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Prefacio a la segunda edición

Los amigos de mi esposo quieren que escriba un breve prefacio para esta
nueva edición de El nacionalismo argentino1.
Me es particularmente difícil.
A medida que él iba escribiendo estas páginas me las leía y comentaba.
Escucho aún su voz que ya ha sido silenciada, acepto y ofrezco el dolor de su
muerte, amo todo lo que él amó, y rechazo lo que él repudiaba.
No tenía tiempo para odiar, se entregaba a la cátedra y a sus libros
apasionadamente, urgido por una ardiente caridad y con esa “tácita
obstinación” (Séneca) del que sabe que el tiempo se va, se está yendo y tal
vez no le permitiera completar su mensaje esclarecedor, sin desaliento, sin
amargura, afirmativo, valiente; con ese valor que da la verdad libremente
reconocida y libremente amada.
“Dios es el verdadero protagonista de la historia”, enseñaba; no hubo
desengaño que lograra socavar su fe en el futuro de la Patria, porque el
hombre es proclive al mal pero la gracia lo rescata de sus miserias, de sus
temores, de sus ataduras carnales y le da la fuerza para vencerlos y para
trascenderlos cuando una gran misión lo reclama.
Entendía que esa misión es restaurar a la Patria en Cristo.
Escribía para todos sus compatriotas, para los mejores, para los que no
estaban definitivamente comprometidos con la antipatria y sus deleznables
servidores, verdaderos lacayos de amos exigentes e innobles.
Se ha dicho que se dirigía, sobre todo, a los miembros de las Fuerzas
Armadas.
Quería que nuestras Fuerzas Armadas volvieran a reencontrarse con el
coraje y la capacidad de actuar en espíritu de servicio; nunca llamó a la puerta
de ningún cuartel, que cada cual leyera las viejas verdades y decidiera las
nuevas actitudes, con espíritu independiente y, por eso mismo, sometido al
esplendor y a las exigencias de la verdad.
Si hubiera escrito a oficiales de las Fuerzas Armadas lo hubiera hecho
como José Antonio: “Si la Providencia pone otra vez en vuestras manos,
oficiales, los destinos de la Patria, pensad que sería imperdonable emprender
el mismo camino sin meta. No olvidéis que quien rompe con la normalidad de
un Estado (yo hubiera escrito: aparente normalidad) contrae la obligación de
edificar un Estado nuevo, no meramente ha de restablecer una apariencia de
orden. Y que la edificación de un Estado nuevo exige un sentido resuelto y

1
La primera edición de esta obra fue publicada por la Editorial Cultura Argentina, Buenos Aires, 1972.
maduro de la historia y de la política, no de una temeraria confianza en la
propia capacidad de improvisación”.

Como tengo que referirme a este libro, lo haré con sus propias palabras,
más definitorias que las mías.
Analiza primeramente el llamado nacionalismo de izquierda que
sostiene la "negación del Verdadero Señor del tiempo y de la eternidad,
Jesucristo".
Citando a H. Coston, escribe: “...la república francesa tiene un Rey:
Rothschild”.
Y agrega: “el egoísmo es el principio de la sociedad burguesa. El dios
del egoísmo es el dinero”. “[...] según este criterio del hombre egoísta el
poder político se haya subordinado al poder económico”.
Estudia a continuación los tres elementos ideológicos que distorsionan y
desvirtúan los principios del nacionalismo: el populismo, el clasismo y el
socialismo.
Del populismo aclara: “[…] el derecho y la ley se fundan en el criterio
más inconsistente, accidental, voluble y arbitrario “[...] la soberanía popular
es la omnipotencia del número [...] el señorío sobre todo lo propio, no resulta
ni de una convención ni del sufragio, sino del sacrificio y la sangre
derramada: compromete a las generaciones que van llegando a renovar el
sacrificio si fuera menester” [...] el populismo es radicalmente subversivo,
antijerárquico e inorgánico [...] la multitud, como tal, es inepta para gobernar;
no puede, por sí misma, decidir ni legislar, ni administrar justicia que son las
funciones propias del gobierno político”.
Del clasismo: “[...] la ideología clasista se traduce en una especie de
maniqueísmo social por cuanto hay una clase de los buenos y otra de los
malos, explotados y explotadores, sin atenuantes” [...] es notorio que los
titulares de los poderes económicos multinacionales están fuera y por encima
de las clases burguesas nacionales [...] los titulares de la internacional del
dinero residen en el extranjero y son invisibles [...] las jerarquías sociales
naturales y todo lo que constituye un orden se estructura jerárquicamente: la
familia, la escuela, la universidad, la profesión, la empresa, el Estado, la
Iglesia […] la dialéctica que informa las ideologías es un hábito perverso de
la mente, una verdadera subversión que construye esquemas aberrantes por
los cuales se hace salir lo superior de lo inferior, la virtud del vicio, el ser del
no ser [...] la justicia de la Nación se alcanza en la caridad de Dios [...] tan
sólo el terror sistemático puede doblegar al hombre [...] el clasismo contradice
la esencia misma del nacionalismo argentino y asociado al populismo lo
convierte en instrumento eficaz de la subversión comunista”.
Del socialismo: “El liberalismo individualista y el liberalismo socialista
son las dos caras de la misma moneda falsa del ateísmo, o mejor, del
Anticristo […] Rousseau niega el dogma del pecado original y postula la
inmaculada concepción o bondad natural, el hombre nace bueno y la sociedad
lo corrompe […] Sociedad sin propiedad privada, sin clases, sin Estado y sin
la Iglesia […] Las cuestiones humanas, incluso la cuestión social, no se
pueden plantear ni resolver con sentido realista fuera de Cristo y de su
mesianismo trascendente […] la ideología socialista propone una historia de
salvación sin Dios, sin alma espiritual e inmortal, sin Divina Providencia [...]
donde el único protagonista es el hombre reducido a un animal súper
evolucionado y movido por sus necesidades materiales […] es un hecho
constante que las universidades, actualmente, son el vivero de la guerrilla y
del terror.”
Y resume:
"El nacionalismo distorsionado por la ideología populista confunde a la
Nación con una clase proletaria.”
“El nacionalismo distorsionado por la ideología clasista no resiste la
confrontación con la realidad social”.
“El nacionalismo distorsionado por una ideología socialista busca la
libertad económica de la Nación [...] en la abolición de la propiedad privada y
en un capitalismo de Estado […] el individualismo y el socialismo son
totalitarios”.
Define después al auténtico nacionalismo argentino: “Constructivo y
restaurador, jerárquico e integrador, cristiano y argentino en su contenido y en
su estilo. Una afirmación soberana frente a la plutocracia y al comunismo.”
Concluye definiendo al nacionalismo sin ideologías como “el único
capaz de establecer el orden de la Nación en los principios supremos que le
dieron el Ser”.
Verdad, Sacrificio, Jerarquía: esta última trilogía reemplaza a la tan
pregonada y desquiciadora de la revolución francesa.
Este pequeño libro, a la luz de la teología y de la metafísica, aclara el
problema del falso y del auténtico nacionalismo.
Agradezco a la Editorial Cultura Argentina que desinteresada y
generosamente publicó varios libros de mi esposo para que su pensamiento
fuera conocido y en la esperanza o certidumbre de que así servían a la Patria.
Ya mi esposo no podrá publicar nuevos libros. Yo pido al lector que
recuerde la muerte de mi esposo, una generosa y meditada oblación; esa
muerte que el P. Torres Pardo en la misa concelebrada calificó de “linda
muerte”.
Sí, fue una linda muerte.
Voy a repetir las palabras que escribí para José Antonio: “Para el que
vive aprendiendo el arte de bien morir, ¡Qué linda muerte, su muerte! Sobre la
camisa azul clavel de sangre florece”.
Y ruego a Dios y a la Virgen Nuestra Señora, que el pensamiento
expuesto en sus libros sea conocido por “un número suficiente de argentinos”
y tal vez podamos decir las palabras finales de la glosa:
“¡Ahora sí, vive la Patria, porque vive de su muerte!”
Me han dicho que en casi todo lo que escribo hablo demasiado de la
muerte.
¿Qué puede realizarse sin espíritu de sacrificio y de donación, sin desear
una muerte que sea un supremo y lúcido holocausto?
Porque por mis venas corre buena sangre requeté: ¡Viva la muerte!

Buenos Aires, Agosto de 1975

María Lilia Losada de Genta


INTRODUCCION

El nacionalismo argentino en sus versiones más difundidas como el


nacionalismo de izquierda y el justicialismo, padece una grave distorsión
ideológica originada en la dialéctica populista, clasista y socialista que
informa su doctrina política. Este carácter ideológico lo compromete con la
subversión marxista-leninista que avanza arrolladora en América Latina.
Por más que levante el estandarte de la Cruz y enarbole la bandera
nacional, se vuelca inexorablemente en la corriente subversiva del
comunismo internacional que ya domina oficialmente en Cuba y en Chile.
La guerra subversiva se presenta en cada una de las naciones del
continente como si fuera un fenómeno local y vernáculo; se reviste de un
fingido nacionalismo y su divisa ostensible es la liberación nacional frente al
imperialismo yanqui; pero tan sólo una inexcusable ingenuidad o una
complicidad solapada, pueden desconocer que en todas partes es una
expresión del poder comunista mundial.
Hay quienes por comodidad pretenden que el movimiento comunista se
divide para enfrentarse. La prensa difunde que el comunismo chino se
perfila en una oposición creciente al comunismo soviético. El general
Beaufré en su pequeño libro de inspiración sinárquica, La apuesta del
desorden, habla de la revolución inminente de las naciones integradas y
satélites de la Unión Soviética, aunque considera posible un endurecimiento
stalinista.
Por nuestra parte, nos remitimos a la historia próxima para anticipar el
futuro inmediato. Recordemos que en el año 1848 se publicó el Manifiesto
Comunista de Marx y Engels; que en 1864, Marx fue secretario de la Primera
Internacional de Trabajadores; que en 1889 se reunió la Segunda
Internacional; que a fines de 1917, el comunismo marxista conquistó el poder
político en la inmensa Rusia; que después de la Segunda Guerra Mundial su
dominio se ha extendido a la mitad de las naciones y, a la vez, impulsa la
subversión social en el resto... y así hasta el imperio mundial no queda
mucho camino por recorrer. Una apreciación prudente no puede dejar de
advertir la trayectoria fulgurante de este movimiento ideológico sin
precedentes en la historia mundial.
Claro está que existe la Divina Providencia; pero humanamente es una
posibilidad cada día más configurada en el acontecer histórico, el triunfo
político del comunismo ateo instrumentado por el poder internacional del
dinero. Sería el breve reinado del Anticristo previsto en el Apocalipsis.
La negación del verdadero Señor del tiempo y de la eternidad,
Jesucristo, se acusa históricamente en la exaltación de los falsos señores
del dinero. El único dilema teológico es: Dios o las riquezas.
El pluralismo ideológico y la coexistencia pacífica con el comunismo
marxista que ha logrado un pleno conformismo ambiental en las
democracias plutocráticas, es la obra de una propaganda abrumadora por
todos los medios de comunicación, financiada por el poder internacional
del dinero.
H. Belloc en su bien documentado libro sobre Los judíos, nos advierte
acerca de “una cuasi alianza que se percibe en todo el mundo entre los
banqueros judíos por una parte, y el comando judío de la Revolución Rusa
por otra” (pág.121).
El Padre Meinvielle en su estudio teológico sobre la cuestión judía,
concluye en base a sólidos argumentos que “la apostasía universal de los
pueblos gentiles y la dominación judaica de todos los pueblos serán un solo
hecho histórico”.
H. Coston en su libro Les financiers qui ménent le monde (Con dinero
rueda el mundo, en la traducción castellana), nos demuestra que “hasta el
siglo XVI [...] el poder político es el más fuerte. Sabe y es capaz de resistir a
los señores feudales y a los banqueros [...] pero en el siglo XVIIII, la
república francesa tiene un rey: Rothschild”.
El documento más notable y menos cuestionable que se puede citar en
orden a la idolatría de la riqueza en la Cristiandad contemporánea, nos lo
ofrece el judío Carlos Marx, en una serie de artículos juveniles reunidos en
un opúsculo titulado La cuestión judía:
“El egoísmo es el principio de la sociedad burguesa. El dios del
egoísmo es el dinero. El dinero humilla a todos los dioses del hombre y los
convierte en una mercancía. Es el valor universal de todas las cosas. Ha
despojado de su valor peculiar a todos los seres... El dios de los judíos se ha
secularizado. La letra de cambio es el dios real del judío. El dinero convierte
al hombre y a todos los seres en cosas enajenables, venales, entregadas a la
servidumbre de la necesidad egoísta, del tráfico y de la usura.”
El judío ateo, Carlos Marx, nos revela con agudeza implacable, el
verdadero significado del Estado liberal jacobino, democrático, nacido de la
Revolución Francesa. Es el Estado edificado por cristianos renegados, sobre
el hombre egoísta erigido en el hombre real y verdadero, en el hombre
natural. El hombre comienza y acaba en cada hombre. El hombre nace libre y
bueno, pero la sociedad lo ha corrompido hasta ahora por medio de la
religión, de la familia, de la patria. Hay que desarraigarlo de todo vínculo
existencial con el pasado, lo histórico, lo tradicional, porque es un lastre de
prejuicios y de servidumbres inadmisibles. Las nuevas estructuras sociales y
políticas tienen que ser convencionales, contractuales y revocables a
voluntad: familia, Patria, Estado. En principio, el derecho y la ley no tienen
otra finalidad que garantizar los derechos del hombre egoísta. La seguridad es
el valor supremo en la sociedad liberal; se sobreentiende que se trata
exclusivamente de la seguridad material.
Se comprende que según este criterio del hombre egoísta, el poder
político se haya subordinado al poder económico; el servicio haya sido
relegado por el provecho; los intereses individuales o de grupos hayan
prevalecido sobre el interés general. Esto nos explica el Estado liberal,
neutro, indiferente, policía de seguridad para los triunfadores; la economía de
lucro y la libre concurrencia sin límites; la propiedad como derecho absoluto
e incondicionado; el imperialismo internacional del dinero y la conciencia
ideológica de clases an tagónicas, extremas e irreconciliables, más acá y más
allá de las fronteras nacionales.
La política que no sirve al bien común, suprema ley de la sociedad
después de Dios, se corrompe y se degrada. Una institución es buena si
sirve adecuadamente, eficazmente, al fin para que esta hecha; es mala si no
sirve y, por el contrario, conspira contra dicho fin. El Estado liberal, jacobino
y democrático edificado sobre el hombre egoísta y el sufragio universal, han
permitido que la riqueza del poder soberano de la Nación haya sido
reemplazada por el poder de la riqueza sin Dios y sin Patria. La plutocracia
internacional a la sombra de la llamada soberanía popular, mediatiza los
poderes públicos y explota a las naciones. La concentración progresiva de las
riquezas nacionales, en poderes financieros multinacionales a favor de los
principios liberales, ha despojado y miserabilizado a la inmensa mayoría de
las personas y de las naciones.
En previsión de la protesta y de la rebelión de los oprimidos, de los
expoliados y de los marginados, el imperialismo internacional del dinero
promueve y canaliza a la ideología marxista-leninista y sus revoluciones
socialistas. La conciencia de clases extrema y la lucha de clases a nivel
internacional, ha sido el designio común de la plutocracia y el comunismo
para arrasar con el sentido de lo nacional, con el amor a la Patria, con el
arraigo a una empresa común de destino histórico; pero a pesar de la difusión
de la ideología marxista, de los slogans, de las canciones, de las marchas y
de las banderas rojas de comunistas y socialistas, obreros, empleados y
estu-diantes, vistieron el uniforme de los soldados de sus respectivas
naciones y siguieron hasta la muerte sus banderas en las dos guerras
mundiales. Lo nacional se ha revelado más fuerte, mucho más fuerte que
lo social, entendido como intereses de clase. Hasta en Rusia soviética lo
nacional prevaleció sobre lo social en la resistencia y oposición a la invasión
alemana.
Las grandes reacciones nacionalistas contra la plutocracia y el
comunismo fueron vencidas militarmente; pero el valor de lo nacional se
mostró más relevante y superior a cualquier otro valor humano. Los hombres
están hoy como estuvieron siempre, dispuestos a sufrir y a morir por la Patria
que es la Nación vista como un territorio estable y una herencia común.
Esta es la razón por la cual Stalin disolvió aparentemente la Tercera
Internacional en el año 1944. Y es la razón por la cual a partir de 1945, la
revolución comunista mundial instrumenta dialécticamente la fuerza de lo
nacional en los movimientos subversivos de los países que son o se
denominan subdesarrollados.
Los últimos veinticinco años documentan el giro nacionalista en la
acción del Comunismo Internacional, ateo y apátrida por definición,
intrínsecamente perverso pero radicalmente anticristiano.
Y llegados a este punto, volvemos al comienzo de estas páginas
preliminares para examinar las versiones del nacionalismo argentino que en
la actualidad, aparecen instrumentadas ideológicamente por el marxismo-
leninismo y al servicio de la subversión comunista en América Latina.
Vamos a demorarnos en el análisis de los elementos ideológicos que
desvirtúan su contenido doctrinal y su plan de acción, hasta confundir su
trayectoria con la izquierda revolucionaria. Dichos elementos son el
populismo, el clasismo y el socialismo, incompatibles con el orden de los
principios de un nacionalismo constructivo y restaurador, jerárquico e
integrador, cristiano y argentino en su contenido objetivo y en su estilo.
La Nación es normalmente el medio natural donde se levanta y se
constituye una soberanía política; donde los hombres alcanzan la suficiencia
de la vida temporal en el bien común; donde despliegan su personalidad
trascendente y participan en una empresa de destino histórico. La Nación que
es la Patria vista en la continuidad solidaria de las generaciones
comprometidas en una responsabilidad común, viene después de Dios en la
jerarquía de los valores y en el amor de los hombres arraigados en una misma
tierra histórica.
Cuando la Nación está enferma, declinante, sometida o entregada;
cuando está en peligro de sucumbir, la reacción nacionalista es un deber
perentorio e inexcusable. Su finalidad es restablecer a la Nación
reafirmándola en los principios que le dieron el Ser; recuperar el señorío
sobre todo lo propio y devolverla al imperio de la virtud, del bienestar y de la
grandeza.
He aquí el significado real y la verdadera justifica-ción del
nacionalismo. No hay otra política admisible en la hora del peligro nacional.
Es la reacción espontánea del amor a la Patria y de la vergüenza; se traduce
en una política de la verdad, del sacrificio y de la jerarquía.
La verdad exige el lenguaje de la definición; le repugna la adulación
y la demagogia.
El sacrificio que es el amor en su extremo, exige dar la vida para hacer
la verdad.
La jerarquía, “esa escala de los nobles designios”, exige restablecer el
orden de la verdad en las almas y en las instituciones.
El nacionalismo se corrompe y se extravía cuando sufre la influencia de
las ideologías que propagan los enemigos y renegados del género humano:
los señores del dinero y los empresarios de la subversión comunista.
Las ideologías son esquemas mentales elaborados en base a
abstracciones que parcializan la realidad o a generalizaciones abusivas de la
experiencia. Ver e interpretar la conducta de los hombres, el acontecer
histórico o las estructuras sociales por medio de ideologías, es empobrecer,
deformar, mutilar o ensuciar la realidad. Es ver e interpretar las acciones y
los acontecimientos humanos en la perspectiva de intereses egoístas o
sectarios, de las pasiones sociales, de las preferencias pragmáticas que
recortan su faz aprovechable, interesada o partidista.
La educación pública en todos sus grados y la propaganda masiva de los
medios de difusión van conformando la mentalidad de la población según las
ideologías en boga. Las gentes vulgares e ilustradas se habitúan a discutir
sobre lo que acontece en el ámbito social y político, por medio de esquemas
mentales, arbitrarios y artificiosos, sectarios y tendenciosos. El discurso
desarraigado de la esencia y del fin objetivos, no procede según la identidad,
sino según una lógica de la apariencia, dialéctica y contradictoria. En la
actualidad, lo mismo en la calle que en nuestros ambientes universitarios y
hasta en la Iglesia de Cristo, prevalece esa mentalidad ideológica. No se
argumenta con ideas reales y verdaderas donde transparece la esencia y el fin
de lo que existe, sino con esquemas mentales prefabricados o seudoconceptos
que no son más que mitificaciones ideológicas.
El populismo, el clasismo y el socialismo son tres ejemplos de
ideologías, cuya infiltración en el nacionalismo argentino lo distorsiona, lo
confunde y lo extravía. Lo comprometen gravemente en su doctrina y en su
acción, hasta el punto de instrumentarlo al servicio de la subversión
comunista.
La infiltración de las mismas ideologías en la Iglesia de Cristo, a través
del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, también la compromete
en la guerra y en los objetivos del comunismo ateo, un poder mundial que
impulsa, dirige y absorbe toda forma de protesta o de rebelión que se deja
contaminar por la ideología marxista-leninista.
Vamos a analizar entonces, en sucesivos capítulos, el populismo, el
clasismo y el socialismo, con el propósito de contribuir a la depuración
doctrinal del nacionalismo argentino. Cumplida esta urgente tarea purgativa,
surgirá limpia, diáfana y precisa su idea y su línea de acción, como una
afirmación soberana frente a la plutocracia y al comunismo.

I Parte

EL NACIONALISMO ARGENTINO

Las ideologías que lo distorsionan: el populismo, el clasismo, el


socialismo
Capítulo I

EL POPULISMO

La formulación más radical de la ideología populista procede de


Rousseau en su Contrato Social; por esto le corresponde con más títulos que a
ningún otro intelectual, la paternidad de la Revolución Francesa de 1789.
El hombre original es el individuo que por su naturaleza es bueno, libre y
soberano, autosuficiente para conservar su ser. Claro está que cada hombre se
ve obstaculizado, al concurrir con los demás en procura de los mismos bienes.
No puede subsistir en el estado primitivo de aislamiento y se ve impelido a
formar por agregación una suma de fuerzas que le permita obrar en armonía
con sus semejantes. Es así como surge el orden social cuyo derecho no viene
de la naturaleza, sino que está fundado en convenciones. Se trata, pues, de
encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza
común, a la persona y los bienes de cada asociado, y por virtud de la cual cada
uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y quede tan libre como
antes. Tal es el problema fundamental, al cual da solución el Contrato Social
(Libro I, capítulo 6). Lo esencial del Contrato o Pacto Social se reduce a los
siguientes términos: “Cada uno pone en común su persona y todo su poder
bajo la suprema dirección de la voluntad general y cada miembro es parte
indivisible del todo”(Libro I, capítulo 6).
Este acto, según Rousseau, produce inmediatamente una unidad moral,
una persona pública, un yo común con su vida y su voluntad “que se
denomina Estado cuando es positivo; soberano cuando es activo [...] y
respecto de los asociados toma colectivamente el nombre de pueblo”.
Aunque las contradicciones son frecuentes en este manual de las
democracias contemporáneas, el dogma jacobino de proyección política
universal se resume en el Libro IV, capítulo 2:
“No hay más que una sola ley que por su naturaleza exija un
consentimiento unánime: el pacto social, porque la asociación civil es el acto
más voluntario del mundo; habiendo todo hombre nacido libre y dueño de sí
mismo nadie puede, con ningún pretexto sujetarlo sin su asentimiento [...]
Fuera de este contrato primitivo, la voz del mayor número obliga siempre a
todos los demás [...] cada uno dando su sufragio, da su opinión sobre una
cuestión propuesta, y del cálculo de votos se saca la declaración de la voluntad
general. Por tanto, cuando la opinión contraria vence a la mía, no se prueba
otra cosa sino que yo me había equivocado, y que lo que yo consideraba como
voluntad general no lo era”.
El pueblo es el soberano y su soberanía es inalienable: sólo puede ser
representada por el pueblo mismo y se manifiesta por el voto de la mayoría
que es la voluntad general. El pueblo soberano instituye el gobierno que
quiere, puede conservarlo o reemplazarlo por otro. Todas las leyes son
reversibles, incluso el mismo Pacto Social (cf. Libro III, capítulo 18).
Hemos prolongado las citas para demostrar a través del análisis, el
carácter puramente ideológico de esta resonante concepción política.
Rousseau desconoce la naturaleza social del hombre; afirma que es libre,
soberano y autosuficiente por naturaleza. La soberanía popular resulta de un
convenio unánime de estas soberanías individuales y se ejerce por el voto de
las mayorías accidentales; es la voluntad general, ilimitada en su poder y
dueña absoluta de las decisiones. La soberanía popular es la omnipotencia del
número. El derecho y la ley se fundan en el criterio más inconsistente,
accidental, voluble y arbitrario.
El esquema natural elaborado por Rousseau, deja de lado la naturaleza
social del hombre y lo que la experiencia histórica documenta acerca de su
condición existencial.
El hombre nace de sus padres y en una Patria determinada, con frecuencia
constituida en Estado soberano por el sacrificio de los héroes y de las
generaciones fundadoras; es heredero de una tradición y responsable de un
destino histórico con sus compatriotas. Quiere decir que el hombre nace
comprometido y vinculado [con] sociedades naturales aunque intervenga la
voluntad en su formación; medios necesarios como la familia, la Patria, el
Estado nacional, en los cuales desarrolla y madura su personalidad; tiene
deberes y tareas preexistentes, hacia la familia y la Patria, que no dependen de
su arbitrio.
La soberanía política, o sea, el señorío sobre todo lo propio no resulta de
una convención ni del sufragio, sino del sacrificio y la sangre derramada;
compromete a las generaciones que van llegando a renovar el sacrificio si
fuera menester.
No es verdad que el hombre no tiene más deberes que los que impone o
reconoce libremente; por sobre lo convencional, están las dependencias
naturales que constituyen deberes y compromisos irrenunciables.
Entre todas esas dependencias la primera y principal es la religiosa, el
vínculo de la criatura [con el] Creador que reviste un carácter personal, íntimo
y trascendente en el cristiano, por el misterio de la Encarnación y la Divina
Redención, consumada en el sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo y
continuada en su Iglesia.
La soberanía popular excluye a la Soberanía de Dios y rechaza el dogma
del pecado original al que pretende reemplazar por una supuesta bondad
natural y sobre todo, por la inmaculada concepción del pueblo soberano. La
voluntad general que se expresa en el voto de las mayorías, es sana, recta e
infalible.
Cualquier persona con sentido común advierte cuán absurdo, insensato e
irresponsable es este criterio político, basado en la movilidad infinita del
interés egoísta y de la opinión. La experiencia documenta la acumulación de
ruinas provocada por la adulación y la demagogia.
Por otra parte, el populismo jacobino no sólo es ateo, sino radicalmente
anticristiano. Rechazar el pecado original es eliminar a Cristo y a la Divina
Redención. Si el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe, tal como
declama Rousseau, sólo queda lugar para un mesianismo puramente social,
una reforma en las relaciones humanas para ajustarlas a la bondad natural. Se
comprende, [así], el [actual] proceso de secularización del Cristianismo y el
consiguiente reemplazo de la teología por la sociología en el planteo y
solución del problema ético del hombre en todos los órdenes: personal, social,
político, etcétera.
Asistimos a la disolución de Cristo; se deja de lado lo divino, lo
sobrenatural, para atender exclusivamente a lo humano, a lo natural. La figura
de Cristo se reduce a una expresión demasiado humana y la cuestión social se
convierte en la cuestión última y decisiva de la existencia. La Divina
Redención se cambia en revolución social.
El mal no se ha originado en una desobediencia del hombre a Dios, sino
que tiene un origen histórico-social: la institución de la propiedad privada.
Rousseau relata el suceso en su Discurso sobre el origen de la desigualdad
entre los hombres, de un modo tan directo y simple como el relato del
Génesis: “Cuando un hombre le puso cerco a un terreno y dijo: «esto es mío»
[…] allí comenzó la desigualdad que engendra odio y el mal hizo presa del
corazón bueno” (Discurso sobre la desigualdad entre los hombres, II Parte).
Comunistas, socialistas, anarquistas y sus variaciones, verán en la
supresión radical o en la tendencia a suprimir la propiedad privada, sobre todo
de los medios de producción, la solución mesiánica de la cuestión social, de la
injusticia y de los males sociales. Y lógicamente el pueblo, el verdadero
pueblo identificado con la inmensa mayoría de proletarios -sin propiedad -,
será el ejército mesiánico de su propia liberación de la miseria, por medio de
la expropiación de los propietarios y la socialización de la producción.

Se advierte claramente que el populismo, el clasismo y el socialismo son


momentos de una sola y misma ideología, cuya expresión más acabada y
eficaz es el marxismo-leninismo. So pretexto de combatir los excesos del
individualismo, se niegan las legítimas superioridades, las personalidades
rectoras, los auténticos jefes que saben mandar. Se habla cada vez más de la
masa creadora, protagonista de la historia; a lo sumo, se reconoce a los
conductores su lugar en la cresta de la ola. La masa viene de abajo y allí está
el impulso y la fuerza, la dirección y la eficacia. “Bien sabemos, -declara el
presidente de Chile, [Salvador] Allende- que desde la base nace el poder
popular”. La soberanía política tiene su sujeto y su titular primero en el pueblo
soberano que la ejerce por sí mismo, la delega, la traspasa o se vale de
representantes; pero retorna siempre a su base como a su principio, el único
sujeto real y verdadero según el falso dogma de la soberanía popular, el
prejuicio más generalizado en la sociedad contemporánea, el más arraigado en
las gentes con ilustración y sin ella.
En el número, en la mayoría siempre accidental, reside la salud, la
verdad y la justicia. La calidad está en la cantidad, la legitimidad de la
autoridad en la aprobación de los que obedecen, los dirigidos son los
verdaderos dirigentes; los maestros son hechuras de los aprendices.
El gobierno del demos estudiantil en la universidad de la Reforma de
1918, no es más que el traslado al ámbito académico de la soberanía popular.
Así como los ciudadanos con más de dieciocho años eligen a sus gobernantes,
los estudiantes deben elegir a sus maestros y rectores.
El populismo es radicalmente subversivo; quebranta el orden natural y
cristiano de la sociedad y del Estado; invierte la escala de todas las jerarquías
sociales, encumbrando los escalones más bajos hasta los últimos.
El proceso normal de actuación de las causas, de las razones, de las
motivaciones, de las preferencias debe ajustarse a un sentido vertical y
jerárquico que corresponde al orden del Ser en el universo creado, al orden de
la verdad en la mente y al orden de la conducta en la sociedad.
Es una subversión en el orden de las causas explicar el universo real por
la evolución ciega de una masa incandescente inicial. Es una subversión
explicar el origen del hombre por un transformismo zoológico. Es una
subversión explicar la inteligencia por la sensación, la voluntad por el instinto,
la conciencia por la inconsciencia. Es una subversión explicar la acción del
jefe por la decisión de los subalternos. Es una subversión radical la soberanía
política, esto es, el señorío sobre todo lo que es propio de una Nación, en la
multitud numéricamente considerada.
Son todos ejemplos de subversión porque hacen salir lo superior de lo
inferior, la forma de la materia, el fin de los medios, la calidad de la cantidad,
la expresión más cumplida de personalidad, la del que sabe mandar, de la
masa anónima e indiferenciada cuyos votos se cuentan y no se pesan.
El populismo es radicalmente subversivo, antijerárquico e inorgánico. Su
vigencia en el Estado liberal se acusa en la revolución permanente que sólo se
extingue dialécticamente con la dictadura del proletariado, en la servidumbre
sistemática impuesta por el terror comunista.
El nacionalismo no puede ni debe ser populista, porque socava[ría] todas
las jerarquías naturales que integran la Nación en un Estado soberano. Si el
nacionalismo se propone salvar a la Nación, restablecerla en su ser, en su
unidad, en su integridad y en su señorío político, no puede entregarse a la
subversión populista que corrompe el principio de autoridad y el espíritu de
subordinación a la jerarquía y al orden.
El nacionalismo auténtico no confunde jamás la soberanía nacional, cuyo
precio es el sacrificio, con soberanía popular que sólo existe en el papel y en la
retórica demagógica.
En nuestra Patria, después de cuarenta y tres años de la Revolución de
Mayo, después de haber conquistado y consolidado la soberanía política por el
sacrificio de la sangre, a través de sucesivas guerras de la Independencia,
civiles e internacionales, se organiza la Nación por medio de una Constitución
que se funda en la soberanía popular. Desde entonces y a la sombra de dicha
Constitución populista, los sucesivos gobiernos han sido mediatizados, en
mayor o menor medida, por la internacional financiera, la internacional
masónica y la internacional marxista, tres manifestaciones del poder satánico
empeñado en borrar el nombre de Cristo de las almas y de las instituciones.
Los gobiernos digitados por la oligarquía liberal, los gobiernos elegidos
masivamente por el pueblo y los gobiernos de facto de origen militar que se
repiten desde 1930, todos han proclamado su fe populista y su decisión final
de escuchar la voz del soberano en las urnas. Las transgresiones más
flagrantes de la legalidad constitucional no alteran, en lo más mínimo, el
populismo inconmovible de los gobernantes de turno, sean civiles o militares.

La ideología populista no siempre reconoce el origen jacobino. En


nuestro país, se agrega otra corriente de influencia secular a través del
magisterio ejercido por el padre jesuita Francisco Suárez. Los abogados que
intervinieron en la Revolución de Mayo, emplearon en los documentos
oficiales una retórica populista que responde a esa tradición escolástica.
No se invoca un pacto social entre las soberanías individuales al modo de
Rousseau, pero si un pacto político entre el pueblo -primer titular de la
soberanía por la delegación divina-, y el príncipe. Cuando el gobierno cesa o
es destituido, el poder soberano [revierte] hacia el pueblo. De ahí el postulado
teológico de Suárez, según el cual: “Ningún principado político es de
institución divina inmediata; pero todos han sido establecidos por intermedio
de la voluntad de la multitud soberana”.
No se discute que un gobierno pueda ser elegido por la multitud, en el
sentido de ser designado; pero es inadmisible que la multitud sea soberana y
pueda transmitir o delegar la potestad que no tiene.
No es soberano el que no puede ejercer por sí mismo el señorío. La
titularidad es indivisible del ejercicio, carece de sentido afirmar que tiene
mando el que no es capaz de mandar.
La multitud como tal es inepta para gobernar; no puede por sí misma
decidir, ni legislar, ni administrar justicia que son las funciones propias del
gobierno político. Por esto es que el Padre Bouillón insiste con razón: “El
poder tiene horror al número. Creado para unificar, su perfección se
proporciona a su unidad [...] Por esencia, no puede ser ejercido por todos” (La
política de Santo Tomás).
El poder o soberanía política viene de Dios; pero no desciende hacia
quien no puede ejercerlo; por esto es que el pueblo materialmente considerado
como multitud de individuos, no es titular primero, ni segundo; no puede ser
sujeto de poder por su ineptitud.
Claro está que es lícito sostener que el poder político resida en el pueblo,
si nos referimos a la multitud unida, jerarquizada, organizada, donde una parte
gobierna para el todo. Ni siquiera es necesario el consentimiento de los
gobernados. Se comprende que gobernar con la aprobación del pueblo todo o
de la mayoría, es muy conveniente; pero no es necesario.
La legitimidad de un gobierno político no [reside] en las elecciones ni en
el consentimiento de las mayorías; su justificación es el cumplimiento del fin
que es servir eficazmente al bien común, suprema ley de la sociedad después
de Dios. Y no se puede servir al bien común sin la plena posesión de la
soberanía política que permite la libertad necesaria para realizar dicho fin.
El General Franco, por ejemplo, gobierna España desde hace más de
treinta años. No fue elegido por el pueblo, ni puede decirse que lo acompañara
en su gestión el consentimiento general. Llegó al gobierno por la fuerza de las
armas y en los años difíciles, bajo el peso abrumador de un millón de muertos
y [de] las ruinas acumuladas, reconstruyó España con sólidas estructuras,
sirvió al bien de su pueblo e hizo fuerte y grande a la Nación. El hecho de que
en los últimos años se adviertan concesiones liberales y algún relajamiento
del régimen, no invalida la formidable obra providencial y justiciera
cumplida después de tres años de cruenta guerra civil y en medio de las
dificultades creadas por la Segunda Guerra Mundial y de las brutales
sanciones que le fueron impuestas.
Oliveira Salazar realizó un gobierno sabio, constructivo y ejemplar en
Portugal, a lo largo de cuarenta años; fue llamado al gobierno por los jefes del
Ejército y lo ejerció sin el voto y sin el consentimiento popular. No dudamos
de que la inmensa mayoría de los portugueses terminará por aprobar y
agradecer el inmenso bien realizado por el insigne estadista, servidor lúcido,
fiel, abnegado y austero, que enseñó a sus compatriotas esta suprema norma
política: “preferir ser mejores a estar mejor”. El prudente Aristóteles insiste,
en su tratado sobre la Política, en la primacía de la virtud sobre el bienestar
material.
En nuestra república, los dos gobiernos de base popular, libremente
elegidos por la mayoría, democráticos en su origen y en su trámite, Irigoyen y
Perón, acabaron por ser un atentado contra el bien común y por precipitar un
proceso de descomposición moral y material. Tuvieron que ser destituidos por
alzamientos militares, a pesar del fervor popular que los acompañó en todo
momento, incluso después de la caída.
Los estragos producidos por la adulación y el servilismo en la época
peronista han sido tales que todavía hoy -1972-, uno de los hombres más
corrompidos y corruptores de la historia universal, sigue contando con el
apoyo de muchos en todos los niveles sociales. Han pasado diecisiete años
desde la revolución que lo derrocó y el planteo de una salida electoral,
democrática y legal, exige ir a buscar la solución a Madrid.
La inmaculada concepción del hombre y de la multitud, que es un
supuesto del populismo, no resiste el examen más superficial. Quieran que no,
hay que volver al dogma del pecado original y reconocer una proclividad al
mal en todos los hombres, sea que los consideremos aislados o en el seno de la
multitud. Claro está que la responsabilidad principal es de los dirigentes,
sofistas aprovechadores y hábiles demagogos que envenenan al pueblo con las
ideologías y lo degradan hasta el nivel de la masa, la gran bestia de [la] que
habla Platón.
El populismo en cualquiera de sus expresiones, no sólo es una falsa
ideología sino que es funesto para el destino de una nación. Su infiltración en
las almas y en las instituciones compromete todo sentido de orden y lo arrastra
a la subversión. En la medida de su influencia, lleva al desconocimiento y al
desprecio de toda forma de autoridad y señorío, del espíritu jerárquico y del
sentido de la responsabilidad personal.
El populismo arremete contra el carácter paternal que es inherente al
ejercicio de la autoridad sea la que fuere, la del padre de familia, la del
educador, la del jefe militar, la del gobernante político. Condena como lesivo
de la dignidad del hombre y del pueblo, a todo gobierno paternalista porque no
soporta que sea una imagen del Padre que está en los cielos, ni que sea
ejercido en su Nombre.
Nada más natural que un verdadero conductor sea un padre para los que
conduce. Y es profundamente cristiano reconocer a un padre en el que manda.
La paternidad hace referencia a un principio y a un superior; tiene un
sentido personal, vertical y jerárquico. La filiación es un vínculo de
dependencia y señala de quien se procede y de quién se es deudor: Dios, la
Patria, los padres, el maestro, el caudillo, el héroe.
La paternidad no se elige, ni figura entre las cosas que se discuten. Dios,
la Patria, los padres no se eligen ni se discuten. Nos son dados y debemos
reconocerlos y acatarlos, aunque podamos renegar de ellos cometiendo el
mayor de los crímenes. Son los primeros en amarnos y servirnos hasta el
sacrificio, hasta darlo todo, incluso la vida por los suyos.
Dios Padre nos envía a su Hijo hecho hombre y su testimonio supremo de
amor es el sacrificio: Cristo acepta el sufrimiento y la muerte para salvarnos.
En la cruz adoramos a la Verdad crucificada por amor.
La Patria nos ofrece el sacrificio de los héroes y de las generaciones
patricias para hacernos herederos de un nombre, de un destino histórico, de un
señorío político.
Los padres carnales aman y cuidan de sus hijos hasta el sacrificio de sus
propias vidas.
El titular del gobierno político puede ser elegido por la multitud o haberse
constituido, [legítimamente], por propia decisión; pero el poder lo recibe de
Dios y debe ejercerlo como un padre, a imagen y semejanza del Padre que está
en los cielos. Por ser paternal es ministerio de justicia y de amor, un ministerio
de servicio para el bien de los gobernados.
Gobernar es un modo eminente de servir al prójimo, en este caso, el
pueblo todo. Cuando el que preside se sirve en lugar de servir, cuando se
aprovecha de su pueblo para su propio beneficio, el de los suyos o de una
parte privilegiada, degenera y se vuelve tiránico, oligárquico o demagógico;
también puede ser una combinación de estas corrupciones, como enseña
Aristóteles.
Insistimos en que el populismo arrasa con el carácter paternal del poder y
exime de responsabilidad al gobernante de base popular, delegado de un
soberano impersonal, anónimo e inepto.
La obsesión populista hace que los gobiernos de facto, tal como ocurre en
nuestro país desde el año 1930, busquen afanosamente el consenso
multitudinario o prometan un retorno a plazo fijo del régimen constitucional.
Se suceden las dictaduras militares, pero sus titulares se declaran
invariablemente democráticos y civilistas, respetuosos de la voluntad popular.
El horror a la responsabilidad personal se refugia a la sombra del
populismo. Los gobernantes de turno consagrados por el voto o el
consentimiento de la mayoría, operan con una cierta impunidad ante un
“soberano” tan voluble e inconsciente. Es justamente [esta impunidad]
fundada en esa ficción que es la soberanía popular, lo que ha permitido la
mediatización de los poderes públicos por el imperialismo internacional del
dinero. También nos explica la urgencia de los gobiernos de facto por la salida
electoral, a fin de que los parlamentos elegidos por el pueblo soberano,
legalicen las concesiones y enajenaciones del patrimonio nacional. Los
últimos cuarenta años de historia política argentina ilustran acerca de esa
urgencia por volver al vómito electoral, en los gobiernos surgidos de
pronunciamientos militares.

Hemos intentado demostrar que el apoyo popular, multitudinario,


numérico, es conveniente para el gobierno político; pero de ningún modo
necesario ni determinante de su legitimidad. El voto o consentimiento de la
mayoría puede ser legal; pero no asegura en absoluto que el gobierno va a
servir eficazmente al bien común.
No hablamos aquí de transferencia o delegación de una soberanía que el
pueblo en bloque no tiene, sino de la simple designación de los gobernantes
por la vía del sufragio universal. Nada tiene que ver con la legitimidad, ni es
garantía de eficiencia prudencial, ese aval de la mayoría; es meramente un
medio accidental, establecido en el derecho positivo, para la designación de
los que van a ejercer el poder político.
Por esto es que no se ajusta a la realidad sino a la ideología populista, el
texto siguiente de Maritain que transcribimos de su libro: El hombre y el
Estado: “El pueblo goza siempre de la posesión permanente de ese derecho a
gobernarse, cuyo ejercicio delega el mando sobre los demás, en virtud de la
primera fuente de la autoridad. El gobernante es la imagen del pueblo y el
supremo delegado popular” (capítulo V).
Por lo pronto, el derecho a gobernarse en un pueblo o nación, no es “una
posesión permanente”, sino una conquista ardua y difícil, cuyo precio es la
sangre derramada en los campos de batalla; una conquista que se mantiene por
la disposición permanente al sacrificio en las generaciones presentes y
venideras, no de la ficticia soberanía popular.
El ejercicio del gobierno soberano lo cumple un sujeto o titular que es
parte del pueblo; pero de ningún modo delegado popular ni imagen del
pueblo. En rigor, continuador de una responsabilidad histórica, otorgada por
Dios al sacrificio, ejerce el gobierno soberano para servir al bien común de su
pueblo, en nombre de Dios y a su imagen.
El derecho al gobierno soberano se pierde en un pueblo por corrupción,
abandono, claudicación o dimisión de los responsables; por esta razón, los que
no saben mandarse tienen que obedecer a un poder extranjero. La cuestión de
la soberanía política no se resuelve en las urnas, sino por las armas en la hora
del sacrificio.
En cuanto a la designación de los gobernantes por el voto popular, hay
que tener en cuenta la lección prudencial que nos ha dejado San Agustín en su
diálogo sobre El libre arbitrio:

“Agustín: Ahora bien, si se diera pueblo tan morigerado y grave y


custodio tan fiel del bien común que cada ciudadano tuviera en más la utilidad
pública que la privada, ¿no sería justa una ley por la que se le permitiera a este
pueblo elegir magistrados, que administren la hacienda pública del mismo?
Evodio: Sería muy justo.
Agustín: Y si, finalmente, este mismo pueblo llegara poco a poco a
depravarse de manera que prefiriese el bien privado al bien público y vendiera
su voto al mejor postor, y, sobornado por los que ambicionan el poder,
entregara el gobierno a hombres viciosos y criminales, ¿acaso no obraría
igualmente bien el varón que, conservándose incontaminado en medio de la
general corrupción y gozando a la vez de gran poder, privase a este pueblo de
la facultad de conferir honores, para depositarla en manos de los pocos buenos
que hubieran quedado, y aún de uno sólo?
Evodio: Sí, igualmente bien”. (De libero arbitrio, Libro I, capítulo 6)

El gran teólogo se revela maestro de prudencia política. Ser prudente es


obrar en conformidad con la realidad; y no según la ideología populista, por
ejemplo, que sustituye la realidad por un esquema mental prefabricado: la
burda ficción del pueblo inmaculado y autosuficiente, integrado por una
multitud de soberanos que nacen libres, buenos e iguales.
Se comprende fácilmente el funesto error que encierra esta retórica
adulatoria y servil. Y en consecuencia, la grave imprudencia de guiarse en la
acción política por la ideología populista. La verdad es que el hombre no nace
bueno, sino proclive al mal. Y esa proclividad al mal se extiende también a la
multitud de los hombres que integran materialmente un pueblo. Tampoco el
hombre nace libre, sino en la más extrema dependencia de sus mayores y
llegar a ser libre exige una rigurosa disciplina, al punto de que “la mayor
libertad es hija del mayor rigor” (Leonardo da Vinci). Y, finalmente, los
hombres no nacen iguales, sino que la distribución natural de las aptitudes y
talentos no puede ser más desigual.
Ocurre que los pueblos se elevan en la virtud o se degradan en el vicio. Y
un mismo pueblo, tal como advierte San Agustín, puede ser virtuoso en un
momento y dejar de serlo en otro. De ahí que sea justo en un caso concederle
el derecho de elegir sus magistrados; y también justo quitarle ese derecho
cuando se corrompe.
Claro está que un pueblo se pudre por la cabeza, o sea, por su clase
dirigente. No es como afirma Maritain: “El [gobernante] es imagen del
pueblo” sino que el pueblo es imagen del [gobernante].
La Argentina hoy se manifiesta más bien como una masa que como un
verdadero pueblo. La acción deformante y subversiva de las ideologías, más la
pavorosa corrupción de las costumbres públicas, configuran un estado de
relajamiento general, sobre todo en las grandes urbes. Hay una masa juvenil
universitaria y una masa proletaria y burocrática, profundamente confundidas
y subvertidas por el marxismo, a través de las ideologías populistas, clasista y
socialista. Las Fuerzas Armadas y la Iglesia de Cristo también padecen una
seria infiltración ideológica.
Quedan, por cierto, reservas intactas en todos los niveles e instituciones;
un resto importante de gentes honestas y patriotas para emprender la
restauración nacional, o mejor, nacionalista, que reclama la Patria en peligro.
En conformidad con su misión específica, las Fuerzas Armadas deben
constituirse en la columna vertebral, donde se articula y sostiene la Nación en
su existencia soberana, como en el tiempo inicial de la historia Patria.
La doctrina nacionalista que debe informar y orientar la acción política
tiene que ser jerárquica para restaurar el orden de los principios en las mentes
y en las instituciones sociales. Tan sólo así la masa urbana, tanto universitaria
como proletaria, será liberada de su populismo radical y elevada a la altura de
un verdadero pueblo.
Nada más oportuno para terminar este capítulo, como recurrir, después de
San Agustín, a otro gran contemplativo para iluminar el sendero de la
prudencia política. Nos ha dejado el poeta Shakespeare un pasaje magistral en
su tragedia Troilo y Cressida:
“Ulises: [...] una empresa sufre bastante cuando se quebranta la jerarquía,
escala de todos los grandes designios. ¿Por qué otro medio sino por la
jerarquía, las sociedades, la autoridad en las escuelas, la asociación en las
ciudades, el comercio tranquilo entre las orillas separadas... las prerrogativas
de la edad, de la corona, del cetro, del laurel, podrían debidamente existir?
Quitad la jerarquía, desconcertad esa sola cuerda y escuchad la confusión que
se sigue. Todas las cosas van a encontrarse para combatirse; las aguas
contenidas elevarían senos más altos que sus márgenes, y harían un pantano
de este sólido globo; la violencia se convertiría en ama de la debilidad, el hijo
brutal golpearía a su padre a muerte; la fuerza sería el derecho... Gran
Agamenón, cuando la jerarquía está ahogada, he ahí el caos que sigue a su
ahogo. Lo que caracteriza ese desprecio de la jerarquía es retroceder siempre
un escalón...” (Acto I. Escena III).
Medite el lector, los pasos que hemos retrocedido y el desprecio de toda
forma de autoridad en que hemos caído, por obra del populismo que domina la
mentalidad de los argentinos, en particular de su clase dirigente.
El nacionalismo populista no es más que un contrasentido y se convierte
necesariamente en un instrumento dialéctico de la subversión social que nos
arrastra hacia el comunismo ateo.
El nacionalismo verdadero y constructivo es jerárquico, porque la Nación
bien ordenada en justicia y caridad, comporta grados de diferenciación social
que hacen al desarrollo de la personalidad humana y a la común grandeza.
Capítulo II
EL CLASISMO

El nacionalismo de izquierda, el nacional justicialismo, la llamada


promoción obrera de los sacerdotes tercermundistas y todo movimiento que se
propone alcanzar la liberación nacional por medio de la guerra subversiva, a la
influencia ideológica del populismo jacobino agregan la del clasismo
marxista.
El pueblo no es toda la Nación, sino aquella parte que se estima la más
numerosa y la más golpeada por la injusticia social, la clase obrera o el
proletariado. Y en consecuencia, el bien del pueblo es el bien de la clase
obrera y no el bien común social y nacional.
Así como Sieyes identifica a la Nación con el tercer estado, excluyendo a
la nobleza y al clero, Marx y sus epígonos, identifican al pueblo con el estado
llano de los proletarios o sin propiedad. El resto de la Nación se integra con la
fracción de los apropiadores y explotadores, corrompidos e irredentos, que
forman la clase burguesa, la cual tiene que ser aniquilada para que el
proletariado reducido actualmente a ser una nada social, pase a ser el todo en
la nueva sociedad sin clases.
El origen de esta simplificación arbitraria y abusiva de una realidad
compleja, así como su empleo sistemático, se remonta al “Manifiesto
Comunista”, de Marx y Engels, publicado a principios de 1848:
“La historia de la sociedad hasta nuestros días, es la historia de la lucha
de clases. En las primeras épocas históricas, encontramos por doquier, una
completa división de la sociedad en diversos estamentos, una variada
jerarquización social. En la antigua Roma hallamos patricios, caballeros y
esclavos. En la Edad Media, señores feudales, vasallos, maestros, compañe-
ros y siervos.
Nuestra época, la época de la burguesía, se caracteriza, sin embargo, por
haber simplificado los antagonismos de clase. Toda la sociedad se divide, cada
vez más, en dos clases directamente enfrentadas: burguesía y proletariado”.
He aquí el esquema dialéctico de una contradicción social insuperable,
cuya difusión y fijación masivas, ha proliferado en una falsa y falacísima
conciencia de clase que sacrifica a la actitud subversiva, las realidades más
notorias.
El marxismo ha fraguado e impuesto con máxima eficacia una conciencia
ideológica de clase víctima, no de injusticias, sino de la injusticia por la cual la
mayor parte de la humanidad se ha alienado en la extrema inhumanidad que
padece la clase proletaria.
Tan sólo por medio de una lucha de clases sostenida, implacable, sin
cuartel, contra los culpables burgueses, el proletariado podrá lograr su
liberación y su recuperación de todas las alienaciones.
La lucha de clases se reviste en la actualidad, con la máscara del
nacionalismo y se plantea como lucha por la liberación nacional contra el
imperialismo yanqui y la burguesía nativa. El esquema dialéctico de las clases
extremas y antagónicas permanece intacto y la subversión comunista lo aplica
invariablemente:
La burguesía –tesis- provoca el nacimiento y el desarrollo del
proletariado - antítesis -, a fin de que su contradicción resulte la síntesis de la
sociedad sin clases y si diferencias que engendran odio.
La ideología clasista se traduce en una especie de maniqueísmo social por
cuanto hay una clase de los buenos y otra clase de los malos, explotados y
explotadores sin atenuantes.
Frente a esta simplificación absurda nos basta recordar la existencia de
las clases medias, tan importantes y de tanta gravitación económica, social y
política, por ejemplo, en nuestra Argentina.
Por otra parte, la característica más relevante entre nuestras clases o
medios sociales ha sido la apertura, la comunicación y la circulación, sobre
todo, de abajo hacia arriba. La actual clase dirigente procede en casi su
totalidad, de inmigrantes proletarios en primera, segunda o tercera generación.
Un elevado número de obreros, antes y ahora, ascienden ellos mismos en
sus hijos a las profesiones universitarias o al nivel empresario. Se comprende
el precio de esfuerzos y sacrificios que deben pagar; pero a nadie le está
vedado abrirse camino y escalar posiciones. Es una constante en nuestra
historia.
Aparte de la vigencia del derecho común para todos los habitantes, las
situaciones de iniquidad social como las que describiera Barret en su folleto
“Así son los yerbales”, pertenecen en general a un pasado superado y eran más
bien excepciones.
No hay duda de que a fines del siglo pasado y comienzos del actual las
condiciones de trabajo eran duras y los salarios bajos, tanto en la ciudad como
en el campo; pero aún así era corriente que los trabajadores se procurasen la
vivienda familiar y educaran a sus hijos en vista de un nivel social superior.
Los barrios residenciales de las ciudades principales tuvieron ese origen
esforzado y nobilísimo.
La sociedad argentina es la refutación más palmaria del esquema
marxista de las clases extremas y antagónicas. La variedad, riqueza y
significación de las clases medias es el carácter dominante y distintivo.
El clasismo no resiste la confrontación con la realidad social. No hay en
el día de hoy una clase obrera explotada y miserabilizada, sumergida en lo
inhumano. Hay sí una multitud de marginados, refugiados en los suburbios de
las ciudades o vegetando miserablemente en zonas del interior. No
mencionamos a las villas de emergencia que exhiben un enjambre de antenas
de televisión, a pesar de los horrores de la promiscuidad que comparten con
los conventillos. Nos referimos a los quinientos mil menores sueltos en el
Gran Buenos Aires, condenados a todas las lacras físicas y morales; también a
millares de familias que arrastran una vida infrahumana en las provincias
pobres. Son las víctimas del régimen liberal del dejar hacer y del dejar pasar,
desentendido del bien común, que se vienen multiplicando desde la
organización política en 1853.
La concentración monstruosa de las dos terceras partes de una población
de veinticuatro millones, en unas pocas grandes ciudades, sobre todo, en una
de ellas, con casi tres millones de kilómetros cuadrados de territorio
continental, es la más terminante acusación contra el régimen liberal y sus
gobiernos subordinados a las directivas del poder financiero.
No es la plusvalía de Marx la que ha creado el submundo de los
marginados sociales en continuo aumento, sino la usura de los señores del
dinero que manejan el mundo.
No es el patrón que se queda con el producto del trabajo de sus obreros;
es el especulador de afuera y de adentro que se queda sin esfuerzo y sin riesgo
con la mayor parte del beneficio que corresponda a obreros y patrones. Es la
ideología clasista que confunde las cosas y arroja a los obreros contra los
patrones, en una lucha ruinosa que va creando las condiciones de la
servidumbre de unos y otros; bajo el régimen comunista que propicia e
instrumenta el imperialismo internacional del dinero.
La coexistencia pacífica entre la plutocracia y el comunismo, así como el
plan en marcha para el gobierno mundial de la sinarquía, son la mejor
ilustración acerca de la vigencia del reino del Anticristo.
Un rápido examen de lo que en la ideología clasista se entiende por clase
burguesa, nos permitirá desenmascarar todavía mejor su impostura y siniestra
finalidad.
Vamos a encarar la cuestión en el propio terreno marxista de la
determinación económica de las clases sociales en juego, conforme al
materialismo histórico que es su fundamento.
Si por clase burguesa se entienden los empresarios, patrones, dueños
de los medios de producción y de los bienes de capital, ocurre que los más
poderosos capitalistas, aquellos que disponen y manejan a su antojo la mayor
parte de la riqueza de las naciones, no integran la clase burguesa. Es notorio
que los titulares de los poderes económicos multinacionales, están fuera y por
encima de las clases burguesas nacionales. Son ateos y apátridas; no entran en
la dialéctica marxista de clases que aún en la fase imperialista, identifica con
la Nación yanqui, al puñado de banqueros internacionales, judíos en su
mayoría, y con la complicidad de cristianos renegados.
Por otra parte, son numerosos los patrones-empresarios que trabajan en
funciones directivas o técnicas en sus propias empresas, percibiendo un salario
más elevado, pero un salario como sus obreros y empleados .En otros casos,
los directivos administrativos o técnicos de grandes empresas industriales,
agrícolas, comerciales o de servicios, son empleados a sueldo sin participación
en el dominio.
Un elevado porcentaje de patrones de empresas pequeñas y medianas,
tanto en la ciudad como en el campo, son los trabajadores exclusivos o
principales. Las economías agrarias de tipo familiar, las cooperativas más
diversas, talleres, fábricas, transportes auto-motores, estaciones de servicios,
comercios de barrios, consultorios profesionales, etc., son atendidos por sus
propios dueños con o sin ayuda de empleados. Y queda todavía el variado
renglón de los trabajadores independientes a domicilio.
Es evidente que la mayor parte de estos patrones, dueños de sus medios
de producción, cambio y servicios, en pequeña, mediana o gran escala, no
pueden ser incluidos en una clase burguesa explotadora que se queda con el
excedente de lo producido por el trabajo de sus obreros y empleados
asalariados.
Resulta difícil en muchos casos delimitar las clases sociales y ubicar a las
personas y familias, por cuanto no siempre se puede distinguir entre
propietario y proletario (sin propiedad). Además los trabajado-res manuales
asalariados que configuran al obrero típico, no son los únicos que trabajan.
Los directores, los ejecutivos, los ingenieros, los profesionales universitarios y
tecnológicos, los educadores, los invento-res, los ejecutivos, los ingenieros,
los profesionales universitarios y tecnológicos, los educadores, los inventores,
proyectistas, planificadores y organiza-dores, también trabajan en el nivel
contemplativo de todo lo que es principal y dirigente en la empresa.
Los verdaderos explotadores en las economías nacionales, los que se
apropian de la mayor parte de las ganancias sin responsabilidad ni riesgo, son
los especuladores, intermediarios, agiotistas, acaparado-res, prestamistas y
banqueros y en primer término, los titulares de la internacional del dinero que
residen en el extranjero y son invisibles.
Por otra parte, son cada vez menos los burgueses que viven de renta. La
desvalorización de la moneda, la inflación continua y galopante, las leyes de
alquile-res y arriendos, han reducido considerablemente los ingresos de
muchas familias. Lo habitual es que se empleen en ocupaciones remuneradas
y en trabajos manuales, en otro tiempo despreciados.
Bertrand-Serret en el libro citado nos advierte que “la burguesía
sobrevive a la desaparición de sus reservas y que éstas no constituyen un
verdadero elemento de distinción. Tampoco lo son el género de actividad, la
ocupación, la profesión que, tal como se ha visto, no tienen a ese respecto la
significación antigua” (Cap. 1, pág. 40).
Y agrega que la burguesía es un ambiente más que una clase, cuyo
vínculo es una mentalidad y un estilo de vida; una cierta conducta y un decoro
que se mantiene incluso en la adversidad; un cuidado por la corrección en las
formas y en el lenguaje; también en el vestido, la vivienda, la higiene y el
arreglo en todo.
Claro está que la mentalidad burguesa, informada por el liberalismo,
acusa un modo egoísta de ser y de obrar, un sentido de provecho antes que de
servicio, así como la indiferencia por las virtudes públicas y el desarraigo de
las tradiciones nacionales.
El sentido despectivo que en el uso común, tiene la palabra
“aburguesado”, “aburguesamiento”, se debe a una modalidad frecuente que la
concepción liberal imprime en la conducta de los que ejercen una profesión y,
sobre todo, en aquellas que integran un estado, como la profesión militar o la
sacerdotal.
Se califica de aburguesado al que degrada una misión de servicio en una
actitud de provecho, al que cambia la disposición al sacrificio por un espíritu
conformista y burocrático.
La ideología clasista del marxismo, por su parte, promueve una
conciencia de clases en las masas que se caracteriza por un egoísmo sectario,
insensible a todo vínculo con la Nación y con su pasado histórico.
Es una conciencia dividida que se funda y sostiene en la contradicción,
sin otro impulso que un feroz resentimiento social contra toda autoridad,
jerarquía y excelencia. Y esta conciencia envenenada ha permitido que los
agitadores profesionales convirtieran a los obreros en la tropa de la lucha de
clases y de la guerra subversiva.
No se discute la justicia de muchas reivindicacio-nes económicas y
sociales; pero a la sombra de esas reivindicaciones, se persigue el
arrasamiento de todas las jerarquías espirituales y naturales hasta borrar los
últimos vestigios de la civilización cristiana.
Es la revolución nihilista del ateísmo llevada hasta el fin, la que estamos
presenciando en el día de hoy.
Las jerarquías sociales naturales y todo lo que constituye un orden se
estructura jerárquicamente: la familia, la escuela, la universidad, la profesión,
la empresa, el Estado, la Iglesia.
La ideología clasista que se inspira en el materialis-mo histórico, no sólo
desconoce la naturaleza humana y el fin último, sino que parte de la ficción de
un homo economicus y de una historia de contradicciones sociales que va a
resolverse dialécticamente en una humanidad liberada, armónica y feliz.
La promesa del comunismo o socialismo marxista se configura en una
sociedad final sin Estado, sin Fuer-zas Armadas, sin clases, sin jerarquías, sin
propiedad privada; esto es, sin ninguna de las insoportables dife-rencias que
separan y enfrentan a los hombres. Y esa humanidad dichosa no tendrá
necesidad de la religión que promete una felicidad en el más allá para
compensar el “valle de lágrimas” que ha sido la tierra hasta el presente;
tampoco el hombre se sentirá vincu-lado ni comprometido con una Patria,
como heredero y responsable de un destino histórico.
La idea de justicia y de igualdad social se vera cumplida en la
nivelación de todos con todos, eliminadas las desigualdades irritantes y en la
vida socializada hasta borrar la individualidad y la distinción.
Se habrá realizado por fin el sueño de Graco Babeuf: “La sociedad de los
iguales”, donde los bienes serán comunes y no habrá más codicias, ni disputas,
ni violencias por el poseer y disponer de algo como propio.
Claro está que para llegar a esa sociedad sin propiedad privada, sin clases
y sin Estado, el camino a transitar es duro, cruel, inhumano, en cuyo curso la
mayor parte de los hombres sufrirán despojos, vejaciones y violencias
insoportables, bajo el signo del terror: primero será el terrorismo físico,
económico y psicológico de la guerra subversiva; después el terror sistemático
de la dictadura del proletariado o gobierno popular.
El super Estado, el Leviathán, consisten en el despotismo más absorbente
y aniquilador de la persona humana, para llegar a la extinción del Estado, a la
abolición de toda autoridad sobre las personas, al “Estado administrador de
cosas”, de que habla Engels en el Antidhüring.
En este punto, se ve con claridad meridiana, el absurdo de la dialéctica
marxista que discurre en la contradicción infinita, en la negación de la
negación: el proceso del autoritarismo sin límites que se revuelve en el “salto
a la libertad” de la anarquía para el privilegio absoluto de los jerarcas y
miembros del partido que en su desarrollo extremo se anula en la igualdad de
todos con todos; en clasismo más radical de la dictadura del proletariado que
termina finalmente en la sociedad sin clases.
Lo grave es que esta manera de razonar que sustituye la identidad por la
contradicción, el ser por el devenir, la realidad por la apariencia, se ha
adueñado de la mentalidad tanto de las masas universitarias como de las masas
proletarias y burocráticas: por el mal se llega al bien, por la injusticia se llega
a la justicia, por la violencia máxima se llega a la máxima paz.
La dialéctica que informa las ideologías, es un hábito perverso de la
mente, una verdadera subversión que constituye esquemas aberrantes por los
cuales se hace salir lo superior de lo inferior, la virtud del vicio, el Ser del no
ser.
Así, por ejemplo, se habla de la Iglesia postconciliar como una Iglesia del
cambio y se subraya la idea del cambio como si fuera lo esencial. Se pretende
que el aggiornamiento abarca una renovación que no sólo afecta a lo
circunstancial, sino a la sustancia misma de la doctrina de la Fe y de la moral.
Se pasa por alto que lo primero y principal en la Iglesia de Cristo es lo que
permanece y no lo mudable.
Lo mismo ocurre con las declaraciones sobre el cambio de estructuras en
la sociedad actual. Hay un orden natural y jerarquías naturales que el
cristianismo confirma en su ser, a los cuales deben ajustarse las instituciones
sociales. El cambio en la estructura de la familia, de la escuela, de la
universidad, de la profesión, de la empresa, del Estado, debe ser devuelta a sus
principios constitutivos en las nuevas circunstancias. El cambio no afecta, no
debe afectar la esencia ni el fin; tan sólo a las circunstancias.
La categoría mental del cambio se hace jugar en el plano de la esencia
fija e inmutable que identifica cada cosa con ella misma; a la vez que se
mediatiza el fin y se lo confunde con lo puramente instrumental. Se enfocan
las situaciones y los acontecimientos en una perspectiva de sucesivos
desplazamientos que los priva del sentido y el derecho se reduce al hecho
consumado que dura y mientras dura. Así es como se intenta justificar la
evolución y el progreso indefinidos, la revolución permanente, el éxito como
criterio de verdad.
La contradicción se instala en la entraña misma de los seres y no se
vacila en presentar unidos términos que se excluyen entre sí como por
ejemplo, masa creadora, soberanía popular, educar al soberano, socialismo
cristiano, nacionalismo obrero, burgués u oligárquico, etc.
Insistimos en que el nacionalismo no es clasista. Existe una
incompatibilidad manifiesta entre nacionalismo y clasismo. Confundir la
Nación con una clase, así sea la más numerosa, es como confundir el todo con
una de sus partes.
La Nación es el cuadro natural donde se integran todas las clases y
medios sociales que son solidarios de un pasado y de un porvenir comunes,
responsables de un destino histórico y partícipes de una existencia política
autónoma en el Estado soberano.
La justicia social se alcanza naturalmente en la Nación que el Estado
soberano ordena al bien común. Empresarios y obreros, patrones y
asalariados, en lugar de enfrentarse para destruirse, deben colaborar en el bien
de la empresa y en la grandeza de la Nación y de la persona humana contra los
especuladores agentes y testaferros del imperialismo internacional del dinero,
residan o no en su territorio. La justicia de la Nación se alcanza, a su vez, en la
caridad de Dios. Por perfecta que sea la justicia humana –conmutativa,
distributiva y legal- , no es suficiente para fundar la tranquilidad en el orden,
una verdadera paz social.
No es suficiente darle a cada uno lo suyo, porque algunos merecen mucho
y otros muy poco. En un régimen de estricta justicia, la desigualdad entre las
personas y familias sería extrema. Los más fuertes, los más capaces, los más
audaces, los más afortunados, serían acreedores a la mayor parte de los bienes.
No habría conformidad en los más pobres, al menos en muchos de ellos,
aunque hubiesen recibido lo justo. No olvidemos la condición existencial del
hombre, herido por el pecado de origen y proclive al mal, aunque redimido
por la sangre de Cristo. No es fácil ni frecuente en los hombres librados a sí
mismos, aceptar la pobreza y saber ser pobres; menos todavía en un mundo
dominado por el ateísmo.
Darle a cada uno lo suyo no es suficiente; hay aquellos a quienes les
debemos mucho más de lo que podemos darles. Hay deudas imposibles de
pagar como la que tenemos con Dios, con la Patria, con la familia, con los
amigos verdaderos. Hay deudas que surgen no de lo debido al prójimo, sino de
lo que el prójimo necesita, más allá de lo que pueda merecer por sus obras.
En el primer caso, ocurre que no podemos pagarlo debido porque
excede nuestras posibilidades; en el segundo caso, al pagar exactamente lo
debido no satisfacemos la necesidad del otro.
No hay solución en términos de una justicia demasiado humana.
Hace falta más, un exceso, una abundancia que sobrepasa los límites de la
justicia y cuya fuente es el Amor; pero el Amor infinito de Dios, la caridad de
Dios revelada en la presencia arrebatadora de la Cruz.
El Amor divino es creador y redentor. En su abundancia infinita e
inagotable da siempre más. Esto significa más de lo que es necesario a la
criatura para cumplir su fin, más de lo que le es debido por sus méritos; más
todavía ante la indigencia culpable porque perdona.
Dios es causa de nuestro amor hacia El, de nuestro amor a nosotros
mismos y de nuestro amor al prójimo, porque nos hace partícipes
gratuitamente de su misma Vida que es Amor. Hecho hombre nos ama con un
Amor igual a sí mismo hasta el extremo del sacrificio, hasta el sufrimiento, el
escarnio y la muerte de cruz por nuestra salvación. Y en la Eucaristía se hace
alimento bajo las apariencias del pan y del vino para que vivamos de su misma
Vida.
A medida que Cristo llega a ser nuestra propia vida, nos hace libres
interiormente, verdaderos seño-res de nuestros amores, de nuestros bienes y de
nuestros poderes. La perfección del señorío, es el don de sí mismo si
reservarse nada: el amor no es posesión sino sacrificio; los bienes se tienen en
encomienda y para ser compartidos en el uso; el poder es un ministerio de
servicio en cualquiera de sus especies.
El que ama no busca lo suyo; sabe que su Ser y su haber no los ha
recibido para sí mismo. Renovados en Cristo y con su divina ayuda, debemos
amar como El nos amó, hasta el sacrificio, porque sólo los que están
dispuestos a perder la vida van a ganar la Vida Eterna.
No hay más que el Amor de Dios - amar al prójimo como Cristo nos amó
-, para superar sin suprimir la desigualdad social que obra la justicia, que da a
cada uno lo suyo. La medida del amor no es lo debido al otro, sino lo que el
otro necesita; por esto es que se da sin medida, hasta el límite de sus fuerzas,
hasta el sacrificio. Cuando el fuerte lleva gratuitamente la carga del débil,
cuando el que sabe enseña al ignorante, cuando el que gobierna es el primer
servidor de sus gobernados, cuando el primero se hace como el último,
entonces todos se igualan hacia arriba, por participación en lo mejor, así como
el Amor de Dios nos hace partícipes de la Vida divina en Cristo.
Esta igualdad por participación que obra el Amor, no suprime las clases
ni las diferencias sociales; pero extiende a todos los hombres un trato de honor
y los hace partícipes de la soberanía.
La sociedad sin clases que promete el comunismo, es una utopía y el
intento de forzar un igualitarismo antinatural e injusto. Tan sólo el terror
sistemático puede nivelar hacia abajo hasta configurar una sociedad de
termitas laboriosas y sumisas, bajo la férrea dirección de un puñado de
jerarcas del Partido, tal como ocurre detrás de la Cortina de Hierro. Y todavía
es una sociedad de clases la llamada dictadura del proletariado.
Las diferencias engendran odio en la sociedad que rechaza el Amor de
Dios ofrecido en el sacrificio de la Cruz. El resentimiento social que los
agitadores profesionales cultivan en las masas proletarias y estudian-tiles,
tiene su origen en el ateísmo, más precisamente, en la negación de Cristo y de
su divina redención. Las injusticias sociales tienen el mismo origen y no hay
solución humana porque la cuestión social no es principalmente una cuestión
de justicia, sino de Amor y de Amor divino.
El nacionalismo clasista –obrerista, burgués u oligárquico-, es
antinacional, anticristiano. Reiteramos que la ideología clasista de clara
inspiración marxista pretende confundir a la Nación real con una clase
prefabricada, inexistente, ficticia, a la que se presenta como inmensa mayoría
en la figura de la víctima despojada, explotada y escarnecida por una minoría
privilegiada que se ha apropiado de la riqueza de todos y explota a los
trabajadores por medio del aparato del Estado y de las estructuras sociales
existentes.
Hemos visto que esa clase así presentada no existe en la Nación
Argentina, donde la clase obrera es una parte importante junto con otras partes
tan importantes como ella; y donde existe un submundo social de marginados
que son numerosos en los suburbios de las grandes urbes y de las provincias
pobres, producto del Estado liberal que se desentiende de las personas y del
bien común. Los principales explotadores están fuera de la Nación, a los que
deben agregarse los testaferros y especulado-res de adentro. Unos y otros son
apátridas y no pertenecen a ninguna clase ni medio social; son elementos
extraños al cuerpo de la Nación y sus peores enemigos. Su habilidad consiste
en propagar la ideología clasista y en concientizar, como se dice ahora, a los
obreros para lanzarlos contra los patrones y aprovecharse de las ruinas que van
acumulando en su lucha destructora y estéril.
El clasismo contradice la esencia misma del nacionalismo argentino y
asociado al populismo, lo convierte en un instrumento eficaz de la subversión
comunista.
El Estado nacional debe organizarse jurídicamente en conformidad con la
integridad de la Nación y no en función de los intereses de clase, para ser una
sociedad política perfecta en cuanto a su esencia y en cuanto a su finalidad.
Capítulo III

EL SOCIALISMO

Iniciamos el examen de la ideología socialista con una grave advertencia


del Papa Pío XII, en un mensaje del 14 de setiembre de 1952:
“Hay que impedir que la persona y la familia se dejen arrastrar al abismo
hacia donde las empuja la socialización de todas las cosas, socialización a
cuyo término la imagen aterradora del Leviatán llegará a ser una horrible
realidad. Es con la última energía que la Iglesia librará esta batalla en la que
están en juego valores supremos: la dignidad del hombre y la salvación eterna
de las almas”.
Corresponde aclarar el significado del término socialización en el texto
que acabamos de transcribir. Es el que ha generalizado el uso marxista y
equivale al de colectivismo estatal, según el cual se deben transferir al Estado
los medios de producción y de distribución de la riqueza, así como la
asistencia y previsión sociales, la educación y la cultura. Suprimidas la
propiedad privada y la iniciativa personal, el Estado se constituye en el único
capitalista y empresario, absorbe toda la actividad económica y planifica su
desarrollo integral en forma estricta y detallada. En el mismo sentido, se
impone como el único educador y agente de la cultura. Favorecido por el
progreso de la ciencia, la técnica y la racionalización, tiende a uniformar y
automatizar no sólo a la empresa económica, sino a cualquier otra especie de
actividad social. Se comprende la preocupación de Pío XII frente a la
perspectiva del Estado moderno que va a aniquilar a la persona humana en el
extremo de la socialización así entendida.
Ocurre que el Papa Juan XXIII en la encíclica “Mater et Magistra”
(1961), emplea el término socialización en un sentido diferente; mejor dicho,
el término aparece en la traducción castellana, pero no en el texto latino
original. Se refiere “al progresivo multiplicarse de las relaciones de
convivencia, con diversas formas de vida y de actividad asociada y como
institucionalización jurídica.”
Nada tiene que ver este sentido con el marxista, porque la tendencia
natural a asociarse para conseguir objetivos que exceden la capacidad y los
medios individuales, no exige la abolición del derecho de propiedad privada,
ni de la iniciativa personal. Toda actividad asociada en el trabajo, en la
previsión, en la educación, en la investigación científica, en el deporte, en
los diversos cuerpos intermedios y en el propio Estado comporta obligaciones
y restricciones en sus miembros; pero no la absorción ni la liquidación de la
personalidad individual. Implica la libertad de poseer y de disponer por sí
mismo, de ascender, de perfeccionarse, de participar activamente, etc., dentro
de los límites del orden debido y de las exigencias del bien común.
Se pueden y se deben mentalizar los peligros inherentes al incremento de
las relaciones sociales y a la institucionalización excesiva, disponiendo que las
organizaciones intermedias –gremios, sindicatos, corporaciones, cooperativas,
etc.-, gocen de una autonomía suficiente una vez superada la injerencia de las
ideologías; deben presentar, además, la forma de verdaderas comunidades de
personas con una participación activa de sus miembros.
En conformidad con las recomendaciones de la “Mater et Magistra”, la
reconstrucción orgánica de la convivencia y el desarrollo de las iniciativas
sociales deben realizarse en el equilibrio entre la colaboración autónoma y
activa de personas y grupos, y la acción coordinadora y directiva del Estado.
Aclarado el sentido en que se emplea la palabra socialización en la
versión castellana de la Encíclica de Juan XXIII, vamos a examinar
demoradamente la ideología socialista y las consecuencias de la socialización
que se inspira en sus fuentes marxistas.
El texto de Pío XII nos previene enérgicamente en contra de la ideología
que violenta tanto la naturaleza del hombre como el orden de la convivencia.
El socialismo o comunismo en su expresión más radical, se propone
acabar con la propiedad privada y reemplazarla por la propiedad colectiva:
esto es, hacer que los bienes sean comunes a todos, asumiendo el Estado el
cuidado y la distribución de los mismos. Se pretende el logro de la justicia
social con el traspaso de los medios de producción a la comunidad, para
asegurar luego el reparto de las utilidades con igualdad perfecta entre todos.
Un puñado de jerarcas o funcionarios del Estado, propietario exclusivo de la
riqueza, tendrá a su cargo la administración de los bienes, así como la
producción y la distribución. La inmensa mayoría quedará encuadrada en una
tarea fija y preestablecida, un trabajo igual cuyo valor se mide en horas-
trabajo, con un salario igual y en condiciones iguales. Todo igual o con
tendencia a igualar, también las comodidades y las diversiones.
El presidente de Chile, Dr. Allende, en su conversación con Debray, se
refiere expresamente a los elementos comunes de la experiencia socialista
puestos en práctica en su país:
“1º) Creación de un nuevo sistema de valores en que se destaque el
carácter social la actividad humana.
2º) Revalorización del trabajo como la práctica humana esencial.
3º) Reducción al mínimo indispensable de los estímulos que impulsan la
actividad privada y el individualismo”.
Esta formulación general y bastante moderada de la ideología socialista,
destaca claramente el propósito de absorber en lo social la actividad humana,
con detrimento de lo individual o personal. So pretexto de combatir los
excesos del individualismo egoísta, se pretende reprimir la libre iniciativa, el
ingenio, la inventiva de la personalidad singular, así como el derecho de
poseer y disponer de bienes propios.
Por un lado, se exalta el trabajo manual del obrero como si fuera la
práctica humana esencial, con menosprecio evidente de toda especie de
trabajo superior como el que realiza el director, el planificador, el organizador,
el técnico altamente especializado. No hay distinción, ni calidad, ni jerarquía
en el trabajo, respondiendo a la tesis marxista que afirma: “todo trabajo es
trabajo humano igual”.
Por otro lado, la política socialista allí donde no se ha llegado a la
abolición radical de la propiedad privada, desmoraliza y despoja al propietario
con una sobrecarga de impuestos y obligaciones. Se provoca con estas
cargas agobiadoras una división entre la persona y la propiedad hasta derivar
hacia sociedades anónimas de responsabilidad limitada. El empresario
propietario tiende a desaparecer y surgen los administradores de grandes
sociedades anónimas, sujetas a poderes financieros multinacionales.
Así es como las empresas nacionales van cayendo bajo la dependencia
del imperialismo internacional del dinero denunciado por el Papa Pío XII y
sus sucesores.
El Dr. Allende encuentra las bases ideológicas de su política socialista en
la obra de Lenín: “El imperialismo, fase superior del capitalismo”:
“Los socialistas advertimos que nuestro enemigo número uno es el
imperialismo y por eso concedemos y aún lo hacemos en la actualidad,
prioridad primera a la liberación nacional. La penetración y dominación del
capital foráneo se ha acentuado en los últimos años hasta hacer casi invisible a
la burguesía nacional”.
“La lucha esencial en los países capitalistas dependientes o en vías de
desarrollo, es la lucha antiimperialista.”
Estas palabras definen un programa político, análogo al que se viene
realizando en Cuba desde hace más de diez años. La liberación nacional se
pretende lograr en lo que se refiere al capital, por la concentración de la
riqueza en manos del Estado y su administración por un equipo de fun-
ciones. Quiere decir que el proceso de socialización que viene operando
la plutocracia internacional, es transferido al Estado nacional, propietario y
empresario único de la producción y de la distribución de los bienes.
La liberación nacional en lo que se refiere al trabajo, se opera a través de
la más estricta socialización de la actividad laboral en la fábrica, en la empresa
agrícola y en los servicios públicos. Cada uno tiene asignada su tarea y debe
cumplirla con la precisión de una máquina; ninguna movilidad y ninguna
presencia personal, todo previsto y calculado en vista del rendimiento. La
socialización del trabajo suprime la libertad, ahoga la iniciativa y
despersonaliza al hombre por el automatismo de la tarea “standard”, la
mecanización del proceso de al producción en serie.
La ideología socialista no sólo no contribuye a la liberación de la Nación
ni de las personas, sino que hace el Estado un Leviatán que aplasta a la Nación
y de las personas, termitas laboriosas de un inmenso hormiguero.
El capitalismo de Estado y el colectivismo laboral son los frutos amargos
del socialismo, sean cuales fueren los nombres que adopte, lo mismo el de
socialismo nacional que el de socialismo cristiano.
El nacionalismo que opta por la ideología socialista, aunque se valga de
una fraseología patriótica y evangélica, atenta contra la Nación y contra la
dignidad de la persona humana; a la vez que colabora eficazmente con la
subversión social y la entrega al comunismo ateo.
El socialismo no es evangélico porque es contrario a la naturaleza
humana, al Decálogo y al mandamiento de amor a N. S. Jesucristo. El
magisterio de la Iglesia ejercido por la cátedra de Pedro, fiel a Cristo y al
orden natural, sostiene que la propiedad privada es un derecho natural, relativo
y condicionado como todo derecho de la criatura racional, libre y social por
naturaleza. La legitimidad de la posesión depende del uso con sentido social y
comunitario de los bienes.
Leemos en la “Mater et Magistra”, una definición nítida, precisa,
perfecta:
“El derecho de propiedad privada de los bienes, aún de los productivos,
tiene valor permanente, precisamente porque es derecho natural fundado sobre
la prioridad ontológica y de finalidad de los seres humanos particulares
respecto de la sociedad”.
Esto significa que lo social no es la suprema instancia en el hombre; no es
principio primero ni fin último de la existencia humana. La persona tiene un
alma espiritual e inmortal que le confiere una dignidad de imagen de Dios, un
destino personal.
El hombre social como el hombre egoísta, son figuras del ateísmo
contemporáneo. Niegan por i- gual la trascendencia del hombre y lo
encierran en un horizonte demasiado humano. El liberalismo individualista y
el liberalismo socialista son las dos caras de al misma moneda falsa del
ateísmo, o mejor, del Anticristo.
El liberalismo individualista hace de la propiedad privada un derecho
abusivo de algunos y priva de ese derecho a muchos. El liberalismo socialista
niega ese derecho a todos en principio, pero se lo entrega a algunos que son
administradores exclusivos de la riqueza de todos.
Si queremos entender adecuadamente esta cuestión de la propiedad
privada y su significado existencial, será oportuno meditar acerca del hecho de
que su negación como derecho natural, coincida históricamente con la
negación del pecado original. Es una coincidencia por demás sugestiva en el
Siglo XVIII y se documenta entre otros autores, en Juan Jacobo Rousseau,
figura representativa del liberalismo y claro precursor ideológico del
comunismo marxista o socialismo científico.
Rousseau niega el dogma del pecado original y postula la inmaculada
concepción o bondad natural: “el hombre nace bueno y la sociedad lo
corrompe”.
Negar el pecado original es negar que la cuestión del mal sea una
cuestión entre el hombre y Dios; significa negar sea una cuestión teológica y
hace superflua la encarnación del hijo de Dios y la divina redención. Si no hay
pecado original, Cristo está de más.
¿ Cuál es entonces el origen del mal ?
En su famoso “Discurso sobre el origen de la desigualdad...”, Rousseau
se vale de un relato sencillo, fácil y directo: “el día en que un hombre le
puso cerco a un terreno y dijo: esto es mío, obligando a los demás a reconocer
su dominio”, ese día se instituyó la propiedad privada, se originó la
desigualdad entre los hombres, causa de los males que nos afligen.
Quebrantado un supuesto comunismo primitivo reflejo de un supuesto
igualitarismo natural, la apropiación de la riqueza por unos y la expropiación
de otros, multiplicó “las diferencias que engendran odios y violencias sin fin”.
Quiere decir que el origen del mal no radica en una desobediencia del
hombre a Dios, sino en la división y enfrentamiento entre los hombres por
causa de la propiedad privada.
Proudhon lanza en el siglo XIX, la sentencia socialista: “La propiedad es
un robo”, como réplica a los mandamientos de la Ley de Dios: “no robarás” y
“no codiciarás los bienes ajenos”.
Marx con su concepción de la plusvalía y de la explotación del obrero por
el patrón que resulta de la apropiación del exceso producido en sus horas-
trabajo, denuncia el robo como inherente al sistema capitalista y burgués. La
explotación no es un hecho ocasional que surge de situaciones individuales,
sino que es una consecuencia necesaria de la lógica misma del sistema econó-
mico, estructurado sobre la propiedad privada de los medios de producción y
de cambio.
La mayor parte del botín arrancando al esfuerzo del trabajador, el
capitalista lo aplica a incrementar los bienes de producción.

72
En el esquema dialéctico del marxismo, el trabajador recibe apenas lo
necesario para subsistir con su familia; su condición proletaria es irremediable
y a ella van ingresando las mayorías.
El proceso de la historia conduce inexorable-mente a la liquidación de
este sistema de explotación del hombre por el hombre. Los apropiadores serán
expropiados y la propiedad de los medios de producción pasará a la
comunidad, más concretamente al Estado socialista.
La lucha de clases y la guerra subversiva no son más que el empujón al
proceso de cambio de las estructuras, como se dice en la actualidad. La
dictadura del proletariado es el empujón final, el más violento porque se trata
del terror sistemático para imponer la socialización total de la riqueza, del
trabajo, de la educación, de la cultura, de la recreación, de todas las formas de
convivencia. Cumplida esta depuración de todo resabio individualista,
mentalizada y adaptada la multitud al hombre íntegramente social, se
culminará en la sociedad sin propiedad privada sin clases, sin Estado y sin la
Iglesia del valle de lágrimas que había sido el mundo, antes del retorno
planificado al paraíso comunista de los primeros tiempos. Claro está que
asistido con los prodigios de la técnica y de la organización.
En la raíz del socialismo como de las otras ideologías marxistas, está el
ateísmo, más precisamente la negación de Cristo y de la historia judeocristiana
de la salvación. Esa historia comienza con la separación del hombre respecto
de Dios por obra del pecado original; sigue con el pacto de alianza entre Dios
y el pueblo judío, mantenido por la paciencia amorosa de Dios y un resto fiel
hasta la venida de Cristo; se consuma con la divina redención en el sacrificio
de la Cruz y se continúa en la Iglesia hasta la segunda venida de Cristo para
juzgar a los vivos y a los muertos. Al final nos espera la felicidad eterna en
Dios o la condena eterna en el infierno.
La historia de la salvación es una historia de justicia y de Amor, en cuyo
centro está la Encarnación del Hijo de Dios, cuya pasión, muerte y
resurrección recapitula toda la historia de la humanidad. Nada nuevo puede
acontecer; todo ha acontecido ya. Si por el Amor de Dios que se derrama en
nuestros corazones, creemos en Cristo y nos crucificamos con El en nuestros
amores humanos, somos salvos en esperanza. La vida temporal es un lugar de
prueba y de testimonio en vistas de la Vida Eterna.
Las cuestiones humanas, incluso la cuestión social, no se pueden
plantear ni resolver con sentido realista fuera de Cristo y de su mesianismo
trascendente. Los males sociales proceden del pecado original que es un mal
teológico y no hay, ni puede haber remedio puramente humano. Hemos visto
que la justicia es insuficiente para resolver la cuestión social; hace falta la
caridad de Dios que da más de lo debido e iguala a los hombres en la
disposición al sacrificio, conservando cada uno su lugar propio.
No hay retorno posible al paraíso terrenal. El destino de las naciones se
juega aquí abajo y lo más a que se puede aspirar es hacer del propio país una
tierra habitable y decorosa para sus habitantes, bajo el cuidado de un Estado
soberano. No es razonable, ni prudente, ni cristiano, prometer una felicidad
plena y definitiva, en este mundo; pero hay que asegurar con la ayuda de Dios,
un trato de honor y una suficiencia de vida a todos los hombres en el ámbito
de la Nación soberana y responsable de un destino histórico.
No reconocer los límites del poder político y pretender alcanzar lo
absoluto en esta vida de prueba y de agonía hasta el fin, significa poner en
peligro los bienes relativos. En perspectiva de eternidad, la efectiva grandeza
que pueden ofrecer las personas y las naciones, es el testimonio de fidelidad a
la imagen de Dios en que hemos sido creados, deshecha por el pecado y
rehecha por Cristo en la cruz.
La ideología socialista propone una historia de salvación sin Dios, sin
alma espiritual e inmortal, sin divina redención, sin eternidad, donde el único
protagonista es el hombre reducido a un animal superevolucionado y movido
por sus necesidades materiales. En lugar de un origen teológico, el mal tiene
procedencia histórico-social: la institución arbitraria y convencional de la
propiedad privada. Las desigualdades provocadas por las apropiacio-

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nes y expropiaciones han promovido odios, violencias y contradicciones
sociales. Los privilegiados han montado en cada época un aparato estatal de
seguridad y represión para mantener su posición y ahogar las protestas de las
víctimas. La historia de la humanidad hasta el presente, sostiene Marx, ha sido
la historia de la lucha entre explotadores y explotados, entre cla-
ses extremas y antagónicas. Las estructuras econó-micas en cada etapa y
las superestructuras socia-les, jurídicas, educacionales, políticas, culturales
son la obra invariable de una situación injusta y conflictiva. El hombre nace
bueno pero la sociedad lo corrompe porque es un semillero de desigual-dades
irritantes y de violencias institucionaliza-das. La causa de los males sociales
son las estruc-turas vigentes, comenzando por la sustitución de la propiedad
privada. La solución está en el cambio de las estructuras, y en primer término,
en la abolición de la propiedad privada de los medios de producción. La
solución está en la socializa-ción de la economía, de la educación, del
derecho, de la política, de la cultura, de la religión, inclusive. El movimiento
de la historia sigue ese curso; pero es menester un empujoncito por medio de
la subversión y del terror. La meta es la sociedad de los iguales que no va a
corromper la bondad nativa del hombre, sino que le va a favorecer y estimular
en su desarrollo, en un medio social idílico, fraterno, solidario. La
humanidad habrá logrado, por fin, la felicidad terrenal, remate de una larga
historia de iniquidades y violencias indecibles para la inmensa mayoría. No
tendrá más necesidad de la religión con su ilusoria promesa de felicidad en el
más allá, porque será dichosa aquí en la tierra.
La ideología socialista tiene, pues, su historia de la salvación; pero se
trata de un mesianismo secular, histórico y social. El Mesías es la propia
víctima, la multitud de los pobres, el proletariado despertado a la conciencia y
a la lucha de clases para su liberación. La fuerza que lo impulsa es el odio
venenoso y destructor, un resentimiento feroz contra toda autoridad, jerarquía
y distinción. La misión salvífica no se consuma en el ofrecimiento de la
víctima, porque los pobres han sido la víctima obligada y crucificada en el
curso de la historia universal; se cumple, por el contrario, sembrando de
víctimas y de ruinas el camino de la liberación. Por el odio será consagrado el
amor; por el terror se llegará a la paz idílica; por el nihilismo se levantará
un mundo afirmativo, armonioso y feliz.
Los agentes de la subversión y del terrorismo no se reclutan entre los
pobres proletarios; son intelectuales y universitarios en la Argentina y en todas
partes. Muchas veces se trata de jóvenes que pertenecen a familias cultas y de
vida desahoga-da. Es un hecho constante que las universidades son el vivero
de la guerrilla y del terror.
Hay en la juventud un ansia de justicia y un espíritu de rebeldía contra el
fariseísmo de los triun-

77
fadores en medio de miserias sociales que claman al cielo. Urgidos por el
afán de hacer algo a favor de los que sufren, se dejan seducir fácilmente por
las ideologías y se entregan sin reservas a la violencia nihilista que creen
redentora. Su evangelio es el “Manifiesto Comunista” de Marx y engels; su
guía para la acción, el “catecismo revolucionario” de Netchaiev en las diversas
versiones en boga.
Las masas proletarias y estudiantiles envenenadas por las ideologías –
populismo, clasismo, socialismo-, no son más que la tropa del ejército de la
subversión cuya vanguardia son los comandos guerrilleros y terroristas.
Detrás está el poder mundial del comunismo que simula un pluralismo de
etiquetas nacionales. Más atrás el imperialismo internacional del dinero que
inspira, financia e instrumenta la subversión comunista en las naciones todavía
libres, paralizando y disociando a las fuerzas de resistencia. A los que
preguntan por una razón que justifique la coincidencia de la plutocracia y del
comunismo, se les responde que la razón es teológica. Coinciden en el
ateísmo, o mejor, en la negación de Cristo y de su divina redención, tanto los
idólatras del dinero como los ideólogos del comunismo esclavista y
aniquilador de la persona humana. La subversión y el terror comunistas no
apuntan jamás contra los señores del dinero, contra los que amasan fortunas
inmensas con las

78

especulaciones, los préstamos, los monopolios, en lugar de hacerse un


patrimonio con el trabajo constructivo.
Por otra parte, los seguros cubren ampliamen-te cualquier pérdida por
atentados a sus bienes inmuebles.
Una prueba en los hechos de la coincidencia entre plutocracia y
comunismo, es la coexistencia pacífica y el diálogo constructivo.
Lo peor que podría ocurrir y de más funestas consecuencias, se ha
consumado en nuestros días, con la infiltración de las ideologías marxistas en
el nacionalismo argentino y en la Iglesia Católica, Apostólica Romana.
Hoy la subversión y el terrorismo comunistas actúan a la sombra de la
bandera azul y blanca, e invocan el Santo Nombre de Cristo crucificado. No se
enarbola más la bandera roja, ni se canta más la Internacional, ni se vocea más
el grito de guerra: “¡Proletarios del Mundo: uníos!”.
No se ataca más de frente a la Iglesia de Cristo, ni se denuncia más a la
religión como “el opio del pueblo”.
El nacionalismo distorsionado por la ideología populista, proclama la
ficticia soberanía popular en lugar de la soberanía política de la Nación que es
la real y verdadera.
El nacionalismo distorsionado por la ideología clasista confunde a la
Nación con una clase proletaria configurada según una imagen inexistente.
Confunde el todo con la parte, en lugar de integrar a las partes reales en el
todo de la Nación.
El nacionalismo distorsionado por la ideología socialista, busca la
liberación económica de la Nación como la solución de la cuestión social, en
la abolición de la propiedad privada y en un capitalismo de Estado, así como
en la socialización igualitaria del trabajo.
El enemigo no es el imperialismo yanqui, sino el imperialismo
internacional del dinero que es ateo y apátrida. Y la liberación económica
de la Nación depende del ejercicio real de la soberanía política y de un a
libertad de acción suficiente para servir al bien común. La misión del Estado
soberano no es erigirse en propietario único y administrador de la riqueza total
sino estimular la iniciativa individual y la extensión de la propiedad privada al
mayor número, velando por el bien común en la actividad económica de
individuos o grupos.
El orden cristiana de la economía nacional se funda en la conjunción
armónica entre al iniciativa privada y las exigencias del bien común, a través
de las profesiones organizadas. Nada mejor que transcribir el texto luminoso
de la Encíclica “Mater et Magistra”:
“Ante todo afirmamos, declara el Papa Juan XXIII, que el mundo
económico es creación de la iniciativa personal de los ciudadanos, ya en su
actividad individual, ya en el seno de las diversas asociaciones para la
prosecución de intereses comunes.
“Sin embargo, deben estar también activamente presentes los poderes
públicos a fin de promover debidamente el desarrollo de la producción en
función del progreso social y en beneficio de todos los ciudadanos. Su acción
que tiene carácter de orientación, de estímulo, de coordinación, de suplencia y
de integración, debe inspirarse en el principio de subsidiariedad
formulado por Pío XI en la Encíclica Quadragésimo Anno: Debe con
todo quedar a salvo

81
un principio importantísimo en la filosofía social: Que así como no es
lícito quitar a los individuos lo que ellos pueden realizar con sus propias
fuerzas e industrias para confiarlo a la comunidad, así también es injusto
reservar a una sociedad mayor o más elevada lo que las comunidades menores
e inferiores pueden hacer. Y esto es jurídicamente un grave daño y un
trastorno del recto orden de la sociedad: porque el objeto natural de cualquiera
intervención de al sociedad misma es ayudar de manera supletoria a los
miembros del cuerpo social y no el destruirlos y absorberlos”.
La doctrina social de la Iglesia confirma en Cristo, el orden natural y
rechaza abiertamente al socialismo que anula o restringe el papel de iniciativa
personal en al actividad económica, a la vez que preconiza un colectivismo
estatal que suprime la propiedad privada, sobre todo, de los medios de
producción.
El orden cristiano en contra de la socialización del trabajo, propende a
que el trabajo asalariado sea fuente de capitalización y de acceso del
trabajador al dominio de la empresa, en una medida proporcionada a su lugar
y función.
El orden cristiano en contra de la socialización o estatización de la
propiedad, exige su efectiva difusión entre todas las clases sociales por esto es
que insiste el Papa Juan XXIII con su predecesores:
“la dignidad de la persona humana exige normal-
mente, como fundamento natural para vivir, el de-

82

recho al uso de los bienes de la tierra, al cual corresponde la obligación


fundamental de otorgar una propiedad privada, en cuanto sea posible a todos;
y por otra parte, entre las exigencias que se derivan de la nobleza moral del
trabajo, también se halla comprendida la conservación y el perfeccionamiento
de un orden social que haga posible una propiedad segura, aunque sea
modesta, a todas las clases sociales”.
Difundir la propiedad privada, como enseñaba Aristóteles hace
veinticuatro siglos, es difundir la libertad y desarrollar la clase media que es
un principio de estabilidad y de equilibrio en la convivencia. Insistimos, una
vez más, que el derecho de propiedad privada no debe revestir un carácter
absoluto e incondicionado como pretende el liberalismo individualista: tiene
que ser relativo y condicionado por un sentido social, conforme a las
exigencias del bien común.
El individualismo y el socialismo son totalita-rios; el primero absorbe al
hombre en su egoísmo individual que lo constituye en principio y fin de la
sociedad; el segundo absorbe al hombre en la sociedad que se constituye
principio y fin del individuo.
El hombre real es la persona, sustancia de naturaleza racional y libre,
unidad sustancial de un cuerpo y de un alma inteligente y capaz de querer,
hecha a imagen y semejanza de Dios, orde- nada a Dios como a su fin último
y trascendente. El hombre necesita de las sociedades naturales y

83
de la sociedad sobrenatural (Iglesia) para el desarrollo integral de su
personalidad y para alcanzar el fin de su existencia. La sociedad tiene siempre
razón de medio para el hombre, el cual necesita de la familia, de la escuela, de
la propiedad, de la profesión, del municipio, de la Nación y del Estado para la
suficiencia de la vida temporal. Y necesita de la Iglesia para unirse a Dios en
la eternidad. No son dos vidas separadas y paralelas, la vida natural y la
sobrenatural; son una sola vida personal en Cristo que es Dios y hombre, el
Verbo que nos ha creado y que hecho hombre nos ha redimido. Una vida
personal que debe realizar esa unidad de la libertad y de la Gracia, de lo
humano y de lo divino en su vida. El sentido cristiano debe informar lo
económico, lo social, lo educacional y lo político.

EL ORDEN CRISTIANO EN LA ECONOMIA

El motor esencial de la economía no puede ser ni la voluntad egoísta del


lucro, ni la voluntad absorbente del colectivismo estatal. Tiene que ser la
voluntad de servir y el espíritu de sacrificio.
Se requiere una organización social, racional, fraterna y solidaria tanto
en la producción como en la distribución de los bienes materiales.
Organización en el cuadro de las profesiones y en el ámbito de la Nación la
cual no debe ser, en principio, obra del Estado; pero sí tiene que inter-

84

venir con carácter subsidiario.


La empresa económica tiene que dejar de ser un lugar de contradicciones,
para llegar a ser un lugar de colaboración entre todos sus miembros, esto es,
una comunidad de personas dentro de la unidad de dirección y la jerarquía
necesaria de funciones y de responsabilidades.
Es menester que la economía nacional se desenvuelva en un equilibrio
renovado entre la libertad de iniciativa empresaria y el cuadro de las
profesiones organizadas.
La profesión, estructurada como sindicato o corporación, debe agrupar a
todos los agentes económicos que participan en la producción de bienes o de
servicios análogos o por lo menos, concurrentes a un mismo fin.
La organización sindical o corporativa de las profesiones resulta así una
verdadera sociedad natural. Por su mediación, la libre concurrencia sin límites
es reemplazada por una colaboración razonable de los que tienen un interés
común.
Las profesiones organizadas integran, a su vez, las grandes corporaciones
de la agricultura, de la industria, de la energía, de la minería, del transporte,
del comercio, del crédito, etc.
Los representantes de las grandes corporacio-nes constituyen un consejo
económico nacional que debe ser expresión de los intereses más ge-
nerales.
El Estado ejerce la función de árbitro entre las corporaciones
profesionales; interviene en el con-
85
trol de las industrias y servicios vitales del comercio, sobre todo, del
exterior y del crédito; interviene, además, en función subsidiaria, en caso de
incapacidad o deficiencia en los grupos intermedios o en las personas.
Quiere decir que para superar al liberalismo y prevenir al socialismo, se
debe promulgar para la economía nacional, un Estatuto de Derecho Público,
fundado en la comunidad de responsabilidades entre todos los que participan
en la producción, en la distribución y en los servicios.
El Papa Pío XII enseña que “en las corporacio-nes tienen primacía los
intereses comunes a toda profesión y ninguno hay tan principal como la
cooperación de cada una de las profesiones a favor del bien común de la
sociedad”.
La solución de la cuestión social debe buscarse en la paridad fundamental
entre patrones y empleados, a través de una tarea conjunta de todos los sujetos
económicos integrados en organismos representativos. Se debe estimular y
favorecer por todos los medios, el acceso a la propiedad al mayor número que
sea posible, lo cual significa una intensificación progresiva de la iniciativa
personal y de grupos asociados. El equilibrio entre la libre iniciativa personal
y las exigencias del bien común se logrará a través de las profesiones
organizadas. Llegado el caso, el sacrificio será de todos para todos, así como
todos para todos, así como la riqueza deberá alcanzar

86
con mayor solicitud a los más necesitados. Lo necesario ha de primar
sobre lo debido y la caridad sobre la justicia.
Se habrá logrado así una economía al servicio del hombre, cuya finalidad
será cubrir las necesidades del pueblo y desarrollar la potencialidad de la
Nación.
Tales son los lineamientos generales de una economía nacional,
estructurada conforme al sentido cristiano de la vida.
El Papa Paulo VI, en su Carta Apostólica publicada el 14 de Mayo de
1971, con motivo del 80º aniversario de la Encíclica Rerum Novarum, insiste
en señalar la contradicción que existe entre la doctrina cristiana y las
ideologías tanto marxista como liberal: “El cristiano que quiere vivir su Fe en
una acción política, concebida como servicio, no puede adherir sin
contradicción a sistemas ideológicos que se oponen radicalmente en los
puntos sustanciales a su Fe y a su concepción del hombre: ni a la ideología
marxista por su materialismo ateo, su dialéctica de la violencia y por la
manera que entiende la libertad individual dentro de la colectividad, negando
al mismo tiempo toda trascendencia al hombre... ni a la ideología liberal que
cree exaltar la libertad individual sustrayéndola a toda limitación estimu-
lándola con la búsqueda exclusiva del interés y del poder, y considerando
las solidaridades sociales como consecuencias más o menos automáticas de
iniciativas individuales y no ya como un fin y un

87
criterio más elevado del valor de la organización social”.
Y agrega como severa advertencia para el cristiano que “adhiere a una
ideología que no repose sobre una doctrina verdadera y orgánica, refugiándose
en ella como una explicación última y suficiente de todo; surge así un nuevo
ídolo del cual se acepta, a veces sin darse cuenta, el carácter totalitario y
obligatorio”.
Es el caso de las ideologías populista, clasista y socialista que hemos
examinado, radicalmente falsas y funestas en su proyección práctica; su ídolo
es la multitud proletaria, creadora, mesiánica y libertadora. La idolatría se
prodiga en las expresiones más serviles de la adulación demagógica: masa
creadora de la historia; el pueblo soberano y protagonista de su destino; la
voluntad popular sagrada e infalible; la clase obrera en la vanguardia de la
liberación nacional; el demos proletario y el demos estudiantil como tribuna
inapelable de justicia, etc.
Son como un remedo de los innumerables nombres de Dios, los que
prodiga la retórica de la adulación idolátrica y demagógica. No es un len-
guaje de amor ni de respeto hacia el prójimo; es un lenguaje de desprecio que
afrenta la dignidad del hombre en el pueblo.
Se pretende encontrar en ese ídolo la justificación de la subversión y del
terror, a los que se interpreta como una acción generosa de

88

servicio; pero sus caminos en lugar de liberar al hombre, terminarían por


someterlo al peor de los despotismos.
El párrafo treinta y uno de la Carta Apostólica reclama un comentario
aclaratorio para evitar equívocos, porque se refiere a la atracción que ejercen
actualmente las corrientes socialistas sobre los cristianos: “tratan de reconocer
allí un cierto número de aspiraciones que llevan dentro de sí mismos en
nombre de su Fe. Se sienten inmersos en esta corriente histórica y quieren
realizar una acción dentro de ella”.
El Santo Padre previene de inmediato acerca del peligro de que esa
corriente histórica, aunque pueda asumir diversas formas, tenga “su
inspiración en ideologías incompatibles con la Fe. Se impone un atento
discernimiento. Con demasiada frecuencia los cristianos atraídos por el
socialismo, tienen la tendencia a idealizarlo, en términos, por otra parte, muy
generosos: voluntad de justicia, de solidaridad y de Igualdad.”
Esa tendencia a idealizar el socialismo es la que termina por confundir a
cristianos impacien-tes y urgidos por la justicia; pero que no ven o no
quieren ver la presión de la ideología marxista de origen en los movimientos
históricos socialistas.
Insiste Paulo VI en que es preciso establecer distinciones para no
extraviarse en las opciones concretas. Se trata de investigar los vínculos
ideológicos de los planteos políticos que se decla- ran a favor del socialismo,
a fin de no comprome-

89
terse con un programa de acción que vulnere la libertad, la
responsabilidad y la apertura a lo espiritual de la persona humana.
Toda posición política que tienda a socializar la economía, en el sentido
de restringir la libre iniciativa personal y la posesión privada de los bienes de
producción, se aparta de la doctrina social de la Iglesia, porque contradice a la
Fe de Cristo y al orden natural. Un cristiano no puede sostener sin
contradicción que la propiedad privada es un mito; tampoco puede aceptar la
conclusión de la Conferencia General de Medellín (Cap. 1), cuando declara
que “tiene plena conciencia de que el proceso de socialización desencadenado
por las técnicas y medios de comunicación de masas, hace de éstas un
instrumento necesario y muy apto para la educación social, la conciencia en
orden al cambio de estructuras y la vigencia de la justicia”.
El magisterio de la cátedra pontificia no se cansa de repetir que es
necesario e imperioso contrarrestar ese proceso de socialización, para
salvaguardar la libertad y la dignidad de la perso- na. Uniformar, nivelar,
masificar, mecanizar, es siempre atentar contra la responsabilidad perso-nal
y el margen siquiera mínimo de aventura que exige la misión y el destino del
hombre.
Personalidad es distinción y jerarquía; por eso es que el poeta Juan
Ramón Jiménez dice en uno de sus versos: “Lo querían matar los iguales
porque era distinto...”

90
Dios no reparte igual los talentos, ni espera igual de todos los hombres;
cada uno debe responder de lo que ha recibido.
Cristo no ama igual a sus discípulos; tiene preferencias bien señaladas por
Pedro, Santiago, y sobre todo, por Juan. El amor es preferencia la preferencia,
distinción.
Es lícito poseer bienes propios, pero siempre que se usen como si fueran
comunes; esto es, haciendo partícipes a otros. Así enseñaba Aristóteles,
intérprete fiel del orden natural. El cristianismo confirma esa enseñanza
porque Cristo es el autor de la naturaleza.
Extender la propiedad privada es extender la libertad personal y familiar;
restringirla o supri-mirla es atentar contra la libertad. Proponer un socialismo
cristiano es una contradicción en los términos, por más que se intente
parafrasear el Evangelio para justificarlo.
Expropiar a los especuladores extranjeros y nativos, no exige abolir la
propiedad privada para liberar a la Nación y resolver justicieramente la
cuestión social. Cuando los especuladores hayan sido suprimidos o anulados
por drásticas medidas políticas, remontará espontáneamente el valor de la
moneda argentina, aumentará la producción y el consumo; habrá ocupación
plena y se multiplicarán las fuentes de trabajo; se contará con grandes
excedentes exportables y se comercializarán a precios remuneradores para el
productor; la distribución de la riqueza será equi-

91
tativa y la prosperidad general de la población estará asegurada. La
organización de las profesiones logrará plena estabilidad y el equilibrio
renovado entre los agentes de la economía nacional. La caridad extremará la
so-licitud hacia los más necesitados, haciendo que la justicia abunde siempre
más allá de lo debido al otro.
La Iglesia de Cristo también sufre la influencia de las ideologías que
confunden la doctrina y extravían el apostolado de muchos sacerdotes y hasta
de Obispos. Progresistas y tercermundistas predican la secularización del
Evangelio y de la divina redención, en aras de un mesianismo puramente
terrenal: “Hoy la buena nueva debe significar la abolición del régimen de
clases, el fin de la carrera armamentista y la superación de las fronteras
anacrónicas”(P. Cardonnel).
“La revolución juvenil mundial, la revolución científica de nuestro
tiempo, el movimiento contra
la discriminación racial , el movimiento pacifista, en fin toda la
revolución para la secularización” (P. Cox). Se estima que en el pasado, la Fe
cristiana se empleaba para alienar al hombre de la historia, separando el
cristianismo espiritual del cristianis-mo social.
Las nuevas corrientes se aplican a resolver los problemas temporales
del hombre, sin referencia alguna al orden sobrenatural y a la vida eterna.
En este sentido, el Manifiesto del Tercer Mun-

92

do, año 1967, concluye que “El verdadero socialis-mo es el cristianismo


integralmente realizado en el justo reparto de los bienes y en la igualdad
fundamental”.
No se recuerda siquiera la apremiante recomendación de Nuestro Señor
Jesucristo en el Sermón de la Montaña “Buscad primero el Reino de Dios y su
Justicia, que lo demás se os dará por añadidura”.
Ocurre que lo evangélico ha pasado a ser la añadidura; y se busca la
solución de la unión del hombre con Dios en Cristo, del pecado y de la Divina
Redención, del Juicio Final, del Cielo y del Infierno.
Se desconoce la raíz teológica de la cuestión social y se confía
exclusivamente en la eficacia de los medios humanos. Así es como la
Conferencia General de Medellín destaca que “el proceso de socialización
desencadenado por las técnicas y los medios de comunicación de masas,
hace de éstos un instrumento necesario y muy apto para la educación social, la
concientización en orden al cambio de estructuras y la vigencia de la justicia.
No se vacila en comprometer a Cristo con las corrientes inmanentes de la
historia; se pretende que impulsan una ascensión continua y triunfal de la
humanidad en bloque para llevarla a la plenitud eterna, cuando la verdad es
que Cristo cargó con el pecado de los hombres para rescatarlo al precio de su
Sangre inocente. La preparación terrenal para la salvación eterna, no es la
justicia social,

93
aunque el cristiano debe luchar para su instauración, sino la donación y el
sacrificio de la propia vida por amor al prójimo en Cristo crucificado. En lugar
de la conducción a la plenitud eterna a través de todas las liberaciones
humanas de que hablan los obispos del tercer mundo, lo que nos aguarda es el
juicio final, en el que rendiremos cuenta personalmente ante Cristo, cuya
sentencia debemos esperar con temor y temblor, si bien confiados en su
misericordia infinita. El cristiano sabe por la Fe que existe el Reino de Dios,
pero también que hay infierno y condenados eternamente.
El curso de la historia de la salvación no es una evolución lineal,
ascendente y progresiva que conducida por Cristo, va a terminar en un fin feliz
para toda la humanidad. La vida de cada hombre es una agonía entre Dios y el
diablo que se dispu tan su corazón hasta el último suspiro. La idea de una
humanidad que se va haciendo cada vez mejor, se inspira en la falsa ideología
del progreso indefinido y es contraria a la divina redención.
En todo tiempo, enseña el Papa Juan XXIII, “el hombre separado de Dios
se vuelve inhumano consigo mismo y con sus semejantes... el aspecto más
siniestramente típico de la época moderna consiste en la absurda tentativa de
querer reconstruir un orden temporal, sólido y fecundo,
En todo tiempo, enseña el Papa Juan XXIII, “el hombre separado de
Dios se vuelve inhumano consigo mismo y con sus semejantes... el aspecto

94

más siniestramente típico de la época moderna consiste en la absurda


tentativa de querer reconstruir un orden temporal, sólido y fecundo,
prescindiendo de Dios, único fundamento en el que puede sostenerse” (Mater
et Magistra).
El absurdo intento socialista de construir un orden temporal sin propiedad
privada, sin clases y finalmente sin Estado, es una consecuencia del ateísmo
contemporáneo. El resultado efectivo es el terror sistemático de un Estado
totalitario, administrado por un puñado de jerarcas del partido único.
Tan sólo el cristiano que ha dejado de creer en Cristo y en su divina
redención, puede ver en el socialismo la satisfacción de un anhelo de justicia,
de igualdad y de solidaridad social.
II Parte

El auténtico Nacionalismo Argentino

Constructivo y restaurador, jerárquico e integrador, cristiano y


argentino en su contenido y en su estilo. Una afirmación soberana frente a la
Plutocracia y el Comunismo.
Conclusión
EL NACIONALISMO SIN IDEOLOGÍAS

El Nacionalismo argentino liberado de las ideolologías que lo


distorsionan en su doctrina y lo extravían en la acción política, se perfila con
los siguientes rasgos distintivos:
a) Es jerárquico porque se propone establecer la existencia soberana de la
Nación; esto es, el ejercicio pleno del señorío sobre lo suyo.
La Soberanía Nacional que nada tiene que ver con la llamada soberanía
popular, es la primera realidad del orden político y la principal obra del
esfuerzo y del sacrificio de la sangre de los héroes y de las generaciones
patricias; se conserva y se reconquista al mismo precio. Es en primera y
última instancia, una decisión de las Armas y no de las Urnas.
Frente al proceso de descomposición y de subversión de la vida social
que soporta la Nación, urge la reacción del señorío político para reorganizar,
disciplinar y jerarquizar las instituciones naturales, representando el ser y la
finalidad propia de cada una de ellas: familia, propiedad, escuela,
universidad, profesión, empresa.
El orden en cualquier terreno, se constituye jerárquicamente porque no
hay otro modo de reducir la multitud de los individuos a la unidad del bien
común. Cada uno debe estar en su lugar propio, en la función y
responsabilidad que le corresponde. Cada nivel se debe alcanzar por el
esfuerzo, la abnegación y el sacrificio personales.
El Nacionalismo argentino exige el lenguaje de la Verdad, el estilo
jerárquico y la disposición al sacrificio para establecer el Orden de la Nación
en los principios supremos que le dieron el Ser:
1º) La Verdad de Dios uno y trino, del alma inmaterial e inmortal y de la
Divina Providencia que nos ha sido revelada por la Fe de Cristo Crucificado,
Creador y Redentor de los hombres, cuya misión salvífica se continúa en la
Iglesia fundada por Él.
2°) Las verdades esenciales y normativas que atesora la filosofía
perenne, en las que se funda el arte soberano de las definiciones, el orden de
las virtudes y el gobierno de los hombres.
3º) Las instituciones sociales y el orden de las jerarquías naturales de las
cuales el hombre necesita para el libre desarrollo de su personalidad y el
servicio del Bien Común: familia, propiedad privada, escuela, universidad,
profesión, empresa, municipio, Nación y Estado soberano. Y para la
participación en el orden sobrenatural y trascendente, la Iglesia de Cristo.
4º) La libertad de la persona humana indivisible de la Verdad y de la
Autoridad de Dios, de donde procede y en cuyo nombre se ejerce toda
autoridad legítima entre los hombres. Es exigencia del Bien Común temporal
y eterno que la justicia se integre y perfeccione en la caridad de Dios.
5°) El espíritu de servicio y la disposición al sacrificio para obrar la
verdad y ser capaces de vivir en Soberanía.
Estos principios superiores, deberán inspirar la política nacional que
tratará de alcanzar los siguientes objetivos para todos los hombres nativos o
extranjeros que habitan su territorio:
1. — Un trato de honor y un bienestar suficiente en el cuadro de real
grandeza nacional y de existencia soberana liberada de mediatización de
poderes extranjeros, financieros e ideológicos, la Nación argentina será una
tierra habitable, decorosa y digna.

2. — Una educación de la inteligencia y del carácter de la juventud en la


Doctrina de la Verdad, del Sacrificio y de la Jerarquía.
3. — Una economía al servicio del hombre y del Bien Común, que
estimule y proteja, a la vez, la libre iniciativa personal y la difusión de la
propiedad privada al mayor número de personas y familias, a fin de asegurar
la libertad y la movilidad social, indispensables para la tranquilidad en el
orden.
4. — La superación de la conciencia y de la lucha de clases, en la
integración armónica de todos los medios y niveles sociales.
5. — El efectivo desarrollo integral de la Nación y la reubicación
demográfica imprescindible para una promoción adecuada de las diversas
regiones del país.
6. — Un ordenamiento jurídico que realice lo que es justo, en las
transacciones, en la distribución y en lo que es debido al Estado y a la
Sociedad. El Derecho positivo será conforme a la Ley de Dios, a la dignidad
de la persona humana y a las exigencias del Bien Común. Se cumplirá así la
justicia Social en el cuadro natural de la Nación y la justicia de la Nación en la
Caridad de Dios.
7. — La represión de todas las formas del terror: físico, económico e
ideológico.
8. — El reordenamiento de la Libertad de expresión, dentro de los
límites exigidos por la moral pública, el honor de las personas y la seguridad
de la Nación.
9. — El adoctrinamiento de los cuadros militares para que cada uno sepa
lo que debe defender y lo que debe combatir a muerte.
10. — Superación del criterio y del nivel de masa por el criterio y el
estilo de un pueblo de Señores en todos los órdenes de la vida pública.
Acabamos de trazar los lineamientos esenciales del programa político de
un nacionalismo jerárquico, cuya ejecución sólo puede llevar a cabo una
férrea Dictadura nacional de base militar, sin otras limitaciones que el
Decálogo y el Derecho Natural. Una Dictadura que sea capaz de construir un
Estado en conformidad con el ser de la Nación y en perfecta correlación con la
constitución de las sociedades naturales, como la familia, la parroquia, el
municipio, la Provincia y las Corporaciones económicas sociales,
educacionales, culturales, con sus libertades jurídicas fundamentales.
Todos estos organismos integran la Nación y deben tener participación
directa en la Constitución del Estado nacional corporativo, representativo y
federal.
El Nacionalismo jerárquico propone una representación natural
consciente y responsable en base al criterio de profesión y de vecindad, frente
al Sufragio universal antinatural, inconsciente e irresponsable. Claro está que
esta construcción nacionalista y corporativa del Estado, exige un proceso de
organización gradual y de ajustadas integraciones. No puede ser como las
Constituciones liberales, al modo de la Constitución nacional de 1853,
prefabricada de antemano, acabada en todas sus partes y rígida en su
estructura. No puede proyectarse al margen de la realidad, ni ser copia más o
menos literal de una Constitución extranjera, para evitar el funesto
desencuentro entre el estatuto jurídico y el ser nacional.
Se requiere un cambio de mentalidad y de costumbres, a través del
retorno a los principios superiores que nos dieron el ser. Se requiere la
superación de las ideologías que confunden la mente y envenenan el corazón
de los argentinos. Se requiere terminar con las especulaciones, las
expoliaciones y con toda forma de explotación financiera de la Nación y de
las personas. Se requiere una redistribución de la población, de la industria,
del comercio y de los recursos que contemple las necesidades regionales y la
Seguridad de la Nación. Se requiere una movilización de todos los argentinos
y el sacrificio de todos para la salvación común.
El cumplimiento de este difícil programa político, sólo puede llevarlo a
cabo una Dictadura Nacional con el respaldo de las FF.AA. y de las personas
honestas del país.

b) El Nacionalismo argentino es integral; jerárquico e integral porque


debe comprender a todas las clases y medios sociales. Es incompatible con el
clasismo sea el que fuere, porque el todo no puede estar mediatizado por una
parte, sino que todos deben estar al servicio del todo. El Bien Común es la Ley
primera de la Sociedad después de Dios.
El clasismo oligárquico es una consecuencia del liberalismo
individualista, con su posición de los derechos absolutos del hombre egoísta y
su Estado neutro que deja hacer al libre juego de los intereses, de las
necesidades y de las tentaciones individuales o de grupos.
El clasismo proletario es una consecuencia del liberalismo socialista,
con su posición de los derechos absolutos del hombre social o colectivo que
absorbe la vida de las personas.
Uno y otro son anticristianos y antinacionales porque desconocen la
Soberanía de Dios y la Soberanía política de la Nación; invocan la soberanía
del hombre y la soberanía popular. Niegan el Pecado Original y, por
consiguiente, al divino Redentor; postulan la bondad natural del hombre y la
solución de los conflictos sociales por la libre concurrencia de los egoísmos
individuales o por la masificación colectivista.
En cuanto al Estado Nacional, resuelven la Soberanía política en una
simple convención entre los individuos y limitan el papel del Estado a la
custodia de los egoísmos triunfantes o prometen su extensión final bajo el
régimen socialista.
El Nacionalismo liberado del velo de las ideologías que falsifican el ser
del hombre y la política, parte del hombre real que es un cuerpo animado por
un alma inteligente y capaz de querer, un alma inmaterial e inmortal creada a
imagen y semejanza de Dios. Sabe que el hombre es social por naturaleza;
pero que la Sociedad y el Estado son medios necesarios para alcanzar la
suficiencia de la vida temporal. Sabe por la Fe de Cristo que el hombre real
nace con una lesión interna, herencia del Pecado, origen y raíz de las
contradicciones sociales y de todos los males de la existencia. Y sabe también
por la Fe que el hombre del pecado ha sido redimido por Cristo y que sólo
puede alcanzar la plenitud de la justicia, unido a Dios en Cristo.
El Nacionalismo jerárquico e integral no confunde al hombre real con el
individuo egoísta ni con la termita socialista Su punto de partida es el hombre
esencial y su empeño es el ajuste con las circunstancias mudables. Sostiene la
primacía de lo Nacional sobre lo Social, y promueve tanto la difusión de la
propiedad privada como la circulación de las clases sociales. Quiere asegurar
de este modo, la mayor libertad posible y la expansión de la personalidad.

Una característica lamentable en el revisionismo histórico y que se acusa


en la mayor parte de sus representantes, es la tendencia ideológica —populista
y clasista—, en la interpretación de nuestro pasado nacional: se presenta, por
ejemplo, a Rosas que era un verdadero señor, en la figura de un demagogo
populista; se contrasta una clase mínima de doctores privilegiados y
extranjerizantes con una clase social mayoritaria de gauchos pobres y
analfabetos, siguiendo, quieras que no, el falso esquema dialéctico de
Sarmiento, Civilización y barbarie.
Rosas es el ejemplo más relevante en la Historia Patria, de caudillo
acatado y no elegido por el pueblo. Y en su largo gobierno de veinte años,
colaboraron los argentinos más ilustrados de la época, como Anchorena,
Arana, Vélez Sarsfield, Echagüe, Urquiza, Alvear, Mansilla y tantos otros.
Insistimos, una vez más, en que no hubo jamás en nuestra Sociedad
Argentina, ni siquiera cuando éramos provincia española, clases sociales
extremas y antagónicas, cerradas e incomunicadas entre sí. Hubo sí
divisiones doctrinales y políticas extremas que se tradujeron en luchas
sangrientas; pero lo económico social no fue el determinante. La circulación
social y el ascenso de clase es una constante en la sociedad argentina, sobre
todo, a partir de la gran inmigración europea de hace un siglo. Es un hecho
notorio que la actual clase dirigente tiene un origen proletario en primera,
segunda o tercera generación.
Es preciso evitar la contaminación de la ideología clasista para que no
envenene la conciencia nacionalista con el resentimiento social. Se debe
reconocer, en cambio, que a partir de la Organización Nacional bajo el sistema
liberal, ha sido constante el aumento de nativos abandonados, marginados y
relegados a una vida infrahumana por el Estado indiferente que se desentiende
del Bien Común.

c) El Nacionalismo jerárquico e integral debe ser cristiano, o sea,


plenamente humano por su conformidad con la Verdad y la Voluntad de Dios
en Cristo.
El cristianismo protege al hombre, a todo el hombre, incluso al que no
cree, siempre que se encuadre en el Orden Natural, porque Cristo es el autor
de la Naturaleza y el alma de cada hombre es naturalmente cristiana, antes de
llegar a serlo sobrenaturalmente por el Bautismo.
El Nacionalismo jerárquico, integral y cristiano rechaza tanto al
individualismo como al socialismo, a la libre concurrencia sin límites como al
colectivismo estatal, a la propiedad privada sin sentido social como a la
abolición de la propiedad privada, a la lucha de clases como a la supresión
de las clases, al Estado neutro como al Estado totalitario. Su programa
político se propone restaurar el orden natural de la convivencia, realizándolo y
perfeccionándolo por la participación en el orden sobrenatural de la Gracia de
Dios en Cristo. Por esto es que se opone enérgicamente a la socialización de
la economía que es un atentado contra el orden natural. Reconoce como
pilares de la economía a la libre iniciativa, individual o asociada, a las
organizaciones profesionales y a las exigencias del Bien Común (tal como se
expresa en el Capítulo III).
La divisa suprema del Nacionalismo jerárquico, integral y cristiano, se
resume en tres palabras esenciales y normativas:

VERDAD, SACRIFICIO y JERARQUÍA


Política de la Verdad, cuya primera realidad es el Estado Nacional
soberano; esto es, un gobierno independiente con una superioridad sobre todo
lo propio; autonomía y libertad de acción suficiente para servir al Bien
Común, en el ámbito de un territorio estable. Se trata, pues, de un Poder
soberano, libre de toda mediatización financiera, ideológica o política
extranjera, que no reconoce más límites que la ley de Dios y el Derecho de
Gentes.
Política del Sacrificio porque sólo la disposición al Sacrificio puede
realizar la Verdad de la Soberanía Nacional en un mundo sometido al Poder
del Anticristo, con su rostro bifronte: la Internacional del Dinero y la
Internacional Comunista.
Sucumbir en la demanda es todavía triunfar y proyectar en el futuro una
ejemplaridad arrebatadora, según el modelo de Cristo crucificado.
Política de la jerarquía porque se trata de la vida vivida en
subordinación, o sea, en la obediencia lúcida al orden de la Verdad, de la
Justicia y de la Caridad para instaurarlo todo en Cristo, desde la familia
hasta el Estado Nacional.
Esta es la divisa del Nacionalismo argentino; nacionalismo de Señores,
no de masas, cuyo estilo es el servicio por amor a Dios y a la Patria.
Hemos intentado una depuración crítica de la doctrina nacionalista
despejándola de toda mezcla de ideologías que empañan y deforman su
contenido, para presentarla con la nitidez de una afirmación soberana. Hemos
querido proponerla a la juventud argentina como la más alta y pura razón de
vivir y de morir. Un ideal claro, limpio y diáfano, capaz de urgir la esperanza
en una Patria libre y grande, renacida en Cristo y en María.
Sabemos que hay un resto de argentinos lúcidos y fieles que no se
resignan a ver la Patria arrollada por la Plutocracia Internacional ni
esclavizada por la Internacional Comunista. Un resto capaz de asumir un
compromiso de vida por la causa de la restauración nacional. Un compromiso
que exige el total desprendimiento de todos los afectos y bienes humanos,
incluso del propio yo. No puede haber entrega, donación entera de sí mismo,
sin desprendimiento y sin la renovación de los más legítimos amores en Cristo
crucificado. Sólo así se es libre para darse sin reservas, para amar sin reclamar
nada y sin sentido de posesión, para servir hasta el límite de las fuerzas, hasta
no poder más y hasta el sacrificio de la propia vida. Hay que amar a la Patria,
al prójimo, como Cristo nos amó El primero. Es el único modo de entender la
sentencia evangélica: "Nadie tiene amor más grande, que el que da su vida,
'por sus amigos" (San Juan 15,13).
El Nacionalismo argentino necesita que la Patria sea amada y servida en
Cristo, por todos aquellos que abracen su causa y sean capaces del sentido
heroico de la vida.
Tan sólo investidos con la fuerza de Cristo y de María, será posible
enfrentar y vencer a las legiones del Padre de la Mentira que están arrasando
las Naciones con el poder del dinero y el poder de la Subversión.
"El Catecismo Revolucionario" de Netchaiev expone las exigencias que
debe cumplir el aspirante a ingresar en los Comandos terroristas. No se inspira
en la Verdad crucificada por amor, sino en la Mentira que el odio expande
triunfalmente en el mundo. Su camino de redención no es el Vía Crucis que
recorre la víctima que se ofrece en sacrificio por amor al prójimo en Cristo. El
camino que recorre, lo va cubriendo de cadáveres y de ruinas con pasión
nihilista y un odio invencible a todo lo que es ("Todo lo que existe merece
perecer", sentenciaba Engels); acaso muere en la demanda, pero justifica el
asesinato, la destrucción y el terror porque cree que lo hace por la más noble
de las causas: un futuro feliz para la humanidad donde reine pura la justicia y
la paz.
Leemos en el libro "Los Terroristas" de Roland Gaucher, la primera
entrevista del terrorista ruso Boris Savinkov con Dora Brillant, una joven
apasionada que quería ingresar a la Organización Combate, vanguardia de la
subversión en el año 1904, en las vísperas de la fracasada Revolución Social
de 1905. Es un diálogo breve y tajante que fija la disposición de ánimo y el
grado de resolución exigido al aspirante a integrar las células o los comandos
terroristas, lo mismo en 1904 que en 1972:
—¿Sabe Ud. que tendrá que abandonarlo todo, familia, amigos,
relaciones, ambiente social, todo... ?
—Sí.
—¿Vivir clandestinamente, sin tener siquiera un rincón que sea suyo?
—Sí.
—¿Tal vez morir?
—Sí.
—¿Tal vez matar?
—Sí.
Se trata como se ve, de una entrega total, sin reservarse nada, aceptando
las más duras condiciones de vida, el sufrimiento y la muerte en cualquier
momento. .. incluso la decisión de matar y destruir, todas las veces que así lo
ordene un mando oculto y desconocido.
Si nos preguntamos el por qué y el para qué de semejante compromiso, la
respuesta la encontraremos en la seducción diabólica que ejercen los
mesianismos terrenales sobre la juventud urgida por la justicia, en medio de
un mundo donde la mayor parte de las personas soporta grandes injusticias y
violencias. El ateísmo dominante lo aparta de Cristo, de su divina Redención
y de la vida eterna; no admite demoras y está impaciente por soluciones aquí
abajo. No vacila en cometer los crímenes más horrendos y las más flagrantes
injusticias en la creencia ilusoria de que así apura el advenimiento de un
nuevo mundo de paz, justicia y amor para todos.
Decimos seducción diabólica porque en una Sociedad que ha dejado de
ser Cristiana, el Diablo es quien inspira los más sutiles engaños y alienta las
promesas mesiánicas más arrebatadoras a cumplirse en el más breve plazo y
aquí en la tierra. La voz del Padre de la Mentira, halagadora y persuasiva,
sugiere llegar a la luz por las tinieblas, al amor por el odio, a la justicia por la
injusticia, a la paz social por el terrorismo. Y así es como hace presa de la
dialéctica a la mente y al corazón, hasta convencernos de que se llega a la
afirmación por la negación de la negación: a la justicia se responde con la
injusticia para lograr la justicia; al mal se responde con el mal para terminar en
el bien.
La lógica aparente de la contradicción infinita, sustituye a la lógica real
de la identidad, tanto en él discurso como en la acción. Y esa lógica dialéctica
envenena el corazón en el más feroz e implacable resentimiento, convirtiendo
en demonios a los jóvenes intelectuales que aprueban el examen de ingreso a
los comandos del Terror. Son siempre de nuevo, los que señala el dedo
acusador del profeta Isaías (5,8) :
"¡Ay de los que al mal llaman bien, que de la luz hacen tinieblas y de las
tinieblas luz; que dan lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!"
Claro está que tampoco es humana la avaricia de los que explotan a las
naciones con el Poder del Dinero; de los que mediatizan a los gobiernos para
especular, expoliar y corromper en la más absoluta impunidad, a los pueblos y
las personas. A ellos les alcanza también el apóstrofe del Profeta (5,20):
"¡Ay de los que añaden casas a casas, de los que juntan campos a campos
hasta acabar al término, siendo los únicos propietarios en medio de la tierra".
Las gentes ilustradas se ríen de que se pueda considerar al Diablo como
algo más que una figura literaria. Ocurre que los mismos que no creen en la
divinidad de Cristo, tampoco creen en la existencia del Diablo. Se ríen del
Cielo y del Infierno; pero toman en serio la idea de edificar un paraíso en la
tierra para los pobres, con la sangre de las víctimas elegidas e incluso con la
propia, mientras que lo que se va configurando es un verdadero infierno.
Hemos distinguido en un opúsculo anterior "Seguridad y Desarrollo",
tres especies de terrorismo: físico, económico y psicológico. La verdad es que
los titulares de la Usura internacional y nativa integran una organización
terrorista que opera con otros medios, como son la especulación, la
expoliación, "el vaciamiento de empresas", etc.; pero que arrollan a la
Nación, provocando el empobrecimiento y la servidumbre de sus habitantes.
El terrorismo psicológico es el que se aplica a perseguir, difamar,
calumniar o intimidar a las personas honestas para destruirlas moralmente o
presentarlas en una imagen falsa al público. Se vale de todos los medios de
difusión para provocar la muerte civil o el vacío alrededor de las víctimas
elegidas.
Estas tres especies de terrorismo operan impunemente en nuestra Patria,
atentando contra las personas, en su vida, en su honor o en sus bienes. La
Seguridad de la Nación se ve cada vez más comprometida y la inquietud se
extiende y se ahonda en todos los medios sociales.
La Guerra subversiva que soporta la población y que golpea implacable
contra las fuerzas de resistencia, tiene en el Terrorismo su principal arma
ofensiva porque hiere a todo el hombre: el alma, el cuerpo y las Instituciones.
La pregunta final que nos queda por responder es: ¿Cómo enfrentar al
Terrorismo subversivo que nos está arrollando?
Lo primero es ser objetivos y ver la realidad tal como se nos presenta. Tal
como es. Es evidente que la corriente de la historia universal y nacional, si la
consideramos desde una perspectiva humana, va a desembocar
inexorablemente en el Comunismo ateo y materialista, instrumentado por el
Poder del Dinero. Si no hubiera nada más que las fuerzas del orden natural en
juego sería un vano empeño oponerse a la corriente y no quedaría más que el
acomodo o la desesperación. Esta clara situación nos explica el actual viraje
hacia la izquierda del Nacionalismo argentino, la tentación de las ideologías
de origen marxista y el compromiso con el socialismo más o menos
acristianado y nacionalizado.
Sin la Fe de Cristo y sin el reconocimiento de que existe la Divina
Providencia, el Nacionalismo sucumbe necesariamente ante las corrientes de
la Historia y colabora en la Subversión marxista.
Si queremos liberar a la Patria en Cristo y nuestra opción política es el
Nacionalismo cristiano, debemos comenzar por nuestra libertad interior,
renovando los afectos, bienes y poderes en Cristo Crucificado.
Desprendidos del propio yo y de todo lo que poseemos, amaremos a la
Patria y al prójimo con un amor trascendente, despojado de todo carácter
posesivo y que no busca nada suyo. Amaremos como Cristo nos amó, con una
disponibilidad sin reservas para el servicio y con un espíritu de sacrificio que
todo lo da sin esperar nada.
Tan sólo así, investidos por las fuerzas de Dios, potenciados por la Gracia
de las virtudes y dones sobrenaturales, venceremos al mundo como lo venció
Cristo. No tendremos en cuenta el éxito, sino el testimonio de la Verdad y el
ejemplo de los hacedores de la Verdad.
El nacionalismo que no se propone reconstruir a la Patria en Cristo, no
es conforme con la realidad, ni con la verdad del hombre; no es tampoco
conforme con el origen, la raíz y la esencia del ser argentino. Perder en esta
cruzada es todavía ganar, porque del fracaso y de la derrota irradia una
ejemplaridad triunfal y arrebatadora sobre las generaciones futuras.
Sin Cristo nada podemos hacer en el orden temporal, frente a la
subversión triunfante y a la impunidad con que el terrorismo va socavando a
las almas y a las instituciones, incluso a las FF.AA. y a la Iglesia de Cristo.
Insistimos, una vez más, en que la Patria soporta la acción del terrorismo
económico y psicológico, tanto o más devastadora que la del terrorismo de la
guerrilla urbana.
Con Cristo lo podemos todo y nuestro empeño en lo político, debe ser
para que Él reine...
La solución de la Cuestión Social como de las otras cuestiones
temporales, sólo puede lograrse en la Glorificación de Dios y en la unión de lo
divino y de lo humano en Cristo, Nuestro Señor y Señor de la Patria.
No creemos en absoluto que se puede resolver ninguna de las cuestiones
candentes por el camino de la ficticia soberanía popular. No hay más política
de la Verdad y de la realidad que la que se funda en la Soberanía de Dios y en
el Sacrificio de la Cruz.

JORDÁN B. GENTA
Buenos Aires, abril 2 de 1972.
Domingo de Pascua de Resurrección.
Apéndice

A PROPÓSITO DEL SOCIALISMO

Hemos demostrado que el ateismo sistemático es la raíz y la esencia tanto


del capitalismo liberal como del socialismo marxista. Hemos concluido
también que el socialismo marxista es el instrumento ideológico más eficaz
para consolidar al Imperialismo Internacional del Dinero.
Es un hecho notorio que la Revolución Rusa fue financiada a lo largo de
su preparación y estallido final, por la Banca Khun, Loeb y Co., cuyos
directores incluían a Jacobo Schiff y Warburg emparentados entre sí. Pero el
hecho más significativo de una coincidencia esencial, es que la construcción
socialista de la economía soviética ha sido y continúa siendo principalmente
obra de los mayores consorcios capitalistas de América y de Europa, tanto en
la parte financiera como en la parte técnica.
El aporte soviético ha sido y es el trabajo forzado de la población,
conforme a la imagen de la economía socialista que ha anticipado Lenin:
“Toda la sociedad será una sola oficina y una sola fábrica, con trabajo
igual, salario igual y condiciones iguales... Y esta disciplina fabril se hará
extensiva a toda la humanidad.” (El Estado y la Revolución).
El Sr. Robert Klinck resume y comenta un importante libro sobre el tema
en cuestión, “Western Technology and Soviet Economic Development”, 1917
a 1930, cuyo autor es el profesor Anthony Sutton, edición de la Hoover
Institution on War, Revolution and Peace, Universidad de Stanford, año 1968.
“En este estudio cuidadosamente documentado, basado en informaciones
de múltiples fuentes, ha mostrado que la idea de la construcción socialista de
la economía soviética es una pura ficción. No ha sido el genio de Lenin ni el
de Stalin, ni el celo de los trabajadores bajo la dictadura del proletariado, ni
el grandioso Plan Quinquenal, los que han reconstruido el aparato
productivo de Rusia. Esto fue realizado por esos mismos supercapitalistas que
los bolcheviques declaran ser sus enemigos mortales.
Su análisis ha conducido a Sutton a concluir que el Primer Quinquenal,
comenzado en 1928, era un mito creado por la propaganda en el sentido de
que casi todos los proyectos mayores comprendidos en el plan, fueron
concebidos por

121
compañías americanas”. Más adelante agrega: “Por lo menos, el 95% de
las estructuras industriales soviéticas han recibido ayuda de las compañías
del oeste”.
Las concesiones se hicieron en la forma de mecanismos contractuales,
por los cuales las firmas americanas y europeas, organizaban y financiaban a
las empresas industriales, dejando su aplicación a organismos soviéticos. En
otros casos, se agregaba la ayuda técnica.
Veamos, por ejemplo, lo ocurrido con la explotación del petróleo. Desde
el año 1921, el gobierno soviético importó cantidades masivas de equipos de
explotación, suministrados por la International Barnsdall Corporation y la
Lucey Manufacturing Co.
En el mismo sentido, Hill Electrical Drill (USA), EMSCO (USA), la
Metropolitan Vickers (auxiliar británica de la Westinghouse) y la General
Electric, participaron ampliamente en el equipamiento de los campos de
petróleo de Baku y de Grozny. Se financiaron también las refinerías y las
obras hidroeléctricas.
Lo mismo ha ocurrido con la explotación del carbón, del hierro, del
cobre, del aluminio, con la industrialización de la agricultura, de la madera,
con la producción de maquinarias y de energía eléctrica. Numerosas
compañías americanas, europeas y japonesas han obtenido concesiones para
el desarrollo de la economía socialista en Ru-

122
sia. Los nombres más representativos de la plutocracia internacional,
como Rockefeller, Tyssen, Rathenau, figuran en la promoción de la
economía soviética.
No es paradójico, sino que responde a la más pura lógica de la
identidad, la decisiva contribución de la plutocracia internacional al triunfo,
consolidación y expansión del socialismo marxista o comunismo ateo.
La perfecta coincidencia entre capitalismo liberal y socialismo
marxista, explica la coexistencia pacífica y el pluralismo ideológico que se
proclama oficialmente en la actualidad; pero nada puede ilustrar mejor las
dos caras de la misma moneda falsa, como la confrontación gráfica del
programa marxista con el que expuso el plutócrata Rathenau en sus dos obras:
“In days to come” (1917) y “The new economy” (1918):

Marx Rathenau
1. Abolición de 1.
la propie- dad privada. privada deberá ser
1. Un impuesto abolida progre-
sobre la renta, sivamente por las tasas
progresivo y arrasa- sobre la propiedad y el
dor. impuesto sobre la renta.
2. Abolición del 1.
derecho de herencia. herencia reducido al
3. Centralización extremo.
del cré- dito en manos 2.
del Estado. calidad de banquero
4. Centralizació absorberá todo el
n de los beneficio neto de la
in-

Medios de 123
transporte y industria tasando
comunicación en el consu- mo, la renta y
manos del Estado. la propiedad.
5. Aumento del 3.
número de usinas del llegará a ser centro de
Estado y de los medios la economía.
de producción. 4.
6. Obligación realice en la sociedad
igual para todos los será hecho por el
trabajadores. Estado y para el
Estado. Pleno empleo y
nivelación de todo
trabajo humano.
5.
nivela- ción de todo
trabajo humano

El aporte del socialismo marxista a la reconstrucción de la economía, es


la provisión de servicios y seguridades por medio de un aparato técnico que se
monta a través de la organización y la adaptación dirigidas. En el mejor de los
casos, lo que aporta es seguridad, pero sin libertad. La socialización ahoga la
personalidad, la libre iniciativa, el espíritu de empresa y de aventura, toda
distinción, en aras de una nivelación igualitaria, masiva, anónima, impersonal.
El pueblo degrada en plebe y la persona en un robot.
Una política realista no puede fundarse en el hombre egoísta del
liberalismo individualista, ni en el hombre gregario del socialismo marxista.
Su fundamento inmediato es el hombre esencial y su meta es el bien común
temporal en la dirección del bien común trascendente y eterno.

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