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“Cuerpo-monte”

“Violencia” – óleo sobre tela. Alejandro Obregón Rosés, Bogotá, Colombia, 1962

Hace unos días tengo estas palabras en la boca, y hoy me desperté con la necesidad de
escribirlas. Escuchando en las últimas semanas las maravillosas y sensibles
intervenciones de compañeras, compañeres y compañeros sobre la urgencia de
nuestras acciones ante el ecocidio, los incendios, el desmonte -producto de la
intensificación de las fauces depredadoras del capitalismo colonial, racista y patriarcal
que “a paso de lobo” viene arrasando por siglos nuestros cuerpos, territorios,
comunidades, lenguas y formas de vida- pienso que la vida misma como fuerza es algo
contra lo que no pueden, aunque nos maten.
Nos han matado, incendiado, perseguido y silenciado por siglos, pero el monte que
“parece muerto por arriba” reverdece y vuelve a vivir. Todas estas supuestas metáforas
biológicas, que en realidad son tan sólo imágenes explicativas de la vida misma, deben
poder ayudarnos a pensar cómo funcionan las articulaciones entre diversas formas de
violencia sobre nuestros cuerpos, historias y existencias, porque allí donde hubo
violencia queda un daño absolutamente irreparable en su impulso original (si cabe la
expresión), más allá de todo dispositivo jurídico, material y simbólico que intente
sobreponerse como forma de restablecimiento de nuestros vínculos vitales, intentando
“volver a su cauce” nuestro camino, de por sí fracturado y herido.
“El cuerpo quemado no debe tocarse”, nos dicen, nos reiteran, nos enseñan, nos gritan
quienes estudian y cuidan los ecosistemas y la tierra, y en particular el “monte nativo”.
Es necesario protegerlo y cuidarlo con toda delicadeza entre todxs para que pueda
recuperarse -sólo si el daño no ha sido extremo hasta la muerte total de cada individuo
sobre el que interactúa necesariamente su comunidad de especies convivientes-. Y
entonces pueden pasar años, incluso siglos en las capas más profundas, pero aparecen
brotecitos de a poco, y todo por debajo es sustrato lleno de vitalidad que lucha
desesperadamente, a pura pulsión y fuerza de sobrevida, por salir a la luz cada vez,
minuto a minuto, como la verdad y la memoria, contra toda lectura superficial (tal
como nos lo cuentan cantidad de relatos milenarios, saberes y voces ancestrales que
nos hemos transmitido como humanidad a través de todas las culturas).
Por años debimos escondernos, sobrevivir en refugios, perder la libertad y la verdad,
vivir con miedo y encerradxs para protegernos de la violencia. Y mientras tanto los
violentos, el amo, los dueños, el poder, andan sueltos como si nada, encubiertos por
muchos pactos y negociados de silencio, y ni un minuto pierden ni su libertad, ni su
poder, ni su impunidad. ¿No aprendimos nada? ¿No fue suficiente el holocausto, una
y otra vez, y no vimos la difunta ceniza volviendo a encenderse? ¿Es calor y hogar o
es destrucción? ¿Es vida o es muerte? ¿No vimos, a la vez, apagarse por completo el
fuego y encenderse la vida llenándose de verde y de amarillo y de pájaros el monte?
¿No nos pareció cada vez un completo milagro? ¿No es ésto en definitiva, una imagen
nítida y clara del ciclo de la vida estallando año a año en cada primavera, contra todo
pronóstico, más allá del supuesto destino funesto al que quieren condenarnos los
supuestos dueños de la-vida-la-muerte? ¿No vemos estallando las flores, aún en plena
tristeza en medio de este mundo desolador y trágico que le imponemos a la naturaleza
como humanidad, y que la violencia económica, ecocida, cultural, femicida, le impone
a nuestras existencias sobrevivientes y malheridas? ¿No vemos que la vida, aunque la
muerte parece ser más fuerte, no va a dejar de luchar desesperadamente hasta el último
milímetro y el último aliento, y nada va a taparle la boca ni los ojos, hasta la muerte
total?
Ninguna condena o punición es más importante que defender la voz de la experiencia
vivida denunciando el daño ante la infinita promesa humana de palabras, cuidado y
solidaridad, porque debimos aprender a ciegas a defendernos, y pedir ayuda, y
organizarnos para sobrevivir. Y ¿qué saben los otros que toman la palabra en nuestro
nombre? ¿qué saben del incendio sobre nuestro cuerpo-monte? ¿por qué insisten en
hablar por nosotrxs y en explicar nuestro sufrimiento, interponiendo dispositivos
racionales de “reparación” una vez que el daño les deja la tierra y los cuerpos liberados
al accionar de la máquina de destrucción que borra todo a su paso? ¿No ven que
quedamos mudxs y devastados, pero vivxs, y recibimos el hondo mensaje de nuestrxs
muertxs? ¿no pueden ayudarnos intentando comprender y acompañar nuestro silencio,
mientras todo rebrota?
Porque reverdecemos, tarde o temprano, aunque deban pasar mil años. En esta tierra
quemada, yerma, arrasada, baldía, en pena, sangrante, no puede haber perdón, ni
misericordia, ni olvido. Tampoco duelo o melancolía, porque esta elaboración que
necesitamos atravesar es algo más profundo y complejo, dado que la violencia y el
daño tocan todas nuestras fibras y nuestro lenguaje interior en carne viva, dejando a su
paso algo muerto para siempre de nosotrxs mismxs y como sociedad: entonces la
libertad y la felicidad ya no pueden ser iguales ni ser restituidas, aún cuando a pura
pulsión lucharemos incansablemente por ser felices cada mañana. Porque nos quedan
las palabras, el paisaje, la memoria, la comunidad, las manos, las semillas,
escucharnos. Y sentimos este latido desde abajo de la tierra y desde abajo de los ojos…
ese latido de comunidad viviente que te despierta porque es primavera y hay sol y las
flores te brotan de la boca.

No podrán con nosotrxs… bienvenida, primavera.

Juliana Enrico, 21 de septiembre de 2020


En medio de la pandemia y del fuego, en un año arrasador

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