew debía estar en Lisboa. Al día siguiente, cuando se celebrara el
juicio de Ross, su nave zarparía de regreso a la patria. Su hijo James, que estaba en
Gibraltar, no se hallaba a mucha distancia de Andrew, pero lo mismo hubiera podido
encontrarse en otro hemisferio. A veces ella dudaba de que jamás llegara a conocer a
sus dos hijastros; a pesar de lo que había dicho a Demelza, en el fondo de su corazón
lo temía más que lo deseaba. James y Esther eran el testimonio vivo del primer y
trágico matrimonio de Andrew. Quizá pensaban lo mismo y por eso no venían. O tal
vez sencillamente sentían que la nueva esposa los había expulsado de la vida de su
padre. De todos modos, hasta ahora, el segundo matrimonio de Andrew Blamey era
un perfecto éxito, y Verity experimentaba el terrible temor de que los hijos de
Andrew amenazaran su felicidad conyugal.
Se oyó un golpe en la puerta y apareció Joanna, la desaliñada doncella, los
cabellos revueltos bajo la cofia, y una mancha de tizne en la mejilla.
—Por favor, señora, un hombre quiere verla. Dice que es el señor Francis
Poldark.
Verity sintió que se le encogía el corazón.
—El señor… ¿Francis Poldark?
—Sí, eso mismo. Dice que usted lo conoce. Quizás es para la otra señora…
—Es para esta señora —dijo Francis, entrando en la habitación—. Soy su
hermano, de modo que no se dedique a charlar cuando baje. Vuelva a sus ollas y
déjenos solos. Y límpiese esa nariz mocosa.
Desconcertada, Joanna salió, y ambos hermanos se enfrentaron por primera vez
en catorce meses, desde el día en que, con la ayuda de Demelza y a pesar de la agria
oposición de Francis, Verity había huido para casarse con Andrew Blamey.

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Con el corazón oprimido, ella advirtió inmediatamente que Francis estaba
borracho. Y sabía lo que eso significaba. Seis o siete años atrás, el padre de ambos se
había quejado de que Francis no sabía beber, y después de la primera botella caía bajo
la mesa como un vulgar tinterillo. Pero con tiempo y paciencia se había corregido. En
los tiempos que corrían, se necesitaba mucha perseverancia.
—¿Estás sola? —preguntó Francis.
—Sí… no sabía que estabas en la ciudad.
—Todo el mundo se ha reunido en la ciudad. Farmacéuticos, labriegos, pobres y
ladrones… Creía que te alojabas con Demelza.
—Esta tarde salió. Estuvimos aquí todo el día.
Él la miró con el ceño fruncido, como si hubiera querido examinarla con la
objetividad de un extraño. Francis tenía desgarrado el cuello de la camisa, y la
chaqueta manchada de lodo. Sólo ella sabía con cuánta pasión Francis había
rechazado ese matrimonio. Desde que eran niños el amor que sentía por ella había
sido egoísta, posesivo… algo más que fraternal. Su desconfianza en vista de los
antecedentes de Blamey había sido la fuerza centrípeta alrededor de la cual se habían
agrupado los restantes y menudos resentimientos.
—Señora Blamey —dijo despectivamente—. ¿Qué sientes cuando te llaman así?
—Cuando te anunciaron… pensé que…
—¿Qué? ¿Qué venía a reconci… conciliarme? —Miró alrededor en busca de un
asiento, y atravesó la habitación para tomar una silla, se sentó con precaución,
depositó su sombrero al lado, sobre el suelo, y extendió una bota de montar lodosa.
Sus movimientos eran excesivamente estudiados—. ¿Quién sabe? Pero no con la
señora Blamey. Mi hermana… es distinto. Una moza traicionera. —Pero lo dijo sin
convicción ni veneno.
Verity dijo:
—He deseado tanto volver a veros a todos… Le he preguntado a Demelza.
Estuvisteis enfermos en Navidad… y la pérdida de Demelza. En Falmouth también lo
pasamos mal, pero… ¿Cómo está Elizabeth? ¿Supongo que no te acompañó?
—¿Y cómo está Blamey? —preguntó Francis—. ¿Supongo que no te acompañó?
Dime, Verity, ¿el matrimonio no ha sido para ti una trampa tan cruel como para todos
los demás? Nos zambullimos en el asunto, pobres diablos que somos, convencidos de
que tiene algo que nos falta y que no debemos perder. Pero es una máquina
trituradora, y una vez que sus dientes nos atrapan… ¿Cómo está Blamey? Supongo
que flagelando a sus marineros, en Vizcaya o en el Báltico. Estás más gruesa; siempre
fuiste una muchachita tan delgada. ¿Tienes brandy o ron aquí?
—No… solamente oporto.
—Por supuesto, la bebida de Demelza. Le encanta. Tiene que cuidarse, porque de
lo contrario terminará siendo una borrachina. Hace dos semanas vi a Ross en Truro;
no parecían inquietarle toda la faramalla legal y la ola de rumores sucios. Muy propio
de Ross. Es un hueso duro de roer, y no lo amedrentarán con un juicio, por mucho

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que lo pretendan. —La miró fijamente, con una expresión irritada y contraída en el
rostro, pero en realidad sin verla—. Ojalá yo estuviera en el lugar de Ross y tuviese
que comparecer mañana ante mis jueces; les diría unas cuantas cosas. Se
impresionarían. Francis Poldark, de Trenwith.
Un esfuerzo más.
—Francis, me alegro de que hayas venido. Me reconfortaría tanto saber que todo
el rencor se ha disipado. Ha sido el único motivo de infelicidad desde que me fui.
Francis arrancó un pedazo de encaje roto del borde de su puño, lo enrolló
distraídamente entre el índice y el pulgar y lo arrojó en dirección al hogar.
—Felicidad… infelicidad: ¡rótulos aplicados al mismo estado de ánimo! Lindas
cintas de colores que significan exactamente lo mismo que los estandartes de esta
maldita elección. ¡Ah!, como solía decir nuestro padre. Esta mañana sostuve una
violenta disputa con George Warleggan.
Verity se puso de pie.
—Querido, pediré que nos traigan de beber. —Y después de tocar la campanilla
—: Todos rogamos que mañana el juez absuelva a Ross. Dicen que no es un caso
desesperado. Demelza estuvo haciendo diligencias todo el fin de semana. Es algo
relacionado con el juicio, pero no sé de qué se trata exactamente. No puede descansar
un momento.
—¡Absolución! Tampoco yo descansaría, si estuviese en su lugar. Esta mañana
fui a ver al abogado que defiende a Ross y le dije: «Ahora, quiero la verdad; no lindas
palabras, la verdad: ¿Qué posibilidades tiene mañana?». Y me contestó: «Con
respecto al tercer cargo, bastante buenas; pero no veo cómo salvarlo de los dos
primeros… porque él reconoce su culpabilidad y ahora continúa obstinándose.
Todavía es tiempo de cambiar de táctica y presentar combate, pero él no quiere, de
modo que es una causa perdida de antemano».
Apareció la criada, pero durante un momento los dos estuvieron demasiado
absortos para prestarle atención. Finalmente, Francis le ordenó que trajese gin.
—Poco después me encontré con George en la Posada del Buey. Tenía un aire tan
opulento y satisfecho de sí mismo que no pude soportarlo. Tuve náuseas y vomité una
buena porción de bilis. Me hizo muchísimo bien.
Guardaron silencio un largo rato. Verity jamás lo había visto así. Ignoraba si el
cambio había sobrevenido en doce meses o sólo en una noche. En su espíritu
lucharon dos sentimientos: la preocupación por él, y la inquietud por lo que había
dicho acerca de Ross.
—¿Fue sensato pelear con George? ¿Acaso no le debes dinero?
—Lo saludé diciendo: «Caramba, ¿los buitres se acercan antes de que el venado
haya muerto?». Cuando mostró signos de que exteriormente se lo tragaba pero
interiormente hervía, me pareció que había llegado el momento de expresarle
claramente mi opinión. Su condenada cortesía de nada le sirvió. Con una amabilidad
igual a la que él demostraba, detallé su apariencia, sus ropas, su moral, su linaje y sus

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antepasados más remotos. Disputamos con saludable vigor. Hacía tiempo que era
necesario aclarar posiciones.
—Sí, aclarar posiciones —dijo Verity, inquieta—. Será una aclaración muy feliz
si te exige la cancelación de todas las deudas. Sé que ha sido un viejo amigo, pero no
parecería extraño que apele a cualquier medio para vengar un insulto.
Joanna volvió con el gin. Francis le dio una propina y la miró alejarse. Vertió un
poco de licor en un vaso y lo bebió.
—Oh, sin duda cree que mañana podrá ejecutarme. Pero quizá se desilusione. —
Francis contempló el vaso vacío con una expresión peculiar. Se hubiera dicho que
miraba un triste desfile de escenas de su propia vida, una existencia cada vez más
mezquina que llegaba al momento actual, cuando sólo quedaban las heces. Era el
momento en que el absurdo y la sinrazón se convertían en parte del paisaje general.
—El mañana está lejos —dijo—. Quizá nunca lo veamos.

—Todo el procedimiento fue condenadamente irregular —dijo sir John


Trevaunance, mientras se sacudía rapé de la manga—; por Dios, si hubiera estado allí
no habría permitido nada por el estilo.
—Es fácil decirlo —replicó Unwin, que ahora era un gigante hosco—. Nadie
estaba dispuesto a ceder, y la turba aullaba afuera. Teníamos que ofrecerle un
resultado, porque de lo contrario habrían destruido el local. Aun así, cuando Michell
y Lawson se acercaron juntos a la ventana, temí que los apedrearan.
—¿Los resultados de Michell fueron despachados inmediatamente?
—Sí, con un correo a caballo. Pero otro tanto hizo Lawson.
—Es importante saber cuáles llegarán primero a manos del sheriff. Nada lo
justifica, y sin embargo suele prestarse mayor atención al primero que llega.
Estaban en la recepción que seguía a la cena ofrecida para celebrar el resultado.
Después de una rápida consulta se había decidido seguir adelante con los planes,
como si se hubiera tratado de una inequívoca victoria tory. El partido de Boscoigne
hacía otro tanto, y en la recepción en la Alcaldía después de las respectivas cenas se
mezclaban los miembros de las facciones rivales. Estaban presentes los dos jueces, y
varias personas de calidad del condado que no habían intervenido en la elección.
—Se ejercerá presión con el fin de que me retire —dijo Unwin con expresión
rencorosa—. Ya huelo algo por el estilo. Si yo me retiro, Chenhalls y Corrant pueden
ocupar sin problemas los escaños. Pero si me obligan a salir, Basset oirá hablar del
asunto.
—Nadie piensa en eso. —Sir John se mordió el labio inferior—. En realidad,
como ocupas el segundo lugar en ambas listas, eres el único cuya elección está
perfectamente definida.
Estaban bailando una cuadrilla, y Unwin observó los movimientos elegantes de
Carolina que danzaba con Chenhalls y algunos primos de los Robartes.

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—Bien, somos tres para dos escaños. Y eso no puede ser.
—Es sólo cuestión de tiempo —afirmó sir John, los ojos fijos en una joven
morena que conversaba con uno de los jueces de Su Majestad—. Cuando se presente
el alegato ante el Tribunal de Apelación, no dudo de que se declarará ilegal el
nombramiento de Lawson. De modo que sus resultados electorales quedarán
inválidos. De todos modos, huelen a fraude. ¿Quién ha oído hablar de un alcalde
whig que presente un candidato del bando contrario cuando tiene dos propios?
—Eso sugiere imparcialidad.
—Tonterías; sugiere fraude. De todos modos, si el asunto no se resuelve antes de
que vuelva a reunirse el Parlamento, no vaciles en reclamar tu escaño. En los últimos
tiempos hubo episodios semejantes en Helston y Saltash. Daniell me recordó que en
Saltash hubo dos grupos rivales durante mucho tiempo, y dos tribunales de apelación
diferentes declararon legal primero a uno y después al otro. Más todavía, Unwin. En
una elección realizada hace cuatro o cinco años para llenar un solo escaño, cada uno
de los grupos eligió un candidato… y ahora ambos ocupan escaños en el Parlamento.
—Sí, oí decir algo al respecto en la Cámara.
—Bien, fue en el 85 o el 86. Y Daniell asegura que a pesar de las peticiones y
contrapeticiones, los dos miembros electos continúan ocupando escaños. Si una cosa
así puede ocurrir, no hay razón para inquietarse con los resultados obtenidos hoy.
Creo que importa sobre todo que te consideres reelecto y que procedas en
consecuencia.
La danza finalizó y se oyeron aplausos corteses. Sin mirar a los Trevaunance,
Carolina caminó hacia el comedor en compañía de Chenhalls. Las relaciones entre
Carolina y Unwin no habían sido especialmente gratas ese día. Ella había insistido en
concurrir al acto electoral, a pesar del consejo contrario de Unwin. De pronto,
hastiada, se había retirado ostensiblemente en momentos en que Unwin no podía
seguirla, y había rechazado al criado que él envió con el fin de que la acompañase.
Después, Carolina había regresado al salón en el mismo momento en que se
anunciaban los resultados, y había replicado ásperamente cuando él preguntó la causa
de su actitud. Cuando yo sea tu esposo, pensó Unwin, mientras miraba su figura
erguida, a la entrada del comedor… Los hombros de la joven resplandecían incluso
con esa media luz. Si llego a ser tu esposo… un pensamiento inquietante. Esa
elección había sido más costosa que las anteriores. La duda acerca de los resultados
determinaba que su posición fuese mucho más inestable… pese a lo que John decía.
Y sus deudas en Londres aumentaban. Quiso acercarse a Carolina, pero sir John le
aferró el brazo.
Miró impaciente a su hermano, creyendo que este se preparaba para ofrecerle más
consejos sensatos pero indeseados. Pero sir John miraba en otra dirección.
—Dime… ¿quién está con Wentworth Lister? Esa mujer… que habla con él.
Unwin frunció el ceño.
—Me parece que es Demelza Poldark.

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—Dios mío… —Sir John tragó saliva—. Ya me parecía. De modo que no se da
por vencida.
—¿Qué quieres decir?
Sir John habló con calor:
—¿Cómo diablos entró aquí? ¿Quién pudo haberla presentado? Y ahora está
hablando con el Zancudo Lister… exactamente lo que se propuso hacer. Por Dios,
hará ahorcar a su marido si no se anda con cuidado… ¡y a ella la detendrán por
desacato al tribunal! Está jugando con fuego.
—La he visto con Hugh Bodrugan.
Sir John extrajo un pañuelo y se enjugó el rostro.
—Bien, por lo menos no tengo nada que ver en el asunto. Hugh siempre fue una
bestia lasciva; si le hizo un favor, ella tendrá que pagar lo suyo. Que tenga suerte en
su conversación. La necesitará.
Unwin dijo:
—Te dije la primera vez que la vi que era una mujer peligrosa.

Demelza sabía muy bien que estaba jugando con fuego. Apenas vio de
cerca al juez alto y cadavérico, comprendió que ese sería el encuentro más difícil de
su vida.
Se había puesto el vestido de seda malva con las mangas a la altura del codo, y la
pechera y la enagua verde manzana floreadas. Era el vestido que Verity había elegido
para ella tres años antes.
Sir Hugh Bodrugan no conocía a Lister, pero había conseguido que los presentara
el señor Coldrennick, diputado por Launceston. Después, rezongón e hirsuto, se había
retirado con Coldrennick dejando a Demelza con su presa, tal como lo había
prometido.
El Honorable Juez Lister tenía unos sesenta años, un metro ochenta de altura, las
piernas largas y delgadas, la espalda un tanto encorvada, y un rostro arrugado y
austero marcado por cuarenta años de sesiones del tribunal. No se sentía cómodo en
la recepción, porque fuera de su trabajo era un hombre tímido, y no se interesaba en
las caras empolvadas y maquilladas de las fiestas a la moda. Había venido porque las
habitaciones de los alojamientos destinados a los jueces eran tan frías y tristes, que
había cenado fuera todas las noches, y ahora no podía rehusar la invitación de los
organizadores, que habían sido sus anfitriones.
Cuando le presentaron a la joven había supuesto que ella le formularía algunas
preguntas tontas, y después de parlotear un rato se alejaría, como habían hecho otras
jóvenes. Su único interés en las mujeres era que parecían ser la fuerza impulsora que
estaba detrás de muchos de los delitos que caían bajo su ojo implacable. Lister era un
solterón y un pesimista.
Pero esta joven se había demorado más que la mayoría. En ese momento acababa

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de formularle una pregunta, pero él no la había entendido. Agachó la cabeza.
—¿Cómo dijo?
—¿Su Señoría baila?
Lister movió la cabeza.
—Pero no por eso usted debe abstenerse. Sin duda hay muchos caballeros que
esperan gozar del privilegio de acompañarla.
—Oh, no, mi señor. Más bien prefiero mirar. Creo que el espectador es quien
goza mejor de la danza.
Lister avanzó el labio inferior.
—Señora, tengo una edad en la cual el espectáculo del esfuerzo ajeno es más
compensador que el esfuerzo mismo. Jamás habría imaginado que usted pensaba de
igual manera.
—Pero ¿qué tiene que ver con eso la edad? —preguntó Demelza—. ¿No es
lógico… apartarse a veces de la agitación y el torbellino, para poder ver a qué nos
parecemos cuando estamos en ello?
Él la miró atentamente.
—Si usted se atiene a esa regla en asuntos de mayor gravedad, sin duda podrá
aprovechar bien su propia vida.
—En materias de mayor gravedad —dijo Demelza—, la vida siempre permite
elegir.
—El alma de cada individua es su propio dominio —dijo Lister—. Cómo la usa
no puede ser responsabilidad ajena.
—Oh, sí, señor mío, creo que usted tiene razón. Pero a veces todo ocurre como si
el individuo fuese un pájaro en una jaula, puede cantar tan armoniosamente, que sólo
arrojándolo a un pozo se consiga acallarlo.
Lister sonrió secamente.
—Señora, su ingenio es fértil en argumentos.
—Su Señoría es demasiado amable. Por supuesto, mi actitud es excesivamente
vanidosa. A decir verdad, sé muy poco de todo eso. Y usted sabe tanto.
—Sabemos lo que se nos permite saber —dijo Lister—. La conciencia está más
cerca del juicio que el conocimiento.
—Me gustaría saber —dijo ella—, si eso suele inquietarlo.
—¿Qué?
—Sí, el juicio. Quiero decir —se apresuró a continuar ante la mirada del juez—,
¿no es difícil emitir juicios perfectos, a menos que uno sepa perfectamente?
Perdóneme si no entiendo bien.
—Mi estimada señora, hay posibilidades de perfeccionamiento por doquier. La
infalibilidad existe en la divina creación, no fuera de ella.
En la sala de los refrescos, Unwin decía:
—¿En qué puedo haberte ofendido?
—De ningún modo, querido —dijo Carolina, mientras se pasaba la mano sobre

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los cabellos—. ¿Por qué lo piensas?
—No sé a qué atenerme. Trato de complacerte en todo, e incurro en la
desaprobación de mi partido llevándote a la elección… pero esta noche me ignoras en
beneficio de Chenhalls, o de cualquier caballero maduro que te reclama. Me
sorprende que aún no hayas bailado con Bodrugan.
—Gracias, querido, prefiero cazar osos al aire libre. —La voz dulce de Carolina
tenía un matiz helado—. Pero ¿por qué no he de bailar con caballeros maduros si eso
me complace? Todavía no estoy atada a los cordones de tu delantal… y gracias a
Dios que así es, porque esta noche los cordones de tu delantal me parecen ingratos,
aburridos y deprimentes, y casi diría insoportables.
Unwin hizo lo posible por dominarse y sonrió.
—Lo siento, Carolina. Es esta condenada elección… te ruego me perdones.
Apenas se aclare la situación seré mejor compañía para ti. Te lo prometo. Lo sería
ahora, si me ofrecieras la oportunidad.
—Siempre fue «cuando termine la elección». Según parece, ahora no ha
concluido. ¡Oh, John! ¡John!
—¿Sí? —dijo ácidamente el mayor de los Trevaunance. Le desagradaba que esa
muchacha frívola lo llamase por su nombre de pila. Pero lo soportaba sólo en bien de
su hermano.
—¿Conoce a un médico que vive en Sawle o cerca de allí, y que se llama Enys?
Creo que es Dwight Enys.
—Hum… sí. Vive en las tierras de Poldark, o donde comienza la propiedad de
Treneglos. Un hombre joven. No sé mucho de él ¿Por qué?
—Está en la ciudad. Creo que atestiguará mañana, durante juicio. ¿Tiene medios
propios de fortuna?
—¿Por qué? ¿Lo conociste? —preguntó Unwin con suspicacia.
—Casualmente fue el hombre que vino a ver a Horace. Ya te hablé del asunto. Y
se mostró muy altanero cuando supo que le habían llamado para atender a un perrito.
—Maldita insolencia. Si yo hubiese estado allí se lo habría dicho.
—Oh, yo se lo dije. Pero, Unwin, la insolencia no es pecado tan grave. ¿No te
parece? Revela cierta fibra y espíritu…
En el salón de baile, la conversación se había alejado un poco del tema peligroso.
Wentworth Lister miraba muy atentamente a la joven morena.
—Un filósofo griego dijo cierta vez que la modestia es la ciudadela de la belleza
y la virtud; la primera de las virtudes es la inocencia, la segunda el sentimiento de la
vergüenza. Es un precepto que me ha ayudado muchos años a juzgar a las mujeres.
—¿Y cuando tiene que juzgar a los hombres? —dijo Demelza.
—Sí, también en eso. —La danza había concluido y el juez paseó lentamente la
vista por el salón. Hacía calor, y lamentaba haberse puesto el tercer par de medias.
—No deseo retenerla aquí —dijo Lister con cierta aspereza en la voz—, cuando
seguramente puede emplear su tiempo en entretenimientos más gratos…

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Demelza se humedeció los labios.
—Caramba, había creído que yo era quien abusaba de su tiempo.
Al oír esto, Lister negó cortésmente, y a su vez ella dirigió una rápida mirada
alrededor. Aunque había mucha gente cerca, en ese momento ninguna parecía
dispuesta a perturbar el téte-a-téte. El juez no era una figura atractiva.
—Ojalá la próxima vez toquen algo más armonioso —dijo Demelza—. Esta
música hiere los oídos. Usan demasiado la flauta y los caramillos.
Lister dijo:
—¿Quizás usted también toca?
—Muy poco. —Le sonrió, súbitamente reanimada—. Y canto… pero más cuando
estoy sola.
—Concuerdo con usted en la preferencia por los violines y las violas. Y con
respecto al canto, ahora no se escucha nada que valga la pena.
Algo en el tono del juez llamó la atención del oído de Demelza, agudo como el de
un animal. Era la primera vez que advertía cierto calor entre las hojas secas de su
carácter.
—Los habitantes de Cornwall cantan mucho.
Lister sonrió.
—Juntan sus voces. Sin duda, a eso se refiere. El coro de la iglesia los domingos.
—Por supuesto… quizá no es lo que usted oye en Londres.
—Tampoco en Londres se oye gran cosa. Casi todo está contaminado por las
tendencias modernas. Una alegría frívola e insípida. Pasticcios a la italiana y quejosa
artificialidad. Para descubrir una vertiente pura hay que retroceder doscientos años…
o más.
Lister terminó de hablar, apretó enérgicamente los labios, y tomó una pulgarada
de rapé. Después de limpiarse el polvo de rapé con un pañuelo de encaje, juntó las
manos tras la espalda y miró fijamente un punto del salón, como decidido a impedir
que lo arrastrasen a nuevas expresiones de opinión.
Demelza dijo desesperadamente:
—Mi señor, ¿qué tienen de malo los coros de iglesia? No alcanzo a entenderle.
—¡Ah! —dijo Lister.
Los Trevaunance habían reaparecido, viniendo del comedor. La cabeza color
fuego de Carolina se destacaba sobre la de sir John, y estaba apenas por debajo de la
de Unwin.
Demelza dijo:
—Es la primera vez que oigo la música de uno de esos órganos en una iglesia.
Hay uno en Truro, pero jamás lo escuché. Es un sonido grandioso, pero prefiero más
bien la forma antigua cuando está bien ejecutada.
El juez resopló e hizo un gesto de la mano.
—Es usted afortunada, puesto que las tendencias modernas no arruinaron del todo
su oído. ¿Seguramente nunca oyó cantar en organum?

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—No, mi señor. ¿Significa cantar con acompañamiento de órgano?
—Ciertamente no con acompañamiento de órgano…
… Sir Hugh Bodrugan había conversado con el señor Coldrennick acerca de las
consecuencias de la situación electoral, y deseaba una copa. Estaba harto de Bodmin,
y de buena gana hubiera regresado al día siguiente a sus perros y sus caballos, y a
Connie y sus maldiciones, y a los amplios espacios de su casa desordenada, donde
podía extenderse, estirarse y eructar. Todo aquello le parecía excesivamente estrecho.
El único aspecto positivo de su visita había sido encontrar a Demelza Poldark, que
con su ingenio simple lo mantenía alerta y animado. Miró al rincón donde ella
continuaba hablando con el juez alto y delgado. El problema con ella era que siempre
se mostraba condenadamente esquiva. Bodrugan sabía que un poco de maniobra era
parte de la diversión; tampoco a él le agradaba que el pez se apresurase a morder el
anzuelo; pero hasta ahora sólo la había besado dos veces —aunque una en la boca—
y la había pellizcado un par de veces en lugares interesados. Una moza de piernas
largas, condenadamente atractiva. Era hora de volver a ella.
Eso fue precisamente lo que dijo al señor Coldrennick, interrumpiendo algunas
observaciones pedestres acerca de los cargos políticos del condado.
—Sí —dijo el señor Coldrennick—. Seguramente usted tiene razón. Debo
confesar que raramente he visto tan conversador a nuestro erudito juez. La joven
señora Poldark tiene una simpatía especial.
—Oh, no lo dudo —dijo sombríamente Bodrugan—. Sí, eso tiene. Pero le falta
voluntad.
Mientras se acercaban oyeron la voz del juez.
—Mi estimada joven, la iglesia no conoció la armonía, ni siquiera del tipo más
primitivo, hasta los siglos X u XI. Entonces, las voces más altas y más bajas atacaban
el canto llano, y cantaban a distancia de una cuarta o una quinta, y no al unísono. Sin
duda pasaron muchos años antes de descubrirse que las terceras y las sextas, en lugar
de ser más, eran menos discordantes, y tenían efectos infinitamente más melodiosos y
variables. Hay un himno escocés… sí… a san Magno…
—¡Hrrmmhum! —carraspeó sir Hugh Bodrugan.
El Honorable Juez Lister levantó la cabeza y dirigió al intruso una mirada que
generalmente reservaba para los malhechores. Ante la acogida, Coldrennick habría
retrocedido, pero Bodrugan no se dejaba intimidar por nada.
—Ah, bien, es hora de comer algo, estimada niña. Hay tanta gente que tuve que
hacer un esfuerzo para llegar aquí. Sin duda su señoría nos perdonará.
—No tengo apetito, sir Hugh —protestó Demelza—. Quizá podamos esperar un
momento. Su señoría estaba hablándome de la música eclesiástica, y sabe cosas que
yo desearía mucho aprender.
—No, eso puede esperar otra ocasión, ¿no es verdad, señor mío? ¡Dios mío,
música eclesiástica! Qué tema para una noche de elecciones.
—Es tema para cualquier noche —dijo Lister—, si uno está dispuesto a aprender.

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Por supuesto, están los que no quieren aprender. —Se disponía a agregar algo más,
hablando entre dientes, pero se acercaban dos damas que venían del comedor, y otros
se aproximaban. Dijo a Demelza—: Señora, también hay cierta música isabelina.
Byrd y Tallis son nombres que valen la pena recordar. Y en un estilo más ágil y
diferente también Thomas Morley.
—Los recordaré —dijo Demelza, y le dio las gracias en su estilo más
ceremonioso. Bodrugan esperaba para acompañarla, y ahora las dos mujeres hablaron
al juez. Pero después de un momento él volvió de nuevo los ojos hacia Demelza.
Había un leve destello de aprobación en sus ojos hundidos mientras la miraba.
—Señora, no recuerdo su nombre, o a quién he tenido el placer de dirigirme.
—Poldark —dijo ella, y tragó saliva—. La señora de Ross Poldark.
—Ha sido un placer para mí —dijo el juez, e inclinó la cabeza. Era evidente que
el nombre nada significaba para él… todavía.

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Capítulo 9
Después de oscurecer se acentuó el ruido en las calles, y aumentó el
número de borrachos, y la primera intención de Dwight fue no volver a salir. No
dudaba de que Carolina estaba en el baile, pero él no tenía invitación, y en todo caso
carecía de ropas apropiadas. Después de cenar se sentó un rato en su dormitorio a leer
un libro de medicina, pero la caprichosa señorita Penvenen y el recuerdo de sus
actitudes le impedían concentrarse. Reaparecía constantemente como una imagen
frente a los ojos, como una voz en la profundidad de su oído, como una idea en el
trasfondo de su mente. Recordaba el roce de su vestido de seda como una cosa nueva,
oída por primera vez; veía la punta de su lengua cuando se mojaba los labios, y
evocaba su voz, fría e irritante, pero inolvidable como un trozo musical. Finalmente,
arrojó sobre la cama el libro y bajó a la taberna a beber un par de copas; pero el lugar
estaba atestado y había mucho ruido, de modo que por falta de algo mejor que hacer
decidió caminar hasta la colina, en busca del minúsculo hospital que estaba a cargo
del doctor Halliwell. Bodmin era una de las pocas ciudades que había progresado
hasta el extremo de disponer de una instalación de ese tipo —en general, si uno se
hería, moría en la calle o en su propia cama— y Dwight pensó que podía ser
interesante comparar el minúsculo establecimiento provincial con las grandes
instituciones que florecían en Londres.
De modo que no se encontró con Francis, el cual entró en la posada después que
el joven médico se hubo marchado.
Francis preguntó por el doctor Enys, y cuando le informaron que había salido
explicó que el médico le había prometido compartir su cuarto esa noche. El posadero
lo miró dubitativo, esforzándose por llegar a una conclusión acerca de la calidad del
visitante, impresionado por el lenguaje y la apostura propios de un caballero, pese a
que estos aspectos no compensaban del todo las ropas desgarradas y lodosas, y
sospechando al mismo tiempo que estaba borracho, pese a que esa condición no
concordaba con el gesto sereno y el lenguaje firme.
—Lo siento, señor, pero sin autorización del interesado no puedo permitirle que
entre en el cuarto de otra persona. Como usted comprende no sería justo.
—Tonterías. El doctor Enys me invitó. ¿A qué hora regresará?
—No lo sé, señor. No lo dijo.
Francis depositó en el suelo su maleta.
—En situaciones de necesidad es usual que dos caballeros compartan un cuarto.
Y usted lo sabe. Además, no somos desconocidos, sino amigos. Vamos, dígame
cuánto le pagó el doctor Enys, y yo le daré la misma suma.
—Con mucho gusto, cuando el doctor Enys vuelva.
—No estoy dispuesto a esperar toda la noche. —Francis extrajo un bolso, y de
este retiró algunas monedas de oro—. Le pagaré ahora mi alquiler, de modo que no se
perjudique.

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Los ojos del posadero se movieron inquietos.
—Señor, es una habitación pequeña, y hay una sola cama.
—Me tiene sin cuidado el tamaño de la cama.
El posadero miró de nuevo, y después se volvió hacia el criado.
—Vamos, Charlie, lleva al señor al número seis.
Francis pagó el alquiler y siguió al niño escaleras arriba. Una vez en el cuarto, y
cuando su guía ya se había marchado, cerró con llave la puerta. Era una habitación
baja y estrecha, con una mesa frente al hogar vacío, una cama de una plaza junto a la
ventana, con una persiana cerrada, y dos velas parpadeando, que disipaban apenas las
sombras al lado de la cama. Se apoyó un minuto contra la puerta, mientras paseaba la
vista por el cuarto, y después tomó una de las velas y la llevó a la mesa. Abrió su
maleta, retiró una camisa limpia, se lavó, y se puso la camisa y un cuello limpio. Se
sentó frente a la mesa, extrajo de la maleta varias hojas de papel, y después de
meditar un rato comenzó a escribir. Lo hizo todo con movimientos medidos; pero no
eran los gestos de la embriaguez. A través de esta había llegado a un estado de
absoluta y total sobriedad.
Durante un rato reinó en el cuarto un silencio nuevo, subrayado por el tenue
rasguido de la pluma. A veces llegaban ruidos de fuera, o una salva de risas que
subían por las gruesas paredes desde la taberna, como ecos de un mundo remoto. De
tanto en tanto, una de las llamas temblaba, y se formaba un hilo de humo que se
desprendía y se disipaba en el aire. Francis escribía con una concentración que
provenía de un sentimiento de apremio, tanto externo como íntimo; escribía no sólo
luchando contra el tiempo que pasaba, sino también afrontando un mecanismo
imperativo de su propio fuero interno que le decía que lo que él tenía que hacer ya no
podía esperar.
Finalmente, escribió su nombre, se puso de pie, se acercó de nuevo a la maleta y
extrajo una pistola. Era un arma de duelo de un solo caño, del tipo de llave, que
disparaba una pesada bala con una pequeña carga de pólvora. La amartilló y la
depositó sobre la mesa, al lado. Después, miró alrededor. Todo estaba listo. El
silencio de la habitación había llegado a ser opresor, y parecía golpearle los oídos; era
como un eco del terror suscitado por la decisión definitiva, la última compulsión de la
mente y el músculo a la cual todo esto llevaba, del mismo modo que un río corre
presuroso hacia su propia aniquilación en el mar.
Elevó la pistola hacia su cabeza.

Dwight comprobó que el hospital estaba formado por unas pocas


habitaciones del primer piso de un edificio ancho y bajo, cerca del asiento del
tribunal. Debajo, estaba la Sociedad de Lectura; uno visitaba la planta baja para
obtener un libro, y el primer piso para perder una pierna. No tuvo la suerte de
encontrar al doctor Halliwell, que aún no había regresado de una excursión de caza,

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pero una mujer rechoncha e hidrópica le mostró las dos salas después de una breve y
desconfiada discusión en la puerta.
Las camas estaban dispuestas más o menos de acuerdo con el sistema londinense,
es decir, adheridas a las paredes, con los costados de madera, como grandes cajones
abiertos de un gabinete, y cada sala estaba iluminada por una sola linterna en la cual
ardía una gruesa vela. Las multitudes y los acontecimientos del fin de semana habían
aportado su cuota de accidentes y enfermedades, de modo que el hospital estaba casi
colmado. En la atmósfera, el habitual olor viciado y pestífero. Los pacientes estaban
dispuestos cuatro en cada cama, la cabeza de uno tocando los pies del otro; y
aparentemente nadie había intentado clasificarlos de acuerdo con las diferentes
dolencias. Bajo la linterna, una mujer a quien habían amputado la mano compartía la
cama con otra que comenzaba a sufrir los primeros dolores del parto y para el ojo
entrenado era evidente que la tercera ocupante estaba agonizando. Tenía el rostro
congestionado y febril, manchas de color violeta claro en las manos, y la respiración
estertorosa y difícil.
—Una ramera encontrada en la calle —dijo la mujer rechoncha, mientras se
arreglaba la falda—. Hace una semana dio a luz mellizos. Si quiere saber mi opinión,
morirá antes de la mañana… La otra comenzó a sentir dolores hace apenas una hora.
Dicen que es el hijo del padre de la mujer, pero ella no dice palabra. Las pusimos
juntas para que se hagan compañía… Esta es la sala de hombres.
Dwight no permaneció allí mucho tiempo. No conocía al doctor Halliwell y no
podía estar seguro de que su visita fuera bien mirada. Cuando salió de nuevo a la
calle respiró agradecido el aire de la noche. Había llovido intensamente mientras él
visitaba el hospital, y del oeste llegaba un frente de nubes, empujado por el viento;
pero la lluvia no había atenuado el entusiasmo de los que festejaban, y aún había
docenas escandalizando en las calles. Vio a dos de los más respetables comerciantes
llevados a sus respectivas casas en carretillas de ruedas.
El posadero le informó de la llegada del inesperado visitante. Dwight había
olvidado completamente su invitación de la mañana a Francis, y el encuentro durante
la tarde lo había inducido a lamentar sus propias palabras. Subió la escalera
esperando hallar a su huésped esparrancado y dormido en la cama, y su irritación se
acentuó cuando descubrió que la puerta estaba cerrada con llave. Golpeó impaciente,
con la esperanza de que el ocupante del cuarto no estuviese tan borracho que no
alcanzara a oír nada. No hubo réplica. Era lamentable, porque quizá no hubiese modo
de despertar a Francis antes de la mañana. Era probable que el posadero no tuviese
otra llave, y eso en el supuesto de que la propia del cuarto no estuviera bloqueando el
agujero de la cerradura.
Dwight golpeó de nuevo, con toda su fuerza. El corredor estrecho y oscuro tenía
telarañas en todos los rincones, y en las paredes había grietas de las cuales
sobresalían otras telarañas, como si una fuerza superior las empujase desde el lado
contrario. Un hombre afectado de claustrofobia hubiera retrocedido espantado, y

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habría huido antes de que las paredes se derrumbasen y las telarañas lo atraparan. De
una de las grietas más anchas, cerca de la puerta, emergió un momento un insecto
negro, como si se sintiera perturbado y molesto a causa del ruido. De pronto, Dwight
oyó un movimiento en el cuarto, y la llave giró en la cerradura.
Aliviado, movió el picaporte y entró, y sorprendido vio el lecho vacío e intacto, y
a Francis que regresaba lentamente a la mesa, donde ardían las dos velas.
Disipada su irritación, Dwight emitió una risa un poco embarazada.
—Espero que disculpe el escándalo. Creí que estaba dormido.
Francis no contestó, y se limitó a tomar asiento en la silla frente a la mesa, y a
mirar dos hojas de papel que tenía frente a sí. No parecía tan embriagado como la
última vez que se habían visto. Con creciente sorpresa Dwight observó la camisa
limpia, el cuello pulcro… y el rostro totalmente exangüe.
Después de un minuto dijo:
—El posadero me explicó que usted había venido. Pensé que podía haber tenido
dificultades. La ciudad está bastante conmocionada.
—Sí —dijo Francis.
Consciente de que en el cuarto reinaba una atmósfera peculiarmente tensa,
Dwight se desabotonó lentamente la chaqueta y la arrojó a un lado; permaneció de
pie un momento en mangas de camisa, incómodo y vacilante. El silencio de Francis
lo obligó a seguir hablando.
—Lamento haberme separado tan bruscamente esta tarde, pero como ya le dije
debía reunirme con un amigo. ¿Supongo que usted ya cenó?
—¿Qué? Oh, sí.
—Si pensaba escribir una carta, continúe.
—No.
Los dos hombres callaron. Dwight miró más atentamente a su interlocutor.
—¿Qué pasa?
—Enys, ¿usted es fatalista? —Francis frunció el ceño, con una absurda mueca de
irritación nerviosa. El gesto descompuso su rostro inmóvil, como si sobre él se
hubiese abatido una tormenta—. ¿Cree que somos dueños de nosotros mismos, o sólo
bailamos como marionetas manejadas por hilos, y tenemos la ilusión de que somos
independientes? Yo no lo sé.
—Me temo que estoy un poco cansado para abordar una discusión filosófica.
¿Quizás afronta un problema personal que hace urgente la pregunta?
—Sólo esto. —Francis apartó las hojas con gesto impaciente, y recogió la pistola
que aquellas habían cubierto—. Hace cinco minutos traté de suicidarme, pero esta
cosa no funcionó. Después, comencé a pensar si debía intentarlo otra vez.
Una mirada indicó a Dwight que Francis no bromeaba. Lo miró fijamente,
tratando de decir algo.
—Lo veo un poco conmovido —dijo Francis, y apuntó la pistola a su propio
rostro, y miró por el caño, el dedo sobre el disparador—. Por supuesto, no habría sido

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un gesto del mejor gusto, aprovechar la hospitalidad de su cuarto con ese fin, pero o
disponía de una habitación, y hacerlo en un callejón me parece vulgar. Lo siento. De
todos modos, aún no lo hago, por lo cual usted tiene durante unos minutos un
compañero conversador, y no a uno silencioso.
Dwight lo miró, conteniendo el impulso de decir o hacer cosas obvias. Un error
podía ser fatal. Después de un momento prolongado trató de relajarse, y acercarse al
jarro y la palangana que estaban al lado de la ventana, de modo que ahora daba la
espalda a su interlocutor. Comenzó a lavarse las manos, y comprobó que le
temblaban. Sintió que Francis lo observaba atentamente.
—No lo comprendo —dijo al fin—. No comprendo por qué quiere destruirse… y
si lo hace, por qué tiene que cabalgar cuarenta kilómetros hasta una ciudad extraña
para ejecutar ese acto.
Se oyó ruido de papeles, como si Francis estuviese juntándolos.
—El muerto se comportó irracionalmente antes de fallecer. ¿Se trata de eso? Pero
¿quién se comporta racionalmente, incluso si quiere permanecer vivo? Si fuésemos
cerebros pensantes suspendidos en un fluido… Pero no lo somos. Somos vísceras, mi
querido Enys, como sin duda usted lo sabe, y nervios y sangre y cosas llamadas
sentimientos. Uno puede adquirir un prejuicio bastante irrazonable contra la idea de
derramar su propia sangre en su propia casa. Es difícil someter los impulsos a una
regla de cálculo.
—Si esto fue un impulso, confío en que se habrá disipado.
—No, no es así. Pero ahora usted ha venido, y puede darme su opinión. ¿Qué
destino tiene una resolución cuando uno acerca el caño a la cabeza, y oprime el
disparador, y el gatillo golpea, y no ocurre nada? ¿Usted acepta la broma, porque no
tuvo la previsión de comprar pólvora nueva, o la inteligencia de comprender que la
pólvora conservada mucho tiempo en esta maldita atmósfera de Cornwall se
humedece? ¿O evitar otro intento es la humillación final?
Dwight comenzó a secarse las manos.
—Es la única actitud razonable. Pero usted no respondió a mi pregunta. ¿Por qué
intenta suicidarse? Si me permite decirlo, es joven, tiene fortuna, goza de respeto,
tiene una esposa y un hijo, que han superado bien una enfermedad grave y no tiene
verdaderos problemas…
—Deténgase —dijo Francis—, o me echaré a llorar de alegría.
Dwight se volvió a medias y por el rabillo del ojo vio que la pistola estaba de
nuevo sobre la mesa, y que una mano de Francis descansaba sobre ella.
—Bien, si se tratase de su primo creería que hay mejores motivos para intentarlo.
Perdió a su única hija, es probable que mañana lo condenen, y el año pasado fracasó
en una empresa a la cual consagró todos sus esfuerzos…
Francis se puso de pie, apartando la mesa, que se movió con un crujido, y cruzó
irritado el cuarto.
—Maldito sea, termine de una vez. —Dwight dejó la toalla—. Seguramente Ross

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todavía experimenta respeto por sí mismo. Y quizás usted no está en la misma
situación.
Francis se volvió. De cerca, su rostro aparecía surcado por líneas de polvo y sudor
seco.
—¿Por qué cree eso?
La pistola estaba ahora a bastante distancia. Dwight confiaba un poco más en que
podría manejar la situación. Francis parecía enfermo al mismo tiempo que
encolerizado.
—Creo que debe haber una pérdida del respeto a uno mismo antes de que se
piense siquiera en el suicidio.
—Eso cree, ¿eh?
—Sí, eso creo.
Francis esbozó los movimientos faciales de una risa, tanto más amarga a causa
del silencio.
—En ocasiones, es el único medio de restablecer el respeto a uno mismo. ¿Puede
concebirlo, o está fuera de su alcance?
—No está fuera de mi alcance imaginar una situación así. Pero no puedo imaginar
por qué usted se siente en un aprieto semejante.
—Veamos, ¿cuáles fueron esas palabras tan galantes que usted usó: joven,
adinerado, respetado? Pero ¿joven de acuerdo con qué normas? ¿Y dijo adinerado? El
problema es: ¿quién es dueño de su propiedad en estos tiempos de ruina y
bancarrota? Generalmente, un advenedizo y burlón prestamista con la voz blanda y el
código ético de un pulpo… ¿Y respeto? —Francis pronunció la palabra con terrible
aspereza—. ¿Respetado por quiénes? Volvemos al mismo sitio, respeto de uno
mismo, y ese sitio es un callejón sin salida. La bebida atenúa la desilusión, pero
acentúa la paradoja. Después de una bala de pistola, no hay mañana.
Dwight dio unos pasos y encendió otro par de velas sobre el borde de la
chimenea. Las sombras que cubrían el fondo del cuarto se disiparon, y revelaron el
papel descolorido, y los polvorientos cuernos de la cabeza de ciervo. La luz era como
una forma sinuosa de equilibrio, que avanzaba sobre los lugares oscuros de la mente.
—Una bala de pistola es cosa muy… teatral —dijo lentamente.
—Las soluciones súbitas suelen serlo. Usted debería saberlo… en vista de su
profesión. Pero no puedo excluirlas sólo porque ofendan su sentido de lo propio y
justo.
—Oh, no es así. De todos modos, prefiero que las cosas se desarrollen en un nivel
más doméstico. Bebamos una copa y conversemos. ¿Qué prisa hay? Tenemos toda la
noche por delante.
—Dios mío… —Francis respiró hondo y se volvió—. Tengo la lengua como
papel quemado…
En la calle, afuera, alguien reía absurdamente. Dwight se acercó a la alacena.
—Aquí tengo brandy. Podemos probarlo. —Oyó a Francis que plegaba los

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papeles y los metía en un bolsillo. Cuando se volvió, Francis había recogido de nuevo
la pistola, pero estaba retirando la bala. En mitad del gesto, vaciló y el resplandor
retornó a sus ojos.
—Beba esto —dijo prontamente Dwight—. El gin barato lo envenenará y evocará
toda clase de pensamientos poco saludables.
—Los pensamientos estaban allí, sin el gin.
—Bien, puede hablarme del asunto, si le place. No me importa.
—Gracias, pero prefiero guardar silencio acerca de mis sufrimientos. —Aceptó la
copa, y miró el contenido—. Bien, brindo por el demonio. Ignoro de qué lado estuvo
esta noche.
Dwight bebió sin comentarios. La tormenta emocional comenzaba a disiparse. El
azar había impedido que Francis se suicidara. Agotado, ahora sin duda deseaba hablar
de cualquier cosa, menos de los motivos que esa noche lo habían impulsado. Pero
precisamente por eso era importante que hablara. Sólo si conseguía que manifestara
lo que sentía sería posible conseguir que no se repitiese la crisis.

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Capítulo 10
Antes de la Reforma, los franciscanos habían sido una potencia en la
ciudad, y eran dueños de gran parte de las principales propiedades; y aunque los
monjes ya no recorrían las calles con sus hábitos grises ni atendían a los enfermos y
los pobres, la propiedad continuaba siendo el monumento a su antigua grandeza;
había revertido al aprovechamiento secular, pero tenía un diseño inequívocamente
eclesiástico. Una de esas construcciones era el Refectorio de los Monjes Grises,
donde se celebraba el juicio.
Su Gran Salón, de aproximadamente cincuenta metros de largo y veinte de alto,
con su ventana oriental de vidrio de color, era un recinto impresionante; pero exhibía
su edad —aproximadamente quinientos años— con creciente vacilación; además, su
empleo como sala del tribunal tenía otros inconvenientes. En el curso de la noche el
tiempo pasó de cálido a sofocante, y cuando amaneció, una espesa bruma había caído
sobre la ciudad. No se disipó gran cosa a medida que el sol ascendía en el cielo, y
cuando los jueces se acercaron caminando desde sus alojamientos, con sus pelucas y
sus capas de armiño, la niebla se movía alrededor de ellos como humo saturado de
agua.
Demelza había pasado una noche terrible, en un semisueño colmado de
pesadillas, que después se convertía en una realidad de vigilia de la cual no podía
huir. Sentía que la noche anterior había fracasado por completo, que el resultado de
todos sus esfuerzos había sido una conversación fútil sin objeto y sin fruto, y que
había fallado en todos los sentidos a Ross.
Sólo la noche anterior había llegado a comprender cuán absurdas esperanzas
había depositado en sus propios esfuerzos; todas esas semanas de espera había vivido
de la esperanza de prestar una ayuda esencial. Pero protegida por un innato buen
sentido, se había abstenido de presionar, cuando al fin pudo conversar con el juez.
Ahora se hacía reproches amargamente porque no se había abierto, con franqueza,
poniéndose a merced de Lister; pero si de nuevo se le hubiera ofrecido la oportunidad
de hablar con ese hombre, sin duda otra vez habría hecho lo mismo. Un criterio
equivocado la había inducido a buscar ese encuentro; pero el buen sentido la había
salvado del peor desastre.
Cuando volvió a la posada, Verity estaba casi tan conmovida como Demelza.
Francis la había visitado, en una extraña actitud sólo en parte atribuible al alcohol, y
se había retirado con un aire aún más extraño, que dejó a Verity en un estado de
ansiedad cada vez más aguda. Preocupada casi en la misma medida por los dos
Poldark, ella tampoco había logrado dormir, y cuando vio a Francis que marchaba
delante, en dirección al tribunal, experimentó un súbito alivio, como si en realidad no
hubiera esperado volver a verlo sano y bueno. Pero la inquietud por Ross perduraba,
y cuando entró, su sentimiento de ansiedad se acrecentó a causa del tratamiento que
vio dispensar a los casos anteriores.

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Les habían reservado lugares cerca del sector delantero del salón, que ya estaba
atestado de gente cuando ellas ocuparon sus asientos. Guardias y ujieres, jurados y
testigos, abogados y notarios, ocupaban el sector delantero, y detrás estaban los
lugares destinados al público. Aquí y allá se habían reservado algunos sitios para la
gente importante, y muchos que se encontraban en la ciudad a causa de las elecciones
habían acudido para presenciar la diversión. Verity vio a Unwin Trevaunance con una
joven pelirroja, y a sir Hugh Bodrugan y a varias damas y caballeros de calidad con
abanicos y cajas de rapé. En un rincón, solo, en la mano un largo bastón de caña,
estaba George Warleggan. Detrás de estas filas se encontraba la chusma.
El salón era alto, pero estaba mal ventilado, y uno podía prever que en vista del
número de personas que lo ocupaban, pronto haría mucho calor. En la puerta y
adentro había hombres que vendían pasteles calientes, castañas y limonada; pero
fueron expulsados antes de las diez. Después, el empleado del tribunal descargó su
martillo, y todos se pusieron de pie, y el Honorable Juez Lister, buen conocedor de la
música eclesiástica, entró en la sala, se inclinó suavemente ante el tribunal y se sentó
con los sheriffs y los alguaciles. Acercó más el gran manojo de hierbas aromáticas, y
sobre los papeles depositó un pañuelo empapado en vinagre. Había comenzado otro
día de intenso trabajo.
El primer caso fue despachado prontamente. Demelza no entendió de qué se
trataba. El abogado que hablaba tenía una voz tan estropajosa que ella sólo alcanzaba
a entender una palabra de cada tres; aunque de todos modos atinó a distinguir que
tenía que ver con las llamadas obligaciones del detenido. Resuelto el caso, retiraron al
acusado. Se oyó un murmullo de interés cuando introdujeron a tres hombres y dos
mujeres. Uno de los hombres era Ross Poldark. Sus cabellos oscuros, de matices
cobrizos, estaban bien peinados; como siempre ocurría cuando se sentía tenso, la
cicatriz se destacaba sobre la mejilla. Parecía estar más pálido después de una semana
de cárcel. Demelza recordó la suerte corrida por Jim Carter.
Estaban tomando juramento a los miembros del jurado, pero Demelza no alcanzó
a oír nada. Pensaba en Ross, cómo era cuando lo había conocido, hacía muchos años,
en la feria de Redruth. Le parecía que había transcurrido un siglo… y aunque ella
había crecido, y su apariencia era completamente distinta de la que entonces había
tenido, a los ojos de Demelza Ross había rejuvenecido extrañamente, pese a que en
esencia era el mismo. Era un hombre de humores, y pese a todo representaba la
constante de Demelza, algo invariable e infinitamente fidedigno, el pivote de su vida.
Nunca podría haber otro hombre. Sin él, Demelza apenas estaba medio viva.
Esa mañana el juez Lister tenía los ojos hundidos y una expresión inhumana,
como si hubiera sido capaz de cualquier barbaridad. Los miembros del jurado
prestaron juramento, y nadie formuló objeciones. Y ahora, para sorpresa de Demelza,
todos los detenidos menos uno fueron retirados nuevamente, y entre ellos Ross.
Había comenzado el juicio de la Corona versus Boynton, F. R., acusado de hurto.
Demelza no escuchó el caso. Los procedimientos pasaron sobre su cabeza en una

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suerte de bruma enfermiza, que sería recordada con más vivacidad que lo que la
experiencia misma justificaba. Un rato después oyó que el jurado consideraba al
detenido culpable de haber robado un par de medias tejidas para señora, por valor de
dos chelines y seis peniques, y un paquete que contenía medio millar de alfileres, por
valor de seis peniques, de la tienda de un mercero. Oyó decir al juez Lister que tenía
en cuenta que se trataba del primer delito, de modo que sentenciaba al acusado a que
le quemaran la mano, después de lo cual debía dejárselo en libertad.
Apenas habían retirado al detenido, cuando entraron las dos mujeres, y se inició el
caso siguiente. Comprendió con un sentimiento de aprensión que inmediatamente
después se ventilaría el caso de Ross.
Las dos mujeres eran vagabundas. Las habían sorprendido en flagrante delito de
mendicidad. No tenían medios de vida visibles. Era un caso sin complicaciones, y el
jurado se apresuró encontrarlas culpables. Pero se trataba de un delito acerca del cual
el Honorable Juez Lister experimentaba sentimientos bastante intensos, y así
pronunció una larga y áspera homilía acerca de la perversidad de ese tipo de vida.
Mientras lo miraba, Demelza comprendió que aquí no había compasión. Su dicción
era apropiada, las frases estaban redondeadas elegantemente, como si las hubiese
escrito la noche anterior. Pero la sustancia era condenatoria. Bruscamente, sin
levantar la voz ni cambiar de expresión, sentenció a las dos mujeres a ser flageladas,
y así concluyó el caso.
Aquí, hubo bastante movimiento en la sala del tribunal, porque algunos hombres
querían abrirse paso hacia la salida, para ver cómo desvestían y flagelaban a las
mujeres en la plaza de la iglesia, y otros se mostraban igualmente ansiosos de ocupar
los lugares vacíos; en medio de esta confusión introdujeron a Ross. Esta vez, cuando
pasó junto a la baranda divisoria, desvió un momento la cara y sus ojos se
encontraron con los de Demelza. Una leve sonrisa de aliento se dibujó en su rostro, y
se disipó casi al instante.
—Cálmate —dijo Verity—. Cálmate, querida. Debemos tratar de mantener la
serenidad. —Abrazó a Demelza, y la sostuvo firmemente.
Ahora era evidente que había comenzado el caso importante del día. Entraron más
abogados, y el banco que les estaba reservado quedó ocupado por completo. Demelza
trató de advertir algún cambio en la expresión del juez, un atisbo de interés, pero no
halló nada. Cualquiera hubiese dicho que no había conocido a la señora de Poldark la
noche anterior. El señor Jeffery Clymer se sentó inmediatamente debajo del estrado
del acusado, donde podía mantener contacto con su cliente. Henry Bull, principal
abogado de la Corona, había dejado los casos precedentes a un subordinado, pero
pensaba atender personalmente este. Era un hombre moreno, con cierta tosca
apostura, la piel olivácea y los ojos tan pardos que sugerían algún antiguo linaje
asiático. Era la desventaja contra la cual había tenido que luchar toda su vida; y se
había esforzado duramente, tratando de imponerse a las murmuraciones de sus
colegas y sus rivales… y ese combate había dejado sus huellas.

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El funcionario encargado de la instrucción comenzó el procedimiento diciendo:
—Ross Vennor Poldark, levante la mano. Caballeros del jurado, miren al
detenido. Se le acusa, y afirma que se llama Ross Vennor Poldark, de Nampara, en el
condado de Cornwall, y se afirma que el siete de enero del año de Nuestro Señor de
1790, no sintiendo el temor de Dios, sino impulsado y seducido por instigación del
demonio, incitó a distintos ciudadanos pacíficos al disturbio, y además promovió
desórdenes contrarios a las leyes del país. Y además, que el dicho Ross Vennor
Poldark delictiva y perversamente, y con malicia previa, mediante la fuerza y las
armas, saqueó, robó, destruyó y capturó distintos bienes pertenecientes a dos navíos
en difícil situación. Y además…
La voz continuó, según pareció a Demelza, durante horas, repitiendo las mismas
cosas una y otra vez con diferentes palabras. En verdad, ahora se sentía al borde del
desmayo, pero procuraba disimularlo. La voz calló al fin. Después, Ross dijo:
—No culpable.
Y el empleado preguntó:
—Acusado, ¿cómo se le juzgará?
Ross respondió:
—De acuerdo con Dios y mi país.
Después, el hombre moreno, de contextura extranjera, se puso de pie y comenzó a
repetir todo. Pero ahora había una diferencia. El funcionario arrastraba las palabras,
eran frases legales, secas y quebradizas como vainas de maíz, y parecían totalmente
desprovistas de vida. En cambio, el señor Henry Bull les insuflaba vida, una vida
rebosante y enemiga. Relataba una historia sencilla, para beneficio del jurado —en
eso no había nada que se pareciera a una actitud oficial—, nada más que un sencillo
relato que todos podían entender.
Según parecía, durante las grandes tormentas del mes de enero, las que sin duda
todos recordaban, un barco —«y presten atención, un barco propiedad de habitantes
de Cornwall»— se encontró en situación difícil, y fue arrojado sobre la costa, en
playa Hendrawna, precisamente debajo de la casa del detenido, un hombre provisto
de medios, propietario de una mina y terrateniente de antiguo linaje. El jurado podía
haber esperado que el primer impulso de un hombre así —pues fue la primera
persona que vio la situación de la nave— habría sido acudir en auxilio de los
tripulantes. En cambio, como lo demostrarían las pruebas reunidas, su única
preocupación había sido excitar los sentimientos ilegales de muchos habitantes del
vecindario, de modo que cuando se produjese el naufragio, se pudiera saquear el
barco con la mayor premura posible. Y se llamaría a varios testigos para demostrar
que se había saqueado la nave en pocas horas, y sin atender a la seguridad de los
tripulantes ni hacer el menor intento de rescatarlos. El hombre que ocupaba el
banquillo de los acusados había nadado antes que nadie hasta el buque, y
personalmente había dirigido las operaciones de desmantelamiento de la nave. En ese
momento aún quedaba un pasajero a bordo. Nadie sabía si una pronta ayuda podría

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haberlo salvado. Sólo se sabía que nadie había facilitado dicha ayuda, y que el
hombre había perdido la vida.
El fiscal sugirió además que el detenido había apostado vigías a lo largo de la
costa, de modo que diesen la señal si se presentaba otra presa; en efecto, cuando otra
nave, el Pride of Madras, fue empujado hacia la costa y encalló pocas horas después,
toda la chusma turbulenta e ilegal de cinco parroquias estaba esperando para darle la
bienvenida, y podía pensarse que, aún suponiendo que la tripulación hubiera podido
desencallar la nave con la marea, la mera fuerza del número habría retenido en su
lugar al barco. Todo eso había ocurrido por instigación del acusado, que era culpable
de la perfidia de los actos de sus partidarios. Algunos miembros de la tripulación de
esta nave habían sido golpeados severamente mientras se esforzaban por llegar a la
costa, e incluso se les había despojado de sus ropas. Después, habían quedado
insensibles y desnudos en el terrible frío de la costa, y era prácticamente seguro que,
de los que habían perdido la vida, varios habrían podido sobrevivir si hubiesen
recibido el tratamiento cristiano al que tiene derecho todo marino en situación
apremiante. La nave había sido destrozada por la marea. El capitán A. V. Clark, que
estaba a cargo del barco, se vio llamado para atestiguar que no se le había tratado con
barbarie tal ni siquiera cuando naufragó entre los salvajes de la Patagonia, dos años
atrás.
Ni siquiera eso era todo —de ningún modo era lo peor—, y Henry Bull agitó un
índice alargado y pardo. Cuando los aduaneros de Su Majestad, apoyados por un
pequeño contingente de dragones a pie, llegaron a la escena, el prisionero ya estaba
allí, y les advirtió que no interfiriesen, porque sus vidas corrían peligro —es decir, los
amenazó del modo más directo y ofensivo. Cuando este grupo desechó la advertencia
y bajó a la playa, sufrieron los ataques del prisionero y otras personas, y se entabló
una grave pelea; uno de los aduaneros, John Coppard, había recibido lesiones muy
graves. Esa noche los alborotadores tuvieron dos muertos y muchos heridos. Testigos
fidedignos afirmaban que el número de miembros de la turba se elevó a dos mil.
La voz continuó; a veces retumbaba en los oídos de Demelza, y otras se debilitaba
y se hacía lejana. Acumulaba indiscriminadamente la calumnia, la verdad, las
mentiras y las medias verdades, hasta que ella sintió el impulso de gritar. En el salón
hacía mucho calor; las ventanas estaban cubiertas de vapor, y la humedad corría por
las paredes. Ahora, Demelza deseaba no haber venido… cualquier cosa era mejor que
escuchar todo eso. Trató de no oír, pero fue inútil. Si aún faltaba lo peor, era
necesario que escuchase.
Finalmente, Bull se acercó al final de su discurso. Según dijo, no correspondía a
la naturaleza del juicio llamar la atención del jurado sobre los actos precedentes de
ilegalidad que habían mancillado el carácter del detenido. Pero…
Aquí el señor Jeffery Clymer, que había estado trazando círculos y cuadrados con
su pluma, se puso bruscamente de pie y protestó con vehemencia —protesta que fue
atendida por el juez, de modo que el señor Bull tuvo que abstenerse de seguir

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desarrollando esa línea. Lo hizo de buena gana, pues había sugerido al jurado la idea
deseada. No se permitía decir nada acerca de los antecedentes del detenido, continuó
diciendo; pero —y ese era un pero muy grande— era admisible y pertinente extraer
deducciones de ciertas declaraciones que el acusado había hecho al funcionario
instructor —enunciados que intentaban justificar sus actos, enunciados que lo
señalaban como un evidente jacobino y un admirador del derramamiento de sangre y
la tiranía impuestas del otro lado del Canal. Hombres así, sugirió Bull, eran
doblemente peligrosos en esos tiempos. Cada uno de los miembros del jurado era sin
duda dueño de alguna propiedad. Si deseaba mantenerla intacta, debía aplicarse al
prisionero una sanción ejemplar. Era necesario sofocar desde el comienzo mismo el
fuego de la sedición y la inquietud. Quien otrora había sido soldado y caballero,
asumía una responsabilidad especial. Era un ultraje a la sociedad que ese hombre
hiciera causa común con los vagabundos y la chusma de las ciudades, y que los
alentase y los instruyese de modo que cometieran actos de violencia cuando por sí
mismos carecían del ingenio o la inteligencia necesaria para concebir nada semejante.
Un hombre así debía ser apartado de la sociedad. Ahorcarlo apenas era suficiente.
Había que hacer justicia, y él, Bull, sólo reclamaba justicia.
Cuando Bull se sentó, hubo una agitación visible en el tribunal y, después de unos
instantes, el abogado más joven de la Corona se puso de pie y agregó su propio
discurso; en efecto, en los casos graves se acostumbraba permitir dos discursos a la
acusación y ninguno a la defensa. Finalmente, esa parte del proceso concluyó y se
convocó al primer testigo. Era Nicholas Vigus.
Entró en la sala parpadeando y vacilante, un querube sorprendido en cierta
práctica maligna. En una época en que tanto se usaban las pelucas, la piel lisa y suave
de su cabeza parecía un contraste un tanto indecente con las picaduras de viruela del
rostro. Con su voz aguda y cauta, más confiada a medida que desarrollaba el tema,
atestiguó que la mañana en cuestión, poco después del alba, lo había despertado el
detenido, que descargaba golpes violentos sobre la puerta del cottage vecino, y
llamaba: «¡Zacky! ¡Zacky! ¡Hay saqueo para todos! ¡Habrá un naufragio en la costa,
y quitaremos hasta la última tabla del barco!». Después, afirmó haber visto al
detenido en la costa, dirigiendo las operaciones, y en general acaudillando a la
multitud; y también dijo que el acusado había sido el primero en nadar hasta el barco
y abordarlo. También había dirigido las operaciones contra el segundo barco, y en
general se había mostrado activo todo el día. El testigo había visto al acusado
acercarse a los funcionarios aduaneros, cuando estos llegaron a la escena, y haber
sostenido con ellos un airado cambio de palabras; pero no había estado bastante
cerca, de modo que no pudo oír exactamente lo que unos y otros habían dicho.
Después se alejó, y no estaba allí cuando se libró la batalla. Así concluyó la
evidencia. Todos miraron a Ross.
Ross se aclaró la garganta. Era su turno; hasta aquí le había tocado únicamente el
papel de espectador, crítico pero mudo, y por momentos había concentrado la

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atención más en el color de las uñas del señor Henry Bull que en su inventiva, o se
había entretenido calculando la edad y la ocupación de cada miembro del jurado, sin
prestar demasiada atención al hecho de que estaban juzgándolo. Ahora debía luchar,
debía sentir todo esto personal y apasionadamente si quería sobrevivir. El conflicto
entre el consejo de Clymer y sus propias inclinaciones aún no se había resuelto. Pero
la aparición de Demelza lo había llevado a sentir que era necesario luchar.
—Nick, ¿esa mañana soplaba un viento muy fuerte?
Vigus parpadeó astutamente a Ross, y sintió que su confianza se disipaba.
—Sí, eso creo.
—¿Es verdad que el cottage de Martin no está al lado del tuyo, sino que hay otra
casa en medio de las dos?
—Sí, creo que sí. El cottage de Daniel.
—Debes haber tenido el oído muy fino para estar seguro de lo que yo le dije a esa
distancia.
—Oh, no es tan lejos. Claro que oí lo que usted dijo.
—¿No estabas molesto porque no me ocupé de ti?
Se oyó una carcajada al fondo de la sala.
—A mí no me importó— dijo Vigus hoscamente. —El naufragio no me
interesaba.
—¿Pero estuviste en la playa todo el día?
—Iba y venía, algo así. Fui a ver qué podía hacerse.
—¿No te apoderaste de cosas arrojadas a la playa por el agua?
—No. Yo no soy esa clase de persona.
—¿Jamás?
—No.
—¿Quiere decir que vives cerca de la playa y nunca recoge restos de los
naufragios traídos por el mar?
—Oh… a veces. Pero esta vez no. Porque era un verdadero naufragio con
hombres que se ahogaban, y cosas así.
—¿Ayudaste a los hombres que se ahogaban?
—No.
—¿Por qué no?
—No vi a ninguno.
—¿Me viste nadando hacia el primero de los buques?
—… Sí.
—¿Llevaba conmigo una cuerda?
—Quizá. No recuerdo.
—¿Qué sugiere eso?
—No sé. A mí no me sugiere nada.
Ross miró al señor Clymer, quien instantáneamente movió la cabeza tocada por la
peluca. El juez permitió a Nick Vigus que se retirara. Otros tres testigos fueron

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llamados a declarar ciertos aspectos del caso y a confirmar lo que Nick Vigus había
dicho. Después, el ujier volvió a hablar.
—Llamen a Jud Paynter.
Demelza miró al que otrora había sido su criado, mientras él se deslizaba de
costado hacia el banco de los testigos, caminando como si tuviera la esperanza de que
nadie lo viera. A Demelza le parecía increíble que Jud formase parte de ese grupo,
que estuviese dispuesto a atestiguar contra Ross, descaradamente, ante un tribunal.
Verity volvió a apretarle el brazo, para contenerla, porque parecía dispuesta a ponerse
de pie. Jud masculló el juramento, miró alrededor en busca de un lugar donde escupir,
pero lo pensó mejor y miró al señor Henry Bull, que esperaba.
—¿Usted se llama Jud Paynter, y vive con su esposa en la aldea de Grambler?
—Sí.
—Díganos lo que ocurrió la mañana del siete de enero pasado.
—Bien… —Jud se aclaró la garganta—. Yo y la vieja estábamos dormidos… es
decir, Prudie, ¿sabe…?
—¿Se refiere a su esposa?
—Bien… sí, señor, por así decirlo… —Jud sonrió con aire de disculpa—. Prudie
y yo estábamos durmiendo cuando llegó el capitán Poldark haciendo mucha bulla, y
antes de que yo pudiese levantarme y descorrer el cerrojo, entró como una tromba y
dijo que había un barco en la playa Hendrawna. «Muévete, cuanto antes», me dijo. El
capitán y yo siempre fuimos grandes amigos. Muchas veces, cuando él era un niño
que apenas levantaba una cuarta del suelo…
—Sí, sí. Aténgase al asunto. ¿Qué pasó entonces?
Los ojos sanguinolentos de Jud se pasearon por el tribunal, evitando
cuidadosamente encontrarse con los ojos de cualquiera de los que allí estaban.
—Sí, ¿y después qué?
—Entonces me dice: «Corre y despierta a todos los hombres… porque
seguramente hay mujeres y niños en el barco», eso dice, «y hay que salvarlos del
océano…».
Durante un momento, los abogados mantuvieron una irritada consulta.
—Vamos, hombre, recuerde bien —dijo Henry Bull—. Piense de nuevo.
Jud elevó los ojos hacia el techo gótico, buscando inspiración. Después, se lamió
las encías.
—¿Bien?
—Bien, eso fue lo que dijo, señor. Se lo aseguro.
—Y yo le digo que vuelva a pensar. Lo que usted dice ahora no concuerda con su
declaración jurada.
—¿Qué?
—No dijo lo mismo cuando atestiguó ante el funcionario de la Corona y su
empleado.
—¿Eh?

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—Díganos lo que dijo esa vez.
—Eso dije: ni más ni menos.
—Tonterías, hombre. ¿Tengo el permiso de su Señoría? Lo que usted dijo fue
se… lo leeré: «Cuando el capitán Poldark vino, me dijo que me apresurase, que
despertase a mis amigos porque había un naufragio, y que cuanto antes lo
saqueáramos tanto mejor, antes de que llegaran los soldados». Eso dijo usted.
Jud se frotó la cara un segundo, y después adoptó una expresión de dignidad
herida.
—No, no, señor. ¡Jamás oí decir esas cosas! Su Señoría, nunca pensé en nada
semejante. No es justo. No es equitativo, no es propio.
—Le recuerdo, Paynter, que esta declaración se realizó ante testigos, y que usted
la firmó con su marca. Y le fue leída del principio al final antes de que usted firmara.
—Bien, soy duro de oído —dijo Jud, mirando con expresión de descaro al fiscal
—. Seguro que confundieron lo que yo dije, y yo confundí lo que ellos dijeron. Más
que seguro, segurísimo.
El señor Bull movió irritado el cuerpo cubierto por la túnica y se inclinó sobre la
carpeta que sostenía en las manos. Procedió a guiar a Jud a través de la narración de
los episodios, pero muy pronto se suscitó otro desacuerdo y se entabló otra irritada
discusión. En medio de todo el asunto, se oyó la voz fría y mesurada del juez Lister.
—Testigo, ¿conoce el castigo por perjurio?
—¿Perjurio? —preguntó Jud—. Nunca hice nada semejante, Su Señoría. Ni
siquiera sé escribir mi propio nombre, y mucho menos el de otra gente. Y me acerqué
a la playa una sola vez, y fue para echar una mano a la gente que quería salvar la
vida. Nadie hubiera podido hacer menos que echar una mano.
El juez miró fija y largamente a Paynter, y después dijo:
—Señor Bull, no creo que este testigo facilite su caso.
El señor Clymer se puso de pie, con aire fatigado.
—Deseo llamar la atención de Su Señoría sobre el hecho de que al principio,
cuando debió testimoniar ante el instructor, Paynter no aportó la prueba que
presuntamente manifestó en fecha ulterior. Según parece, negó conocer los hechos
que ahora estamos tratando.
Otra irritada discusión, y movimiento de papeles. Pero Henry Bull no estaba
dispuesto a ceder.
—Su Señoría, hay pruebas muy importantes que responden a un momento
ulterior. Si puedo seguir interrogando al testigo…
—Muy bien.
—Veamos, Paynter —dijo Bull, mirándolo fijamente—, recuerde los hechos
ocurridos durante la noche del día siete. Usted estaba cuando los aduaneros y los
soldados llegaron a la playa. En su declaración usted afirma que el prisionero, es
decir el capitán Poldark, era el jefe de los hombres que atacaron a los aduaneros, y
que usted lo vio golpear a John Coppard, que cayó al suelo gravemente herido. Usted

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ratifica esta declaración, ¿verdad? Recuerde la advertencia de Su Señoría: está
declarando bajo juramento. ¡Usted mismo puede ir a parar a la cárcel!
Jud sorbió aire entre los dos dientes y vaciló.
—¡No! —dijo de pronto, casi por lo bajo—. No sé nada de eso.
—¿Qué? ¿Cómo dijo? —intervino el juez.
—Su Señoría, todo eso es nuevo para mí. Nunca salieron de mi boca esas
palabras. No es verdad. ¡Claro que no es verdad!
Henry Bull respiró hondo. Se volvió bruscamente hacia el juez.
—Su Señoría, solicito me autorice a llamar al señor Tankard y al señor Blencowe.
El juez Lister agitó ante su nariz las hierbas aromáticas.
—Quiero recordarle, señor Bull, el caso de Nairn y Ogilve, sin duda usted lo
recuerda bien, en que el tribunal estuvo sentado cuarenta y tres horas sin interrupción.
No aceptaré que hoy ocurra lo mismo… y usted todavía debe llamar a muchos
testigos.
Bull se palmeó irritado la túnica.
—Su Señoría, es cosa de la mayor importancia. Este hombre acaba de formular
una acusación muy grave contra dos funcionarios menores de la Corona. Me parece
esencial…
—Yo diría, señor Bull —lo interrumpió con aire de fatiga Su Señoría—, que la
situación es evidente para la más tosca inteligencia. Sin duda, este testigo cometió
perjurio en un momento o en otro del procedimiento. Si lo cometió en una etapa
anterior, o lo está haciendo ahora, seguramente no importa mucho para su caso, pues
la evidencia aportada por un testigo que perjura no puede ayudarlo mucho. Si la
Corona desea acusarlo por ese motivo, lo decidirán los funcionarios adecuados.
Ciertamente, yo no me opondría a ello. Pero también debe comprenderse claramente
que este hombre tiene tan escasa inteligencia, y una capacidad mental tan limitada,
que en todo caso sería difícil distinguir entre la estupidez intencionada y la natural. Si
usted acepta mi consejo, lo retirará del banco de los testigos, y continuará
desarrollando su caso.
—Por supuesto, haré como dice Su Señoría —respondió hoscamente Bull, y Jud
fue retirado sin ceremonias del tribunal.

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Capítulo 11
Mientras los testigos siguientes ocupaban y abandonaban el estrado, Verity
observaba al jurado. Eran hombres discreta y decentemente vestidos, de aspecto
sobrio, la mayoría de mediana edad: pequeña nobleza y comerciantes. En general, los
habitantes de Cornwall no tendían a condenar las cosas que Ross había hecho o de las
cuales se le acusaba. Se entendía que los naufragios eran despojos que uno tenía
derecho a apropiarse. Los aduaneros eran las personas más odiadas y despreciadas.
Pero Henry Bull había demostrado astucia en su disertación final. Entre la gente
acomodada se manifestaba ahora un temor casi universal a una insurrección de
mineros. Los clubs jacobinos creados en Inglaterra para apoyar a los revolucionarios
franceses, los disturbios ocurridos en Redruth el otoño anterior, los repetidos
incidentes, eran un síntoma; todo tendía a suscitar un sentimiento de tremenda
inseguridad. Este ahorraba veinte libras anuales, aquel construía un nuevo cobertizo,
o compraba un carro nuevo para su granja, pero todos experimentaban un sentimiento
de incertidumbre frente al futuro. Era muy inquietante, y si se permitía que el líder de
un disturbio como este que ahora estaban juzgando quedase libre, sin el condigno
castigo…
El capitán Clark ocupaba el banco de los testigos, y describía las escenas en la
playa, aquella noche, como un infierno del Dante, y hablaba de las grandes fogatas
que llameaban, y de centenares de hombres y mujeres borrachos que bebían y
peleaban, y las mulas cargadas hasta el límite de su resistencia con despojos de la
nave, y los ataques a los pobres náufragos que habían sido su tripulación, y cómo él y
dos hombres más habían montado guardia junto a los pasajeros, armados con
cuchillos y una espada, para evitar que los destrozaran.
Cuando terminó, en la sala reinó un silencio desacostumbrado. El marino había
evocado vívidamente la escena, y pareció que todos los presentes trataban de
imaginar el episodio, y que algunos de ellos estaban conmovidos porque algunos
compatriotas habían podido llegar tan lejos.
Finalmente, Ross dijo:
—Capitán Clark, ¿recuerda que me acerqué a usted en la playa y ofrecí, para
usted y su tripulación, abrigo durante la noche en mi casa?
Clark respondió:
—En efecto, lo recuerdo, señor. Fue el primer acto de caridad humana que se nos
dispensó esa terrible noche.
—¿Usted la aprovechó?
—Sí, por cierto que sí. Diecinueve personas pasamos la noche en su casa.
—¿Allí fueron bien tratados?
—Con la mayor bondad.
—Mientras estuvo en la playa, ¿me oyó o me vio alentando a alguien a saquear su
nave?

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—No, señor… Puedo decir que estaba oscuro, excepto la luz que venía de los
fuegos. Pero en realidad yo no lo vi hasta que usted se acercó y nos ofreció refugio.
—Gracias. —Ross se inclinó y consultó en voz baja con el señor Clymer—.
Capitán Clark, ¿observó el encuentro entre el sargento de dragones y yo?
—Sí.
—¿Sostuvimos una disputa?
—Por lo que recuerdo, usted le previno que no debía descender a la playa, y él
aceptó su advertencia.
—¿Usted pensó que yo le ofrecía una advertencia amistosa, destinada a evitar
derramamiento de sangre?
—Sí, pudo haber sido eso. Sí, creo que es justo decirlo así.
—¿El sargento y yo peleamos?
—Por lo que yo vi, no lo hicieron.
—¿Fui con usted hasta la casa?
—Eso hizo.
—Gracias.
—Un momento, capitán —dijo Henry Bull, que reaccionó cuando el marino se
disponía a abandonar su asiento—. ¿Cuánto tiempo estuvo con usted el acusado
cuando entraron en la casa?
—Oh, diez minutos.
—¿Y cuándo volvió a verlo?
—Aproximadamente una hora después.
—Cuando usted se encontró con los soldados, ¿los aduaneros formaban parte del
grupo?
—Por lo que pude ver, no había ninguno.
—Hasta donde usted sabe, ¿nada impedía que el acusado volviese a salir de la
casa apenas acomodó al grupo, para enfrentarse con los soldados?
—No, señor.
—Gracias. Que llamen al capitán Efrain Trevail.
Apareció un hombre bajo y delgado, y afirmó que había presenciado la pelea con
los aduaneros y los soldados; aseguró que Ross era el líder, y lo identificó como el
hombre que había derribado a John Coppard. Ross jamás había visto al hombre, pero
no podía refutar su testimonio. El señor Jeffery Clymer le pasó una nota en la cual le
indicaba que no presionara a un testigo hostil. Después se llamó a Ely Clemmow, y
relató exactamente la misma versión. Habían transcurrido más de tres años desde la
última vez que Ross viera a ese hombre. Sintió que la cólera le dominaba.
Cuando llegó su turno de hablar dijo:
—¿Dónde vive, Clemmow?
Los labios del hombre se retrajeron y dejaron al descubierto los dientes
prominentes. Había en su rostro una malicia particular, que hasta ahora se había
mantenido oculta.

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—Truro.
—¿Cómo es posible que estuviese en Hendrawna, a quince kilómetros de
distancia, cuando ocurrió el naufragio?
—No estaba allí. Oí hablar del primer naufragio, y fui caminando para ver el
desastre.
—Usted vivió un tiempo en mis tierras, ¿verdad?
—Cierto.
—Pero como recordará, yo le eché, porque era una preocupación y una
perturbación constantes para el vecindario.
—Quiere decir que echó a mi hermano de su casa y su hogar… ¡Y no había hecho
nada!
—Usted me odia por eso, ¿verdad?
—No… no. Usted no me importa. —Ely se contuvo.
El señor Clymer pasó a Ross una nota que decía: «¿Puede refutar los detalles?».
Ross preguntó con voz lenta:
—Dígame, Clemmow, ¿cuál de los dos naufragios ocurrió más cerca de mi casa?
El hombre apretó los labios, y no atinó a responder. Después de un momento,
Ross dijo:
—¿Oyó mi pregunta?
—Estaba oscuro cuando llegué allí.
—¿Cuál era el mayor de los dos buques?
Después de una prolongada pausa:
—El Pride of Madras.
—¿Cuántos mástiles tenía?
—… Dos o tres.
—¿Cómo supo cuál era?
—Oí… oí decirlo.
—¿El más grande estaba más cerca o más lejos de mi casa?
Otra pausa. Ross dijo:
—Supongo que vio el fuego encendido en Punta Damsel.
—… Sí.
—Nadie encendió fuego en Punta Damsel o en sus cercanías. Esa noche usted no
estuvo en playa Hendrawna, ¿verdad? Usted jamás salió de Truro.
—¡Sí, estuve! ¡Usted quiere engañarme! —El rostro de Ely Clemmow estaba
pálido y tenso. Trató de explicarse; pero el señor Henry Bull se puso de pie y lo
interrumpió.
—Señor Clemmow, ¿alguna vez navegó?
—Bien… no, no puede decirse que navegué. Pero…
—De modo que si había dos naufragios en la playa, en medio de la noche, a cierta
distancia el uno del otro, para usted sería bastante difícil puesto que carece de
conocimiento experto, decir cuál de los dos barcos era más grande, ¿no le parece?

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—Sí, eso es muy cierto.
—Mucho más difícil, seguramente, que si hubiese ayudado a saquear las naves y
atacar a las tripulaciones.
Ely asintió agradecido.
—¿Vio dónde estaban los fuegos?
—No. Por todas partes… aquí y allá.
—¿A qué distancia estaba de la pelea que se entabló entre el detenido y los
aduaneros?
—Que presuntamente se entabló —dijo el señor Jeffery Clymer, poniéndose de
pie y sentándose, todo en un mismo movimiento.
—Que presuntamente se entabló.
—Oh… tan cerca como usted de mí.
—Y el relato que usted ha hecho bajo juramento… ¿es el auténtico testimonio de
lo que ocurrió? —Sí, tan cierto como que estoy aquí.
La sensación de debilidad acometía a Demelza en oleadas sucesivas. Parecía que
la dominaba, y en el último momento se disipaba, de modo que ella quedaba
conmovida y mareada. Se había llamado al aduanero Coppard, y el hombre había
confirmado la versión general; pero, dicho sea en honor de su honradez, no había
podido decir si el acusado lo había atacado, o siquiera si estaba cerca. También había
comparecido el sargento de dragones. Ya había transcurrido la mitad de la tarde, y
hasta ese momento no se había interrumpido la sesión para beber o comer algo. Dos
vendedores ambulantes habían conseguido pasar por la puerta entreabierta, y estaban
realizando ventas apresuradas, aunque ilícitas, en las últimas filas de la sala. El calor
y el olor eran sofocantes.
El último testigo de la acusación era Hick, el funcionario judicial que había
recibido todas las declaraciones, incluso la del propio Ross. Se habían suscitado
ciertas dificultades en el ambiente judicial de Truro cuando llegó a saberse que la ley
esperaba que ellos siguieran adelante con el caso. Algunos magistrados estaban tan
favorablemente dispuestos hacia el acusado que sin duda hubiera sido injusto
encomendarles el asunto. Otros, por ejemplo el reverendo doctor Halse, tenía por su
parte una actitud negativa igualmente conocida. En definitiva, se había encomendado
a una nulidad, a saber Efraim Hick, la tarea de llevar adelante el asunto. El principal
interés de Hick era la botella de brandy… pero las declaraciones se habían asentado
con bastante imparcialidad.
Ahora Hick tenía que presentar su testimonio, y este era sumamente peligroso.
De las respuestas que el detenido había formulado durante el interrogatorio se
desprendía que admitía sin reservas el cargo de haber convocado al vecindario tan
pronto se enteró de la inminencia del primer naufragio. A la pregunta de «¿Cuál era
su propósito?», él había respondido: «En el distrito había familias que estaban
muriendo de hambre». Pregunta: «¿Dirigió a esa gente hacia el lugar del naufragio?».
Respuesta: «No necesitaban que nadie las dirigiese. Conocían el distrito tan bien

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como yo». Pregunta: «¿Los incitó a atacar a los tripulantes del Queen Charlotte?».
Respuesta: «Ningún tripulante del Queen Charlotte fue atacado». «¿Fue el primero en
abordar la nave?, y en caso afirmativo, ¿cuál fue su propósito?». «Mi propósito fue
verificar qué carga traía». «¿Algún miembro de la tripulación estaba a bordo cuando
usted subió?». «No, sólo había un pasajero, y estaba muerto».
«¿Estaba muerto cuando usted abordó la nave?». «Por supuesto. ¿Usted me acusa
de asesinarlo?». «¿Ayudó a sus amigos a abordar la nave tirando una cuerda?». «Sí».
«¿Hizo algún esfuerzo para llevar a tierra el cadáver del muerto?». «Ninguno».
«¿Ayudó a desmantelar el barco y transportar la carga?». «No». «¿Estaba allí
mientras otros lo hacían?». «Sí». «¿Intentó detenerlos?». «De ningún modo. No soy
magistrado». «Pero… usted era el único caballero presente, la única persona con
autoridad suficiente para evitar el comienzo del saqueo». «Usted exagera mi
influencia».
Después, continuaba el interrogatorio: «¿Usted fue una de las primeras personas
que vio el segundo naufragio?». «Así lo creo». «¿Alentó a sus amigos a atacar a la
tripulación del Pride of Madras?». «Claro que no». «¿Permaneció cerca, y permitió
que los atacaran sin protestar?». «No fueron atacados por los hombres que yo
conocía. En ese momento había en la playa gran número de mineros de otros
distritos». «Eso no responde a mi pregunta». «Es la única respuesta que puedo
ofrecerle. No podía estar en todas partes al mismo tiempo». «¿Pero usted subió al
Pride of Madras?». «En efecto». «¿Mucho antes de ofrecer ayuda a los marinos
naufragados?». «Un tiempo antes». «¿Aprobó el disturbio que se había iniciado?».
«No lo consideré un disturbio». «¿Lo aprueba ahora?». «¿Usted aprueba que familias
enteras carezcan del alimento necesario para sobrevivir?».
Finalmente, el acusado había negado saber nada del ataque a los soldados y los
aduaneros. Así concluyó el alegato de la Corona.
La defensa presentó sólo cinco testigos. Primero comparecieron John y Hane
Gimlett, que fueron llamados para atestiguar que el prisionero no había salido de la
casa después de entrar con los náufragos. La primera hora, mientras ellos servían
bebidas calientes a los náufragos, el acusado se había acercado al lecho de su esposa
que dormía, y que estaba gravemente enferma. Henry Bull hizo todo lo posible para
intimidar a los testigos, pero no consiguió conmoverlos. Si el acusado había salido
otra vez de la casa, tenía que haber sido mucho después… es decir, bastante después
de la hora del ataque. A continuación, comparecieron Zacky Martin y Scoble, que
atestiguaron acerca de la conducta decorosa de Ross en un momento anterior. El
último testigo era Dwight Enys.
El joven médico ignoraba cómo se había desarrollado el caso hasta ese momento.
El sol estaba muy alto, e iluminaba las altas ventanas. Entre los espectadores alcanzó
a ver una masa de cabellos rojos. De modo que ella había venido, tal como
prometiera.
Era extraño sentarse frente a Ross y oír que le pedían su testimonio. Después de

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hablar un minuto o dos, se volvió más directamente al juez.
—Señor, soy el médico que asistió a la esposa y la hija del capitán Poldark
durante un ataque de llagas malignas en la garganta (morbus strangulatorius).
Durante ese ataque fui muy a menudo a la casa, y sé que el capitán Poldark no
durmió casi una semana. Su única hija murió, y fue enterrada el día antes del
naufragio. Su esposa aún estaba peligrosamente enferma. Asistí profesionalmente al
capitán Poldark la víspera del naufragio y llegué a la conclusión de que estaba al
borde de un derrumbe mental. Creo que ese derrumbe sobrevino… y si sus actos
durante los dos días siguientes tuvieron rasgos extraños, el hecho debe atribuírsele
totalmente a esa condición.
En la sala no se oía el menor ruido. Ahora todos escuchaban atentamente. Henry
Bull miró a Ross, se alisó la túnica y se puso de pie. La declaración de ese testigo era
peligrosa para la acusación.
—Doctor Enys, ¿usted es farmacéutico?
—No. Médico.
—Entiendo que los dos términos no representan ninguna diferencia… por lo
menos en provincias.
—No conozco todas las provincias. De hecho, la diferencia es muy grande.
—¿No es cierto que casi cualquiera puede declarar que es médico si así lo desea?
—No tiene derecho a proceder así.
—¿Y qué derecho tiene usted?
—Mi diploma del Colegio de Médicos de Londres.
El señor Bull desvió los ojos hacia la ventana. No había esperado esa respuesta.
—Doctor Enys, usted ha viajado mucho para ejercer su profesión.
—He nacido en Cornwall.
—Si me permite la pregunta, ¿qué edad tiene?
—Veintiséis años.
—¿Y hace mucho que ejerce la profesión?
—Casi tres años.
—Tres años… ¿Y bajo la dirección de quién estudió en Londres?
—Estudié la teoría y la práctica de la medicina con el doctor Fordyce, en la calle
Essex; partos con el doctor Leake, en la calle Craven… y cirugía con el doctor
Percival Pott, en el Hospital de San Bartolomé.
—¡Oh, también cirugía! Muy interesante. ¿Y con quién estudió las dolencias
mentales?
—Con nadie en particular…
—En ese caso, mal pueden decirse que sus opiniones acerca del tema tengan
mucho peso, ¿verdad?
Dwight miró al fiscal del Rey.
—Usted debe saber, señor, que no se dispone de instrucción médico-práctica
acerca del asunto. Es un tema en relación con el cual pueden adquirirse

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conocimientos sólo mediante la experiencia clínica…
—Y sin duda usted ha recogido mucha experiencia.
—… Cierta experiencia. No puedo afirmar que sea muy grande.
—Por supuesto, asistió a Bedlam y estudió allí.
—No, no es así.
—¿No? ¿Ni siquiera estuvo allí?
—No.
—En tal caso…
—No sugiero que el capitán Poldark estuviese loco. Digo que en mi opinión no
era él mismo… eventualmente, y a causa del dolor y la falta de sueño.
—¿Está dispuesto a excusarlo con tales argumentos?
—Por supuesto que sí.
—¿Cree que quién pierde un hijo pequeño tiene derecho a provocar un disturbio
en tres parroquias, con grave pérdida de propiedades y considerables pérdidas de
vidas?
—No creo que el capitán Poldark provocase el disturbio. Pero si se comportó
extrañamente en ciertos aspectos, creo que lo hizo a causa de un desarreglo temporal
de su razón. Normalmente no es hombre dado a actos ilegales.
—Eso es algo que se determinará después del fallo —dijo Bull con voz sedosa—.
Por el momento, le sugiero que no traiga a colación su carácter.
—Me limito a darle mi opinión como médico.
—Ya la conocemos. Gracias, doctor Enys.
Dwight vaciló.
—Y en relación con este asunto, estoy dispuesto a arriesgar mi reputación.
—Doctor Enys, no sabemos cuál es su reputación. De todos modos gracias.
—Un momento. —Era la voz del honorable juez Lister. Dwight se detuvo—.
Usted dice que se formó esta opinión del acusado la noche anterior. ¿En qué la
fundó?
—En… en su conducta general, señor. Sus observaciones no eran del todo
coherentes. Cuando su hija murió, vino mucha gente al funeral. Gente de todas las
clases, de las más altas a las más bajas. Como usted sabe, se le respeta mucho. Pero
como su esposa estaba enferma, fue imposible ofrecer ningún refresco… como suele
hacerse, señor, en los funerales de Cornwall. El hecho agobió la mente del capitán
Poldark. Repetía e insistía en que lamentaba mucho no haber podido dar nada. No
estaba bebido… en esa época tomaba muy poco alcohol. A mi juicio, era solamente
un estado mental.
—Gracias —dijo el juez, y Dwight descendió del estrado.
Hubo cierto movimiento en la sala del tribunal. La gente se ponía de pie y
estiraba las piernas, y escupía y movía papeles. Pero nadie intentó salir, y los que
presionaban para entrar no pudieron hacerlo. Ahora era la última oportunidad del
acusado, la oportunidad de inclinar al tribunal y al jurado, si era posible con su

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elocuencia, o si no la tenía, como generalmente era el caso, la oportunidad de leer la
defensa que había preparado con la ayuda de su abogado, con la esperanza de que
representara un recurso eficaz.

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Capítulo 12
Ahora o nunca. Su propia defensa, que expresaba lo que había sentido y
hecho, breve y tajantemente… o la fingida humildad de Clymer, para negarlo todo, e
incluso asignar nuevas interpretaciones a lo que había dicho al magistrado
instructor… O una mezcla que aprovechase los aspectos más moderados de su propia
argumentación y los menos insinceros de la argumentación de Clymer. Pero si
intentaba seguir ese camino comenzaría a tropezar y vacilar.
Estaban esperando…
—«Señor —dijo Ross—, este caso ya ha insumido gran parte de su tiempo.
Intentaré ocupar el tiempo indispensable para pedir la clemencia del tribunal… y la
comprensión del jurado. Lo peor que puede decirse de mí lo dijo el fiscal de la
Corona. Fueron convocados distintos testigos para confirmar su alegato, y yo he
convocado a otros testigos para refutar algunos aspectos. Lo mejor que puede decirse
de mí ya lo dijeron ellos. Han oído a ambas partes, y pueden extraer sus propias
conclusiones.
»Es cierto que el siete de enero pasado hubo naufragio en playa Hendrawna,
exactamente debajo de mi casa; que mi criado me informó del primero poco antes del
amanecer, y que monté un caballo y comuniqué la noticia a varias personas del
vecindario. Si me preguntan qué motivo me impulsó, diré que no lo recuerdo. En todo
caso, lo hice, y un rato después gran número de personas se acercó a la playa, y los
barcos fueron saqueados. Estuve allí la mayor parte del día… pero aunque mi casa
fue revisada después, no encontraron artículos provenientes de las naves. En realidad,
no me apoderé de nada. ¿No les parece un tanto extraño que el jefe de una turba
ilegal no reservara para sí parte de los despojos?
»Y con respecto a esta turba ilegal, en su discurso el fiscal dijo que en la playa
había más de dos mil personas. Es cierto. Pero después dijo que esas personas eran
las… si recuerdo bien, los rezagos disidentes e ilegales de cinco parroquias. Me
gustaría saber si conoce cuán escasa es la población de la zona rural de este distrito.
La población entera de cinco parroquias no sobrepasa las seis mil almas, incluidas las
mujeres y los niños. ¿Sugiere acaso que todos los hombres aptos de estas parroquias
son canallas rebeldes y enemigos de la ley? No creo que, puesto que son personas
razonables, ustedes concuerden con semejante juicio».
Ross se volvió hacia el juez, y comenzó a poner más calor en su discurso, porque
por el momento el asunto no le concernía directamente.
—No, señor mío; de las dos mil personas reunidas en la playa, quizá ni siquiera
cincuenta acudieron con la intención de infringir la ley, y quizá todas serían súbditos
leales y fieles del Rey, si se les ofreciera la oportunidad de demostrarlo. Todos los
demás vinieron, como hace todo el mundo, sea cual fuere la clase a la cual
pertenezca, para presenciar un hecho sensacional, que puede ser un incendio, o un
naufragio, o un juicio, o una ejecución. No necesitaban que yo les invitase. Se

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habrían reunido rápidamente aun sin que yo les avisara. Quizá medio centenar llegó
antes a causa de mi acción. Eso fue todo. Hay una mina en el arrecife, casi sobre la
playa. Cuando uno de los obreros de la mina viera el naufragio, como sin duda
ocurrió, ¿no es lógico que su actitud haya sido idéntica a la mía: llamar a los
amigos… sin preguntarse íntimamente si lo impulsaba este o aquel motivo?
Mientras Ross se interrumpía para ordenar sus pensamientos, alguien emitió una
fuerte risa al fondo de la sala. Ross comprendió inmediatamente quién era. Ely
Clemmow había hecho exactamente lo mismo tres años antes, en otro juicio, cuando
Ross hablaba en defensa de Jim Carter. Aquella vez su efecto había sido perturbar la
continuidad de su razonamiento y distraer la atención de los jueces. Pero ahora no
debía ocurrir lo mismo.
—Caballeros del jurado —dijo—, con respecto a lo que ocurrió cuando esa gente
se acercó a la playa y vio los barcos naufragados, debo pedirles que piensen por un
instante en las tradiciones de nuestro condado. Que se realizan o que jamás se hayan
realizado intentos de atraer a los barcos hacia las rocas mediante luces falsas, es una
calumnia difundida sólo por los malintencionados o los ignorantes. Pero que la gente
revisa las playas para apoderarse de lo que trae la marea, y que considera como
propiedad especial lo que el mar deja, es demasiado conocido para necesitar que aquí
lo subrayemos. La ley dice que esos restos pertenecen a la Corona, o quizás a este o
aquel señor local pero de hecho, cuando se trata de cosas de escaso valor, nadie
intenta reclamarlas a las personas que las encontraron. En tiempo de gran necesidad,
esos pequeños hallazgos han sido a menudo el medio de supervivencia de la gente, de
gente honesta y decente, y así, se ha formado una costumbre, o una tradición. ¿Qué
ocurre, entonces, cuando naufraga un barco entero? La gente acude a la playa para
ver el naufragio, y para ayudar a salvar a los náufragos, en mis parroquias hay dos
viudas que aún tendrían a sus respectivos esposos si estos no hubiesen intentado
rescatar a las víctimas de un naufragio. Pero una vez realizada la tarea de rescate,
¿puede pretenderse que miren cruzados de brazos, y esperen la llegada de los
aduaneros? La ley dice que así deben proceder. Por supuesto, la ley debe cumplirse.
Pero cuando los hombres han visto a sus hijos que no tienen un pedazo de pan para
llenarse el estómago, o un harapo para cubrirse la espalda, es difícil que razonen
como deberían hacerlo.
Había logrado reconquistar la atención del tribunal.
—El fiscal ha sugerido que estos hombres son revolucionarios, que yo soy
revolucionario, y que nos mueve el deseo de derrocar a la autoridad. Respondo
sencillamente que nada podría estar más lejos de la verdad. No somos eso. Con
respecto al ataque a la tripulación de la segunda nave, fue un lamentable episodio, y
no intentaré disculparlo. Pero los responsables fueron hombres embriagados, hombres
de lugares muy alejados que habían venido, ciertamente no porque yo los invitase,
cuando llegaron a sus oídos las noticias del primer naufragio.
»Finalmente, con respecto al ataque a los aduaneros, no necesito defensa ni

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excusa, porque yo no estaba allí. No alcancé a ver a los aduaneros. Tampoco ellos me
vieron. Advertí al sargento de dragones que no descendiese a la playa en ese
momento, porque todos estaban ya muy excitados, y yo deseaba evitar
derramamiento de sangre. Cuando esos hombres llegaron, ya muy poco podían
hacer».
Ross volvió a repasar las notas de Clymer, pero le pareció que no podía agregar
nada, ni siquiera en el marco de ese nuevo enfoque, de modo que decidió concluir su
exposición.
—Eso es todo lo que tengo que decir. Ojalá encuentre en mí la fuerza necesaria
para afrontar lo que el destino me depara; y así, me someto a la sinceridad, a la
justicia y la humanidad de su Señoría, y a la de mis compatriotas, los caballeros del
jurado.
Se inclinó y volvió a ocupar su asiento, y entonces se oyó un leve rumor
aprobatorio al fondo del salón.

Verity murmuró:
—Creo que aunque lo intentáramos, ahora no podríamos salir. El corredor y la
puerta están completamente atestados
—No. Debemos quedarnos. Estoy bien.
—Mira, prueba de nuevo estas sales de olor.
—No, no. Escucha.
—Hay tres cargos —dijo fríamente el honorable juez Lister— que se imputan al
hombre que comparece ante ustedes. Se le acusa de desorden, de saqueo y de ataque a
un funcionario de la Corona. Ya han oído las pruebas, y a ustedes les corresponde
pronunciar un fallo en concordancia con las mismas. Pueden llegar a la conclusión de
que es culpable de las tres acusaciones… o de ninguna.
»Con respecto al tercer cargo, a saber, ataque y heridas a un aduanero, hasta cierto
punto las pruebas se contradicen. Dos testigos juraron que este es el hombre, y dos
atestiguaron que no puede haberlo sido. El propio aduanero se muestra dubitativo
acerca de la identidad, y ninguno de sus colegas fue convocado para ratificar el punto
de vista de la acusación. Era una noche oscura y ventosa, y es posible que haya
habido cierta confusión de identidad. A ustedes les corresponde decidir si prefieren
aceptar el testimonio de los dos criados, que juran que no volvió a abandonar la casa,
o el testimonio de Trevail y Clemmow, quienes afirman que lo vieron golpear al
funcionario. Pero permítanme recordarles que, cuando hay un elemento razonable de
duda, es un axioma de la ley inglesa que debe concederse al acusado el beneficio
correspondiente».
Su imaginación enfebrecida sugirió a Demelza que el juez la miraba mientras
pronunciaba su discurso.
—Los dos primeros cargos tienen distinto fundamento. El acusado reconoce que

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convocó a la gente al lugar del naufragio, pero afirma, parece afirmar, que su
propósito fue tanto socorrer a los náufragos como saquear al navío, y que el disturbio
se desarrolló imprevistamente, sin que él lo alentara o lo desease. Si lo interpreto bien
esa es ahora su defensa, y es el eje del asunto; sin embargo, algunos de sus
enunciados y algunos de sus actos en esa oportunidad admiten distinta interpretación.
Si por ejemplo realmente le interesaba salvar a los pasajeros y los tripulantes, ¿por
qué no desarrolló más actividad con ese fin? ¿Cómo es posible que, entre el momento
en que nadó hasta la primera nave y el tardío ofrecimiento de abrigo y refugio a la
gente de la segunda nave, muchas horas después, aparentemente no realizara ningún
tipo de esfuerzos en beneficio de las víctimas? Ellas no lo vieron. Él afirmó que no
las vio. Pero reconoce que estaba en la playa. ¿Qué estuvo haciendo allí todas esas
horas?
El juez Lister hablaba sin consultar notas. Más aún, no las había tomado durante
el proceso.
—Se ha llamado al médico del detenido para que atestigüe la condición
perturbada del capitán Poldark en el momento de los naufragios… y de hecho ha
sugerido que en esa ocasión él no era responsable de sus actos. A ustedes les
corresponde decidir si consideran que dicho testimonio tiene peso suficiente y reviste
importancia fundamental. Me limitaré a destacar que dicha condición, si en efecto
existió, mal puede haber prevalecido cuando se sometió al interrogatorio del juez
instructor, que se realizó seis semanas después. Ya han oído las declaraciones del
acusado con motivo de ese examen, porque sus respuestas fueron leídas aquí, y no
dudo de que las mismas están frescas en la memoria de todos. Recordarán que se le
preguntó: «¿Con qué fin guio a sus amigos hasta el lugar del naufragio?». A lo cuál
contestó: «En el distrito había gente que tenía hambre». Después se le preguntó:
«¿Usted aprobó el disturbio que se inició entonces?». Y él contestó: «No lo consideré
un disturbio». En tal caso, ¿cómo lo consideraba? ¿Le parecía que era un acto
justificado de robo y pillaje? Ahora bien, ustedes pueden decir: «Pero si no se
demuestra el tercer cargo, es difícil probar que hubo acto ilegal del acusado en los
dos primeros aspectos». ¿Dónde está el testimonio que aporta pruebas concretas de su
culpabilidad? Por ejemplo, ¿alguien lo vio llevarse una tabla, o un objeto de
cualquiera de las naves? La respuesta es negativa. Pero desde el punto de vista legal,
si uno acepta que ocurrió un disturbio, después únicamente es necesario aceptar que
el acusado participó en el asunto en la medida suficiente para que pueda decirse que
fue el principal culpable. El intento común de cometer un delito determina que el acto
de uno sea el acto de todos, y no es necesario ni siquiera estar presente en la comisión
real del delito para que se considere culpable a un hombre. Por ejemplo, si un hombre
se encuentra lejos de la escena de un asesinato, pero monta guardia en beneficio de
los asesinos y conoce su propósito, se lo considerará igualmente culpable.
Ahora reinaba un profundo silencio en la sala. Demelza sentía que una mano
helada le apretaba el corazón.

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—Además, de acuerdo con la ley, cuando varias personas se unen para cometer
un acto que en sí mismo es ilegal, y resulta un crimen aún más grave de todo lo que
se haga en la ejecución de dicho acto, todas y cada una son culpables del delito más
grave, Por injusto que esto pueda parecer personalmente a alguno de esos individuos,
y por poca intención que hayan tenido de cometerlo. Por consiguiente, a ustedes les
toca únicamente decidir, de acuerdo con las pruebas reunidas; primero, si en realidad
el acusado estaba en la playa cuando ocurrieron los naufragios; segundo, si acompañó
a otros con la intención de saquear las naves; tercero, si esos actos de pillaje,
disturbio y ataque efectivamente ocurrieron.
La memoria extraordinaria del juez Lister había absorbido todo como una
esponja: y ahora, apenas se la apretaba, todo volvía a salir —a veces parecía que un
poco en favor del acusado pero principalmente para perjudicarlo—. Era imposible
sospechar que había prejuicio en el juez Lister: no estaba manipulando la balanza; se
limitaba a evaluar las pesas respectivas, y comprobaba que una era más pesada que la
otra. Estaba cumpliendo la obligación que le había encomendado el Rey, o que
justificaba su elevada posición en la sociedad.
—El acusado —concluyó— ha intentado hallar circunstancias atenuantes de los
delitos de disturbio y saqueo en la necesidad que ahora afecta a la gente pobre. Se
trata de un hecho que carece de pertinencia, y que ustedes deben ignorar. Ha
consagrado parte de su alegato final a una defensa de sus propios coterráneos, a
quienes en todo caso no estamos juzgando aquí. Ustedes pueden creer que se trata de
un sentimiento quizás admirable de su parte, pero ustedes fallarían en sus
obligaciones con la sociedad si permitieran que la simpatía, o un estrecho patriotismo
emocional, influyese sobre la decisión que debe ser justa. Ahora les pediré que
cumplan el deber que juraron afrontar, al margen de las consecuencias y al margen de
todo, con el deseo de hacer justicia entre la Corona y el acusado. Tengan a bien
considerar su fallo.
En medio del rumor general de voces que se inició, Verity vio que el juez echaba
una ojeada al reloj. Eran casi las cuatro, y aún debían ventilarse varios casos. Los
miembros del jurado juntaron sus cabezas, murmurando entre ellos, conscientes de
que todos les miraban. Verity temió varias veces que Demelza se desmayara, pero
felizmente la joven había conseguido controlarse mejor los últimos diez minutos. Era
como si lo peor ya hubiese ocurrido, y ahora estuviese reaccionando contra el golpe.
—Pueden retirarse, si así lo desean —dijo el juez al presidente del jurado.
El presidente le dio las gracias nerviosamente y volvió a consultar con sus
colegas. Después se inclinó hacia el ujier, y este se acercó al juez. El secretario del
tribunal dio un golpe con el martillo y el juez se puso de pie, hizo una reverencia y
salió. El jurado había decidido retirarse a deliberar.

«Todo ha concluido —pensó Ross— y hubiera sido mucho mejor usar

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todos mis cañones y pronunciar el discurso que yo deseaba». En el último momento
se había retraído. Cobardía y compromiso. «Me mentí y me dije que lo hacía por
Demelza. Todo por culpa de mi propia debilidad y mi cobardía, y de los aires
dominantes de Clymer. Y no servirá absolutamente de nada. Aunque hubiera
aceptado todo y me hubiera arrastrado sobre el vientre, tal como él lo deseaba. Según
están las cosas, puse un pie en cada campo. Ni siquiera tengo la satisfacción de
haberles dicho exactamente lo que pensaba… acerca del proceso, el hambre de la
gente, y los naufragios. Tengo la boca pastosa.
»El juez, con su rostro delgado y agrio. Una máquina humana de aplicar la ley. Si
me encarcelan, cuando salga seré realmente un revolucionario… treparé hasta su
dormitorio, y le cortaré el cuello una noche, mientras ronca en su lecho. Para ellos
sería mucho más seguro ahorcarme.
»¿Y Demelza? Es difícil verla sin volver la cabeza. Pero alcanzo a distinguir el
color de su falda, por el rabillo del ojo, y las manos sobre el regazo. No puedes
mantenerlas quietas, ¿verdad, querida? Quizá debía arrastrarme, arrastrarme de veras,
por su bien. Piedad, piedad. La caridad de la compasión no es tema de polémicas,
debe caer como la lluvia suave del cielo sobre la tierra seca. ¿Qué demonios están
discutiendo los miembros del jurado? Para ellos todo debe ser perfectamente claro,
tan claro como para el juez, que prácticamente los llevó de la mano.
»Me sorprende ver aquí a Verity. Debo escribirle y pedirle que cuide de Demelza.
Tendría que haberlo pensado antes. Demelza aceptará los consejos de Verity. Quizá
fue mejor que Julia muriese: no debe ser agradable crecer sabiendo que… Pero quizá
si ella no hubiese muerto no habría ocurrido nada de todo esto. Quizá Dwight no
estuvo muy lejos de la verdad. Tonterías, estaba en mi sano juicio, tan cuerdo como
podía estarlo. De todos modos, debo escribirle para expresarle mi agradecimiento. Un
joven equilibrado. Lástima que se metiera en ese embrollo.
»Quizá me concedan unos minutos con Demelza cuando todo haya concluido.
Pero, qué le diré… Esos encuentros carecen de sentido, precisamente porque se los
limita tanto».
»¿Qué estaba haciendo el jurado? Los poderosos entre los poderosos, el
verdadero monarca, más que la Corona. El cetro muestra la fuerza del poder
temporal… El poder temporal. El honorable juez Lister. El poder temporal… Ya
volvían los miembros del jurado».

Se habían ausentado sólo diez minutos, pero como dijo Zacky, al fondo de
la sala, pareció un mes. Entraron lentamente, los doce hombres buenos y honestos, y
parecían tan embarazados como al momento de salir; el presidente del jurado tenía un
aire culpable, como si se hubiese creído expuesto a que lo acusaran de un delito
menor, y lo obligaran a comparecer ante el juez. Todos se pusieron de pie mientras el
juez Lister volvía, y cuando él tomó asiento en la sala del tribunal, reinó un silencio

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absoluto.
El empleado se puso de pie y dijo:
—Caballeros del jurado, ¿han acordado un fallo?
—Lo hemos hecho —dijo el presidente del jurado, tragando saliva
nerviosamente.
—¿Consideran culpable o no culpable al acusado?
—Lo consideramos… —El presidente del jurado se interrumpió y recomenzó—.
Lo consideramos no culpable de los tres cargos.
Durante un momento final, el silencio pareció suspendido como una ola, y
después se quebró. Al fondo de la sala alguien comenzó a vitorear, y otros lo
apoyaron. Casi inmediatamente respondieron silbidos y gritos de «¡Vergüenza!».
Después, los gritos se acallaron, y se trocaron en una multitud de conversaciones, que
refluyeron hacia el estrado. El martillo del secretario silenció las voces.
—Si alguien vuelve a perturbar la sesión —dijo Su Señoría—, se desalojará la
sala, y se adoptarán medidas contra los infractores.
Ross permaneció en su sitio, sin saber muy bien si debía creer en el fallo o si la
ley era capaz de una nueva malevolencia. Después de un momento, sus ojos azules,
de mirar soñoliento, se encontraron con los del juez.
—Acusado —dijo el juez Lister—. Se le ha procesado por tres cargos, con la
ayuda de un jurado de sus compatriotas, y se le encontró no culpable. Por
consiguiente, sólo me resta ordenar que se le deje en libertad. Pero antes de retirarse
deseo ofrecerle algunas palabras de consejo. No me corresponde comentar el fallo de
este jurado… excepto para decir que en su corazón ha de agradecer a Dios una
libertad que debe mucho a la compasión y poco a la lógica. Dentro de pocos instantes
usted saldrá libre de este tribunal, libre para reunirse con su virtuosa esposa, y para
comenzar con ella una nueva vida. Su eficaz defensa, y su reputación en otros
campos, indican que usted es un hombre de talento y capacidad. Por su propio interés,
le exhorto a sofrenar los instintos de ilegalidad que de tiempo en tiempo lo acometen.
Recoja la advertencia que hoy le ofrezco. Que florezca en su corazón y en su vida.
Las lágrimas comenzaban a caer sobre las manos de Demelza.

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Capítulo 13
Esa misma tarde regresaron al hogar. Ross experimentaba un mórbido
disgusto ante el interés que su presencia suscitaba en la ciudad, y lo que deseaba más
que nada era evitar el escrutinio de las miradas inquisitivas. No había diligencia, de
modo que alquilaron caballos y partieron a las seis y media.
Demelza había querido que Verity los acompañase y permaneciera algunos días
en Nampara antes de regresar a Falmouth, pero ella se negó obstinadamente; el
instinto le decía que en ese momento debían estar solos. También Dwight debía
acompañarlos, pero en el último momento se había quedado para asistir a un herido.
El resto —Jud Paynter, Zacky Martin, Scoble y los Gimlett— partirían al día
siguiente en un carromato y caminarían desde San Miguel.
De modo que salieron solos de Bodmin; abandonaron la bulliciosa ciudad, de la
cual ya comenzaban a retirarse las turbas atraídas por las elecciones. Durante la
semana siguiente, cuando los jueces y los abogados se trasladasen a Exeter, Bodmin
retornaría a la normalidad.
Comenzó a oscurecer antes de que llegaran a Lanivet, y era de noche cuando
estaban a medio camino en la travesía de los páramos. De nuevo se había levantado
bruma, y una o dos veces creyeron que habían equivocado el camino. Apenas
hablaban, y los comentarios acerca del rumbo acertado eran un tema bienvenido
cuando no se les ocurría otra cosa. En Fraddon descansaron un rato, pero poco
después volvieron a montar. Llegaron a la propiedad de Treneglos alrededor de las
nueve y media, y después hicieron un desvío para evitar los cottages de Mellin. Otra
razón los inducía a regresar temprano, a volver al hogar antes de que se difundiese la
noticia, a saber, el deseo de evitar la alegre acogida de los lugareños. Lo cual no
habría molestado en lo más mínimo a la sencilla Demelza —una procesión triunfal
era lo que la ocasión merecía—, pero ella sabía que ese tipo de recepción irritaría
profundamente a Ross.
De modo que al fin llegaron a sus propias tierras: los pilares de piedra donde
otrora existía un portón, el valle que descendía entre los nogales silvestres. Como
siempre, la niebla confería al paisaje una atmósfera secreta y extraña; no era la
campiña cordial que ellos conocían y poseían, porque retornaba a un mundo anterior
y menos personal. Ross recordó esa noche, siete años antes, en que había vuelto a
casa desde Winchester y América, y encontró la propiedad en ruinas y a los Paynter
borrachos en la cama. Aquella noche llovía, pero, por lo demás, todo era igual a lo
que ahora estaba viendo. Sólo había diferencia en los perros, las gallinas y la
humedad que rezumaba de los árboles. Estaba aturdido después de recibir el golpe del
compromiso de Elizabeth con Francis, e irritado y resentido porque le habían
infligido una ofensa que sólo a medias entendía; y se sentía desesperadamente solo.
Ahora retornaba a una casa que sin embargo estaba aún más vacía porque Julia ya
no vivía; pero junto a él cabalgaba la mujer cuyo amor y compañía significaban más

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que todo el resto; y regresaba liberado de la nube que había ensombrecido su vida
durante seis meses. Hubiera debido sentirse feliz y libre. Durante el período en la
cárcel había pensado en todas las cosas que hubiera debido decir a Demelza y que
nunca había tenido oportunidad de manifestar. Ahora, con una fuerza inesperada, otra
vez sentía la antigua y condenada constricción de su capacidad de expresarse, un
impulso de reserva que bloqueaba su expresión emocional.
La bruma era menos espesa en el valle, y poco después vieron la forma oscura de
la casa, y cruzaron el arroyo y sofrenaron las cabalgaduras frente a la puerta
principal, al lado del gran árbol de lilas.
Ross dijo:
—Llevaré los caballos al establo si desmontas aquí.
—Qué extraño —observó Demelza— que ni siquiera venga Garrick a ladrarnos
amistosamente. Me gustaría saber cómo lo pasa en casa de la señora Zacky.
—Es probable que en cualquier momento huela que volviste. Casi un kilómetro
no significa nada para él.
Demelza desmontó y permaneció de pie un momento, escuchando el repiqueteo
de los cascos de los caballos que se acercaban al establo. Después abrió la puerta
principal, con su crujido conocido y cordial, y entró. El olor del hogar.
Entró en la cocina, encontró el cajón de la leña y retiró algunas maderas. Cuando
Ross regresó, Demelza había encendido fuego y un hervidor se sostenía en precario
equilibrio sobre las astillas.
También había encendido las velas de la sala, y ahora se disponía a abrir las
cortinas.
Cuando Ross vio el perfil del cuerpo joven de su esposa, los cabellos oscuros
impregnados de la humedad nocturna, el color oliváceo de sus mejillas, lo acometió
un impulso de calidez y gratitud hacia ella. Ni por un momento Demelza había
esperado que Ross se alegrase de su propia libertad. Tal vez no alcanzaba a
comprender las causas, pero cierto instinto le decía que espiritualmente él era todavía,
en el mejor de los casos, un convaleciente. Su recuperación llevaría tiempo, quizá
mucho tiempo.
Demelza miró alrededor, encontró la mirada de Ross y sonrió.
—Había un poco de agua en la jarra. Pensé que podíamos preparar té.
Ross se quitó el sombrero, lo arrojó a un rincón y se pasó una mano por los
cabellos.
—Debes estar cansada —dijo.
—No… me alegro de estar en casa.
Él se estiró y se paseó lentamente por la habitación, contemplando las cosas de las
cuales prácticamente se había despedido una semana atrás, y con las que ahora
renovaba su relación, como si hubiesen transcurrido muchos años. La casa estaba
aislada y vacía, en un mundo oscuro e inmóvil. El pulso de la vida se había
extinguido mientras ellos estaban lejos.

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—¿Quieres que encienda fuego aquí? —preguntó Demelza.
—No… debe ser tarde. Mi reloj se ha detenido… y veo que tampoco funciona el
reloj de pie. ¿Olvidaste darle cuerda?
—¿Pretendías que recordara eso?
—Supongo que no. —Ross sonrió de un modo un tanto distraído, y se acercó al
reloj que Verity y Demelza habían comprado tres años antes—. ¿Qué hora será?
—Alrededor de las once.
—Creí que era más tarde.
—Por la mañana preguntaremos a Jack Cobbledick.
—¿Y cómo sabrá?
—Por las vacas.
—¿No podríamos preguntarle esta noche? —dijo Ross.
Demelza rio, pero con voz levemente quebrada.
—Iré a ver si hierve el agua.
Después que ella salió, Ross se acomodó en una silla y trató de ordenar sus
pensamientos, de clasificarlos, siquiera fuese para saber a qué atenerse acerca de sus
propias emociones. Pero el alivio y el relajamiento estaban aún tan entremezclados
con las antiguas tensiones que era imposible aclarar nada. Cuando Demelza regresó
con dos tazas y una tetera humeante, él había vuelto a pasearse por la habitación,
como si, después de la semana de cautividad, incluso la limitación impuesta por esas
paredes lo irritara.
Demelza nada dijo, y se limitó a servir el té.
—Quizá Jack sospechaba que alguien volvería esta noche, porque dejó una jarra
de leche. Ross, siéntate aquí.
Él se sentó en una silla frente a Demelza, aceptó una taza, y comenzó a sorber el
té; su rostro delgado e introspectivo mostraba más que nunca la tensión que sufría. De
este lado ella no podía ver la cicatriz. El té estaba caliente y era una bebida
reconfortante, calmaba los nervios torturados, evocaba el antiguo compañerismo.
—De modo que tenemos que recomenzar nuestra vida —dijo al fin Ross.
—Sí…
—Clymer afirmó que yo había tenido una suerte sorprendente… que un jurado de
habitantes de Cornwall era lo más obstinado del mundo. Me cobró treinta guineas. No
me pareció irrazonable.
—Creí que él no había hecho absolutamente nada.
—Oh, sí… Me guió constantemente. Y el discurso que pronuncié… en parte lo
escribió él. —El rostro de Ross se contrajo—. ¡Dios mío, cómo me desagradó!
—¿Por qué? Me pareció que era un hermoso discurso. Me enorgulleció mucho.
—¿Enorgullecerte…? Dios no lo permita.
—Y otros pensaron lo mismo. Dwight me dijo que había oído afirmar que por ese
discurso te salvaste.
—Lo cual empeora las cosas. Tener que arrastrarse para recuperar la libertad.

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—¡Oh, no, Ross! Tú no te arrastraste. ¿Por qué no podías defenderte… explicar lo
que hiciste?
—¡Pero no era verdad! Por lo menos… si no era falso, era una verdad a medias.
No pensé en salvar la vida de nadie cuando llamé a los vecinos. Era el barco de los
Warleggan, y eso era lo único que me importaba. ¡Cuándo encontré a Sansón muerto
en la cabina me alegré! Eso es lo que debía haber dicho al jurado esta tarde… ¡y lo
habría hecho, de no ser por Clymer y sus consejos Prácticos!
—Y ahora no estarías libre, sino quizá sentenciado a deportación. Ross, ¿crees
que habría sido un buen cambio… cuando en realidad lo único que hiciste fue
modificar algunos detalles para presentarte del mejor modo posible? Y si hubieras
dicho lo que deseabas, ¿habría sido más que la mitad de la verdad, más verdad que lo
que dijiste? ¡Dwight tuvo razón y bien lo sabes! Estabas enloquecido por el dolor… y
el fallo del jurado fue el único justo.
Ross se puso de pie.
—Y también me dediqué a pintar una imagen rosada de mis vecinos. Sabemos
que todos fueron a la playa a ver qué podían conseguir, y que poco les importaban los
náufragos. ¿Quién podría censurarlos?
—De acuerdo. ¿Quién podía censurarlos… o censurarte?
Ross esbozó un gesto irritado y nervioso.
—Hablemos de otras cosas.
En cambio, los dos callaron y se hizo el silencio. La casa parecía vivir al margen
de ellos. Demelza trató de formular un comentario acerca de las elecciones. Pero
Ross no respondió. Finalmente, él volvió a sentarse y Demelza le sirvió otra taza de
té.
—Ella dijo:
—Me encantaría seguir haciendo lo mismo eternamente.
—¿Beber té? Pero ¿por qué? Después de un rato descubrirías que no es tan
agradable…
—Es algo tan hogareño… —dijo ella.
Una de las velas comenzó a chisporrotear, y Demelza se puso de pie y la apagó.
El humo de la mecha se elevó hacia el cielo raso, en un rizo oscuro y sinuoso.
—Aquí estamos tú y yo —dijo ella—, en nuestra propia casa; y entre nosotros
nada… ninguna interrupción. Quizá porque yo soy una persona muy vulgar, pero a
decir verdad deseo vivir en mi hogar. Velas que arden, cortinas, calor, té, amistad,
amor. Esas son las cosas que me importan. Y esta mañana, incluso hace pocas horas,
creía que todo había desaparecido para siempre.
—¿Vulgar? No lo creo. —Después de un momento agregó—: Tampoco Julia era
vulgar, y se parecía a ti.
—Es la otra cosa que deseo —dijo Demelza, aprovechando la oportunidad.
—¿Qué?
—Un fuego… y quizá un gato junto al hogar… pero sobre todo un niño en la

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cuna.
Los músculos de la mandíbula de Ross se endurecieron, pero no habló.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella.
—Nada. Es hora de acostarse. Mañana vuelvo a mi condición de campesino, ¿no?
—No, dímelo, Ross.
Él la miró.
—¿La última experiencia no te bastó? No quiero más alimento para las
epidemias.
Ella lo miró, horrorizada.
—¿Nunca más?
Ross se encogió de hombros, incómodo y un tanto sorprendido ante la expresión
de su mujer. Había creído que ella sentía lo mismo.
—Oh, tal vez a su tiempo. No podemos evitarlo. Pero Dios quiera que todavía no.
No podría ocupar jamás el lugar de… tú sabes, de Julia. Tampoco lo querría. No,
todavía no quiero otros hijos.
Demelza pensó agregar algo, pero se contuvo. Durante la sesión del tribunal, ella
había comprendido que de nuevo estaba embarazada, y desde el momento en que el
jurado absolvió a Ross, había guardado para sí ese conocimiento, como un secreto
que comunicaría a su debido tiempo, quizá cuando ayudase a su marido en la lucha
por regresar de nuevo a la vida normal, por renovar su interés en las cosas, por
decidir nuevos propósitos. El oro se había descamado de pronto, y había revelado
debajo una sustancia tosca e inferior —e indeseada. Recorrió la habitación apagando
las restantes velas, recibiendo el humo en los ojos, agradecida porque él tenía los
suyos fijos en el fuego.
El triunfo de la jornada se había disipado. Se sentía tan desolada como él.
En ese instante se oyeron golpes cautelosos en la puerta principal. Al principio
creyeron que era su imaginación, pero los golpes se repitieron. Sorprendido, Ross
salió, cruzó el vestíbulo y abrió bruscamente la puerta. La luz parpadeante de una
linterna reveló la presencia de media docena de personas de pie en la bruma. Allí
estaban Paul Daniel y Jack Cobbledick, y la señora Martin, y Berth Daniel y Jinny
Scoble y Prudie Paynter.
—Vimos la luz —dijo la señora Zacky—. Y decidimos venir a ver si había
regresado, hijo.
—Dios sea loado —dijo Beth Daniel.
—¿Está usted bien? —preguntó Paul Daniel—. ¿Está libre, y todo ha terminado?
—Llegan demasiado temprano para cantar villancicos —dijo Ross—, pero entren
y beban un vaso de vino.
—Ah, no, querido señor, no queríamos molestarlo. Sólo deseábamos saber, y
como vimos luz en la ventana…
—Por supuesto, tienen que entrar —dijo Ross—. ¿Acaso no son todos ustedes
mis buenos amigos?

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Capítulo 14
Más avanzada esa noche, un carruaje se detuvo frente a la principal de las
mansiones de la calle de Los Príncipes, en Truro, y un postillón congelado y
soñoliento descendió para abrir la puerta del carruaje a George Warleggan. George
descendió, sin prestar atención a sus criados, y subió lentamente los peldaños de la
escalera. Como la puerta tenía echado el cerrojo, tiró irritado de la campanilla. Otro
lacayo soñoliento vino a abrir, recibió el sombrero y la capa y clavó los ojos en la
espalda de su amo mientras este subía la hermosa escalera. No había signos de sueño
en los ojos de George.
Al final del primer tramo vaciló, vio luz bajo la puerta de su tío y entró. Cary
vestía una bata vieja y sórdida, y estaba tocado con un gorro de dormir, pero
continuaba trabajando en sus cuentas a la luz de dos velas. Cuando vio quién había
entrado, se quitó los lentes de marco de acero y dejó la pluma. Después, apagó una de
las velas, porque para conversar se necesitaba menos luz.
—Te esperábamos ayer. ¿Tuviste que pasar la noche allí?
—El juicio se celebró hoy… y terminó pasadas las cuatro. Después tuve que
comer.
Cary resopló y miró atentamente a George.
—Yo me habría quedado otra noche. Es extraño que no hayas roto los ejes del
coche en la oscuridad o te hayas atascado en un pantano.
—Nos ocurrió una vez, pero conseguimos salir. No estaba dispuesto a pasar otra
noche en una posada sucia y ruidosa, mal atendido y sin cortinas en la cama. —
George se acercó a un jarrón depositado sobre la mesa y se sirvió una copa. Bebió un
sorbo, consciente de que Cary seguía observándolo.
—Bien —dijo Cary—, ¿supongo que no viniste aquí, a esta hora de la noche, por
el placer de mi compañía?
—Lo absolvieron —dijo George—; el maldito e ignorante jurado no hizo caso de
las pruebas y lo declaró inocente… sólo porque les gustó el color de sus ojos.
—¿De todos los cargos?
—De todos los cargos. De modo que el juez le dio un sermón y le dijo que en el
futuro sea un muchacho bueno, y quedó en libertad.
Cary permaneció perfectamente inmóvil. Sus ojillos pardos y brillantes estaban
fijos en la llama de la única vela.
—¿Ni siquiera se sugirió que había asesinado a Matthew? Te digo que esa debió
haber sido la acusación.
—Y yo te digo, mi querido tío, que no se habría sostenido ni un momento.
Encontraron ahogado a Matthew. No había una sola prueba, y no podíamos fabricarla.
Según se dieron las cosas las pruebas que tratamos de acumular para condenarlo
tuvieron poco valor. Algunas incluso aprovecharon a nuestros enemigos. Ese
individuo, Paynter. Debo hablar con Garth por la mañana…

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—¿Y el resto? —preguntó Cary—. Sus fechorías anteriores. Hace poco más de
doce meses entró por la fuerza en la cárcel de Launceston y retiró a un detenido… y
nadie movió un dedo. Y poco después ayudó a huir a ese asesino, Daniel, ¿todo eso
no cuenta?
George fue con su copa hasta un sillón y se sentó. Estudió el color del vino.
—Como sabes, la ley se ocupa de una cosa por vez. También se interesa en las
fechorías cometidas, no en las sospechas. El juez tenía ante sí los hechos, pero no
podía usarlos. Estamos frustrados, querido Cary, y debemos aceptar nuestra derrota.
—Era como si George aliviara su propia frustración molestando a su interlocutor.
Se oyó un golpe en la puerta y entró Nicholas Warleggan. Estaba preparado para
acostarse; vestía una ancha bata y tenía un gorro de dormir negro.
—Bien, padre —dijo George, con sorpresa irónica—, creí que estabas en Cardew.
—Tu madre fue sola. Oí detenerse el carruaje. Bien, ¿cuál fue el fallo?
—Lo absolvieron de todas las acusaciones, y no dudo de que ahora está de
regreso en Nampara, y duerme el sueño de un hombre libre.
—El hombre responsable de la desgracia de Matthew —dijo Cary—, y después el
responsable de su muerte.
Nicholas Warleggan miró de hito en hito a su hermano.
—Siempre es peligroso permitir que la sospecha se convierta en obsesión. —Y a
George—: De modo que tus esfuerzos fueron inútiles. Ese asunto siempre me tuvo
incómodo.
George cerró los dedos sobre el pie de la copa, y la hizo girar.
—Tu conciencia se muestra cada vez más quisquillosa. Mi querido tío, ¿por qué
compras vino barato? Yo diría que esa economía es muy inapropiada.
—A mí me parece perfectamente aceptable —dijo Cary—. Si no te agrada, no
tienes por qué beberlo.
George miró a su padre.
—¿Acaso hemos hecho otra cosa que presionar en favor de la ley? Por supuesto,
ahora tendremos que abandonar el asunto, porque ya no queda más que hacer. ¿No lo
crees así, Cary?
—De ningún modo suspenderé mis esfuerzos —dijo Cary, casi sin abrir la boca
—. Poldark está en apuros financieros. Aún podemos conseguir que lo encarcelen, o
que lo expulsen del condado.
—En otras palabras —dijo George—, hay varios modos de matar a una rata.
Padre, no puedes censurarnos si nos interesamos en su mina.
—No formulo ninguna objeción si me proponéis iniciativas comerciales lícitas —
dijo Nicholas mientras se paseaba de un extremo a otro de la habitación—. No siento
simpatía por ninguno de los Poldark. Son gente arrogante, excesivamente refinada,
indolente. Si puedes comprar las acciones de su mina, hazlo sin vacilar: en su
categoría, es una de las más lucrativas del condado. Pero conserva el sentido de las
proporciones. George, con mi prestigio y tu capacidad, en pocos años estaremos en

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una situación tal que los Poldark no merecerán una sola mirada… y en realidad, ya
están en esa situación. Esta disputa no concuerda con nuestra posición o nuestra
dignidad…
—Te olvidas de Matthew —dijo Cary con aspereza.
—No, no lo olvido. Pero moralmente estaba en falta, y sólo él tuvo la culpa de lo
que le ocurrió.
—¿Viste ayer a Pearce? —preguntó George.
Cary resopló.
—Sí. Dice que la señora Jacqueline Trenwith por ahora no está dispuesta a
desprenderse de sus acciones. No me gusta Pearce. Maniobra y da largas a los
asuntos. Cree que puede correr con la liebre y cazar con los perros.
—Podemos curarlo de eso. Sus convicciones no son muy firmes. Padre, siéntate;
te paseas como si se hubiera incendiado la casa.
—No, iré a acostarme —dijo Nicholas—. Mañana debo levantarme temprano.
—Mientras estaba en Bodmin —dijo George—, tuve un cambio de palabras con
Francis Poldark. Nos encontramos por casualidad, y él estaba sobrio, pero muy
deseoso de corregir esa situación, de modo que lo invité a una posada, donde bebimos
una copa. Pero una vez allí se mostró ofensivo, y trató de provocarme.
—¿Qué dijo?
—Me acusó con bastante franqueza de ser el promotor de esa acusación a su
primo, de tratar de arruinar a su familia apelando a recursos viles, de comportarme
con la mala educación que cabe esperar del nieto de un herrero que aún vive en una
choza cerca de Saint Day, porque la familia Warleggan está avergonzada de sus
propios parientes.
En la habitación se hizo un silencio absoluto, interrumpido únicamente por la
respiración de Cary. El cuello de Nicholas Warleggan había cobrado un tono rojo
oscuro.
Cary dijo:
—¿Y tú permitiste que te dijeran eso?
George se miró las manos.
—Con estas manos podría haberle roto el cuello. Pero puedo hacer cosas mejores
que perder el tiempo aprendiendo a disparar, y no estaba dispuesto a permitir que un
individuo sin carácter como Francis me impusiera determinada conducta.
—Muy justo —murmuró Nicholas—. Era el único modo apropiado de actuar.
Pero me desconcierta su conducta. El año pasado todavía estaba enconado con su
primo…
—Creo que eso es lo que lo inquieta —dijo George con voz ecuánime—. Le
remuerde la conciencia.
—¿Y cómo te separaste de él? —dijo Cary.
—En una actitud de cortés enemistad.
Cary hizo un gesto de cólera, y cerró bruscamente uno de sus libros de cuentas.

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—Todas sus finanzas están en nuestras manos. Podríamos destruirlo mañana
mismo… financieramente, que es el mejor modo.
George se encogió de hombros.
—No… no podemos hacerlo. Por lo menos no puede ser tan obvio. Por el
momento me propongo no hacer nada.
—¿Por qué no? Ahora no te interesa su simpatía.
—Su simpatía no —dijo George y se puso de pie—. Pero debo tener en cuenta la
opinión de otra persona.

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SEGUNDA PARTE

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Capítulo 1
Durante el otoño y los comienzos del invierno, Ross hizo un esfuerzo
decidido por desechar los sentimientos de inquietud y ansiedad del pasado, y aceptar
sinceramente la vida de un pequeño caballero rural con intereses mineros; la vida que
había abandonado con pesar apenas dos años antes. Pero aunque se había apartado
con renuencia de esa rutina feliz, no podía reconquistar el placer de ese género de
vida simplemente retornando al mismo.
Además, su relación con Demelza se había enfriado un poco. Ella no le revelaba
sus pensamientos. Era extraño que después de la absolución de Ross hubiera
desaparecido la atmósfera de alegría y de instantánea comprensión. Más de una vez él
había intentado quebrar esa reserva, pero había fracasado; y la frustración dejaba su
impronta en las respuestas del propio Ross.
Aunque se sentía bastante agradecido porque se había liberado de la amenaza de
una grave condena, casi siempre su mente evocaba el riesgo menor pero todavía
grave de la bancarrota inminente. Ni siquiera la venta de todas sus acciones en la
Wheal Leisure podían saldar la deuda. Era un hombre orgulloso, y odiaba deber nada
a nadie. Y aún odiaba el recuerdo del proceso. Aunque probablemente había
conquistado su libertad como resultado de un cambio de frente en el último momento,
no dejaba de despreciarse por haber adoptado esa actitud.
Pocas semanas después del proceso, Verity escribió:

Mi querido primo Ross:


Te escribo a ti y no a Demelza porque lo que tengo que decir quizás es un
poco más para ti que para ella, aunque naturalmente puedes darle a leer esta
carta si así lo deseas.
En primer lugar, quiero repetir que agradezco a Dios que estés libre —y
Andrew se une a mí sinceramente en esa plegaria—. Sé que la acusación fue
obra de una voluntad perversa, y a ese respecto, la absolución fue
simplemente tu derecho. De cualquier modo, todos tus amigos pueden sentirse
profundamente agradecidos porque la Justicia no cometió un error— y todos
también pueden abrigar la sincera esperanza de que la amargura provocada
por el arresto se vea aliviada por este feliz desenlace.
Mientras estuve en Bodmin vi dos veces a Francis. La primera vez vino a
verme a la posada, y si bien no se le veía, muy compuesto, a causa de la
bebida, consideré que había llegado a mí con la intención de terminar la
disputa entre nosotros; pero cuando llegó a este punto no halló las palabras
apropiadas, de modo que se fue insatisfecho. Por lo tanto, después del juicio
lo busqué y volví a hablarle.
Este segundo encuentro confirmó la opinión que me había formado

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durante el primero: que está ocurriéndole algo muy grave. Se muestra
terriblemente amargado, más o menos como a veces te ocurre a ti, Ross. Pero
no es como tú, porque creo que es más probable que se haga daño él mismo, y
no que lo inflija a otros.
Sé que tú y Francis han disputado, pero experimento el sentimiento muy
profundo de que desea una reconciliación. Ignoro cuál fue la verdadera causa
de la disputa, excepto naturalmente que comenzó como resultado de mi huida
con Andrew —de modo que me siento doblemente preocupada por el
desenlace. Si llegara a intentar un acercamiento a ti, te ruego que seas
amable —si no por él, al menos por mí, que todavía lo quiero a pesar de
todos sus defectos. Tal vez puedas ayudarle a recobrar el equilibrio.
No me gusta la situación en Francia. No es bueno que un Rey sea llevado
a París como un prisionero; y aquí los ánimos están muy caldeados. Trata de
no hablar demasiado claramente a favor de la libertad, Ross, porque puede
haber malas interpretaciones. La gente reacciona apenas se mencionan esas
cosas, gente que hace apenas doce meses estaba en favor de la reforma. Tú
creerás que esta carta es como una lección.
Ayer fuimos a Gwennap invitados por uno de los amigos de Andrew. Un
lugar terrible, árido como un desierto, con montañas de residuos y grandes
máquinas que chirrían y gimen. Todas las cabrias funcionan con mulas, y las
castigan sin descanso. El lugar está lleno de humo y vapor. Uno se pregunta
cómo Wesley se atrevió a ir allí. En el camino de regreso me sentí agobiada.
Oí decir que mi hijastro volverá a Inglaterra este verano, nada más que
doce meses después de la fecha de llegada que se había indicado al principio.
Espero conocerlo.
Cariños sinceros para ambos.
Verity.

En diciembre Demelza estaba preparando mechas con la señora Gimlett; era una
ocupación que exigía práctica y habilidad. Habían cortado las mechas en octubre, y
las habían sumergido en agua para impedir que se secaran o encogiesen. Después, las
depositaban en el pasto con el fin de que se blanquearan y «recibiesen el rocío»
durante una semana, y luego las secaban al sol. El tratamiento final consistía en
sumergir las mechas en grasa caliente, de modo que cuando se las retiraba la grasa se
congelaba alrededor del tallo. El año anterior Demelza había comprado seis libras de
grasa por dos chelines a la tía Mary Rogers, pero este año, en la desesperada
necesidad de realizar economías, había guardado su propia grasa, e incluso los
residuos de la sartén, y confiaba en que de ese modo podría arreglarse.
Esas pequeñas economías eran el único modo en que ella podía realizar cierta
contribución para aliviar la situación de la casa. Además, durante ese sereno mes de

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diciembre, salía a veces con el bote de Ross y se alejaba a veinte o treinta metros de
la costa, donde podía pescar caballas y rayas en cantidad suficiente para abastecer a
toda la casa. Ross nada sabía de esto, y Gimlett se había comprometido a ayudarla y a
guardar el secreto. Hoy, la cocina estaba llena de salpicaduras de grasa, y del humo y
el vapor de la operación. De pronto se oyeron golpes en la puerta principal, y
Demelza comprendió que se trataba de un visitante.
Jane Gimlett se acercó a la puerta y reapareció un momento después limpiándose
apresuradamente las manos grasientas.
—Por favor, señora, es sir Hugh Bodrugan. Le pedí que pasara al salón. Creo que
hice lo que correspondía.
Sir Hugh había venido a intervalos irregulares durante los últimos dieciocho
meses, pero Demelza no lo había visto desde el día del juicio. Se le ocurrió que si
ahora se presentaba ante el caballero con manchas de grasa en el rostro quizá su
interés se desvanecería. Pero la vanidad y el sentimiento de su propio origen humilde
prevalecieron. Subió rápidamente al primer piso y se arregló lo mejor posible.
Cuando bajó, sir Hugh estaba esparrancado en el mejor sillón de Ross,
examinando las pistolas de plata que había retirado de la pared; vestía una chaqueta
de caza roja y pantalones de pana parda, y tenía una peluca nueva. Se puso de pie y se
inclinó para besar la mano de Demelza.
—Su servidor, señora. Se me ocurrió la idea de venir y renovar nuestra amistad.
Pasamos un momento agradable en Bodmin, aunque en realidad no llegamos a
ninguna conclusión. —Los ojos negros, parpadeantes y atrevidos, se clavaron en los
de Demelza cuando él se enderezó. Ambos tenían casi la misma altura, con una leve
ventaja para Demelza.
—Sir Hugh, quizás usted lo creyó así. Pero a mí me pareció que fueron días
agotadores.
Él se echó a reír.
—Bien, contra lo que todo el mundo creía, ahora recuperó a su marido. Confío en
que él sabrá apreciar el cambio de las circunstancias. Y también confío en que sabrá
apreciarla a usted.
—Oh, sir Hugh, ambos nos apreciamos. Le aseguro que somos muy felices.
Una sombra de descontento pasó sobre el rostro del hombre.
—Pero supongo que eso no le impedirá ayudar a un vecino en dificultades,
¿verdad?
—¿En dificultades? —dijo Demelza, apartando los ojos de la mirada fija de sir
Hugh—. No sabía que los barones estuvieran jamás en dificultades.
—Oh, sí —dijo él, con una risa espesa—. Son mortales, como todos los hombres.
Están expuestos a todos los males y todas las decepciones… y a todas las tentaciones,
como usted debe saber.
Demelza se acercó a la mesa.
—¿Puedo ofrecerle oporto, señor, o prefiere brandy?

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—Brandy, por favor. Me sienta mejor.
Mientras servía la bebida, Demelza advirtió que él la miraba y lamentó que su
vestido fuese una prenda de poca calidad, si bien sabía perfectamente que a ese
hombre en realidad poco le interesaba el vestido.
Sir Hugh se acercó para recibir la copa, y la tomó con la mano izquierda al mismo
tiempo que pasaba el brazo sobre la cintura de Demelza. Después de un momento
volvieron a sentarse, él sorbiendo de su copa, y ella sobre el borde de la silla, a
distancia discreta y bebiendo a pequeños tragos.
—¿Supongo que no se trata de esa clase de dificultades? —dijo ella gravemente.
—Bien podría serlo, señora, bien podría serlo.
—En ese caso, me temo que no pueda ofrecerle una cura.
—Puede hacerlo, señora, pero me la niega, porque tiene el corazón duro. De todos
modos, ahora no he venido a pedirle ayuda para aliviar mi situación. Se trata de mi
yegua Saba.
Ella lo miró por encima del borde de su copa, y el vino oscuro acentuaba el brillo
de los ojos negros de la joven.
—¿Saba? ¿Qué le pasa? ¿En qué puedo ayudarle?
—Padece una terrible fiebre, y no logro curarla. Tiene los párpados hinchados, y
una tos de perro. Apenas camina, y las articulaciones de las rodillas crujen con cada
movimiento, como si fueran palillos secos.
—Siento mucho que el animal esté enfermo —dijo Demelza, avanzando una
pantufla, y luego, al verla, retirándola rápidamente—. Pero ¿por qué acude a mí?
Sir Hugh replicó bruscamente:
—¿Por qué acudo a usted? Porque esta mañana hablé del problema con
Trevaunance, ¡y él dice que usted le curó una vaca de pura sangre después que todos
los veterinarios fracasaron! Por eso vine. ¿No es una buena razón?
Demelza se sonrojó y terminó su oporto. Al mismo tiempo oyó el ruido de cascos
de un caballo, y poco después Ross desmontó frente a la puerta. Gimlett pasó frente a
la ventana para recibir a Morena y llevarla al establo.
—Fue sobre todo buena suerte, sir Hugh. Ocurrió que…
—De un modo o de otro, todas las curas son fruto de la suerte; pero no todos
tienen la sinceridad necesaria para reconocerlo. Trevaunance me dijo que usted sabía
de hierbas y de los secretos de los gitanos. Si usted…
—Oh, no —comenzó a decir Demelza. En ese momento entró Ross.
Pareció sorprendido y no muy complacido cuando vio al baronet corpulento y
velludo instalado en su sillón, y hablando tan familiarmente con Demelza. Nunca
había disputado con sir Hugh, pero ese hombre jamás le había simpatizado. Además,
como resultado de su visita a Truro, estaba absorto en sus propios asuntos, y apenas
podía consagrar un mínimo de atención a un visitante inesperado.
—Sir Hugh vino… —empezó a decir Demelza.
—Poldark, mi yegua Saba está enferma, y vine a solicitar los buenos oficios de su

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esposa. Ya lleva enferma más de dos semanas… me refiero a Saba, y Connie la
quiere muchísimo; afirma que es culpa del peón. De todos modos, no es natural que
la yegua esté así tanto tiempo, cuando sólo tiene seis años. ¡Treneglos me decía que
uno de sus caballos padeció lo mismo, y murió! No podemos perder a Saba.
Realmente, no es natural.
Ross dejó caer en una silla los guantes de montar, y se sirvió una copa de brandy.
—¿En qué puede ayudarlo Demelza?
—Bien, oí decir que sabe mucho de hierbas, encantamientos y todas esas cosas.
Trevaunance me lo dijo apenas esta mañana, porque si lo hubiera sabido antes ya
habría venido. ¡Condenación, los veterinarios no saben una palabra del asunto!
—Los veterinarios… —empezó a decir Ross.
—Estaba explicando a sir Hugh —se apresuró a intervenir Demelza—, que sir
John atribuía excesiva importancia a un consejo que le di una vez. Apenas hice un
comentario acerca de su vaca enferma, y ella mejoró por casualidad.
—Bien, venga y diga una palabra acerca de mi yegua enferma, y veamos si ella
mejora por casualidad. Por Dios, no creo que eso la perjudique.
Demelza vaciló, y abrió la boca para hablar.
—Después de todo —agregó sir Hugh—, no es más que pagar un favor con otro.
Somos vecinos, y debemos hacer todo lo posible para ayudarnos. Eso es lo que pensé
en Bodmin. Venga usted también Poldark, si le agrada. Connie los alimentará bien,
estoy seguro. Almorzamos a las tres. Los espero mañana, ¿eh?
—Lo siento —dijo Ross—. Tendré que permanecer todo el día en la mina. Quizá
podamos arreglarlo para un día de la semana próxima.
Demelza se puso de pie para volver a llenar el vaso de sir Hugh.
—Ross, ¿no te parece que yo puedo ir? —dijo amablemente—. No a comer, pero
media hora para ver a la yegua. Por supuesto, nada puedo hacer, pero si sir Hugh
realmente lo desea e insiste…
Bodrugan recibió la copa de brandy.
—Perfectamente, de acuerdo. La esperaré después de las once. Y lo que necesite,
medicinas, emplastos, lavativas, hierbas… no tiene más que pedirlo. Dispongo de un
peón que puede ir inmediatamente a Truro a buscar lo necesario.
Después de algunos comentarios Ross subió al primer piso, pero sir Hugh parecía
no tener prisa. Concluyó su brandy y bebió un tercero mientras Demelza se
preguntaba cómo se arreglaría Jane con las mechas. Finalmente se retiró, robusto,
autoritario y vigoroso; oprimió largamente la mano de Demelza, montó su caballo de
gran alzada, y atravesó el puente y comenzó a subir el valle.
Demelza volvió a la cocina y comprobó que Jane había concluido la tarea y
estaba ordenando todo. Después de unos diez minutos oyó bajar de nuevo a Ross, y
lo siguió a la sala.
—¿Comiste en Truro? Quedó un poco de pasta.
—Comí en Truro.

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Ella lo miró, advirtió la expresión sombría y pensó que era una crítica a su actitud
hacia sir Hugh.
—Ross, somos vecinos. No tenía más remedio que recibirlo.
—¿Quién? Oh, Bodrugan. —Ross enarcó una ceja—. Supongo que no irás
mañana.
—Por supuesto que iré —dijo Demelza, con una leve aspereza en la voz—. Se lo
prometí, ¿no es así?
Ross dijo con ironía:
—¿Crees realmente que desea una cura para su yegua? Te atribuía más
inteligencia.
—Lo cual quiere decir que no me concedes ninguna inteligencia.
—La respeto mucho… A veces. Pero debes comprender qué busca Bodrugan. Lo
expresa con mucha claridad.
Como la afirmación tenía tres cuartas partes de verdad, a Demelza le molestó
más.
—Creo que soy perfectamente capaz de juzgar eso por mí misma.
—Sin duda eso crees. Pero cuida de que su título no te deslumbre. Produce ese
efecto en algunas personas.
—Especialmente —dijo ella— en la hija de un vulgar minero que nada sabe del
mundo.
Él la miró un momento.
—A ti te corresponde demostrar si es así.
Él se volvió para salir.
Pero ella llegó primero a la puerta.
—Eres detestable. ¡Decir cosas semejantes!
—Estoy seguro de que no fui yo quien comenzó la discusión.
—¡No, tú nunca inicias discusiones, con tus miradas frías y tu lengua ácida! Te
limitas a rechazar… y despreciar todo lo que no te place. ¡Es injusto y horrible!
Quizás eso quieras que yo sienta. ¡Quizá lamentas haberte tomado la molestia de
desposarme!
Se volvió y salió por la puerta, cerrándola con un fuerte golpe, y él la oyó subir
corriendo la escalera.
… Esa noche se sirvió tarde la cena.
La señora Gimlett dijo que su ama tenía jaqueca, y que no bajaría a comer, de
modo que Ross se sentó solo a la mesa. Comió un plato de conejo hervido con
verduras y aderezo, pero a Ross le pareció que el manjar no tenía el mismo sabor que
le encontraba cuando lo había preparado Demelza. Después, la señora Gimlett le
sirvió tarta de manzanas con crema y bollos calientes. Cuando Ross concluyó,
depositó una porción de tarta y crema en un plato, agregó un par de bollos y subió al
dormitorio.
La encontró en la habitación, acostada en el lecho. Era el refugio favorito en sus

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raros momentos de desesperación. Tenía el rostro pegado a la almohada, y no se
movió cuando él entró, ni cuando se sentó en el borde de la cama.
—Demelza.
No hubo la más mínima respuesta.
—Demelza. Te traje un poco de tarta.
—No quiero comer —dijo ella, con voz ahogada.
—De todos modos, un bocado no te hará daño. Quiero hablar contigo.
—Ahora no, Ross —dijo ella.
—Sí, ahora.
—Ahora no.
Él miró la masa de cabellos oscuros, y la gracia seductora de su figura.
—Tienes un agujero en la media —dijo Ross.
Ella se movió, y después de un momento se sentó. Tenía el rostro surcado por
rayas oscuras, y se lo limpió con un pañuelo de encaje, odiando a Ross pero al mismo
tiempo deseando no parecer desarreglada a sus ojos.
—Querida, come esto.
Ella movió la cabeza.
Ross bajó el plato.
—Mira, Demelza, si es necesario que discutamos deseo hacerlo por buenas
razones, con abundantes agravios de ambas partes. Pero no creo que sea razón
suficiente un viejo gordo y peludo que viene a mendigar tus favores. Creo que en el
fondo de tu corazón conoces a Bodrugan tan bien como yo. De modo que quizás está
actuando otro elemento irritativo. ¿Sabes qué es?
Ella esbozó un gesto que no decía mucho.
—Hablas de mis miradas frías y mi lengua ácida —dijo él—. Pero después de
vivir en esta casa seis o siete años y ser mí esposa más de tres, mis peculiaridades no
pueden sorprenderte. Las reconozco, pero no las adquirí de la noche a la mañana. Las
soportaste, y a pesar de todo has prosperado bastante tiempo. De modo que no puedo
menos que pensar que hay una causa más profunda por obra de la cual mis
características ya no te parecen soportables. He advertido que las horas que pasamos
juntos ya no son tan gratas, ni nos satisfacen. ¿No piensas lo mismo?
Ella dijo con voz sorda:
—No tengo la culpa de ello.
—Quizá —dijo— es excesiva pretensión pedir que el amor de los primeros
tiempos perdure. Tuvimos quince o dieciocho meses que fueron casi tan perfectos
como pueden desearlo un hombre y una mujer; pero ahora, al comienzo de esta
segunda etapa, nos sentimos decepcionados porque ya no gozamos de felicidad
absoluta, y cada uno tiende a echar la culpa al otro. De modo que se exageran los
motivos secundarios de irritación, y peleamos. Esa es la verdad, ¿no te parece?
—Si así lo crees —dijo ella, sin mirarlo.
—¿Tú no lo crees así? Bien, todavía no compartes mi opinión, pero quizá llegues

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a verlo así.
Ella pensó: «No sólo no desea a nuestro hijo, sino que ya no me quiere».
—Entretanto —continuó Ross con voz bastante amable—, tratemos de tolerarnos
mejor. Haré todo lo posible por evitar cualquier actitud de antipatía hacia ti… una
antipatía que de ningún modo siento. Y si te parece que mi compañía es desagradable
y aburrida, trata de disculparla, porque tengo muchas preocupaciones, y mis actitudes
pasajeras y antipáticas se relacionan más probablemente con algunos de mis
problemas, y no constituyen un signo de insatisfacción contigo.
Después de decir esto, se inclinó y la besó en la mejilla, y se apartó de Demelza; y
el único resultado de sus palabras fue ahondar considerablemente la incomprensión
entre ellos.

Esa misma noche, pero mucho más tarde, Demelza bajó y lo encontró
sentado a la mesa de la sala, con todos sus libros alrededor. Antaño ella solía sentarse
en el brazo del sillón, y trataba de entender cómo Ross redactaba el balance; pero esta
noche no hizo lo mismo. Ross tenía junto a sí una botella medio vacía de brandy, y
Demelza se preguntó si al comienzo de la noche había estado llena. Él alzó los ojos, y
le dirigió una leve sonrisa cuando ella entró, pero pronto volvió a su trabajo.
Demelza se acercó al hogar y removió el fuego, le agregó un par de leños y se
sentó en silencio a mirar las llamas azules que comenzaban a elevarse.
Alcanzaba a oír el silbido del viento, y a un búho que gritaba en algún lugar de la
oscuridad. Una noche serena. Hasta ahora, todo el mes de diciembre había tenido esa
característica; un período de rocíos tempranos y hojas húmedas bajo los pies, y
oscuridad que se prolongaba a lo largo del día, como si hubiera sido el elemento
natural de la tierra. Un tiempo amable… pero amable con la atmósfera de la
descomposición. Parecía que en el mundo no había nada nuevo ni joven.
Estaba mordiéndose el dedo, y de pronto alzó la vista y vio que Ross la miraba.
Para disimular sus pensamientos, Demelza dijo:
—Ross, ¿todavía no te pagan por tu trabajo de tesorero de la mina?
—Ahorramos dinero, y así obtengo más ganancia.
—Lo mismo que todos. Cuando mi padre trabajaba, pagaban al tesorero cuarenta
chelines mensuales. Ahora somos tan pobres que eso nos ayudaría.
—Pero no lo suficiente. —Ross comenzó a llenar su larga pipa—. Estos no son
todos libros de costos. Algunos son mis propias cuentas. De aquí a tres semanas no
podré afrontar mis obligaciones.
—Entonces, ¿hoy viste a tu prestamista? —Demelza trató de decirlo con voz
indiferente, aunque bien sabía lo que ello significaba para ambos.
—Pearce se sentiría halagado por esa denominación. Sí, lo vi. Ha aceptado
extender otro año el préstamo.
—Entonces…

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—Pascoe también ha convenido sumar los intereses a la hipoteca con su banco…
aunque me advirtió que, ahora que debe tener en cuenta a sus socios, quizá no pueda
hacerlo el año que viene. Pero es improbable que lo necesite, porque no tengo modo
de pagar las cuatrocientas libras de intereses a Pearce, ni nada que se le parezca, si no
vendo la mina; y sin los recursos de la mina, no podremos aguantar mucho tiempo.
Demelza se sintió súbitamente avergonzada de sí misma porque había elegido ese
día para disputar con él.
—¿Cuánto te falta?
—Poco más de doscientas libras.
—¿No podrías…?
—Oh, sí, puedo conseguir prestado el dinero pidiéndolo a un amigo; pero ¿de qué
serviría? En definitiva, me enredaría más. Habría sido mejor, como me lo aconsejó
Pascoe, vender hace un año a los Warleggan, terminar con ellos, y saldar la deuda
más apremiante.
—Ross, no es propio de ti desanimarte. Pero lo que yo quería proponer no era que
pidieses prestado a un amigo. Tenemos… en fin, unas pocas cosas, y podríamos
venderlas.
—¿Por ejemplo?
—Bien… mi broche con el rubí. Dijiste que valía cien libras.
—El broche es tuyo.
—Tú me lo diste. Puedo devolverlo si así lo deseo. Y está Caerhays. Puedo
arreglarme sin caballo. Rara vez me alejo mucho, de modo que bien puedo caminar;
siempre caminé. Podemos obtener algo por el vestido… y el reloj, y la alfombra
nueva de nuestro cuarto.
—No puedo aceptar eso. Si me encarcelaran tendrías que vivir de esas cosas y de
lo que te dieran por ellas. No pienso arrojarlas a un barril sin fondo.
—Además, tenemos los animales de la granja —dijo Demelza, que ahora se
sentía más feliz porque podía atacar un problema concreto y definido—. Son
animales excelentes, pero es más de lo que en realidad necesitamos. A mí me parece
muy sencillo. Si tú pagas esos intereses, podrás seguir ganando dinero. Pero si
vendemos las acciones de la mina, el resto de nada nos servirá. Esas cosas no nos
darán dinero para vivir. La Wheal Leisure sí. Además… no sería propio de ti ceder
ante los Warleggan.
Demelza había tocado el nervio. Ross se puso de pie, se alisó los cabellos y
encendió la pipa con un pedazo de papel retorcido.
—Siempre supiste argumentar como un abogado. Y siempre lo harás.
Eso la complació. La luz bailoteó sobre la cara de Demelza.
—Lo harás, ¿verdad, Ross?
—No sé.
—Podemos conseguir doscientas libras —dijo ella—. Estoy segura de que lo
lograremos.

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Capítulo 2
Al día siguiente Demelza cabalgó en actitud un tanto desafiante, para
visitar a los Bodrugan en casa Werry. La dominaba un espíritu temerario, y por el
momento no parecía importar mucho que nada supiese de caballos. Cuando vio a la
yegua enferma la dominó la aprensión, pero era evidente que sir Hugh esperaba que
ella recetara algún brebaje maloliente, y que había considerado falsa modestia su
deseo explícito de no intervenir. Demelza había curado a Minta, la vaca de sir John, y
por lo menos debía tratar de hacer lo mismo en este caso.
Demelza miró un momento a la yegua, y luego alzó los ojos y se encontró con
una mirada de curiosidad y desafío en el rostro de Constance Bodrugan. Bien, si así
pensaban… Si la yegua moría, esos dos podían soportar perfectamente la pérdida, y
en todo caso era posible que el episodio terminara definitivamente con las atenciones
de sir Hugh… Si ella tenía que cometer un crimen, más valía que le reportara una
ventaja…
Ordenó que retirasen todas las ventosas, las lavativas, los ungüentos, las salvas,
las píldoras y los emplastos de los doctores profesionales de caballos. De ese modo el
aire se purificó un poco. Después les dijo que fueran a buscar nueve hojas de planta
febrífuga y nueve flores de pamplina escarlata, y que después de meter todo en un
bolso de seda, ataran este alrededor del cuello de la yegua. Cuando satisficieron su
pedido, recitó un poema junto al animal.

Hierba pamplina, te encontré


Creciendo en suelo consagrado,
El mismo don que el Señor Jesús te concedió
Cuando su sangre El te brindó;
Hierba y planta, disipa este mal,
Y Dios bendiga a todos los que te usan – Amén.

Era una copla que había oído a la vieja Meggy Dawes de Illuggan: creía recordar
que Meggy la había usado más bien para curar verrugas, pero de todos modos no
haría ningún daño.
Después, recetó el mismo cordial de romero, junípero y cardamomo que había
recomendado para la vaca Hereford. Poco después todos regresaron a la casa, y ella
bebió dos vasos de oporto y comió un bizcocho, y miró una carnada de cachorros que
masticaban la alfombra a los pies de la propia Demelza. El oporto resultó muy
apropiado para evitar que se acentuara el sentimiento de autocrítica. Rehusó una
invitación a almorzar y se retiró antes de la una, su virtud intacta, acompañada por los
expansivos buenos deseos de sir Hugh y las miradas reflexivas de Constance, lady
Bodrugan. Podía adivinar perfectamente qué diría Constance si la yegua moría.
Ross no mencionó la visita a la hora del almuerzo, pero durante la cena preguntó:

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—¿Qué pasa con la yegua de Bodrugan? ¿Crees que es influenza?
De modo que él había considerado sobrentendido que ella había ido a pesar de su
desaprobación.
—Ross, no lo sé. Quizá se trata de eso. Está muy mal, y le tiemblan los músculos,
como a Ramoth antes de morir.
—¿Qué le hiciste?
Inquieta, ella se lo explicó.
Ross se echó a reír.
—Todos los veterinarios del condado te atacarán. Estás robándoles los clientes.
—Eso no importa. Pero es un animal muy hermoso. Espero que sane. Sería muy
lamentable que muriese.
—Debe valer más de trescientas guineas.
Demelza dejó caer el cuchillo y palideció.
—¡Ross, estás bromeando!
—Quizá me equivoque, por supuesto. Pero su padre fue Rey Davis. Y el…
—¡Judas! —Demelza se puso de pie—. ¿Por qué no me lo dijiste antes?
—¡Creí que lo sabías! En todo caso, estoy seguro de que no le hiciste ningún
daño.
Demelza se acercó a la mesita lateral.
—Ross, fue muy perverso de tu parte no decírmelo.
—¡Creí que lo sabías! Bodrugan siempre se vanagloria de su yegua, y lo conoces
desde hace más de un año. Aunque quizá cuando os reunís no habláis de caballos.
Ella no tomó a mal la broma, y se limitó a recoger los platos; su obstinación se
había vuelto contra ella.
Después de un minuto regresó a la mesa y volvió a sentarse.
—A propósito —dijo Ross—, ¿qué ocurrió en Bodmin? ¿Cómo te encontraste
con sir Hugh mientras estabas allí? ¿Y por qué parece creer que tienes cierta
obligación con él?
Demelza dijo:
—No sé cómo se atrevieron a llamarme.

Más o menos al mismo tiempo que Demelza realizaba temerariamente su


segunda incursión en el campo de la medicina animal, Dwight Enys, que aplicaba su
conciencia y habilidad a los animales humanos de Sawle, por cierto menos valiosos,
estaba realizando descubrimientos acerca de sus propias deficiencias. Así, llegó a la
conclusión de que practicar la medicina significaba no sólo una lucha constante
contra la ignorancia de otras personas, sino también contra la propia.
Las encías de Parthesia Hoblin le dieron la clave de la enfermedad que había
estado difundiéndose en la aldea todo el otoño.
Si cabía alguna excusa para su propia incompetencia, era la fiebre palúdica que de

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un modo casi constante había disimulado la dolencia más grave. En este caso, como
en la mayoría de los restantes, la joven había contraído la fiebre, se había recuperado,
había recaído otra vez, y después del segundo ataque pareció que la vida la
abandonaba, y el menor esfuerzo la dejaba agotada y sin aliento. Ciertas manchas en
los brazos, como moretones, le llevaron a sospechar en primer lugar del padre, y
cuando comprobó que el hombre no tenía la culpa, de la enfermedad llamada púrpura.
Le había recetado polvos contra la fiebre, para limpiarle la sangre, y le había
ordenado que los días de buen tiempo se sentara al aire libre y bebiese agua fría,
medidas que Jacka Hoblin desaprobaba vigorosamente. Según él decía, había que
trabajar activamente en la casa; ese era el principal remedio; de ese modo los malos
humores desaparecerían más rápidamente que si se sentaba a la puerta, a respirar la
humedad y el vapor.
Y después Dwight se encontró con Ted Carkeek —hacía mucho que se había
curado la herida del hombro, y ya estaba casi olvidada— y por casualidad Ted
mencionó que su padre había muerto en el mar; y cuando se separó del joven, Dwight
se encontró con Vercoe, el barbado aduanero de Santa Ana —que era un ex marino
—, y Vercoe se detuvo para consultarlo acerca de su esposa, que tenía un absceso
bajo una muela, y después continuó hablando de la vida a bordo; e inmediatamente
después Dwight visitó a los Hoblin y vio las encías de Parthesia —y de pronto se le
aclaró todo, y comenzó a hacerse reproches porque había mostrado tan criminal
ceguera. Los habitantes de Sawle, con la piel manchada y el cuerpo debilitado, las
hemorragias nasales y el rostro descolorido, eran víctimas de un brote de escorbuto.
Incluso en el supuesto de que de tanto en tanto visitara la aldea, Choake no había
identificado el mal; y él tampoco lo había hecho, de modo que la gente continuaba
sufriendo y recibiendo un tratamiento erróneo.
—Parthesia, voy a cambiar tus medicinas. Creo que necesitas un cambio, ¿no te
parece? Aquí no tengo los ingredientes necesarios —dijo a Rosina, que estaba de pie
al lado de la silla—, pero creo que una medicina azufrada será útil. Entretanto, ¿hay
verduras frescas en la aldea o cerca?
—¿Verduras? No, señor. No tenemos verdura aparte de unas pocas patatas, antes
de abril o mayo.
—O frutas… sobre todo limones, o limonada; no, por supuesto, no tienen nada de
eso. A veces yo consigo verduras. ¿No pueden ir a buscarlas a Truro?
—Son demasiado caras para nosotros. Si uno compra esas cosas, en seguida se le
acaba el dinero.
Dwight miró pensativo los bellos ojos de Rosina.
—Sí… de todos modos, les recomiendo que traten de conseguirlas. Es muy
importante. Con frutas y verduras, Thesia mejorará mucho más que con todas mis
pociones o con las cataplasmas de tu madre.
Rosina se sonrojó.
—Preguntaré a mi padre. Tal vez podamos mandar a buscarlas cuando venga el

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próximo tren de mulas.
Dwight se alejó, meditativo. Eran consejos que los Hoblin quizá pudiesen seguir,
porque eran personas que vivían un poco por encima del nivel de privación absoluta.
Tenían las mismas posibilidades de conseguir verduras o frutas frescas que si
hubiesen estado en medio del océano Pacífico. ¿Y de qué les servirían las pociones
azufradas o las sales diafuréticas si no comían lo que necesitaban? En el mejor de los
casos eran paliativos. Y probablemente ni siquiera eso. Era irritante. Pese a todas las
dudas y desengaños de la medicina, esta enfermedad reconocía una cura cierta, pero
esa cura no estaba al alcance de los enfermos.
Tampoco podía pedírsele que alimentase a una aldea entera, o a ciertas familias,
con sustancias verdes que él mismo compraría.
La Casa Trenwith era todavía el dominio de Thomas Choake; pero siguiendo
caminos sinuosos e imprevistos, Dwight había llegado a relacionarse con la señora
Tabb, quien después de caer y lastimarse seriamente el brazo, pocos días antes, no
permitía que le vendase el brazo otra persona que no fuese el doctor Enys. La mujer
había caminado hasta la casa del joven médico, pero cuando llegó allí se sintió
bastante mal, de modo que Dwight había dicho que la próxima vez iría a casa
Trenwith evitándole la caminata de diez kilómetros. Cuando llegó, vio que la herida
no supuraba demasiado, y para facilitar la curación aplicó un vejigatorio de cantárida.
Después de dejar un ungüento que la enferma debía usar más tarde, bajó la escalera
escoltado por Tabb… y vio a Elizabeth Poldark en el vestíbulo.
—Doctor Enys. No viene con frecuencia a nuestra casa.
—No, señora. —Sonrió—. Trato de no invadir el terreno de un colega.
Ella replicó con voz pausada:
—Pero eso sólo se aplica a las visitas profesionales.
—Gracias. Lo recordaré. No he visto a su esposo desde que nos encontramos en
Bodmin.
—Francis me habló de su amabilidad. Todos nos hemos sentido muy
reconfortados por el resultado del juicio… ¿Aceptará un vaso de vino?
Se volvieron hacia el salón de invierno. «Si el refinamiento del gusto basta,
nuestra vida conyugal ha sido un idilio», había dicho Francis esa larga noche en
Bodmin. ¿Refinamiento del gusto? ¿Era todo lo que esta mujer podía ofrecer? Su
belleza juvenil y reservada siempre impresionaba el corazón de Dwight. Oh, bien
sabía que era impresionable, pero…
En el salón, la tía Agatha estaba acurrucada junto a un fuego humoso. Las manos
de la vieja dama temblaban y se movían sin descanso sobre el regazo, como
arrugados topos grises que buscaban algo que jamás podían hallar; pero su espíritu
parecía tan resuelto como siempre, y los ojos viejos pero agudos examinaron a
Dwight cuando Elizabeth volvió a presentarlo. Por supuesto, lo recordaba de la fiesta
de bautizo de la niña de Ross, dijo la tía Agatha, pues por costumbre ahora nunca
reconocía que podía olvidar nada. Siempre podía reconocer el rostro de un abogado.

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Ellos rara vez… ¿qué?, ¿qué? Sí, eso mismo había dicho. ¿Y cómo marchaba la
profesión de médico en Truro en esos tiempos? Cuando ella era joven había conocido
a cierto doctor Seabright que tenía mucha clientela. Solía recetar estiércol fresco de
caballo como cura de la pleuresía. Vivía donde ahora estaba el Hotel de Pearce. Era
muy popular, pero había contraído muermo[1] mientras sajaba a un caballo, y al cabo
de un mes había muerto.
—La tía Agatha no nos oirá; está muy sorda —dijo Elizabeth, y orientó la
conversación hacia los lugares comunes de la región rural.
Dwight se sinceró, como hacía siempre que estaba en compañía de una mujer que
le demostraba simpatía; y sólo de tanto en tanto los recuerdos de aquella noche
venían a inquietarlo. Se insinuaban en su cerebro como fantasmas de una experiencia
que no había sido totalmente real.
Las velas inmóviles; el rostro desencajado, agrio y contraído de Francis; las
ásperas confidencias, al principio buscadas, pero después hasta cierto punto rehuidas;
y en todo eso la presencia de Elizabeth; Elizabeth, la amada pero incapaz de amar, la
Galatea que nunca despertaba.
Quizás una sombra cruzó el rostro de Dwight, porque Elizabeth interrumpió la
frase que estaba diciendo.
—Doctor Enys, ¿puedo formularle una pregunta…? De algo que dijo surgió en mí
la sospecha de que mi marido… de que Francis trató de suicidarse cuando estaba en
Bodmin. ¿Sabe si eso es cierto?
Una pregunta difícil. Molesto, Dwight volvió los ojos hacia la vieja dama, que
aún lo miraba como si hubiera podido oír cada una de las palabras pronunciadas.
—Como usted sabe, su esposo y yo compartimos un cuarto en Bodmin. En la
ciudad prevalecía una atmósfera de excitación, y el señor Poldark se mostró…
susceptible al sentimiento general de inquietud, y a la propensión común a beber.
Charlamos… largo rato, hasta bien entrada la noche, y creo que el hecho de conversar
con alguien le ayudó a superar un período difícil. No creo que usted necesite
preocuparse de ello.
La tía Agatha dijo:
—Recuerdo que yo tenía la culebrilla, y él me recetó sangre de gato mezclada con
leche de vaca, y debía ponérmelo en el lugar afectado por la mañana y por la noche.
Y agua de melaza por la noche. Recuerdo que era un hombrecito nervioso, pero ágil
como una abeja.
—Doctor Enys, no ha respondido a mi pregunta —dijo Elizabeth.
—Es la única respuesta que puedo ofrecerle… Creo que en ningún lugar del
mundo se murmura tanto como en este distrito, pero yo le aconsejaría no hacer caso
de los rumores.
Cuando Elizabeth se volvió, había un destello peculiar en sus ojos.
—Quizás usted no advierte, doctor Enys, qué alejados estamos aquí de la
sociedad.

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—No… no lo había advertido.
—Nuestros primos de Nampara no vienen, ya no podemos recibir, y Francis rara
vez está de humor para hacer visitas corteses. Quizás eso le explique por qué me veo
obligada a mendigar información de un… de un extraño.
En su voz se transparentó un débil temblor. Dwight dijo:
—Lamentaría que usted me considerase así. Me sentiría sumamente feliz si
pudiese ayudarle o serle útil… y confío en que aprovechará mi oferta del modo que le
parezca más apropiado.
—En aquellos tiempos —dijo la tía Agatha mordisqueándose las encías—, ningún
caballero salía sin su espada. No se atrevía. Recuerdo haber visto a un salteador
ahorcado en Bargus. Un hombre apuesto, con su traje color carmesí, y el sombrero
recamado de oro. Y también murió como un hombre, temerario hasta el último gesto.
Joven, usted no se habría atrevido a cabalgar así desde Truro, vestido como quien va
a un entierro.
—Vivo entre Nampara y Mingoose —dijo Dwight alzando la voz.
—Sí, sé que ahora todo es más fácil. Según dicen, el trayecto de aquí a Truro no
ofrece el menor peligro. En el mundo ya no hay espíritu.
Elizabeth dijo:
—Francis le habrá hablado de la separación entre nosotros y nuestros primos.
—Sí, estoy al corriente.
—¿Cree que Ross se ha asentado después de pasar por tantas dificultades?
—Siempre creo —dijo Dwight— que Ross es como un volcán. Puede permanecer
eternamente tranquilo… o entrar en erupción mañana mismo.
Percibió en los ojos de Elizabeth una expresión que parecía indicar acuerdo.
Continuó diciendo:
—Veo a Demelza menos que antes.
Lo cual era bastante cierto. A veces incluso hubiera podido decirse que Demelza
trataba de evitarlo, aunque él no atinaba a comprender la razón de esa actitud.
—¿Dónde está Geoffrey Charles? —preguntó la tía Agatha—. ¿Dónde está el
niño…?
—¿Usted diría —preguntó Elizabeth— que son felices?
—… Será un verdadero salvaje —dijo la anciana dama—. Aún no tiene siete años
y ya conoce toda clase de trampas. Le daré una buena paliza. Ningún chico anda
derecho si no le sacuden el polvo de tanto en tanto.
Dwight dijo:
—Podría contestar a esa pregunta si conociera la respuesta.
—Ella fue buena con nosotros el año pasado —dijo Elizabeth—. De no haber
sido por su ayuda, uno o más de nosotros habría muerto. ¿Tendrá la bondad de
transmitirle un mensaje de mi parte? Dígale… dígale que una vez pasamos juntos una
Navidad feliz en Trenwith, y que nos gustaría que volviesen este año. Trate de que
ella comprenda, que comprenda que realmente lo deseamos y los necesitamos.

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¿Querrá hacer esto por mí?
—Por supuesto.
—Tal vez usted también desee venir. No podremos ofrecerle nada especial,
pero…
Dwight se lo agradeció, dijo que le encantaría aceptar la invitación y se despidió.
Cuando salía vio entrar a Francis, que venía por el sendero desde el portón principal.
No se cruzaron directamente, pero Francis hizo un gesto irónico, llevándose un dedo
a la frente. Estaba vestido con ropas comunes, y tenía las botas cubiertas de barro,
pero mostraba mejor aspecto que la última vez que Dwight lo había visto.
El breve día estaba terminando, y habría anochecido antes de que él llegara a
Grambler. El mar sombrío ya se desdibujaba allí donde podía vérselo entre las
depresiones de la tierra. El húmedo manto de nubes se alejaba de la costa en capas
infinitas y cada vez más densas de tonos pardos, como precursoras de la larga noche.
Cuando salió al camino principal, sobre Grambler, vio una figura ancha, de
piernas arqueadas, que caminaba adelante. Era Jud Paynter, y llevaba prisa. El
hombre miró nerviosamente hacia atrás cuando oyó el ruido de los cascos de un
caballo, pero su rostro rugoso se iluminó cuando comprendió quién era.
—Buenas tardes, Paynter. —Dwight se puso al paso, y Jud alzó una mano.
—Señor Enys, tenemos un hermoso tiempo. Un buen tiempo, por tratarse de esta
época del año. Así será fácil pasar el invierno.
Dwight formuló una réplica convencional, y después aflojó las riendas para seguir
su camino.
—Señor Enys.
—Sí.
—Supongo que será pedirle demasiado que continúe conmigo hasta que
lleguemos a Grambler.
—No si hay una buena razón. Es sólo poco más de medio kilómetro.
—Medio kilómetro puede ser mucho camino. Y por cierto que hay una buena
razón, una razón muy buena. Detrás viene una pareja de hombres muy altos, y le
aseguro que eso no me gusta. No, a Jud Paynter no le gusta. No quiero que me lleven
todavía a la iglesia. Por casualidad, ¿alcanza a verlos?
—¿Qué quiere decir?
—Lo que dije, y nada más. Estaba en Santa Ana, y rodeado de gente trabajadora,
común, justa, razonable, humana, respetable, decente, equitativa y honesta, y esos dos
empezaron a mirarme como si yo hubiera sido un ganso joven visto por la olla de
Navidad. Hola, digo yo. Estos son bandidos, digo yo. O algo parecido, digo yo. Será
mejor que me vaya a casa, porque de lo contrario me cortarán el cuello cuando no
esté mirando. Una verdadera vergüenza —continuó diciendo Jud—, en lo que se ha
convertido esta región. No se puede dar un paso fuera de casa sin que haya matones
acechando. No es justo. No es propio. No es equitativo.
Dwight miró al viejo y calvo sinvergüenza que caminaba al lado del caballo.

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—¿Pensaron que usted llevaba dinero?
—¿Yo? —exclamó, Jud, sobresaltado—. No tengo dinero. Cuando mucho, unos
pocos peniques para comprar un honesto vaso de ron.
—En ese caso, ¿por qué intentarían robarle? ¿Por qué no a mí? Solamente mi
caballo ya sería una presa mejor.
Jud se encogió de hombros.
—Ahí tiene. Así son las cosas. Quizá creen que usted les dará más pelea, si lo
asaltan. No. Los bandidos buscan a las viudas y los huérfanos.
—¿Y usted qué es? —preguntó Dwight.
—¿Quién, yo? —dijo Jud—. Caramba, soy huérfano desde que mi padre y mi
madre murieron.
Avanzaron lentamente; Dwight sofrenaba con dificultad su caballo, y Jud jadeaba
y murmuraba detrás. Dwight llevaba un pote de ungüento que debía entregar en la
aldea, de modo que dejó allí la medicina; y estaba alcanzando de nuevo a Jud cuando
el hombre llegó a su choza.
Prudie estaba en la puerta.
—De modo que ya llegaste, viejo cerdo sucio —dijo, y entonces reconoció al
jinete—. Buenas tardes, doctor Dwight —agregó tímidamente.
—Buenos días, Prudie. Seguramente se alegra de volver a ver a su esposo, que
regresa sano y salvo al hogar.
—Conque al hogar, ¿eh? No lo vi ni lo oí todos estos días. Creo que ha llegado a
pensar que puede irse y volver cuando se le ocurre. Viejo sinvergüenza y sucio.
—Sabes dónde estuve —dijo Jud—. Lo sabes perfectamente. Estuve ganando
dinero, para que tú puedas gozar de tu pereza y tu ociosidad. Y el doctor lo sabe tan
bien como tú, aunque quizá finja lo contrario.
Dwight dijo:
—¿El viaje fue bueno?
—Nunca fue tan pobre.
—¿Por eso aquellos hombres lo seguían?
—¿Qué hombres? —preguntó Prudie, limpiándose la nariz hinchada y roja con la
manga.
Jud pareció incómodo mientras Dwight explicaba.
—No tiene nada que ver con el negocio —dijo Jud—. Es como yo le dije.
Bandidos que quieren robar a un pobre viejo indefenso. Le digo que es mala cosa
cuando la ley y el orden no se respetan. Yo…
—Bien —dijo Prudie—, no sé qué le pasa, verdaderamente. Desde que hicieron el
juicio al señor Ross, siempre está así… tiene miedo de salir después que oscurece. A
veces creo que tiene miedo de su propia sombra. Es suficiente decirle «¡Buuu!» y
corre como un conejo.
—¡No es verdad! ¡No es justo! Temo solamente a lo que es justo y natural temer.
Y ten en cuenta que no soy ningún conejo.

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—No importa lo que sea, tiene que ver con ese juicio —dijo Prudie—. Dios sabe
de qué se trata, pero usted estuvo allí, doctor Dwight, hijo mío, y quizás usted pueda
adivinarlo. Seguro que Jud estaba bebido cuando se presentó ante el juez, ¡y para mí
es un misterio que no lo encerraran allí mismo!
—Pero ¿qué tiene que ver eso con el miedo que ahora siente?
—Eso es lo que siempre dije hasta que se me secó la lengua de tanto decirlo —
afirmó violentamente Jud—. Esposa, ¿qué hay de comer? Ya estoy muy cansado, y
no quiero seguir hablando. Si prestaras más atención a tu cocina y menos a la charla,
el mundo sería un lugar mucho más agradable. ¡No hay paz, ni en casa ni afuera!
Dwight entendió la indirecta, y comenzó a alejarse. La voz de Prudie lo siguió
como un órgano con todos los pedales hundidos hasta el fondo.
—Ley o no ley, es algo que tiene que ver con ese juicio. Viejo a mí no me
engañas. Apenas oscurece, saltas y te escondes como una pulga en un plato caliente.
¡Aquí hay gato encerrado, y ya llegaré a descubrirlo!
Lo último que Dwight vio fue la figura de Jud que entraba en el cottage, y las
amenazas y las advertencias de Prudie lo siguieron todavía un rato, en la
semipenumbra del anochecer.

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Capítulo 3
Consiguieron sesenta libras por el broche. El comerciante Jijo que los
precios habían bajado después que Ross había comprado la joya; además, en
Cornwall no era fácil vender joyas de valor. Ross observó que era todo lo que
razonablemente podían esperar. Caerhays, el caballo de Demelza, se vendió por
treinta y cinco guineas, y la alfombra por diez. Ross dijo que no venderían el vestido.
Muy bien, él iría a la cárcel y ella jamás volvería a usar el vestido, y las polillas lo
echarían a perder, y estaría pasado de moda, y de todos modos era demasiado grande
en la cintura porque ella había adelgazado, y él iría a la cárcel; pero no se vendería el
vestido. Demelza se sintió mejor, más reconfortada.
Después, comenzaron a vender los animales de la granja. Por diez guineas
vendieron a Sikh, el potrillo de dos años, y las dos mejores vacas por catorce guineas
cada una. No era un momento oportuno para desprenderse del ganado. Ross vendió
sabiendo muy bien que la gente que compraba esos animales podría revenderlos con
ganancia tres meses después. Obtuvieron dos libras, doce chelines y seis peniques por
cada una de las dos terneras de dos meses. Si no tenían bueyes sería imposible arar,
de modo que en eso no podían hacerse economías. Vendieron los cerdos y casi todas
las aves de corral. Jane Gimlett lloraba, y Jack Cobbledick apenas evitaba las
lágrimas. Aún le faltaban veinticinco libras, y Ross hizo una inspección por la granja.
De todo su ganado, formado con esfuerzo a lo largo de siete años, ahora le quedaba
solamente una vaca, que tendría cría en abril; un caballo, la yunta de bueyes, media
docena de gallinas y unos pocos patos.
Mientras realizaba esta inspección, Dwight llegó con la invitación de Elizabeth.
—Dígales… —contestó Ross, y se interrumpió dominado por la cólera— que
estamos tan atareados saboreando las dulzuras de…
—Dígales —se apresuró a interrumpirlo Demelza—. Pero no es correcto que
Dwight sea nuestro mensajero, ¿verdad? Dwight ¿piensa usted aceptar?
—Creo que sí. Navidad no es muy agradable cuando uno tiene que pasarla solo.
—Hay peores posibilidades —dijo Ross.
Después de un minuto Dwight agregó:
—Por supuesto que lo pasaría mejor en Trenwith si ustedes viniesen…
—Halagador, pero inexacto.
—Correré el riesgo.
—No hay riesgos que correr.
El embarazoso silencio fue interrumpido por Garrick, que de pronto apareció y
atravesó saltando el patio, como una especie de monstruoso perro de aguas,
moviendo su muñón y mostrando una lengua roja y colgante. Como de costumbre, no
demostró el más mínimo respeto por las formas de la decencia; Dwight tuvo que
apartarse del camino, y Ross acabó con un par de marcas de patas barrosas en la
pechera de su camisa.

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—El inconveniente de Demelza —dijo Ross, mientras se limpiaba—, es que
adopta animales extraños, y después no los doma como corresponde. El otro día vino
a vernos sir Hugh Bodrugan.
Dwight se echó a reír.
—Sir Hugh nunca mostró especial deseo por lamerme la cara.
—Quizá no su cara.
—Oh, Ross —dijo Demelza—, ¿por qué no podemos ir a Trenwith?
Ross miró el patio vacío.
—¿Lo preguntas en serio?
—Sé que no debería hacerlo; pero… es una lástima pensar demasiado en el
pasado.
¿Cómo no hacerlo, cuando influía tanto sobre el presente?
—Dígales que iremos cuando inviten a Verity y Blamey, pero no antes.
—No creo que transcurra mucho tiempo antes de que lo hagan —dijo Demelza—.
Verity y Francis se reconciliaron en Bodmin
—En ese caso, todos podremos reconciliarnos.
Después de un minuto, Demelza dijo:
—Eso es precisamente lo que yo desearía. Pero si nosotros tomáramos la
iniciativa…
Ross pensó. «Oh, Dios mío, qué importa si mi bancarrota es culpa de Francis (y
además quizás habría ocurrido de todos modos); es posible que Demelza esté en lo
cierto. A menudo tiene razón. Verity desea esta reconciliación. Y Demelza también. Y
Elizabeth». Este pensamiento despertó en Ross el deseo, casi la necesidad de volver a
ver a Elizabeth. Nunca había conseguido imponerse a ese vínculo; era algo
fundamental, si se quería una debilidad, de la cual no hacía caso; pero siempre estaba
allí.
—Bien —dijo—, lo pensaremos. Por el momento veinte o treinta libras me
parecen más importantes que todas las reuniones navideñas. Dwight, quizás usted
quiera tomar una hipoteca sobre mí propiedad. Sería la tercera, y le produciría el
ciento por ciento de intereses. No hay nada como prestar dinero para obtener buenos
dividendos.
—Puedo ofrecerle diez libras, que es todo lo que poseo. No puedo concebir una
causa mejor que esta.
—Y todavía no es una causa perdida, aunque tenemos nuestros momentos de
duda. ¿Recuerda a Tregeagle, que tuvo que drenar el lago de Dozmare con una
concha marina? Mi tarea es exactamente la contraria.
Continuaron caminando. Dwight comenzó a hablar de su descubrimiento del
escorbuto en Sawle, y el tema los entretuvo hasta que regresaron a la casa, donde
John Gimlett estaba trabajando en una ventana de la biblioteca, reparando el gozne
herrumbrado de una persiana.
—Si necesita turba, podemos darle un poco —dijo Ross—. Hemos acumulado

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casi lo suficiente para dos inviernos.
Garrick, que ya había demostrado su desbordante afecto, se había alejado de
nuevo al galope, pero ahora regresó llevando algo en la boca. Resultó que eran los
cuartos traseros de un conejo, y los depositó a los pies de Demelza.
—¡Vete! —dijo Demelza, con asco—. ¡Perro horrible! ¡Llévate eso!
Ross recogió los restos y los arrojó al otro lado del arroyo, y el perro salió
disparado en persecución de la presa.
—Me gustaría saber cuánto conseguiríamos por Garrick en el mercado abierto —
dijo Ross—. Un mestizo de gran talla. Carnívoro. Provoca a los toros y cuida bebés.
Entrenado para sentarse sobre las plantitas jóvenes y arrancar flores. Sabe romper
vajilla. Padece cierto mal aliento. Resultados garantizados.
Dwight se echó a reír. Mientras entraban en la casa, preguntó:
—¿Podrán retener a los Gimlett?
—No quieren irse. Podemos alimentarlos, y por el momento es lo único que
pretenden. Y no puedo trabajar la tierra sin la ayuda de Cobbledick.
—Hablo en serio —dijo Dwight—, mis diez libras son suyas si le sirven.
—Hablo en serio, Demelza —dijo Ross—, tendremos que apelar al reloj y
algunos muebles. Además, tenemos las pistolas y el viejo telescopio de mi padre.

«De modo que se completó el círculo, pensó Demelza. Hace tres años
pasamos la Navidad en Trenwith. Y era un día como este, nublado y silencioso. Tenía
tanto miedo que ni sabía lo que decía. Moza de la cocina que va a visitar a los
caballeros. Ahora, todo ha cambiado. En cierto sentido nerviosa, pero no como
entonces. Ellos son pobres. Tan pobres como nosotros —y Francis trabaja la tierra, y
Elizabeth… Elizabeth ya no está aterrorizada, y se siente muy agradecida hacia mí
por lo que ocurrió la Navidad pasada. La querida Verity no está. Pero ya no temo
equivocarme, ni hacer el papel de tonta. Sin embargo, no me siento tan feliz como
entonces, ni mucho menos. Y lo extraño es que estoy esperando otro hijo, y de nuevo
oculto el hecho a Ross, aunque por una razón distinta— y ya llevo cuatro meses, lo
mismo que entonces».
—¿Recuerdas —preguntó—, la vez que seguimos este sendero? Garrick nos
seguía, y se echaba cuando le hablábamos, como si por una vez estuviera dispuesto a
hacer lo que se le mandaba.
—Sí —dijo Ross.
—Y recuerdas que nos cruzamos con Mark Daniel, y sujetó por la oreja a
Garrick, y se lo llevó a casa… Dime, Ross, ¿has oído algo de Mark?
—No sé cómo le va con tanta conmoción, pero Paul lo vio en Roscoff.
—¿Crees que podrá venir sin riesgo a visitar a su gente?
—No. Si las cosas se ponen muy feas en Francia, deberá ir a Irlanda o a América;
pero aquí no tendrá paz ni siquiera bajo un nombre supuesto.

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La última vez, Verity los había recibido en la puerta. Ahora Demelza vio las
malezas que crecían en el sendero, el pasto bajo los árboles, la ventana remendada y
el portón sin pintar que conducía al huerto. Tabb les abrió la puerta, y los viejos y
descoloridos retratos de los Trenwith, con sus vestidos y sus capas carmesí y ámbar,
miraron fríamente desde la pared del vestíbulo vacío. Cuando estaban quitándose los
abrigos, Elizabeth salió del salón de invierno.
Demelza se sorprendió cuando advirtió que se había puesto el vestido de
llamativo terciopelo carmesí, con las cascadas de fino encaje que había usado durante
el bautizo de Julia. Nadie había sugerido que se trataba de una fiesta, y Demelza, que
intuyó que cualquier forma de ostentación en las circunstancias dadas sería
considerada de mal gusto por esa familia bien educada, había venido con su vestido
de tarde más reciente.
«De modo que Ross todavía le interesa, pensó Demelza, sintiendo que se le
apretaba el corazón, y el agradecimiento que siente hacia mí en nada modificará la
situación. Tendría que haberlo sabido». De todos modos, Demelza se adelantó con
una sonrisa en el rostro y recibió una amable bienvenida. Demasiado amable, pensó
inmediatamente. No le pareció sincera, a diferencia de la Elizabeth enferma que había
visto doce meses antes. Dios mío, qué estúpida fui.
Francis no estaba allí para darles la bienvenida, pero cuando ya se habían quitado
los abrigos salió del salón principal. Se mostró un tanto vacilante al enfrentarse con
esa primera reunión formal; en la mano traía una copa. Los dos hombres se miraron
durante un segundo. Francis dijo:
—Bien, Ross… de modo que viniste.
—En efecto, vine.
—Es… creo que es una cosa buena. De todos modos, me alegro.
Extendió la mano, un tanto vacilante. Ross la aceptó, pero el apretón no se
prolongó.
Francis dijo:
—Antes siempre fuimos buenos amigos.
—Lo mejor —dijo Ross—, es olvidar el pasado.
—Estoy dispuesto a hacerlo. Es un tema muy amargo.
Dicho esto, y concertada formalmente la reconciliación, pareció que no había
nada más que agregar, de modo que la sensación de molestia volvió a acentuarse.
—¿Vinieron caminando?
—Sí. —Una referencia dolorosa, en vista de que habían vendido a Caerhays—.
Veo que al fin Odgers está realizando reparaciones en la iglesia de Sawle.
—Sólo en el techo. Los últimos meses ha llovido tanto que el coro a menudo tuvo
que cantar con el agua que le bajaba por el cuello. Ojalá el condenado campanario se
derrumbe de una vez. Siempre me persuade de que estoy borracho cuando lo miro
desde el noroeste.
—Quizá llegue el día en que un Poldark se enriquezca y podamos hacer algo.

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—Me parece que la iglesia se habrá derrumbado naturalmente antes de que llegue
ese momento.
—Querida —dijo Elizabeth, enlazando el brazo de Demelza—, temí que no
consiguieras traerlo. Cuando adopta una decisión, rara vez la cambia. Pero quizá tú
tienes la astucia necesaria para influir sobre él.
—No soy astuta —dijo Demelza. «Claro que no lo soy, pensó. ¿Podré arreglarme
este fin de semana, como lo hice hace tres años? Esta vez no tengo la voluntad ni el
impulso necesarios. Me siento demasiado miserable y deprimida, y no lucharé por él
si no me desea».
—Mis padres vendrán a cenar —dijo Elizabeth—. Y también Dwight Enys. Me
temo que no habrá otros visitantes. ¿Recuerdas la última vez? Aparecieron George
Warleggan y los Treneglos, y tú cantaste esas cosas encantadoras.
—Hace siglos que no veo a los Treneglos —dijo Demelza, mientras entraban en
el salón principal.
—Ruth espera su primer hijo el mes próximo. Habrá una gran celebración si es
varón. Dicen que el anciano señor Treneglos ya está trazando planes para su primer
nieto. En los tiempos que corren nadie dispone de mucho dinero, pero cuando una
familia se prolonga más de seiscientos años… por supuesto, la nuestra es más
antigua.
—¿Quiénes, los Poldark?
Elizabeth sonrió.
—No. Discúlpame. Me refiero a mi propia familia. Tenemos registros que se
remontan al año 971. Ross, verte en este cuarto es como volver a los viejos tiempos.
—Estar aquí es como volver a los viejos tiempos —dijo Ross enigmáticamente.
—Y los viejos tiempos —dijo Francis, que tenía una copa en la mano—, es
exactamente lo que tratamos de olvidar. Brindo por los nuevos tiempos. Si en efecto
existen, no pueden ser peores que los anteriores. —Sonrió, mirando en los ojos a
Demelza.
Demelza movió lentamente la cabeza, y retribuyó la sonrisa.
—Los viejos tiempos fueron buenos conmigo —dijo.

No era la clase de comida que solían tener antes, aunque era la mejor que se
había preparado desde hacía años. Se sirvió jamón y carne de ave, y una pata de
cordero hervida con salsa; y después budín de harina y jalea de uvas, tartas de
damasco, bollos con mostaza y manjar blanco.
Demelza no conocía a los padres de Elizabeth, y cuando los vio se sintió
sorprendida. Si un linaje que se remontaba al año 971 producía ese resultado, ella
prefería olvidar decentemente a sus propios antepasados. El señor Chynoweth era un
hombre delgado y seco, con cierto amaneramiento pomposo, que sorprendía porque
daba a entender cierta insólita pretensión. La señora Chynoweth constituía un

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espectáculo lamentable —corpulenta, con un ojo descolorido y el cuello hinchado.
Como no la había visto antes de su enfermedad, Demelza no podía imaginar de dónde
venía la belleza de Elizabeth. Tampoco se necesitaba mucho tiempo para advertir que
eran personas que alentaban cierto resentimiento. Algo se había descarriado en la
vida de esa pareja, y eso les parecía una afrenta personal. Pese a sus bigotes y su
mentón manchado de saliva, Demelza prefería a la tía Agatha. No era posible
replicarle, pero su conversación tenía vitalidad y agudeza. Lástima que alguien no
anotase todo lo que ella recordaba antes de que la anciana muriese, y todo ese caudal
desapareciera, perdido para siempre en el polvo del ayer.
Después de la cena, para horror de Demelza —aunque debía haber recordado que
esa era la rutina— las mujeres se retiraron, dejando a los hombres que bebiesen su
oporto; y ni en la peor de sus pesadillas Demelza podía haber elegido tres
acompañantes más temibles que Elizabeth —en su actual estado de ánimo—, la tía
Agatha y la señora Chynoweth. Todas subieron al primer piso, entraron en el
dormitorio de Elizabeth, charlaron cerca del espejo, se arreglaron los cabellos, y
sucesivamente visitaron el fétido cuarto que estaba al fondo del corredor y que a
Demelza le pareció mucho peor que el retrete al aire libre de Nampara. Elizabeth
ajustó la cofia de encaje de la tía Agatha y la señora Chynoweth dijo que había oído
decir que las nuevas modas de Londres y Bath rayaban en lo indecente; la tía Agatha
afirmó que por ahí aún tenía algunas recetas para la cara: pomadas y cosas
semejantes, ungüentos para los labios, afeites y agua de azahar: las encontraría para
dárselas a Demelza antes de que se marchara. Y Elizabeth dijo que Demelza estaba
muy callada, ¿se sentía bien? A lo cual Demelza respondió que sí, se sentía muy bien;
y la señora Chynoweth le dirigió una mirada como por azar de arriba abajo, que
pareció penetrar hasta el fondo de su intimidad, y dijo que la nueva moda era que la
cintura debía subir hasta la axila, y todo el vestido caer como el pie de un candelabro,
hasta el suelo, y cuanto menos ropa se usara debajo tanto mejor. Demelza se sentó
sobre el borde del lecho de palorrosa, con sus colgantes de satén rosado; se ajustó las
ligas y pensó: «Ross tenía razón, nunca debimos volver, por lo menos hubiéramos
debido esperar que regresara Verity; ella lo cambia todo, es mi talismán y mi suerte;
esta noche estoy deprimida, y ni siquiera el oporto me ayudará; de modo que
Elizabeth triunfará en toda la línea, con su hermoso y brillante cabello, su cintura
delgada, sus grandes ojos grises, su voz educada, tan elegante y grácil. ¿Cómo serán
el resto de la velada y mañana?».
En la planta baja, el oporto había circulado dos veces, y Jonathan Chynoweth, que
tenía la cabeza lamentablemente débil, exhibía un aire soñoliento y hablaba con voz
estropajosa. Dwight, que nunca había tenido dinero suficiente para beber con
regularidad, conocía muy bien sus propias debilidades, y se limitaba a beber un sorbo
y agregar otro cuando pasaban la botella. Por supuesto, los primos apenas habían
advertido que estaban empezando a beber.
Francis dijo a Ross:

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—Son las tres últimas botellas de oporto del 83. ¿Compraste muchas esa vez?
—No disponía de dinero… acababa de regresar de América, y la casa era una
ruina. Lo único que tengo es oporto del año pasado. Cuando lo hayamos terminado,
apelaremos al gin barato.
Francis emitió un gruñido.
—Dinero. La falta de dinero está envenenando nuestra vida. A veces siento
deseos de robar un banco… Lo haría si fuera el banco de Warleggan y pudiese evitar
la cárcel.
Ross lo miró con expresión indiferente.
—¿Por qué disputaste con ellos?
Era la primera pregunta que aludía a la esencia del problema que los separaba.
Francis comprendió inmediatamente su importancia y la imposibilidad de ofrecer una
respuesta cierta. De todos modos, no debía parecer que esquivaba el asunto.
—Terminé por comprender que tu juicio acerca de ellos era acertado.
Hubo una pausa mientras el reloj daba la hora. Las vibraciones metálicas
reverberaron en la habitación mucho después que la máquina dejó de sonar, como si
intentaran hallar una salida.
Con los dientes de un tenedor, Francis trazó tres líneas rectas sobre el mantel.
—Esas cosas… se definen lentamente. Uno apenas las advierte, hasta que un día
se despierta y sabe que el hombre que fue su amigo durante años es… un
sinvergüenza, y… —Hizo un gesto con la mano—. …¡eso es todo!
—¿Retiraste del banco tus asuntos?
—No. Debo reconocer que me mostré muy ofensivo con George, y sin embargo
no hizo nada.
—Yo acudiría a otro banco.
—Es imposible. Nadie aceptaría la deuda.
—Vean —dijo Dwight, incómodo—, ya he bebido todo lo que deseo, y si ustedes
quieren discutir asuntos económicos privados…
—Por Dios, las deudas nada tienen de privado —dijo Francis—. Son propiedad
común. Es el único consuelo… De todos modos, tratándose de usted, no tengo nada
que sea privado.
La botella circuló entre los presentes.
—A propósito —dijo Francis—, ¿qué estuvo haciendo Demelza con la yegua de
Bodrugan?
—¿Cómo haciendo? —preguntó Ross cautelosamente.
—Sí. Lo vi esta mañana, y estaba muy contento porque su amada Saba había
mejorado. Yo ni siquiera sabía que la bestia estaba enferma. Dijo que había sido obra
de Demelza. Me refiero a la curación, no a la enfermedad.
La botella llegó a manos de Ross.
—Demelza tiene cierta habilidad con los animales —afirmó audazmente—.
Bodrugan vino a casa y solicitó su consejo.

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—Bien, pues ahora se deshace en elogios. Cacareaba como una gallina que acaba
de poner su huevo.
—¿Qué tenía el animal? —preguntó Dwight.
—Debe preguntárselo a Demelza —dijo Ross—. Sin duda ella sabrá explicárselo.
—Pelearse con los War-Warleggan —dijo el señor Chynoweth—. Mal asunto.
Gente muy influyente. Tentáculos.
—Qué expresivas son sus palabras últimamente, suegro —dijo Francis.
—¿Eh?
—Le llenaré otra vez la copa, y después podrá dormir con placidez.
—Durante doce meses —dijo Ross—, trataron de comprar acciones de la Wheal
Leisure.
—No lo dudo. Les interesan todas las empresas lucrativas, y sobre todo las tuyas.
—La Wheal Leisure no me pertenece. Ojalá fuese mía.
—Bien, eres el principal accionista. ¿Has conseguido conectar las galerías con los
antiguos túneles de la Trevorgie?
—No. Abandonamos el esfuerzo en los meses húmedos, y después reanudamos el
trabajo. Pero no creo que el resto apruebe mucho más tiempo el gasto.
—En algún sitio hay buenas vetas.
—Lo sé. Pero los salarios de los hombres se acumulan cuando uno echa cuentas
en el libro de costos.
—¿Recuerdas la vez que bajamos juntos a las viejas galerías? No parece que
hiciera tanto tiempo de eso. Hay dinero en la Trevorgie y la Wheal Grace. Ese día lo
olí.
—Hay que meter dinero antes de extraerlo. Es uno de los imperativos de la
minería.
Cuando Francis había ofrecido ayudar a Demelza con dinero si las cosas tomaban
mal sesgo en Bodmin, Ross había desechado el asunto como un mero gesto retórico.
Pero ahora se repetía la afirmación. Dinero disponible, y era un hombre al borde de la
quiebra.
—Y bien, ¿aún no encontraron nada?
—Oh, hay buenos indicios. Como sabes, el mineral está por doquier. Pero no
puedo correr riesgos. Necesito un plan razonable. ¿Qué piensas de esta Virgula
Divinitoria? Se afirma que es una prueba segura de la existencia de depósitos
subterráneos de metal.
—El nombre es impresionante. Dwight, ¿conoce la traducción inglesa del
término?
El señor Chynoweth contrajo el rostro y despertó.
—¿Dónde estoy?
—En la cama con su esposa, viejo —dijo Francis—, de modo que cuídese, porque
podemos aprovecharnos.
El señor Chynoweth parpadeó, pero estaba demasiado asombrado para sentirse

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insultado. Extendió la mano hacia la copa, pero antes de alcanzarla comenzó a
cabecear otra vez.
—Entiendo que no es más que una suerte de vara adivinatoria —dijo Dwight—.
Pero incluso suponiendo que sea eficaz, pienso que sería decepcionante abrir un pozo
con la esperanza de extraer cobre y encontrar nada más que plomo.
Ross dijo:
—O incluso un hervidor de hojalata que dejó un antiguo minero.
Francis dijo:
—Ciertamente, eres afortunado, porque en tus tierras están la Wheal Grace y la
Wheal Maiden. Aquí siempre nos limitamos a la Grambler. Consumió toda nuestra
atención y todo nuestro dinero.
—Dos minas arruinadas —dijo Ross, y recordó lo que Mark Daniel había dicho
de la Grace: «En esa mina hay dinero. Cobre… Nunca vi una veta así»—. Cuesta más
recomenzar que iniciar una nueva galería —agregó.
Francis suspiró.
—Bien, supongo que ahora sólo te interesa la Wheal Leisure.
—Todo mi dinero está allí.
—Lo cual viene a ser lo mismo, ¿verdad? Y yo tendré que recurrir a la Virgula
Divinitoria o a la sabiduría del viejo Fred Pendarves. Páseme el oporto, Enys; usted
no lo aprovecha.
Se oyó un golpe en la puerta y entró Tabb.
—Señor, hay un hombre que pregunta por el doctor Enys.
—¿Quién es?
—Viene de Killewarren. Creo que necesita al doctor Enys para atender a un
enfermo.
—Oh, diles que se enfermen en una noche más apropiada.
Dwight se puso de pie.
—Si me disculpan…
—Tonterías —dijo Francis, vertiendo su oporto con tal premura que la espuma se
agrupó en el centro—. Si está obligado a atender a ese individuo dígale que entre;
veamos qué desea.
Tabb miró a Dwight y salió, para volver acompañado de un hombre de cuerpo
menudo, vestido de negro. No habían advertido que estaba lloviendo, pero sobre la
capa del hombre corría el agua y comenzaba a mojar la alfombra.
—Oh, es Myners —dijo Francis—. ¿Qué pasa en Killewarren?
El hombrecito miró a Dwight.
—Señor, ¿usted es el doctor Enys? Fui a su casa, pero me dijeron que estaba aquí.
Le ruego me disculpe por molestarlo. La señorita Penvenen deseaba verlo, y me dijo
que viniese a buscarlo.
—¿La señorita Carolina Penvenen?
—Sí, señor.

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De modo que aún estaba en Cornwall… y sin duda su perro había tenido otro
ataque.
—¿No tiene a su propio médico?
—Sí, señor, pero me dijo que viniera a buscarlo. Está enferma desde hace casi
tres días. Tiene algo en la garganta, señor.
Se hizo el silencio alrededor de la mesa. El indiferente aire festivo de Francis y la
primera impaciencia de Dwight cedieron al oír la noticia. La enfermedad maligna de
la garganta, que el año anterior había afectado a las dos familias, después había
desaparecido casi por completo. Si retornaba a la región…
—¿Cuáles son los síntomas? —dijo Dwight.
—Señor, no lo sé. No soy más que el mayordomo. Pero el señor Ray Penvenen
dijo que ella estaba gravemente enferma, y que usted debía venir.
Dwight se puso de pie.
—Iré inmediatamente. Espere y saldremos juntos.

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Capítulo 4
La propiedad de Penvenen se extendía casi hasta el fondo de la aldea de
Grambler, pero la casa, llamada Killewarren, tenía la entrada principal cerca de Goon
Prince, y estaba a unos cinco kilómetros de Trenwith.
No había oído la lluvia porque venía del suroeste como una suerte de cortina fina
y silenciosa, que se desplazaba a impulsos de un viento fatigado. Pero mojaba más
que la lluvia intensa, y la noche era muy oscura, con una falta de luz que parecía más
propia de un espacio cerrado que de la campiña; el propio Myners se veía en
dificultades para seguir la huella cubierta de pasto que conducía a la casa.
No hablaron mucho, porque el sendero a menudo era demasiado estrecho para
cabalgar uno al lado del otro, y el terreno era tan desigual que un movimiento
imprudente podía derribarlos. Además, Dwight experimentaba sentimientos
contradictorios ante las perspectivas de volver a ver a la joven; era ansiedad, y cierto
temor que no se relacionaba del todo con su enfermedad. Se alegraba más que nunca
de no haber bebido demasiado.
Dwight nunca había estado en la casa de Carolina Penvenen —o mejor dicho, en
la casa del tío—, y cuando dejaron atrás el portón se preparó para ver otra elegante
residencia Tudor como Trenwith, o una construcción palaciega, pequeña pero sólida,
del estilo de la que habitaba sir John Trevaunance; por eso mismo, le sorprendió
encontrar una construcción ruinosa y mal iluminada, bastante sórdida, que parecía
poco más que una granja espaciosa. Atravesaron un porche y el vestíbulo, subieron
una escalera y siguieron por un estrecho pasaje hasta una desordenada sala de estar
que se abría al fondo; allí, un hombre de lentes volvía las páginas de un libro. Se
quitó los lentes cuando vio aparecer a Dwight —era un individuo robusto, de cabellos
claros, que vestía una chaqueta demasiado grande para su cuerpo. Cuando se acercó a
él, Dwight vio que los párpados enrojecidos casi carecían de pestañas, y que tenía las
manos cubiertas de verrugas. Era Ray Penvenen, solterón, otrora una codiciada
«presa» del condado, pero una presa que nunca había sido atrapada.
El hombre dijo con voz aguda, más bien armoniosa:
—¿Usted es el doctor Enys?
—Sí.
—Mi sobrina está enferma. El doctor Choake la atendió estos dos últimos días,
pero ella está peor e insistió en que enviaran por usted.
Mientras Penvenen manipulaba sus lentes, Dwight se preguntó cómo lograría
mantener limpias las manos.
—¿El doctor Choake sabe que me llamaron?
—No. Después de esta mañana no volvimos a verlo.
Dwight dijo:
—Como usted sabrá, para mí es muy difícil…
—Doctor Enys, conozco bien la etiqueta corriente, y no soy el responsable de que

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la infrinja. Mi sobrina insistió en llamarlo. Aunque a decir verdad tampoco yo me
siento satisfecho. Está sufriendo mucho… y la garganta puede ser tan peligrosa…
Dwight comprendió que Penvenen estaba más preocupado de lo que parecía.
—¿El doctor Choake formuló un diagnóstico de la dolencia?
—Sí. Angina.
—¿Tiene fiebre?
—No lo sabemos. Pero apenas puede tragar.
Salieron de la habitación, volvieron a atravesar el corredor, subieron media
docena de peldaños, y finalmente doblaron hacia el costado sur de la casa. Penvenen
se acercó a una puerta, se detuvo y golpeó.
Era una habitación grande, con paneles de madera y un hogar abierto donde
llameaba un fuego de turba; por el tubo de la chimenea bajaba el viento que
dispersaba el humo, y las cortinas de damasco azul sin borlas que cubrían las
ventanas se movían furtivamente a causa de la corriente de aire que pasaba bajo la
puerta. Cuando entraron una criada se puso de pie, y Dwight se acercó a la cama.
Los cabellos atezados estaban sueltos y le cubrían los hombros, y los atrevidos
ojos verdes grisáceos estaban un poco empañados por el dolor, pero de todos modos
la joven sonrió a Dwight con un leve sesgo sardónico de los labios. Después,
acompañando el gesto, alzó la sábana y mostró a Horace dormido sobre un
almohadón azul al lado de la joven.
Dwight retribuyó la sonrisa, y ocupó el asiento que la criada había dejado. Tomó
el pulso de Carolina. Estaba un poco acelerado, pero no tanto que indicara fiebre muy
alta. Le formuló una o dos preguntas, y ella contestó negando o afirmando con la
cabeza. Vio que le temblaban los músculos del cuello, y que tenía que esforzarse para
tragar.
—Señorita Penvenen, trate de abrir la boca.
Ella obedeció, y él le miró la garganta.
—Por favor, tráigame una cuchara —dijo a la doncella—. Si es posible una
cuchara sopera. —Después que la muchacha salió, Dwight se volvió hacia Penvenen
—: ¿Qué tratamiento prescribió el doctor Choake?
—… Dos sangrías; es así, ¿verdad, Carolina? Una purga fuerte; y cierta poción,
aquí la tiene. Eso es todo, ¿no?
Carolina señaló su propia nuca.
—Oh, y un vejigatorio. Eso es todo. Dijo que se trataba sencillamente de
conseguir que los venenos se dispersaran.
Dwight olió la mezcla. Probablemente era jalea de pez y polvo de Gascuña con
algunas cosas más en agua de canela. Volvió la doncella, y Dwight recibió la cuchara
y se sentó sobre el borde de la cama.
El costado izquierdo de la garganta estaba muy inflamado, y aún no había
indicios de supuración. La úvula, el paladar blando y la faringe, estaban afectados.
Por lo menos no había nada que sugiriese la enfermedad que todos temían. De hecho,

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parecía un caso bastante evidente de angina, y él no podía hacer mucho para mejorar
el tratamiento indicado por Choake. La joven tenía bastante frescas las manos y la
frente; era el único signo desusado. Y sufría mucho.
—Señor Penvenen —dijo—, ¿tendría la amabilidad de acercar esa vela, y
sostenerla completamente inmóvil? Aquí, sí, aquí. Eso es. Gracias. —Con la ayuda de
la cuchara volvió a bajar la lengua.
Penvenen tenía el aliento pesado y un tanto rancio, y su mano cubierta de nódulos
no era muy firme. Las gotitas de grasa se sucedían, bajaban por el costado de la vela
y se congelaban sobre el sostén de plata.
Después de un momento, Dwight retiró la cuchara y se puso de pie. Había visto
algo, y ahora le recorrió un sentimiento de excitación. Penvenen también se puso de
pie, contento porque podía cambiar de posición, y reacomodó los hombros de la
chaqueta. Todos miraban a Dwight, pero él sólo veía a la joven de ojos verdes
acostada en el lecho.
El joven médico se volvió y se acercó lentamente al fuego. Sobre el borde de la
chimenea había diferentes objetos pertenecientes a la joven. Un bolso de terciopelo,
bordado y con cierre de resorte; un reloj de repetición de oro, probablemente francés;
un pañuelo de encaje con su inicial en una esquina; un par de guantes de piel de perro
encerada. Rebuscó en su propio bolsillo el estuche que siempre llevaba consigo.
Contenía el reducido número de pequeños instrumentos que le parecía útil llevar. Una
pinza sacamuelas, un par de tenacillas, una lanceta, un par de minúsculas tijeras para
practicar incisiones. Extrajo las pinzas. Eran demasiado cortas. Pero necesitaría una
hora y media si mandaba buscar el instrumento que necesitaba realmente. Quizá
pudiera arreglarse. Tenía dedos largos. Y si dejaba pasar una hora, la inflamación se
agravaría de tal modo que sería imposible intervenir.
Regresó a la cama.
—Señor Penvenen, ¿quiere sostenerme la vela otra vez? Señorita Penvenen,
levántese un poco; la cabeza contra el respaldo de la cama, y no sobre la almohada.
Gracias.
Durante un minuto los ojos de la joven se encontraron con los del médico. A
Dwight le pareció que veía en la profundidad de esa mirada como en la hondura de
un estanque, allí donde nacían las corrientes.
—Puedo aliviarla si permanece absolutamente inmóvil. No debe moverse ni
sobresaltarse. Le dolerá un poco, pero trataré de demorarme lo menos posible.
—¿De qué se trata? —preguntó Penvenen—. ¿Qué se propone hacer?
—¿Me… me abrirá la garganta? —dijo ella en un murmullo.
—No, no es eso. Quiero que esté quieta. ¿Lo hará? Carolina asintió.
—Por supuesto.
Ahora Penvenen no podía sostener con firmeza la vela. Parpadeaba y se inclinaba;
y las cortinas de la cama embarazaban sus movimientos; Dwight sintió el impulso de
arrancarlas de un tirón. Finalmente consiguió situar la luz donde la deseaba, y bajó la

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lengua con la cuchara. Introdujo las pinzas. Comprendió que Carolina tenía total
confianza en él; abrió todo lo posible la boca, y no intentó retraerse.
Después de todo, no fue tan difícil. Las pinzas llegaban bastante bien, y en el
primer intento logró aferrar firmemente el pedazo de materia extraña. Procuró no
desgarrar la amígdala inflamada, y después de un minuto el objeto salió, seguido por
un chorrito de sangre.
Se puso de pie, y casi derribó la vela que Penvenen sostenía.
—Ahora enjuáguese la boca. —Se retiró un paso e indicó a la doncella que se
acercara; después se aproximó al fuego para examinar su presa. La sensación de
triunfo era cálida y reconfortante. La satisfacción, suprema. Pero hubiera sido indigno
demostrarlo. Se volvió. De la garganta había brotado un poco de sangre y la habitual
sustancia supurativa. Volvió a mirar en los ojos a Carolina.
—¿Está mejor? —dijo, un tanto sonrojado a pesar de sí mismo.
La joven asintió.
—Ahora el dolor se calmará. Aquí no tengo nada, pero si su hombre me
acompaña, puedo prepararle algo que servirá para enjuagarse la garganta. O cualquier
farmacéutico puede suministrarle una mezcla de miel rosada.
Penvenen se aclaró la voz.
—¿Qué extrajo de su garganta?
Dwight preguntó a su vez:
—Señorita Penvenen, ¿cuándo comió pescado por última vez?
—Yo… —arrugó la nariz—. El miércoles.
—En adelante, debe tener más cuidado. —Le mostró el minúsculo pedazo de
espina de pescado que había extraído de la garganta—. Le ha provocado molestias, y
hubiera podido ser muy grave si lo hubiéramos dejado más tiempo.

En Trenwith todos pasaron una velada tranquila, cómoda pero un tanto


aislada. La lluvia había alejado incluso a los habituales cantores de villancicos.
Jugaron cuadrillo un rato al son de los ronquidos del señor Chynoweth, y cuando
Dwight regresó, se puso un par de pantalones de Francis en lugar de los suyos
propios, se incorporó a la mesa de juego y ganó a todo el mundo. Nada dijo de su
visita a Killewarren, pero Demelza advirtió que íntimamente estaba excitado o
complacido. Cuando esperaba sus cartas, tamborileaba con los dedos sobre la silla, y
el rostro exhibía un color vivo poco usual en él.
Durante toda la velada, Francis se esforzó por atender a Demelza, y cuando
prevalecía en él ese estado de ánimo, lo que no ocurría con frecuencia en esos
tiempos, pocos hombres podían ser compañía más agradable. Era como si estuviese
intentando borrar en la memoria de Demelza el recuerdo del día en que la había
expulsado de la casa. Demelza lo trataba con buena voluntad y espíritu de perdón,
como habría hecho con la mayoría de la gente. De todos modos, se sentía un tanto

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incómoda a causa de Ross, que por supuesto en esas condiciones disponía de más
tiempo para hablar con Elizabeth.
Si Dwight hubiese podido apartarse de sus propios pensamientos para
observarlos, habría llegado a la conclusión de que esa nueva distribución era
extrañamente apropiada. El ingenio atrevido de Demelza hallaba eco en el seco
sentido del humor de Francis; desde el punto de vista social, parecían una buena
pareja. Y por su parte, Ross y Elizabeth tenían mucho en común; es decir, los
intereses y los gustos que habían contribuido al noviazgo juvenil de ambos.
Poco antes de las once, la señora Chynoweth ayudó a acostarse a su bostezante
esposo, y poco después la tía Agatha se retiró; pero los demás permanecieron en el
salón hasta la medianoche. Después, contaron su dinero y bebieron un vaso de
ponche caliente antes de subir desganadamente la ancha escalera. Demelza se sentía
fatigada y alimentada en exceso, y se desvistió y acostó rápidamente, tratando de no
evocar con demasiado sentimiento la última vez que ella y Ross habían dormido en la
casa. Ross se sentó sobre el borde de la cama, y dedicó unos minutos a comentar la
velada; y de pronto recordó que había dejado su pipa en el salón de invierno donde
habían cenado. Tomó una vela, desandó camino por la casa, a oscuras, y se abrió paso
entre el juego de la luz parpadeante y las antiguas sombras. Vio un resplandor bajo la
puerta del salón de invierno; y cuando entró, halló a Elizabeth retirando los restos de
la cena.
Explicó por qué había bajado.
—Pensé que todos estaban arriba —dijo.
—Emily Tabb tiene el brazo herido, y Tabb no se siente bien. No podemos
exigirles que se ocupen de todo.
—En ese caso, deberías pedir la ayuda de tus invitados. Tienen buena voluntad,
pero no saben cómo se organiza la casa. —Comenzó a retirar algunos de los platos.
—No —dijo ella—. No quiero que te molestes. Me llevará a lo sumo media hora.
—Y si te ayudo, nada más que un cuarto. No te preocupes; conozco el camino
hacia la cocina.
Ella sonrió, pero de un modo oblicuo, para sí misma, mientras se volvía. La
visión de su persona lo había inquietado toda la noche. El carmesí intenso
resplandecía alrededor de la blancura inmaculada de los brazos y el cuello; sus ojos
tenían matices nuevos.
Elizabeth no había hecho ningún gesto provocativo, pero a su propio modo,
caracterizado por el dominio de sí misma y el refinamiento, su actitud trasuntaba
cierto reto.
Ross la siguió hasta la espaciosa cocina.
—¿Adónde fueron los Bartle cuando salieron de aquí?
—Mary trabaja en Truro. Bartle quiso entrar en la cervecería, pero no sé si lo
consiguió.
—Los Poldark han descendido —dijo él—. Sin duda lamentas haber ingresado en

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la familia.
Ella levantó una bandeja vacía.
—¿Crees que debo responder a eso?
—Quizá piensas que no debía decirlo.
—Oh… Ross, eres libre de decir lo que te plazca. Si alguien tiene derecho a
hablar, eres tú. Y en estos tiempos no me ofendo tan fácilmente.
Regresaron al comedor y juntos comenzaron a llenar la bandeja.
Ross dijo:
—Me sorprende saber que Francis tiene una pequeña reserva de dinero. Me
pregunto si no la está gastando para atender las necesidades de la vida cotidiana.
—No quiere gastarla así. Es una suma especial… seiscientas libras.
—¿Los Warleggan lo saben?
—Ellos se la dieron.
—¿Qué?
—Fue un pago simbólico por todo el dinero que él perdió jugando con Sansón.
Consideraron que la vergüenza de Sansón afectaba a la familia y le ofrecieron el
dinero. Pero Francis no quiere gastarlo. No ha tocado ni un penique.
Ross se pasó la mano por los cabellos.
—Es muy extraño.
Continuaron retirando la vajilla.
Cuando los últimos platos estuvieron en la cocina, Elizabeth dijo:
—Ross, gracias por tu ayuda. Eres muy amable… y quizá pueda decir también
que sabes perdonar. En cierto modo, yo no habría creído…
—¿Perdonar?
Elizabeth evitó completar la frase que había iniciado.
—Aunque, ciertamente, ha pasado tanto tiempo que ya no queda nada que
perdonar, ¿verdad? Tu matrimonio con Demelza ha sido tan feliz.
Ross comprendió que ella había desviado la conversación. Se apoyó en la mesa
que estaba detrás, y miró a Elizabeth mientras amontonaba los platos.
—Me gusta ese vestido.
Los labios de Elizabeth se entreabrieron en una semisonrisa.
—Has crecido un poco desde la primera vez que nos vimos —dijo Ross.
—¿Un poco? Me siento vieja… muy vieja. —Dudo de la verdad de esa
afirmación.
—¿Por qué?
—Tienes tu espejo. Las seguridades que yo pueda ofrecerte no agregarán nada a
lo que la imagen te diga.
—Oh —dijo Elizabeth—, tus seguridades son bien recibidas. —Y se volvió para
llevar una fuente a la cocina.
Ross esperó hasta que ella regresó.
—Demelza te habría ayudado de buena gana si se lo hubieras pedido.

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—Demelza… Por supuesto. Sí, claro que lo hubiera hecho.
Elizabeth comenzó a guardar en un cajón algunos cubiertos que no habían sido
usados. Después, levantó los brazos para abrir la puerta superior de la alacena; pero
no lo logró.
—Permíteme —dijo Ross, y se acercó por detrás. Cerró la mano sobre el
picaporte, y abrió bruscamente la puerta; Elizabeth retrocedió contra él. Durante un
instante estuvieron juntos, y los cabellos femeninos rozaron el rostro de Ross. Este la
rodeó con su brazo, y su mano se cerró sobre el terciopelo del otro brazo de
Elizabeth. Durante un instante se suspendió el tiempo, y se convirtió en una
percepción íntima del mismo sentimiento compartido por ambos… y luego, él se
apartó.
—Gracias —dijo ella, y recogió la jarra y la depositó en el interior de la alacena
—. La lluvia y el tiempo húmedo… hinchan la madera.
—¿Has terminado ahora? Ya debe ser casi la una.
—Casi. Puedes irte, Ross, ya no te necesito.
—¿Ya no me necesitas?
Ella rió apenas, pero con un matiz especial en la voz.
—Bien, no de este modo. —Aún no se había vuelto para mirarlo.

Cuando llegó a su dormitorio, Demelza estaba sentada en la cama,


remendando un volante roto de una de las camisas de Ross. Se sintió leve e
irrazonablemente irritado porque ella no dormía ni intentaba conciliar el sueño,
porque si ese hubiera sido el caso, Demelza no habría advertido cuánto tiempo había
estado en la planta baja.
En realidad, ella percibió más que eso —cierto cambio en la expresión del rostro
—, a lo cual asignó instantáneamente la interpretación exacta, pero atribuyó una
importancia exagerada.
Ross dio algunos pasos, depositó la pipa sobre la mesa y comenzó a
desabotonarse la chaqueta.
Demelza dijo:
—Este tiempo demorará el comienzo de la arada. La tierra se empapará
completamente, y será imposible sembrar.
—Oh, quizá tengamos tiempo bueno el mes próximo. —Como ella no había
preguntado, él se obligó a decir—: Elizabeth estaba en el comedor retirando los restos
del festín. Le ayudé a ordenar las cosas.
—Debió decírmelo. Por mi parte, me pareció prudente no ofrecerle ayuda.
—Eso mismo dije yo.
«¿Lo dijiste, Ross? ¿Lo dijiste? ¿Y qué más?», pensó Demelza.
—Cuando vi a Elizabeth, lamenté no haber traído mi mejor vestido. No sabía que
era una comida con traje de noche.

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—Así estuviste muy bien.
Pero Elizabeth había estado mejor.
—Bien… me alegro de que la familia se haya reconciliado. Pero no me sentiré
realmente satisfecha mientras no vea aquí a Verity y Andrew.
—Lo mismo digo. —Ross se desvistió rápidamente y se acostó en la cama, al
lado de Demelza. Ella continuó cosiendo.
«Supongo, pensó Demelza, que esto debía ocurrir más tarde o más temprano.
Elizabeth se casó con Francis, pero tenía sujeto a Ross. Después vine yo y se lo quité.
Pero siempre quedan ciertos lazos, algunos hilos que no se rompen; y cuando su
interés por mí comenzó a disminuir, era evidente que se volvería otra vez hacia ella.
Y ahora, ella ya no ama a Francis. Su corazón está libre, aunque ella misma se
encuentre atada por el matrimonio. ¿Qué ocurrirá? Es suficiente que ella haga un
gesto para que Ross acuda. Y él no me quiere, ni quiere a mi hijo. Desearía morir».
—¿Quieres que apague la luz? —preguntó Demelza.
—No… no me molesta. Apágala cuando termines.
—Me falta muy poco. Seguramente te enganchaste en algo.
—Todas mis camisas están muy gastadas.
Ross pensaba: «Aunque se mantenga a la belleza guardada con veinte candados…
Si ella fuese a Londres o a Bath la mitad de la aristocracia se pondría a sus pies. En
cambio, está encerrada aquí, en una vieja casa y con un marido quebrado, y tiene que
hacer la mitad de sus tareas domésticas. Sin duda le parece irritante sentir que se le va
la vida. Ya cumplió veintiséis años. Quizás esa es la razón del cambio. En todo caso,
se trata de un cambio que le acerca a mí».
—¿En qué estás pensando, Ross?
—¿Qué? Oh, en la lluvia. El Mellingey tardará poco en desbordar.
«¿Qué habría ocurrido, continuó pensando Ross, si se hubiera casado conmigo?
¿Las cosas habrían seguido un curso muy diferente? ¿Los resultados hubieran sido
distintos? Somos esclavos de nuestro propio carácter. ¿Yo habría sido más feliz, o lo
habría sido ella? Quizás en su carácter y en el mío hay elementos que habrían
dificultado la vida en común».
Demelza dijo:
—Me alegré de saber que lo de Killewarren no es la enfermedad mórbida de la
garganta. Todo lo que me resta de vida temblaré cada vez que se hable de eso.
—Lo mismo nos ocurrirá a todos.
—Conocí en Bodmin a la señorita Penvenen. Es una hermosa joven.
—¿De veras? ¿Dónde la viste?
—Estaba… bien, un día nos presentaron. Dwight parecía un poco nervioso
cuando volvió. Quizá se siente atraído por ella.
—¿No está comprometida con Unwin Trevaunance?
—No lo sé. Sería una lástima que Dwight se enredase de nuevo… quiero decir,
que se equivocara por segunda vez.

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—Sí…
¿Y qué podía decirse de esta joven acostada al lado, a quien había amado
profundamente durante cuatro años… y a quien aún amaba? Ella le había dado más
de lo que quizás hubiera podido darle jamás Elizabeth: meses enteros de una relación
perfecta, confianza absoluta, la confianza que él estaba traicionando ahora con el
pensamiento. Oh, tonterías. ¿Dónde estaba el hombre que más tarde o más temprano
no miraba a otra mujer; y quién podía quejarse si se trataba solamente de una mirada
casual? (La casualidad era cosa excelente). Y si había sobrevenido cierto
enfriamiento entre él y Demelza, ella había tomado la iniciativa, no él. Ross dijo:
—¿Qué hiciste con tu tiempo mientras estuviste en Bodmin? Nunca me lo dijiste.
Demelza vaciló, pero sintió que ese era el momento menos oportuno para una
confesión.
—Estaba tan preocupada que apenas lo recuerdo… No sé qué hubiera hecho de
no haber sido por Verity, te lo aseguro.
—Ya —dijo secamente. De modo que ella ocultaba algo. Qué extraño que
también Demelza pudiese haber conocido a alguien, pero ¿quién? En esa hirviente
caldera, podría haber sido casi cualquier habitante de Cornwall. ¿Uno de los
Trevaunance? Había visitado varias veces la casa, antes del juicio, en persecución de
Dios sabía qué extraños asuntos. Quizás eso explicaba su interés actual en Carolina
Penvenen, y el hecho de que tratase de ocultar dónde la había conocido. Oh, era
imposible. Los Trevaunance no eran el tipo de gente que interesaba a Demelza, y
tampoco a la inversa… Se movió inquieto.
—Ya he terminado —dijo Demelza; depositó la camisa sobre la mesa y apagó la
luz.
Permanecieron en silencio, escuchando ahora el tamborileo de la lluvia sobre el
vidrio. Demelza entrelazó las manos detrás de la cabeza, pero se sintió incómoda y
las bajó. «¿Cuánto tiempo podré ocultarlo? Todavía no hay signos… eso creo, pero el
único ojo bueno de la señora Chynoweth parecía verlo todo. Ross no suele observar
esas cosas; pero si la señora Chynoweth sospecha, lo dirá a Elizabeth, que lo dirá a
Francis, que a su vez puede comentar algo a Ross. De todos modos, tendrá que
saberlo. Pero posterguemos el momento, esperemos un poco. Veamos los aspectos
positivos. Se salvó de lo peor. De la prisión por deudas un año más; del verdugo o la
deportación, definitivamente, si muestra buena conducta. La aventura con Elizabeth
no puede llegar muy lejos. Aunque me sea infiel… ¿importa tanto? En pocos meses o
años quizá se canse de ella. O Elizabeth puede envejecer y arrugarse, o engordar y
afearse. Pero es mucho más probable que yo corra esa suerte».
—¿Duermes? —preguntó él.
—No.
Él se inclinó y le besó la frente.
—Buenas noches, querida.
—Buenas noches, Ross —dijo Demelza.

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Después, volvió a reinar el silencio, y esta vez nada ni nadie lo interrumpió.
Demelza pensó, tratando de olvidar el dolor de su corazón. «Si el niño es varón, quizá
cambie todo, y modifique sus sentimientos. Lo llamaremos Jan o Humphrey… o
incluso Ross.
»Pero si es una niña… no sabremos cómo llamarla».

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Capítulo 5
El último día del año, Myners llevó un mensaje a la casita, donde Dwight
realizaba experimentos con ciertos venenos para comprobar si en pequeñas dosis
poseían valor medicinal.
La carta, escrita en papel verde, había sido sellada con un anillo heráldico, y
decía:

Estimado doctor Enys:


Después de salvarme la vida en Nochebuena, parece que usted ya no se
preocupa por mi recuperación. Quizá le interese saber que ahora es total. De
todos modos, mi tío y yo consideraríamos un favor de su parte que nos visite
en el futuro próximo, para comprobar mi estado y recibir el pago y nuestro
agradecimiento por lo que hizo hace una semana.
Soy de usted, señor,
su segura servidora,
Carolina Penvenen.

Dwight miró fijamente la carta, y después de librar cierta lucha interior se dirigió
a su escritorio y escribió la respuesta mientras el mayordomo esperaba.

Mi estimada señorita Penvenen:


Me alegro de saber que ha sanado, y le ofrezco mis felicitaciones. A decir
verdad, no preveía otro desenlace una vez extraída la espina de pescado. Pese
a todo, sin duda debía haberla visitado, y solicito su perdón si mi actitud en
contrario ha parecido una falta de cortesía; pero como usted comprenderá, es
la paciente de mi colega el doctor Choake, y sería una infracción a la
etiqueta de mi parte si yo continuase atendiéndola sin su conocimiento o su
aprobación. En tales circunstancias, lamentablemente no tengo más remedio
que fingir por su salud una indiferencia que no siento.
Con respecto al pago, el pequeño servicio que le presté está ampliamente
recompensado por el conocimiento de la gratitud que usted siente.
Quedo, señora, de usted el obediente servidor,
Dwight.

Cuando Myners se alejó, Dwight regresó a sus mezclas, pero los experimentos
habían perdido su atracción. En todo caso, disponía únicamente de su propio
estómago para experimentar, y ya estaba sintiéndose mal después de beber la última
poción, de modo que dio un paseo por el jardín para comprobar si el aire fresco le

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ayudaba a pasar las náuseas.
Una hora más tarde, cuando ya se sentía mejor, Myners regresó con otro mensaje.
Decía así:

Estimado doctor Enys:


Sin duda usted cree que salvarme la vida fue en efecto un servicio muy
menudo. Como usted puede comprender, a mis ojos la cuestión adquiere una
importancia un poco mayor. Naturalmente, no pretenderé que usted modifique
su opinión acerca de este punto; pero le informaré que cuando al día
siguiente el doctor Choake vino a vernos, mi tío lo despachó con pocas
ceremonias, y que desde entonces carezco de atención médica.
Le agradeceré mucho que venga hoy; y adjunto una guinea que, por poco
que yo misma me estime, es el menor valor que puedo atribuir a su visita de
Nochebuena.
Soy de usted, señor,
su segura servidora,
Carolina Penvenen.

Dwight se acercó al escritorio, tomó asiento y con un gesto nervioso se apoderó


de la pluma. ¿Por qué no reconocía la verdad? Estaba enamorado de la joven…
desesperadamente enamorado. Y pese a la diferencia enorme entre las dos mujeres, el
desarrollo del incidente se parecía de un modo inquietante a lo que había ocurrido
con Keren. Una paciente de Choake; se le llamaba súbitamente para afrontar una
situación urgente; la repentina atracción; Choake rechazado al día siguiente y el
doctor Enys elegido como médico permanente. Hasta ahí todo era igual. Por
supuesto, Keren estaba casada; pero todos sabían que Carolina se había
comprometido con el más joven de los Trevaunance. En cierto sentido esta situación
era más explosiva, porque si bien finalmente él se había enamorado de Keren, la
iniciativa había venido principalmente de ella. No era así esta vez. Incluso podía
concebirse que él estaba apresurándose demasiado: quizás el sentimiento era
exclusivamente suyo. Pero el peligro potencial era evidente. Dwight no se engañaba.
Aunque él era hombre de buena familia, Carolina pertenecía a una categoría social
muy superior a la de Dwight, del mismo modo que Keren había pertenecido a una
categoría muy inferior. Ray Penvenen tenía en cuenta tanto el dinero como la
jerarquía social. Lo que faltaba en un aspecto debía compensarse en el otro, y se
rumoreaba que Unwin Trevaunance, a pesar de su condición de miembro del
Parlamento y hermano de un baronet sin hijos, apenas conseguía reunir las
calificaciones exigidas. De ahí la postergación del matrimonio.
¿Debía enredarse en esta situación, consciente ya de sus propios sentimientos,
temiendo en parte y en parte esperando que ella lo acompañase?

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Y además, ¿cómo salir del asunto sin parecer tosco y grosero? Una voz en su
interior le dijo: bien, quizá todo se arregle con una visita; Carolina parecía una joven
saludable, poco propensa a los malestares físicos. Sería agradable volver a verla,
recibir su agradecimiento. Y puesto que tenía vedado el acceso a tantas de las grandes
residencias que ya contaban con los servicios de este o aquel médico, y carecía de la
reputación o la experiencia que justificaran llamarlo en consulta, ¿no era una actitud
de mero sentido común desechar sus propios sentimientos y aprovechar esta
oportunidad que le permitía relacionarse con la familia más rica de la región? En su
lugar, ¿cuál era el médico que habría vacilado?
Tampoco él habría vacilado, de no haber sido por el recuerdo de la tragedia de
Keren. Ese recuerdo evocaba vívidamente su propia debilidad, y era temerario no
tener en cuenta la experiencia vivida.
Volvió a tomar la pluma.

Mi estimada señorita Penvenen:


Le agradezco su segunda carta. En primer lugar, le aseguro que es muy
poco probable que yo le haya salvado la vida. Desde el punto de vista médico,
puede suponerse que la inflamación con el tiempo se habría abierto,
expulsando la materia extraña, aunque ello no habría ocurrido sin dolor e
incomodidad considerables para usted. En segundo lugar, le aseguro que si
he atribuido poca importancia a la dolencia, no ha sido por la relación con
su propia persona, sino sólo por lo menudo de la incomodidad que me trajo a
atender a usted.
Además, el valor de su vida o su salud excede tan evidentemente cualquier
forma de cálculo que expresarlo en dinero parecería una impertinencia, y por
eso mismo me tomo la libertad de devolverle la guinea que usted tan
bondadosamente adjuntó.
Iré a visitarla mañana, sábado, antes del mediodía.
Soy de usted, señora,
el obediente servidor,
Dwight Enys.

Se inició el año 1791 sin que variase el tiempo ni se manifestaran signos


exteriores que distinguiesen el comienzo de un año nuevo.
Nada permitió distinguir el sábado del viernes; había un cielo gris, pero el viento
estaba cargado de lluvia. Sin embargo, para Dwight el viernes era el día que había
cedido a un impulso temerario; y el sábado el día en que debía ejecutarlo. Cabalgó en
dirección a Killewarren, sin haber podido resolver el conflicto que pesaba sobre su

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mente.
A la luz del día la casa no le pareció menos sórdida. Los medios de Ray Penvenen
podían ser muy superiores a los de sus vecinos, pero él no tenía la menor intención de
invertirlos en la renovación y la reparación de la vivienda.
Carolina lo esperaba en la gran sala de estar del primer piso, con sus gruesas
cortinas de terciopelo carmesí y sus espesas alfombras turcas. Parecía alta y espigada
como un girasol, y estaba ataviada con un vestido escotado, muy ajustado en la
cintura, que se abría después en una amplia falda verde. Horace vino ladrando, pero
ella lo obligó a callar, y Dwight se acercó a la ventana, junto a la cual la joven estaba
de pie.
—Doctor Enys —dijo Carolina—, qué amable de su parte haberse decidido a
venir. No he esperado más de dos horas, y el tiempo pasó rápidamente mientras yo
contemplaba el jardín. ¡Feliz Año Nuevo!
—Gracias… feliz Año Nuevo, señorita Penvenen. —Como de costumbre, él se
había sonrojado—. Yo… lamento que haya tenido que esperarme. Una o dos visitas
me demoraron más de lo que suponía. Además, dije que vendría antes del mediodía.
Son poco más de las once.
—Por supuesto, las visitas anteriores eran más importantes que la mía —dijo ella
tiernamente.
—Sólo porque se trataba de personas más gravemente enfermas.
—¿Y de dónde extrae la certeza de que yo no lo estaba?
—Su carta así me lo dijo.
—Tal vez estuve ocultando valerosamente una grave enfermedad. ¿No se le
ocurrió jamás esa posibilidad? Oh, Dios mío, usted no puede ser tan buen médico
como yo pensé.
—No soy buen médico. Si existen, hay pocos hombres de quienes pueda decirse
que son buenos médicos…
—¿Cree que debí retener al doctor Choake?
—Preferiría no comentar ese asunto.
—Pues bien, en ese caso hablemos de mí. ¿Tal vez desea volver a examinar mi
garganta?
—Sí…
Dwight se acercó más y ella abrió la boca. Los rostros de ambos estaban a la
misma altura; Dwight pensó que ella debía medir por lo menos un metro setenta.
Movió un poco más hacia la luz la cara de la joven. Volvió a observar las pecas sobre
la nariz.
Bajo los dedos sentía la piel cálida y firme.
—Diga «¡ah!».
—Ah… —dijo Carolina.
—Sí, muy satisfactorio. No volverá a molestarla. —Retiró las manos, un tanto
inquieto, y ella cerró la boca.

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Carolina se echó a reír.
—¿Qué ocurre? —preguntó él.
—Nada. —Encogió los hombros desnudos y volvió medio cuerpo—. En
ocasiones usted tiene actitudes muy diferentes. Hoy se diría que le parezco el filo de
una navaja, porque apenas me toca se retrae. La otra noche no era así. Era: «Vuélvase
para aquí» y «Muévase para allá». «¡Mantenga quieta la cabeza! ¡Abra la boca y
déjela así! ¡Tráigame una cuchara! ¡Mantenga firme la vela! ¡Ahora!».
Dwight sonrió pese a su sonrojo.
—La otra noche estaba enferma.
—De modo que hay que estar enferma para conocer al médico, ¿eh? ¿Es
necesario que me acometa un soponcio o sufra un ataque?
En una habitación de la planta baja, algo se arrastraba y golpeaba.
—¿Tanto prefiere al doctor, en lugar del hombre común?
Ella miró hacia la ventana, entrecerrando los ojos verdes grisáceos.
—Debo confesar que me agrada el hombre que sabe lo que quiere.
El corazón de Dwight comenzó a latir aceleradamente.
—Un hombre puede saber lo que quiere… y al mismo tiempo conocer su lugar.
Los ojos de Carolina no parpadearon.
—Ignoraba que usted padeciera esa enfermedad.
—Pues bien, ahora que descubrió que la padezco, ¿qué sugeriría para curarla?
Carolina se apartó de la ventana.
—Por supuesto, un refresco. Los refrescos son el remedio en todas las situaciones
embarazosas. Y por favor, no se asuste de los ruidos que vienen de la planta baja.
Este cuarto está sobre los establos, y nuestros caballos se sienten inquietos por falta
de ejercicio.
Dwight la miró mientras ella servía dos vasos de vino. Se sentía agradecido por la
oportunidad de ordenar sus propios pensamientos.
Cuando ella volvió a acercarse, dijo:
—Yo diría que su héroe, el señor Ross Poldark, debe ser un hombre que sabe muy
bien lo que quiere en cada instante del día. Y una vez que ha adoptado sus decisiones,
imagino que las ejecuta del modo más implacable y resuelto. ¿Vino de Canarias?
—Usted está en lo cierto. —Dwight recibió la copa—. Gracias. Por lo menos
acierta respecto del carácter decidido. Pero yo no creo que su esposa le vaya a la zaga
en ese sentido.
—La he conocido. —Carolina suspiró—. Una criatura bastante atractiva en cierto
sentido. Pero no tiene el aire temerario de su marido. Tráigalo alguna vez. Creo que
me divertirá.
—Me temo que eso será difícil.
—¿No está disponible como un lacayo… o un médico? ¿Eso era lo que pensaba
decir? Bien, supongo que así es. Pero quizá podamos arreglarlo. ¿Un bizcocho?
—No, gracias.

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Los caballos volvían a inquietarse. Carolina inclinó la cabeza.
—Ese es Luciérnaga. Conozco sus movimientos. Doctor Enys, ¿le gusta montar?
Quiero decir, por placer.
—Por mi propia profesión cabalgo tanto que dispongo de poco tiempo…
—Uno de estos días debemos salir juntos. —Carolina se llevó una mano a los
cabellos rojos—. Yo le avisaré. Incluso es posible que lo aparte del lecho de un
enfermo… de un caso realmente importante, no simplemente una espina de pescado o
cualquier trivialidad de ese carácter.
—Sin duda usted apreciará —dijo Dwight con voz impaciente— que en realidad
hay casos graves que exigen mi tiempo… y mi compasión. La escrófula de los niños
desnutridos, la tisis de sus padres; la fiebre terciana se ha manifestado por doquier
este año, y el escorbuto está difundiéndose en Sawle. Thomas Choake muestra más
interés en la caza y en los pacientes adinerados que pueden pagarle. Yo atiendo a
cuantos puedo, y el resto acude a ignorantes y perversos vendedores de drogas, y a
viejas que hierven colas de ratas y venden el producto como elixir. A veces es difícil
mantener un sentido de las proporciones que todos puedan apreciar.
—Sí —dijo Carolina después de un minuto, con expresión zumbona—. Creo que,
después de todo, usted me simpatiza.
—Lo cual me reconforta mucho: soy sensible al honor que me dispensa. Y ahora,
me temo que debo continuar mi camino, porque en este distrito todavía debo atender
a varios pacientes. Le ruego presente mis respetos a su tío…
—Espere. No sea tan altivo. Desearía cinco minutos más de su atención. ¿Cuáles
son esas enfermedades, con sus nombres en latín? Me interesan. ¿Qué hace por esa
gente? ¿Puede curarla? Creo que me agradaría haber sido médico o barbero
cirujano… jamás sentí la menor aversión por la sangre.
—No puedo hacer casi nada para remediar las condiciones escrofulosas. Una vez
que aparece el humor ponzoñoso, el doliente casi siempre afronta una muerte lenta.
En el caso de la tisis, hay dos curaciones por cada cuarenta fracasos. Poca gente
muere de fiebre terciana, pero mucha cae presa de otras enfermedades, que prosperan
a causa del debilitamiento que se origina en la fiebre. Con respecto al escorbuto,
puedo hacerlo todo, y en el fondo nada. Las drogas del médico son inútiles, pero
ciertos alimentos permiten obtener una cura casi inmediata. Sin embargo, los
habitantes de Sawle no pueden obtener dichos alimentos, y así sangran y mueren.
—¿Qué alimentos? ¿El fruto del pan proveniente de los Mares del Sur?
—No, las cosas comunes de la vida. Verduras, frutas, carne fresca. Cualquiera de
estos artículos en cantidad suficiente.
—¿Y por qué no los compran? Sí, supongo que son muy pobres. Pero el
escorbuto es la enfermedad que padecen millares de marinos, ¿no es verdad? Y pese a
todo, cuando vuelven a casa están perfectamente.
—Depende de la duración del viaje. Muchos mueren.
—De todos modos, ellos no pueden conseguir esos alimentos. ¿Por qué los

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habitantes de Sawle no gastan menos en gin? Pese a toda la pobreza, la embriaguez es
común. ¿Y por qué no traen naranjas en lugar de brandy cuando van a Francia?
Dwight dijo:
—Las naranjas, cuando pueden conseguirlas, se venden a dos peniques y medio o
tres peniques cada una. La carne tiene un precio prohibitivo. El gin les cuesta seis
peniques el litro, o menos. Después de todo, son humanos. Y pese a todo, muchos de
ellos son tan sobrios como usted o yo.
Carolina inclinó la cabeza.
—Gracias. Esa asociación me halaga mucho. En realidad, cuando me ofrecen la
oportunidad, me agrada el brandy… Pero, doctor Enys, ¿de qué sirve tratar de
mejorar a toda esa gente? Se multiplicarán interminablemente, y habrá que alimentar
a un número cada vez más elevado de bocas. Reconozco que entristece verlos morir,
pero de ese modo disminuye el número y se mantiene cierto equilibrio. Si hay más
alimentos que personas, aumenta el número de individuos, hasta que hay más gente
que alimentos. Cuando tal cosa, ocurre, mueren algunos, hasta que los alimentos
permiten mantener al resto. ¿Por qué debemos interferir? Ah, veo que le he
sorprendido.
—Sólo porque supone que usted misma es distinta del resto, y cree que no
necesita que la incluyan en ese recuento.
La joven sonrió dulcemente.
—Bien, ¡por supuesto que soy distinta del resto! No es virtud, sino una feliz
casualidad. Nací Penvenen, y por lo tanto soy rica y tengo educación. Si hubiera
nacido pobre y fuese débil, sin duda moriría de una de esas ingratas enfermedades.
Pero ¡no pretenda que ahora me compadezca!
—Es un razonamiento reconfortante —dijo Dwight—, pero peligroso. ¿No es la
clase de filosofía que ha provocado tantas dificultades en Francia?
Antes de que ella pudiese contestar, se abrió la puerta y entró Ray Penvenen.
Saludó con bastante cordialidad al joven médico, aunque no con el desembarazo que
su sobrina se permitía. Después de unos minutos, Dwight se retiró, contento de salir
de allí y meditar sus impresiones. El extraño perfume que emanaba de ella continuó
persiguiéndolo todo el día, quizás en el recuerdo más que en las fosas nasales. Incluso
el gusto del vino era extraño, y aceleraba el pulso. Pensó: «Esa filosofía, es perfecta
para el solterón de mediana edad, en quien el dinero amortiguaba los impulsos del
corazón. Pero no para una joven de diecinueve o veinte años. Monstruoso». Y así era
ella; pero a pesar del razonamiento se sentía cada vez más atraído. No había modo de
evitarlo… excepto confiar en que muy pronto se convertiría en esposa de un miembro
del Parlamento, y se trasladaría a Londres para instalar allí su residencia. Si ya no la
veía, no por eso dejaría de recordarla; pero por lo menos él mismo ya no correría
peligro.
Ray Penvenen se arregló la chaqueta para asentarla más firmemente sobre los
hombros.

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—Entiendo que Unwin vendrá mañana.
—Sí —dijo Carolina—. Y piensa permanecer aproximadamente dos semanas.
—No me lo habías dicho.
—Pensé que lo haría sir John esta mañana.
—Durante su estancia, Unwin querrá conocer tu respuesta definitiva.
—¿Sir John te lo dijo?
—No con las mismas palabras. Pero lo dejó entrever.
Carolina recogió morosamente la falda y se instaló en el asiento de la ventana.
—Todavía no se ha atendido la petición. Mal puede pretender que despose a un
miembro del Parlamento que aún no se sabe si en verdad lo es. Es mucho pedir.
Ray comentó secamente:
—Querida, entiendo que el motivo principal de tu matrimonio con Unwin no es el
prestigio ni la posición. Creía que una mujer se casa porque ama a un hombre.
—Oh, el amor, sí, oí hablar de eso. Pero ¿Unwin se casa conmigo porque me ama
o porque codicia las veinte mil libras que tú y el tío William me dan? Pregúntaselo.
—Querida, a ti te corresponde preguntarlo… si lo deseas. —Penvenen miró a su
sobrina y luego, como recordó de lo que era capaz, se apresuró a agregar—: O quizá
sea mejor que no lo hagas. Solamente quería advertirte que este asunto de la fecha de
tu matrimonio quizá salga a la luz durante su estancia; y en ese caso, más vale que
medites cuál será tu respuesta.
—Querido, querido, qué grandilocuente suena todo… tío, soy heredera, pero
dispongo de poco dinero. Y ahora experimento cierto deseo de tenerlo, de oír el
tintineo, de sentir el peso en la bolsa, el color amarillo cobrizo del oro. Bien podrías
darme algo. ¿Eh? ¿Qué te parece?
El rostro de Penvenen siempre adquiría una expresión distinta cuando se
mencionaba el tema.
—No me opongo a adelantarte algo… aunque creo que no tendrás en qué
gastarlo. Estás admirablemente vestida, bien alimentada y alojada, tienes tres caballos
y una doncella personal. No me pareció… ¿cuánto deseas?
—Oh, tal vez unas cincuenta libras.
Se oyó el tintineo de una copa cuando Penvenen guardó bajo llave el vino de
Canarias.
—No hablarás en serio.
—Oh, por cierto que sí. ¿Por qué no? Es una suma redonda y agradable, y me
durará un tiempo. Después de todo, ¿de qué sirve ser rica si uno no puede gastar un
poco de tanto en tanto?
—No puedo darte tanto. Si lo arriesgas en algún juego, sería un mero despilfarro.
Sabes que desapruebo las mesas de juego… y dos o tres números es lo único que uno
necesita en una lotería. Hay tantas probabilidades de obtener un premio con pocos
números como con muchos.
Carolina sonrió, los ojos fijos en sus propias manos.

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—No, tío, se trata de un nuevo tipo de juego. Me atrae, y me ha asaltado el deseo
de satisfacer mi propio capricho.

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Capítulo 6
La semana siguiente debía celebrarse una de las reuniones trimestrales de
los socios de la Wheal Leisure, y, tocaba al señor Treneglos recibir en Mingoose. Un
dividendo que representaba el quince por ciento de la inversión equivalía al sesenta
por ciento anual, y era algo de lo cual bien podían estar satisfechos. Tres años antes,
la mina tenía cincuenta y seis hombres. Ahora sobrepasaba el centenar, y
representaba un poco de prosperidad en una región agobiada por la necesidad.
Sin embargo, Ross de ningún modo se sorprendió cuando el señor Renfrew volvió
a proponer que el túnel exploratorio que estaba excavándose hacia las antiguas
galerías de Trevorgie se suspendiera, y la fuerza de trabajo correspondiente se
consagrara a propósitos más productivos. Ya habían escuchado esas propuestas,
formuladas principalmente por el señor Pearce, pero habían conseguido derrotarlas.
Hacía cierto tiempo que Ross advertía que algunos de sus colegas comenzaban a
adoptar el criterio del señor Pearce, de modo que ahora esperó y se abstuvo de
obedecer a su primer impulso, que había sido tomar la palabra. El señor Pearce
también guardó silencio, y fue como si ambos estuvieran esperando que los votantes
neutrales manifestasen su opinión.
Aquí, Henshawe dijo:
—Creo que deberíamos insistir un mes o dos más. Hemos llegado tan lejos que es
una lástima abandonar ahora.
—Me parece que hemos dejado atrás las antiguas galerías —dijo Renfrew—.
Equivocamos el rumbo. Podríamos continuar durante años, sin alcanzarlas nunca.
—No es lo que dice el viejo mapa —gritó el señor Treneglos, tratando de hacerse
oír sobre los ruidos que resonaban en su propia cabeza—. Recuerden que el viejo
mapa indicaba que las galerías de Trevorgie doblan y se ramifican hacia
Marasanvose, y todavía no hemos llegado a la bifurcación. De todos modos, estoy
decepcionado. Nunca creí que sería una tarea tan prolongada. Y disminuye
constantemente nuestras ganancias.
Ross dijo:
—Gracias a esos trabajos encontramos la segunda veta. No ha sido una labor
completamente inútil.
—No —dijo el señor Pearce, interviniendo a su vez en la discusión—. Pero
encontramos la mejor veta en dirección contraria. Creo que obtendríamos mejores
resultados si apuntamos hacia el noreste, donde el terreno es más blando, y la calidad
más promisoria. —Se rascó.
El señor Treneglos aflojó el botón superior de sus pantalones.
—Bien, que sea como dice la mayoría. Sin duda, podemos permitirnos el gasto,
¿eh? Obtenemos una excelente ganancia y la perspectiva de mejorar. Pero
condenación, estoy casi inclinándome a opinar lo contrario de lo que sostuve hasta
ahora. No parece que estemos abriendo un socavón que ayude a desaguar la mina.

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Hemos excavado bajo el valle, y ahora estamos bajo la colina. ¿Qué dijo, Pearce?
¿Qué? Pearce movió la cabeza cubierta por la peluca, negando que deseara hablar.
Ross dijo:
—Dos veces persuadí a la compañía de la necesidad de continuar; pero no deseo
insistir si la mayoría se opone. Aún creo que nos conviene perseverar; pero yo fui el
primero que propuso la idea, y cuando se suman los salarios incurridos todos estos
meses, se obtiene una cifra importante. De modo que no diré más y dejaré el asunto
librado a la votación.
Se votó. Noventa partes (las de Ross y Henshawe) se inclinaron por continuar los
trabajos, y ciento cincuenta por suspenderlos.
Ross dijo:
—Habría sido necesario aclarar previamente un problema. Entiendo que los
hombres que trabajan en ese sector no serán despedidos… que se les asignarán otras
tareas.
El señor Renfrew frunció el ceño.
—Me gustaría ensanchar el tubo principal. La atmósfera aún está viciada, y
podríamos usarlos con provecho para mejorar las condiciones.
Los accionistas discutieron algunos minutos este asunto, se adoptó una decisión, y
pareció que se levantaba la asamblea.
Entonces, el señor Pearce tosió y dijo, con una sonrisa de disculpa:
—Hay otro asunto, y hubiera debido abordarlo antes. En realidad, esperaba la
oportunidad apropiada. Quiero decir que uno de los accionistas —ya me entienden,
uno de los que yo represento—, el señor Benjamín Aukett, ha vendido su
participación en la mina a cierto señor Henry Coke. Todavía no sé de cierto si el
señor Coke querrá asistir a las reuniones, pero más bien… hum… creo que querrá
que yo represente sus intereses, exactamente como hice con el señor Aukett. Sea
como fuere, acaba de realizarse la venta, y sobre este punto podré ofrecer una
información más completa en abril.
Continuó hablando, acomodando el vientre de tanto en tanto, y evitando
cuidadosamente la mirada de Ross.
—¿Quién? —gritó el señor Treneglos—. ¿Quién? Jamás oí hablar de él. Supongo
que es whig. ¿Dónde vive? ¿Cuál es su profesión? Oh, un caballero. Bien, eso es
buen signo. Confío en que se mostrará tan dócil como Aukett. Tráigalo una vez, si
acepta. No tenemos nada que ocultar. Creo que todos pensamos lo mismo, ¿no?
Los otros concordaron.
El capataz Henshawe dijo:
—Me gustaría saber si conoce el precio que se pagó por esas acciones.
—No, mi estimado señor —dijo el abogado—. No tengo la menor idea.
Renfrew dijo:
—El mes pasado me ofrecieron ciento cincuenta libras por mi parte. Es decir,
quince libras por cada acción de cinco. Es decir, una ganancia tentadora. Además,

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muestra que en estos tiempos la gente está muy interesada en hacer buenas
inversiones.
—¿Cómo se llama el hombre que lo abordó? —preguntó Ross.
—Garth. No lo conocía. Un individuo muy cortés, pero no lo que llamaríamos un
caballero.
—Supongo que no piensa vender.
—No —dijo Renfrew, observando con cierta sorpresa la expresión de Ross—. Me
conviene más permanecer aquí, y no sólo por las herramientas y los materiales que
proveo.
La reunión terminó poco después y, como solían hacer, el capataz Henshawe y
Ross se alejaron juntos, en medio de la tarde cada vez más brumosa.
—Bien —dijo Henshawe, que trataba de mostrarse animoso—. Hace casi tres
años ofreció cuatro libras y media por cada acción del doctor Choake. Como
recordará, entonces opiné que había pagado mucho más de lo que valían. Pero su
confianza se ha visto justificada. A mi juicio, el viejo Aukett recibió más de
quinientas libras por su parte, y por eso se mostró dispuesto a vender.
—Lo mismo pienso.
A Henshawe nunca le agradaba tener frente a sí el lado de la cara de Ross que
exhibía la cicatriz. Más de la mitad de la cicatriz estaba oculta por la larga patilla,
pero de todos modos su extremo inferior adornaba la mejilla como un símbolo de
aspereza e irritabilidad, cualidades que Henshawe deploraba, porque era un hombre
pacífico y tolerante.
—No creo —dijo—, que esta novedad origine cambios en la administración de la
mina. Más aún, no puede haberlos, porque el señor Fulano de Tal tendrá que
someterse a la mayoría. De todos modos, no hay motivo de preocupación mientras los
beneficios sean tan elevados.
—No —dijo Ros.
—Es una lástima que se suspenda la galería orientada hacia la Trevorgie, pero
quizá podamos recomenzar en pocos meses.
—Tal vez —dijo Ross.
Continuaron caminando en silencio. Ross dijo:
—Me gustaría saber si la señora Trenwith se mantendrá firme.
—¿La señora Trenwith? ¿Si querrá desprenderse de sus acciones? Lo dudo. Creo
que le gustan demasiado las ganancias como para separarse fácilmente de su
participación.
—Hay dos clases de ganancias.
—Y bien, si ella vendiera no sería tan grave, ¿verdad? Las participaciones en
otras minas cambian de manos todos los días… si hay interesados en comprarlas.
Concuerdo en que ahora nos sentimos muy cómodos, pero no creo que uno o dos
socios nuevos modifiquen la situación.
—No —dijo Ross.

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Llegaron a la bifurcación de los senderos.
—¿Quiere beber una copa conmigo antes de seguir?
—No, gracias, señor. Ya he bebido demasiado. Trataré de llegar a casa antes de
que anochezca.
Ross atravesó el manzanar en dirección a su casa. Cuando llegó a la vista de la
puerta principal, advirtió que allí esperaba el caballo de un visitante.

Jane Gimlett lo recibió en el vestíbulo.


—Señor, vino a verlo un caballero. Hace una media hora. Se llama Trencrom.
Usted me ordenó que le avisara, para saber si entraba o no en el salón.
—… ¿Dónde está la señora Poldark?
—Con el señor Trencrom.
Ross se quitó el sombrero y se alisó los cabellos. La presencia del señor Trencrom
explicaba el caballo de gran alzada que esperaba fuera; pero ¿cómo se explicaba la
visita del señor Trencrom? No estaba de humor para visitas. Sólo la compañía de
Demelza, quizá. Nadie más. Entró en la sala.
Su esposa, ataviada con uno de sus vestidos de muselina blanca, estaba de
espaldas a la puerta y servía té. El visitante lo miró desde su lugar, el más grande de
los sillones.
El señor Trencrom era una de esas personas peculiares que poseen múltiples
intereses. A semejanza de los Warleggan, tenía el talento de emprender toda suerte de
actividades lucrativas; pero a diferencia de aquellos, no ambicionaba elevarse
socialmente. Era hijo de un comerciante de lanas, y siempre pertenecería a la misma
clase social. Tenía participación en empresas pesqueras, en fábricas textiles, en
estamperías de hojalata, en pequeños talleres de localidades sin importancia. Y por
doquier el dinero se sumaba al dinero y volvía a acrecentarse. Su inversión en la
Compañía Fundidora Carnmore había sido casi la única pérdida importante de su
carrera, y Ross no había vuelto a verlo desde el fracaso de la empresa. Por supuesto
todo el mundo, y sin duda todos los magistrados, sabían muy bien cuál era su
principal actividad.
En apariencia era un hombre muy robusto. En el mundo tenía sólo dos enemigos:
los guardias aduaneros y sus propios bronquios.
—Bien, capitán Poldark —dijo casi sin aliento—. Disculpe que no me ponga de
pie. Estuve muy enfermo este invierno. El aire húmedo no me sienta bien. Su
encantadora esposa. Le dije que yo no bebo. Y preparó té. Delicioso. ¿Cómo está, mi
estimado señor?
—Considero que el clima es duro —dijo Ross.
Demelza lo miró, y comprendió inmediatamente que había dificultades.
—Ross, ¿beberás algo?
—Algo más fuerte —respondió él—. Señor Trencrom, ha cabalgado mucho en

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una tarde poco propicia.
—Sí, como usted dice, hace algunos años que no vengo por estos lados. Capitán
Poldark, qué inquietantes las noticias de Francia. Dicen que Mirabeau de nuevo está
gravemente enfermo, y casi ciego. Si muriese…
—En los últimos tiempos no he seguido muy de cerca la política francesa.
—Si estoy enterado, no es porque me agrade el tema. Pero cuando uno se
encuentra… en contacto permanente. Según dicen, si Mirabeau muere… estallará una
tormenta. La posición del Rey. Muy peligroso. Inglaterra no puede mirar con
indiferencia.
—No creo que nos incumba el destino de Luis.
—Bien, hasta cierto punto… es verdad. Pero hay límites.
—Límites por ambas partes. Pues no tenemos ejército ni armada.
—Sí, sí, por supuesto, usted está en lo cierto. De todos modos… el futuro me
inspira graves temores.
Ross se sentó en una silla y apoyó los codos sobre los brazos de madera.
Se hizo el silencio.
—En fin —dijo el señor Trencrom—, no vine de visita sólo para comentar la
situación exterior. Como usted habrá adivinado. Sin duda. —Tosió. Era un sonido
extraordinario, por tratarse de un hombre tan corpulento; el enorme cuerpo se
estremeció, y finalmente produjo un breve ruido, fino y estrangulado, como si en lo
profundo de su ser un perro muy pequeño estuviera asfixiándose. Después, Trencrom
se limpió la boca y continuó—: Primer propósito. Renovar nuestra relación. Ya lo
hice. Segundo propósito. Preguntar por sus asuntos. Si prosperan. Tercer propósito.
Hablar de los míos. Ahora bien, si…
—¿Qué le parece —preguntó Ross— si hablamos primero de los suyos? De ese
modo podemos alcanzar un entendimiento más rápido y quizá tratemos de pasada mis
propios problemas.
El señor Trencrom sonrió a Demelza.
—Su esposo siempre se distinguió por su capacidad para ir al grano. Me encanta
la gente franca. Por supuesto. Pero el asunto hasta cierto punto depende, en caso de
que sus asuntos prosperen, de que le interesen los míos. Sin embargo…
—La mitad del condado tiene interés en sus asuntos, señor Trencrom —dijo Ross.
La sonrisa del hombre corpulento se acentuó, y estalló en una tos minúscula y
comprimida.
—Capitán Poldark, bien podría ocurrir… que tengan motivos para interesarse en
mi propio bienestar. Las cosas del negocio no marchan demasiado bien. Y no sé…
cuánto tiempo podré continuar, si todo sigue así.
—Yo hubiera dicho que los negocios nunca prosperaron tanto como ahora.
—Ah. Lejos de ello, los negocios no prosperan. Permítame explicarle.
El señor Trencrom pasó a explicar el asunto, con su voz jadeante, como si en ese
mismo momento estuviese trepando una pendiente empinada. Dominada por una

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horrible premonición acerca del desenlace, Demelza sirvió una taza de té a Ross, y
este la bebió, olvidando lo que había dicho un momento antes. Los negocios, afirmó
el señor Trencrom, marchaban bastante bien desde el punto de vista de la demanda.
La gente bebía tanto como siempre, y si bien el dinero escaseaba, siempre había
mercado para el licor barato de buena calidad. Ellos debían considerar que les estaba
hablando con una franqueza que jamás demostraba con todos. Hablaba en confianza,
y sabía que ellos la respetarían.
La luz disminuyó en la habitación, pero nadie pareció advertirlo. En algún lugar,
detrás de la casa, Gimlett cortaba leña; cada serie de ruidos comenzaba con un
tap-tap de tanteo, que se hacía más firme e intenso, y también más lento, hasta que se
oía el chirrido de la leña que se partía. Por la ventana, el cielo nublado y cada vez
más oscuro exhibía un color gris ferroso.
El señor Trencrom explicó que la única dificultad importante del negocio era la
fatigosa tarea de desembarcar la mercadería. Vercoe, el aduanero de Santa Ana, y su
ayudante Coppard, eran hombres tenaces, siempre vigilantes y dispuestos a actuar. Se
había intentado ablandarlos, llevarlos a un estado de ánimo más razonable, pero su
única respuesta había sido pedir más ayudantes. Y corría el rumor de que quizá los
obtendrían. Todo hubiera sido mucho más fácil, decía el señor Trencrom, si se
hubieran mostrado comprensivos como los aduaneros de Newquay y Falmouth,
donde los funcionarios recibían un porcentaje de las ganancias obtenidas con el
contrabando, y nadie los molestaba.
El señor Trencrom concluyó su té y sonrió aprobatoriamente cuando Demelza se
puso de pie para servirle otra taza. Eso ya era bastante desagradable; pero de todos
modos era la situación que había prevalecido desde el día en que Vercoe llegó al
distrito, cuatro años antes. Lo que ahora venía a agravar el problema era la presencia
de un informante o quizá de varios informantes entre los propios aldeanos. Había
comenzado en Santa Ana el año anterior, y por eso habían llevado las cargas a Sawle,
donde el desembarco era mucho más difícil. Pero durante los últimos seis meses
había ocurrido lo mismo en Sawle, y ahora el negocio estaba casi paralizado. Y eso,
decía el señor Trencrom, era bastante desagradable en el sur, donde habían muchas
bahías y entradas navegables. Pero en esa costa septentrional significaba la ruina, y
quizás algo peor. Apenas el mes anterior, en medio del súbito mal tiempo que se
había abatido sobre la costa, la goleta One and All debió alejarse apresuradamente de
la costa, porque los aduaneros estaban en el sitio; y entonces tuvo que acercarse hacia
un sector sembrado de arrecifes, que no tenía una sola entrada, ni una caleta, ni una
bahía, de modo que había corrido grave riesgo de destrucción. La nave había puesto
rumbo a las islas Scilly, para regresar a la noche siguiente; pero hubiera podido
perderse con todos sus tripulantes y una valiosa carga. No era posible arriesgarse de
ese modo.
—Tiene toda mi simpatía —dijo Ross—. Pero ¿cuál es la moraleja de su relato?
—La moraleja, capitán Poldark. Es que debemos hallar otra caleta navegable. Y

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usted posee la única en muchos kilómetros.
Demelza se detuvo con la taza en las manos, los ojos que iban de un rostro al otro.
—Creo —dijo Ross tranquilamente— que usted sobrestima las ventajas de la
caleta de Nampara. El agua no es muy profunda, y a la entrada hay varias rocas
peligrosas.
«Si lo sabré, pensó Demelza; casi naufrago ayer en una de ellas».
El señor Trencrom volvió a estrangular a su perrito.
—Capitán Poldark, no sobrestimo nada. No es ideal. Pero en las noches tranquilas
podríamos desembarcar muy cómodamente. No está demasiado lejos de nuestro lugar
de distribución. Y yo diría que no hay vigilancia excesiva. Todo podría hacerse
discretamente.
—Hasta que el informante se entere del cambio.
—Bien, podríamos organizar… un sistema más seguro de protección. Y venir
aquí solamente dos o tres veces al año. Por otra parte, usted no tendría por qué saber
nada.
Ross se puso de pie y se acercó a la ventana. Demelza aún no se había movido,
con la taza en la mano.
—Con respecto a mí mismo —dijo Ross—, es evidente que estaría al tanto. Pero
por el momento dejemos eso. A su juicio, ¿qué interés puede hacerme sensible a este
plan?
—Ross —dijo Demelza; pero él no la miró.
—Oh —dijo el señor Trencrom—, podemos arreglarlo amistosamente, de eso
estoy seguro. Un porcentaje de la ganancia. O una suma fija por cada desembarco.
Otras veces ya hicimos negocios. No pelearemos por eso.
Había cierto brillo en los ojos de Ross cuando desvió la cara hacia el jardín, pero
procuró que su visitante no lo advirtiera.
—Me temo —dijo— que necesito una propuesta más concreta. Uno puede
considerar la idea solamente comparando los riesgos con los beneficios. Por ahora,
conozco únicamente los riesgos…
—Hum… Ah. Bien. —El señor Trencrom extendió la mano regordeta, para
recibir la taza de té que Demelza aún sostenía—. Gracias, señora. Delicioso. Es una
situación muy difícil entre amigos. Uno desea ser justo. Pero las cosas no son lo que
eran.
Todo es más difícil que antaño. ¿En qué había pensado? ¿Le parecería justo el
cinco por ciento de las ganancias?
—¿Puede sugerir una suma global por cada carga? —Bien… ¿digamos cincuenta
libras?
—Creí —dijo Ross—, señor Trencrom, que había venido a hablar de negocios.
El hombre corpulento resopló sobre su té, y su aliento originó burbujas en la
superficie.
—¿Le parece una oferta muy pobre? No lo creo. Cincuenta libras es una suma

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considerable. Y usted… ¿qué propone?
—Doscientas cincuenta libras por carga.
—¡Mi estimado señor! ¡Imposible! Usted no comprende.
—Ross había herido los sentimientos del señor Trencrom. —Si le concediéramos
esa suma, el viaje carecería prácticamente de…
Ross dijo:
—Carezco de experiencia en el asunto. Hace quince años, cuando yo era un niño,
mi padre y yo viajábamos una o dos veces por año a Guernsey. Cargábamos nuestra
minúscula balandra con brandy, gin y té por valor de unas cien libras. Si lo
hubiéramos deseado, a veces era el caso, hubiéramos podido vender la carga apenas
desembarcada por el doble del dinero. Su navío, el One and All, lleva una carga diez
veces mayor, y de valor más elevado, porque los precios han aumentado. No es difícil
calcular la ganancia.
El señor Trencrom curvó levemente los labios.
—Oh, esas pequeñas correrías privadas. Siempre sugieren… Elevadas ganancias.
Es una falsa impresión. No hay gastos generales. Ni necesidad de mantener una
organización. Es muy distinto del caso de una empresa comercial. Tengo que
mantener la goleta. Hay que pagar salarios… generalmente una parte de la carga. Hay
que entregar sobornos. Organizar la distribución. Comisionistas que recogen los
pedidos. Almacenamiento. Mulas. Cuerdas. Redes. Aparejos. Mi querido señor, todo
es muy distinto. ¿Sabe cuánto pago a los cargadores, solamente… por retirar de la
costa la mercadería? ¡Media guinea por noche, además de todos los gastos del
alimento y bebida! Más medio saco de té que pesa cuarenta libras, o el equivalente, y
que pueden revender, si así lo desean, por veinticinco chelines. ¡O más! Y todo tengo
que extraerlo de las ganancias. En verdad, sería imposible pagarle más de cien libras
por vez. Después de todo, usted no haría nada. A lo sumo, permanecería sentado
tranquilamente en su hogar, aquí. Detrás de las cortinas cerradas. Otros lo harán todo.
El pago es simplemente por el privilegio de usar su caleta.
Ross movió la cabeza.
—Discúlpeme. No estoy dispuesto a hacerlo por esa suma.
—Ross, no aceptes de ningún modo —dijo Demelza.
—Pero ¿por qué? —preguntó el señor Trencrom, volviéndose hacia ella—.
Seguramente usted convendrá en que no es un tráfico inmoral. Las leyes humanas.
No las divinas. Es irrazonable que deba pagarse impuesto por las necesidades de la
vida. Y ganarían doscientas o trescientas libras anuales. Que sin duda les vendrán
muy bien.
—La caleta de Nampara está en mi propiedad —dijo Ross—. Si usted
desembarca en Santa Ana, o Sawle o playa Hendrawna, los únicos responsables son
los tripulantes de la embarcación. Si lo hace aquí y lo sorprenden, difícilmente podré
poner cara de inocencia: sobre todo si un tren de mulas pasa prácticamente bajo mi
ventana. Ya comparecí una vez ante el juez y no deseo hacerlo de nuevo. La

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recompensa debe ser tan elevada que me induzca a afrontar el riesgo. Ya le he
sugerido la cifra que me parece atractiva.
—No, Ross —exclamó Demelza—. ¡No!
Ross volvió los ojos hacia ella.
—No ocultaré al señor Trencrom que en este momento el dinero me sería
particularmente útil. Si no fuera así, ni siquiera consideraría el asunto. A él le toca
decidir.

Aproximadamente media hora después, se alejó de la casa, valle arriba, un


caballo castaño de gran alzada, montado por un hombre corpulento envuelto en una
gran capa parda. Había caído la noche, pero detrás de las nubes la luna aparecía de
tanto en tanto y permitía ver la huella. El camino a Santa Ana era solitario, y muchas
personas nerviosas no habrían visto con buenos ojos la posibilidad de recorrerlo; pero
el señor Trencrom no era una persona tan delicada como él quería dar a entender.
Además, llevaba un par de pistolas. Mientras se alejaba entre los árboles, los hombros
caídos sugerían una expresión de derrota y desmoralización.
Cuando desapareció de la vista, Ross cerró la puerta y permaneció indeciso un
momento en el vestíbulo; después, regresó a la sala.
La espalda de Demelza, mientras la joven encendía las velas, parecía tensa. Ross
se acercó a la alacena y se sirvió una copa.
—Los Warleggan —dijo— han conseguido al fin poner un pie en la Wheal
Leisure. Hoy vino Pearce con la noticia de que Benjamín Aukett vendió su
participación. El testaferro es un hombre llamado Coke.
Demelza no contestó.
—Sospechaba que a lo sumo sería cuestión de tiempo —agregó Ross—. Cuando
hay siete accionistas, más tarde o más temprano uno u otro cede a la tentación de
obtener una ganancia importante. No me sorprendería que el propio Pearce vendiera
su parte. De modo que ahora tendremos a George en la empresa.
Demelza dijo:
—¿Qué importa?
—¿Cómo? —Ross miró caviloso la espalda de su esposa.
—¿Qué importa? Oh, los Warleggan me desagradan tanto como a ti; pero si
llegan a tener intereses en tu mina nada podemos hacer por evitarlo. Y no pueden
robarte tu parte. Es lo único que importa. ¡Y eso no es excusa para permitir que los
contrabandistas usen nuestra tierra!
Ross dijo ásperamente:
—Doscientas libras es excusa suficiente. No necesito otra.
—Con esa suma no saldrás de la cárcel.
—Te aseguro que no volveré allí.
—No tendrás alternativa, si descubren el contrabando.

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—Tonterías. Sé que es un riesgo… pero no tan grave como di a entender a
Trencrom. En realidad, bien puedo alegar ignorancia. Tal vez no me crean, pero no
tendrán pruebas en contra.
Ella apoyó la mano sobre el borde de la chimenea.
—¡No puedo volver a soportar todo eso! La ansiedad y la preocupación del
juicio… y los días anteriores, la falta de sueño, vivir todo el día como bajo una nube.
Imaginarme esto y aquello. Deportado, ahorcado, pudriéndote en la cárcel. Los días
que pasé en Bodmin, y todo lo que hice o intenté hacer. No es justo. No quiero volver
a eso, cuando todavía aquello está fresco. No es justo contigo mismo… ¡ni con nadie!
Él volvió a mirarla, y percibió que estaba muy conmovida. Dijo con expresión
más amable:
—Ahora estás viendo fantasmas en la oscuridad. Un poco de contrabando no debe
atemorizarte. Por mi parte, sólo temía haber pedido demasiado. Por eso rebajé
cincuenta libras. Hoy, después de la novedad acerca de los Warleggan, el señor
Trencrom fue un ángel disfrazado.
—¡Un demonio! —dijo ella con vehemencia—. Ni más ni menos.
—Quizá deba someterme sumisamente a la última de las maniobras de George;
pero no está en mi carácter proceder así. Además… tal vez lo olvidaste, pero hace
poco vendimos todo nuestro ganado, tu broche y el caballo, el reloj y los objetos
nuevos de la casa. Y recuerda que no fue para cancelar nuestras deudas, sino para
postergarlas apenas doce meses. No saldremos del aprieto si nos quedamos sentados
en una especie de bucólica felicidad, y nos dedicamos a tejer guirnaldas de flores. De
ese modo, es mucho más probable que vaya a la cárcel.
Demelza dijo:
—No puedo evitarlo. Quiero que tu hijo viva libre de temor.
Ross depositó la copa.
—¿Qué?
Se oyó un golpe en la puerta, y Jane Gimlett entró.
—Por favor, ¿sirvo la cena a la hora de costumbre? Por las dudas, puse el pastel a
calentar.
—A la hora de costumbre —dijo Demelza.
—¿Y el jamón?
—Todavía hay un buen pedazo, aunque la mayor parte es grasa.
—También el jamón —dijo Demelza.
—Señora, los bollos salieron muy bien. Quería que usted lo supiera. —La mujer
abandonó la habitación.
Uno extrañaba la ausencia del tic-tac del reloj. En el fuego ardía un pedazo de
leña, no del todo seca. En un extremo se habían formado burbujitas de humedad, que
intentaban evitar la acción de las llamas.
Ross dijo:
—¿Cuándo lo supiste?

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—En septiembre.
Él esbozó un gesto.
—¡Santo Dios! ¡Y no me dijiste una palabra…!
—Tú no lo querías.
—¿Qué?
—Dijiste que no querías otro hijo… después de Julia.
—Y así era, y no lo quiero… —Recogió su copa, y volvió a dejarla sin beber.
Después de un minuto agregó—: Creció en nuestros corazones, y después murió.
Pero si hay uno en camino… es distinto.
—¿Por qué es distinto?
—Bien, es diferente.
—Ojalá pudiese creerlo.
—¿Por qué no? Es la verdad. —Se volvió—. No sé qué decir… ni cómo decirlo.
Sencillamente, no te entiendo. Esta vez te mostraste aún más reservada que la
anterior. ¿Para cuándo esperas… el nacimiento?
—Para mayo.
Él frunció el ceño, tratando de alejar los recuerdos.
—Sé que es el mismo mes —dijo ella desesperadamente—. Hubiera deseado que
fuese otro cualquiera. Pero así están las cosas. Y no me sorprendería que naciese el
mismo día, tres años después. Hasta ahora todo se repite… la visita de Trenwith, y el
resto. Pero no es posible que todo sea exactamente igual. Me parece increíble. De
todos modos, lo siento.
—¿Lo sientes? ¿Qué?
—Que haya ocurrido. Que tenga que nacer. Que soportes esta carga que no
deseas.
Ross se acercó y se detuvo al lado de Demelza, frente al hogar.
—Ahora deja de llorar y muéstrate razonable.
—No estoy llorando.
—Bien, por lo menos deseas hacerlo. ¿Eso es lo que cargaste sobre la espalda
todo el invierno?
—No lo cargué sobre la espalda —dijo ella.
—Como gustes. Desde septiembre te mostraste distante de mí… de tanto en tanto
asomabas la cabeza como una oveja que está detrás de una empalizada, y yo no podía
llegar a ti. ¿Ese hijo es la causa de todo?
—Quizá.
—¿Y creías que yo no lo deseaba?
—Es lo que dijiste.
Ross habló con acento exasperado:
—Maldito sea. ¡Deberías saber que no estoy acostumbrado a tratar con mujeres!
Rebuscas aquí y allá tratando de encontrar un agravio especial y secreto, y te recomes
durante meses y meses, y después lo presentas tranquilamente, para explicar tu

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irracional reserva todo el invierno…
—¡No necesité buscarlo!
—Bien, pensé que sabías distinguir entre un caso teórico y otro práctico…
evidentemente no conoces la diferencia.
—No he recibido educación.
—Tampoco yo. Mira. —Apoyó la palma de la mano sobre el reborde del hogar—.
Mira, tú me preguntas: ¿Quieres más hijos? Y yo respondo que no. Estamos casi en la
miseria, el mundo es un manicomio, y hemos perdido a Julia. ¿De acuerdo? Se trata
de un caso teórico. Pero si me dices que tendrás otro hijo, y me preguntas si me
desagrada la perspectiva, te responderé que sí; por todas las razones mencionadas la
perspectiva me desagrada; pero una perspectiva no es un niño, y un niño puede ser
bien recibido pese a todo. ¿Entiendes lo que digo?
—No —dijo ella con voz borrosa.
Ross miró fijamente el frasco de tabaco sobre el reborde. Agotada su primera
protesta, su mente contemplaba el significado probable de la noticia. Y ahora revivían
todos los recuerdos de Julia. La tormenta el día de su nacimiento, las dos fiestas del
bautizo, los Paynter borrachos el día que Demelza había salido, las grandes
esperanzas, el amor… y la tormenta de su muerte. Todo había sobrevenido en un
ciclo, se había ajustado a una pauta, como una tragedia griega preparada por un
cínico. Y ahora volvía a ocurrir. Tenían que repetirse los primeros episodios de la
historia, al margen de lo que el curso ulterior deparase.
Miró a Demelza. ¿Qué significaba todo eso para ella? Semanas de incomodidad,
finalmente sufrimiento, y después meses de trabajo incansable. Todo lo que había
consagrado a Julia, y mucho más; y sin embargo, todo eso lo había perdido. ¿Qué
derecho le asistía para reclamar el monopolio del dolor…? Ross nunca lo había hecho
explícitamente, y sin embargo…
Dijo más amablemente:
—Hasta ahora no he visto que engordaras. Ella replicó:
—En abril me pareceré al señor Trencrom.
Era la primera vez en mucho tiempo que reían juntos; pero la risa de Demelza aún
estaba peligrosamente cerca de las lágrimas, y la de Ross era un sustituto no del todo
voluntario de su irritación.
Ross dejó descansar su mano sobre el hombro de Demelza, tratando de expresar
algo que no atinaba a poner en palabras. ¡Qué extraño era el sentido de los contactos!
Apretaba firmemente este brazo, y era un gesto del todo permisible, familiar y grato;
el contacto con una persona conocida y amada, aunque a veces exasperante. En
Navidad, había apretado otro brazo, y el contacto había sido como una descarga
eléctrica. ¿Era porque amaba más a Elizabeth… o porque la conocía menos?
Demelza dijo:
—Si tú… si a ti todavía te importa lo que nos ocurra… debes poner más cuidado
en lo que haces.

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—Pondré cuidado en todo lo que haga… créeme. Tengo la mejor intención de
ajustarme a la ley. —Retiró la mano del hombro de su esposa—. O por lo menos
trataré de no atraer la atención… Felizmente tenemos un buen médico en el
vecindario.
—Prefiero la ayuda de la señora Zacky —dijo Demelza.

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Capítulo 7
Al día siguiente, Ross se levantó antes del alba y pasó la mañana en la
mina, disponiendo con Zacky Martin la redistribución de los hombres que habían
trabajado en el túnel dirigido hacia la Wheal Trevorgie. Se entretuvo en su tarea más
tiempo que el necesario, y bajó a ver cómo estaban las cosas en las galerías. Tenía la
sensación de que la mano adquisitiva de los Warleggan ya estaba cerrándose sobre la
Wheal Leisure. No había dormido bien durante la noche; su cerebro estaba excitado
por todas las novedades del día anterior.
Aún no podía evaluar sus propios sentimientos ante la noticia que Demelza le
había comunicado; pero la reflexión no calmaba el sentimiento de que haberlo
mantenido ignorante tanto tiempo era un insulto. Le parecía que esa actitud implicaba
una interpretación caprichosamente perversa de sus opiniones… o por lo menos una
lamentable falta de confianza en su buen sentido. Poco después de mediodía regresó
caminando con Zacky, que volvía a su casa para comer un bocado antes de retornar a
la mina con el propósito de atender el cambio de turnos. Por lo menos ahora parecía
que estaba cambiando el tiempo; la espesa masa de nubes que había cubierto el cielo
tanto tiempo comenzaba a disiparse, se dividía y se alejaba impulsada por una brisa
del noreste. Los perfiles de la tierra se destacaban inequívocos, limitando el cielo más
claro y más frío.
—Es una lástima que hayamos interrumpido la excavación —dijo Zacky—. Creo
que nos acercábamos a una veta muy rica. Aunque quizá mi opinión no sea más que
un sueño fantástico.
—¿Hasta dónde calcula que hemos llegado?
Zacky se detuvo y se acarició el mentón.
—No sería difícil tomar medidas exactas, pero sí lo es tener cierta seguridad a
ojo. Como simple conjetura, yo diría que estamos cerca de ese grupo de árboles.
Ross abarcó la distancia desde el lugar donde las construcciones de la Wheal
Leisure interrumpían el horizonte hasta la pared semiderruida y la chimenea de la
Wheal Grace, que se alzaban sobre el terreno en pendiente, cerca de Mellin.
—¿Más o menos la mitad de la distancia?
—Creo que sí. Por lo que sé, no hay mapas de las viejas galerías de la Trevorgie.
—Ninguno es exacto. Pero hace siete años bajé con mi primo, y se prolongaban
bastante hasta aquí. Este socavón de ventilación es el único signo, pero creo que otros
fueron taponados. Mi padre trabajó el más reciente, la Wheal Grace, en parte hacia el
suroeste. ¿Usted nunca estuvo en la Wheal Grace?
—Cuando vine a este lugar ya tenía veinte años, y fui directa mente a trabajar a la
Grambler. Por supuesto, a menudo he pensado que a nadie perjudicaría revisar mejor
la Trevorgie entrando por allí. Es decir, si alguien puede respirar el aire viciado.
—No era tan desagradable cuando bajamos. Pero no llegamos muy lejos. Lo
único que vimos fue una veta agotada de estaño, y bastante pobre. Naturalmente,

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Mark Daniel…
—¿Mark Daniel? —preguntó Zacky con expresión cautelosa.
Continuaron caminando. Estaban apenas a unos centenares de metros de la casa
que Mark había levantado. Una parte del techo ya había caído. Parecía impropio
mencionar su nombre precisamente allí, tan cerca del lugar en que había matado a su
pequeña e infiel esposa de un día.
—No sé si Paul se lo dijo —continuó Ross—, pero la víspera del día en que Mark
huyó a Francia, se escondió en la Grace. Antes de que se alejara yo… en fin, lo vi, y
me dijo que en la mina había una veta muy rica.
—… Paul nunca me habló del asunto. Pero puedo sumar dos más dos. ¿Dijo
dónde estaba el mineral?
—No… por lo menos, creo que mencionó la cara del este.
—Es decir, Trevorgie. Parece lógico… pues su padre jamás habría abandonado
una buena veta. Mientras trabajaron la Trevorgie, hubo seguramente muchas
sorpresas.
—Sí —dijo Ross, los ojos fijos en la chimenea de la Wheal Grace. Se separaron
poco después del cottage de Reath, y Ross subió hasta las construcciones de la vieja
mina. Quedaba muy poco. La habían abandonado veinte años antes, y hacía mucho
que habían retirado las piezas de las máquinas; después, la naturaleza había tendido
su manto sobre las cicatrices. Ross se sentó y apoyó el mentón en la mano.
Era bastante agradable sentarse allí, entre los pastos acariciados por el viento, y
apenas se movió durante media hora. Había cierta comunión espiritual entre el
hombre y la escena. Lo asaltaban ideas extrañas, y por lo menos dos de ellas habían
cobrado forma a partir de su conversación con el señor Trencrom. Todas se
originaban en los hechos del día anterior, y al mismo tiempo todas le impulsaban
hacia un objetivo. Finalmente, se puso de pie y caminó con paso lento, sin un rumbo
muy definido; regresó hacia el cottage de Reath, empujó la puerta y entró. Estaba
oscuro, como siempre después de mediodía; Mark lo había orientado mal. La gente
no quería pasar cerca después de anochecer; decían que a veces el cuerpo de Keren
aparecía colgado, con su carita destrozada asomando por la ventana. El suelo de tierra
estaba cubierto de zarzas y malezas; entre las piedras brotaba el pasto claro y áspero,
predatorio y enfermizo. En un rincón estaba un viejo taburete, y al lado del hogar
yacían varios pedazos de leña. Salió de nuevo al aire libre, burlándose de sí mismo
porque se alegraba de abandonar aquel lugar.
Desde aquí podía verse claramente la pendiente que conducía a la casa de Dwight
Enys. Cada vez que el joven médico salía, montado en su caballo, para realizar la
ronda de visitas a sus pacientes, ese cottage en ruinas sin duda lo miraba y lo veía
alejarse. No era extraño que Enys aún exhibiese las cicatrices de aquel episodio; para
él no era muy fácil olvidar. Ross comenzó a caminar hacia la casa del médico.
Cuando se acercó, vio a Dwight en la puerta, y su caballo estaba frente a la entrada,
ensillado. Dwight lo vio, sonrió y se acercó para recibirlo.

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—¿Confío en que no se trata de una visita profesional? Viene tan rara vez que me
inquietó verlo.
Ross dijo:
—De mí pueden obtenerse tantas cortesías como jugo de un limón seco. Pero de
tanto en tanto es bueno mostrarse amable, para variar.
Dwight se echó a reír.
—Será mejor que no exagere. Supongo que usted no es el responsable del
asombroso regalo que he recibido, ¿verdad? La alusión al limón le vino muy
fácilmente a los labios.
—En este momento ruego al cielo que alguien me envíe regalos, y no estoy en
condiciones de hacerlos. ¿Qué ha ocurrido?
—Esos sacos. Están llenos de naranjas. Llegaron esta mañana, doce sacos
descargados de tres mulas por un individuo hosco que apenas habló… Los trajeron
desde Falmouth. Estoy asombrado.
—En su lugar me ocurriría lo mismo.
—No, no son para mí. Están destinados a los enfermos de Sawle; por lo menos,
eso imagino. Estoy tratando de recordar a cuántos mencioné la necesidad de este
alimento. Usted fue uno de ellos.
—Lo siento. Dwight, usted debe buscar entre sus amigos ricos.
—Ignoraba que los tenía —replicó Dwight, aunque sabía muy bien que había por
lo menos uno—. Aquí debe haber al menos un centenar de docenas de naranjas.
Alcanza en todo caso para contener la epidemia de escorbuto, si se las utiliza con
inteligencia. Envié a Bone a pedir prestadas dos mulas viejas de los Nanfan. Espero
que regrese antes de iniciar mi ronda. Tendremos que distribuir esta misma tarde
parte de la fruta.
Ross miró el rostro animado del joven. Era fácil comprender lo que Enys sentía:
había combatido sin armas a su enemigo, y de pronto descubría que alguien le
facilitaba instrumentos de lucha…
Dijo:
—Vine a preguntarle si casualmente recibe periódicos de Londres. Las noticias
del Mercurio de Sherborne son un poco limitadas.
—Nada… excepto Hechos y Observaciones de la medicina, del doctor Simmons.
Me lo envían mensualmente. A veces veo un periódico londinense en casa de los
Pascoe.
—Con ese proceso que me amenazó durante seis meses, y luego las dificultades
de retornar a la vida normal, he prestado poca atención a los hechos generales. ¿Qué
piensa de las noticias de Europa?
La pregunta pareció sorprendente a Dwight, porque generalmente consideraba a
Ross mucho mejor informado que él mismo.
—¿Se refiere a Francia? ¿Ha leído Reflexiones acerca de la Revolución
Francesa?

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—No.
—Tampoco yo. Pero se vende muchísimo… aunque eso sin duda ya lo sabe. Por
lo que oí decir, Burke sostiene que los revolucionarios son en realidad los enemigos
de la libertad, pese a que todo lo hacen en su nombre.
—No es improbable que diga eso. En este país el tema suscita sentimientos muy
profundos; por mi parte, si bien no elogio de un modo extravagante a los
revolucionarios, no puedo dejar de alimentar cierta simpatía por sus propósitos
originales.
Dwight miró a Ross.
—Lo sé. Al comienzo había muchos como usted, pero han venido modificando
paulatinamente su actitud.
A lo lejos apareció la figura de Bone. Esperaron a que llegase a la casa. Will
Nanfan podía prestar las mulas, y las enviaría a primera hora de la tarde. Ross se
volvió para desandar camino. No había dicho a Dwight uno de los motivos de su
visita; pero el impulso se había desvanecido apenas llegó a la vivienda del joven
médico. Dwight lo adivinaría muy pronto, y por lo demás no se le necesitaría hasta el
mes de mayo.

Cuando Dwight pasó la entrada de Killewarren, el sol resplandecía y el


viento agitaba las hojas secas de los árboles jóvenes. La grava frente a la casa estaba
sembrada de ramitas de abeto, cortadas por los dientes de las ardillas que se paseaban
sobre las ramas más altas. Dwight golpeó a la puerta y preguntó si la señorita
Penvenen estaba en casa, y fue introducido en un cuartito contiguo al vestíbulo. Poco
después, la doncella regresó y dijo que la señorita Penvenen lo recibiría.
La joven se hallaba en la misma sala de estar donde la había visto la primera vez,
pero ahora vestía un traje de montar negro, sobre cuyos hombros los cabellos
cobrizos formaban como una mancha de fuego. Cuando él entró, la joven estaba de
pie frente al hogar, y se servía de un plato de sandwiches y tenía un vaso de vino
sobre el reborde de la chimenea. Se echó a reír cuando lo vio.
—Buenos días, señor farmacéutico. ¿A quién viene a sangrar? Mi tío está en
Redruth y no volverá hasta las cuatro.
Dwight replicó:
—Señorita Penvenen, he venido a visitarla. Discúlpeme si la incomodo, pero no
la retendré mucho tiempo.
Carolina miró el reloj.
—Puedo concederle cinco minutos, o lo que necesite para comer estos
sandwiches. Este excelente viento del este no durará, y hasta ahora hemos tenido una
hermosa mañana. Nos levantamos al alba, y poco después conseguimos cazar un
zorro. Una verdadera belleza, y corrió en línea recta hasta más allá de Ponsanooth.
Llegué segunda, sobre terreno bastante accidentado. A eso de las doce entramos en el

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bosque de Killevreth, y encontramos otro; pero mi caballo se lastimó una pata cuando
salíamos, y por eso vine aquí a comer algo mientras ensillan a Thresher. ¿Nunca sale
de caza, señor Cara Seria?
Dwight replicó:
—¿Usted ordenó que me entregaran hoy una carga de naranjas?
Ella lo miró con los ojos muy abiertos.
—¿Naranjas? ¿Dijo naranjas? Si le hiciera un regalo, sería un instrumento más
apropiado para retirar espinas de pescado. ¿Recuerda que me lastimó los labios con
los dedos?
—Sí —dijo él—, lo recuerdo.
Se miraron uno al otro. Dwight estaba tan cerca que alcanzaba a percibir el
extraño y suave perfume que ella usaba; las ropas de corte masculino le conferían un
aire aún más femenil.
—De modo que fue usted —dijo él—. Ya me parecía que no podía ser otra
persona.
—¿De veras?
—Le estoy… muy agradecido. Servirá para salvar vidas.
—No creerá que a mí me interesa el destino de unas pocas pescaderas, ¿verdad?
¡Cielos, qué tontería!
—Entonces, ¿por qué lo hizo?
Ella lo examinó atentamente; pareció próxima a negarlo, y de pronto cambio de
idea.
—Sólo para burlarme de usted.
Dwight se sonrojó.
—Una forma costosa de burla, ¿no le parece?
Carolina concluyó su vino.
—No deseo sentirme obligada, y especialmente con un hombre… y más
especialmente con usted. No quiso aceptar mi dinero. Me lo arrojó a la cara.
—No quiero su dinero…
—Por lo tanto llegué a la conclusión de que su conciencia no le permitiría
mostrarse excesivamente orgulloso y rechazar un regalo para sus pobres muertos de
hambre. Y no lo rechazó. Ahora, quien está obligado es usted mismo.
—Me siento muy obligado… por su bondad.
—Usted me divierte mucho —dijo ella.
—Y usted también me parece muy simpática.
Por primera vez Dwight advirtió un leve sonrojo en las mejillas de la joven.
—No sea impertinente.
—¿No dijo que admiraba la impertinencia? No he olvidado su afirmación.
—En cambio, olvida muchas otras cosas.
—No olvidaré este generoso regalo, por mucho que trate de disimularlo…
Carolina se apartó de Dwight cuando se abrió la puerta y entro Unwin

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Trevaunance.
—Oh, estás aquí. Por Dios, te busqué por todas partes. Por lo menos hubieras
podido… —Se interrumpió al ver a Dwight.
—¿Lo alcanzaste? —preguntó ella.
—No… Se desvió y el rastro se perdió. ¿Qué pasó?
—Luciérnaga se lastimó la pata. Otra vez la articulación… de modo que volví a
casa. Saldremos otra vez en medio minuto.
—No he comido nada desde el desayuno. Estoy hambriento.
—Ponte algo en el bolsillo. Si nos demoramos no cazaremos nada. Oh…
¿Conoces al doctor Enys?
Unwin inclinó su cabeza leonina. No parecía muy complacido de que lo hubieran
abandonado en el campo de la acción, ni de haber regresado a casa para encontrar a
Carolina en animada conversación con un joven sonrojado pero apuesto, que quizá no
era más que un médico rural, pero exhibía un aire atrevido.
—No creo haber tenido el placer de serle presentado.
—Placer es palabra muy adecuada —dijo Carolina, al mismo tiempo que se
abotonaba la chaqueta—. Sabe curar a los perros que padecen inquietantes
convulsiones. Doctor Enys, Horace mejoró muchísimo desde que tomó esa mezcla
que usted le recetó. Ahora tiene una manchita en la oreja, y usted podría mirarlo
después que nos hayamos ido.
Dwight rehusó dejarse provocar.
—Señora, por doce sacos de naranjas le dispensaré la mejor atención posible.
Unwin parecía irritado. Comenzó a retirar algunas cosas de la mesa, y Carolina se
las envolvió en una servilleta.
—Entonces, será mejor que lo atienda esta mañana —dijo Carolina señalando a
Horace, que describía círculos en su canasto para hallar el lugar más cómodo—. La
semana próxima nos vamos.
—¿Se irán? —preguntó Unwin, mirándola—. ¿Adónde?
—Oh, ¿no te lo había dicho? Querido Unwin, cuánto lo lamento. El tío William
me dijo que debía volver en febrero. Después de todo, he estado aquí desde
septiembre, y la caza es mucho más abundante en Oxfordshire.
—Ciertamente, nada me dijiste. Yo… —Unwin miró fijamente a Dwight, sin
duda deseando que el joven estuviera a varios kilómetros de ahí.
—Señorita Penvenen, ¿piensa ausentarse mucho tiempo? —preguntó Dwight.
—Eso dependerá de las diversiones que me ofrezcan allá. Generalmente abundan.
Pero no se preocupe: he ordenado que la semana próxima le entreguen más naranjas.
—¿Naranjas, naranjas? —dijo impaciente Trevaunance—. ¿Se trata de una
diversión que yo desconozco? Vamos, Carolina, quizá pueda persuadirte de que
retrases tu partida… pero entretanto debemos aprovechar lo mejor posible un día tan
hermoso. —Se dirigió a la puerta y la abrió para dar paso a Carolina.
—No, no, tú no puedes venir, querido —dijo con voz meliflua Carolina a Horace,

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que había descendido velozmente de su canasta—. Te asustarán esos perros enormes.
Te quedarás en casa con este buen médico que te curará la oreja, y los ataques, y que
quizá te extraiga los huesos que puedas llegar a tragarte. Vamos, vamos. —Depositó
el perro en los brazos de Dwight y sonrió al joven. Las miradas de ambos se
cruzaron, y por malignidad, y sabiéndose doblemente segura en presencia de Unwin,
ella dejó entrever todo su interés en Dwight. En las pupilas se veían puntitos color
ámbar; las largas pestañas, a menudo entrecerradas, permitieron ver durante un
segundo la profundidad verde grisácea.
Después, Carolina dejó oír su risa sonora.
—Adiós, Dwight. ¿Puedo llamarlo Dwight? Es un nombre extraño. Uno piensa en
una persona tímida, y un tanto conservadora. Su madre sin duda pensó en algo
distinto, ¿verdad? ¿Y quién acertó? Vaya, no lo sé. Quizás un día volvamos a vernos.
—Así lo espero —dijo Dwight.
La joven salió, y Dwight permaneció en la sala, con el perro que se debatía. Antes
de seguirla, Unwin le dirigió un mirada calculadora y hostil. Dwight los oyó alejarse
por el corredor, y hablar, y oyó la risa de Carolina antes de que el ruido de los pasos
se acallase.

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Capítulo 8
Ross no podía apartar de su mente la idea. Durante mucho tiempo no habló
del asunto a nadie, ni siquiera a Demelza, cuya mente ágil tal vez le hubiese ayudado
a adoptar una decisión. Pero se trataba de un asunto de tal consecuencia que en
verdad no podía pedir a nadie que compartiese la responsabilidad. Además, y pese a
su inteligencia, Demelza era mujer, y probablemente se dejaría influir por
consideraciones que no guardaban verdadera relación con el asunto.
Dedicó bastante más tiempo que antes a leer el Mercurio de Sherborne y otros
periódicos que consiguió prestados y compró siempre que pudo. Antes de dar ningún
paso concreto, también leyó el libro de Pryce, Mineralogía Cornubiensis, y otros
tratados acerca de la historia y la práctica de la minería.
Henshawe debía ser su primer interlocutor, un hombre honesto, astuto, el mejor
conocedor de la región, y reservado como una ostra.
Cierto día de principios de marzo, después de conversar una hora en la
deprimente biblioteca de Nampara, y de revisar antiguas muestras y explorar viejos
mapas, Henshawe y Ross, con velas en los sombreros y algunas piezas de equipo en
los hombros, caminaron tranquilamente y subieron la pendiente de la colina en
dirección a la deteriorada chimenea de piedra de la Wheal Grace; y durante tres horas
no volvió a vérselos. Cuando regresaron a la casa, cubiertos de lodo y cansados,
Demelza, que se había sentido ansiosa durante los últimos noventa minutos, contuvo
el impulso de reprenderlos y les ofreció té con brandy, mientras escudriñaba los
rostros de los dos hombres tratando de hallar un indicio. A Demelza le parecía
extraño que la gente considerase impenetrable a Ross. Demelza no podía adivinar lo
que él pensaba, del mismo modo que uno no podía decir lo que en realidad pensaban
detrás de sus sonrisas muchas de esas personas de rostro jovial; pero generalmente
sabía qué sentía. Y ahora sabía que no le había desagradado el resultado de la
exploración de esa tarde.
Cuando Henshawe se retiró, Ross se mostró más animado que en cualquier
momento de los últimos meses, mucho más parecido a su antigua manera de ser.
Demelza comprendió, con más claridad que nunca que Ross necesitaba una suerte de
actividad permanente del espíritu y del cuerpo. En esencia, era una persona que
deseaba planear y avanzar, y por grata que le pareciese la vida de un caballero rural
cuando las condiciones eran muy favorables, en medio de la pobreza y la frustración
la vida se le hacía intolerable. Además, la influencia invisible pero opresora de los
Warleggan era algo que más tarde o más temprano debía provocar una explosión. Si
esta actividad que ahora comenzaba a perfilarse representaba una especie de válvula
de escape, Demelza se sentiría agradecida.
Al día siguiente y al subsiguiente, Ross trabajó más horas en la vieja biblioteca
plagada de corrientes de aire. Una tarde llamaron a Zacky Martin, y durante los días
siguientes pareció que el hombre estaba casi constantemente en la casa. Después,

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Ross y Henshawe fueron a caballo a Cambóme, y otro día a Redruth, para discutir
ciertos problemas con determinadas personas. Pero ningún forastero visitó Nampara.
El veintitrés de marzo, que era miércoles, Ross fue a Truro y visitó a Harris Pascoe
para comunicarle que había decidido vender la mitad de su participación en la Wheal
Leisure.
El banquero se quitó los lentes y lo miró cautelosamente antes de formular un
comentario.
—Creo que es una actitud discreta. Hay una etapa en la cual uno tiene que
afrontar los hechos y reducir las pérdidas. Por supuesto, en cierto sentido no se trata
de una pérdida sino de un beneficio considerable; y eso es satisfactorio. De todos
modos, usted cuenta con mi simpatía más sincera; sé lo que esa empresa ha
significado para usted. Supongo que desea reembolsar la mitad de la deuda que
contrajo con Pearce. Considero que es una actitud sumamente razonable.
Ross miró preocupado el reloj nuevo, sobre el mostrador.
—Es la única cara nueva que veo por aquí. ¿Es el señor Tresize o el señor Spry?
—dijo irónicamente.
Pascoe sonrió.
—El cambio aún no es completo. Pero esté seguro que, cuando los conozca mis
nuevos socios le agradarán. Ahora, dígame una cosa: ¿cuánto desea por sus acciones
en la Wheal Leisure?
—Veinte libras por acción.
El banquero silbó por lo bajo.
—¿Alguien las pagará? Es un precio muy elevado. Y ya sabe que en estos
tiempos la gente invierte con mucha prudencia.
—No si se trata de una empresa lucrativa.
—No… quizás usted esté en lo cierto. Bien, difundiré la noticia de que están en
venta. —Harris Pascoe miró de nuevo a su cliente, y recordó un suceso que había
ocurrido no mucho antes—. ¿Supongo que no le importa quién compra esos valores?
Ross tomó una pluma y lentamente pasó los dedos sobre el canuto.
—Los mendigos no pueden mostrarse exigentes, ¿no cree?
—No.
—Excepto respecto del precio. Naturalmente, no quiero que nadie sepa que tengo
mucha necesidad de vender, porque también pueden comenzar a bajar las ofertas.
—Capitán Poldark, esta actitud significa un cambio de frente. Pero creo que es un
movimiento sensato.

Poco después, se realizó en la caleta de Nampara el primer desembarco.


Bien entrada la tarde de un día húmedo y sereno, nada menos que Jud Paynter
salió del bosquecillo caminando sobre sus piernas arqueadas; traía una carta del señor
Trencrom, y cuando vio a Ross se llevó la mano a la corona de cabellos, como hacía

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otrora, al mismo tiempo que silbaba casi sin emitir sonido entre los dos dientes, y
miraba con expresión perruna e inquisitiva la casa donde había pasado tantos años de
su vida.
Ross leyó la nota y dijo:
—Me parece bien. ¿El señor Trencrom espera respuesta?
—No por escrito. Le diré que todo está bien. En estos tiempos el señor Trencrom
depende mucho de mí. Diría que soy su brazo derecho. No puede hacer nada sin mí.
He conseguido un buen empleo.
—Sabes maniobrar una goleta —convino Ross—. Por otra parte, siempre fuiste
bueno para capear temporales, ¿verdad Jud?
—Tiempo malo o tiempo bueno, para mí es lo mismo —dijo Jud, pestañeando.
Nunca se sentía del todo cómodo en presencia de Ross; experimentaba una mezcla de
desafío y resentimiento, y deseaba mostrarse atrevido y confiado, pero nunca tenía el
valor de adoptar esa actitud. Mientras viviese, jamás perdonaría a Ross, que lo había
expulsado de la casa; pero su resentimiento estaba más cerca de la indignación que
del despecho.
Tal vez un pensamiento parecido cruzó la mente de Ross, porque dijo:
—No te agradecí tu original testimonio ante el tribunal. No sé qué pensabas decir
cuando subiste al estrado, pero en definitiva nadie supo si estabas por mí o contra mí,
e incluso el juez había comenzado a discutir. No es poca cosa confundir a la ley.
La naturaleza no había creado el rostro de Jud para que expresara placer, pero el
modo en que se limpió la nariz con el dorso de la mano sugería su profunda
satisfacción.
—Oh… siempre digo a Prudie que cuando un hombre está en dificultades, es el
momento de conocer a sus vecinos. No negaré que para mí fue duro presentarme ante
ese juez, ni más ni menos que si yo hubiera sido el delincuente. Pero yo lo conozco a
usted desde que era un niñito que no levantaba dos palmos del suelo, de modo que no
podía hacer más que lo que hice.
—Lo que me asombra es cómo llegaste a esa situación. Corre el rumor de que te
pagaron para que atestiguaras contra mí. Naturalmente, eso no puede ser verdad.
—¡Ni una palabra! No es verdad, no es justo, no es propio. Por todas partes hay
lenguas perversas que tratan de enemistarnos.
No les crea una palabra. A decir verdad…
Jud hizo una pausa, y se pasó la lengua por los labios.
—A decir verdad —lo acicateó Ross.
—A decir verdad, todo se debe a mi buen carácter. Vea, no me gusta decir que no.
La gente viene y me pide una cosa, y yo digo que sí, y todo por ser amable. Y
entonces me tratan bien, y me ofrecen una gota de gin, y antes de que uno pueda decir
esta boca es mía, me hacen decir cosas que yo no pensé ni siquiera dormido. Así
ocurrió todo. Lo juro por mi madre, que fue una santa. Y después, cuando llega el
momento de presentarse ante el juez, ¿qué puedo hacer? Solamente lo que usted vio

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que hice; y entonces todos creen que yo quiero estar bien con Dios y con el diablo.
Esa es la verdad, la pura y santa verdad.
Ross contempló el rostro de bulldog. No creía una palabra de lo que había dicho
Jud, pero no pudo menos que reírse.
—Ve y dile a tu nuevo amo que estoy dispuesto a correr mis cortinas.

En vista de la ansiedad de Demelza y de su estado, durante esa primera


operación, Ross respetó todas las prohibiciones, pese a que esa actitud implicaba
contrariar su propio carácter. Cuando comenzó a anochecer, ordenó encender las
velas y correr las cortinas, y los dos esposos se sentaron a leer hasta que oyeron el
primer repiqueteo de los cascos de los caballos, junto al arroyo. Después, Demelza se
puso de pie y tocó la espineta; tarareó y cantó un poco. Más tarde cenaron, y poco
después los caballos volvieron a pasar, aunque esta vez pareció que los cascos se
apoyaban más pesadamente en el suelo. A veces podía oírse una voz ronca, un breve
ruido de pasos o el tintineo del metal.
A pesar de todas las precauciones, el corazón de Demelza latía aceleradamente; y
apenas concluyó la cena la joven regresó a la espineta y trató de cubrir los ruidos que
venían del exterior. Se había suministrado a los Gimlett información suficiente para
que adivinasen el resto, y así, la pareja se instaló tranquilamente en la cocina y no
puso el pie fuera de la casa. Una o dos veces sus pensamientos se centraron en los
informantes, y en la posibilidad de que toda la operación se ejecutara sin tropiezos. El
señor Trencrom le había asegurado que se harían todos los esfuerzos posibles para
mantener secreto el desembarco, y que se utilizaría sólo a veinte cargadores, cuando
generalmente se empleaba un número más elevado. Pensaba apostar vigías en los
arrecifes y el valle, de modo que llegara aviso con tiempo suficiente si se advertía la
presencia de aduaneros. Aun así, muchas personas estaban al tanto de la operación. Si
había un informante, debía saber que la goleta había partido varios días antes, y que
estaba próxima a regresar. ¿Conocería el lugar elegido para desembarcar?
A las diez, los ruidos comenzaron a atenuarse, y hacia las once todo estaba
tranquilo otra vez. A medianoche fueron a acostarse, pero ambos durmieron
inquietos, y de tanto en tanto les parecía oír ruidos alrededor de la casa. Sin embargo,
nadie vino a perturbar el descanso, y poco antes del alba Ross se levantó y se dirigió
a la caleta.
Sobre la tierra se desplazaba una inquieta bruma blanca, y Ross pensó que había
sido afortunado de que no se hubiese formado la noche anterior, porque en ese caso
habría estorbado la actividad de los contrabandistas. Se había puesto mucho cuidado
en borrar los rastros de la operación. En el sector de la playa adonde no llegaba el
agua se había alisado la arena con varias tablas, de modo que nadie podía adivinar
qué se había hecho allí. No era tan fácil ocultar las huellas de los caballos que se
habían acercado a la caleta pisando terreno blando, pero sería suficiente un día de

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lluvia para borrar los rastros. En el aire había olor a lluvia. En algunos lugares
aparecían arbustos aplastados. En la luz incolora del alba cantaba un chorlito.
Se acercó a la caleta, donde guardaba su bote. Era una embarcación pequeña y
ágil que había comprado en Santa Ana poco antes del desastre del año anterior, para
reemplazar la que había utilizado Mark Daniel en su fuga. Cuando se inclinaba sobre
la embarcación, oyó ruido de pasos sobre las algas marinas secas, detrás; se volvió
rápidamente y descubrió que Demelza lo había seguido. El rostro de la joven parecía
empequeñecido y lejano, como una escultura enmarcada por los cabellos oscuros,
sobre el pedestal de su manto negro.
Ross dijo:
—No debiste salir tan temprano. Hace frío.
—Me agrada. Tengo la sensación de que estuve una semana entera detrás de esas
cortinas corridas.
—Nuestros visitantes se mostraron muy cuidadosos. No se ve casi nada. Creo que
movieron este bote… ellos, u otra persona. El jueves, cuando lo dejé, estaba más
alejado del mar.
—¿De veras, Ross? —«¿Por qué no le digo que yo misma lo usé ayer, que por
primera vez conseguí arreglarme sin Gimlett, y pesqué ocho caballas y una barbada?
Porque sé que me prohibiría volver a salir, y no quiero que me detenga».
Ross se mostraba sumamente considerado con ella, pero a veces tantas
restricciones y prohibiciones la agobiaban, de modo que se sentía enjaulada y
constreñida. Los Gimlett eran una pareja de fieles perros guardianes; demasiado
fieles. Oh, la consideración que Ross le dispensaba suscitaba en ella una sensación de
confortamiento y calor… y sin embargo, no acababa de convencerla. A Demelza le
parecía que la noche que habían regresado a casa después del juicio él había dicho lo
que realmente sentía. Cuando supo que había un niño en camino, había hablado
movido por la confusión de sus sentimientos y por su disposición bondadosa. Quizás
ella se equivocaba, pero en todo caso así lo creía.
—Me alegro de que haya pasado la noche —dijo Demelza.
—Me alegra saber que ahora estamos en mejor situación.
—Aún temo. Prométeme que no continuarás esto un minuto más de lo necesario.
—Bien, en realidad no me interesa demasiado comercializar nuestra pequeña
caleta. Esta mañana te levantaste muy temprano… ¿porque estás bien o porque estás
mal?
—Estoy bien si otras cosas marchan bien. Mira, está levantándose la bruma.
La niebla poco densa comenzaba a disiparse a medida que se acentuaba la luz,
como si alguien hubiese encendido un fuego que abarcara uno o dos kilómetros frente
al mar. Entre la niebla más oscura el sol ya filtraba rayos premonitorios; y a mayor
altura, en el cielo limpio y despejado, una sola nube reflejaba los brillantes rayos
amarillo cadmio. Vieron que la niebla cobraba cierta luminosidad en sus capas
superiores; después, los accidentes conocidos comenzaron a perfilarse con

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sorprendente claridad, como el decorado de una escena que se descubre. El mar lamía
despaciosamente la arena, en una actitud poco comunicativa que nada decía de lo que
había ocurrido durante la noche.
Ross se movió.
—¿Sabías que ayer temprano Ruth Treneglos tuvo una hija, y que está bien?
—¡No! Al fin. ¿Las dos están sanas y salvas?
—Bien, excepto que hay cierto malhumor. Oí decir que están terriblemente
decepcionados, porque después de esta espera ha sido una niña. Afirman que el viejo
Horace está tan furioso porque no nació un varón, que desde entonces rehúsa hablar
con John.
—¡Pobre Ruth!
—Yo reservaría la compasión para la niña, que quizá la merezca.
Demelza miró a su marido.
—¿Quién te lo dijo, Ross?
—Dwight. Por supuesto, no estuvo en la casa, pero como su vivienda está tan
cerca…
Había amanecido del todo casi sin que ellos lo advirtieran, de modo que
súbitamente, en lugar de ser figuras semiocultas que comentaban los episodios de la
noche, se habían convertido en dos individuos claramente perfilados por la ausencia
de sombras, bien destacados bajo el cielo rosado. Impulsados por el mismo instinto,
se retiraron hacia el interior de la caverna.
Ross dijo:
—Estuve hablando con Dwight acerca de Francis.
—¿Cómo?
—Dwight me dijo que la pelea de Francis con George Warleggan tuvo que ver
conmigo.
—¿Cómo lo sabe?
—Compartieron un dormitorio en Bodmin. Francis quiso suicidarse. Lo cual
confirma lo que Verity escribió en su carta… y muchas cosas más.
Demelza observó:
—Me alegro de haber hecho las paces en Navidad.
—Yo también… ahora.
Cuando se volvieron para desandar camino sobre la arena, Demelza dijo:
—Me gustaría hundir los pies en el agua.
—A esta hora te congelarías las entrañas.
—Mis entrañas experimentan sensaciones bastante raras —dijo Demelza—.
Quizá será mejor que las deje en paz.
Ese día Ross fue a Truro y se enteró de que se habían vendido las acciones. Las
había comprado el señor Coke, y habían obtenido el precio deseado. El nuevo
accionista, el desconocido señor Coke, se había convertido en el principal accionista
de la mina. Ahora que no tenía remedio, le dolía haberse separado irrevocablemente

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de su propiedad.
En el camino de regreso a su casa hizo un desvío para detenerse en Trenwith.
Encontró a Francis junto al lago, aserrando un árbol. La ocupación le pareció
extraña.
El destino jamás cambiaría la naturaleza con la cual Francis había nacido.
—Siempre me desagrada quemar el fresno —dijo Ross mientras desmontaba—.
Uno tiene la sensación de que ha crecido para un destino mejor.
—Quizá por eso se resiste a la sierra —dijo Francis, cuyo rostro se había
coloreado más por ver a Ross que por el esfuerzo. Ninguno de los dos lograba
sentirse cómodo todavía—. Creo que Elizabeth está en casa, y que le alegrará recibir
a un visitante. Me reuniré con vosotros dentro de dos o tres minutos.
—No, vine a verte a ti. Podemos conversar aquí.
—Cualquier excusa es buena para interrumpir esta tarea.
—Francis se limpió la mano. —¿Cómo está Demelza?
—Bastante bien, gracias. Mejor que la última vez.
—¿Qué puedo hacer por ti, Ross?
Ross ató a Morena a un retoño, y se sentó sobre un rollizo del árbol caído.
Recogió una rama delgada y comenzó a dibujar distraídamente cuadrados y círculos
sobre la grava arenosa del sendero.
—¿Ellery y Pendarves aún no encontraron tu tesoro escondido?
—… Nada demasiado satisfactorio. Hay un lugar probable, donde mi propiedad
toca el bosque de Sawle. Pero va a parar a la puerta principal de Choake y
seguramente protestará. También hay signos de estaño, pero aún siento una
preferencia particular por el cobre.
—Voy a abrir la Wheal Grace —dijo Ross.
—¿Qué? ¿Hablas en serio? ¡Qué buena noticia! ¿Por qué cambiaste de idea?
—Circunstancias. Proyectamos comenzar dentro de tres meses. Por supuesto, es
un juego de azar.
Francis se puso la chaqueta.
—¿Piensas seguir las galerías de la Trevorgie?
—Henshawe y yo descendimos varias veces. Dios sabe quién hizo todo ese
trabajo, pero el lugar parece un panal de abejas. Son galerías que casi siempre están
cerca de la superficie, pero aún así el nivel inferior está inundado, y no pudimos
explorarlo. De modo que proyectamos instalar una máquina. Creemos que en los
niveles superficiales hay mineral suficiente para compensar la inversión.
—¿Quién invierte el dinero?
—Yo. Vendí la mitad de mis acciones en la Wheal Leisure y conseguí seiscientas
libras.
Ross comenzó a quitarse los guantes. Ambos habían sido cuidadosamente
remendados por Demelza, y durante un momento los miró con desagrado ante la idea
de que ella necesitaba realizar esas tareas.

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—¿Sueles ver a George? —preguntó.
—Desde septiembre no volví a encontrarlo. Nuestra disputa no fue de las que se
olvidan fácilmente.
—¿Definitiva?
Francis lo miró.
—No respondo por lo que pueda ocurrir en el cielo.
—Este entredicho —dijo con cautela Ross— entre George y yo no es de tal
naturaleza que a nadie aproveche mezclarse en el asunto. Y sobre todo a ti te
perjudicaría adoptar una actitud que no fuera… en fin… neutral. Aunque hasta ahora
nada hizo para molestarte, en cualquier momento puede cambiar de idea.
—Mi querido Ross, mi actitud ha sobrepasado con mucho la neutralidad. Quizá
no me aceptes como abanderado de tu tropa, pero me temo que ya no hay muchas
alternativas.
Morena coceó el suelo y relinchó.
—Más de una vez me hablaste —dijo Ross— del dinero que guardas para invertir
en una mina. ¿Cuánto es? ¿Unas seiscientas libras?
Se hizo un silencio tenso.
—Aproximadamente.
—Con mil doscientas libras podríamos hacer mucho.
—¿Sí?
—Quizá.
—Sugieres… que nos asociemos.
—Sí.
—Nada me agradaría más. Pero… casi me has cortado el aliento. ¿Estás seguro
de que lo deseas?
—Si no lo deseara, no lo habría propuesto.
—No… Dios mío, qué mundo extraño. —Francis volvió a enjugarse la frente,
guardó el pañuelo y retiró la tierra del tronco medio cortado.
—Quizás haya que luchar —dijo Ross—. Es posible que te convenga mantenerte
al margen. George tiene el brazo largo.
—Al demonio con George.
—Si esto prospera, no quiero que participen extraños que puedan vender sus
acciones cuando y como les plazca. Pero también puedes perder tu dinero.
—Me gusta apostar… Pero si alguien me hubiese dicho hace seis meses que tú y
yo…
—Uno puede apostar a un hombre tanto como a una mina.
Francis movió las astillas con el pie.
—No puedo garantizar la mina…
—Si eso piensas, es lo único que importa.
—Eso pienso… y gracias.
—Olvida el pasado —dijo Ross—. Toma o rechaza esta propuesta por su interés.

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—Por supuesto, la acepto. Ven a casa y sellaremos el acuerdo con un vaso de
buen brandy.
Mientras caminaban no hablaron. La propuesta de Ross había sorprendido y
excitado a Francis, pero no se sentía tranquilo. Dos o tres veces miró a su primo, que
casi a la puerta de la casa se detuvo.
—Mira, Ross, yo…
—¿Qué?
—No creas que no deseo esto. Podría… significar mucho para mí. Pero antes de
que… de que sigamos adelante, creo necesario decirte algo. Si no fuera por esta
oferta… no sentiría tan profundamente el apremio de decirte algo. Pero ahora… no
debemos dar un paso más en este asunto mientras no sepas…
Ross miró el rostro avergonzado.
—¿Es algo del pasado?
—Oh, Dios mío, sí. Pero aun así…
—Si es cosa del pasado, olvídala. No creo que desee oír lo que te propones
decirme.
Francis se sonrojó.
—Si ese es el caso, creo que tampoco yo deseo oírlo.
Se miraron.
Francis dijo:
—De nuevo los Poldark.
Ross asintió lentamente. Sentía que esta vez no había juzgado mal a su hombre.
—Los Poldark.

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Capítulo 9
La taberna de la viuda Tregothnan estaba atestada.
Dos signos inequívocos de que un cargamento había llegado a la población eran
el relajamiento de la tensión y el aumento de la embriaguez. Por el momento
circulaba más dinero, y el gin y el ron eran baratos. El superficial movimiento de
prosperidad recorría las aldeas, a partir de los hombres que habían participado en el
contrabando, y perdía altura e impulso a medida que se difundía.
Sally Tregothnan —una mujer estrepitosa y jovial de cuarenta y tantos años de
edad— estaba detrás del mostrador que cumplía las funciones de bar, y escuchaba
observaciones y las contestaba. Las cuatro tabernas de la aldea se beneficiaban con
una parte del negocio, pero el local de la viuda Tregothnan era el sitio de reunión del
grupo más selecto. A menudo se llamaba a la viuda Sally Calentamiento.
Oficialmente no podía vender nada más fuerte que cerveza, pero en cierto momento
de la historia de la aldea se había caracterizado por su costumbre de agregar algo a la
cerveza «para calentarse», y eso incluso cuando los clientes ya estaban más que
transpirados. Por lo tanto, la prosperidad acrecentaba considerablemente sus ventas.
Entre los presentes esa noche estaban Ned Bottrell, Jud Paynter, Charlie Kepthorne,
Paul Daniel, Jacka Hoblin y Ted Carkeek. Ciertos hombres, por ejemplo Pally Rogers
y Will Nanfan, a pesar de que representaban un papel destacado en el negocio,
miraban con malos ojos a los bebedores, porque entendían que el alcoholismo
contrariaba los principios metodistas.
Jud Paynter se sentía profundamente feliz. Tenía un vaso lleno de gin frente a sí,
gin en el estómago y público.
—Y bien —dijo—, bien, si quieren saber qué siente uno cuando está en el
tribunal y habla con la voz de la verdad, y el juez, el jurado y todos los abogados
escuchan con la boca abierta, lo diré. Ahí está el jurado formando hileras, como
gorriones en una rama, y los abogados con sus camisones negros, que cualquiera
hubiera dicho que se habían preparado para ir a la cama, y mujeres con sombrillas,
todo el grupo charlando, riéndose y moviéndose, unos junto a otros, mejilla contra
mejilla. Y les aseguro que era un hermoso espectáculo.
—Adelante —dijo Sally Tregothnan—. Adelante.
—Y es cierto. Ni una sola palabra de lo que digo es mentira. Cuando me puse de
pie y miré a la sala, transpiraba como estiércol recién puesto. Pero cuando me animé
les mostré cómo se habla, como si yo hubiera sido el pastor y ellos las ovejas. Por
Dios, a todos ustedes les hubiese gustado oírme.
—Creo que debiste ser predicador —dijo Charlie Kempthorne, que hizo un guiño
a Ned Bottrell.
Jacka Hoblin vació el vaso y miró a Jud con el ceño fruncido.
—Estoy harto y enfermo de oír lo mismo. Repite siempre la misma historia, ya
van varios meses, y nunca la cambia. ¿Quién sabe cómo hablaste ante el tribunal, si el

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único que puede decirlo eres tú?
—Yo te lo digo —afirmó Jud, mostrando indignado sus dos dientes—. Si tienes
orejas para oír, yo te lo digo. Ahí estaba yo, como este jarro, y al lado el juez, donde
está por ejemplo Paul Daniel, pero no sonriendo como un gato que se comió al ratón;
y ahí estaba Ross Poldark, en el banquillo de los acusados, como Jacka Hoblin, pero
no agachado como una gallina que pone huevos; y el juez me dice: «Señor Paynter»,
eso me dice, «¿este hombre procedió mal o no?», y yo le contesto: «Juez», le digo
«este hombre una vez me perjudicó, pero yo no voy a presentar mi protesta donde no
corresponde presentarla, porque quién mejor que Jud Paynter sabe lo que dice el
Libro Santo, que es que si el Señor te pega en un ojo tienes que mostrar el otro y
dejar que también allí te dé un buen puñetazo. Por eso, es justo decir que digo la pura
verdad, y ni una sola mentira, como que digo que este hombre Jacka Hoblin, quiero
decir Ross Poldark, es tan inocente como un niño recién nacido con sus primeros
pañales. Rencor» le digo, «no tengo rencor contra ningún hombre vivo o muerto.
Creo en lo que está escrito para que todos lo lean. No cambiarás los mojones de tu
vecino. No codiciarás a la esposa de tu vecino, ni a su amiga, ni su caballo, ni su
hacha, ni nada que sea suyo».
—¡Eh, cuidado, vas a volcar los jarros con tus manos! —dijo Sally Tregothnan.
—Y así seguí, hasta que toda la gente del salón se derritió y comenzó a derramar
lágrimas calientes, y lo mismo hacían los pecadores endurecidos y las señoritas. Y
entonces el juez mira a la gente y abre los brazos como un centinela que vio la
sardina y dice: «Amigos, amigos, amigos, amigos amigos». —Jud hizo una pausa y
tanteó en busca de su vaso, lo encontró y con un gesto amplio se lo llevó a los labios.
—Qué tontería —dijo Jacka Hoblin con voz desagradable—. Ningún juez habla
así.
—Espera un poco amigo —murmuró Paul Daniel—. Dale un poco de cuerda y se
ahorcará solo.
Pero Jud había perdido el hilo de sus observaciones. Trató de dejar el vaso sobre
el mostrador, hasta que al fin Sally se lo quitó. Se enjugó la frente con la manga de la
chaqueta y miró alrededor con ojos vidriosos. Comenzó a cantar con voz quebrada y
temblona de tenor.
—Eran dos viejos y vivían pobres. Twidle, twidle, twid twidle. Vivían en un corral
de ovejas, sin puertas. Al lado de un olmo.
—Por Dios, ya no puedo soportarlo —dijo Hoblin—. Se cree una tía Sally en la
feria de Navidad.
Charlie Kempthorne tosió y se acercó subrepticiamente a Jacka. A veces el humo
y la bebida todavía le afectaban el pecho.
—Esta mañana vi a Rosina —dijo confidencialmente—. Ya es muy buena moza.
—¿Eh? —dijo Jacka, y lo miró suspicazmente.
—Pronto se casará, ¿verdad? Aunque algunos se desanimarán por esa pierna,
como que cojea.

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Jacka gruñó y concluyó su copa. Charlie parpadeó y miró el ceño fruncido de su
interlocutor.
—No es justo que viva y muera doncella sólo porque tiene una pierna mal.
—Apenas cumplió diecisiete —dijo Jacka mientras llenaba su pipa—. No pasará
mucho tiempo sin que muchos jóvenes vengan a buscarla.
—Tal vez un hombre mayor le convenga más —dijo Kempthorne, y se lamió los
labios.
—Y esos dos viejos —cantaba Jud— no tenían oro. Twidle, twidle, twid. De
modo que se sentían muy mal. A la sombra del olmo.
—Ahora bien, yo —dijo Kempthorne—, solamente como ejemplo, por así
decirlo. No me va tan mal fabricando velas y cosas así. Estoy ahorrando un poco.
Claro que tengo dos hijas, una de…
—Sí —dijo Jacka—, pobres niñas.
—No tienen nada que no se cure cuando crezcan. Lo que necesitan sobre todo es
el cuidado de una mujer. Estuve pensando en Mary Ann Tregaskis, pero…
—Si te acepta. —Cuando estaba en la primera copa Jacka Hoblin no era
particularmente amable.
—Bien, quizás es así. No se lo pregunté. Pero muchas aceptarán la oportunidad.
Tengo un poco de tierra en Andrewartha, para cultivar nabos, y el mes próximo
tendré una carnada de lechones. Y quizá no use la aguja solamente para hacer velas.
La semana pasada compré diez yardas de pana negra en Redruth, a dos chelines la
yarda, y pienso cortar la tela y fabricar pantalones como usan los señores; puedo
venderlo a la gente que quiere parecerse a los señores, aunque no tenga nada que ver
con ellos. Y estoy pensando hacer otras cosas, aquí y allá, y si lo supieras te
sorprenderías.
—¿Sí? —dijo Jacka, y se sirvió otra copa.
—Sí. Y se me ocurre también que a una muchacha que es diestra con la aguja le
vendría muy bien casarse con un hombre que es diestro en lo mismo. Se me ocurrió la
idea.
—Tuviste esa idea, ¿eh? —dijo Jacka y miró apreciativamente a Kempthorne.
Caviló un momento—. Charlie, ¿cuántos años tienes? Creo que casi tantos como yo.
—Sólo treinta y nueve —dijo Charlie.
—¿Y todavía escupes sangre?
—No, hace casi dos años que no escupo sangre. Mira, Jacka, te digo que me
arreglo bien, y que muchas doncellas se verían peor que…
—Tal vez la doncella tenga algo que decir en esto.
—No, Rosina es una muchacha de buen natural, parecida a su madre. Y por
supuesto, también a ti, Jacka. También a ti. Estoy seguro que hará lo que su papá le
diga.
—Sí —gruñó Jacka—, tal vez así sea. Tal vez la criamos de ese modo. Pero no
me gusta apresurar las cosas… excepto cuando es necesario, y parece que ahora no lo

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es.
—¡No quiero apresurar nada! Piensa todo lo que quieras en esto. Y tal vez de
tanto en tanto vaya a ver a Rosina, si no te opones, nada más que para ver cómo lo
toma…
—Y esos dos viejos —cantaba Jud—, iban y venían. Twidle, twidle, twid, twidle;
y entonces vieron salir del suelo a tu tullido. Y debajo del olmo…

Más tarde, esa misma noche, Jud volvió trastabillando a su casa en


Grambler, bajo la tenue luz de una media luna a veces escondida tras las nubes altas y
blancas. La temperatura había descendido. Y si abril no hubiera estado tan avanzado
habría podido preverse una helada. Jud aún se sentía jovial, si bien no del todo a
salvo de presentimientos acerca de la condenación eterna del mundo. De tanto en
tanto olvidaba el asunto y continuaba su canción interminable, para la cual siempre
parecía haber un verso nuevo; de vez en cuando tropezaba en un surco o una piedra, y
remitía al mundo al fuego y las llamas del infierno, del que durante tanto tiempo
había tratado de salvarlo.
Pero después de uno de sus raros períodos de silencio oyó pasos detrás.
El tiempo había calmado parcialmente los temores del otoño y la Navidad, y esa
noche la bebida lo había calentado e infundido valor; se volvió prontamente,
sintiendo que se le erizaban los cabellos al mismo tiempo que echaba mano de su
cuchillo. Era el trecho solitario que se extendía poco antes de llegar al primer cottage
de Grambler; zarzas y matorrales, y unos pocos árboles deformados por el viento.
Eran dos hombres, y en la semioscuridad comprendió con una sensación de
desmayo que eran desconocidos; uno era alto, y llevaba un viejo sombrero echado
sobre los ojos.
—Señor Paynter —dijo el hombre más bajo, y Jud tuvo la sensación de que había
oído antes esa voz.
—¿Qué desean?
—Nada especial. Solamente conversar un poco.
—No quiero conversar. Mantengan la distancia, o les clavo el cuchillo.
—Oh, claro. Ahora es muy valiente, ¿no? Más valiente que en septiembre pasado.
—No sé de qué hablan —dijo ansiosamente Jud, y retrocedió—. No sé una
palabra de todo eso.
—¡Cómo, no recuerda que recibió buen dinero! ¿Eh? Creyó que podía mentir y
salir bien librado, ¿eh? Es muy astuto, ¿no? Muy astuto. Muy bien, Joe, adelante.
El hombre más bajo dio un salto hacia adelante, y el cuchillo de Jud centelleó a la
luz de la luna, pero antes de que pudiese volverse, el hombre alto alzó un pesado
garrote que sostenía en las manos y lo descargó violentamente sobre la cabeza de Jud.
Hubo un relámpago de luz de luna, y luego se le aflojaron las rodillas y se hundió en
la oscuridad.

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Cuando Prudie supo que habían asesinado a su marido lanzo un grito penetrante y
corrió en la luz de la mañana temprana para recibir al cortejo que atravesaba la aldea
en dirección a la choza de los Paynter. Dos viejos vagabundos, Ezekiel Scawen y Sid
Bunt, habían encontrado el cuerpo en la zanja a un costado del camino, y varios
mineros habían traído una tabla y lo llevaban en su último viaje de regreso al hogar.
Nadie sabría jamás si los atacantes se habían propuesto matarlo, o si el golpe
despiadado y la exposición al aire frío de la noche habían sido demasiado para una
constitución debilitada por años de alcoholismo. En general, se creía que el robo
había sido el motivo, y dos marineros tullidos que a lo largo de la costa se dirigían a
Saint Ivés fueron detenidos, y se los hubiera maltratado si no hubieran podido
demostrar que habían pasado toda la noche en la humilde casa del reverendo Clarence
Odgers.
Ross no permitió que Demelza fuese al velorio, pero él mismo se presentó y dio
el pésame a Prudie. En cierto modo Jud se había convertido en una institución, no
sólo en el vecindario sino en la vida del propio Ross. Aunque en los últimos tiempos
se veían poco, Ross siempre había tenido conciencia de que Jud existía, con sus
gruñidos, su afición a la bebida y sus manifestaciones de virtud, por cierto torpes y
tramposas. El distrito ya no sería el mismo sin él. Expresó algo de todo esto a Prudie,
que sollozaba medio cubriéndose la cara con un pañuelo rojo que había pertenecido a
Jud, y que confesó a Ross sus sospechas de que la muerte de Jud era resultado de algo
que había ocurrido en Bodmin, porque desde entonces él nunca se había
tranquilizado, se hubiera dicho que siempre esperaba algo. Y ahora había ocurrido, y
de qué modo. Ross no habló, pero permaneció un momento mirando pensativamente
por la ventana, y considerando la posibilidad. Después de esperar una respuesta,
Prudie renunció y dijo que, en fin, la vida era así, y que ella no sabía cómo se las
arreglaría sin su marido. Y la prima de Marasanvose, que había venido a hacerle
compañía, lloraba en un rincón y se limpiaba la nariz con la manga.
Habían depositado el cuerpo en el pequeño cobertizo anexo que se comunicaba
por la puerta del fondo con la choza de dos cuartos y una sola planta, y después de
contemplar unos instantes a su antiguo criado, Ross retornó a las dos mujeres que
lloraban, y les preguntó si podía prestarles alguna forma de ayuda.
—Lo enterramos el jueves —dijo Prudie, los cabellos sobre el rostro como una
cola de caballo—, y quiero que tenga el mejor entierro. Siempre le gustaron las cosas
buenas, y le daremos lo mejor, ¿verdad, Tina?
—Sí —dijo Tina.
—Jud fue un buen hombre —afirmó Prudie—. Tuvimos juntos momentos buenos
y momentos malos, ¿eh? Claro que a veces era un hombre difícil, pero eso nunca me
importó. Vea, era mi viejo, y ahora que está muerto y se fue, ahora que le pegaron por
la espalda en la noche… ¡Es horrible, horrible pensar en eso!
—Si me informa la hora del funeral, iré a la iglesia —dijo Ross.
—Ned Bottrell está fabricando la caja para él. Quiero que todo se haga bien,

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como si hubiera sido un caballero, ¿sabe? Tendremos himnos, y todo eso. Amo
Ross…
—¿Sí?
—Quiero que me diga si hago bien. Esta mañana, cuando lo adecentamos, fui a
vaciar su bolsa de tabaco, la que llevaba casi siempre, cuando salía, y fue una suerte
que no la tuviese el martes, porque cuando fui a vaciarla, que me cuelguen si no se
desparramaron por todo el suelo muchos soberanos de oro, como ratones que olieron
al gato. Había quince, y él nunca me habló de eso. Cómo los consiguió, el cielo lo
sabe, supongo que con el tráfico, pero lo que me preocupa es saber si está bien gastar
el oro en su entierro.
Ross miró a través de la puerta abierta.
—Prudie, ahora el dinero es suyo, y usted puede hacer lo que quiera. Todo lo que
él tenía ahora es suyo; pero creo que podría usarlo mejor, en lugar de malgastarlo en
un gran funeral. Quince libras es una buena suma, y pueden alimentarla y vestirla
mucho tiempo.
Prudie se rascó.
—Jud habría querido un funeral respetable. Amo Ross, se trata de ser respetable.
Y no me perdonaré si no lo hago. Debemos organizar una comida de despedida para
el viejo. ¿No te parece, Tina?
—Sí-i-i —dijo Tina.

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Capítulo 10
La comida funeraria en honor de Jud comenzó a las dos de la tarde un día
antes del entierro. Prudie había sumergido su dolor en los preparativos, y en el más
espacioso de los dos cuartos se había dispuesto una larga mesa formada por viejas
cajas unidas entre sí. Afuera, otras cajas cumplían la función de sillas y mesas para
los que no habían podido entrar. Y acudieron muchos más, hasta que la lluvia intensa
del anochecer los obligó a retirarse.
En su condición de principal deudo, Prudie había logrado reunir ropas negras
suficientes para impresionar a todos. Su prima le había prestado medias negras, y ella
misma se había confeccionado una falda con un retazo de sarga comprado en la
tienda de la tía Mary Rogers. Una vieja blusa negra de la propia Prudie estaba
adornada con cuentas y un pedazo de encaje deshilachado, y Char Nanfan le había
conseguido un velo negro. Casi irreconocible con ese atuendo, ocupaba el lugar de
honor a la cabecera de la mesa, inconmovible durante toda la comida, y atendida por
la prima Tina, Char Nanfan, la señora Zacky Martin y algunas mujeres más jóvenes.
El reverendo señor Odgers había sido invitado a la comida, pero había declinado
discretamente; de modo que el lugar de honor al lado de la agobiada viuda
correspondió a Paul Daniel, que era el amigo más antiguo de Jud Paynter. Del otro
lado estaba el condestable Vage, que dirigía la investigación del crimen, y entre los
presentes se contaban Zacky Martin, Charlie Kempthorne, Whitehead y Jinny Scoble.
Ned Bottrell, el tío Ben y la tía Sara Tregeagle, Jack Cobbledick, los hermanos
Curnow, la tía Betsie Triggs, y quince o veinte agregados que formaban un grupo
heterogéneo.
Poco después de las dos se inició la comida con una generosa copa de brandy, y
después todos se dedicaron a comer y beber con mucha prisa, como si no hubiese un
minuto que perder. Al comienzo la espléndida viuda comió con más parsimonia que
el resto, introduciendo el alimento bajo el pesado velo como quien lo desliza bajo un
visor. Pero cuando el brandy calentó sus entrañas recogió el emblema del duelo y
engulló lo mismo que el resto.
Alrededor de las cinco había concluido la primera parte del festín, y cuando
comenzaba a ponerse el sol, muchas de las mujeres iniciaron la retirada, pues tenían
que atender a sus familias o sus hogares, y el número de personas en la habitación se
redujo a una veintena. Era el doble de los que hubieran podido respirar decentemente
en un espacio muy estrecho y que ya estaba lleno de humo, vapor y olor de tabaco.
Ahora circulaban los porrones de brandy, ron y gin, con agregados de agua caliente y
azúcar según el gusto. En ese momento comenzaron los himnos. Se permitió que los
dirigiese el tío Ben Tregeagle, en su condición de decano del coro de la iglesia; y Joe
Permewan trajo su violón y le arrancó sonidos que parecían de metal oxidado.
Cantaron todos los himnos conocidos y algunos desconocidos, y después pasaron a
los cantos patrióticos. Cantaron cuatro veces «Dios salve al Rey» y dos «Y

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Trelewney morirá», y unas pocas cantinelas que no eran demasiado audaces desde el
punto de vista más formal.
Pero nadie se sentía formal, y Prudie menos que nadie; con la nariz brillante como
una lámpara de tormenta, dejó que la persuadieran y se puso de pie y entonó una
canción cuyo coro decía:

«Y cuando murió, cerró los ojos, y nunca más vio el dinero».

Después, la tía Betsie Triggs se puso de pie y ejecutó su famosa danza, y


concluyó sentada en las rodillas del condestable Vage. El rugido que saludó la hazaña
se convirtió en un silencio avergonzado, porque de pronto todos advirtieron que
estaban pasando el límite.
Prudie enfundó los pies en desharrapadas chinelas de tela de alfombra, y con
movimientos lentos volvió a incorporarse.
—Mis queridos, queridos amigos —dijo—, os ruego que no me prestéis atención.
No hagáis caso de mi dolor. Y tampoco del viejo que está allí, y que mañana
enterrarán. No es más que un asunto personal entre él y yo. No hay motivo que os
obligue a estar quietos como ratoncitos sólo por eso. Comed, bebed y haced lo que
queráis, porque a él no le importa lo que yo haga con su dinero, ahora que comienza
su largo descanso. —Encogió los grandes hombros y sus ojos resplandecieron—.
Maldición, no sé cómo pudo hacer para ocultarme durante tantos años el oro. Lo
escondió a su propia esposa, sí, eso hizo. O quizá no soy su esposa, pero estoy tan
cerca de serlo que a nadie le importa.
Charlie Kempthorne emitió una risita, pero el condestable Vage le dio
solemnemente un codazo en las costillas, y movió la cabeza; ese no era lugar
apropiado para divertirse.
—Dios mío —dijo Prudie, e hipó—. Si queréis saber la verdad, mi viejo era un
sepulcro blanqueado. Un viejo gato salvaje, que siempre andaba por los tejados. Y
astuto como un zorro. Antes hubiera confiado en una comadreja. Pero ahí está, así
son las cosas, y nadie lo negará. Sí, era mi viejo.
Paul Daniel gruñó. Después de la diversión, todos se sentían sentimentales y
llenos de licor.
—Y cuando bebía, sabía hablar. Hablaba. Mejor que muchos predicadores, e
incluso que los predicadores dominicales. Pero durante meses lo vi decaído. Y no por
lo que le hicieron esos ladrones y asesinos. Es que estaba muy viejo. Eso era. Había
vivido una vida difícil, y al final sentía los efectos.
Se sentó bruscamente antes de concluir, porque las rodillas ya no la sostenían. El
condestable Vage se puso de pie. Fuera de sus funciones policiales, desempeñaba el
oficio de carpintero de carretas.
—Hermanos y hermanas —dijo—. Como todos saben muy bien, no soy muy
dado a los discursos; pero no sería justo que termináramos este festín sin dedicar

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algunos pensamientos a nuestro querido hermano Jud, que acaba de partir para los
campos floridos y los verdes prados del paraíso. Hombres perversos lo abatieron,
pero no duden de que la ley los descubrirá. —Entrelazó las manos sobre el estómago.
—Atención, atención —dijo Prudie.
—De modo que no debemos olvidar la silla que aquí quedó vacía. —Vage paseó
la vista por la habitación, pero no pudo encontrar ni siquiera un cajón vacío—. La
silla vacía —repitió—. Y es justo y propio que hagamos un brindis por nuestro
querido hermano que ya no está.
—Sí-i-i —dijo Tina.
—Por nuestro querido hermano —dijo Prudie, alzando su vaso.
Todos ofrecieron el brindis.
—Que descanse en paz —dijo Joe Permewan.
—Amén —dijo el tío Ben Tregeagle, sacudiendo sus aros.
—Es una vida miserable —dijo la tía Sara—. De la cuna a la tumba en un abrir y
cerrar de ojos. Así lo veo todo. Salimos y entramos. Es mi trabajo, pero me hace
pensar.
—Amén —dijo el tío Ben.
—Preferiría dedicarme a limpiar pescado —dijo Betsy.
—Muchos darían bastante más trabajo que Jud —dijo Sara—. Tiene el cuerpo
grande, pero alrededor del vientre no era tan redondo como yo sospechaba.
—Amén —dijo el tío Ben.
—Acaba con tus «amén» —dijo Prudie—. Todavía no estamos en la iglesia.
Mañana podrás decir tus rezos.
Charlie Kempthorne comenzó a reírse. Se reía y se reía, hasta que al fin, todos
trataron de acallarlo, por temor de que despertase a los invitados que ya dormían en el
suelo.
—No me preocupa mucho lo que hago por los vivos —dijo Betsy—. Pero cuando
ya no viven me impresionan. Ni siquiera me atreví a tocar al pobre Joe… y fue mi
propio hermano más de cincuenta años. —Comenzó a llorar suavemente.
—Vamos, Ned —dijo Prudie—, quita la espita de ese barrilito de brandy. Tengo
tanta sed como una gata con nueve cachorros. Todavía es temprano.
Bottrell le dirigió un guiño y pasó al cuarto contiguo, que ese día había servido de
cocina. Prudie se recostó en el asiento, los brazos macizos cruzados, examinando la
escena con expresión satisfecha. Hasta ahí todo había funcionado bien. La mayoría de
los invitados que habían permanecido en la casa dormirían allí toda la noche, y al día
siguiente, grato pensamiento, todo recomenzaría. El entierro sería al mediodía, de
modo que si hacía buen tiempo sacarían temprano el ataúd para depositarlo frente a la
puerta sobre sostenes formados por sillas y cajones. Los restantes participantes del
duelo volverían después del desayuno, y todos comenzarían a cantar himnos. Un
himno y un vaso, otro himno y otro vaso, hasta más o menos las once de la mañana.
Después, los portadores levantarían el ataúd para llevarlo unos cien metros, y Ned

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Bottrell debía marchar atrás con un jarrón de brandy, y todos cantarían un himno y
beberían un trago, y después otros cien metros, y más tragos, hasta que llegaran a la
iglesia. Debían llegar hacia las doce, si es que lo lograban. Prudie recordaba el
notable funeral de Tommy Job, en que los portadores habían caído al suelo,
inconscientes, cuando todavía les faltaba casi un kilómetro.
La tía Sara Tregeagle dijo:
—Vean, cuando comencé a preparar muertos, solía impresionarme, y entonces
recitaba un pequeño encantamiento que había aprendido de la abuela Nanpusker, que
practicaba la magia blanca: «Dios nos salve de mistificaciones, conjuraciones,
toxificaciones, encantaciones, fumigaciones, manchaciones, demoniaciones, y
condenaciones. Amén. Romero, hierba lombriguera, agavanzo, hierba de gracia». Y
así nunca sufrí ningún daño.
—Bendito sea el Parlamento —dijo Prudie.
—Amén —hizo eco soñoliento el tío Ben.
Pero el modo en que Ned Bottrell irrumpió en el cuarto nada tenía de adormilado.
No traía el barrilito de brandy, y tenía el rostro demudado.
—Desapareció —gritó.
—¡El brandy! —exclamó Prudie, poniéndose bruscamente de pie—. ¡Caray!
¿Quién lo robó? Hace una hora estaba ahí…
—¡No pueden ser los tres barrilitos! —dijo el condestable Vage, instantáneamente
alerta—: Los hubiéramos oído. No pueden mover tres barrilitos sin que…
—No —exclamó Ned Bottrell, imponiéndose a las voces—. No la bebida, ¡el
cadáver!

Poco a poco, en un clamor de voces cada vez más estridentes, consiguieron


que hablase. Inducido por la curiosidad mórbida y el orgullo profesional, había
llevado la linterna de la cocina para echar una ojeada en el cobertizo, solamente,
como él mismo había dicho, para ver si el viejo estaba cómodo en su bonita caja
nueva. Y ahí estaba el ataúd pero el cuerpo había desaparecido.
Algunos se mostraron tan impresionados como Ned, pero Prudie tomó
firmemente las riendas del asunto. Primero dijo que Ned estaba borracho como una
cuba y no podía ver con claridad, y que apostaba una guinea a que el viejo aún estaba
allí. Pero cuando Ned la invitó a ver personalmente, Prudie dijo que le dolían los pies,
y envió al condestable Vage. Cuando Vage, aclarándose bastante la garganta y
palmeándose el estómago, regresó para confirmar la versión, Prudie vació otro vaso y
se puso de pie.
—Son esos ladrones de cadáveres —dijo con voz retumbante—. Ya saben cómo
es. Y creo que los mismos que lo robaron lo hicieron cadáver el lunes por la noche.
Vamos, hijos míos.
Con movimientos decididos y enérgicos, una docena de personas, dirigidas ahora

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por la viuda, pasaron al cobertizo y miraron fijamente la caja fabricada por Ned
Bottrell. Parecía una excelente muestra de artesanía, e incluso en ese momento de
crisis Ned no pudo abstenerse de dirigirle una mirada admirativa. Pero estaba
absolutamente vacía.
Prudie casi la vuelca, porque se sentó bruscamente sobre el borde, y rompió a
llorar.
—Vamos, vamos —dijo Paul Daniel, a quien habían despertado de un profundo
sueño y llevado allí sin ofrecerle mayores explicaciones—. Nadie dirá que murió
súbitamente. Todos estábamos preparados para lo peor.
—Claro que se lo llevaron súbitamente —dijo Joe Permewan—. Lo que quisiera
saber es adónde lo llevaron
—No podemos hacer un funeral si no hay a quién enterrar —dijo Betsy Triggs—.
No sería decente.
—Bueno, bueno —dijo Paul Daniel, palmeando los largos cabellos de Prudie—.
Querida, debes tener valor. Más tarde o más temprano todos llegamos a lo mismo.
Ricos y pobres, caballeros y pueblo, santos y pecadores. Debemos tener valor.
—¡Qué cuelguen el valor! —gritó Prudie, reaccionando con ingratitud—. ¡Tócate
tu cabeza! ¡Quiero saber qué hicieron con mi viejo!
Hubo un breve silencio.
—Debemos mirar —dijo el condestable Vage—. Quizá no esté muy lejos.
Esta sugerencia pareció más promisoria que no hacer nada, de modo que se
encendieron otras dos linternas. Cuando abrieron la puerta vieron que llovía
intensamente, y la noche era muy oscura; pero después de algunos comentarios y
vacilaciones se organizaron tres pequeños grupos de búsqueda, mientras las mujeres
regresaban a la habitación principal para consolar a Prudie.
Prudie se mostraba inconsolable. Era una verdadera vergüenza, afirmó. Tener
marido y después no tenerlo, así veía ella el asunto, y sostenía que no podría
sobrevivir a tanta indignidad. Betsy Triggs estaba en lo cierto, no era posible
organizar un entierro si no había a quien enterrar. Los malditos ladrones y asesinos no
sólo le habían arrebatado al viejo, sino que incluso la habían privado del placer de
enterrarlo decentemente. Al día siguiente vendrían todos para presenciar un buen
funeral, y había tres jarros de brandy todavía intactos, y todos esos pasteles y esas
tortas, y el predicador a quien habían comprometido, y la fosa para depositar el ataúd,
y no había qué poner allí. Era más de lo que un ser humano podía soportar.
La tía Sara Tregeagle pensó que podía ayudar a matar el tiempo relatando algunas
anécdotas de los muertos a quienes había preparado, y el caso de un hombre que
había fallecido con las rodillas flexionadas; pero aparentemente nadie deseaba
escuchar, de modo que en definitiva decidió callarse, y reinó el silencio.
Comprobaron que ese silencio era casi tan insoportable como la situación anterior, de
modo que el tío Ben, a quien se había disculpado de participar en la búsqueda a causa
de la edad, se volvió hacia Joe Permewan, a quien se había disculpado de la búsqueda

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a causa del reumatismo, y le pidió que tocara algo. Joe dijo que de acuerdo, era
precisamente lo que había pensado proponer, y se apoderó de su violón, pero estaba
tan saturado de bebida que cuando llegó el momento de tocar el ruido que produjo era
incluso peor que el silencio. Según dijo Prudie, era exactamente como si estuviese
pasando el arco sobre sus propias tripas.
Entonces Ben sugirió que entonaran a coro alguna cancioncilla, pero nadie estaba
dispuesto a ello, y Prudie comenzó a irritarse ante los ronquidos de Jack Cobbledick,
tumbado en un rincón, bajo la ventana. Afirmó que era agregar el insulto al insulto.
De todos modos, parecía imposible despertarlo, y por lo tanto los ronquidos
continuaron impertérritos.
Y entonces, Betsy Triggs oyó pasos que se acercaban a la puerta y todos
esperaron ansiosos, para ver qué noticias traían los hombres que habían salido a
buscar.
Jud Paynter entró cojeando. Vestía su mejor ropa interior y estaba muy mojado y
muy contrariado. El mantel que había tomado prestado de la taberna que se levantaba
del otro lado del camino no lo había protegido mucho de la lluvia.
—Veamos —dijo pomposamente—. ¿Qué significa todo esto? ¿Y dónde está mi
pipa?

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Capítulo 11
La recuperación de Jud fue durante nueve días la maravilla y el escándalo
del distrito. Los médicos y los farmacéuticos que no se habían molestado con él
cuando presuntamente estaba muerto, ahora recorrían a caballo largas distancias para
ver la rareza que había sanado. Lo escudriñaban y auscultaban, y tomaban muestras,
y aludían a largos nombres en latín. Recetaban febrífugos y antimonios, y le
insertaban sedales y le administraban enemas, y uno de ellos incluso pretendió
disparar una pistola junto a la oreja de Jud, con el propósito de ayudar a disipar una
posible fiebre. Pero el lenguaje de Jud frustró todas las maniobras. Después del
primer impulso de su recuperación volvió a estar enfermo, y yació en el lecho con
una venda sucia alrededor de la cabeza, mirando hostil a sus torturadores.
La gente común del distrito también acudió a verlo, pero cuando comenzó a
mejorar, la presencia de los visitantes lo irritaba tanto que Prudie ya no pudo
permitirles que entraran en la choza. Pese a todo, se reunían junto a la ventana y
espiaban entre las tablas rotas; y cuando Jud los veía gritaba y maldecía, y les
arrojaba cuanto proyectil tenía a mano, de modo que Prudie se vio obligada a ocultar
incluso sus mejores botas. No se sentía excesivamente agradecido de su retorno al
mundo de los vivos; su principal sentimiento era la cólera ante la actitud de Prudie.
—Condenada estúpida —dijo a Ross cuando este fue a visitarlo—. Condenada
estúpida. Gasta todo mi dinero en el funeral, y yo ni siquiera estoy muerto. ¡Todo mi
dinero! Se lo bebieron, ni más ni menos que si lo hubiesen echado a la acequia.
¡Tanto hubiera valido regalárselo a las cornejas!
—¿Cuándo recuperaste el sentido?
Jud explicó con dignidad que había yacido inmóvil en su ataúd, y de pronto la
lluvia que se filtraba a través del techo había comenzado a caerle en la cara, y eso lo
había despertado. Explicó que en ese momento soñaba con gin, pero el sabor no era
apropiado, y cuando se sentó la primera vez en el ataúd había creído que estaba en el
mar, navegando en la One and All. Había llegado a la conclusión de que había
tormenta, y por lo tanto decidió abandonar su camastro y subir a cubierta, pero
cuando llegó allí llovía más intensamente que nunca, y vio árboles, y comprendió que
en definitiva estaba en casa.
—Tenía sed, y crucé el camino y entré en la taberna de Jake, y pedí una gota de
licor para calmar la sed, y maldición, no podía creerlo, todos echan a correr y gritan
como conejos ensartados, y se atropellan unos a otros para salir por la puerta del
fondo… y me dejan solo. Así que yo vacío todas las copas que ellos abandonaron, me
pongo el mantel sobre la cabeza y vuelvo a casa, para ver a Prudie.
—Ella pensó que el dinero era suyo —dijo Ross—. Todos te creían muerto.
Prudie quería que tuvieses un buen funeral.
—Lo que ella quería era pescarse una buena borrachera, eso quería. Y estaban
todos bebidos, borrachos como hormigas junto a un jarro de mermelada. Y con mi

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dinero. Cuando me golpearon tenía quince soberanos de oro. Y ahora qué tengo, ¿eh?
¡Tres soberanos y dos barrilitos de brandy, y un ataúd de madera apoyado contra la
pared, como un gran reloj sin reloj! ¡Le digo que no es justo!
Durante las semanas siguientes Jud se recuperó lentamente. Cojeaba apoyado en
un bastón, arrastrando un poco la pierna, y no quería hablar con nadie. Tampoco
recibió de buen talante las preguntas de los amigos. Era casi imposible ir a beber una
copa sin que le preguntaran cómo era el Paraíso, o si el Arcángel Gabriel había
respondido a su llamado, y si ahí arriba había o no gin o brandy. Toda su vida había
sido un hombre irritable, pero su situación actual era casi intolerable porque no podía
expresar en palabras lo peor del asunto. Se había arriesgado a sufrir represalias para
conseguir el dinero, y ahora había soportado la represalia y también perdido las
guineas. Si alguna vez llegaba a ver al Arcángel Gabriel, sin duda los espectadores
tendrían mucho que contar.
El primer viernes de mayo Ross y Francis cabalgaron hacia Truro, para adoptar
las decisiones definitivas acerca de la inauguración de la mina. Explicaron parte de
sus planes a Harris Pascoe, en la trastienda del banco, y Pascoe miró atentamente a
los primos y se preguntó cuánto duraría la sociedad. Conocía únicamente los aspectos
más superficiales de los malentendidos entre ambos, nada sabía de la amistad que los
había unido en la juventud, y se sentía agradecido porque se le evitaba la necesidad
de negarles un préstamo para apuntalar la iniciativa. Francis dijo:
—Hay un punto sobre el cual yo tengo el acuerdo de Ross. Deseo poner a nombre
de mi hijo mis intereses en esta mina.
—¿A nombre de su hijito? Es apenas un niño, ¿verdad?
—Debo mucho a los Warleggan, y hace poco disputé con la familia. Debo
reconocer que hasta ahora no ejercieron presión sobre mí; pero usted sabe cómo se
llevan Ross y los Warleggan, y si se enteran de que nos hemos asociado quizás
intenten perjudicarlo atacándome. Si estos intereses pertenecen a Geoffrey Charles
nadie podrá tocarlos.
—Podemos arreglarlo. Por supuesto, la posesión de este tipo de propiedad por un
niño menor puede determinar algunas dificultades especiales. ¿No preferiría poner
todo a nombre de su esposa?
Francis se miró los dedos.
—No. No deseo eso.
—Muy bien. Así lo haremos. ¿Cuándo piensan iniciar los trabajos?
—El primero de junio —dijo Ross—. Las máquinas ya están casi totalmente
listas, pero por supuesto al comienzo no necesitaremos equipo de bombeo.
—¿Has comprado una Boulton y Watt?
—En realidad, no. Henshawe nos ha recomendado mucho a dos jóvenes
mecánicos de Redruth, y creemos que pueden construir una máquina más eficiente y
de menor costo.
—En todo caso, procuren no enredarse en litigios. Watt tiene la patente principal,

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y creo que seguirá siendo válida varios años.
Poco después visitaron a Nat Pearce, quien debía redactar el contrato de sociedad;
más tarde comieron en la posada del «León Rojo». Francis debía realizar gestiones,
de modo que dejó a Ross en compañía de Richard Tomkin, que se les había unido
durante la comida. Tomkin tenía noticias de muchos de los ex socios, pero Ross
habría recibido de buena gana las novedades en otra ocasión y no ahora, cuando hacía
lo posible por olvidar las circunstancias que habían prevalecido doce meses antes.
Tomkin continuó diciendo que había oído que Margaret Vosper, antes Cartland,
antes nadie sabía qué, había abandonado a su marido y que ahora conversaba con sir
Hugh Bodrugan.
—Está claro, está claro —dijo Ross, mientras pensaba: «Santo y bueno si evita
que él venga a olfatear mi hogar como un viejo gato sarnoso».
Abandonaron la mesa y se dispusieron a descender. Desde lo alto de la escalera
vieron a George Warleggan que subía.
Tomkin vaciló, miró a Ross, advirtió que su expresión no variaba, y continuó
bajando un peldaño detrás. Ahora George los había visto, pero no hizo ningún
esfuerzo por excitarlos. En realidad hubiera sido imposible rehuir el encuentro; tenían
que cruzarse en el recodo de la escalera. Ross había continuado descendiendo como
si el otro no hubiese existido, pero George apoyó su largo bastón de caña contra la
baranda a la altura de la cintura, impidiéndole seguir. Era un gesto peligroso.
—Bien, Ross —dijo—. Un encuentro afortunado. Hace mucho que no nos vemos.
Ross lo miró.
—En efecto, así es.
Un rubí grande como una arveja despedía destellos orientales sobre la corbata de
fina tela de George. En comparación, Ross tenía un atuendo más que modesto.
George dijo:
—No tienes tan buen aspecto como la última vez que te vi. ¿Quizá la angustia del
proceso?
—Tú tampoco —dijo Ross—. ¿Quizás alguna decepción?
—Por Dios —George golpeó la baranda con el bastón—, no sé qué podría
decepcionarme. Mis empresas me dan muchas satisfacciones. A propósito, oí decir
que inicias una nueva.
—Como de costumbre, tienes la oreja bien pegada al suelo —dijo Ross—. ¿O
quizás al agujero de la cerradura?
Nadie como Ross era capaz de evocar el sentimiento de inferioridad que anidaba
en la profundidad de la conciencia de George. Era tanto el factor más firme en su
búsqueda de poder como el ingrediente más importante de su odio a Ross; por cierto
un elemento mucho más destacado que cualquiera de las razones más obvias. Retiró
el bastón.
—Me gustan los jugadores. Especialmente los que se arriesgan cuando la suerte
no los favorece.

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—Un buen jugador —dijo Ross—, siempre sabe antes que otros cuándo la suerte
comienza a volverle la espalda.
—Y un mal jugador lo cree aunque no sea cierto. —George rio—. Debo confesar
que me divirtió un poco el socio que elegiste. ¡Nada menos que Francis! ¿Olvidaste
lo que hizo a la Compañía Fundidora Carnmore?
Ross sabía bien que Richard Tomkin escuchaba con profunda atención. Dijo:
—A propósito, uno de los testigos que compareció en mi proceso fue atacado
hace apenas tres semanas, y casi murió como consecuencia de las heridas que le
infligieron matones a sueldo. No me gustaría pensar que esta clase de represalia
tiende a convertirse en práctica corriente.
La expresión de sorpresa en los ojos de George pareció auténtica. Se apoyó contra
la pared para permitir que dos personas subieran la escalera.
—Debe tener mucho tiempo libre la criatura dispuesta a ejecutar venganzas
personales con la chusma aldeana. Pero ¿por qué crees que tuve algo que ver con ese
asunto?
—Quienquiera que esté manejando los hilos, se equivoca si piensa que la
intimidación puede provenir de un solo lado. Como sabes, los mineros tienen su
propio modo de manifestar el desagrado que sienten.
—Todos tenemos nuestro propio modo —dijo cortésmente George—. Oh, oí decir
que vendes parte de tus acciones en la Wheal Leisure… una de las pocas empresas
realmente lucrativas del condado. Estoy seguro de que es un grave error.
Ross tenía entornados los gruesos párpados.
—El tiempo lo dirá.
George agregó:
—De cuarenta y cuatro empresas organizadas en Cambóme e Illuggan durante los
últimos diez años, ahora sólo funcionan cuatro. En la Leisure tenías una rara
combinación de mineral abundante y drenaje fácil. En la Grace ciertamente no
dispondrás del mismo drenado. ¿Qué buscas, oro?
—No —dijo Ross—, la libertad de considerarme dueño de mi alma.
George enrojeció y respondió prontamente, con desprecio:
—Supongo que sabes dónde consiguió Francis el dinero que invierte en tu mina,
¿verdad?
—Tengo cierta idea. Fue muy amable de tu parte.
—Sí, nosotros los Warleggan le pagamos… por servicios prestados. Seiscientas
libras… o treinta monedas de plata.
En la taberna los hombres discutían acerca de un jarro de cerveza: las voces
ásperas y sordas parecieron a Tomkin semejantes a la reverberación de un gastado
mecanismo de relojería que no alcanzaba a impulsar a las figuras inmovilizadas en la
escalera. Y entonces, antes de que él pudiese hacer nada, comenzaron a moverse.
Ross extendió una mano y aferró la corbata de George. Lo había irritado desde el
momento en que la vio. Atrajo a George hacia sí y lo sacudió. Durante un instante de

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sorpresa George nada hizo, y sintió que se ahogaba cuando la corbata comenzó a
apretársele alrededor del cuello; entonces levantó el bastón para golpear a Ross en la
cabeza. Ross aferró la mano en la muñeca y consiguió doblarla. George alzó el otro
puño y aplicó a Ross un golpe terrible sobre el costado de la cabeza. Perdieron el
equilibrio y cayeron sobre la baranda, que como era bastante sólida no cedió. Tomkin
se acercó y trató de apelar al sentido común de ambos, pero no le hicieron caso;
durante un momento estuvieron más allá del sentido común; en la taberna, un hombre
los había visto y llamaba al tabernero.
Con el rostro púrpura, George alzó de nuevo su enorme puño, pero no estaba bien
afirmado y parte de la fuerza del golpe se perdió. El bastón cayó a la planta baja, y
Ross, que no podía sostener el peso, golpeó a George en la boca. Después, soltó la
corbata y aferró por la cintura a George. Como dos toros se balancearon en la
escalera, apartando de un empujón a Tomkin. No había espacio suficiente para
desplegar la fuerza que cada uno poseía, pero Ross había llevado una vida más dura.
George sintió que sus pies perdían contacto con la escalera. Cada vez más
encolerizado por esa exhibición, buscó los ojos de Ross con los pulgares; pero ya era
demasiado tarde. Se sintió alzado por el aire y pasó sobre la baranda. En el último
momento trató de aferrarse a algo, y sólo consiguió desgarrar la pechera de la camisa
de Ross. Con gran estrépito cayó sobre el piso de la taberna, aterrizando sobre una
silla y una mesita, y destrozándolas como si hubieran sido cerillas.
Ross trastabilló, jadeó y escupió, y comenzó a descender la escalera. Le sangraba
la frente, y la sangre le empapaba una ceja y le corría por la mejilla. George se
retorcía y gemía sobre el suelo. El tabernero llegó corriendo y se detuvo
desconcertado ante el espectáculo; después, se acercó al pie de la escalera.
—Capitán Poldark, señor… ¡Qué vergüenza! ¿Qué significa todo esto…? Señor
Warleggan, ¿qué ocurrió…? ¿Está herido, señor? Capitán Poldark, quiero una
explicación… Señor Tomkin, por favor deme una explicación. Es inconcebible que
dos caballeros… una mesa y dos buenas sillas… y quizá dañaron la baranda. Capitán
Poldark…
Cuando Ross llegó al último peldaño, el pequeño posadero se interpuso en su
camino; Ross vio el chaleco rojo, y con el último destello de una cólera tal como no
la había sentido durante años, lo apartó de su camino. Había querido hacer sólo un
gesto, pero el hombrecito trastabilló y se sentó bruscamente contra el entarimado, y
de la pared cayó un plato y se rompió a su lado. Cuando Ross salió de la posada,
George Warleggan estaba incorporándose.

En Nampara estaban cortando heno. Ese año la cosecha era buena, y John y
Jane Gimlett y Jack Cobbledick trabajaban con la ayuda de dos de los niños Martin
más pequeños, supervisados con cierta irritación por Demelza, a quien se había
prohibido participar directamente en la tarea. En esos tiempos se le prohibían muchas

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cosas, y a ella no le agradaba. Se sentía muy bien, y era una pena holgazanear cuando
había tanto que hacer.
Era un día luminoso, con una fuerte brisa del sureste, y después de comer no
retornó al campo con los cosechadores de heno, sino que alimentó a su pequeño
grupo de aves de corral y realizó algunas tareas menudas de la casa, todo eso con un
aire inquieto, como si la mera actividad no le aportase en sí misma ninguna
satisfacción. Verity le había escrito la semana anterior, informando con visible
aprensión que sus dos hijastros al fin irían a visitarla, pero la mayor parte de la carta
era una demostración de cariñosa inquietud con su acompañamiento de consejos.
Demelza pensó: «Por cierto que no me fatigo demasiado; no se me ofrece la
oportunidad de hacerlo; Ross azuza a los Gimlett, y me vigilan como perros
guardianes. En nada me asombraría que ahora mismo dejaran las hoces y vinieran
corriendo a ver si todo está bien».
Se acercó a la puerta principal y paseó la vista sobre el jardín. El invierno benigno
lo había favorecido, y las flores prosperaban. Se le ocurrió que era extraño que las
mujeres se parecieran a un jardín, florecían con el tiempo cálido y el frío las
amustiaba. El viento agitaba los tulipanes; arrancó uno o dos, deshojados, y después
volvió a atravesar la casa y se dirigió a la pequeña caseta donde los quesos estaban
madurando; levantó los lienzos para comprobar que no se formaba moho, y se paseó
entre los cobertizos. Desde allí, el sendero avanzaba hacia el Campo Largo y el
promontorio, más lejos.
Ese día el mar estaba bastante agitado; las olas rompían en la playa Hendrawna
como novias que acuden presurosas a sus bodas, formando un velo de espuma. Cerca
de las rocas la marejada se suavizaba, y los velos se rezagaban y hundían, y el encaje
blanco primero se combinaba con el verde superficial, y luego se disipaba en una
nube abigarrada y luminosa que se hundía más profundamente. Pasando las
rompientes había dos botes pesqueros que venían de Santa Ana. Se volvió y comenzó
a bajar, abriéndose paso entre la sinuosa hojarasca de los nuevos matorrales, en
dirección a la caleta de Nampara.

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Capítulo 12
La súbita gresca con George Warleggan había dejado a Ross en un
torbellino de pensamientos coléricos. No recordaba ninguna ocasión de su vida en
que hubiese perdido así los estribos. El rostro de George, las burlas de George, la
influencia opresora de los Warleggan sobre toda su vida, habían estallado
repentinamente en un momento de furia incontrolable. Había existido por lo menos
una ocasión anterior en la cual hubiera sido más razonable entregarse a la cólera; pero
así ocurrían las cosas. Ahora, había sobrevenido el estallido, y con más fuerza.
(Comprendió que había tenido suerte porque George no había muerto, es decir,
porque él no lo había matado. Por el modo en que estaba incorporándose entre las
ruinas de la mesa, podía deducirse que no se encontraba gravemente herido). Pero la
noticia de la pelea se difundiría como el fuego en el matorral seco. Al cabo de una
hora estaría en los labios de todos los habitantes de Truro; y un día después… No era
que eso importase, lo que importaba era el tema de la disputa. Ahí estaba la ponzoña.
Y era ponzoña no sólo en los labios de la gente, sino en la mente de Ross; y una
simple gresca no podía exorcizarla. Mientras se lavaba y compraba una camisa
nueva, trató de considerar razonablemente el asunto.
Que en cierto sentido Francis había revelado el plan de la empresa fundidora era
una circunstancia que Ross más o menos había logrado aceptar. Había ocurrido algo,
y era necesario no hacerle caso y olvidarlo. Para todos los que lo habían visto durante
los últimos doce meses era evidente que Francis soportaba remordimientos de
conciencia. Bien, todo eso había concluido. Nadie podía estar seguro de que la
empresa no habría fracasado igualmente sin la ayuda de Francis; y si en efecto había
existido traición, el episodio era fruto de un acceso súbito de cólera durante la disputa
acerca de la fuga de Verity. A Ross jamás se le hubiera ocurrido que Francis podía
venderlos deliberadamente por dinero: incluso ahora, basado en su conocimiento del
carácter de Francis, rechazaba esa hipótesis; y el impulso que lo movía a rechazarla
era el factor que había desencadenado la pelea; precisamente porque la insinuación
no podía negarse con palabras, había sido necesario apelar a la violencia.
De modo que había disputado en defensa del carácter de Francis, y sin embargo el
defensor no sabía muy bien qué defendía. Una situación incómoda. Los menudos e
ingratos detalles confirmatorios se agrupaban y persistían. Era evidente que los
Warleggan habían entregado el dinero a Francis. ¿Podía suponerse que la explicación
de Elizabeth —presumiblemente obtenida de Francis— era razonable? ¿Los
Warleggan habrían estado dispuestos a perder seiscientas libras en mérito a un
principio? ¿Qué razón, fuera de la repugnancia ante su propia traición, podía tener
Francis para negarse a gastar el dinero mejorando sus comodidades y en relación con
su propia conveniencia? ¿Por qué la ventana principal de Trenwith no había sido
objeto de reparaciones elementales?
¿Y qué si todo eso era verdad? Si era verdad, más valía ir al estudio de Pearce y

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decirle que no perdiese el tiempo redactando un documento que a nadie serviría. Pero
¿cómo podía estar seguro? Sólo preguntando directamente a Francis. Y de todos
modos, la pregunta misma, que indicaba que el propio Ross lo creía capaz de
traicionar por dinero, significaba el fin de la asociación. Conocía bastante bien a
Francis, y sabía a qué atenerse.
A pesar del incidente, debía realizar algunas compras triviales. Ross las hizo
envuelto en una suerte de rojiza bruma de cólera, que lo convirtió en una tribulación
para los tenderos. Mientras le mostraban sus mercancías los comerciantes miraban
con curiosidad la frente lastimada y el rostro contraído. A veces pensaba que George
era un mentiroso y que merecía lo que le había ocurrido; y otras las dudas ponzoñosas
volvían a insinuarse. ¿Esa enormidad era lo que Francis había querido confesar en
Trenwith el mes anterior?
Si llegaba a conocerse la causa de la pelea y la gente creía en lo que George podía
decirles, Francis se encontraría en una situación imposible. Ross había entrevisto la
expresión de Tomkin. Si la gente creía a George, Francis no podría volver a mostrar
la cara en Truro.
Felizmente, Trencrom había pagado, y en ese momento decisivo Ross no estaba
tan escaso de dinero. Cuatro yardas de cinta rosada, cuatro yardas de cinta azul, a seis
peniques la yarda. Siete yardas de festón de encaje a cinco chelines. Era muy
probable que cuando regresara a su casa descubriese que había equivocado las
medidas y los colores, pero Demelza se arreglaría, como siempre se arreglaba. Más
tela de toalla. La propia Demelza hubiera comprado todo eso cuando aún podía
montar, pero en ese momento no disponían de dinero. Un par de mantas. Había un par
a dieciséis chelines, y otro a doce. En un súbito impulso de economía compró las más
baratas, y después despilfarró la diferencia en varias yardas de terciopelo carmesí,
destinado a un vestido que Demelza usaría cuando su cuerpo recuperase la forma
normal.
Ya estaba acercándose la fecha. Cuanto antes mejor. Un peine nuevo. Era su
motivo usual de queja. Los rompía peinándose los largos cabellos.
¿Qué diría Demelza cuando le comunicara la novedad? Siempre se había
inclinado por la reconciliación… pero ¿lo habría exhortado a perdonar y olvidar si
esto era cierto? Quizá dijese: ¿Por qué dar oídos a una absurda acusación de George?
Que los primos riñeran era exactamente lo que él deseaba.
Eso era mero sentido común. Y si se enemistaban, ¿quién podía financiar la
mina? Su propio dinero no alcanzaría para mucho. ¿Quizá todos los planes de los dos
últimos meses acabarían en nada, sin intentar siquiera el esfuerzo? Era exactamente
lo que George deseaba.
Cuando estaba terminando sus compras, Ross advirtió que había convenido
encontrarse con Francis en la posada. Ahora no podía ser. Lamentaba haber derribado
al pequeño posadero —debería ocuparse de compensarle los daños y el insulto—
pero ahora no podía volver. (Quizá George decidiera que la querella debía tener

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repercusiones formales, pero Ross lo dudaba: tal vez George hubiera deseado
encontrarse con Ross en una pelea a puñetazos, y en un lugar con más espacio para
maniobrar que una escalera, pero era improbable que arriesgase el pellejo apelando a
las armas contra un soldado. De todos modos, podía preverse que en el futuro se
libraría entre ambos una guerra franca).
Se dirigió a la taberna de las «Siete Estrellas» y despachó a un mensajero que
conocía de vista a Francis, ordenándole que lo esperase a la entrada del «León Rojo».
Después se instaló en un rincón oscuro, pidió brandy y trató de definir su propia
actitud antes de la llegada de su primo. De lo que ahora decidiese, del fruto de su
razonamiento, obtenido con absoluta libertad de elección, debía derivar el esquema
general del futuro. Todo se haría o desharía, podría desarrollarse o frustrarse, ser
fecundo o estéril de acuerdo con esa decisión. Mañana, ya sería tarde. Se le ofrecían
dos alternativas, no tres. Podía rechazar la palabra de George, y aceptar la de Francis.
O reclamaba una aclaración de Francis —con su inevitable resultado— o confiaba en
la integridad de su primo. Incluso un compromiso podía ser fatal. No hacer caso de
todo lo que George había dicho y permitir que su versión le envenenase la mente era
peor que una ruptura clara y tajante.
En el rincón, el reloj de pie emitía su tic-tac. Fuera, en la calle estrecha, el viento
tibio agitaba el polvo en remolinos de arena; alzaba los faldones de las levitas y
desordenaba la peluca de un caballero anciano y grueso que, apoyado en un bastón,
las piernas inseguras, pasó caminando penosamente frente a la posada; empujó una
pelota de papel tentadoramente cerca del hocico de un gato que miraba. A unos
quince kilómetros de distancia, el bote movió su ancla unos pocos centímetros, y los
cabellos oscuros cubrieron el rostro de Demelza, mientras ella tiraba de la línea vacía.
En la posada, saliendo del rincón oscuro frente a Ross, un hombre se puso de pie y se
acercó. Era Andrew Blamey, el marido de Verity.
Ross lo miró fijamente, tratando de ordenar sus pensamientos; y luego, más por
instinto que en un gesto consciente, se puso de pie y aceptó la mano extendida.
Blamey dijo hoscamente:
—Bien, señor, creo que no nos vemos desde hace más de dos años.
—Sin duda bastante más que eso. —Hubo una vacilación perceptible—. ¿Quiere
tomar asiento?
—Ahora rara vez vengo a Truro, pero debí traer la goleta de un amigo que no
conoce bien el río, y ahora estoy esperando la diligencia de las cinco para regresar a
casa.
Conversaron varios minutos, aunque ninguno de los dos se sentía del todo
cómodo. Andrew Blamey preguntó con real interés por la salud de Demelza. A Ross
siempre lo sorprendía el hecho de que Demelza parecía gozar del respeto de tantos
hombres de carácter muy difícil. Francis estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por
ella. Sir John Trevaunance le había enviado la semana anterior algunos duraznos de
invernadero. Estos hombres no pertenecían a la categoría de individuos como

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Bodrugan y Treneglos, que le prodigaban atenciones porque Demelza los excitaba
físicamente y era ingeniosa.
A su vez, Ross preguntó cortésmente por Verity, y advirtió una sombra en el
rostro de Andrew.
—¿Acaso no está bien?
—No, gozaba de excelente salud cuando la dejé esta mañana. —Se aclaró la
garganta—. Hay un problemita… aunque seguramente, para una persona ajena a mi
familia… Mañana mis dos hijos vendrán por primera vez a visitarnos, y yo estaré en
el mar.
Ross desvió los ojos hacia la puerta. Mientras su dilema personal se desplazaba
del centro exacto de su atención, trató de concentrarse en lo que decía el marino.
—El H. M. S. Thunderer llegará a Falmouth esta noche o mañana temprano. Hace
dos años que no veo a James; por mi parte, creí que estaría en casa toda la semana, de
modo que ordené a mi hija, que hasta ahora se había negado a venir —creo que
sencillamente por timidez— que nos hiciera una visita. Pero anoche el Arwenack
chocó con una nave hundida, de modo que tuvo que entrar a puerto para ser reparado.
En definitiva, mañana sale el Carolina en lugar del Arwenack.
El tiempo se le acababa… Y Ross aún no se había decidido. Tardíamente, la
mirada y el pensamiento inquietos, tratando de abarcar todos los problemas con un
solo movimiento, advirtió que lo amenazaba otra situación explosiva. Durante los
últimos siete años Francis y Blamey habían disputado violentamente cada vez que se
habían encontrado. Era necesario advertir a Blamey, pedirle que se alejase. Y sin
embargo… si a él se le reclamaba un gesto de confianza, perdón y comprensión, ¿por
qué los demás no debían hacer lo mismo?
Dijo bruscamente, con voz un tanto áspera:
—En sus viajes ve algo de Europa. ¿Cuáles son a su juicio las perspectivas de
paz?
Blamey se sorprendió un poco ante el nuevo sesgo de la conversación.
—¿Qué? Bien, fuera de Lisboa no veo gran cosa de Europa. Pero oigo muchas
cosas. Esa ciudad es como una caja de resonancia. En todas partes la gente está muy
nerviosa.
—¿A causa de Francia?
—A causa de los partidos revolucionarios. Brotan por doquier, fomentados por
los franceses. Me refiero a las minorías de Alemania, Austria y Portugal, que en
realidad son fieles sólo a París. Ahí está el peligro, porque si estalla la guerra es
probable que hagan causa común con los franceses, y contra sus propios
compatriotas.
—Hay grupos parecidos en Inglaterra, pero creo que hacen más ruido que el que
corresponde a su verdadera fuerza.
—Sí, en Inglaterra. En otros lugares no estoy tan seguro de ello.
—¿Y el humor de los franceses?

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Blamey se encogió de hombros.
—Por supuesto, uno oye la versión de los emigrados. Pero si las condiciones del
país llegaran a ser intolerables, me inclinaría a pensar…
Se interrumpió. Francis había entrado.
Reinaba la oscuridad en la posada de techo bajo, sobre todo si uno venía de la
calle luminosa; de modo que sólo vio a Ross. Se acercó sonriente a la mesa.
—Bien, oí decir que estuviste jugando ciertos juegos de salón con George. Te ha
dejado sus señales. Pero según afirman, él tiene un hombro dislocado, y apenas puede
sostenerse. ¿Cuál fue la chispa que…?
Francis vio a Blamey y se interrumpió. Blamey se puso bruscamente de pie, como
un perro dispuesto a la pelea.
Y de pronto Ross vio perfilarse claramente la situación. Los segmentos dispersos
de su propio problema se ordenaron gracias a esta nueva situación, en la cual era
apenas más que un espectador. Si hubiera tenido tiempo para reflexionar, el resultado
que le ofrecía su mente tal vez le habría parecido una esquematización; pero ya no
disponía de tiempo. Aquí estaba la prueba de fuego para Francis. Perdónanos nuestras
deudas…
Francis dijo:
—Usted…
Ross se puso de pie.
—Siéntate, Francis. Pediré una copa para ti. En el rostro de Francis se dibujaba de
nuevo la antigua arrogancia.
—Gracias, no te molestaré si estás con esta compañía…
Ross dijo:
—Es la última oportunidad de olvidar el pasado.
Algo en su voz llamó la atención de Francis. Miró a Ross, y Ross lo miraba.
Francis se sonrojó y vaciló.
Incómodo, con el ceño fruncido, Blamey también miró a Ross. Aunque no sabía
muy bien por qué, ambos alcanzaron a percibir el significado especial del momento.
Ninguno de los tres habló durante unos instantes, mientras el mensajero que había
traído a Francis se paseaba cerca, esperando su propina. Ross se la dio y ordenó
brandy para todos. El muchacho se alejó y los tres hombres quedaron de nuevo solos.
Blamey dijo:
—Por mi parte, jamás quise reñir.
Francis se quitó el polvo del puño de la camisa, y tragó algo.
—Parece que mi hermana considera agradable su nueva vida —dijo con acritud.
—Así debe ser —dijo Ross—. Es natural que una mujer se case, y no podemos
pasarnos la vida peleando como gallos en un estercolero.
—En todo caso, no tiene en cuenta mi aprobación o desaprobación…
—Se sentiría mucho más feliz con una reconciliación —dijo Blamey—. Por eso
la deseo.

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Lo había dicho bien. Francis desvió los ojos hacia el centro de la taberna, y al
muchacho que regresaba, y metió las manos en los bolsillos como si buscase algo.
—Si es así…
El muchacho dejó las bebidas y se retiró. Ross miró con severidad a los dos
hombres, y la nueva herida en la frente formaba un trazo rojizo y colérico sobre el
blanco de la cicatriz. No pensaba decir una sola palabra más. Ahora era el turno de
Blamey y Francis. Si no podían hallar la forma apropiada, él se desentendía del
asunto.
Tuvo cierta lógica que Francis hiciera el gesto decisivo. Se sentó sobre el brazo
de la silla y recogió su vaso.
—Ross, después de esta gresca los Warleggan perderán los estribos. Yo mismo
estuve varias veces a punto de pelear con George, pero nunca encontré la
oportunidad. —Miró a Blamey, pareció que hablaba con esfuerzo—. Quizá ya conoce
la novedad. Ross y George Warleggan se encontraron en la escalera del «León Rojo»
esta tarde, y Ross levantó en el aire a George y lo arrojó a la planta baja. Ya se
comenta en toda la ciudad. —Miró a Ross—. ¿Supongo que es verdad?
—Un tanto exagerado, pero en esencia fue así.
Blamey había vuelto a ocupar su asiento. Con los dedos imprimía un movimiento
giratorio a su vaso, pero no bebía.
—Verity me habló de una pelea cada vez más agria. Pero ¿cuál fue la causa de lo
que ocurrió hoy?
Ross desvió los ojos hacia el gran reloj de pie. Eran casi las cinco.
—No me gustó su corbata.

Demelza había pescado dos pequeñas barbadas, que evidentemente eran


muy ingenuas, porque en general los peces no picaban. No los censuraba. La carnada
olía demasiado, incluso para la caballa. Después de un rato decidió renunciar a su
intento; y devolvió al agua los peces que había obtenido, ya que su valor como
alimento no justificaba todas las preguntas y las inquietudes, y lo que sería casi una
reprensión.
Volvió los ojos hacia la costa por primera vez en los últimos minutos, y advirtió
que el ancla seguramente se había movido un poco, porque estaba casi fuera de la
boca de la caverna, y la tierra parecía más lejana que de costumbre. Era una visión
agradable, los peñascos oscuros y bajos, la curva de la arena, los guijarros y la
vegetación rala donde el Mellingey desembocaba en el mar. Uno podía sentir y ver el
movimiento de las olas que dejaban atrás las rocas y se dirigían hacia playa
Hendrawna.
Se acercó al extremo del bote y recogió el ancla. Después, volvió a su asiento,
empuñó los remos y se puso de cara al mar. Unos pocos golpes de remo y estaría en
la playa.

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Le hubiera gustado saber cómo le había ido a Ross en Truro. Esa aventura de la
Wheal Grace se había iniciado sin que ella lo supiera, y aunque de ningún modo se
proponía criticar el hecho consumado, el proyecto nunca había conquistado su
aprobación sin reservas. La Grace era el disparo en la oscuridad, la conjetura que
podía resultar errada. Era el tipo de riesgo en el cual uno podía incurrir cuando estaba
en condiciones de perder un millar de libras, no cuando vivía al borde de la
insolvencia.
Aquí, la brisa soplaba con bastante intensidad, y el bote era tan liviano, casi sin
quilla, que tendía a desviarse de su curso. Varias veces Demelza corrigió el rumbo
después de mirar atrás, y la tercera vez se sintió un poco alarmada cuando comprobó
que no estaba más cerca que antes de los arrecifes. Hasta ahora había impulsado los
remos sólo con los brazos, sin utilizar para nada el cuerpo, pues sabía que en eso
debía tener cuidado; pero ahora comenzó a imprimir más fuerza a los remos, y la
reconfortó ver que el bote respondía sobre el mar que se balanceaba.
Aunque su propio pensamiento le parecía un tanto desleal, a veces sospechaba
que con su plan de explotación de una nueva mina Ross había permitido que su juicio
se deformase a causa de su hostilidad a los Warleggan, de modo que su deseo de
liberarse de la interferencia de esta familia lo había inducido a una actitud
excesivamente optimista acerca de la Wheal Grace. Demelza sabía que Francis era
también un jugador, pero mucho menos astuto que Ross, de modo que su
participación en el plan no servía para tranquilizarla. En cuanto a los demás, la
actitud que adoptaban era lógica. Henshawe arriesgaba un centenar de libras, de las
que podía prescindir sin preocupación. Los dos jóvenes mecánicos de Redruth
recibirían el pago por su máquina a medida que la montaran. Los mineros y los
paleadores tenían sus salarios mensuales; los tributarios invertían únicamente su
tiempo y su paciencia; los Poldark arriesgaban todo lo demás.
Había estado remando dos o tres minutos, confiada en que ganaba terreno, pero
cuando volvió la cabeza advirtió que había avanzado en diagonal, y que el bote se
dirigía hacia las peligrosas rocas de Punta Damsel. Estaban apenas a seis o siete
metros de distancia, y el mar se deslizaba entre las rocas y las golpeaba, sin mucho
estrépito, pero elevándose y bajando lo suficiente para desfondar un bote. Demelza
desvió prontamente el rumbo, y al hacerlo perdió la mayor parte del terreno ganado.
Cuando estaba corrigiendo otra vez el curso, comenzó a experimentar una sensación
extraña. Al principio creyó que era un poco de mareo. Y después comprendió que no
se trataba de eso.
En la cima del arrecife, medio en sombras, medio al sol, algunos grajos y algunas
chovas estaban peleando. El movimiento de las alas negras que chocaban unas con
otras producía destellos como azabache. El cielo era un manto de un celeste
indefinido, con débiles hilos de nubes iluminadas por el sol que se desplazaba desde
el sur. Demelza comenzó a remar con más fuerza, poniendo en ello todo su empeño, y
consciente ahora del riesgo que corría. En las raíces de sus cabellos oscuros, a los

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costados de las sienes, comenzaron a formarse minúsculas gotitas de sudor. Se
mordía el labio inferior, y tenía los ojos ensombrecidos.
Pensó: «Bien, la culpa es mía, solamente mía. De modo que llego a la playa o me
hundo. Será una hermosa noticia para Ross». Después, durante un instante le pareció
que debía renunciar al esfuerzo, que durante dos minutos necesitaba sacrificar su
propia vida hundiendo la cabeza entre las rodillas; pero cuando advirtió que el
horizonte se desdibujaba y oyó el ruido del mar que le asaltaba por todas partes,
decidió insistir. Una bestia, un demonio, se había apoderado de ella, y era renunciar o
morir.
Después, cuando le pareció que era imposible seguir respirando, el dolor se alivió
bruscamente. La playa estaba ahora visiblemente más cerca. La distancia era mínima.
Como un espejismo, bailoteaba sobre el hombro de Demelza, seduciéndola con su
arena segura y seca y su promesa de hogar.
Las chovas se alejaron volando, a escasa altura sobre la cabeza de la joven, con
pintas rojas en las patas; estaban derrotadas; los grajos se instalaban triunfantes en los
huecos del arrecife. Ahora los veía más lejanos. Estaba progresando. Pero la Bestia
volvió a acercarse, acechando la oportunidad de golpear. Demelza pensó: «Ross
volverá a casa a las siete; y yo no estaré allí, y jamás volveré. Pero tengo que
arreglármelas para llegar. No tendrá con quien hablar de la mina. La Wheal Grace.
Llamada así por su madre. Quizá la suerte lo favorezca. Por una vez». Se había
levantado la casa con el producto de la explotación de la mina. Otrora la minería
había aportado buenos beneficios. Trenwith se había construido gracias a la
Grambler. Tehidy gracias a Dolcoath; la mitad de las grandes residencias de Cornwall
reconocían ese origen. Pero también se había perdido bastante dinero.
Como deseoso de frustrar sus esfuerzos, perversamente, el viento había cobrado
más intensidad, y la marea impulsaba el liviano bote hacia el mar abierto. Quizás
alguien la vería, algún poblador que se paseara sobre el arrecife. O si ella dejaba que
el bote derivase, uno de los pesqueros de Santa Ana seguramente podría verla.
Mientras tuviera vida…
Inesperadamente una ola rompió bajo el bote, y Demelza falló el golpe de remo;
el bote se movió, como si un brazo seis veces más fuerte que el de la joven hubiese
impulsado el remo. Ella miró hacia atrás y vio que estaba casi en la playa. Era el
extremo menos apropiado de la pequeña caleta, junto al río, un lugar poco protegido,
donde rompían las olas; pero ahora podía servir. Trató de guiar la embarcación, pero
una segunda ola la desequilibró y casi arrojó al mar a su ocupante. Después, el bote
cayó sobre la playa, y golpeó las piedras, y el agua se retiró de nuevo con ruido de
succión, y un repiqueteo y un rugido. Demelza cruzó el borde del bote, y cuando otra
ola rompió en la playa la joven saltó al agua y aferró el bote, tratando instintivamente
de llevarlo hacia la costa. El esfuerzo la agotó, y ella jadeó y renunció al intento. Se
había lastimado. Después, se abrió paso entre las aguas que retornaban al mar, y se
encontró apoyada con las manos y las rodillas sobre la arena seca. La Bestia había

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regresado, y Demelza permaneció allí, acurrucada, e incapaz de moverse, bajo el
dominio de su enemigo.
Transcurrieron tres minutos. Las olas continuaron marcando su ritmo; pero el sol
se había ocultado tras una minúscula nube. Despojada de su color, la caverna pareció
súbitamente sórdida y fría, y el mar cobró un aire peligroso. Casi en el interior de la
caleta, las aguas depositaron el bote volcado, los remos perdidos y una plancha
desfondada.
Demelza consiguió moverse y se puso de pie. Estaba empapada, y apenas podía
sostenerse. Se estrujó el frente de la falda y la blusa, y penosamente comenzó a subir
el valle en dirección a la casa.

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Capítulo 13
La tarde siguiente Verity estaba de pie frente a la ventana de su casa, ante la
Bahía de Falmouth, atenta a la llegada de la diligencia de Plymouth. Habría temido el
encuentro que se avecinaba incluso en la compañía de Andrew. Pero ausente su
marido, en los momentos ocasionales de pánico, la situación le parecía insostenible.
Después, trataba de reaccionar y se preguntaba qué podía temer, salvo cierto
embarazo, de dos jóvenes que aún no eran más que adolescentes.
Aunque James seguramente estaba en la ciudad desde hacía varias horas, aún no
había aparecido. Verity miró el reloj que estaba detrás, y en ese momento el cuerno de
la diligencia sonó claramente. Desde allí no podía ver el vehículo, pero lo imaginaba
entrando en el patio de la posada, los caballos ensillados, los pasajeros que
descendían, las campanillas que sonaban, los marineros que bostezaban en la puerta,
el hombre a quien ella había enviado para que encontrase a Esther explorando los
rostros; y la propia Esther, la joven, medio mujer, el rostro que había visto en esa
miniatura, pero ahora cinco años mayor.
Verity se volvió hacia el pequeño espejo circular y se miró. La joven la vería
vieja, desaliñada: la usurpadora. La juventud emitía juicios implacables; tenía sus
propias normas inflexibles, y aún no había aprendido lo suficiente para saber que el
tiempo demostraría que eran arbitrarias. Permaneció de pie, inmóvil, hasta que sonó
la campanilla de la puerta; después, respiró hondo y bajó. Masters estaba en la puerta,
con una muchacha delgada, bastante alta.
—¿Tú eres Esther? Entra, querida. Estaba esperándote. Seguramente estás
cansada. Masters, lleve arriba la caja; ¿conoce la habitación? Entra, querida.
La mejilla estaba fría. El rostro un poco ancho en los pómulos, los ojos grises
atractivos, sinceros pero reservados, levemente hostiles.
—La señora Stevens está acostada, tiene algo en el estómago —explicó Verity—.
Hace varias semanas que no se siente bien. Te preparé comida.
—Gracias, señora. ¿Puedo ir primero a mi habitación?
—Por supuesto. Baja cuando lo desees.
De nuevo en el salón del primer piso, Verity se acercó a la ventana. No había
demostrado el más mínimo calor. ¿Quizá su propia bienvenida sonaba a falso?
Un buque correo de tres mástiles desplegaba sus velas mientras se desplazaba
lentamente entre otras naves, hacia el mar abierto, aprovechando la primera marea. El
Percuil, del capitán Buckingham, con destino a las Indias Occidentales. Con un
esfuerzo, Verity se sentó, y retomó su bordado. Una amistad serena y sin reservas.
Ella era la adulta, y debía determinar el ritmo de la relación.
Esther estuvo ausente largo rato, pero cuando entró, sin la cofia, parecía tener más
edad. Verity se puso de pie.
—Esther, te serví aquí la comida. Cuando estoy sola siempre tomo mis comidas
en esta habitación, porque me encanta mirar los barcos.

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—Sí, señora.
—Esos ojos. Tan pequeños y tan directos. ¿Quizás era temor, y no hostilidad?
—Tu padre se sintió muy decepcionado porque tuvo que zarpar. Durante mucho
tiempo esperó con ansia este momento.
—No me dijeron que no estaría aquí… hasta que ocupé mi asiento en la
diligencia.
Durante la comida la joven tomó con desgana su alimento. Algunas leves marcas
de viruela en las mejillas afeaban la pureza de su piel clara.
—Esther, ¿sabes que tu hermano está en el puerto?
—Sabía que debía venir. Ignoraba que estaba aquí.
—Esta mañana el Thunderer echó anclas. Tu padre recibió una nota de James el
mes pasado, cuando llegó una fragata con correspondencia.
—Sí, lo sabía.
De modo que había escrito a su hermana.
—Creo que estuvo con la Flota de las Indias Orientales… ¿Eres feliz en la
escuela?
—Sí, señora. La abandono a fines de este año.
Conversaron un rato, pero no hubo progresos. La joven rechazaba las preguntas
del mismo modo que un espadachín rechaza los asaltos peligrosos. Era imposible
acercarse a ella. Con un sentimiento de desánimo en el corazón, Verity se puso de pie
y se acercó a la mesa para trinchar la carne. Preveía un fin de semana de pesadilla que
concluiría en un fracaso total. Esther se marcharía, y cuando Andrew regresara sabría
que ella había fracasado.
—Creo que no te pareces a tu padre, ¿verdad, querida?
La falta de respuesta de Esther la había obligado a decir eso. Sentía que los ojos
de la joven le perforaban la espalda.
—No, señora. Me parezco a mi madre.
—Oh, no lo sabía… Bien, creo que serás muy atractiva.
—Mamá era muy bella —dijo Esther—. Ojalá me le parezca en eso.
Verity alzó los ojos y de pronto descubrió que el espejo oval de superficie
convexa reflejaba la mesa. La muchacha estaba sentada, muy erguida en su silla, y el
vestido blanco con volantes caía en una cascada desde los hombros estrechos. Su
rostro tenía una extraña expresión de orgullo y resentimiento. El cuchillo que Verity
sostenía vaciló, y se deslizó sobre la carne. Bajó los ojos.
—Por supuesto —dijo Verity—, no pretendo reemplazar a tu propia madre, pero
confío en que siempre me considerarás una amiga cariñosa y bien intencionada.
—Usted sabe que mi padre la mató, ¿verdad? —dijo Esther.
Las dos mujeres callaron.
Verity se volvió.
—Sé todo lo que deseo saber. —Depositó el plato frente a su hijastra—. Que
hubo un terrible accidente y…

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—Él la mató. Después, la gente siempre quiso inculcarme una idea diferente,
¡pero yo lo sé! Lo encarcelaron, ¿no es verdad? Ella no tenía parientes cercanos. Y
me enviaron con los parientes de mi padre. Ellos trataron de envenenar el recuerdo de
mi madre, pero nunca lo conseguirán. Sé que era buena y una santa. ¡Lo sé!
Verity acercó su propio plato y se sentó. El dolor y el resentimiento confirieron
cierta aspereza a su voz.
—Sé que no es un tema apropiado para que lo discutamos. Por favor, concluye tu
comida.
—De modo que también usted, señora, me prohíbe hablar de mi madre.
—Claro que no. A menos que hablar de tu madre signifique hablar contra tu
padre.
—El puede hablar, y hablar mucho, por sí mismo. Ella sólo me tiene a mí.
A Verity le latía aceleradamente el corazón.
—Está muy bien —dijo— que pienses y hables de tu madre. Pero no está bien
que caviles constantemente acerca de su muerte. Recuerda la felicidad que ella tuvo,
no la…
—Jamás fue feliz.
Las miradas de ambas se encontraron.
—¿Cómo lo sabes? —dijo irritada Verity—. Creo que es necesario que nos
entendamos, Esther…
Verity se interrumpió, y escuchó fuertes golpes en la puerta de la calle. Pensó:
«No puedo enfrentar ahora al otro. Entre ellos lograrán… No puedo. No puedo».
Finalmente, Esther bajó los ojos.
—Es James —dijo.
Permanecieron sumidas en mortal silencio, y oyeron la puerta principal que se
abría y ruidos de pasos que subían la escalera. Los pasos vacilaron un momento, y
después se oyó un golpe en la puerta, y esta se abrió y entró un muchacho de robusta
contextura. Más moreno que su hermana, ataviado con el elegante uniforme de un
alférez naval, los cabellos rizados, los ojos pardos.
—Caramba, me preguntaba si había alguien a bordo —dijo con voz
innecesariamente resonante—. Como la puerta estaba sin llave, supuse que por lo
menos encontraría una guardia. Buenos días, Essie. Has crecido. —Sus ojos se
volvieron hacia Verity—. Sospecho que usted es…
Con gran esfuerzo, Verity se puso de pie.
—Entra, James. Estuve esperándote todo el día.
El joven cerró la puerta con un fuerte golpe.
—¿Es usted la señorita Verity? —Bien, lo era. Ahora soy…
—¡Ah! Lo sé. ¿Puedo llamarla tía? De ese modo partimos por el medio la
diferencia, por así decirlo. Lamento no haber coincidido con mi padre. De haber
sabido que zarpaba, le habría cantado cuatro frescas al capitán, para obligarlo a que
se diese prisa. Él y yo estamos en buenos términos, a pesar de que él dicta la mayoría

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de los términos.
Se acercó, depositó su capa sobre el escaño de la ventana, palmeó la cabeza de
Esther, se aproximó a Verity, y la miró de arriba a abajo. Era más alto que ella.
—Tía, he oído hablar mucho de usted.
Apoyó las manos sobre los hombros de Verity, y la besó debajo de la oreja.
Después, le dio un abrazo que la dejó sin aliento.
—Me disculpará estas libertades —dijo, hablando como si estuviese al aire libre,
en un lugar azotado por el viento—, pero no todos los días de la semana uno consigue
una nueva madre. Cuando recibí la carta estábamos en Penang, así que dije: «Vamos,
muchachos, brindemos, porque tengo una nueva madre, eso es siempre mejor que
conseguirse una esposa, ya que significa más comodidad y menos responsabilidad».
No escribí nunca porque no soy bueno con la pluma, pero le aseguro que bebimos
mucho a su salud.
—Gracias —dijo Verity, que de pronto sintió una súbita oleada de calor—. Ha
sido muy amable de tu parte.
—Bien —miró alrededor—, me alegro de volver a casa. Aunque debo decir que
las paredes tienen una incómoda fijeza. Sabe, creo sinceramente que esa es la razón
por la cual los marinos se emborrachan apenas llegan a tierra; de ese modo el puente
se mueve otra vez, que es lo que están acostumbrados a sentir. Querida Esther, no me
mires con esa cara.
—No has cambiado nada —dijo Esther.
El muchacho se volvió y rio de buena gana mirando a Verity.
—Señora, eso no fue un cumplido. ¿Me guardó la cena?
—¡Sí, por supuesto! —dijo Verity—. La señora Stevens está acostada, de modo
que yo la traeré.
—¡Nada de eso! Yo mismo bajaré. Es decir, si confía en mí lo suficiente para
dejarme ir a la cocina. La señora Stevens no me lo permitiría.
—Baja y trae lo que desees —dijo Verity.
Comieron en un silencio inconmovible hasta que James regresó.

—Señora, ¿nunca estuvo a bordo de un buque de línea? —dijo James,


estirando, las piernas satisfecho—. Quizá pueda arreglarlo. Claro que me gustaría
saber si aceptarán que es mi verdadera madre. No, es demasiado joven. De todos
modos, las madrastras tienen derechos. ¡Ah! Creo que podré organizar algo.
—Quizás Esther quiera venir.
—No, gracias, señora.
—A Essie no le agrada el mar. Peor para ella. Pero creo que usted habría sido un
buen marinero.
—Falta verlo, porque jamás navegué. ¿Quieres azúcar, James?
—Mucho azúcar. Que la cucharita no se hunda. Y con respecto a navegar con mal

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tiempo, nunca supe lo que era una tempestad hasta que nos pescó un huracán frente a
las islas Nicobar…
—¿Azúcar, Esther?
—Gracias.
—Habíamos iniciado una expedición contra los piratas malayos, cuando comenzó
la borrasca… —Firmemente embarcado en su relato, James hablaba y bebía, bebía y
hablaba. Esther no había demostrado ninguna cordialidad hacia su hermano, y se
mantenía inflexible. Sus ojos aún exhibían una expresión ofendida y hostil, como si
acabase de presenciar algo vergonzoso, como si el mundo estuviese contra ella, y ella
supiera que sólo esperaba la oportunidad de aplastarla.
—… Desplegamos la botavara, aseguramos los botes, atamos mejor los cañones,
y cerramos todas las compuertas de los puentes inferiores, después afirmamos sobre
cubierta las cuerdas del mástil principal; en resumen, todo lo que podía aumentar la
seguridad y la resistencia del barco. ¿Me entiende, o las palabras la confunden?
—Bastante —dijo Verity—, pero continúa.
—¡Ah! Bien, con las cuatro campanadas estalló el huracán, y el mar era un
infierno; una cosa terrible. Después de una hora, o cosa así, quise entrar, pero mi
camastro estaba completamente empapado, de modo que pensé que estaría más seco
sobre cubierta. —James rio, e hizo vibrar los adornos de la habitación. Su risa
contagiosa indujo a reír también a Verity—. Ahora que lo recuerdo parece cómico,
pero esa vez, entre olas que hubieran podido inundar una isla y el huracán que
chillaba como cien loros hambrientos, otro gallo nos cantaba.
—Creo que iré a acostarme —dijo Esther—, si me disculpan. Verity dijo:
—Seguramente estás cansada después del viaje. ¿Quieres permanecer acostada
toda la mañana?
—Gracias, siempre me despierto temprano. Buenas noches, James. Buenas
noches, señora.
De nuevo Verity tocó la fría mejilla, y la joven salió de la habitación. James dijo:
—¿Tiene inconveniente en que fume, señora? Es una fea costumbre que uno
contrae.
—No, claro que no.
—Pues bien, el capitán me llamó a la toldilla de popa, y cuando estaba llegando
oí que le decía al teniente: «La nave está trabajando muy bien en esta tormenta», dice
el hombre, «pero debemos capear el temporal. Llame a toda la tripulación, y que cada
uno ocupe su puesto». «Las velas no soportarán la fuerza del viento», dice el teniente.
Y el capitán responde: «Debemos correr el riesgo», dice, «porque el viento cambió de
rumbo, y estamos acercándonos a Sumatra». Señora, yo no me preocuparía por Essie.
No es tan inflexible como quiere aparentar.
El cambio de tema fue tan brusco que Verity medio sonrió. Pero no habló.
—Dios mío, todos creen que tiene mal carácter; pero la mitad de la cosa es pura
apariencia. En realidad, diferentes personas reaccionan de distintos modos frente a la

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misma cosa. Por supuesto, usted sabe lo de mi madre. ¡Ah! Pues bien, puede decirse
que el asunto fue tan malo para ella como para mí; y sin embargo se equivocaría.
Cuando ocurrió eso yo tenía ocho años y Essie nueve. Al año siguiente, cuando
cumplí los nueve, levé anclas y empecé a navegar; me desprendí de todo el asunto
como una pequeña fragata desprende el agua de mar que embarcó cuando estaba
distraída. Pero Esther… Esther ha sido como un barco sin velas. Se quedó varada a
causa de la impresión, y desde entonces navega sin timón. No trató de olvidar el
asunto, y en cambio caviló y caviló, y convirtió a su madre en una santa. Y ella no era
una santa ni nada parecido; Dios me perdone por decirlo. Y cuando conoce a una
persona, y sobre todo a alguien que se une a la familia como usted, ese rasgo de su
carácter sale a la luz, y ella parece un caso sin remedio. Ya le dije a mi padre que hay
que mandarla a dique seco; nadie puede navegar bien con la quilla rota… le ruego
que me perdone, tía, si parece indelicado, pero es la verdad. En fin, a medida que
pasen los días mejorará. Recuerde lo que le digo.
Verity levantó su copa y volvió a dejarla, y se miró las manos.
—Oh, James, cuánto me alegro de que hayas venido. Y de que podamos ser
amigos. Me alegro tanto de que… —Se interrumpió, sofocada.
El rio, con una risa brusca e infantil.
—Tía, me parece que pasaré la mayor parte de mi licencia cuidándola.
Se oyó otro golpe en la puerta de la calle.
Verity dijo:
—No hay más hermanos o hermanas, ¿verdad?
—No, que yo sepa. Aunque si los hubiera, sería interesante verlo, ¿verdad?
Quédese en el puente, señora. Veré quién es.
Cuando él bajó, Verity se acercó a la ventana. El día tocaba a su fin, y sobre la
bahía el cielo estaba cubierto de nubes. Tres pesqueros, uno con las velas color cobre
y dos con velamen blanco, se desplazaban serenamente como cisnes que vuelven a su
lugar de descanso. Verity no conocía al hombre que estaba en la puerta. Había venido
a caballo.
James subió los peldaños de cuatro en cuatro.
—Es un hombre con una carta para usted, y tiene que entregársela en propias
manos. Dice que se llama Gimlett.
Gimlett. El criado de Ross. Demelza…
—Oh —dijo Verity, y bajó a escape la escalera.
—¿La señora Blamey?
—Sí. ¿Tiene un mensaje para mí?
—Una carta, señora. El capitán Poldark me pidió que se la entregase
personalmente.
Con movimientos excitados y aprensivos, Verity manipuló el sello, y al fin
consiguió abrirlo. La carta era muy breve.

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Querida Verity:
Tenemos un hijo. Nació ayer por la noche, después que pasamos algunos
momentos de ansiedad; pero hasta ahora ambos están bien. Se llamará
Jeremy. Queríamos que fueses la primera en saberlo.
Ross

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Capítulo 14
En la casa de Nampara se había reunido un pequeño grupo: Francis y
Elizabeth y Andrew Blamey y Verity —y también Dwight Enys, que ahora era casi
un miembro de la familia. No era una fiesta de bautizo, porque parecía natural
abstenerse de repetir lo que se había hecho en vida de Julia. Se celebraba la
inauguración de la Wheal Grace— se había empleado a los primeros operarios, y
habían comenzado las primeras excavaciones. Demelza, disminuida por la debilidad
y la necesidad de atender a un bebé delicado, había dejado todo en manos de los
Gimlett, y estos se habían desempeñado bastante bien. Bacalao hervido con salsa de
ostras, un trozo de carne vacuna hervida, cerdo asado, dos pavos pequeños con
jamón, conejos fritos, un budín de ciruelas, tartas y pasteles —y también de postre,
manzanas y aceitunas, almendras y uvas. Demelza contempló el festín y pensó: «Es
mucho más de lo que podemos permitirnos, pero por supuesto, en una ocasión así no
hay que ahorrar gastos».
Había transcurrido casi un mes desde el día en que llegó a la casa empapada y
exhausta; no había encontrado a nadie, y la vigilancia que tanto la molestaba se
hallaba ausente cuando más la necesitaba; la casa parecía un lugar terrible porque
estaba vacía, y en el jardín y entre los árboles soplaba el viento, y había casi un
kilómetro de distancia hasta la casa más próxima. Tenía la sensación de que había
transcurrido un año entero desde aquel momento en que caminó penosamente de la
cocina al salón, en las manos pedazos de papel y astillas, para encender un fuego.
Algunos minutos después Jane Gimlett la había encontrado acurrucada en un sillón,
incapaz de moverse, en una habitación llena de humo; Cobbledick había salido
corriendo sobre sus largas piernas en busca del doctor Enys, y afortunadamente lo
había encontrado en casa. Ross volvió a las siete, y Jeremy acababa de nacer, y
Dwight desesperaba de la vida de la madre y del hijo.
Y bien, eso había pasado, y los dos habían sobrevivido, aunque Jeremy no parecía
totalmente fuera de peligro. Muy diferente de Julia, que casi desde el primer
momento había afirmado vigorosamente sus derechos. Quizás era un presagio, pensó
Demelza, y significaba que ese niño frágil lograría sobrevivir donde el ser más
robusto había perecido.
Durante la comida los hombres habían hablado de un libro llamado Los derechos
del hombre, en cuyas páginas un ateo, Tom Paine, proponía un parlamento de
naciones que impidiese la guerra, y muchas otras reformas importantes; pero
Demelza apenas había prestado atención. Pensó: «De modo que al fin Francis y
Andrew Blamey se sientan a la misma mesa; no es la reconciliación total, pero a eso
llegarán si se conocen un poco, más o menos como han hecho Ross y Francis. Y
Verity ya no se verá excluida de Trenwith, y se disiparán todos los rencores.
»Y Elizabeth… Elizabeth florece como un cuadro; ha tenido un año más propicio.
En cambio, yo me veo desaliñada y raída, pálida como una hoja porque he pasado

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muchos días encerrada; y no soy eficaz como anfitriona, ni atractiva como mujer. No
me extraña que Ross la mire con interés. Ella no ama a Francis, pero se la ve más
contenta.
»¿Y Dwight? Parece feliz de encontrarse aquí. Me alegro de que Carolina
Penvenen se haya ido, porque había algo entre ellos. Dwight debería desposar a Joan
Pascoe, que tendrá muchísimo dinero, y sin embargo no se creerá superior a él.
»¿Y yo…?».
Brindaron por la nueva mina, y cuando volvieron a sentarse se hizo otra vez el
silencio. Ahora, la supervivencia financiera de todos los Poldark dependería de lo que
produjese la Wheal Grace. Era un pensamiento que movía a la meditación. «Bien,
pensó Demelza, por lo menos esta vez nos hemos reunido todos. Y Jeremy está en la
habitación contigua, esperándome, y ya me conoce. Y Ross al menos parece
provisionalmente satisfecho, porque se iniciaron los trabajos de la mina». ¿Era el
momento de abandonar el comedor, de manera que los hombres pudiesen conversar y
beber solos? Y en ese caso, ¿debía ponerse de pie y hablar, o hablar antes de hacer
algún movimiento?
Anticipándose a ella, Francis se puso de pie.
—Los brindis —dijo— en el mejor de los casos son un fastidio. Pero ahora deseo
proponer uno, y confieso que nunca fui bueno para oponerme a mis propios deseos.
Quiero brindar por nuestra anfitriona, Demelza.
Tomada totalmente por sorpresa, por una vez en su vida Demelza enrojeció hasta
la raíz de los cabellos.
—¡Oh, no! —dijo—. Sería completamente inmerecido.
En la confusión de voces oyó que Andrew Blamey hacía causa común con su
antiguo enemigo, y decía:
—Es lo más oportuno que he oído.
El resto lo apoyaba, Elizabeth un segundo más tarde que los demás. Después,
pareció que todos miraban a Ross, y Ross alzó los ojos y sonrió.
—Demelza se equivoca; hace mucho que lo merece. Gracias, Francis.
Alentado, Francis jugó con su vaso, y miró a Demelza, un poco embarazado pero
decidido.
—Nunca serví para pronunciar discursos, pero de todos modos ahí va. Demelza
vino a vivir entre nosotros casi sin que lo advirtiéramos. Pero a su tiempo todos
tomamos buena nota del hecho. Ninguno de nosotros, salvo quizás el joven Enys, ha
dejado de beneficiarse especialmente con su presencia. Por Dios, esa es la pura
verdad, y al respecto poco más puedo agregar. Pero si no fuese por ella hoy no
estaríamos reunidos aquí… y si formar una familia unida tiene cierto mérito, el
mérito no corresponde a la familia sino a ella. No es importante en qué parte de este
mundo uno nace, sino lo que hace. Ella tiene méritos, porque sus actos son
meritorios. Por eso afirmo que debemos brindar en honor de Demelza, una dama de
calidad…

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Para Francis era un discurso largo. Terriblemente conmovida, Demelza
permaneció sentada mientras ellos bebían. Cuando los presentes dejaron las copas,
reinó el silencio, más difícil que el anterior, porque ahora todos esperaban que ella
dijese algo.
Pestañeó para disipar la bruma que le cubría los ojos y miró el vino color magenta
de su copa. Dijo en voz baja:
—Si yo hice bien a la familia… vean lo que ustedes hicieron por mí.
Afuera, Garrick ladraba, y trataba de espantar a una gaviota marina. Podía
despertar a Jeremy. Parecía que todos esperaban que ella dijese más. En su
desesperación, recordó algunas palabras del servicio religioso que ella había oído en
Bodmin. Agregó:
—No he hecho más que seguir las inclinaciones y los deseos de mi corazón.
Verity le palmeó la mano.
—Por eso precisamente te queremos.

Cuando concluyó la reunión, Ross caminó un trecho, valle arriba, para


despedir a sus invitados. Demelza estaba convaleciente, y no los acompañó; y cuando
el grupo cruzó el arroyo, iluminado por los rayos del sol poniente, ella regresó a la
casa y contempló a Jeremy, que dormía.
A diferencia de Julia, era un bebé pequeño, moreno y activo, de rasgos finos y
complexión delicada. Qué extraña diferencia. Quizás en cierto modo reflejaba las
circunstancias distintas en las cuales había sido concebido y había nacido. Demelza
pensó: «Estoy satisfecha». Quizá no era la felicidad que había sentido dos años antes,
porque Ross aún mostraba un humor cambiante; pero de todos modos estaba
contenta. ¿Podría pretender más? Todos habían soportado muchas dificultades. Por
supuesto, el futuro era incierto, y estaba colmado de peligros. Tal vez la mina
fracasara, o Jeremy muriese en medio de convulsiones, como el último de los niños
Martin, o Ross huyese con Elizabeth, o los aduaneros sorprendiesen el próximo
desembarco en la caleta de Nampara. Pero ¿acaso el futuro, el futuro de un ser
humano, estaba a salvo de todos los riesgos? La única seguridad era la muerte.
Mientras uno quisiera seguir viviendo, tenía que aceptar los riesgos. Pues bien, ella
los aceptaba…
En el campo, Ross acompañó un trecho a los visitantes y después regresó con
paso lento. El arroyo burbujeaba y murmuraba descendiendo por el valle, a pocos
metros de distancia, y allegaba su comentario satírico a los pensamientos que
asaltaban al propio Ross.
Se había iniciado la partida. Comenzaba la lucha. Iniciaban esta empresa en
circunstancias desfavorables y contra toda la oposición que los Warleggan podían
oponer. Después de la pelea, George no había salido de su casa durante una semana, y
se había hablado de una denuncia por agresión. Pero el asunto no había prosperado.

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George no había hecho un papel demasiado digno, y quizá no deseaba que el asunto
se ventilara en público. Por otra parte, la causa de la disputa no había llegado a
difundirse tanto como Ross temiera. Lo que al principio él no había comprendido era
que los Warleggan debían aparecer en una actitud moralmente muy dudosa si
acusaban a Francis de una transacción como la que en efecto habían celebrado con él;
y en beneficio de su reputación comercial sin duda no deseaban nada por el estilo.
Además, era evidente que también George había perdido los estribos ese día tratando
de emponzoñar la renovada amistad entre los primos con la acusación más venenosa
que se le había pasado por la mente. (Y casi lo había logrado).
Sin duda, Francis aún ignoraba la causa de la gresca, si bien la semana anterior se
había quejado de que varias personas con las cuales había tenido tratos en Truro le
demostraban una particular frialdad. Una vez que comenzara a circular, el rumor
perverso no se acallaría fácilmente. Era probable que llevase una vida latente y
secreta, y que volviese a cobrar fuerza cuando menos se lo esperase. Si el asunto
llegaba finalmente a oídos de Francis, podía convertirse en una amenaza a la
renovada asociación de los dos primos.
Ross contempló los primeros signos de actividad cerca de las ruinas de la Wheal
Grace: unos cobertizos muy feos, un montón de piedras, una pila de malezas
cortadas, una carretilla, una nueva huella que cruzaba la ladera. Nada particularmente
atractivo; después de doce meses de trabajo toda la colina quedaría desfigurada. Pero
la propia desfiguración tendría un peculiar atractivo para un hombre que llevaba la
minería en la sangre. El problema era: ¿Qué obtendrían al cabo de doce meses? ¿Otra
chimenea apagada, cobertizos vacíos y silenciosos, el pasto que volvía a cubrir las
huellas de las mulas, una máquina herrumbrosa y arruinada? Todo parecía apuntar en
esa dirección.
Dos cosas podrían salvarlos, es decir, salvar a los Poldark y sus casas. La primera
era la aparición de cobre abundante en un nivel que pudiera trabajarse fácilmente. La
segunda era que el precio de mercado del mineral no sólo mantuviera la tendencia
ascendente que ahora manifestaba, sino que aumentara en treinta o cuarenta libras la
tonelada. Ross apuntaba a ambas cosas. Respecto de la primera, se basaba sobre todo
en los comentarios de Mark Daniel esa noche de agosto, dos años atrás. Mark no
podía haberse sentido tan impresionado, y en tales circunstancias, sin buenas razones.
En relación con el segundo asunto, Ross corría riesgos mucho más graves. Al otro
lado del Canal, un país vecino estaba poseído por el fervor revolucionario. ¿Cuánto
tiempo mantendría su energía dentro de los límites de su propio territorio? Si
sobrevenía la guerra en Europa, era muy posible que Inglaterra se mantuviese neutral.
El canal era su mejor defensa. Pero no podía continuar desarmada. Un país indefenso
era un país impotente. Si se rearmaba, necesitaría cobre para fabricar sus armas.
Esa era una posibilidad.
La luz del atardecer iluminaba suavemente el aire brumoso y denso. De la tierra
se desprendían fuertes olores; un mirlo piaba incansable sobre un tronco caído; y el

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humo de una chimenea de la casa se elevaba como un gusano de movimientos lentos,
por una vez sin la prisa que solía imprimirle el viento. A lo lejos, una multitud gris de
gaviotas marinas describía círculos y chillaba sobre la playa Hendrawna.
Aminoró aún más el paso cuando se acercó al jardín que estaba frente a la casa.
En la puerta se detuvo para oler las lilas que un día o dos más tarde florecerían del
todo. Los seres humanos eran criaturas ciegas y absurdas, siempre caminando sobre
la cuerda floja del presente, condenados a variar sus tácticas y sus experiencias para
mantener el equilibrio de la existencia, sin saber siquiera qué resultados producirán
mañana los actos que se ejecutan hoy. ¿Cómo podía planearse con un año de
anticipación, cómo influir sobre los imponderables?
Una mariposa se posó sobre el árbol y permaneció un momento, alzadas las alas
temblorosas. Las circunstancias exteriores no variarían ni una fracción de milímetro
para adaptarse a su persona y sus planes, bien lo sabía. Tanto hubiera valido reclamar,
en beneficio de la mariposa, que se retrasara la puesta del sol o la ventisca del día
siguiente. Las cosas eran así, y no tenían remedio. En el marco de su propia actividad,
Ross aceptaba el desafío. Quizás, un tiempo después volviese los ojos hacia ese día,
que habría sido el comienzo de su prosperidad o el último gesto que debía llevarlo a
la ruina definitiva. Ahí estaba la cuerda floja. Nadie podía ver más allá del paso
siguiente.
En la casa había movimiento, y desde donde él estaba vio a Demelza que entraba
en el salón llevando algunas cosas de Jeremy, para desplegarlas frente al fuego. El
rostro de la joven mostraba una expresión concentrada, reflexiva, atenta, pero sin
relación con lo que estaba haciendo. Ross comprendió que las luchas y los
sentimientos de ansiedad de los próximos meses no recaerían sólo sobre él mismo.
Ella soportaría su parte de la carga. Ya estaba soportándola.
Fue a reunirse con ella.

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WINSTON MAWDSLEY GRAHAM (30 Junio 1908 – 10 Julio 2003) fue uno de los
novelistas ingleses del siglo XX de más éxito. Escribió en muchos géneros pero su
obra más conocida es la serie de 12 novelas históricas conocida como «Poldark»
cuya acción se desarrolla en Cornwall, a caballo entre los siglos XVIII y XIX.
Aunque fue Poldark quien le dio a Winston Graham la mayoría de su fama, también
escribió otras más de treinta novelas, seis de las cuales se han llevado al cine, como
Marnie dirigida por Alfred Hitchcock en 1964. Winston Graham escribió también
cuentos, obras históricas, obras de teatro y guiones de cine. Sus novelas están
traducidas a más de diecisiete idiomas.
Siete de las novelas de la serie Poldark fueron llevados a la televisión ​​en la década de
1970 por la BBC (la primera serie histórica de un autor vivo producida por la BBC).

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Notas

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[1] Enfermedad virulenta y contagiosa de las caballerías, caracterizada principalmente

por ulceración y flujo de la mucosa nasal e infarto de los ganglios linfáticos


próximos. Es transmisible al hombre. (N. del E. D.) <<

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