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La universidad humanista

Una reflexión sobre el estado actual de la educación superior


en nuestro país y el extranjero en una época signada por el
mercado.

Según el autor, el espíritu de la universidad se ha visto alterado por la lógica cuantitativa y


mercantil. [Foto: Nancy Chappell / archivo]

Miguel Giusti
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mgiusti@comercio.com.pe
Lima, 4 de diciembre de 2017Actualizado el 04/12/2017 11:31 a.m.

Desde hace un tiempo se viene observando internacionalmente una tendencia a reducir,


cuando no simplemente a eliminar, cursos o carreras de humanidades en la formación
universitaria. Esto ocurre no solamente en las llamadas “universidades con fines de
lucro” (expresión que, en sentido estricto, es una contradicción en los términos), sino en
muchas otras tradicionales y públicas, lo que ha traído consigo una vasta polémica sobre
si las humanidades son útiles o superfluas en la educación superior. Pero en esta
polémica hay más de un espejismo que conviene aclarar para entender lo que realmente
está en juego tras la tendencia indicada.

El primer espejismo consiste en creer que el problema es interno a la universidad, es


decir, que se trata simplemente de decidir cuántos y qué cursos de humanidades han de
ofrecerse a los estudiantes de cualquier carrera, y que por ello cada universidad puede
resolver el asunto a su manera. Hay, en ese sentido, universidades que se precian de
tener muchos cursos de humanidades y de ofrecerlos a los alumnos de todas las
facultades, imaginando que de este modo promueven una cultura humanística y
creyendo diferenciarse así de otras universidades que no lo hacen.

Pero el problema no radica allí. El verdadero problema consiste en que la universidad


misma se ha ido transformando con el tiempo en una gigantesca maquinaria burocrática,
en una industria académica internacional que es esencialmente contraria al espíritu de
las humanidades. Es insignificante la relevancia que pueda tener lo que se enseñe allí en
materia de ciencias humanas, porque la ley general que impera en ella contradice en los
hechos esa enseñanza.

Todas las actividades de la vida académica —desde el dictado de los cursos hasta la
realización de investigaciones, desde el registro de las publicaciones hasta el trabajo
más rutinario— han sido traducidas forzadamente a procesos de gestión, divididos en
centenares de indicadores y bajo una lógica evaluadora de tipo cuantitativo.
Contradiciendo abiertamente la naturaleza cualitativa de la generación del conocimiento
y de la creatividad científica, se pretende promover la “calidad” de las actividades
académicas por medio de instrumentos de medición y de parámetros estandarizados de
gestión. En este trasplante de la mentalidad gerencial a la vida académica no ha habido
siquiera la preocupación por respetar la nomenclatura universitaria, de modo tal que los
profesores somos ahora “proveedores”; los alumnos, “clientes”; las investigaciones,
“resultados” o “productos”, y así sucesivamente.

¿Cómo ha sido posible que la universidad sufra semejante transformación y, sobre todo,
que esta haya llegado a imponerse en el mundo entero? La verdad, ha ocurrido con ella
lo que con muchas otras instituciones sociales sometidas al proceso de globalización:
que los imperativos económicos y mercantiles del sistema han pasado por encima de las
instancias políticas o democráticas (es decir, lo han hecho inconsultamente) para
implantar la lógica del mercado y la gestión de sus intereses como si estos fueran la
clave del funcionamiento de la sociedad (y de la universidad). Los profesores y los
alumnos hemos visto, con tanta impotencia como desconcierto, que se imponía sobre
nosotros un orden de cosas indeseable y foráneo, con la fuerza incontenible de un
tsunami y como si fuese un proceso irreversible, aunque, claro está, también ha contado
con la complicidad de un buen número de autoridades locales que, por razones varias, se
han dejado seducir por los cantos de sirena del sistema.

Para que esta gigantesca maquinaria burocrática logre controlar los innumerables
procesos, reales o inventados, de la vida académica, hace falta naturalmente una
igualmente abultada clase de funcionarios de la educación superior. Dentro de cada
universidad, en cada país y también en el plano internacional: una extensa red de
evaluadores, supuestamente expertos en gestión, encargados de la aplicación de los
indicadores cuantitativos que midan el funcionamiento de la máquina. Con ironía y
agudeza premonitorias, el filósofo Kant, quien fue víctima de los antepasados de estos
funcionarios, los llamaba “negociantes del conocimiento”: ellos no producen ni poseen
el conocimiento que producen y poseen los profesores, pero se las han ingeniado para
convertirse en funcionarios que imponen ahora a los profesores los parámetros de su
actividad académica, y han hecho de eso el negocio de su vida.

Esta evolución de la universidad, decía, es contraria a la cultura humanística, porque si


algo nos han enseñado las humanidades en la historia es que la creatividad y la
innovación del conocimiento tienen que nutrirse de las hondas raíces de la tradición,
desarrollarse en libertad, no admitir sometimiento alguno a los poderes temporales
(tampoco al del mercado), ampliar continuamente el sentido de lo humano, interesarse
por las creaciones de otras culturas, promover una conducta ética solidaria, cultivar las
artes; en una palabra, seguir labrando y renovando el ideal de humanidad que se
encuentra en la base de la fundación de la universidad.

El filósofo francés Jacques Derrida publicó el año 2001 un ya legendario ensayo


titulado “La universidad sin condición (gracias a las humanidades)”. Sostiene allí,
convencido de estar recogiendo la inspiración más profunda de la idea de universidad en
la historia, que a ella debería reconocérsele no solo la autonomía académica, sino
además una libertad “incondicional” de crítica y de producción de conocimiento sin
estar sometida a los requerimientos inmediatos o utilitarios del mercado. Y esto solo es
posible, piensa, gracias a las humanidades. Lo que ahora define la universidad, por el
contrario, es una inmensa red de condicionamientos cuantitativos con propósitos
utilitarios que ahogan el trabajo académico, banalizan la investigación y entorpecen la
búsqueda de la verdad.
El debate, la crítica y la cultura humanística han permitido desde sus inicios el
desarrollo de la universidad como institución.

En efecto, lo peor de todo es que el sistema burocrático no solo es contrario a la esencia


de la universidad, sino que además no funciona. Mejor dicho: es contraproducente,
obtiene lo contrario de lo que se propone. Eso lo percibimos a diario los profesores, que
advertimos claramente la falta de idoneidad de los criterios cuantitativos; vemos cómo
se manipulan las cifras para simular prestaciones y producciones académicas, y
perdemos además muchísimo tiempo en rellenar formularios burocráticos. Pero no es
solo nuestra percepción. También hay estudios científicos que nos advierten sobre la
existencia de este contrasentido. El sociólogo Donald Campbell, por ejemplo, formuló a
fines del siglo pasado, como resultado de sus investigaciones empíricas, la siguiente
tesis, conocida ahora como la ley de Campbell: “Cuanto más se utiliza un indicador
social cuantitativo para la toma de decisiones sociales, mayor será la presión a la que
estará sujeto y más probable será que distorsione y corrompa los procesos sociales que
supuestamente debe monitorear” (Campbell, 1976). Esto es exactamente lo que está
pasando con la cultura evaluativa actual en las universidades: los indicadores
cuantitativos introducidos con el fin de mejorar la calidad de las actividades académicas
están produciendo el efecto contrario: su distorsión, su corrupción, su banalización, la
disminución de la calidad.

Para evitar malentendidos, dejo en claro que estas reflexiones no tienen ni por asomo la
intención de defender las universidades que se hallan en el extremo opuesto, es decir,
que no admiten ningún control de calidad. Difícil imaginar una situación más
lamentable que la de nuestro país, donde se conjugan males muy diversos debidos a la
anarquía del sistema universitario, al abandono del Estado y a la proliferación
indiscriminada de negocios académicos. Pero no es de ello que se habla aquí, ni de los
alcances o las deficiencias de la ley universitaria. Lo que hemos puesto más bien en
primer plano ha sido la tendencia general de la cultura evaluativa internacional y sus
efectos perniciosos, antihumanísticos, sobre el sentido del quehacer universitario.

¿Hay alguna forma de ofrecer resistencia ante esta tendencia global? Estoy convencido
de que sí la hay, pese al malestar generalizado que se vive en los claustros universitarios
de todo el mundo y que está llevando a muchos profesores a abandonar la universidad.
La resistencia es posible, en primer lugar, porque esta tendencia está condenada al
fracaso; tarde o temprano, las comunidades universitarias se convencerán de que la
burocracia de la educación superior está distorsionando, en la teoría y en la práctica, la
esencia de la universidad. Y lo es también, en segundo lugar, porque lo que aquí
llamamos “cultura humanística” no se restringe a un tipo determinado de cursos o a una
facultad en particular, sino concierne más bien a todos los profesores de la universidad,
de todas las facultades: es una convicción profunda sobre el sentido mismo de nuestro
trabajo y sobre la necesidad de defenderlo frente a la mercantilización y la banalización
de la cultura. Es una causa que ganará la adhesión de muchos profesores y por la que
vale la pena empezar a ofrecer resistencia.

Muchas de las ideas expuestas aquí fueron discutidas en el congreso internacional El


Conflicto de las Facultades. Sobre la Universidad y el Sentido de las Humanidades,
realizado en la PUCP, del 5 al 8 de setiembre del 2017:
https://congreso.pucp.edu.pe/humanidades/.

https://elcomercio.pe/eldominical/universidad-humanista-noticia-478870-noticia/

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