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TI TO LI V Ï O

INTRODUCCIÓN GENERAL DE
Á N G E L SIERRA
TRADUCCIÓN Y NOTAS DE
JOSÉ A N T O N IO VILLAR VIDAL

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E D IT O R IA L GR ED O S
PREFACIO

No sé con seguridad si merecerá la


Por qué una pena que cuente por escrito la historia
nueve historia del pueblo romano desde los orígenes de
de Roma Roma; y aunque lo supiera, no me atreve-
ría a manifestarlo. Y es que veo que es un
tema viejo y manido, al aparecer continuamente nuevos
historiadores con la pretensión, unos, de que van a aportar
en el terreno de los hechos una documentación más consis-
tente, otros, de que van a superar con su estilo el desaliño
de los antiguos. Como quiera que sea, al menos tendré la
satisfacción de haber contribuido también yo, en la medida
de mis posibilidades, a evocar los hechos gloriosos del pue-
blo que está a la cabeza de todos los de la tierra; y si entre
tan considerable multitud de historiadores queda mi nom-
bre sin relieve, me servirá de consuelo la notoriedad y el
peso de los que me harán sombra. La tarea es, además,
enormemente laboriosa; pues, de una parte, se retrotrae a
más allá de setecientos años y, de otra, arrancando de unos
principios muy modestos, ha llegado a cobrar tales propor-
ciones que ya se dobla bajo el peso de su propia grandeza.
Además, estoy seguro de que a la mayoría de los lectores
no les agradará gran cosa la relación de los hechos origina-
rios y subsiguientes, y tendrán prisa por llegar a estos acon-
tecimientos recientes en que la fuerza del pueblo largo
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tiempo hegemónico se autodestruye. Yo, por mi parte,


espero, además, obtener esta contrapartida a mi esfuerzo:
apartarme, al menos mientras dedico toda la concentración
de mi mente a recuperar esta vieja historia, del espectáculo
de las desventuras que nuestra época lleva viviendo tantos
años, marginando cualquier preocupación que pudiese, si
no desviar mi ánimo de la verdad, sí al menos generar
inquietud en él.
Los hechos previos a la fundación de Roma o, incluso,
a que se hubiese pensado en fundarla, cuya tradición se
basa en fabulaciones poéticas que los embellecen, más que
en documentos históricos bien conservados, no tengo
intención de avalarlos ni de desmentirlos. Es ésta una con-
cesión que se hace a la antigüedad: magnificar, entremez-
clando lo humano y lo maravilloso, los orígenes de las ciu-
dades; y si a algún pueblo se le debe reconocer el derecho a
sacralizar sus orígenes y a relacionarlos con la intervención
de los dioses, es tal la gloria militar del pueblo romano que
su pretensión de que su nacimiento y el de su fundador se
deben a Marte más que a ningún otro la acepta el género
humano con la misma ecuanimidad con que acepta su
dominio.
Pero ni de estos extremos ni de otros similares, como
quiera que se los mire o se los valore, voy a hacer mayor
cuestión. Estos otros son, para mí, los que deben ser centro
de atención con todo empeño: cuál fue la vida, cuáles las
costumbres, por medio de qué hombres, con qué política
en lo civil y en lo militar fue creado y engrandecido el
imperio; después, al debilitarse gradualmente la disciplina,
sígase mentalmente la trayectoria de las costumbres: pri-
mero una especie de relajación, después cómo perdieron
base cada vez más y, luego, comenzaron a derrumbarse
hasta que se llegó a estos tiempos en que no somos capaces
de soportar nuestros vicios ni su remedio. Lo que el cono-
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cimiento de la historia tiene de particularmente sano y pro-


vechoso es el captar las lecciones de toda clase de ejemplos
que aparecen a la luz de la obra; de ahí se ha de asumir lo
imitable para el individuo y para la nación, de ahí lo que se
debe evitar, vergonzoso por sus orígenes o por sus resulta-
dos. Por lo demás, o me ciega el cariño a la tarea que he
emprendido, o nunca hubo Estado alguno más grande ni
más íntegro ni más rico en buenos ejemplos; ni en pueblo
alguno fue tan tardía la penetración de la codicia y el lujo,
ni el culto a la pobreza y a la austeridad fue tan intenso y
duradero: hasta tal extremo que cuanto menos medios
había, menor era la ambición; últimamente, las riquezas
han desatado la avaricia, y la abundancia de placeres el
deseo de perderse uno mismo y perderlo todo entre lujo y
desenfreno.
Pero las lamentaciones, que ni siquiera en caso de ser
necesarias serán bien recibidas, dejémoslas a un lado al
menos en los inicios de la gran obra que va a comenzar. De
mejor gana empezaríamos —si entre nosotros se estilase
como entre los poetas— con buenos augurios y votos y
súplicas a los dioses y diosas para que nos lleven a feliz
término, habiendo empezado esta gran empresa.

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