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Ensayo - La Universidad Humanista
Ensayo - La Universidad Humanista
Miguel Giusti
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mgiusti@comercio.com.pe
Lima, 4 de diciembre de 2017Actualizado el 04/12/2017 11:31 a.m.
Todas las actividades de la vida académica —desde el dictado de los cursos hasta la
realización de investigaciones, desde el registro de las publicaciones hasta el trabajo
más rutinario— han sido traducidas forzadamente a procesos de gestión, divididos en
centenares de indicadores y bajo una lógica evaluadora de tipo cuantitativo.
Contradiciendo abiertamente la naturaleza cualitativa de la generación del conocimiento
y de la creatividad científica, se pretende promover la “calidad” de las actividades
académicas por medio de instrumentos de medición y de parámetros estandarizados de
gestión. En este trasplante de la mentalidad gerencial a la vida académica no ha habido
siquiera la preocupación por respetar la nomenclatura universitaria, de modo tal que los
profesores somos ahora “proveedores”; los alumnos, “clientes”; las investigaciones,
“resultados” o “productos”, y así sucesivamente.
¿Cómo ha sido posible que la universidad sufra semejante transformación y, sobre todo,
que esta haya llegado a imponerse en el mundo entero? La verdad, ha ocurrido con ella
lo que con muchas otras instituciones sociales sometidas al proceso de globalización:
que los imperativos económicos y mercantiles del sistema han pasado por encima de las
instancias políticas o democráticas (es decir, lo han hecho inconsultamente) para
implantar la lógica del mercado y la gestión de sus intereses como si estos fueran la
clave del funcionamiento de la sociedad (y de la universidad). Los profesores y los
alumnos hemos visto, con tanta impotencia como desconcierto, que se imponía sobre
nosotros un orden de cosas indeseable y foráneo, con la fuerza incontenible de un
tsunami y como si fuese un proceso irreversible, aunque, claro está, también ha contado
con la complicidad de un buen número de autoridades locales que, por razones varias, se
han dejado seducir por los cantos de sirena del sistema.
Para que esta gigantesca maquinaria burocrática logre controlar los innumerables
procesos, reales o inventados, de la vida académica, hace falta naturalmente una
igualmente abultada clase de funcionarios de la educación superior. Dentro de cada
universidad, en cada país y también en el plano internacional: una extensa red de
evaluadores, supuestamente expertos en gestión, encargados de la aplicación de los
indicadores cuantitativos que midan el funcionamiento de la máquina. Con ironía y
agudeza premonitorias, el filósofo Kant, quien fue víctima de los antepasados de estos
funcionarios, los llamaba “negociantes del conocimiento”: ellos no producen ni poseen
el conocimiento que producen y poseen los profesores, pero se las han ingeniado para
convertirse en funcionarios que imponen ahora a los profesores los parámetros de su
actividad académica, y han hecho de eso el negocio de su vida.
Para evitar malentendidos, dejo en claro que estas reflexiones no tienen ni por asomo la
intención de defender las universidades que se hallan en el extremo opuesto, es decir,
que no admiten ningún control de calidad. Difícil imaginar una situación más
lamentable que la de nuestro país, donde se conjugan males muy diversos debidos a la
anarquía del sistema universitario, al abandono del Estado y a la proliferación
indiscriminada de negocios académicos. Pero no es de ello que se habla aquí, ni de los
alcances o las deficiencias de la ley universitaria. Lo que hemos puesto más bien en
primer plano ha sido la tendencia general de la cultura evaluativa internacional y sus
efectos perniciosos, antihumanísticos, sobre el sentido del quehacer universitario.
¿Hay alguna forma de ofrecer resistencia ante esta tendencia global? Estoy convencido
de que sí la hay, pese al malestar generalizado que se vive en los claustros universitarios
de todo el mundo y que está llevando a muchos profesores a abandonar la universidad.
La resistencia es posible, en primer lugar, porque esta tendencia está condenada al
fracaso; tarde o temprano, las comunidades universitarias se convencerán de que la
burocracia de la educación superior está distorsionando, en la teoría y en la práctica, la
esencia de la universidad. Y lo es también, en segundo lugar, porque lo que aquí
llamamos “cultura humanística” no se restringe a un tipo determinado de cursos o a una
facultad en particular, sino concierne más bien a todos los profesores de la universidad,
de todas las facultades: es una convicción profunda sobre el sentido mismo de nuestro
trabajo y sobre la necesidad de defenderlo frente a la mercantilización y la banalización
de la cultura. Es una causa que ganará la adhesión de muchos profesores y por la que
vale la pena empezar a ofrecer resistencia.
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