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Mi nombre es miguel, Mi papá, Miguel Medina, era paisa, un hombre alto, trigueño y

peludo, un campesino que trabajaba administrando una finca en la que se sembraba


algodón. Mi mamá, Teresa Labrador, era de un pueblo cercano, trabajaba como
profesora en la escuela pública Jorge Eliécer Gaitán.

Manuel estaba junto a su familia en Armero, un municipio ubicado en el


departamento del Tolima. Vivían en un barrio llamado “Inglés”. El 13 de noviembre
de 1985 se fueron para Ibagué, a hora y media de donde estaban. Al devolverse y
llegar a casa notaron que algo estaba cayendo del cielo: era ceniza.

“Mi mamá dijo ¡Ay, esto está chévere para llevárselo a los niños y mañana hacer una
clase sobre el volcán!”. Teresa empezó a recoger las cenizas y guardarlas en frascos.
Nunca antes habían visto ceniza. Se acostaron a dormir.

A las once de la noche sonó el teléfono, contestó don Miguel, su papá, e ignoró la
solicitud de que evacuaran porque iba a ocurrir una erupción. Tan pronto colgó el
teléfono se fue la luz, se escuchó un estruendo muy fuerte, todos se reunieron en el
garaje: su padre, su madre, su primo y la empleada del servicio. En medio de la
oscuridad y del ruido ensordecedor empezaron a buscar las llaves para poder salir de
ahí, pero ya era demasiado tarde, la tierra ya había empezado a temblar. De un
momento a otro llegó la avalancha.

Manuel no recuerda gran cosa. Dice que todo sucedió así como muestran en las
películas de Hollywood, “está temblando, se está cayendo todo, se apagó la luz y no
recuerdo más.” Despertó tiempo después, a cinco o seis cuadras, y vio el letrero de
unas baterías mientras iba en una ola de seis metros. Duró dos días allí hasta que unos
campesinos lo vieron desde la orilla y, con un lazo de ganado, lo arrastraron cerca de
cien metros.

Ni él ni los campesinos sabían que había tragado barro durante la avalancha 

Se alentó con una infusión que los campesinos prepararon para él con una planta
medicinal.

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