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La ética de la autenticidad

La modernidad siempre ha sido criticada por ser la era que ha acabado con los valores y
ha despojado las culturas de las morales que antes las sostenían. El Nuevo Régimen ha
cambiado las premisas éticas de las sociedades, y ahora el papel cultural de los valores
afronta una etapa inédita en la historia. Ante esto, Taylor escribe esta obra, para tratar
los temas y tópicos de la modernidad que considera dignos de estudio.
Ya desde el inicio de la obra, destaca que la etapa moderna consiste (en cierta parte) en
un malestar fruto de la mala aplicación de la moral sobre las personas y la falta de
valores en la cotidianidad de todos. Algunos conceptos malévolos y que proporcionan
un malestar desproporcionado se han desarrollado en la práctica a lo largo de nuestros
días.
Taylor destaca la propensión a perder el rumbo en cuanto al sentido que le damos a
nuestras vidas. Según dice él, esto se debe a la falta de intereses, lo cual arruina nuestra
actividad creativa de la mente y acarrea consigo menos margen de aplicar la libertad a
nuestras acciones. Como no tenemos potestad de aplicar el bien debido a que carecemos
de interés, la libertad se ve anulada. Además, esto trae consigo, también, afectaciones
notables a la igualdad que consideramos que tenemos con respecto al prójimo. Debido a
que no nos entendemos a nosotros mismo porque la libertad activa anda desaparecida y
no tenemos interés en nada, que seamos iguales con los demás se presentará como una
premisa ajena, que no recae sobre nuestra responsabilidad. Esta es la postura del
individualista, que de tanto centrarse en sí mismo ha terminado por centrarse en nada,
perder el interés por la creatividad suya, y, al fin, quedar huérfano de libertad y todo lo
que ello conlleva.
Sin embargo, existen más modos de malestar ciertamente relacionados con el anterior.
Las culturas se basan en la modernidad en los valores que tienden a instrumentalizar los
avances tecnológicos, es decir, verlos como medios. Las distintas revoluciones
industriales dadas en el s. XIX, XX y XXI han aportado a las culturas la tendencia de
ver todo como una senda hacia el beneficio personal. Además, este modo de malestar no
ha mejorado con la llegada de la globalización, sino que más bien todo lo contrario. La
masificación del transporte, la tecnología y la comunicación dejan como resultado una
sociedad más consumista, que no valora las cosas en sí mismas, sino en función del
beneficio que puedan aportarle.
También puede ocurrir, que fruto de los dos anteriores, terminemos por dejar de
reflexionar sobre los temas que incumben nuestra plenitud existencial. El
individualismo y la materialización llevan a los hombres a preocuparse de nada que no
sea sí mismo. Como consecuencia final, se convierte en una vertiente constante de
xenofobia (lo extranjero le parece abominable) y de odio hacia los que con él conviven
(familia, ciudadanos e, incluso, líderes políticos).
Estas tres fuentes de malestar que se dan fruto del contexto cultural en el que suceden
los tiempos modernos despojan a los hombres de los valores morales necesarios para
sentirse pleno. Además, las sociedades que caigan en estos malestares terminarán por
ver el mundo desde un punto de vista totalmente relativista. Se cree con la potestad de
decir qué es correcto e incorrecto, según su parecer que, obviamente, no cuenta con
fundamentos válidos. Todo lo que vea será juzgado según sus intereses y terminará por
pensar que nada es del mismo modo para todos. No alcanzará, entonces, a diferencia
entre lo bueno y lo malo, ya que toma todas sus decisiones en función del placer que le
aportan y sin prestar atención al racionalismo. Nadie más cabe en su conciencia, se
centra en sus apetitos. Por ello, las sociedades industriales y postindustriales fueron
víctimas de tantas insurrecciones (guerras mundiales, civiles y de independencia),
corrientes de conflicto social y de clases (comunismo y anarquismo) y pobreza. Porque
si una sociedad se deja absorber por este relativismo los daños serán fatales y no se
centran en los valores relacionados con la virtud, este es el futuro que le espera.
Este deterioro personal supone la eliminación de los universales, debido a que el
relativismo ni valida ni aborrece los distintos puntos de vista, sino que propone que no
hay nada verdadero, todo se presenta de un modo diferente a cada uno. Sin embargo,
esto es una de las grandes falacias que las teorías sofistas trajeron consigo, ya que no es
posible que nada sea verdadero en sí mismo, debido a que esta afirmación lo es.
A partir del relativismo no se puede cimentar la cultura sobre la que se basará una
cultura. Hay que ser conscientes de que, si todos los ciudadanos viven bajo la premisa
de que nada es universal, desconfiar de sus familiares y líderes. Y eso es lo último que
necesita una nación para ser próspera, la desconfianza hacia los que están en el más alto
cargo de la cúpula política. Además, el relativismo puede traer consigo la tendencia de
pensar que los demás con los países con los que hace frontera pueden atacarle ante
cualquier conflicto, ya que no toman el sentido común como sentido válido de las cosas,
sino que terminarán por ver a sus vecinos como posibles potencias despiadadas.
Y como no saben con qué pueden salirle los demás, se centrará en superarse
constantemente, y no por motivos de ambición, sino de codicia. Buscará el
reconocimiento ajeno, para sentirse más seguro en un mundo en el que todos miran por
sí mismos y nadie mira por todos, es decir, se habrá alcanzado el individualismo.

Para hacer frente a esto problema de la relativización de los ciudadanos que viven en
una sociedad determinada Taylor propone la implantación de la autenticidad. Para que
el pensamiento de la sociedad sea partícipe del progreso, las culturas deben proponer
que obtenga las respuestas a los asuntos que les conciernen por medio de sí mismo y de
modo verdadero. Es solo de este modo el hombre será capaz de comprender cuál es la
senda que hay que seguir para llegar a la felicidad. Así podrán regir sus acciones por lo
que es correcto. Ahí entra en su conciencia la potestad de diferenciar el bien y el mal,
vuelven a aparecer los universales y el bien común como premisa última de los
ciudadanos.
No obstante, hay que tener interiorizada la idea correcta de autenticidad. No podemos
pensar que todos tenemos capacidad de pensar por sí mismos. No hay que dar nada por
sentado, sino que hay que tomar la libertad como base de esta autenticidad. Hay que
reconocer que somos libres, y así podremos basar la cultura en la autenticidad. Para ello,
es necesario el uso del lenguaje (gestos y carácter), ya que muestra cuál es nuestro modo
de ser determinado. El ser humano es social, por lo que, si conseguimos hacer visible
nuestra personalidad mediante el lenguaje, haremos más fácil el proceso de interacción
con los demás. De este modo, mediante el apoyo en los otros, conseguiremos sacar
nuestras aspiraciones de nosotros mismos y apropiarlas, también, a los demás, lo que
proporcionará mayor potencial para llegar más lejos.
Aunque el lenguaje sea un requisito indispensable para esa autenticidad ideal, claro está
que no todos seremos capaces de llevar a cabo esta comunicación del mismo modo.
Para que se dé como es debido es necesario que haya podido presenciar y analizar
distintos puntos de vista acerca de varios temas, pero que no deje de formular lo que
piensa acerca de ellos según sus principios y creencias.
Al darse esta interacción con los demás, ya se habrá hallado una responsabilidad con
respecto a los demás. Esta consiste en comunicarme para entender a los demás y poder
así construir mi propia identidad entre la muchedumbre. Es un proceso en el que reina la
búsqueda del apoyo ajeno para dar con la identidad que queremos mostrar acorde con
nuestra cultura y sus valores.

Otro concepto esencial que debe existir en las culturas para conseguir su prosperidad es
el sentimiento de pertenencia. Para ello debemos sentirnos identificados con los demás
ciudadanos de la nación y no caer en el individualismo que tanto caracteriza a las
sociedades postmodernas. Por eso mismo, es una tarea fundamental buscar puntos en
común con los demás, pero sin perder la propia dignidad de cada uno.
El sistema por el que se opta para cumplir estos objetivos antropológicos y culturales es
la democracia. Buscamos los puntos que nos identifican con los políticos (a los que
votamos) pero no perdemos nuestra identidad. Es decir, no pasamos a formar parte de
aquellos a quienes votamos, sino que nos identificamos con ellos, pero salvaguardamos
nuestros principios particulares. Además, se respetan los ideales de igualdad que se
perdían con el relativismo, ya que todos los votos cuentan por igual. Las culturas deben
aceptar este cambio de sistema, ya que propone un “lavado de mente” a los relativistas e
individualistas y les saca del pesimismo en el que viven. Estos valores jamás
pertenecerán a una cultura democrática.
Seguirán existiendo los odios, pero la democracia siempre dará preferencia a la
convivencia. Eso mismo pedían los revolucionarios franceses al final del s. XVIII;
libertad, igualdad y fraternidad. Este es un perfecto ejemplo, ya que es la sociedad que
marca el comienzo a la era contemporánea, la cual estará marcada hasta la actualidad
por los valores que pedían (a guillotinadas) que se implementaran a la cultura
occidental.

El relativismo corrosivo tratado anteriormente aparece en momento histórico en el que,


debido el contexto y las condiciones, el materialismo predominaba por encima de lo
personal. Esto es propio de las sociedades capitalistas, las cuales se dejan llevar muchas
veces por los valores pesimistas y aborrecibles que presenta, por defecto, su sistema.
Las patronales siempre querrán implementar sus beneficios, muchas veces sin poner un
límite, lo que los lleva a pasar por alto muchos valores estipulados en su código ético.
Una vez nuestro bienestar primario está en manos de nuestra renta, la cual solo podemos
adquirir mediante el trabajo y el mérito, es posible que ciertos sectores de la sociedad se
muestren insatisfecho. Este descontento sobre todo se acentuó durante este cambio de
sistema, es decir, del marxismo al capitalismo (como ejemplos de ellos podemos tomar
Rusia, Argentina, Taiwán…). El marxismo político y científico comete el error de
proponer una misma línea de estilo de vida para toda la sociedad, lo cual deja a los
mercados en jaque delante de posibles errores del mismo. Sin embargo, con los años se
ha demostrado que es el sistema que expone los valores más afines a lo éticamente
válido es el capitalismo, el cual contribuye a la creación de costumbres que dejan como
resultado una cultura liberal y desarrollista. El ciudadano de la democracia se siente
representado tanto en el parlamento como en las ideas que presenta el partido al que
vota, sobre el papel. Siente que su vida está estipulada por más de una hoja de ruta, que
hay alternativa; y tiene donde verse reflejado y estimular su identidad, lo cual es
fundamental para obtener los valores propios de una cultura que camine hacia el
desarrollo y el progreso.

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