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Sencillez. Otra cualidad esencial en la tarea de ganar almas es una gran sencillez de corazón. No
sé si podré explicar con exactitud lo que quiero decir con esto, pero intentaré hacerlo
contrastándolo con otra cosa. Ustedes conocerán a hombres que son demasiado sabios para ser
nada más que creyentes sencillos. Saben tanto que no creen nada que sea fácil y manifiesto. Sus
almas han sido alimentadas tan exquisitamente que no pueden vivir de nada que no sea nidos de
ave chinos y lujos parecidos. No hay leche recién ordeñada que sea lo suficientemente buena
para ellos, pues son demasiado refinados para beber semejante brebaje. Todo cuanto tocan ha de
ser incomparable. Ahora bien, Dios no bendice a estos delicados dandis celestiales, estos
aristócratas espirituales. Al verles, uno se siente inclinado a decir: "Estos pueden servir muy bien
para servidumbre de un personaje de la nobleza, pero no son los hombres indicados para llevar a
cabo la obra de Dios; no está dispuesto a utilizar a tan grandes caballeros". Cuando seleccionan
un texto, nunca explican su verdadero significado, sino que empiezan a dar rodeos para encontrar
algo que el Espíritu Santo nunca pretendió expresar con aquel pasaje, y cuando descubren uno de
sus preciosos "nuevos pensamientos" ¡qué de fiestas le hacen! Y durante los seis meses siguientes,
oiremos hablar de este gran pensamiento, hasta que alguien encuentre otro. ¡Qué gritos lanzan!
¡Gloria! ¡Gloria! ¡Un nuevo pensamiento! Se edita un libro sobre él, y estos grandes
hombres van husmeando aquel libro para probar cuán profundos pensadores y cuán
maravillosos son. Pero Dios no bendice esa clase de sabiduría.
Por sencillez de corazón, quiero decir que, evidentemente, un hombre se dedica al ministerio para
la gloria de Dios y la conquista de las almas, y no para otra cosa. Hay algunos a quienes les
gustaría ganar almas y glorificar a Dios, si se pudiera hacerlo con el debido respeto a sus propios
intereses. Estarían encantados -ya lo creo que sí- de anunciar el reino de Cristo, si el reino de
Cristo diese rienda suelta a sus maravillosos dones. Se dedicarían a la obra de ganar almas si esto
indujera a la gente a sacarlos en andas y conducirles en triunfo por las calles; deben ser alguien,
tienen que ser conocidos, la gente debe hablar de ellos, han de oír decir: "¡Qué gran hombre es!"
Desde luego, después que le han chupado el jugo, le dan la cáscara de gloria a Dios; la naranja ha
de ser para ellos primero. Ahora bien, hay, sin duda, hombres de esta clase, hasta entre los
ministros; y Dios no los puede soportar. Dios no va a recibir las sobras de los hombres; poseerá
toda la gloria, o ninguna. Si alguien procura servirse a sí mismo y obtener honor para sí, en vez de
dedicarse a servir a Dios y honrarle únicamente a Él, el Señor Jehová no utilizará a tal hombre.

El que quiera ser usado por Dios, sólo debe entender que cuánto va a hacer es para la gloria de
Dios, y ningún otro motivo deberá estimularle en su labor. Cuando la gente va a oír a algunos
predicadores, todo lo que recuerdan es que eran excelentes artistas. Pero el hombre de Dios es muy
diferente. Después de haberlo oído predicar, nadie piensa en su apariencia, o en su modo de hablar,
sino en la solemne verdad que pronunció. Otros sacan lo que tienen que decir con una
rimbombancia tal que los que les oyen dicen uno a otro: “¿No ves que éste se gana la vida
predicando?" Vive de su oratoria". Yo preferiría que dijeran: "Ese hombre dijo algo en su sermón
que les hizo a muchos de los presentes tenerle a menos; habló de sentimientos muy desagradables;
no hizo otra cosa que molestarnos con la Palabra de Dios durante todo el tiempo que predicaba,
parece que no pensaba en más que llevarnos al arrepentimiento y a la fe en Cristo". Esta es la clase de
hombre que el Señor se goza en bendecir.
Me gusta que los hombres sean como algunos de los aquí presentes, a los cuales he dicho:
"Ustedes aquí ganan un buen salario y alcanzarán, posiblemente, una posición importante en el
mundo; si abandonan sus negocios y entran en el Instituto, probablemente no serán más que unos
ministros del evangelio, sin ganar mucho durante el resto de su vida", y éstos me han mirado de
frente y me han contestado: "Preferiría morir de hambre y ganar almas, más bien que dedicar mi
vida a cualquier otra profesión". La mayoría de ustedes son de esa clase de hombres, creo que lo
son todos.

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Nunca debemos poner nuestra mira en la gloria de Dios, echando un ojo a nuestros propios
intereses; nunca puede ser parte para la gloria de Dios y parte para nuestro propio honor y estima
entre los hombres. De nada sirve esto. Ni tampoco si predican para agradar a Dios y a la vez a
Juanita; ha de ser únicamente la gloria de Dios, nada más y nada menos, ni siquiera Juanita.
Como la lapa para la roca, así es ella para el ministro; sin embargo para él no es posible ni
siquiera pensar en agradarla. Debe dedicarse a agradar a Dios con verdadera sencillez de corazón,
agrade o no a los hombres.

(I) Rendición. Finalmente, es necesario que haya en ustedes una completa rendición a Dios,
de modo que, a partir de ahora, deseen pensar, no sus propios pensamientos, sino los
pensamientos de Dios; y que determinen predicar, no cosas de su propia invención, sino la
Palabra de Dios. Es más, que resuelvan no anunciar la verdad a su modo, sino del modo que
quiere Dios. Supóngase que leen sus sermones, lo cual no es muy probable, decidirán no escribir
nada sino cuanto esté completamente de acuerdo con la mente de Dios. Cuando encuentren una
palabra maravillosa, se preguntarán si serviría de bendición espiritual para sus oyentes; y si creen
que no, la desecharán. Ahí está, por ejemplo, aquel gran fragmento de poesía que no podías
entender y que creías que no podrían omitir; pero cuando te hagas la pregunta de si sería
instructivo o no para la gente sencilla de tu congregación, te verás obligado a rechazarlo.
Claro que si lo que quieres es demostrar a la gente cuán laborioso tú has sido por tu parte, tendrás
que ensartar aquellas joyas de fantasía que encontraste en esa basura literaria, en el collar de tu
discurso. Pero si deseas abandonarte completamente en las manos de Dios, es probable que seas
guiado a usar palabras muy sencillas, observaciones claras, algo con lo que todos los de la
congregación están familiarizados. Si te sientes movido a incluir estas frases en el sermón, no
dejes de ponerlas, aunque tengas que prescindir de esas grandes locuciones y de la poesía y las
joyas literarias, porque es posible que el Señor utilice esta sencilla expresión del evangelio para
bendecir algún pobre pecador que esté buscando al Salvador.
Si se rinden sin reservas a la mente y a la voluntad de Dios, más adelante, cuando salgan para
dedicarse al ministerio, a veces se sentirán impelidos a emplear expresiones singulares o a
pronunciar raras oraciones, las cuales podrán parecerles extrañas al momento hasta a ustedes
mismos. Pero todo se explicará más tarde, cuando alguien venga a decirles que jamás entendió la
verdad hasta que ustedes la expusieron aquel día de esa manera tan insólita. Esta influencia la
sentirán con más probabilidad si se preparan concienzudamente con estudio y oración para su
labor en el púlpito. Por eso les ruego que no dejen de prepararse debidamente, y que incluso
escriban todo cuanto piensan que deben decir; pero no lo digan de memoria, como el papagayo
que repite lo que le han enseñado, porque si lo hacen así, es cierto que no estarán entregados a la
dirección del Espíritu Santo.
No dudo que a veces uno de ustedes sentirá la necesidad de insertar en su sermón alguno que
otro fragmento: un hermoso verso de algún poeta, o un extracto escogido de autores clásicos. No
habrá querido que nadie lo supiese; pero por lo menos se lo leyó a un compañero de Instituto. Desde
luego, no le pidió que le aplaudiera, porque estaba seguro de que no podría dejar de hacerlo.
Especialmente había una parte en ese pasaje que rara vez se iguala; está seguro de que ni el más
célebre predicador lo hubiera hecho mejor. Está completamente convencido que cuando la gente
escuche ese sermón pensará que tiene mucho de bueno. No obstante, puede que el Señor lo
considere de- masiado bueno para ser bendecido, que contiene demasiado, que es como las
huestes de los que estaban con Gedeón, que eran demasiados para el Señor; no podía entregar a
los madianitas en sus ruanos no fuera que se alabasen a sí mismos diciendo: "Mi' mano me ha
salvado". Y por eso, cuando se hubieron vuelto veintidós mil, Jehová dijo a Gedeón: "Aún es
mucho el pueblo". Y todos hubieron de volverse a sus casa, excepto los trescientos que lamieron
el agua, y entonces Jehová dijo a Gedeón: "Levántate, y desciende al campo, porque yo lo he
entregado en tus manos". Hermano, así dice el Señor de algunos de tus sermones:

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"No puedo hacer ningún bien con ellos, son demasiado grandes". Ahí tienes ese de las catorce
subdivisiones, suprime siete y quizá lo bendecirá el Señor.
Algún día puede que en medio de tu sermón cruce por tu mente un pensamiento, y te dirás: "Si digo
esto, a aquel anciano no le parecerá bien; y ese caballero que acaba de entrar, es el que dirige una
escuela; es un crítico al que seguramente no le o agradará que yo se lo diga. Pero, hay aquí también
un remanente según la elección de gracia, y aquel hiper-calvinista que está al fondo me dirigirá una
de esas celestiales miradas tan significativas". Hermano mío, ten la libertad de decir todo cuanto
Dios te dé para que digas, sin miramientos a las consecuencias y sin hacer caso del bien o el mal que los
hombres, cualquiera que sean sus puntos de vista, puedan pensar o hacer.
Una de las principales cualidades del pincel de un gran artista debe ser su rendición ante él, para
que éste haga con él lo que quiera. Un arpista deseará tocar con un arpa especial porque cono ce
el instrumento, y el instrumento parece como si lo conociera a él. Así, cuando Dios pon e Sus
manos sobre las mismas cuerdas de tu ser y todo impulso dentro de ti parece responder a los
movimientos de Sus manos, eres un instrumento que El puede usar. No es fácil mantenernos en
tal estado, y estar tan sensible para que se reciba toda impresión que el Espíritu Santo desea
transmitirnos, y ser influenciados por El instantáneamente. Si a un gran barco, en alta mar, le
llega una pequeña ola de agua, no se moverá en lo más mínimo. Ahora viene una ola de mediano
tamaño y el gran barco sigue majestuosamente sin sentirlo. Pero miren por encima de la amurada
y vean aquellos corchos que flotan ahí abajo: con sólo que caiga al agua una mosca sentirán el
movimiento y danzarán sobre la pequeña ola. Sean ustedes tan movibles bajo el poder de Dios
como el corcho en la superficie de las aguas.
Estoy seguro que esta rendición es una de las principales cualidades del predicador que ha de ser
ganador de almas. Hay algo que tiene que decirse, si quieren ser el medio de salvación para aquel
hombre sentado en el rincón. ¡Ay de ustedes si no están dispues- tos a decirlo! ¡Ay de ustedes si
tienen miedo o tienen vergüenza de decirlo! ¡Ay de ustedes si no se atreven a decirlo porque
alguien en el auditorio puede decir que son demasiado fervientes, entusiastas, celosos!
Estas son las siete cualidades, con respecto a Dios, que creo que se le ocurriría a cualquiera de
ustedes si intentaran colocarse en la posición del Altísimo y consideraran lo que desearían que
hubiera en aquellos que emplearían para ganar almas. ¡Que Dios nos conceda estas cualidades,
por amor de Cristo! Amén.

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