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¡ Antologla

Los mejores relatos


de terror llevados al cine
Selección, prólogo y notas de Juan José Plans

Robert L. Stevenson

Edgar Allan Poe


Alexéi Tolstoi

y
“0 Daphne du Maurier

Ray Bradbury

George Langelaan

Es

INCLON - —
e

SERIE ROJA
e E |
54

Después se convirtió en un grito prolongado, sono- La familia del «vurdalak>»


ro y continuo, completamente anormal e inhumano.
Un alarido, un aullido, mitad de horror, mitad de
Alexéi Konstantinovich Tolstoi
triunfo, como solamente puede brotar del infierno,
como si surgiera al unísono de la garganta de los
condenados en sus torturas y de los demonios que
gozan atormentando.
Sería una necedad tratar de expresar mis
pensamientos. Me sentí desfallecer y, tambaleán-
dome, caí contra la pared opuesta. Durante un ins- El año 1815 había reunido en Viena a lo más dis-
tante los agentes se detuvieron en los escalones. El tinguido de la erudición europea, los espíritus más
terror los había dejado atónitos. Un momento des- brillantes de la sociedad y las grandes eminencias
pués, doce brazos robustos empezaron a derribar la de la diplomacia. Pero el congreso había terminado.
pared, que cayó a tierra pesadamente. El cadáver, Los emigrados realistas se disponían a regre-
muy desfigurado ya y cubierto de sangre coagulada, war definitivamente a sus palacios, los guerreros
apareció, rígido, a los ojos de los presentes. Misos a reintegrarse a sus hogares abandonados, y
Sobre su cabeza, con las rojas fauces di- algunos polacos descontentos a llevar a Cracovia su
latadas y llameando el único ojo, se posaba el mor a la libertad, para protegerla allí bajo la triple
odioso animal cuya astucia me llevó al asesinato, y y dudosa independencia que les habían procurado el
cuya reveladora voz me entregaba al verdugo. ¡Yo príncipe de Metternich, el príncipe de Hardenberg y
había emparedado al monstruo en la tumba! el conde de Nessrelrode.
Como al final de un baile animado, la reunión,
poco antes tan bulliciosa, se había reducido a un pe-
(pueño número de personas inclinadas al placer que,
liscinadas por los encantos de las damas austriacas,
tirdaban en levantar el vuelo y retrasaban su partida.
Esta alegre sociedad, de la que yo formaba
piirte, se reunía dos veces por semana en el palacio
de la viuda princesa de Schwarzenberg, a unas mi-
Mis de la ciudad, más allá de un pequeño burgo lla-
mudo Hitzing. Los modos refinados de la señora del
lugar, realzados por su graciosa amabilidad y la de-
Mendeza de su espíritu, hacían sumamente grata la
Phtincia en su residencia.
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Las mañanas las dedicábamos a pasear; co- El asentimiento fue unánime. A decir ver-
míamos todos juntos, bien en el palacio, ya en los dad, algunos dirigieron sus miradas temerosas hacia
alrededores, y por la noche, sentados ante un buen los rectángulos luminosos que la luna comenzaba a
fuego de chimenea, nos distraíamos hablando y proyectar en el entarimado; pero en seguida el pe-
contando historias. Estaba terminantemente prohi- queño círculo se apiñó, y todos callaron para escu-
bido hablar de política. Todo el mundo había acaba- char la historia del marqués. Monsieur d'Urfé tomó
do harto de ella, y nuestros relatos versaban sobre un pellizco de rapé, lo aspiró lentamente, y comen-
leyendas de nuestros países respectivos, o sobre 26 en estos términos:
nuestros propios recuerdos. —Antes que nada, pido perdón a las damas si,
Una noche en que cada cual había contado en el curso de mi relato, tengo que aludir a mis aven-
ya algo y nuestro espíritu se hallaba en ese estado turas sentimentales más de lo que conviene a un
de tensión que la oscuridad y la quietud hacen más hombre de mi edad. Pero debo referirme a ellas para
intenso por lo general, el marqués de Urfé, anciano que se comprenda mi relato. Por otra parte, es perdo-
emigrado al que todos queríamos por su jovialidad nable que la vejez tenga sus momentos de olvido, y
totalmente juvenil, y por la manera chispeante que será culpa de ustedes, mis queridas señoras, si, vién-
tenía de referir sus viejas aventuras, aprovechó un dolas tan hermosas, caigo en la tentación de creerme
momento de silencio para tomar la palabra: joven todavía. Diré, pues, sin más preámbulos, que
—Sus historias, señores —nos dijo—, son en el año 1759 andaba perdidamente enamorado de
sin duda de lo más asombroso; pero en mi opinión la preciosa duquesa de Gramont. Esta pasión, que
les falta un detalle esencial; me refiero a la autenti- por entonces consideraba yo profunda y duradera, no
cidad. Porque no sé de ninguno de ustedes que haya me daba tregua ni de día ni de noche; y la duquesa,
visto con sus propios ojos las cosas maravillosas como hacen a menudo las mujeres bonitas, se com-
que acaba de relatar, o cuya veracidad pueda avalar placía por coquetería en aumentar mis tormentos.
con su palabra de caballero. Tanto que, en un momento de despecho, solicité, y
Nos vimos obligados a reconocerlo, y el an- obtuve, una misión diplomática junto al hospodar de
ciano prosiguió, acariciándose la chorrera: Moldavia, entonces en negociaciones con el gabinete
—En cuanto a mí, señores, no sé más que de Versalles sobre asuntos que sería tan enojoso
una aventura de ese género; pero es a la vez tan ex- como inútil exponer aquí. La víspera de mi partida,
traña, tan horrible y tan verídica, que ella sola bas- me presenté en casa de la duquesa. Me recibió con
taría para sobrecoger la imaginación del más incré- tn talante menos burlón que lo habitual, y me dijo en
dulo. Tuve la desgracia de ser a la vez testigo y tin tono que denotaba cierta emoción:
actor al mismo tiempo, y aunque normalmente pre- »—D”Urfé, comete usted un gran disparate.
fiero no acordarme de ella, la relataré por una vez, Pero le conozco, y sé que no reconsiderará la deci-
si estas damas tienen a bien permitírmelo. rión que ha tomado. Así que sólo le pido una cosa:
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acepte este pequeño crucifijo en prenda de mi amis- »Me contó entonces que su anciano padre,
tad y llévelo encima hasta su regreso. Es una reli- que se llamaba Gorcha, hombre de carácter inquieto
quia de familia a la que damos gran valor. e intratable, se había levantado un día de la cama y
»Con una galantería quizá fuera de lugar en había descolgado de la pared su largo arcabuz turco.
aquel momento, besé, no la reliquia, sino la mano »—Hijos —había dicho a sus dos hijos, uno
encantadora que me la ofrecía; me colgué del cuello llamado Jorge y el otro Pedro—, me voy a las mon-
este crucifijo, que no me he quitado desde entonces. tañas, a unirme a los valientes que están dando caza
»No las cansaré, mis queridas señoras, con ese perro de Alibek (era el nombre de un salteador
los detalles de mi viaje, o con las observaciones que turco que, desde hacía algún tiempo, asolaba el
hice de los húngaros y los serbios, ese pueblo pobre país). Esperadme diez días; y si al décimo día no he
e ignorante pero valiente y honrado que, aunque so- regresado, mandad decir una misa por mí, porque
juzgado por los turcos, no ha olvidado su dignidad, habré muerto. Pero —había añadido el viejo Gor-
ni su antigua independencia. Baste decirles que, cha, adoptando un tono más serio— si volviese des-
como había aprendido algo de polaco durante una pués de cumplidos los diez días, Dios os libre de
estancia en Varsovia, no tardé en familiarizarme ello, por vuestra salvación, no me dejéis entrar. Os
con el serbio, puesto que las dos lenguas, al igual ordeno que, en ese caso, olvidéis que fui vuestro
que el ruso y el bohemio, no son, como evidente- padre y, diga lo que diga y haga lo que haga, me
mente saben, sino ramas de una única lengua llama- clavéis una estaca de álamo; porque entonces seré
da eslavo. un maldito vurdalak que vuelve para chuparos la
»Sabía, pues, lo bastante de esa lengua para sangre.
hacerme entender, cuando llegué un día a un pueblo »Debo decirles, mis queridas señoras, que
cuyo nombre no viene al caso. Encontré a los habi- los vurdalaks, o vampiros de los pueblos eslavos, no
tantes de la casa donde descabalgué sumidos en una son otra cosa, en opinión de ese país, que cadáveres
consternación que me pareció tanto más extraña que salen de la tumba para chupar la sangre de los
cuanto que era domingo, día en que los serbios sue- vivos. Hasta ahí, sus hábitos son idénticos a los de
len entregarse a diversos placeres, como el baile, el todos los vampiros; pero tienen otro que los hace
tiro con arcabuz, la lucha, etc. Atribuí esta actitud más temibles. Los vurdalaks chupan la sangre pre-
de mis anfitriones a alguna desgracia recién acaeci- lerentemente a sus familiares más allegados y a sus
da; e iba a marcharme, cuando un hombre de unos iimigos más íntimos, los cuales, al morir, se con-
treinta años, alto y de figura imponente, se me acer- vierten en vampiros a su vez; de manera que se dice
có y me cogió de la mano. que en Bosnia y en Hungría hay pueblos enteros
»—Entre, entre, extranjero —me dijo—; no convertidos en vurdalaks. El abad Agustín Calmet,
se deje disuadir por nuestra tristeza; en cuanto sepa en su curiosa Obra sobre las apariciones, cita ejem-
la causa la comprenderás plos sobrecogedores. Los emperadores alemanes
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nombraron varias veces comisiones para aclarar taba bonito al principio; pero a la larga acababa cau-
casos de vampirismo. Se levantaron actas, y se ex- tivando.
humaron cadáveres atiborrados de sangre que fue- »Fuese que yo era muy joven entonces, fuese
ron quemados en las plazas públicas tras haberles que este parecido, unido a un espíritu original e inge-
atravesado el corazón. Los magistrados que presen- nuo, resultaba de un efecto verdaderamente irresisti-
ciaron estas ejecuciones afirman haber oído a los ble, el caso es que no llevaba dos minutos hablando
cadáveres proferir aullidos en el momento en que el con Sdenka, cuando ya sentía por ella una viva sim-
verdugo les hundía la estaca en el pecho. Hicieron patía que amenazaba convertirse en un sentimiento
deposición formal de tales hechos, corroborándolos más tierno si prolongaba mi estancia en el pueblo.
con su juramento y su firma. »Estábamos todos reunidos delante de la
»Con esta información, señoras, les será fácil casa, en torno a una mesa provista de queso y cuen-
comprender el efecto que las palabras del viejo vos de leche. Sdenka hilaba; su cuñada preparaba la
Gorcha habían producido en sus hijos. Los dos se cena de los niños, que jugaban en la arena; Pedro,
arrojaron a sus pies y le suplicaron que los dejase ir con fingida despreocupación, silbaba mientras lim-
en su lugar; pero por toda respuesta, les había vuel- piaba un yatagán, o largo cuchillo turco. Jorge, aco-
to la espalda y se había ido canturreando el estribi- dido en la mesa, con la cabeza entre las manos y la
llo de una antigua balada. El día de mi llegada al Irente fruncida, devoraba el camino con los ojos sin
pueblo era precisamente aquel en que expiraba el decir palabra.
plazo fijado por Gorcha, así que no me fue difíci »En cuanto a mí, vencido por la tristeza ge-
comprender la inquietud de sus hijos. neral, miraba melancólicamente las nubes del atar-
»Era una familia buena y honrada. Jorge, e decer que enmarcaban el fondo dorado del cielo y la
mayor de los dos hijos, de facciones varoniles muy hilueta de un convento que un oscuro pinar ocultaba
marcadas, parecía hombre serio y decidido. Estab tmedias.
casado y era padre de dos niños. Su hermano, »Según supe más tarde, este convento había
Pedro, un guapo muchacho de dieciocho años, dela- pozado en otro tiempo de gran celebridad debido a
taba en su fisionomía más dulzura que osadía, y pa- tina imagen milagrosa de la Virgen que, de acuerdo
recía el favorito de una hermana menor llamad con la leyenda, había sido traída por los ángeles y
Sdenka, que podía pasar muy bien por el tipo de be- depositada sobre un roble. Pero a principios del
lleza eslava. Además de su beldad, indiscutible en hiplo pasado, los turcos invadieron el país, degolla-
todos sus aspectos, me sorprendió encontrar en ella, ron a los monjes y saquearon el convento. No que-
al pronto, un vago parecido con la duquesa de Gra daban más que los muros, y una capilla atendida por
mont. Sobre todo, tenía un rasgo característico en la tin ermitaño. Éste mostraba las ruinas a los curiosos
frente que no he encontrado en mi vida más que en y daba hospitalidad a los peregrinos que, yendo a
estas dos personas. Quizá era un rasgo que no resul- ple de un lugar devoto a otro, decidían detenerse en
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el convento de la Virgen del Roble. Como he dicho, »Jorge le respondió a esta pregunta inoportu-
de todo esto no me enteré hasta más tarde; porque ha con una bofetada.
esa noche tenía yo en la cabeza algo muy diferente »El niño se echó a llorar; y su hermano pe-
de la arqueología de Serbia. Como sucede a menu- queño dijo en un tono a la vez asombrado y teme-
do cuando dejamos volar libremente la imagina- roso:
ción, pensaba en tiempos pasados, en los días de mi »—Padre, ¿por qué no quiere que hablemos
niñez, en la hermosa Francia, que había abandona- del abuelo?
do por un país remoto y salvaje. »Otra bofetada le cerró la boca. Los dos
»Pensaba en la duquesa de Gramont y, por niños se pusieron a berrear y toda la familia se san-
qué no decirlo, en alguna otra contemporánea de tiguó.
sus abuelas, cuya imagen, sin yo saberlo, se había »En ésas estábamos, cuando oí el reloj del
introducido en mi corazón tras la de la encantadora convento, que daba lentamente las ocho. Apenas re-
duquesa. sonó la primera campanada en nuestros oídos, cuan-
»Al cabo de un momento, había olvidado a do vimos surgir del bosque una figura humana y
mis anfitriones y su inquietud. venir hacia nosotros.
»De repente, Jorge rompió el silencio. »—¡Es él! ¡Alabado sea Dios! —exclamaron
»—Mujer —dijo—, ¿a qué hora se fue el vie- it la vez Sdenka, Pedro y la cuñada.
jo? »—¡Dios nos tenga en su santa guarda! —dijo
»—A las ocho —contestó la mujer—; oí la solemnemente Jorge—,; ¿cómo saber si se han cum-
campana del convento. plido los diez días o no?
»—Entonces bien —prosiguió Jorge—; no » Todo el mundo lo miró con un estremeci-
pueden ser más de las siete y media —y calló, fijan- miento. Sin embargo, la figura humana seguía avan-
do nuevamente los ojos en el camino que se perdía sindo. Era un viejo alto, con bigote plateado, cara
en el bosque. púlida y adusta, que caminaba ayudándose con un
»He olvidado decirles, señoras, que cuando histón. A medida que se acercaba, Jorge se volvía
los serbios sospechan que alguien es vampiro evitan más sombrío. Cuando el recién llegado estuvo
pronunciar su nombre o designarlo de manera di- verca, se detuvo y paseó la mirada por su familia
recta, porque creen que es llamarlo de la tumba. Y von ojos que parecían no ver, tan apagados los
que desde hacía algún tiempo, Jorge, al hablar de su tenía, y hundidos en sus órbitas.
padre, sólo le llamaba el viejo. ; »—Bueno —dijo con voz cavernosa—,
»Transcurrieron unos instantes en silencio. ¡nadie se levanta a recibirme? ¿Qué significa ese si-
De repente, uno de los niños dijo a Sdenka, tirándo- encio? ¿No veis que estoy herido?
la del delantal: »Entonces me di cuenta de que el viejo tenía
»—Tía, ¿cuándo volverá el abuelo a casa? wl costado izquierdo manchado de sangre.
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»—Sostenga a su padre —dije a Jorge—; y »—¿Lo oyes? —dijo Jorge a su mujer.
usted, Sdenka, debería darle algún cordial; ¡está a »—¿Qué?
punto de desmayarse! »—¡Reconoce que han pasado los diez días!
»—Padre —dijo Jorge acercándose a Gor- »—NOo, puesto que ha vuelto en el plazo fijado.
cha—, enséñeme esa herida; yo entiendo de heridas »—Está bien, está bien; yo sé lo que hay que
y se la voy a curar... hacer.
»Hizo ademán de abrirle la ropa, pero el an- » Y como el perro seguía aullando:
ciano lo rechazó bruscamente y se cubrió el costado »—¡Quiero que lo matéis! —exclamó Gor-
con las dos manos. cha—. ¡Bueno!, ¿me habéis oído?
»—¡Quieto, torpe! —dijo—; ¡me has hecho »Jorge no se movió; pero Pedro se levantó,
daño! con lágrimas en los ojos, y cogiendo el arcabuz de
»—¡Pero esa herida la tiene en el corazón! su padre, disparó sobre el perro, que cayó rodando
—exclamó Jorge, pálido—. Vamos, vamos; quítese en el polvo.
la ropa. ¡Es preciso, es preciso, se lo aseguro! »—Pero era mi perro favorito —dijo muy
»El viejo se enderezó, tieso como un huso. bajo—. ¡No sé por qué ha querido padre que lo ma-
»—0jo, muchacho —dijo con voz sorda—: táramos!
¡como me toques, te maldigo! »—Porque se lo merecía —dijo Gorcha—.
»Pedro se interpuso entre Jorge y su padre. Vamos, hace frío; ¡quiero entrar!
»—Déjalo —dijo—; ¿no ves que le duele? Mientras ocurría esto fuera, Sdenka había
»—No lo contraríes —añadió su mujer—; preparado para el viejo una tisana compuesta de
¡sabes que no lo ha consentido jamás! aguardiente cocido con peras, miel y pasas. Pero su
»En ese momento, vimos un rebaño que vol- padre la rechazó con repugnancia. La misma aver-
vía de pastar y se dirigía a la casa en medio de una sión mostró por el plato de cordero con arroz que le
nube de polvo. El perro que lo acompañaba, fuera puso Jorge delante, y fue a sentarse en un rincón
que no reconoció al viejo amo, fuera por alguna otra junto a la chimenea, murmurando entre dientes pa-
razón, se detuvo con el pelo erizado en cuanto vio labras ininteligibles.
de lejos a Gorcha, y se puso a aullar como si viese »Un fuego de leña de pino chisporroteaba en
algún ser sobrenatural. el hogar y animaba con su resplandor tembloroso el
»—¿Qué le pasa a ese perro? —dijo el viejo, rostro del viejo, tan pálido y desencajado que, sin
cada vez de más malhumor—. ¿Qué significa todo esa iluminación, habría podido tomársele por el de
esto? ¿Acaso me he vuelto un extraño en mi propia un muerto. Sdenka fue a sentarse junto a él.
casa? ¿Es que diez días pasados en las montañas me »—Padre —dijo—; no quiere tomar nada ni
han cambiado hasta el punto de que ni mis perros descansar; ¿por qué no nos cuenta su aventura en
me reconocen? las montañas?
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»Al decir esto, la muchacha sabía que tocaba »—Hermano —añadió su hermana—, ¿qué
una fibra sensible; porque el viejo se animaba ha- vas a hacer? Pero no; no harás nada, ¿verdad?
blando de guerras y batallas. Así que, afloró una es- »—Dejadme —contestó Jorge—,; yo sé lo
pecie de sonrisa a sus labios descoloridos, sin que que tengo que hacer, y no haré sino lo que sea nece-
sus ojos participasen de ella, y contestó pasándole sario.
la mano por sus hermosos cabellos dorados:) »A todo esto había caído la noche, y la fami-
»—SÍ, hija mía; sí, Sdenka. Te contaré lo que lia fue a acostarse a una parte de la casa que estaba
me ha ocurrido en las montañas; pero será en otro separada de mi habitación por un tabique bastante
momento, porque hoy estoy cansado. Sin embargo, delgado. Confieso que lo que había visto durante la
te diré que Alibek ya no existe, y que es mi mano tarde había impresionado mi imaginación. Yo tenía
la que le ha dado muerte. Y por si alguien lo duda la luz apagada, y la luna entraba de lleno por un
—prosiguió el viejo paseando la mirada por toda su ventanuco bajo, muy cerca de mi cama, proyectan-
familia—, ¡aquí está la prueba! do en el suelo y las paredes una claridad macilenta,
»Deshizo una especie de bulto que llevaba a más o menos como entra aquí, señoras, en este
la espalda, y sacó de él una cabeza lívida y sangran- salón donde estamos. Quería dormir pero no podía.
te... ¡a la que, tocante a palidez, no le iba en zaga la Atribuyendo mi insomnio a la claridad de la luna,
suya! Apartamos la mirada con horror. Pero Gor- busqué algo que me sirviera de cortina, pero no en-
cha, dándosela a Pedro: contré nada. Entonces, oí voces confusas al otro
»—Ten —le dijo—; cuelga eso encima de la lado del tabique, y me puse a escuchar.
puerta, para que todos los que pasen se enteren de »—Acuéstate, mujer —decía Jorge—; y tú,
que Alibek ha muerto, y de que los caminos están Pedro; y tú, Sdenka. No os preocupéis por nada; yo
limpios de salteadores... ¡quitando a los jenízaros velaré por vosotros.
del sultán! »—Pero, Jorge —contestó su mujer—; me
»Pedro obedeció con repugnancia. corresponde a mí velar; tú estuviste trabajando toda
»—Ahora lo comprendo todo —dijo—; ¡ese la noche anterior; debes de estar reventado. Ade-
pobre perro que acabo de matar aullaba porque ol- más, tengo que mantenerme despierta por nuestro
fateaba carne muerta! hijo mayor. ¡Sabes que no se encuentra bien desde
»—Sí, olfateaba carne muerta —replicó en ayer!
tono lúgubre Jorge, que había salido sin que nadie »—Estáte tranquila y acuéstate —dijo Jorge—;
se diese cuenta, y entraba en este momento trayen- ¡yo velaré por los dos!
do en la mano una cosa que dejó en un rincón, y que »—Pero, hermano —dijo entonces Sdenka
me pareció una estaca. . con su voz más dulce—, me parece inútil velar.
»—Jorge —dijo su mujer a media voz—, su- Nuestro padre se ha dormido ya; y su expresión pa-
pongo que no irás a... rece serena y apacible.
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»—No entendéis nada ni la una ni la otra »—¿No duermes, pequeño? —dijo.


—dijo Jorge en un tono que no admitía réplica—. »—No, abuelo —contestó el niño—; ¡me
Os digo que os acostéis y me dejéis velar. gustaría charlar contigo!
»A continuación se hizo un profundo silen- »—Ah, ¿te gustaría charlar conmigo? ¿Y de
cio. Poco después noté que me pesaban los párpa- qué charlaremos?
dos y que el sueño se apoderaba de mis sentidos. »—Quiero que me cuentes cómo combatiste
»Me dio la impresión de que se abría lenta- a los turcos, ¡porque a mí también me gustaría com-
mente mi puerta y aparecía el viejo Gorcha en el batir a los turcos!
umbral. Pero más que ver su figura, la adivinaba; »—Ya había pensado en eso, hijito; y te he
porque estaba muy oscura en la habitación de donde traído un pequeño yatagán, que te daré mañana.
venía. Me pareció que sus ojos apagados intentaban »—Ah, abuelo, dámelo ahora, ya que no
leerme el pensamiento y seguir el movimiento de duermes.
mi respiración. Después avanzó un pie, y luego el »—Pero, ¿por qué no me has dicho nada
otro. Seguidamente, con precaución extrema, echó cuando era de día?
a andar hacia mí con paso de lobo. Luego dio un »—¡Porque papá me lo ha prohibido!
salto y se situó junto a mi lecho. Yo sentía una an- »—Es prudente, tu papá. Así que ¿te gustaría
gustia indecible; pero una fuerza invisible me tenía tener tu pequeño yatagán?
inmovilizado. El viejo se inclinó sobre mí y me »—Ya lo creo; pero aquí no, ¡porque papá
acercó su rostro lívido hasta el punto de que me pa- podría despertarse!
reció oler su aliento cadavérico. Entonces hice un »—Pues ¿dónde, entonces?
esfuerzo sobrenatural y me desperté, bañado de »—Si salimos, te prometo portarme bien y
sudor. No había nadie en mi cuarto; pero, al echar no hacer ningún ruido.
una mirada hacia la ventana, vi claramente al viejo »Me pareció distinguir una risita de Gorcha,
Gorcha, fuera, con la cara pegada al cristal, y sus y oí que el niño se levantaba. Yo no creía en los
ojos espantosos clavados en mí. Tuve la fuerza de vampiros, pero la pesadilla que acababa de tener
no gritar y la suficiente presencia de ánimo para había influido en mis nervios; y, como no quería
permanecer acostado como si no hubiese visto. tener nada que reprocharme después, me levanté y
nada. Sin embargo, el viejo parecía haber venido! di un golpe en el tabique con el puño. Habría basta-
sólo a asegurarse de que dormía; porque no hizo in- do para despertar a todos los durmientes, pero nada
tento alguno de entrar, sino que, tras mirarme bien, me indicó que la familia me había oído. Corrí a la
se fue de la ventana, y le oí andar en la habitación puerta decidido a salvar al niño; pero la encontré ce-
contigua. Jorge se había dormido, y roncaba de tal rrada por fuera, y el cerrojo no cedía a mis esfuer-
modo que hacía temblar los tabiques. El niño tosió zos. Mientras intentaba derribarla, vi pasar por de-
en ese momento, y distinguí la voz de Gorcha. lante de mi ventana al viejo con el niño en brazos.
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»—¡Despierten, despierten! —grité con todas amor se desarrolla más deprisa que de costumbre.
mis fuerzas, y sacudí el tabique con mis golpes. La belleza original de Sdenka, aquel singular pare-
Sólo entonces despertó Jorge. cido con la duquesa de Gramont, por la que había
»—¿Dónde está el viejo? —dijo. huido de París para encontrarla aquí, vestida con
»—Deprisa, corra —le grité—; ¡el viejo se traje pintoresco, hablando una lengua extraña y ar-
ha llevado a su hijo! moniosa, aquel rasgo característico de la cara por el
»De una patada, Jorge hizo saltar la puerta, que, en Francia, había querido hacerme matar vein-
que había sido cerrada por fuera como la mía, y te veces, todo esto, unido a la singularidad de mi si-
echó a correr en dirección al bosque. Por fin conse- tuación y a los misterios que me rodeaban, debió de
guí despertar a Pedro, a su cuñada y a Sdenka. Nos contribuir a que madurase en mí un sentimiento
reunimos delante de la casa; y tras unos minutos de que, en otras circunstancias, no se habría manifesta-
espera, vimos regresar a Jorge con su hijo. Lo había do quizá sino de una forma vaga y pasajera.
encontrado desvanecido en el camino; pero no tardó »A lo largo del día oí a Sdenka conversar con
en volver en sí, y no parecía más enfermo que antes. su hermano menor. ]
Acuciado a preguntas, contestó que su abuelo no le | »—¿Qué piensas tú de todo esto? —decía
había hecho ningún daño, que habían salido juntos ella—. ¿También sospechas de nuestro padre? :
para charlar más a gusto, pero que una vez fuera »—Yo no me atrevo a sospechar —contestó
había perdido el conocimiento, no recordaba cómo. Pedro—, y menos habiendo dicho el niño que no le
En cuanto a Gorcha, había desaparecido. ha hecho ningún daño. En cuanto a su desaparición,
»El resto de la noche, como cabe imaginar, sabes que nunca ha dado explicaciones de sus au-
transcurrió sin que nadie pegara ojo. sencias.
»A la mañana siguiente me enteré de que el »—Lo sé —dijo Sdenka—; pero entonces
Danubio, que cortaba el camino real a un cuarto de hay que salvarlo; porque ya conoces a Jorge... o
legua del pueblo, había empezado a arrastrar témpa- »—Sí, sí; lo conozco. Hablarle sería inútil.
nos, cosa que Ocurre siempre en esas regiones a fi- Le esconderemos la estaca, y no irá a buscar otra,
nales del otoño y comienzos de primavera. El paso porque a este lado de las montañas no hay un solo
quedó cortado durante unos días, y no podía pensar álamo.
siquiera en marcharme. De todos modos, aunque »—Sí, escondámosle la estaca; pero no hay
hubiese podido irme, la curiosidad, unida a cierta que decir nada a los niños; ¡podría escapárseles, de-
atracción más fuerte, me habría retenido. Cuanto lante de Jorge!
más veía a Sdenka, más inclinado me sentía a amar- »—Tendremos mucho cuidado —dijo Pedro;
la. No soy de los que creen en las pasiones repenti- y se separaron.
nas e irresistibles cuyos ejemplos nos ofrecen las »Llegó la noche sin que se supiera nada del
novelas; pero pienso que hay ocasiones en que el viejo Gorcha. Yo estaba tendido en la cama, como
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la noche anterior, y la luna entraba de lleno en mi go, una vez que el niño se hubo calmado, se volvie-
habitación. Cuando el sueño comenzaba a nublar- ron a acostar todos salvo Jorge.
me las ideas, sentí, como por instinto, la proximi- »Hacia el alba, oí que se despertaba su
dad del viejo. Abrí los ojos y vi su cara pegada a mi mujer, y que hablaban en voz baja. Sdenka se reu-
ventana, nió con ellos, y la oí sollozar, así como a la cuñada.
»Esta vez quise levantarme, pero me fue im- »El niño había muerto.
posible. Me parecía que tenía los miembros parali- »Paso por alto la desesperación de la familia.
zados. Después de mirarme largamente, el viejo se Nadie, sin embargo, atribuyó su causa al viejo Gor-
alejó. Le oí dar la vuelta a la casa y llamar suave- cha. Al menos, no lo dijeron abiertamente.
mente a la ventana de la habitación donde dormían »Jorge no hablaba, pero su expresión siempre
Jorge y su mujer. El niño se revolvió en su cama y sombría tenía ahora algo de terrible. El viejo estuvo
gimió en sueños. Transcurrieron unos minutos en dos días sin aparecer. La noche del tercero (en que
silencio; luego oí llamar otra vez a la ventana. En- había tenido lugar el entierro del niño), me pareció
tonces el niño volvió a gemir y se despertó... oír pasos alrededor de la casa, y una voz de viejo que
»—(¿Eres tú, abuelo? —dijo. llamaba al hermanito del difunto. Me pareció tam-
»—S0y yo —contestó una voz sorda—; te bién, por un momento, ver la cara de Gorcha pegada
traigo tu pequeño yatagán. a mi ventana; pero no pude comprobar si era real o
»—Pero no me atrevo a salir; ¡papá me lo ha se trataba de un producto de mi imaginación, porque
prohibido! esa noche la luna estaba oculta Sin embargo, consi-
»—NOo tienes por qué salir; ¡abre la ventana deré mi deber informar a Jorge. Jorge interrogó al
y ven a darme un beso! pequeño, y éste contestó que, efectivamente, había
»El niño se levantó y le oí abrir la ventana. vído que le llamaba su abuelo, y que le había visto
Entonces, apelando a todas mis energías, salté de la mirar por la ventana. Jorge ordenó severamente a su
cama y corrí a golpear el tabique. Un minuto des- hijo que le despertase si volvía a ocurrir.
pués se había levantado Jorge. Le oí soltar un jura- »Todas estas circunstancias no eran obstácu-
mento, su mujer profirió un grito, y poco después lo para que mi afecto por Sdenka fuera en aumento.
nos habíamos reunido todos alrededor del niño ina- »No había podido hablar con ella sin testigos
nimado. Gorcha había desaparcido como el día an- durante el día. Cuando llegó la noche, la idea de mi
terior. A fuerza de cuidados, logramos que el niño marcha inminente me oprimía el corazón. La habi-
volviera en sí; pero estaba muy débil y respiraba tación de Sdenka estaba separada de la mía por un
con dificultad. El pobrecillo ignoraba la causa de su pasillo que daba por un lado a la calle y por el otro
desvanecimiento. Su madre y Sdenka lo achacaron al patio.
al susto que se había llevado al ser sorprendido ha- »Se había acostado ya la familia que me hos-
blando con su abuelo. Yo no dije nada. Sin embar- pedaba, cuando se me ocurrió dar una vuelta por el
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campo para distraerme. Salí al pasillo, y vi que la casaquilla que visten las mujeres de su país. Todo lo
puerta de Sdenka estaba entornada. que llevaba era su camisa bordada en oro y seda
»Me detuve involuntariamente. Un susurro roja, ajustada a su talle por una sencilla falda a cua-
de vestidos muy conocido hizo que el corazón me dros. Sus hermosas trenzas rubias deshechas y su
latiera con violencia. Luego oí la letra de una can- | abandono realzaban sus atractivos. Sin enfadarse
ción a media voz. Era el adiós que un rey serbio di- por mi brusca irrupción, pareció confusa; y se rubo-
rigía a su amada al partir para la guerra: rizó ligeramente.
»—¡Oh! —me dijo—, ¿por qué ha entrado?
¡Oh, mi joven junco —decía el viejo rey—, ¿Qué pensarán de mí si nos sorprenden?
yo parto para la guerra, y tú me olvidarás! »—Sdenka, vida mía —le dije—, tranquilí-
Los árboles que crecen al pie de la montaña cese; todos duermen a nuestro alrededor, sólo el gri-
son esbeltos y flexibles, ¡pero tu talle lo es más! llo en la yerba y el abejorro en el aire pueden oír
Los frutos del serbal que el viento mece son qué tengo que decirle.
rojos, ¡pero tus labios son más rojos que los frutos »—¡Oh, amigo mío, salga, salga! ¡Si le sor-
del serbal! prende mi hermano, estoy perdida!
Pero yo soy como un viejo roble deshojado, »—Sdenka, no me iré hasta que me haya
¡y mi barba es más blanca que la espuma del Da- prometido amarme siempre, como prometió la
nubio! hermosa al rey de la balada. Me marcho pronto,
Tú me olvidarás, amada mía, y yo moriré de Sdenka, ¡quién sabe cuándo volveremos a vernos!
tristeza; ¡pues el enemigo no osará matar a un Sdenka, la amo más que a mi propia alma, más
viejo rey! que a mi propia salvación... Suya es mi vida y mi
Y la hermosa contestó: “¡Juro serte fiel, y no sangre... ¿no me va a conceder una hora, a cam-
olvidarte. Y si falto a este juramento, pido que pue- bio?
das tú, después de muerto, chuparme la sangre del »—Muchas son las cosas que pueden suce-
corazón! ”. der en una hora —dijo Sdenka en tono pensativo;
Y dijo el viejo rey: “¡Así sea!”. pero dejó su mano en la mía—. No conoce a mi her-
Y partió para la guerra. Y muy pronto la her- mano —prosiguió, estremeciéndose—. Tengo el
mosa le olvidó... presentimiento de que vendrá.
»—Tranquilícese, Sdenka mía —le dije—,
»Aquí calló Sdenka como si temiese acabar su hermano está cansado por sus continuas vigilias:
la balada. Yo no pude contenerme más. Esta voz tan lo arrulla el viento que juega en los árboles; muy
dulce, tan expresiva, era la voz de la duquesa de pesado es su sueño, y muy larga la noche, ¡y yo sólo
Gramont... Sin pararme a pensar, empujé la puerta y le pido una hora! Después, adiós... ¡quizá para
entré. Sdenka acababa de quitarse una especie de siempre!
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»—¡Oh, no, para siempre no! —dijo viva- »—He oído al viejo, y he entrado a prevenir
mente Sdenka; luego retrocedió, como asustada de a su hermana —le dije.
su propia voz. »Jorge me miró como si quisiera leer el
»—¡Ah, Sdenka! —exclamé—, no veo nada fondo de mi alma. Luego me asió por el brazo,
sino a usted, no oigo nada sino a usted, no soy me condujo a mi habitación y se fue sin decir pa-
dueño de mí. Obedezco a una fuerza superior, labra.
¡Sdenka, perdóneme! —y como un loco, la estreché »A la mañana siguiente, la familia se había
contra mi corazón. reunido ante la puerta de la casa, en torno a una
»—¡Oh, no es usted amigo mío! —dijo ella; mesa repleta de productos de la leche.
y desasiéndose de mis brazos, fue a refugiarse en el »—(Dónde está el niño? —dijo Jorge.
fondo de su habitación. No sé qué le contesté; estaba »—En el patio —contestó su madre—; ju-
confuso por mi audacia, no porque no me hubiera gando solo a su juego favorito, imaginar que com-
dejado llevar por ella en ocasiones parecidas, sino bate a los turcos.
porque, a pesar de mi pasión, no podía por menos de »Apenas había dicho esto cuando, para nues-
sentir un sincero respeto por la inocencia de Sdenka. tro completo asombro, vimos venir del fondo del
»Es cierto que, al principio, había aventurado bosque la alta figura de Gorcha; se acercó despacio
algunas de esas frases galantes que no desagradan a a nuestro grupo, y se sentó a la mesa como hizo el
las mujeres hermosas de nuestro tiempo; pero en se- día de mi llegada.
guida sentí vergiienza, y renuncié, viendo que la »—Sea bienvenido, padre —murmuró la
sencillez de la joven le impedía comprender lo que nuera con voz apenas audible.
ustedes, señoras (porque veo que sonríen), han adi- »—Bienvenido sea, padre —repitieron Sden-
vinado con sólo haberlo insinuado. ka y Pedro en voz baja.
» Y estaba allí, delante de ella, sin saber qué »—Padre —dijo Jorge con voz firme, pero
decir, cuando de repente la vi estremecerse y clavar cambiando de color—; ¡le esperábamos para que
en la ventana una mirada de terror. Seguí la direc- bendijera la mesa!
ción de sus ojos, y vi claramente el rostro inmóvil »El viejo se volvió, arrugando el ceño.
de Gorcha, que nos observaba desde fuera. »—¡Bendígala ya! —repitió Jorge—; y haga
»En ese instante, sentí una mano pesada la señal de la cruz, o por san Jorge...
sobre mi hombro. Me volví. Era Jorge. »Sdenka y su cuñada se inclinaron hacia el
»—(Qué hace aquí? —me preguntó. viejo y le suplicaron que dijera la oración.
Desconcertado ante esta brusca interpela- »—No, no, no —dijo el viejo—. No tiene
ción, le mostré a su padre que nos miraba por la derecho a mandarme; y como insista, ¡lo maldigo!
ventana, y que desapareció en cuanto se vio descu- Jorge se levantó y corrió a la casa. Poco des-
bierto por Jorge. pués regresó, con ojos furibundos.
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] »—¿Dónde está la estaca? —exclamó—
»—Mi querido huésped; acabo de ver el río.
¿Dónde habéis escondido la estaca?
No hay témpanos, y el camino está despejado; nada
»Sdenka y Pedro intercambiaron una mirada. impide ya su marcha. No hace falta —añadió, diri-
y »—¡Cadáver! —dijo entonces Jorge, diri-
giendo una mirada a Sdenka— que se despida de mi
giéndose al viejo—, ¿qué has hecho de mi
hijo familia. Ella le desea por mediación mía toda la fe-
mayor? ¿Por qué has matado a mi hijo? ¡Devuélv
e- licidad que se pueda alcanzar aquí abajo, y espero
melo, cadáver!
que guarde usted de nosotros un buen recuerdo.
» Y mientras decía todo esto, se iba poniendo
Mañana, al amanecer, encontrará ensillado el caba-
cada vez más pálido, y sus ojos se animaban aún más
llo, y a su guía dispuesto a acompañarlo. Adiós;
»El viejo lo miraba con ojos malévolos pero
acuérdese alguna vez de su anfitrión, y perdónelo si
no decía nada.
su estancia aquí no ha estado todo lo exenta de tri-
»—¡Ah! ¡La estaca, la estaca! —exclamó
bulaciones que él hubiera deseado.
Jorge—. ¡El que la haya escondido responda de
las »Las duras facciones de Jorge tenían en ese
desgracias que nos aguardan!
momento una expresión casi cordial. Me acompañó
»En ese momento oímos la risa alegre del
a mi habitación y me estrechó la mano por última
más pequeño, y le vimos llegar a caballo sobre
una vez. Luego se estremeció, y sus dientes castañetea-
gran estaca que arrastraba caracoleando, y profi
- ron como si temblara de frío.
riendo con su vocecita el grito de guerra de los
ser- »Una vez solo, no pensé en acostarme, como
bios cuando se lanzan sobre el enemigo.
habrán imaginado. Me preocupaban otras cosas. Yo
»Al verlo, los ojos de Jorge centellearon
había amado varias veces en mi vida. Había tenido
Arrebató la estaca al niño y se abalanzó sobre
su accesos de ternura, de despecho y de celos; pero
padre. Este profirió un aullido, y echó a corre
r en nunca, ni aun al separarme de la duquesa de Gra-
dirección al bosque a una velocidad tan poco acor
de mont, había experimentado una tristeza como la que
con su edad que parecía sobrenatural.
me desgarraba el corazón en ese momento. Antes
»Jorge lo persiguió por los campos, y poco
de que saliese el sol, me puse la ropa de viaje e in-
después los perdimos de vista.
tenté obtener una última entrevista con Sdenka.
»El sol se había puesto ya cuando regresó
Pero Jorge me esperaba en el recibimiento. Se me
Jorge a casa, pálido como la muerte y con los cabe-
esfumó toda posibilidad de volverla a ver.
llos erizados. Se sentó cerca del fuego, y me pare
ció »Salté sobre mi caballo y piqué espuelas. Me
oír que le castañeteaban los dientes. Nadie se atre-
prometí volver a pasar por este pueblo a mi regreso
vió a preguntarle. Hacia la hora en que la famil
ia de Jassy; y esta esperanza, por lejana que fuera, di-
tenía costumbre de retirarse, pareció recobrar toda
sipó poco a poco mis preocupaciones. Pensaba ya
su energía. Y llevándome aparte, me dijo de la ma-
con complacencia en el momento del regreso, y mi
nera más natural:
imaginación me representaba de antemano todos
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los detalles, cuando un brusco movimiento
del ca- había hecho el honor, desde mi llegada, de distin-
ballo estuvo a punto de hacerme perder el arzón
. El guirme entre los demás jóvenes extranjeros que re-
animal se paró en seco, envaró las patas delan
teras, sidían en Jassy. Educado, como he sido, en los prin-
y sus ollares emitieron ese ruido de alarma
que la cipios de la galantería francesa, mi sangre gala se
proximidad de un peligro arranca a los de
su espe- habría rebelado ante la idea de pagar con la ingrati-
cie. Miré con atención, y vi delante de mí, a
un cen- tud la benevolencia que me demostraba la belleza.
tenar de pasos, un lobo que excavaba la tierra
. Al Así que respondí cortésmente a las insinuaciones
oírme, emprendió la huida; hundí las espu
elas en que se me hicieron; incluso, para hacer valer los in-
los ijares de mi montura y conseguí hacerla
andar. tereses y derechos de Francia, comencé a identifi-
Entonces descubrí, en el sitio que había aban
donado carme con los del hospodar.
el lobo, una fosa reciente. Me pareció
distinguir »Llamado a mi país, emprendí de vuelta el
además el extremo de una estaca que sobr
esalía camino que me había llevado a Jassy. o
unas pulgadas de la tierra que el lobo acababa
de re- »No pensaba ya en Sdenka, ni en su familia,
mover. Aunque no estoy seguro del todo
porque cuando una tarde, cabalgando por el campo, oí una
pasé muy deprisa junto a ese lugar.
campana que daba las ocho. No me resultó desco-
Aquí el marqués calló, y aspiró un pellizco
nocido su tañido, y mi guía me dijo que provenía de
de rapé.
un convento que había a cierta distancia. Le pre-
—¿Es todo? —preguntaron las damas.
gunté qué convento era aquél, y me dijo que el de la
—¡Ah, no! —contestó el señor D'Urfé—. Lo
Virgen del Roble. Acucié a mi caballo, y poco des-
que voy a contarles ahora representa para mí
un re- pués llamábamos a su puerta. Acudió a abrirnos el
cuerdo mucho más doloroso; y daría lo que
fuera ermitaño, y nos condujo a la dependencia de los fo-
por librarme de él.
rasteros. La encontré tan llena de peregrinos que se
»Los asuntos que me llevaron a Jassy me
re- me fueron las ganas de pasar la noche allí así que
tuvieron más tiempo de lo que yo había
previsto. le pregunté si podría encontrar alojamiento en el
No quedaron concluidos hasta seis meses
más tarde. pueblo. ]
¿Qué puedo decirles? Es triste admitirlo,
pero no »—Encontrará de sobra —me contestó el er-
deja de ser verdad que hay pocos sentimientos
dura- mitaño, exhalando un profundo suspiro—. Gracias
deros en este mundo. El éxito de mis negociac
iones, a ese impío de Gorcha, ¡no faltan casas vacías allí
los alientos que recibía del gabinete de Versa
lles, la »—¿Qué me dice? —pregunté—, ¿aún vive
política en una palabra, esa antipática polít
ica que el viejo Gorcha?
tanto nos ha fastidiado últimamente, no tardó
en de- »—¡Ah, no! ¡Bien muerto está, y enterrado,
bilitar en mi espíritu el recuerdo de Sdenka.
Des- con una estaca en el corazón! Pero le chupó la san-
pués, la mujer del hospodar; persona muy
hermosa, gre al hijo de Jorge. Y el niño regresó una noche,
y que dominaba perfectamente nuestra lengu
a, me llorando a la puerta, diciendo que tenía frío y que
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quería entrar. La tonta de su madre, a pesar de que de guerra. Habría sentido vergúienza de mí mismo si
lo había enterrado ella misma, no tuvo valor para no hubiera partido en seguida. Mi guía, temblando,
enviarlo otra vez al cementerio, y le abrió. Entonces me pidió permiso para quedarse; se lo concedí de
se arrojó sobre ella y la chupó hasta matarla. Des- buen grado.
pués de enterrada, volvió ella, también, a chuparle »Tardé una media hora en llegar al pueblo.
la sangre a su segundo hijo, luego a su marido, y Lo encontré desierto. Ni una luz brillaba en las ven-
después a su cuñado. Todos han muerto. tanas, ni una canción se dejaba oír. Pasé en silencio
»—¿Y Sdenka? —dije yo. por delante de todas las casas, la mayoría de las
»—¡Ah, se volvió loca de dolor! ¡Pobre cria- cuales me resultaban conocidas, y llegué finalmente
tura! No me hable de ella. a la de Jorge. Fuera movido por un recuerdo senti-
»La respuesta del ermitaño no era clara, y yo mental, o por mi temeridad de joven, el caso es que
no me atreví a repetir la pregunta. decidí pasar allí la noche.
»—El vampirismo es contagioso —prosiguió »Bajé del caballo y llamé a la puerta cochera,
el ermitaño, santiguándose—; son muchas las fami- se abrió, con un chirrido de goznes, y entré en el
lias del pueblo que se han contaminado; algunas patio.
han perdido hasta a su último miembro. Y créame: »Até el caballo ensillado bajo un cobertizo,
debería pasar la noche en el convento; porque en el donde encontré provisión de avena para una noche,
pueblo, si no acaba devorado por los vurdalaks, el y me dirigí con resolución a la casa.
terror que le harán pasar bastará para encanecerle »No había ninguna puerta cerrada, aunque
antes de que toque yo a maitines. No soy más que todas las habitaciones parecían deshabitadas. La de
un pobre religioso —prosiguió—, pero la generosi- Sdenka daba la impresión de haber sido abandona-
dad de los viajeros me permite proveer a sus necesi- da el día antes. Aún había algunos vestidos sobre la
dades. Tengo quesos exquisitos, pasas que sólo con cama. Unas joyas que ella recibió de mí, entre las
verlas se le hará la boca agua, ¡y algunos frascos de que reconocí un crucifijo de esmalte que yo había
vino de Tokay que no desmerece en nada al que sir- comprado al pasar por Pest, brillaban sobre una
ven a su santidad el Patriarca! mesa al resplandor de la luna. No pude por menos
»En ese momento me pareció que el ermita- de sentir un encogimiento del corazón, a pesar de
ño cedía paso al posadero. que mi amor era ya cosa pasada. De todos modos,
Me dio la impresión de que me había contado me envolví en mi abrigo y me eché en la cama.
un cuento para darme ocasión de congraciarme con Poco después me dormí. No me acuerdo con detalle
el cielo imitando la generosidad de los viajeros que de mi sueño, pero sé que vi a Sdenka, bella, ingenua
permitía al hombre santo proveera sus necesidades. y cariñosa como en otra ocasión. Me reproché, al
»Además, la palabra miedo me ha hecho verla, mi egoísmo y mi veleidad. ¿Cómo, me pre-
siempre el mismo efecto que el clarín a un caballo guntaba, había podido abandonar a esta pobre cria-
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tura que me amaba, cómo había podido olvidarla? »—i¡Sdenka —dije yo—, has sufrido muchas
Luego, su imagen se confundió con la de la duquesa desgracias, me lo han contado! Ven, hablaremos un
de Gramont, y no vi en las dos figuras sino a una poco, y eso te aliviará!
misma y única persona. Me arrojé a los pies de »—¡Oh, amigo mío! —dijo ella—, no debes
Sdenka, e imploré su perdón. Todo mi ser, toda mi creer todo lo que se dice de nosotros. Pero vete, vete
alma se fundieron en un sentimiento inefable de lo más deprisa que puedas; porque si te quedas aquí,
melancolía y de felicidad. es segura tu perdición.
»En ese momento de mi sueño estaba, cuan- »—Pero, Sdenka, ¿cuál es el peligro que me
do me despertó a medias un susurro armonioso, se- amenaza? ¿No puedes concederme una hora, una
mejante al del trigo agitado por una brisa ligera. hora tan sólo, para hablar contigo?
Me pareció oír las espigas al rozarse melodiosa- »Sdenka se estremeció, y una extraña revolu-
mente, y el canto de los pájaros mezclándose con ción se apoderó de toda su persona.
el rumor de una cascada y el cuchicheo de los ár- »—Sí, una hora; una hora, ¿verdad? Como
boles. Después, me dio la impresión de que todos cuando yo cantaba la balada del viejo rey, y entraste
estos ruidos confusos no eran sino el roce de un en esta habitación. ¿Es eso lo que quieres decir?
vestido de mujer, y me detuve ante esta idea. Abrí Bien, de acuerdo: te concedo una hora. Pero no —di-
los ojos y vi a Sdenka junto a mi cama. La luna jo, rectificando—. Márchate, ¡vete! Vete cuanto antes;
brillaba con un resplandor tan intenso que podía te lo suplico, ¡huye!... ¡Huye, ahora que aún tienes
distinguir hasta el más pequeño detalle de los ras- tiempo!
gos adorables, en otro tiempo tan queridos por mí: »Una energía salvaje animaba su semblante.
pero mi sueño sólo acababa de hacerme ver el pre- »No me explicaba las razones que la hacían
cio. Encontré a Sdenka más hermosa y más desa- hablar así, pero estaba tan hermosa que decidí que-
rrollada. Iba vestida igual que la última vez, cuan- darme, a pesar de sus ruegos. Cediendo finalmente a
do la había visto a solas: con una camisa sencilla mi insistencia, se sentó junto a mí, me habló de tiem-
bordada en oro y seda, y una falda muy ceñida por pos pasados y me confesó ruborizándose que se había
encima de las caderas. enamorado de mí desde el momento de mi llegada.
»—¡Sdenka! —dije, incorporándome—, ¿¿Eres Sin embargo, poco a poco, observé que se operaba un
tú, Sdenka? gran camvio en ella. Su antigua reserva dejó paso a
»—SÍ, SOY yO —me contestó con voz suave un extraño abandono. Su mirada, hasta hacía poco tan
y triste—; tu Sdenka, a la que habías olvidado. tímida, tenía algo de atrevimiento. Finalmente, vi con
¡Ah, por qué no volviste antes? Ahora, todo ha ter- sorpresa que su actitud hacia mí estaba muy lejos de
minado, es preciso que te vayas; ¡un instante más, la modestia que antes la había caracterizado.
y estarás perdido! ¡Adiós, amigo mío, adiós para »¿Es posible, me dije, que Sdenka no sea ya
siempre! la joven pura e inocente que me pareció hace dos
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años? ¿Adoptaría entonces aquella apariencia por »La turbación de Sdenka me dio que pensar.
temor a su hermano? ¿Tan burdamente me dejé en- Al mirarla con atención, observé que no tenía ya en el
gañar por su fingida virtud? ¿Es, quizá, un refina- cuello, como antes, el montón de medallas, relicarios
miento de su coquetería? ¡Y yo que creía conocerla! y bolsitas de incienso que las mujeres serbias suelen
¡Pero no importa! Si Sdenka no es una Diana como llevar desde niñas, y no se quitan hasta la muerte.
yo había pensado, muy bien puedo compararla con »—Sdenka —le dije—, ¿dónde están las me-
otra divinidad no menos amable; ¡y por Dios que dallas que llevabas en el cuello?”
prefiero el papel de Adonis al de Acteón! »—Las he perdido —contestó en un tono de
»Si esta frase clásica que me dirigí a mí impaciencia; y cambió en seguida de conversación.
mismo les parece pasada de moda, señoras, les »No sé qué presentimiento vago, del que no
ruego que recuerden que lo que tengo el honor de me di cuenta, se apoderó de mí. Quise marcharme,
contarles ocurría en el año de gracia de 1758. La pero Sdenka me retuvo.
mitología estaba entonces a la orden del día, y yo »—¡Cómo! —dijo—, ¿me has pedido una
no tenía ningún interés en ir por delante de mi hora, y quieres irte ya a los pocos minutos?
siglo. Mucho han cambiado las cosas desde enton- »—Sdenka —dije—, tenías razón al insistir-
ces, y no hace tanto que la Revolución, al derribar me en que me fuera; me parece que oigo ruido, ¡y
los vestigios del paganismo a la vez que los de la temo que nos sorprendan!
religión cristiana, ha puesto a la diosa Razón en su »—Tranquilízate, amigo mío, todos duermen
lugar. Esta diosa, mis queridas señoras, no ha sido a nuestro alrededor, ¡y sólo el grillo en la yerba y el
jamás mi patrona, cuando me he encontrado en abejorro en el aire pueden oír lo que tengo que de-
presencia de ustedes; y, en la época de la que cirte!
hablo, me sentía menos inclinado aún a ofrecerle »—No, no, Sdenka; ¡es preciso que me
sacrificios. Me abandoné sin reserva a la inclina- vaya!...
ción que me empujaba hacia Sdenka, y corrí gozo- »—Espera, espera —dijo Sdenka—; ¡te amo
samente al encuentro de sus caricias. Llevábamos más que a mi alma, más que a mi salvación; me di-
ya un rato entregados a una dulce intimidad cuan- jiste que tu vida y tu sangre eran mías!...
do, entreteniéndome en adornarla con todas sus »—Pero tu hermano, tu hermano, Sdenka;
joyas, quise ponerle en el cuello el crucifijo de es- ¡tengo el presentimiento de que vendrá!
malte que había encontrado sobre la mesa. Al »—Tranquilízate, vida mía; mi hermano es
hacer yo el ademán, Sdenka retrocedió con un es- arrullado por el viento que juega en los árboles;
tremecimiento. muy pesado es su sueño, y muy larga la noche, ¡y
»—Basta de niñerías, amigo mío —me yo sólo te pido una hora!
dijo—; ¡aparta esas fruslerías y hablemos de ti y de »Diciendo esto, Sdenka estaba tan hermosa
tus proyectos! que el deseo de seguir junto a ella comenzaba a impo-
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nerse al vago terror que me turbaba. Una mezcla de criptas mal cerradas. Ante mí se alzó la espantosa
recelo y voluptuosidad imposible de describir inun- verdad con todo su horror, y recordé, demasiado
daba todo mi ser. A medida que me debilitaba, Sden- tarde, la advertencia del ermitaño. Comprendí
ka se mostraba más tierna; tanto que decidí ceder, cuán comprometida era mi situación, y me di cuen-
prometiéndome permanecer alerta. Sin embargo, ta de que todo dependía de mi valor y mi sangre
como he dicho antes, nunca he sido sensato sino a fría. Me aparté de Sdenka para ocultarle el terror
medias; y cuando Sdenka, al notar mi reserva, me que mi rostro debía de reflejar. Mis ojos se desvia-
propuso combatir el frío de la noche con unas copas ron a continuación hacia la ventana, y vi al infame
del generoso vino que dijo haber conseguido del buen Gorcha apoyado en una estaca ensangrentada, con
ermitaño, acepté la sugerencia con un entusiasmo que sus ojos de hiena clavados en mí. La otra ventana
le hizo sonreír. El vino hizo su efecto. A la segunda estaba ocupada por el pálido rostro de Jorge, que
copa, se me borró por completo la mala impresión en ese momento tenía, como su padre, un aspecto
que me había causado el detalle del crucifijo y las espantoso. Los dos parecían espiar mis movimien-
medallas; Sdenka, con la ropa desordenada, sus her- tos, y no dudé de que se abalanzarían sobre mí en
mosos cabellos medio destrenzados, sus joyas cente- cuanto hiciera yo el menor intento de huir. Fingí,
lleando con la luz de la luna, me pareció irresistible. pues, no haberlos visto, y con inmenso esfuerzo
No me contuve ya, y la estreché entre mis brazos. seguí prodigando a Sdenka, sí, mis queridas seño-
»Entonces, señoras, tuvo lugar una de esas ras, las mismas caricias que me gustaba hacerle
misteriosas revelaciones que yo no sabría explicar, antes del terrible descubrimiento. Entre tanto, pen-
pero que la experiencia me ha obligado a creer, aun- saba angustiado en el medio de escapar. Observé
que hasta entonces me había sentido poco inclinado' que Gorcha y Jorge intercambiaban con Sdenka
a admitirlas. miradas de entendimiento, y que empezaban a im-
»La fuerza con que enlacé los brazos alrede- pacientarse. OÍ fuera, también, una voz de mujer y
dor de Sdenka hizo que se me clavase en el pecho gritos de niños; aunque tan espantosos que habrían
una de las puntas del crucifijo que les acabo de en- podido tomarse por maullidos de gatos salvajes.
señar, y que la duquesa de Gramont me había rega- »Ha llegado el momento de largarme —me
lado al separarnos. El agudo dolor que sentí fue dije—; ¡y cuanto antes mejor!
para mí como un rayo de luz que me traspasó de »Dirigiéndome luego a Sdenka, le dije en
parte a parte. Miré a Sdenka, y vi que su rostro, voz alta, de manera que me oyesen sus horribles pa-
aunque siempre hermoso, estaba contraído por la rientes:
muerte, que sus ojos no veían, y que su sonrisa era »—Estoy muy cansado, amor mío; quisiera
el rictus que deja la agonía en el rostro de un cadá- acostarme y dormir unas horas; pero antes debo ir a
ver. Al mismo tiempo, percibí en el aposento ese ver si ha comido el caballo. Por favor, no te vayas, y
olor nauseabundo que emana normalmente de las espérame a que vuelva.
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. »Posé entonces mis labios sobre sus labios »—¡Corazón, vida mía! —me dijo—. No
tríos y descoloridos, y salí. Encontré el caballo cu- veo otra cosa que a ti, ni siento otra cosa que a ti.
bierto de espuma y forcejeando en el cobertizo. No No soy dueña de mí; obedezco tan sólo a una fuerza
había tocado la avena; Pero el relincho que profirió superior. ¡Perdóname, amigo mío, perdóname!
al verme llegar me puso la carne de gallina, porque: » Y, estrechándome con sus brazos, trató de
temí que delatara mis intenciones. Sin embargo, los inclinarme hacia atrás y morderme en el cuello. En-
vampiros, que probablemente habían oído mi con- tablamos una lucha terrible. Durante largo rato, me
versación con Sdenka, habían pensado en tomar defendí con gran esfuerzo; pero finalmente logré
medidas. Comprobé luego que la puerta cochera es- coger a Sdenka por la cintura con una mano, y por
taba abierta y, saltando Sobre la silla, hinqué las es- las trenzas con la otra; y enderezándome sobre los
puelas en los ijares del caballo. estribos, ¡la arrojé a tierra!
»Al trasponer la Puerta, tuve tiempo de ver que »A continuación me abandonaron las fuer-
los congregados alrededor de la casa, la mayoría de zas, y el delirio se apoderó de mí. Mil imágenes fre-
los cuales estaba con la cara pegada a los cristales, néticas y terribles me perseguían gesticulando. Pri-
San HURICrosoS. Creo que mi brusca salida les impi- mero salieron Jorge y su hermano Pedro al borde
dió reaccionar al principio; porque durante unos mo- del camino, e intentaron cortarme el paso. No lo
mentos no discerní, en el silencio de la noche, otro consiguieron; e iba yo a alegrarme cuando, al vol-
ruido que el galope uniforme de mi caballo. Creía ya. verme, descubrí al viejo Gorcha, que, valiéndose de
poder felicitarme de mi astucia, cuando de repente oí su estaca, venía saltando como hacen los tiroleses
detrás un rumor semejante a un huracán irrumpiendo para salvar precipicios. Gorcha quedó atrás tam-
en las montañas. Mil voces confusas gritaban, brama- bién. Entonces su nuera, que tiraba de sus hijos, le
ban y parecían reñir entre sí. Luego callaron todas, arrojó uno; y Gorcha lo recibió con la punta de la
como de común acuerdo, y oí un patear precipitado: estaca. Y sirviéndose de ella a modo de balista,
como st se acercase a la Carrera un tropel de infantería. lanzó al niño con todas sus fuerzas sobre mí. Esqui-
o »Acucié a mi montura hasta desgarrarle los vé el golpe. Pero con un instinto de verdadero bull-
Ijares. Una ardiente fiebre hacía que me latiesen con dog, el pequeño tunante se agarró al cuello de mi
violencia las arterias; y Mientras me agotaba en es= caballo, y me costó un esfuerzo tremendo arrancar-
fuerzos inauditos por COnservar mi presencia de lo. Del mismo modo me fue enviado el otro niño,
ánimo, oí tras de mí una *oz que me gritaba: | pero cayó más allá del caballo, y se despachurró.
, »—¡Detente, detente, amigo mío! ¡Te amo No sé qué más vi; pero cuando recobré la concien-
más que a mi alma, te am o más que a mi salvación! cia, era de día y me encontraba tendido en el cami-
¡Detente, detente! ¡Tu sam gre es mía! no, junto a mi caballo agonizante.
»A la vez, un alienxto frío me rozó la oreja, y »Así acabó, señoras, un episodio amoroso
sentí que Sdenka saltaba a la grupa de mi caballo. que debería haberme quitado para siempre las ganas
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de más. Algunas contemporáneas de sus abuelas Los pájaros


podrían decirles si fui a partir de entonces más pre-
cavido.
»Sea como fuere, todavía tiemblo al pensar Daphne du Maurier
que, de haber sucumbido a mis enemigos, me ha-
bría convertido yo también en vampiro. Pero el
Cielo no permitió que las cosas llegaran a ese
punto; y lejos de estar sediento de su sangre, seño-
ras, no pido otra cosa, con lo viejo que soy, que ver-.
ter la mía al servicio de todas ustedes. El 3 de diciembre, el viento cambió de la noche a la
mañana, y llegó el invierno. Hasta entonces, el otoño
había sido suave y apacible. Las hojas, de un rojo
dorado, se habían mantenido en los árboles y los
setos vivos estaban verdes todavía. La tierra era fér-
til en los lugares donde el arado la había removido.
Nat Hocken, debido a una incapacidad con-
traída durante la guerra, disfrutaba de una pensión y
no trabajaba todos los días en la granja. Trabajaba
tres días a la semana y le encomendaban las tareas
más sencillas: poner vallas, embardar, reparar las
edificaciones de la granja..
Aunque casado, y con hijos, tenía tendencia
a la soledad; prefería trabajar solo. Le agradaba que
le encargasen construir un dique o reparar un porti-
llo en el extremo más lejano de la península, donde
el mar rodeaba por ambos lados a la tierra de la-
branza. Entonces, al mediodía, hacía una pausa para
comer el pastel de carne que su mujer había cocido
para él, y sentándose en el borde de la escollera,
contemplaba a los pájaros. El otoño era época para
esto, mejor que la primavera. En primavera, los
pájaros volaban tierra adentro resueltos, decididos;
sabían cuál era su destino; el ritmo y el ritual de su
vida no admitían dilaciones. En otoño, los que no
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habían emigrado allende el mar, sino que se habían «Quizá —pensaba Nat, masticando su pastel
quedado a pasar el invierno, se veían animados por de carne en el borde de la escollera— los pájaros re-
los mismos impulsos, pero, como la emigración les ciben en otoño un mensaje, algo así como un aviso.
estaba negada, seguían su propia norma de conduc- Va a llegar el invierno. Muchos de ellos perecen. Y
ta. Llegaban en grandes bandadas a la península, in- los pájaros se comportan de forma semejante a las
quietos; ora describiendo círculos en el firmamento, personas que, temiendo que les llegue la muerte
ora posándose, para alimentarse, en la tierra recién antes de tiempo, se vuelcan en el trabajo, o se entre-
removida, pero, incluso cuando se alimentaban, era gan a la insensatez.»
como si lo hiciesen sin hambre, sin deseo. El desa- Los pájaros habían estado más alborotados
sosiego los empujaba de nuevo a los cielos. que nunca en este declinar del año; su agitación re-
Blancos y negros, gaviotas y chovas, mezcla- saltaba más porque los dían eran muy tranquilos.
das en extraña camaradería, buscando alguna espe- Cuando el tractor trazaba su camino sobre las coli-
cie de liberación, nunca satisfechas, nunca inmóvi- nas del Oeste, recortada ante el volante la silueta del
les. Bandadas de estorninos, susurrantes como granjero, hombre y vehículo se perdían momentá-
piezas de seda, volaban hacia los frescos pastos, im- neamente en la gran nube de pájaros que giraban y
pulsados por idéntica necesidad de movimiento, y chillaban. Había muchos más que de ordinario. Nat
los pájaros más pequeños, los pinzones y las alon- estaba seguro de ello. Siempre seguían al arado en
dras, se dispersaban sobre los árboles y los setos. otoño, pero no en bandadas tan grandes como ésas,
Nat los miraba, y observaba también a las no con ese clamor.
aves marinas. Abajo, en la ensenada, esperaban la Nat lo hizo notar cuando hubo terminado el
marea. Tenían más paciencia. Pescadoras de ostras, trabajo del día.
zancudas y zarapitos aguardaban al borde del agua; —Sí —dijo el granjero—, hay más pájaros
cuando el lento mar lamía la orilla y se retiraba que de costumbre; yo también me he dado cuenta. Y
luego dejando al descubierto la franja de algas y los muy atrevidos algunos de ellos; no hacían ningún
guijarros, las aves marinas emprendían veloz carrera caso del tractor. Esta tarde, una o dos gaviotas han
y corrían sobre las playas. Entonces, las invadía tam- pasado tan cerca de mi cabeza que creía que me ha-
bién a ellas aquel mismo impulso de volar. Chillan- bían arrebatado la gorra. Como que apenas podía ver
do, gimiendo, gritando, pasaban rozando el plácido lo que estaba haciendo cuando se hallaban sobre mí
mar y se alejaban de la costa. Se apresuraban, acele- y me daba el sol en los ojos. Me da la impresión de
raban, se precipitaban, huían; pero ¿adónde, y con que va a cambiar el tiempo. Será un invierno muy
qué finalidad? La inquieta urgencia del melancólico duro. Por eso están inquietos los pájaros.
otoño había arrojado un hechizo sobre ellas y debían Al cruzar los campos y bajar por el sendero
congregarse, girar y chillar; tenían que saturarse de que conducía a su casa, Nat, con el último destello
movimiento antes de que llegase el invierno. del sol, vio a los pájaros reuniéndose todavía en
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las colinas del Oeste. No corría ni un soplo de. a la boca. El pájaro le había hecho sangre. Asustado
viento, y el grisáceo mar estaba alto y en calma. y aturdido, supuso que el pájaro, buscando cobijo,
Destacaba en los setos la coronaria, aún en flor, y. le había herido en la oscuridad. Trató de conciliar
el aire se mantenía plácido. El granjero tenía de nuevo el sueño.
razón, sin embargo, y fue esa noche cuando cam- Pero al poco rato volvieron a repetirse los
bió el tiempo. El dormitorio de Nat estaba orienta- golpecitos, esta vez más fuertes, más insistentes. Su
do al Este. Se despertó poco después de las dos y mujer se despertó con el ruido y, dándose la vuelta
oyó el ruido del viento en la chimenea. No el fu- en la cama, le dijo:
rioso bramido del temporal del Sudoeste que traía —Echa un vistazo a esa ventana, Nat; está
la lluvia, sino el viento del Este, seco y frío. Reso- batiendo.
naba cavernosamente en la chimenea, y una teja —Ya la he mirado —respondió él—; hay
suelta batía sobre el tejado. Nat prestó atención y algún pájaro ahí fuera que está intentando entrar.
pudo oír el rugido del mar en la ensenada. Incluso ¿No oyes el viento? Sopla del Este y hace que los
el aire del pequeño dormitorio se había vuelto frío: pájaros busquen donde guarecerse.
por debajo de la puerta se filtraba una corriente —Ahuyéntalos —dijo ella—. No puedo dor-
que soplaba directamente sobre la cama. Nat se mir con ese ruido.
arrebujó en la manta, se arrimó a la espalda de su Se dirigió de nuevo a la ventana y, al abrirla
mujer, que dormía a su lado, y quedó despierto, vi- esta vez, no era un solo pájaro el que estaba en el al-
gilante, dándose cuenta de que se hallaba receloso féizar, sino media docena; se lanzaron en línea recta
sin motivo. contra su rostro, atacándolo.
Fue entonces cuando oyó unos ligeros golpe- Soltó un grito y, golpeándolos con los bra-
citos en la ventana. En las paredes de la casa no zos, consiguió dispersarlos; al igual que el primero,
había enredaderas que pudieran desprenderse y se remontaron sobre el tejado y desaparecieron.
rozar el cristal. Escuchó, y los golpecitos continua-: Dejó caer rápidamente la hoja de la ventana y la su-
ron hasta que, irritado por el ruido, Nat saltó de la jetó con las aldabillas.
cama y se acercó a la ventana. La abrió y, al hacerlo, —¿Has visto eso? —exclamó—. Venían por
algo chocó contra su mano, pinchándole los nudillos mí. Intentaban picotearme los ojos.
y rozándole la piel. Vio agitarse unas alas y aquello Se quedó en pie junto a la ventana, escudri-
desapareció sobre el tejado, detrás de la casa. ñando la oscuridad, y no pudo ver nada. Su mujer,
Era un pájaro. Qué clase de pájaro, él no muerta de sueño, murmuró algo desde la cama.
sabía decirlo. El viento debía de haberle impulsado —No estoy exagerando —replicó él, enojado
a guarecerse en el alféizar. por la insinuación de la mujer—. Te digo que los
Cerró la ventana y volvió a la cama, pero, pájaros estában en el alféizar, intentando entrar en
sintiendo humedad en los nudillos, se llevó la mano el cuarto.
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De pronto, de la habitación en que dormían: fensiva; se la arrolló en la cabeza y, entonces, en la
los niños, situada al otro lado del pasillo, surgió un oscuridad más absoluta, siguió golpeando a los pá-
grito de terror. : jaros con las manos desnudas. No se atrevía a lle-
—Es Jill —dijo su mujer, sentándose en la: garse a la puerta y abrirla, no fuera que, al hacerlo,
cama completamente espabilada—. Ve a ver qué le: le siguiesen los pájaros.
pasa. q No podía decir cuánto tiempo estuvo luchan-
Nat encendió la vela, pero, al abrir la puerta do con ellos en medio de la oscuridad, pero, al fin,
del dormitorio para atravesar el pasillo, la corriente fue disminuyendo a su alrededor el batir de alas y,
apagó la llama. luego, cesó por completo. Percibía un débil resplan-
Sonó otro grito de terror, esta vez de los dos: dor a través del espesor de la manta. Esperó, escu-
niños, y él se precipitó en su habitación, sintiendo. chó, no se oía ningún sonido, salvo el llanto de uno
inmediatamente el batir de alas a su alrededor, en la de los niños en el otro dormitorio. La vibración, el
oscuridad. La ventana estaba abierta de par en par. zumbido de las alas, se había extinguido.
A través de ella, entraban los pájaros chocando pri- Se quitó la manta de la cabeza y miró a su al-
mero contra el techo y las paredes y, luego, rectifi- rededor. La luz, fría y gris, de la mañana iluminaba
cando su vuelo, se lanzaban sobre los niños, tendi= el cuarto. El alba, y la ventana abierta habían llama-
dos en sus camas. do a los pájaros vivos. Los muertos yacían en el
—Tranquilizaos. Estoy aquí —gritó Nat, suelo. Nat contempló, horrorizado, los pequeños ca-
los niños corrieron chillando hacia él, mientras, en dáveres. Había petirrojos, pinzones, paros azules,
la oscuridad, los pájaros se remontaban, descendía gorriones, alondras, pinzones reales, pájaros que,
y le atacaban una y otra vez. por ley natural se adherían exclusivamente a su pro-
— (¿Qué es, Nat? ¿Qué ocurre? —preguntó s pia bandada y a su propia región y ahora, al unirse
mujer desde el otro dormitorio. unos a otros en sus impulsos de lucha, se habían
Nat empujó apresuradamente a los niños destruido a sí mismos contra las paredes de la habi-
hacia el pasillo y cerró la puerta tras ellos, de modo tación, o habían sido destruidos por él en la refrie-
que se quedó solo con los pájaros en la habitación. ga. Algunos habían perdido las plumas en la lucha;
Cogió una manta de la cama más próxima y, otros tenían sangre, sangre de él, en sus picos.
utilizándola como arma, la blandió a diestro y si- Asqueado, Nat se acercó a la ventana y con-
niestro en el aire. Notaba cómo caían los cuerpos, templó los campos, más allá de su pequeño huerto
oía el zumbido de las alas, pero los pájaros no se: Hacía un frío intenso, y la tierra aparecía en-
daban por vencidos, sino que, una y otra vez, vol durecida por la helada. No la helada blanca, la es-
vían al asalto, punzándole las manos y la cabeza con: carcha que brilla al sol de la mañana, sino la negra
sus pequeños picos, agudos como las afiladas púas: helada que trae consigo el viento del Este. El mar,
de una horca. La manta se convirtió en un arma de= embravecido con el cambio de la marea, encrespado
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y espumoso, rompía broncamente en la ensenada. —Pero, Nat —susurró su mujer—, ha sido
No había ni rastro de los pájaros. Ni un gorrión tri- esta noche cuando ha cambiado el tiempo. No han
naba en el seto, al otro lado del huerto, ni una venido empujados por la nieve. Y no pueden estar
chova, ni un mirlo, picoteaban la hierba en busca de hambrientos todavía. Tienen alimento de sobra ahí
gusanos. No se oía ningún sonido; sólo el ruido del fuera, en los campos.
viento y del mar. —Es el tiempo —repitió Nat—. Te digo que
Nat cerró la ventana y la puerta del pequeño es el tiempo.
dormitorio y cruzó el pasillo en dirección al suyo. Su rostro estaba tenso y fatigado, como el de
Su mujer estaba sentada en la cama, con uno de los ella. Durante un rato, se miraron uno a otro en si-
niños dormido a su lado y el más pequeño, con la lencio.
cara vendada, entre sus brazos. Las cortinas estaban —Voy abajo a hacer un poco de té —dijo él.
completamente corridas ante la ventana y las velas La vista de la cocina le tranquilizó. Las tazas
encendidas. Su rostro destacaba pálidamente a la y los platillos ordenadamente apilados sobre el apa-
amarillenta luz. Hizo a Nat una seña con la cabeza rador, la mesa y las sillas, la madeja de labor de su
para que guardara silencio. mujer en su cestillo, los juguetes de los niños en el
—Ahora está durmiendo —cuchicheó—, armario del rincón...
pero acaba de pillar el sueño. Algo le ha debido de Se arrodilló, atizó los rescoldos y encendió
herir; tenía sangre en las comisuras de los ojos. Jill el fuego. El arder de la leña, la humeante olla y la
dice que eran pájaros. Dice que se despertó y los pá- negruzca tetera le dieron una impresión de norma-
jaros estaban en la habitación. lidad, de alivio, de seguridad. Bebió un poco de té
Miró a Nat, buscando una confirmación en su y subió una taza a su mujer. Luego, se lavó en la
rostro. Parecía aturdida, aterrada, y él no quería que fregadera, se calzó las botas y abrió la puerta tra-
se diese cuenta de que también él estaba excitado, sera.
trastornado casi, por los sucesos de las últimas horas. El cielo estaba pesado y plomizo, y las par-
—Hay pájaros allí dentro —dijo—, pájaros das colinas que el día anterior brillaban radiantes a
muertos, unos cincuenta por lo menos. Petirrojos, la luz del sol aparecían lúgubres y sombrías. El
reyezuelos, todos los pájaros pequeños de los alre-- viento del Este cortaba los árboles como una nava-
dedores. Es como si, con el viento del Este, se hu- ja, y las hojas, crujientes y secas se desprendían de
biese apoderado de ellos una extraña locura. Se. las ramas y se esparcían con las ráfagas del viento.
sentó en la cama, junto a su mujer y le asió la mano. Nat refregó su bota contra la tierra. Estaba dura, he-
—Es el tiempo —dijo—, eso debe de ser, el lada. Nunca había visto un cambio tan repentino.
mal tiempo. Probablemente, no son los pájaros de En una sola noche había llegado el invierno.
por aquí. Han sido empujados a estos lugares desde Los niños se habían despertado. Jill estaba
la parte alta de la región. parloteando en el piso de arriba y el pequeño Johnny
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llorando otra vez. Nat oyó la voz de su mujer cal- guiendo a las hojas, con el rostro sonrosado por el
mándolo, tranquilizándolo. Al cabo de un rato, baja- frío bajo la capucha.
ron. Nat les había preparado el desayuno, y la rutina —¿Va a nevar, papá? —preguntó—. Hace
del día comenzó. bastante frío.
—¿(Echaste a los pájaros? —preguntó Jill, Levantó la vista hacia el descolorido cielo,
tranquilizada ya por el fuego de la cocina, por el mientras sentía en su espalda el viento cortante.
día, por el desayuno. —No —respondió—, no va a nevar. Este es
—Sí, ya se han ido todos —respondió Nat—., un invierno negro, no blanco.
Fue el viento del Este lo que les hizo entrar. Se ha= Todo el tiempo fue escudriñando los setos en
bían extraviado, estaban asustados y querían refu- busca de pájaros, mirando por encima de ellos a los
giarse en algún lado. campos del otro lado, oteando el pequeño bosqueci-
— Intentaron picotearme —dijo Jill—. Se ti- llo situado más arriba de la granja, donde solían
raban a los ojos de Johnny. reunirse los grajos y las chovas. No vio ninguno.
—Los impulsaba el miedo —contestó Nat a Las otras niñas esperaban en la parada del
la niña—. En la oscuridad del dormitorio, no sabían autobús, embozadas en sus ropas, cubiertas, como
dónde estaban. 4 Jill, con capuchas, ateridos de frío sus rostros.
—Espero que no vuelvan —dijo Jill—. Si les Jill corrió hacia ellas agitando la mano.
ponemos un poco de pan en la parte de fuera de la —Mi papá dice que no va a nevar —excla-
ventana, quizá lo coman y se marchen. y mó—. Va a ser un invierno negro.
Terminó de desayunar y, luego, fue en busca No dijo nada de los pájaros y empezó a dar
de su abrigo y su capucha, los libros de la escuela y empujones, jugando, a una de las niñas. El autobús
la cartera. Nat no dijo nada, pero su mujer lo miró remontó, renqueando, la colina. Nat la vio subir a él
por encima de la mesa. Un silencioso mensaje cruzó. y luego, dando media vuelta, se dirigió a la granja.
entre ellos. No era su día de trabajo, pero quería cerciorarse de
—Iré contigo hasta el autobús —dijo él—. que todo iba bien. Jim, el vaquero, estaba trajinando
Hoy no voy a la granja. en el corral.
Y, mientras la niña se lavaba en la fregadera, —¿Está por ahí el patrón? —preguntó Nat.
dijo a su mujer: —Fue al mercado —repuso Jim—. Es mar-
—Mantén cerradas todas las puertas y venta-=. tes, ¿no?
nas. Por si acaso, nada más. Yo voy a ir a la granja a Y, andando pesadamente, dobló la esquina
ver si han oído algo esta noche. de un cobertizo. No tenía tiempo para Nat. Decían
Y echó a andar con su hija por el sendero. que Nat era superior. Leía libros, y cosas de ésas.
Ésta parecía haber olvidado su experiencia de la Nat había olvidado que era martes. Eso demostraba
noche pasada. Iba delante de él, saltando, persi- hasta qué punto le habían trastornado los aconteci-
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mientos de la noche pasada. Fue a la puerta trasera brían dónde se encontraban. Pájaros extranjeros,
de la casa y oyó cantar en la cocina a la señora quizá de ese Círculo Ártico.
Trigg; la radio ponía un telón de fondo a su can= —No —replicó Nat—, eran los pájaros que
ción. usted ve todos los días por aquí.
—¿Está usted ahí, señora? — llamó Nat. —Una cosa muy curiosa —dijo la señora
Salió ella a la puerta, rechoncha, radiante, Trigg—, realmente inexplicable. Debería usted es-
una mujer de buen humor. cribir una carta al Guardian contándoselo. Segura-
—Hola, señor Hocken —dijo—. ¿Puede de- mente que le sabrían dar alguna respuesta. Bueno,
cirme de dónde viene este frío? ¿De Rusia? Nunca tengo que seguir con lo mío.
he visto un cambio así. Y la radio dice que va a Inclinó la cabeza, sonrió y volvió a la cocina.
continuar. El Círculo Polar Ártico tiene algo que Nat, insatisfecho, se dirigió a la puerta de la
ver. ! granja. Si no fuese por aquellos cadáveres tendidos
—Nosotros no hemos puesto la radio esta en el suelo del dormitorio, que ahora tenía que reco-
mañana —dijo Nat—. Lo cierto es que hemos teni- ger y enterrar en alguna parte, a él también le pare-
do una noche agitada. cería exagerado el relato.
—¿Se han puesto malos los niños? Jim se hallaba junto al portillo.
—No... —¿Ha habido dificultades con los pájaros?
No sabía cómo explicarlo. Ahora, a la luz de -—preguntó Nat.
día, la batalla con los pájaros sonaría absurda. —¿Pájaros? ¿Qué pájaros?
Trató de contar a la señora Trigg lo que habís —Han invadido nuestra casa esta noche. En-
sucedido, pero veía en sus ojos que ella se figuraba traban a bandadas en el dormitorio de los niños.
que su historia era producto de una pesadilla. Eran completamente salvajes.
—-¿ Seguro que eran pájaros de verdad? —¿Qué? —las cosas tardaban algún tiempo
jo, sonriendo—. ¿Con plumas y todo? ¿No seríar en penetrar en la cabeza de Jim—. Nunca he oído
de esa clase tan curiosa que los hombres ven los sá: hablar de pájaros que se porten salvajemente —dijo
bados por la noche después de la hora de cerrar? 1l fin—. Suelen domesticarse. Yo los he visto acer-
—Señora Trigg —dijo él—, hay cincuent; carse a las ventanas en busca de migajas.
—Los pájaros de anoche no estaban domes-
ticados.
ños. Me atacaron; intentaron lanzarse contra los ojo —¿No? El frío, quizá. Estarían hambrientos.
del pequeño Johnny. Prueba a echarles algunas migajas.
La señora Trigg lo miró, dudosa. Jim no sentía más interés que la señora
—Bueno —contestó—, supongo que los em Trigg. «Era —pensaba Nat—, como las incursiones
pujó el mal tiempo. Una vez en la habitación, no sé hiéreas durante la guerra. Nadie, en este extremo del
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país, sabía lo que habían visto y sufrido las gentes piendo allá abajo, en la ensenada. Decidió llevar los
de Plymouth. Para que a uno le conmueva algo, es pájaros :a la playa y enterrarlos allí.
necesario haberlo padecido antes.» Regresó a su: Cuando llegó a la costa, por debajo del fara-
casa, andando por el sendero, y cruzó la puerta. En- llón, apenas podía tenerse en pie, tal era la fuerza
contró a su mujer en la cocina con el pequeño : del viento. Le costaba respirar y tenía azuladas las
Johnny. manos. Nunca había sentido tanto frío en ninguno
—¿Has visto a alguien? —preguntó ella. de los malos inviernos que podía recordar. Había
—A Jim y a la senora Trigg —respondió—.. marea baja. Caminó sobre los guijarros hacia la
Me parece que no me han creído ni una palabra. De arena y, entonces, de espaldas al viento practicó un
todos modos, por allí no ha pasado nada. hoyo en el suelo con el pie. Se proponía echar en él
—Podías llevarte afuera los pájaros —dijo los pájaros pero, al abrir el saco, la fuerza del viento
ella—. No me atrevo a entrar en el cuarto para hacer los arrastró, los alzó como si nuevamente volvieran
las camas. Estoy asustada. a volar, y los cuerpos helados de los cincuenta pája-
—No tienes nada de qué asustarte ahora —re- ros se elevaron de él a lo largo de la playa, sacudi-
plicó Nat—. Están muertos ¿no? dos como plumas, esparcidos, desparramados
Subió con un saco y echó en él, uno a uno, Había algo repugnante en la escena. No le gustaba.
los rígidos cuerpos. Sí, había cincuenta en total. Pá- El viento arrebató los pájaros y los apartó de él.
jaros corrientes, de los que frecuentaban los setos, «Cuando la marea suba se los llevará», dijo
ninguno siquiera tan grande como un tordo. Debía para sí.
de haber sido el miedo lo que los impulsó a obrar de Miró al mar y contempló las espumosas rom-
aquella forma. Paros azules, reyezuelos, era increí- pientes, matizadas de una cierta tonalidad verdosa.
ble pensar en la fuerza de sus pequeños picos hi- Se alzaban briosas, se encrespaban, rompían y, a
riéndole el rostro y las manos la noche anterior. causa de la marea baja, su bramido sonaba distante,
Llevó el saco al huerto, y se le planteó entonces un remoto, sin el tonante estruendo de la pleamar.
nuevo problema. El suelo estaba demasiado duro Entonces las vio. Las gaviotas. Allá lejos,
para cavar. Estaba helado, compacto y sin embargo, flotando sobre las olas.
no había nevado; lo único que había ocurrido en las Lo que, al principio, había tomado por las
últimas horas había sido la llegada del viento del blancas crestas de las olas eran gaviotas. Centena-
Este. Era extraño, antinatural. Debían de tener ra- res, millares, decenas de millares... Subían y ba-
zón los vaticinadores del tiempo. El cambio era algo jaban con el movimiento de las aguas, de cara al
ralacionado con el Círculo Polar Ártico. viento, esperando la marea, como una poderosa es-
Mientras estaba allí, vacilante, con el saco en cuadra que hubiese echado el ancla. Hacia el Este y
la mano, el viento pareció penetrarle hasta los hue- hacia el Oeste, las gaviotas estaban allí. Hilera tras
sos. Podía ver las blancas crestas de las olas rom- hilera, se extendían en estrecha formación tan lejos
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como podía alcanzar la vista. Si el mar hubiese esta= «Nota oficial del Ministerio del Interior,
do inmóvil, habrían cubierto la bahía como un velo hecha pública a las once de la mañana de hoy. Se
blanco, cabeza con cabeza, cuerpo con cuerpo. Sólo reciben informes procedentes de todos los puntos
el viento del Este, arremolinando el mar en las rom- del país acerca de la enorme cantidad de pájaros
pientes, las ocultaba desde la playa. que se están reuniendo en bandadas sobre las ciu-
Nat dio media vuelta y, abandonando la dades, los pueblos y los más lejanos distritos, los
costa, trepó por el empinado sendero en dirección a cuales provocan obstrucciones y daños e, incluso,
su casa. Alguien debía saber esto. Alguien debería han llegado a atacar a las personas. Se cree que la
enterarse. Á causa del viento del Este y del tiempo, corriente de aire ártico, que cubre actualmente las
estaba sucediendo algo que no comprendía. Se pre= islas Británicas, está obligando a los pájaros a
guntó si debía llegarse a la cabina telefónica, junto a: emigrar al Sur en gran número, y que el hambre
la parada del autobús y llamar a la Policía. Pero puede impulsarlos a atacar a los seres humanos.
¿qué podrían hacer? ¿Qué podría hacer nadie? De-' Se aconseja a todos los ciudadanos que presten
cenas de miles de gaviotas posadas sobre el mar, atención a sus ventanas, puertas y chimeneas, y
allí, en la bahía a causa del temporal, a causa del tomen razonables precauciones para la seguridad
hambre. La Policía le creería loco, o borracho, o se de sus hijos. Una nueva nota será hecha pública
tomaría con toda calma su declaración. «Gracias. más tarde.» o
Sí, ya se nos ha informado de la cuestión. El mal Una viva excitación se apoderó de Nat; miró
tiempo está empujando tierra adentro a los pájaros a su mujer con aire de triunfo.
en gran número.» Nat miró a su alrededor. No se — Ahí tienes —dijo—; esperemos que hayan
veían señales de ningún otro pájaro. ¿Sería el frío lo oído eso en la granja. La señora Trigg se dará cuen-
que les había hecho llegar a todos desde la parte alta ta de que no era ninguna fantasía. Es verdad. Por
de la región? Al acercarse a la casa, su mujer salió a todo el país. Toda la mañana he estado pensando
recibirlo a la puerta. Lo llamó, excitada. que había algo que no marchaba bien. Y ahora
—Nat —dijo—, lo han dicho por la radio. mismo, en la playa, he mirado al mar y hay gavio-
Acaban de leer un boletín especial de noticias. Lo: tas, millares de ellas, decenas de millares, no cabría
he tomado por escrito. ni un alfiler entre sus cabezas, y están allá fuera, po-
—¿Qué es lo que han dicho por la radio? sadas sobre el mar, esperando.
—preguntó él. —¿Qué están esperando, Nat? —preguntó
—Lo de los pájaros —respondió—. No es ella.
sólo aquí, es en todas partes. En Londres, en todo el Él la miró de hito en hito y luego volvió la
país. Algo les ha ocurrido a los pájaros. vista hacia el trozo de papel.
Entraron juntos en la cocina. Nat asió el tro- —No lo sé —dijo lentamente—. Aquí dice
zo de papel que había sobre la mesa y lo leyó. que los pájaros están hambrientos.
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El se acercó al armario, de donde sacó un blado de la una. Fue repetido el mismo aviso, el que
martillo y otras herramientas. ella había anotado por la mañana, pero el boletín de
—¿Qué vas a hacer, Nat? noticias dio más detalles.
—Ocuparme de las ventanas, y de las chime- «Las bandadas de pájaros han causado tras-
neas también, como han dicho. tornos en todas las comarcas —decía el locutor—,
— ¿Crees que esos gorriones, y petirrojos, y' y, en Londres, el cielo estaba tan oscuro a las diez
los demás, podrían penetrar con las ventanas cerra- de esta mañana, que parecía como si la ciudad estu-
das? ¡Qué va! ¿Cómo iban a poder? viese cubierta por una inmensa nube negra.
Nat no contestó. No estaba pensando en los go- »Los pájaros se posaban en lo alto de los teja-
rriones, ni en los petirrojos. Pensaba en las gaviotas... dos, en los alféizares de las ventanas y en las chime-
Fue al piso de arriba, y el resto de la mañana neas. Las especies incluían mirlos, tordos, gorriones
estuvo allí trabajando, asegurando con tablas las. y, como era de esperar en la metrópoli, una gran can-
ventanas de los dormitorios, rellenando la parte baja tidad de palomas y estorninos, y ese frecuentador del
de las chimeneas. Realizó una buena faena; era su río de Londres, la gaviota de cabeza negra. El espec-
día libre y no estaba trabajando en la granja. Se táculo ha sido tan inusitado que el tráfico se ha dete-
acordó de los viejos tiempos, al principio de la gue- nido en muchas vías públicas, el trabajo abandonado
rra. No estaba casado entonces, y en la casa de su en tiendas y oficinas y las calles se han visto abarro-
madre, en Plymouth, había instalado las tablas pro- tadas de gente que contemplaba a los pájaros.»
tectoras de las ventanas para evitar que se filtrase Fueron relatados varios incidentes, volvieron
luz al exterior. También había construido el refugio, a enunciarse las causas probables del frío y el ham-
aunque, ciertamente, no fue de ninguna utilidad bre y se repitieron los consejos a los dueños de casa.
cuando llegó el momento. Se preguntó si tomarían La voz del locutor era tranquila y suave. Nat tenía la
todas estas precauciones en la granja. Lo dudaba. impresión de que este hombre trataba la cuestión
Harry Trigg y su mujer eran demasiado indolentes. como si fuera una broma preparada. Habría otros
Probablemente se reirían de todo esto. Se irían a como él, centenares de personas que no sabían lo
bailar o a jugar una partida de whist. que era luchar en la oscuridad con una bandada de
—La comida está lista —gritó ella desde la pájaros. Esta noche se celebrarían fiestas en Lon-
cocina. dres, igual que los días de elecciones. Gente que se
—Está bien. Ahora bajo. reunía, gritaba, reía, se emborrachaba. «¡Venid a ver
Estaba satisfecho de su trabajo. Los entrama- los pájaros!»
dos encajaban perfectamente sobre los pequeños vi- Nat desconectó la radio. Se levantó y empe-
drios y en la base de las chimeneas. zÓ a trabajar en las ventanas de la cocina. Su mujer
Una vez terminada la comida, y mientras su lo observaba, con el pequeño Johnny pegado a sus
mujer fregaba los platos, Nat sintonizó el diario ha- Y faldas.
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—Pero ¿también aquí vas a poner tablas? cocer, se estropean. El carnicero no viene hasta pa-
—exclamó—. No voy a tener más remedio que en-. sado mañana. Pero puedo traer algo cuando vaya
cender la luz antes de las tres. A mí me parece que mañana a la ciudad.
aquí abajo no es necesario. Nat no quería asustarla. Pensaba que era po-
—Más vale prevenir que lamentar —Tespon- sible que no pudiese ir mañana a la ciudad. Miró en
dió Nat—. No quiero correr riesgos. la despensa y en el armario donde ella guardaba las
—Lo que debían hacer —dijo ella— es sacar latas de conserva. Tenían para un par de días. Pan,
al Ejército para que disparara contra los pájaros. había poco.
Eso los espantaría en seguida. —¿ Y qué hay del panadero?
—Que lo intenten —replicó Nat—. ¿Cómo — También viene mañana.
iban a conseguirlo? Observó que había harina. Si el panadero no
—Cuando los portuarios se declaran en huel- venía, había suficiente para cocer una hogaza.
ga, ya llevan el Ejército a los muelles —contestó —Era mejor en los viejos tiempos —dijo—,
ella—. Los soldados bajan y descargan los barcos. cuando las mujeres hacían pan dos veces a la sema-
—Sí —dijo Nat—, y Londres tiene ocho mi- na, y tenían sardinas saladas, y había alimentos su-
llones de habitantes, o más. Piensa en todos los edi- ficientes para que una familia resistiese un bloqueo,
ficios, los pisos, las casas. ¿Crees que tienen sufi- si hacía falta.
cientes soldados como para llevarlos a disparar —He tratado de dar pescado en conserva a
contra los pájaros desde todos los tejados? los niños, pero no les gusta —contestó ella.
—No sé. Pero debería hacerse algo. Tienen Nat siguió clavando tablas ante las ventanas
que hacer algo. de la cocina. Velas. También andaban escasos de
Nat pensó para sus adentros que «ellos» esta- velas. Otra cosa que había que comprar mañana.
ban, sin duda, considerando el problema en ese Bueno, no quedaba más remedio. Esta noche ten-
mismo momento, pero que cualquier cosa que deci- drían que irse pronto a la cama. Es decir, si...
diesen hacer en Londres y en las grandes ciudades Se levantó, salió por la puerta trasera y se de-
no les sería de ninguna utilidad a las gentes que, | tuvo en el huerto, mirando hacia el mar. No había
como ellos, vivían a trescientas millas de distancia. brillado el sol en todo el día y ahora, apenas las tres
Cada vecino debería cuidar de sí mismo. de la tarde, había ya cierta oscuridad y el sol estaba
—¿Cómo andamos de víveres? —preguntó. sombrío, melancólico, descolorido como la sal.
—Bueno, Nat, ¿qué pasa ahora? Podía oír el retumbar del mar contra las rocas. Echó
—NO te preocupes. ¿Qué tienes en la des- a andar, sendero abajo, hacia la playa, hasta mitad
pensa? de camino. Y entonces se detuvo. Se dio cuenta de
—Es mañana cuando tengo que ir a hacer la que la marea había subido. La roca que asomaba a
compra, ya sabes. Nunca guardo alimentos sin media mañana sobre las aguas estaba ahora cubier-
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ta, pero no era el mar lo que atraía su atención. Las mino. Se alegraba. No había tiempo para pararse a
gaviotas se habían levantado. Centenares de ellas, charlar.
millares de ellas, describían círculos en el aire, al- Una vez en la cima de la colina, esperó. Era
zando sus alas contra el viento. Eran las gaviotas las. demasiado pronto. Faltaba todavía media hora. El
que habían oscurecido el cielo. Y volaban en silen- viento del Este, procedente de las tierras altas, cru-
cio. No producían ningun sonido. Giraban en círcu- zaba impetuoso los campos. Golpeó el suelo con los
los, remontándose, descendiendo, probando su fuer- pies y se sopló las manos. Podía ver a lo lejos las ar-
za contra el viento. cillosas colinas recortándose nítidamente contra la
Nat dio media vuelta. Subió corriendo el sen- intensa palidez del firmamento. Desde detrás de
dero y regresó a su casa. ellas surgió algo negro, semejante al principio de un
—Voy a buscar a Jill —dijo—. La esperaré tiznón, que fue ensanchándose después y haciéndo-
en la parada del autobús. se más amplio; luego, el tiznón se convirtió en una
—¿Qué ocurre? —preguntó su mujer—, nube, y la nube en otras cinco nubes que se exten-
Estás muy pálido. dieron hacia el Norte, el Sur, el Este y el Oeste, y no
—Mantén dentro a Johnny —dijo—. Cierra: eran nubes, eran pájaros. Se quedó mirándolos,
bien la puerta. Enciende luz y corre las cortinas. viendo cómo cruzaban el cielo, y cuando una de las
—Pero si acaban de dar las tres —objetó. secciones en que se habían dividido pasó a un cen-
ella. tenar de metros por encima de su cabeza, se dio
—No importa. Haz lo que te digo. cuenta, por la velocidad que llevaban, de que se di-
Miró dentro del cobertizo que había junto a rigían tierra adentro, a la parte alta del país, de que
la puerta trasera. No encontró nada que fuese de no sentían ningun interés por la gente de la penínsu-
gran utilidad. El pico era demasiado pesado, y la la. Eran grajos, cuervos, chovas, urracas, arrenda-
horca no le servía. Tomó la azada. Era la única he- jos, pájaros todos que, habitualmente, solían hacer
rramienta adecuada, y lo bastante ligera para llevar- presa en las especies más pequeñas; pero, esta
la consigo. tarde, estaban destinados a alguna otra misión.
Echó a andar, camino arriba, en dirección a «Se dirigen a las ciudades —pensó Nat—;
la parada del autobús; de vez en cuando miraba saben lo que tienen que hacer. Los de aquí tenemos
hacia atrás por encima del hombro. menos importancia. Las gaviotas se ocuparán de
Las gaviotas volaban ahora a mayor altura; nosotros. Los otros van a las ciudades.»
sus círculos eran más abiertos, más amplios; se des- Se acercó a la cabina telefónica, entró en ella
plegaban por el cielo en inmensa formación. | y levantó el auricular. En la central se encargarían
Se apresuró; aunque sabía que el autobús no de transmitir el mensaje.
llegaría a lo alto de la colina antes de las cuatro, —Hablo desde Highway —dijo—, junto a la
tenía que apresurarse. No adelantó a nadie por el ca- parada del autobús. Deseo informar de que se están
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adentrando en la región grandes formaciones de pája- —Siempre nos quedamos a jugar un rato
ros. Las gaviotas están formando también en la bahía. —dijo.
—Muy bien —contestó la voz, lacónica, —FEsta noche, no —contestó él —. Vamos, no
cansada. perdamos tiempo.
—¿Se encargará usted de transmitir este Podía ver ahora a las gaviotas describiendo
mensaje al departamento correspondiente? círculos sobre los campos, adentrándose poco a
—SÍ... SÍ... poco sobre la tierra. Sin ruido. Silenciosas todavía.
La voz sonaba ahora impaciente, hastiada. El. —Mira allá arriba, papá, mira a las gaviotas.
zumbido de la línea se restableció. —Sí. Date prisa.
«Ella es distinta —pensó Nat—, todo eso le —-¿Hacia dónde vuelan? ¿Adónde van?
tiene sin cuidado. Tal vez ha tenido que estar todo el —Tierra adentro, supongo. A donde haga
día contestando llamadas. Piensa irse al cine esta más calor.
noche. Apretará la mano de algun amigo: “¡Mira La asió de la mano y la arrastró tras sí a lo
cuántos pájaros!”. Todo eso le tiene sin cuidado.» largo del sendero.
El autobús llegó renqueando a lo alto de la —No vayas tan de prisa. No puedo seguirte.
colina. Bajaron Jill y otras tres o cuatro niñas. El Las gaviotas estaban mirando a los grajos y a
autobús continuó a la ciudad. los cuervos. Se estaban desplegando en formación
—¿Para qué es la azada, papá? de un lado a otro del cielo. Grupos de miles de ellas
Las niñas lo rodearon riéndose, señalándolo. volaban a los cuatro puntos cardinales.
—He estado usándola —dijo—. Y ahora vá- —¿Qué es eso, papá? ¿Qué están haciendo
monos a casa. Hace frío para quedarse por ahí. Mi- las gaviotas?
raré cómo cruzáis los campos, a ver a qué velocidad Su vuelo no era todavía decidido, como el de
corréis. los grajos y las chovas. Seguían describiendo círcu-
Estaba hablando a las compañeras de Jill, las los en el aire. Tampoco volaban tan alto. Como si
cuales pertenecían a distintas familias que vivían en esperasen alguna señal. Como si hubiesen de tomar
las casitas de los alrededores. Un corto atajo los lle- alguna decisión. La orden no estaba clara.
varía hasta sus casas. —¿Quieres que te lleve, Jill? Ven, súbete a
—Queremos jugar un poco —dijo una de cuestas.
ellas. De esta forma creía poder ir más de prisa;
—No. Os vais a casa, o se lo digo a vuestras pero se equivocabá. Jill pesaba mucho y se desliza-
mamás. ba. Estaba llorando, además. Su sensación de ur-
Cuchichearon entre sí, y luego echaron a co- gencia, de temor, se le había contagiado a la niña.
rrer a través de los campos. Jill miró, enfurruñada, a —Quiero que se vayan las gaviotas. No me
su padre. gustan. Se están acercando al camino.
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La volvió a poner en el suelo. Echó a correr, guían describiendo círculos sobre los campos. Eran
llevando a Jill como a remolque. Al doblar el reco- gaviotas corrientes casi todas, pero, entre ellas, se
do que hacía el camino junto a la granja vio al gran- hallaba también la gaviota negra. Por lo general, se
jero que estaba metiendo el coche en el garaje. Nat. mantenían apartadas, pero ahora marchaban juntas.
le llamó. Algún lazo las había unido. La gaviota negra ataca-
—¿Puede hacernos un favor? —dijo. ba a los pájaros más pequeños e incluso, según
—-¿Qué es? había oído decir, a los corderos recién nacidos. Él
El señor Trigg se volvió en el asiento y los. no lo había visto. Lo recordaba ahora, no obstante,
miró. Una sonrisa iluminó su rostro, rubicundo y jo-' al mirar al cielo. Se estaban acercando a la granja.
vial. Sus círculos iban siendo más bajos, y las gaviotas
—Parece que tenemos diversión —dijo—. negras volaban al frente, las gaviotas negras condu-
¿Ha visto las gaviotas? Jim y yo vamos a salir y les' cían las bandadas. La granja era, pues, su objetivo.
soltaremos unos cuantos tiros. Todo el mundo habla. Se dirigían a la granja.
de ellas. He oído decir que le han molestado esta Nat aceleró el paso en dirección a su casa.
noche. ¿Quiere una escopeta? Vio dar la vuelta al coche del granjero y emprender
Nat denegó con la cabeza. el camino de regreso. Cuando llegó junto a él, frenó
El pequeño coche estaba abarrotado de bruscamente.
cosas. Sólo había sitio para Jill, si se ponía encima —La niña ya está dentro —dijo el granje-
de las latas de petróleo en el asiento de atrás. ro—. Su mujer la estaba esperando. Bueno, ¿qué le
—No necesito una escopeta —dijo Nat—, parece? En la ciudad dicen que lo han hecho los
pero le agradecería que llevase a Jill a casa. Se ha rusos. Que los rusos han envenenado a los pájaros.
asustado de los pájaros. —¿Cómo podrían hacerlo? —preguntó Nat.
Lo dijo apresuradamente. No quería hablar —A mí no me pregunte. Ya sabe cómo surgen
delante de Jill. los bulos. ¿Qué? ¿Se viene a mi concurso de tiro?
—De acuerdo —asintió el granjero—. La —No; pienso quedarme en casa. Mi mujer se
llevaré a casa. ¿Por qué no se queda usted y se une inquietaría.
al concurso de tiro? Haremos volar las plumas. —La mía dice que estaría bien que pudiése-
Subió Jill, y el conductor, dando la vuelta al mos comer gaviota —dijo Trigg—; tendríamos gavio-
coche, aceleró por el camino en dirección a la casa. ta asada, gaviota cocida y, por si fuera poco, gaviota
Nat echó a andar detrás: Trigg debía estar loco. ¿De en escabeche. Espere usted a que les suelte unos
qué servía una escopeta contra un firmamento de tiros. Eso las asustará.
pájaros? —¿Ha puesto usted tablas en las ventanas?
Nat, libre ahora de la preocupación de Jill, —NOo. ¡Qué tontería! A los de la radio les
tenía tiempo de mirar a su alrededor. Los pájaros se-- gusta asustar a la gente. Hoy he tenido cosas más
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importantes que hacer que andar clavando las ven- quedaban sobre el suelo, magulladas, reventadas.
tanas. Nat, al correr, tropezaba con sus cuerpos destroza-
—Yo, en su lugar, lo haría. dos, que empujaba con los pies hacia delante.
—¡Bah! Exagera usted. ¿Quiere venirse a Llegó a la puerta y la golpeó con sus ensan-
dormir en nuestra casa? grentadas manos. Debido a las tablas clavadas ante
—No; gracias, de todos modos. las ventanas, no brillaba ninguna luz. Todo estaba
—Bueno. Piénselo mañana. Le daremos ga- OSCUFO.
viotas para desayunar. —Déjame entrar —gritó—; soy Nat. Déjame
El granjero sonrió y, luego, enfiló el coche entrar.
hacia la puerta de la granja. Gritaba fuerte para hacerse oír por encima
Nat se apresuró. Atravesó el bosquecillo, re- del zumbido de las alas de las gaviotas.
basó el viejo granero y cruzó el portillo que daba Entonces vio al planga, suspendido sobre él
acceso al prado. en el cielo, presto a lanzarse en picado. Las gaviotas
Al pasar por el portillo, oyó un zumbido de giraban, se retiraban, se remontaban juntas contra el
alas. Una gaviota negra descendía en picado sobre viento. Sólo el planga permanecía. Un solo planga
él, erró, torció el vuelo y se remontó para volver a en el cielo, sobre él. Las alas se plegaron súbita-
lanzarse de nuevo. En un instante se le unieron mente a lo largo de su cuerpo, y se dejó caer como
otras, seis, siete, una docena de gaviotas, blancas y una piedra. Nat chilló, y la puerta se abrió. Traspuso
negras mezcladas. Nat tiró la azada. No le servía. precipitadamente el umbral y su mujer arrojó contra
Cubriéndose la cabeza con los brazos, corrió hacia la puerta todo el peso de su cuerpo.
la casa. Las gaviotas continuaron lanzándose sobre Oyeron el golpe del planga al caer.
él, en un absoluto silencio, sólo interrumpido por el Su mujer le curó las heridas. No eran profun-
batir de las alas, las terribles y zumbadoras alas. das. Las muñecas y el dorso de las manos era lo que
Sentía sangre en las manos, en las muñecas, en el más había sufrido. Si no hubiese llevado gorra, le
cuello. Los agudos picos rasgaban la carne. Si por lo habrían alcanzado en la cabeza. En cuanto al plan-
menos pudiese mantenerlas apartadas de sus ojos... ga... El planga podía haberle roto el cuello. Los
Era lo único que importaba. Tenía que mantenerlas niños estaban llorando, naturalmente. Habían visto
alejadas de los ojos. Aún no habían aprendido cómo sangre en las manos de su padre.
aferrarse a un hombre, cómo desgarrar la ropa, —Todo va bien ahora —los dijo—. No me
cómo arrojarse en masa contra la cabeza, contra el duele. No son más que unos rasguños. Juega con
cuerpo. Pero, a cada nuevo descenso, a cada nuevo Johnny, Jill. Mamá lavará estas heridas.
ataque, se volvían más audaces. Y no se preocupa- Entornó la puerta. de modo que no le pudie-
ban en absoluto de sí mismas. Cuando se lanzaban sen ver. Su mujer estaba pálida. Empezó a echarle
en picado y fallaban, se estrellaban violentamente y agua de la artesa.
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—Las he visto allá arriba —cuchicheó ella—, tujados que se restregaban contra los muros. De vez
Empezaron a reunirse justo cuando entró Jill con el en cuando, un golpe sordo, un fragor, el lanzamien-
señor Trigg. Cerré apresuradamente la puerta, y se to en picado de algún pájaro que se estrellaba contra
atrancó. Por eso no he podido abrirla en seguida al el suelo.
llegar tú. 4 «Algunos se matarán —pensó—, pero no es
—Gracias a Dios que me han esperado a mí. bastante. Nunca es bastante.»
—dijo él—. Jill habría caído en seguida. Un solo. —Bueno —dijo en voz alta—, he puesto ta-
pájaro lo habría conseguido. blas en las ventanas. Los pájaros no pueden entrar.
Furtivamente, de modo que no se alarmasen Fue examinando todas las ventanas. Su tra-
los niños, siguieron hablando en susurros, mientras bajo había sido concienzudo. Todas las rendijas es-
ella le vendaba las manos y el cuello. ' taban tapadas. Haría algo más, no obstante. Encon-
—Están volando tierra adentro —decía él—, tró cuñas, trozos de lata, listones de madera, tiras de
Miles de ellos: grajos, cuervos, todos los pájaros metal, y los sujetó a los lados para reforzar las ta-
más grandes. Los he visto desde la parada del auto- blas. Los martillazos contribuían a amortiguar el
bús. Se dirigen a las ciudades. ruido de los pájaros, los frotes, los golpecitos y, más
—Pero ¿qué pueden hacer, Nat? siniestro —no quería que su mujer y sus hijos lo
—Atacarán. Atacarán a todo el que encuen- oyesen—, el crujido de los vidrios al romperse.
tren en las calles. Luego probarán con las ventanas —Pon la radio —dijo—; a ver qué dice.
las chimeneas. Esto disimularía también los ruidos. Subió a
—¿Por qué no hacen algo las autoridades? los dormitorios y reforzó las ventanas. Podía oír a
¿Por qué no sacan al Ejército, ponen ametrallado- los pájaros en el tejado, el rascar de uñas, un sonido
ras, algo? insistente, continuo.
—No ha habido tiempo. Nadie está prepara- Decidió que debían dormir en la cocina;
do. En las noticias de las seis oiremos lo que tengan mantendrían encendido el fuego, bajarían los col-
que decir. chones y los tenderían en el suelo. No se sentía muy
Nat volvió a la cocina, seguido de su mujer. tranquilo con las chimeneas de los dormitorios. Las
Johnny estaba jugando tranquilamente en el suelo. tablas que había colocado en la base de las chime-
Sólo Jill parecía inquieta. neas podían desprenderse. En la cocina, gracias al
—Oigo a los pájaros —dijo—. Escucha, - fuego, estarían a salvo. Tendría que hacer una diver-
papá. sión de todo ello. Fingir ante los niños que estaban
Nat escuchó. De las ventanas, de la puerta, ] jugando a campamentos. Si ocurría lo peor y los pá-
llegaban sonidos ahogados. Alas que rozaban la su- jaros forzaban una entrada por las chimeneas de los
perficie, deslizándose, rascando, buscando un dormitorios, pasarían horas, quizá días, antes de que
medio de entrar. El ruido de muchos cuerpos apre- pudiesen destruir las puertas. Los pájaros quedarían
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aprisionados en los dormitorios. Allí no podían cordar si había sucedido lo mismo durante la gue-
hacer ningun daño. Hacinados entre sus paredes, rra, cuando se producían las duras incursiones aéreas
morirían sofocados. sobre Londres. Pero, naturalmente, la BBC no esta-
Empezó a bajar los colchones. Al verlo, a su ba en Londres durante la guerra. Transmitía sus pro-
mujer se le dilataron los ojos de miedo. Pensó que gramas desde otros estudios, instalados provisional-
los pájaros habían irrumpido ya en el piso de arriba. mente.
—Bueno —dijo él en tono jovial—, es «Estamos mejor aquí —pensó—, estamos
noche vamos a dormir todos juntos en la cocina. mejor aquí en la cocina, con las puertas y las venta-
Resulta más agradable dormir aquí abajo, junto a nas entabladas, que como están los de las ciudades.
fuego. Así no nos molestarán esos estúpidos paja- Gracias a Dios que no estamos en las ciudades.»
rracos que andan por ahí dando golpecitos en 1 A las seis cesó la música. Sonó la señal hora-
ventanas. ria. No importaba que se asustasen los niños, tenía
Hizo que los niños le ayudasen a apartar los que oír las noticias. Hubo una pausa. Luego, el lo-
muebles y tuvo la precaución de, con la ayuda de su cutor habló. Su voz era grave, solemne. Completa-
mujer, colocar el armario pegado a la ventana. En- mente distinta de la del mediodía.
cajaba bien. Era una protección adicional. Ahora ya «Aquí Londres —dijo—. A las cuatro de esta
se podían poner los colchones, uno junto a otro, tarde se ha proclamado en todo el país el estado de
contra la pared en que había estado el armario. excepción. Se están adoptando medidas para salva-
«Estamos bastante seguros ahora —pensó—, guardar las vidas y las propiedades de la población,
estamos cómodos y aislados, como en un refugio pero debe comprenderse que no es fácil que éstas
antiaéreo. Podemos resistir. Lo único que me preo- produzcan un efecto inmediato, dada la naturaleza
cupa son los víveres. Víveres y carbón para el repentina y sin precedentes de la actual crisis.
fuego. Tenemos para uno o dos días, no más. Enton- Todos los habitantes deben tomar precauciones para
Ces...» con su propia casa, y donde vivan juntas varias per-
De nada servía formar proyectos con tanta sonas, como en pisos y apartamentos, deben poner-
antelación. Ya darían instrucciones por la radio. se de acuerdo para hacer todo lo que puedan en
Dirían a la gente lo que tenía que hacer. Y, entonces, orden e impedir la entrada en ellos. Es absoluta-
en medio de sus problemas, se dio cuenta de que la mente necesario que todo el mundo se quede en su
radio no transmitía más que música de baile. No el casa esta noche y que nadie permanezca en las ca-
programa infantil, como debía haber sido. Miró el lles, carreteras, o en cualquier otro lugar desguarne-
dial. Sí, estaba puesta la emisora local. Bailables. cido. Enormes cantidades de pájaros están atacando
Sabía el motivo. Los programas habituales habían a todo el que ven y han empezado ya a asaltar los
sido abandonados. Esto sólo sucedía en ocasiones. edificios; pero éstos, con el debido cuidado, deben
excepcionales. Elecciones y cosas así. Intentó re- ser impenetrables. Se ruega a la población que per-
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manezca en calma y no se deje dominar por el páni=' rios y escuchó. Ya no se oía el rascar de antes sobre
co. Dado el carácter excepcional de la situación, no el tejado.
serán radiados más programas, desde ninguna emi- «Han adquirido la facultad de razonar
sora, hasta las siete horas de mañana.» —pensó—; saben que es difícil entrar aquí. Proba-
Tocaron el Himno Nacional. No pasó nada rán en otra parte. No perderán su tiempo con noso-
más. Nat apagó la radio. Miró a su mujer y ella le [ros.»
devolvió la mirada. q La cena transcurrió sin incidentes, y enton-
—¿Qué ocurre? —preguntó Jill—. ¿Qué ha ces, cuando estaban quitando la mesa, oyeron un
dicho la radio? nuevo sonido, runruneante, familiar, un sonido que
—No va a haber más programas esta noche todos ellos conocían y comprendían.
—dijo Nat—. Ha habido una avería en la BBC. Su mujer le miró, iluminado el rostro.
—(Es por los pájaros? —preguntó Jill—, —Son aviones —dijo—, están enviando
¿Lo han hecho los pájaros? Í aviones tras los pájaros. Eso es lo que yo he dicho
—No —respondió Nat—, es sólo que todo el desde el principio que tenían que hacer. Eso los
mundo está muy ocupado, y además tienen que de= ahuyentará. ¿Son cañonazos? ¿No oís cañones?
sembarazarse de los pájaros, que andan revolvién= Quizá fuese fuego de cañón, allá en el mar.
dolo todo allá arriba, en las ciudades. Bueno, por Nat no podría decirlo. Los grandes cañones navales
una noche podemos arreglarnos sin la radio. | puede que tuviesen eficacia contra las gaviotas en el
—Ojalá tuviéramos un gramófono —dijo mar, pero las gaviotas estaban ahora tierra adentro.
Jill—; eso sería mejor que nada. Los cañones no podían bombardear la costa, a causa
Tenía el rostro vuelto hacia el armario, apo= de la población.
yado contra las ventanas. Aunque intentaban igno= —Es agradable oír a los aviones, ¿verdad?
rarlo, percibían claramente los roces, los chasqui- —dijo su mujer.
dos, el persistente batir de alas. Y Jill captando su entusiasmo, se puso a
—Cenaremos pronto —sugirió Nat—. Pídele brincar de un lado para otro con Johnny.
a mamá algo bueno. Algo que nos guste a todos, —Los aviones alcanzarán a los pájaros. Los
¿eh? aviones los echarán.
Hizo una seña a su mujer y le guiñó el ojo, Justamente entonces oyeron un estampido a
Quería que la mirada de temor, de aprensión, desa= unas dos millas de distancia, seguido de otro y,
pareciese del rostro de Jill. É luego, de otro más. El ronquido de los motores se
Mientras se hacía la cena, estuvo silbando, fue alejando y desapareció sobre el mar.
cantando, haciendo todo el ruido que podía, y le pa=- —¿(Qué ha sido eso? —preguntó la mujer—.
reció que los sonidos exteriores no eran tan fuertes ¿Estaban tirando bombas contra los pájaros?
como al principio. Subió en seguida a los dormito- —No sé —contestó Nat—, no creo.
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No quería decirle que el ruido que habían oído «Tendrán que ser implacables —pensó—. Lo
era el estampido de un avión al estrellarse. Era, sin: peor es que, si deciden utilizar el gas, tendrán que
duda, un riesgo por parte de las autoridades enviar arriesgar más vidas. Todo el ganado y toda la tierra
fuerzas de reconocimiento, pero podían haberse dado quedarían contaminados también. Mientras nadie se
cuenta de que la operación era suicida. ¿Qué podían deje llevar por el pánico... Eso es lo malo. Que la
hacer los aviones contra pájaros que se lanzaban para gente caiga en el pánico y pierda la cabeza. La BBC
morir contra las hélices y los fuselajes, sino arrojarse: ha hecho bien en advertirnos eso.»
ellos mismos al suelo? Suponía que esto se estaba in= Arriba, en los dormitorios, todo estaba tran-
tentando ahora por todo el país. Y a un precio muy quilo. No se oía arañar y rascar en las ventanas. Una
caro. Alguien de los de arriba había perdido la cabeza. tregua en la batalla. Reagrupación de fuerzas. ¿No
—¿Adónde se han ido los aviones, papá? era así como lo llamaban en los partes de guerra? El
—preguntó Jill. viento, sin embargo, no había cesado. Podía oírlo
—Han vuelto a su base —respondió—. todavía, rugiendo en las chimeneas. Y al mar rom-
Bueno, ya es hora de acostarse. piendo allá abajo, en la playa. Entonces se acordó
Mantuvo ocupada a su mujer, desnudando ¿ de la marea. La marea estaría bajando. Quizá la tre-
los niños delante del fuego, arreglando los colcho gua era debida a la marea. Había alguna ley que
nes y haciendo otras muchas cosas, mientras él re- obedecían los pájaros y que estaba relacionada con
corría de nuevo la casa para asegurarse de que todo el viento del Este y con la marea.
seguía bien. Ya no se oía el zumbido de la aviación Miró al reloj. Casi las ocho. La pleamar debía
y los cañones habían dejando de disparar. de haber sido hacía una hora. Eso explicaba la tre-
«Una pérdida de vidas y de esfuerzos —se gua. Los pájaros atacaban con la marea alta. Puede
dijo Nat—. No podemos matar suficientes pájaros que no actuaran así tierra adentro, pero ésta parecía
de esa manera. Cuesta demasiado. Queda el gas. ser la táctica que seguían en la costa. Calculó men-
Quizá intenten echar gases, gases venenosos. Natu- talmente el tiempo. Tenían seis horas por delante.
ralmente, nos avisarían primero, si lo hiciesen. Una Cuando la marea subiese de nuevo, a eso de la una y
cosa es cierta; los mejores cerebros del país pasarán veinte de la madrugada, los pájaros volverían...
la noche concentrados en este asunto.» Había dos'cosas que podía hacer. La primera,
En cierto modo, la idea le tranquilizó. Se re- descansar con su mujer y sus hijos, dormir todo lo que
presentaba un plantel de científicos, naturalistas y pudiesen hasta la madrugada. La segunda, salir, ver
técnicos reunidos en consejo para deliberar; ya esta- cómo le iba a los de la granja y si todavía funcionaba
rán trabajando sobre el problema. Ésta no era tarea el teléfono, para poder obtener noticias de la central.
para el Gobierno, ni para los jefes de Estado Mayor; Llamó en voz baja a su mujer, que acababa
éstos se limitarían a llevar a la práctica las Órdenes de acostar a los niños. Ella subió hasta la mitad de
de los científicos. la escalera, y él le expuso lo que se proponía hacer.
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—No te vayas —dijo ella al instante—, no te vivos. Con el cambio de la marea los vivos habían
vayas dejándome sola con los niños. No podría re= volado hacia el mar. Las gaviotas estarían ahora po-
sistirlo.
sadas sobre las aguas, como lo habían estado por la
Su voz se elevó histéricamente. Él la apaci: mañana.
guó, la calmó. k A lo lejos, sobre la colina donde dos días antes
—Está bien —dijo—, está bien. Esperaré a había estado el tractor, estaba ardiendo algo. Uno de
mañana. A las siete oiremos el boletín de noticias los aviones que se habían estrellado; el fuego, impul-
de la Radio. Pero, por la mañana, cuando vuelva ¿4 sado por el viento, había prendido a un almiar.
bajar la marea, me acercaré a la granja a ver si nos Contempló los cuerpos de los pájaros y se le
dan pan y patatas, y también algo de leche. ocurrió que, si los apilaba uno encima de otro sobre
Su mente se hallaba ocupada, formando pla: los alféizares de las ventanas, constituirían una pro-
nes en previsión de posibles contingencias. Natural: tección adicional para el siguiente ataque. No
mente, esta noche no habrían ordeñado a las vacas mucho, tal vez, pero algo sí. Los cadáveres tendrían
Se habrían quedado fuera, en el corral, mientras lo: que ser desgarrados, picoteados y apartados a un
moradores de la casa se atrincheraban tras las ver lado, antes de que los pájaros vivos pudiesen afian-
tanas entabladas, igual que ellos. Es decir, si habíar zarse en los alféizares y atacar los cristales. Se puso
tenido tiempo de tomar precauciones. Pensó € a trabajar en la oscuridad. Era ridículo; le repugna-
Trigg, sonriéndole desde el coche. No habría habidt ba tocarlos. Los cadáveres estaban todavía calientes
concurso de tiro esta noche. y ensangrentados. Las plumas estaban manchadas
Los niños se habían dormido. Su mujer, aúl de sangre. Sintió que se le revolvía el estómago,
vestida, estaba sentada en su colchón. Miró nervic pero continuó con su trabajo. Se dio cuenta, con ho-
samente a su marido. rror, de que todos los cristales de las ventanas esta-
—¿ Qué vas a hacer? —cuchicheó. ban rotos. Sólo las tablas habían impedido que en-
Nat movió la cabeza, indicándole que guar traran los pájaros. Rellenó los cristales rotos con los
dara silencio. Lentamente, con cuidado, abrió l sangrantes cuerpos de los pájaros.
puerta trasera y miró al exterior. Cuando hubo terminado, volvió a entrar en la
La oscuridad era absoluta. El viento soplab: casa. Atrancó la puerta de la cocina, para mayor se-
más fuerte que nunca, helado, llegando en rápida puridad. Se quitó las vendas, empapadas de la san-
ráfagas desde el mar. Puso el pie sobre el escalól gre de los pájaros, no de la de sus heridas, y se puso
del otro lado de la puerta. Estaba lleno de pájaros un parche nuevo.
Había pájaros muertos por todas partes. Bajo la Su mujer le había hecho cacao, y lo bebió
ventanas, contra las paredes. Eran los suicidas, lo ividamente. Estaba muy cansado.
somorgujos, y tenían los cuellos rotos. Adondequié —Bueno —dijo sonriente—, no te preocu-
ra que miraba veía pájaros muertos. Ni rastro de lo pes. Todo irá bien.
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Se tendió en su colchón y cerró los ojos. Se Los niños se despertaron y empezaron a llorar.
durmió en seguida. Tuvo un dormir agitado, porque —¿Qué pasa? —preguntó Jill—. ¿Qué ha
a través de sus sueños se deslizaba la sombra de ocurrido?
algo que había olvidado. Algo que tenía que haber Nat no tenía tiempo para contestar. Estaba
hecho y se le había pasado. Alguna precaución que apartando de la chimenea los cadáveres y arroján-
se le había ocurrido tomar, pero que no había lleva , dolos al suelo. Las llamas seguían rugiendo y había
do a la práctica y a la que no podía identificar en su que hacer frente al peligro de que se propagara el
sueño. Estaba relacionada de alguna manera con el fuego que había encendido. Las llamas ahuyenta-
avión en llamas y con el almiar de la colina. No rían de la boca de la chimenea a los pájaros vivos.
obstante, siguió durmiendo; no se despertaba. Fue La dificultad estaba en la parte baja. Esta se hallaba
su mujer quien, sacudiéndole del hombro, le des: obstruida por los cuerpos, humeantes e inertes, de
pertó por fin. los pájaros sorprendidos por el fuego. Apenas si
—Ya han empezado —sollozó—, han emp prestaba atención a los ataques que se concentraban
zado hace una hora. No puedo escuchar sola por sobre la puerta y las ventanas. Que batiesen las alas,
más tiempo. Y, además, hay algo que huele mal, que se rompiesen los picos, que perdiesen la vida en
algo que se está quemando. su intento de forzar una entrada a su hogar. No lo
Entonces recordó. Se había olvidado de en conseguirían. Daba gracias a Dios por tener una
cender el fuego. Sólo quedaban rescoldos a punta casa antigua con ventanas pequeñas y sólidas pare-
de apagarse. Se levantó rápidamente y encendió la des. No como las casas nuevas del pueblo. Que el
lámpara. El golpeteo había comenzado ya a sonal cielo amparase a los que vivían en ellas.
en la puerta y en las ventanas, pero no era eso le —Dejad de llorar —gritó a los niños—. No
que atraía su atención. Era el olor a plumas cha: hay nada que temer; dejad de llorar.
muscadas. El olor llenaba la cocina. Se dio cuenta Siguió apartando los humeantes cuerpos a
en seguida de lo que era. Los pájaros estaban ba medida que caían al fuego.
jando por la chimenea, abriéndose camino hacia le «Esto los convencerá —se dijo—. Mientras
cocina. el fuego no prenda a la chimenea, estamos seguros.
Cogió papel y astillas, y las puso sobre las Merecería que me fusilasen por esto. Lo último que
ascuas; luego, alcanzó el bote de parafina. tenía que haber hecho antes de acostarme era en-
—Ponte lejos —ordenó a su mujer—,; tene- cender el fuego. Sabía que había algo.»
mos que correr este riesgo. y Mezclado con los roces y los golpes sobre
Arrojó la parafina en el fuego. Una rugiente las tablas de las ventanas, se oyó de pronto el fami-
llamarada subió por el cañón de la chimenea, y, liar sonido del reloj de la cocina al dar la hora. Las
sobre el fuego, cayeron los cuerpos abrasados, en- tres de la madrugada. Aún tenían que pasar algo
negrecidos, de los pájaros. más de cuatro horas. No estaba seguro de la hora
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exacta en que había marea alta. Calculaba que no. Bebieron té y cacao y comieron varias reba-
empezaría a bajar mucho antes de las siete y media, nadas de pan y extracto de carne. Nat se dio cuenta
o las ocho menos veinte. de que no quedaba más que media hogaza. No im-
—Enciende el hornillo —dijo a su mujer—, portaba; ya conseguirían más.
Haznos un poco de té, y un poco de cacao para los —;¡Atrás! —exclamó el pequeño Johnny,
niños. No tiene objeto estar sentado sin hacer nad a. apuntando a las ventanas con su cuchara—. ¡Atrás,
Esa era la línea a seguir. Mantenerlos ocupa- pajarracos!
dos a ella y a los niños. Andar de un lado para o o, —Eso está bien —dijo Nat, sonriendo—, no
comer, beber; lo mejor era estar siempre en movie los queremos a esos bribones, ¿verdad? Ya hemos
miento. tenido bastante.
o Aguardó junto al fuego. Las llamas iban ex- Empezaron a aplaudir cuando se oía el golpe
tinguiéndose. Pero por la chimenea ya no caían más de los pájaros suicidas.
cuerpos ennegrecidos. Introdujo hacia arriba el ati- —-Otro más, papá —exclamó Jill—; ése ya
zador todo lo que pudo y no encontró nada. Estaba no tiene nada que hacer.
despejada. La chimenea estaba despejada. Se enju= —Sí —dijo Nat—, ya está listo ese granuja.
gó el sudor de la frente. Ésta era la forma de tomarlo. Éste era el espí-
—Anda, Jill —dijo—, tráeme unas cuanta ritu. Si lograban mantenerlo hasta las siete, cuando
astillas más. Pronto tendremos un buen fuego. | transmitiesen el primer boletín de noticias, mucho
Pero ella no quería acercarse. Estaba miran= habrían conseguido.
do los chamuscados cadáveres de los pájaros, —Danos un pitillo —dijo a su mujer—. Un
amontonados junto a él. poco de humo disipará el olor a plumas quemadas.
—No te preocupes de ellos —díjole su —No quedan más que dos en el paquete —dijo
padre—, los pondremos en el pasillo cuando tenga ella—. Tenía que haberte comprado más.
listo el fuego. —Bueno. Fumaré uno, y guardaré el otro para
El peligro de la chimenea había desapareci-= cuando haya escasez.
do. No volvería a repetirse, si se mantenía el fuego Era inútil tratar de hacer dormir a los niños.
ardiendo día y noche. 4 No era posible dormir mientras continuaran los gol-
pes y los roces en las ventanas. Se sentó en el col-
chón, rodeando con un brazo a Jill y con el otro a su
pre. Ya me las arreglaré. Puedo hacerlo con la bajad mujer, que tenía a Johnny en su regazo, cubiertos
y
mar. Cuando baje la marea, se podrá trabajar e ir en los cuatro con las mantas.
busca de lo que haga falta. Lo único que tenemos —No puedo por menos de admirar a estos bri-
Pm hacer es adaptarnos a las circunstancias; eso es. bones —dijo—; tienen constancia. Uno pensaría que
todo.» d ya debían haberse cansado del juego, pero no hay tal.
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La admiración era dificil de mantenerse. El Quizá resultara innecesaria. No podía amontonar


golpeteo continuaba incesante y un nuevo sonido, los muebles contra la puerta, porque ésta se abría
de algo que raspaba, hirió el oído de Nat, como si hacia dentro. Lo único que cabía hacer era colocar-
un pico más afilado que ninguno de los anteriores los en lo alto de la escalera.
hubiese venido a ocupar el lugar de sus compañe= —Baja, Nat, ¿qué estás haciendo? —gritó su
ros. Trató de recordar los nombres de los pájaros, mujer.
trató de pensar qué especies en particular serviría —Voy en seguida —respondió—. Estoy ter-
para esta tarea. No era el rítmico golpear del pájaro minando de poner en orden las cosas aquí arriba.
carpintero. Habría sido rápido y suave. Éste era más No quería que subiese; no quería que ella
serio, porque, si continuaba mucho tiempo, la ma- oyera el ruido de las patas en el cuarto de los niños,
dera acabaría astillándose igual que los cristales. el rozar de aquellas alas contra la puerta.
Entonces, se acordó de los halcones. ¿Sería posible A las cinco y media, propuso que desayuna-
que los halcones hubiesen sustituido a las gaviotas? ran, tocino y pan frito, aunque sólo fuera por atajar
¿Había ahora busardos en los alféizares de las ven= el incipiente pánico que comenzaba a reflejarse en
tanas, empleando las garras, además de los picos? los ojos de su mujer y calmar a los asustados niños.
Halcones, busardos, cernícalos, gavilanes... había Ella no sabía que los pájaros habían penetrado ya en
olvidado a las aves de presa. Se había olvidado de la el piso de arriba. Afortunadamente, el dormitorio
fuerza de las aves de presa. Faltaban tres horas, y, no caía encima de la cocina. De haber sido así, ella
mientras esperaban el momento en que oyeran asti= no podría por menos de haber oído el ruido que ha-
llarse la madera, las garras seguían rascando. cían allá arriba, pegando contra las tablas. Y el estú-
Nat miró a su alrededor, considerando qué: pido e insensato golpear de los pájaros suicidas que
muebles podía romper para fortificar la puerta. Las volaban dentro de la habitación, aplastándose la ca-
ventanas estaban seguras por el armario. Pero no: beza contra las paredes. Conocía bien a las gaviotas
tenía mucha confianza en la puerta. Subió la escale- blancas. No tenían cerebro. Las negras eran diferen-
ra, pero al llegar al descansillo se detuvo y escuchó. tes, sabían lo que se hacían. Y también los busar-
Se oía una sucesión de apagados golpecitos, produ-' dos, los halcones...
cidos por el rozar de algo sobre el suelo del dormi. Se encontró a sí mismo observando el reloj,
torio de los niños. Los pájaros se habían abierto ca= mirando a las manecillas, que con tanta lentitud gi-
mino... Aplicó el oído contra la puerta. No había raban alrededor de la esfera. Se daba cuenta de que,
duda. Percibía el susurro de alas y los leves roces. si su teoría no era correcta, si el ataque no cesaba
contra el suelo. El otro dormitorio estaba libre toda= con el cambio de la marea, terminarían siendo de-
vía. Entró en él y empezó a sacar los muebles; api- rrotados. No podrían continuar durante todo el largo
lados en lo alto de la escalera protegerían la puerta día sin aire, sin descanso, sin más combustible,
del dormitorio de los niños. Era una precaución. sin... Su pensamiento volaba. Sabía que necesitaban
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muchas cosas para resistir un asedio. No estaban Y también los empellones, el forcejeo para
bien preparados. No estaban prevenidos. Quizá, abrirse paso que se oía junto a la puerta, sobre los
después de todo, estuviesen más seguros en las ciu- alféizares. Había empezado a bajar la marea. A las
dades. Su primo vivía a poca distancia de allí en tren. ocho, no se oía ya ningún ruido. Sólo el viento. Los
Si lograba telefonearle desde la granja, podrían al- niños, amodorrados por el silencio, se durmieron. A
quilar un coche. Eso sería más rápido: alquilar un. las ocho y media, Nat desconectó la radio.
coche entre dos pleamares. ¿Qué haces? Nos perderemos las noticias
La voz de su mujer, llamándole una y ot —dijo su mujer.
vez por su nombre, le ahuyentó el súbito y desespe- —nNo va a haber noticias —respondió Nat—.
rado deseo de dormir. Tendremos que depender de nosotros mismos.
—¿Qué hay? ¿Qué pasa ahora? —exclamó Se dirigió a la puerta y apartó lentamente los
desabridamente. | obstáculos que había colocado. Levantó los cerrojos
—La radio —dijo su mujer. Había estado mi- y, pisando los cadáveres que yacían en el escalón de
rando el relo;—. Son casi las siete. la entrada, aspiró el aire frío. Tenía seis horas por
—No gires el mando —exclamó, impaciente delante, y sabía que debía reservar sus fuerzas para
por primera vez—; está puesta en la BBC. Hablarán las cosas necesarias, en manera alguna debía derro-
desde ahí. , charlas. Víveres, luz, combustible: ésas eran cosas
Esperaron. El reloj de la cocina dio las siete. necesarias. Si lograba obtenerlas en cantidad sufi-
No llegó ningun sonido. Ninguna campanada, nada ciente, podrían resistir otra noche más.
de música. Esperaron hasta las siete y cuarto y cam= Dio un paso hacia delante, y entonces vio a
biaron de emisora. El resultado fue el mismo. No los pájaros vivos. Las gaviotas se habían ido, como
había ningún boletín de noticias. antes, al mar; allí buscaban su alimento y el empuje
—Hemos entendido mal —dijo él—. No emi- de la marea antes de volver al ataque. Los pájaros
tirán hasta las ocho. Ñ terrestres, no. Esperaban y vigilaban. Nat los veía
Dejaron conectado el aparato, y Nat pensó en sobre los setos, en el suelo, apiñados en los árboles,
la batería, preguntándose cuánta carga le quedaría. línea tras línea de pájaros, quietos, inmóviles.
Generalmente, la recargaban cuando su mujer iba Anduvo hasta el extremo de su pequeño
de compras a la ciudad. Si fallaba la batería, no po- huerto. Los pájaros no se movieron. Seguían vigi-
drían escuchar las instrucciones. ' lándolo.
—Está aclarando —susurró su mujer—. No «Tengo que conseguir víveres —se dijo
lo veo, pero lo noto. Y los pájaros no golpean ya Nat—. Tengo que ir a la granja a buscar víveres.»
con tanta fuerza. Regresó a la casa. Examinó las puertas y las
ventanas. Subió la escalera y entró en el cuarto de
debilitando por momentos. los niños. Estaba vacío, fuera de los pájaros muertos
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que yacían en el suelo. Los vivos estaban allí fuera, que ahora vagaban libres por el huerto, situado de-
en el huerto, en los campos. Bajó a la cocina. lante de la casa. No salía humo de las chimeneas.
—Me voy a la granja —dijo. No sentía ningun deseo de que su mujer, o sus hijos,
Su mujer lo asió del brazo. Había visto a lo entraran en la granja.
pájaros a través de la puerta abierta. —No vengas —exclamó, ásperamente,
—Llévanos —suplicó—; no podemos que- Nat—. Haz lo que te digo.
darnos aquí solos. Prefiero morir antes que quedar- Su mujer retrocedió con el cochecito junto a
me sola. la cerca, protegiéndose, y protegiendo a los niños,
Nat consideró la cuestión. Movió la cabeza. del viento.
— Vamos, pues —dijo—, trae cestas y el co- Nat penetró solo en la granja. Se abrió paso
checito de Johnny. Podemos cargar de cosas el por entre la grey de mugientes vacas que, molestas
cochecito. por sus repletas ubres, vagaban dando vueltas de un
Se vistieron adecuadamente para hacer fren- lado a otro. Observó que el coche estaba junto a la
te al cortante viento y se pusieron guantes y bufan- puerta, fuera del garaje. Las ventanas de la casa es-
das. Nat cogió a Jill de la mano, y su mujer puso a taban destrozadas. Había muchas gaviotas muertas,
Johnny en el cochecito. tendidas en el patio y esparcidas alrededor de la
—Los pájaros —gimió Jill— están todos ahí casa. Los pájaros vivos se hallaban posados sobre
fuera, en los campos. los árboles del pequeño bosquecillo que se extendía
—No nos harán daño —dijo él—, de día, no. detrás la granja y en el tejado de la casa. Permane-
Echaron a andar hacia el portillo, cruzando el cían completamente inmóviles. Lo vigilaban.
campo, y los pájaros no se movieron. Esperabalf El cuerpo de Jim..., lo que quedaba de él,
vueltas hacia el viento sus cabezas. yacía tendido en el patio. Las vacas lo habían piso-
Al llegar al recodo que daba a la granja, Nat teado, después de haber terminado los pájaros.
se detuvo y dijo a su mujer que lo esperara con los Junto a él se hallaba su escopeta. La puerta de la
niños al abrigo de la cerca. casa estaba cerrada y atrancada, pero, como las ven-
—Pues yo quiero ver a la señora Trigg — 8 tanas estaban rotas, era fácil levantarlas y entrar por
testó ella—. Hay montones de cosas que le pode- ellas. El cuerpo de Trigg estaba junto al teléfono.
mos pedir prestadas, si fueron ayer al mercado; ade- Debía de haber estado intentando comunicar con la
más de pan... central cuando los pájaros se lanzaron contra él. El
—Espera aquí —interrumpió Nat—. Vuelvo receptor pendía suelto, y la caja había sido arranca-
en seguida. da de la pared. Ni rastro de la señora Trigg. Estaría
Las vacas estaban mugiendo, moviéndose in- en el piso de arriba. ¿Para qué subir? Nat sabía lo
quietas por el corral, y Nat pudo ver el boquete de la que iba a encontrar.
valla por donde se habían abierto camino las ovejas, «Gracias a Dios, no había niños», se dijo.
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Hizo un esfuerzo para subir la escalera, pero, a empezaba a pensar en ello, cuántas cosas eran nece-
mitad de camino, dio media vuelta y descendió de sarias. Casi lo más importante de todo era la tabla-
nuevo. Podía ver sus piernas, sobresaliendo por la zÓn para las ventanas. Nat tuvo que andar de un
abierta puerta del dormitorio. Detrás de ella, yacían los: lado para otro buscando madera. Quería reponer las
cadáveres de las gaviotas negras y un paraguas roto. tablas de todas las ventanas de la casa. Velas, parafi-
«Es inútil hacer nada —pensó Nat—. No dis- na, clavos, hojalata; la lista era interminable. Ade-
pongo más que de cinco horas, incluso menos. Los más, ordeñó a tres de las vacas. Las demás tendrían
Trigg comprenderían. Tengo que cargar con todo lo: que seguir mugiendo, las pobres.
que encuentre.» Regresó al lado de su mujer y los En el último viaje, condujo el coche hasta la
niños. parada del autobús, salió y se dirigió a la cabina te-
—Voy a llenar el coche de cosas —dijo—, lefónica. Esperó unos minutos haciendo sonar el
Meteré carbón, y parafina para el infiernillo. Lo lle aparato. Sin resultado. La línea estaba muerta. Se
varemos a casa y volveremos para una nueva carga. subió a una loma y miró en derredor, pero no se
—¿Qué hay de los Trigg? —preguntó su veía signo alguno de vida. A todo lo largo de los
mujer. | campos, nada; nada, salvo los pájaros, expectantes,
—Deben de haberse ido a casa de algunos en acecho. Algunos dormían; podía ver los picos
amigos —respondió. arropados entre las plumas.
—¿ Te ayudo? «Lo lógico sería que se estuviesen alimen-
—No; hay un barullo enorme ahí dentro. Las tando —pensó—, no ahí quietos, de esa manera.»
vacas y las ovejas andan sueltas por todas partes. Entonces recordó. Estaban atiborrados de
Espera, sacaré el coche. Podéis sentaros en él. alimento. Habían comido hasta hartarse durante la
o Torpemente, hizo dar la vuelta al coche y lo noche. Por eso no se movían esta mañana...
situó en el camino. Su mujer y los niños no podían No salía nada de humo de las chimeneas de
ver desde allí el cuerpo de Jim. | las demás casas. Pensó en las niñas que habían co-
—Quédate aquí —dijo—, no te preocupes : rrido por los campos la noche anterior.
del coche del niño. Luego vendremos por él. Ahora «Debí darme cuenta —pensó—. Tenía que
voy a cargar el auto. haberlas llevado a casa conmigo.»
_Los ojos de ella no se apartaban de los de Levantó la vista hacia el cielo. Estaba desco-
Nat. Este supuso que su mujer comprendía; de otro lorido y gris. Los desnudos árboles del paisaje pare-
modo, no se habría ofrecido a ayudarle a encontrar cían doblarse y ennegrecerse ante el viento del Este.
el pan y los demás comestibles. | El frío no afectaba a los pájaros, que seguían espe-
Hicieron en total tres viajes, entre su casa y | rando allá en los campos.
la granja, antes de convencerse de que tenían todo — Ahora es cuando debían ir por ellos —dijo
lo que necesitaban. Era sorprendente, cuando se Nat—; su objetivo está claro. Deben de estar ha-
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ciendo esto por todo el país. ¿Por que no despega
Ningún plan, ninguna organización. Y los de aquí
ahora nuestra aviación y los rocía con gases vene-.
no tenemos importancia. Eso es lo que pasa. La
nosos? ¿Qué hacen nuestros muchachos? Tienen
gente de tierra adentro tiene prioridad. Seguro que
que saber, tienen que verlo por sí mismos.
allí ya están empleando gases y han lanzado a toda
Volvió al coche y se sentó ante el volante.
la aviación. Nosotros tenemos que esperar y aguan-
—Cruza de prisa la segunda puerta —cuchi-
tar lo que venga.
cheó su mujer—. El cartero está tendido allí. No.
Hizo una pausa, terminado su trabajo en la
quiero que Jill lo vea.
chimenea del dormitorio, y miró al mar. Algo se es-
Aceleró. El pequeño «Morris» saltaba y re-
taba moviendo allá lejos. Algo gris y blanco entre
chinaba a lo largo del camino. Los niños gritaban
las rompientes.
contentos.
—Es la Armada —dijo—; ellos no nos aban-
A la una menos cuarto llegaron a la casa.
donan. Vienen por el canal y están entrando en la
Faltaba solamente una hora.
bahía.
—Prefiero hacer una comida fría —dijo
Aguardó forzando la vista, llorosos los ojos a
Nat—. Calienta algo para ti y para los niños; un
causa del viento, mirando en dirección al mar. Se
poco de sopa, por ejemplo. Yo no tengo tiempo de
había equivocado. No eran barcos. No estaba allí la
comer ahora. Tengo que descargar todas estas
Armada. Las gaviotas se estaban levantando del
cosas.
mar. En los campos, las nutridas bandadas de pája-
Lo metió todo dentro de la casa. Tiempo ha--
ros ascendían en formación desde el suelo y, ala con
bría de ordenarlo. Todos debían tener algo que
ala, se remontaban hacia el cielo. Había llegado la
hacer durante las largas horas que se avecinaban.
pleamar.
Ante todo, debía echar un vistazo a las puertas y a
Nat bajó por la escalera de mano que había
las ventanas.
utilizado y entró en la cocina. Su familia estaba co-
Dio la vuelta a la casa, comprobando metódi-
miendo. Eran poco más de las dos. Atrancó la puerta,
camente cada puerta, cada ventana. Subió también
levantó la barricada ante ella y encendió la lámpara.
al tejado y cerró con tablas todas las chimeneas, ex-
—+Es de noche —dijo el pequeño Johnny.
cepto la de la cocina. El frío era tan intenso que ape-
Su mujer había vuelto a conectar la radio,
nas podía soportarlo, pero era un trabajo que tenía
pero ningún sonido salía de ella.
que hacerse. De vez en cuando levantaba la vista
—He dado toda la vuelta al dial —dijo—,
hacia el cielo, esperanzado, en busca de aviones. No
emisoras extranjeras y todo. No he podido sintoni-
venía ninguno. Mientras trabajaba, maldijo la inefi-
zar nada.
cacia de las autoridades.
—Quizá tengan ellos el mismo trastorno
—Siempre igual —murmuró—, siempre nos
—dijo—, quizá esté ocurriendo lo mismo por toda
abandonan. Estúpido, estúpido desde el principio.
Europa.
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Ella sirvió en un plato sopa de los Trigg, Los pájaros pequeños estaban ya enzarzados
cortó una rebanada grande de pan de los Trigg y la con la ventana.
untó con mantequilla. Reconoció el ligero repiqueteo de sus picos y
Comieron en silencio. Un poco de mantequi- el suave roce de sus alas. Los halcones no hacían
lla se deslizó por la mejilla de Johnny y cayó sobre caso de las ventanas. Ellos concentraban su ataque
la mesa. en la puerta. Nat escuchó el violento chasquido de
—Modales, Johnny —dijo Jill—, tienes que la madera al astillarse y se preguntó cuántos millo-
aprender a secarte los labios. Comenzó el repiqueteo nes de años de recuerdos estaban almacenados en
en las ventanas, en la puerta. Los roces, los crujidos, aquellos pequeños cerebros, tras los hirientes picos
el forcejeo para tomar posiciones en los alféizares. El' y los taladrantes ojos, que ahora hacían nacer en
primer golpe de un pájaro suicida contra la pared. ellos este instinto de destruir a la Humanidad con
—¿No harán algo los americanos? —excla- toda la certeza y demoledora precisión de unas má-
mó su mujer—. Siempre han sido nuestros aliados, quinas implacables.
¿no? Seguramente harán algo. —Me fumaré ese último pitillo —dijo a su
Nat no respondió. Las tablas colocadas en las mujer—. Estúpido de mí, es lo único que he olvida-
ventanas eran recias, y también las de las chimeneas. do traer de la granja.
La casa estaba llena de provisiones, de combusti-: Lo encendió y conectó la silenciosa radio.
ble, de todo lo que necesitarían en varios días. Tiró al fuego el paquete vacío y se quedó mirando
Cuando terminara de comer, sacaría las cosas, las cómo ardía.
ordenaría, las iría colocando en sus sitios. Su mujer
y los niños podrían ayudarlo. Era necesario tenerlos
ocupados en algo. Acabarían rendidos a las nueve
menos cuarto, cuando la marea estuviese baja otra.
vez; entonces, los haría acostarse en sus colchones.
y procuraría que durmiesen profundamente hasta
las tres de la madrugada.
Tenía una nueva idea para las ventanas, que
consistía en poner alambre de espino delante de las
tablas. Se había traído un rollo grande de la granja.
Lo malo era que tendría que trabajar a oscuras, du-
rante la tregua entre las nueve y las tres. Era una lás-
tima que no se le hubiese ocurrido antes. Lo princi-
pal era que hubiese tranquilidad mientras dormían
su mujer y los niños.
La sirena de la niebla

Ray Bradbury

Aná afuera, en el agua helada, lejos de la costa, es-


perábamos todas las noches la llegada de la niebla,
y llegó, y aceitamos la maquinaria de bronce y encen-
dimos el faro de niebla en lo alto de la torre. Sintién-
donos como dos pájaros en el cielo gris, McDunn
y yo lanzábamos la luz que exploraba, roja, luego
blanca, pero roja otra vez, en busca de los barcos
solitarios. Y si ellos no veían nuestra luz, siempre
estaba nuestra voz, el grito alto y profundo de la
sirena que temblaba entre los jirones de niebla y
sobresaltaba a las gaviotas, que se alejaban como
mazos de barajas desparramadas, y hacía que las
olas crecieran y espumaran.
—Es una vida solitaria, pero ya te has acos-
tumbrado ¿no? —preguntó McDunn.
—Sí dije—. Gracias a Dios, usted es un buen
conversador.
—Bueno, mañana te toca ir a tierra —dijo,
sonriendo—, a bailar con las muchachas y tomar gi-
nebra.
—McDunn, ¿en qué piensa cuando lo dejo
solo aquí?
—En los misterios del mar.
McDunmn encendió su pipa. Eran las siete y
cuarto de una fría tarde de noviembre. La calefac-
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ción funcionaba, la luz movía su cola en doscientas de todas nuestras máquinas y los llamados submari-
direcciones y la sirena zumbaba en la alta garganta nos, pasarán diez mil siglos antes de que pisemos
de la torre. No había ni un pueblo en ciento cin=- realmente el fondo de las tierras sumergidas, el
cuenta kilómetros de costa; solamente un camino reino de las hadas que hay allí y conozcamos el ver-
solitario que cruzaba los campos muertos y llegaba dadero terror. Piénsalo: allí es todavía el año
al mar llevando pocos autos, tres kilómetros de frías 300000 antes de Cristo. Mientras nosotros nos pa-
aguas hasta nuestra roca y unos pocos barcos. voneamos con trompetas, y nos arrancamos las ca-
—Los misterios del mar —dijo McDunn bezas y los países unos a otros, ellos han vivido a
pensativo—. ¿Sabes que el océano es el más extra- dieciocho kilómetros de profundidad bajo las aguas,
ño copo de nieve que ha existido? Se mueve y se en el frío, en un tiempo tan antiguo como la cola de
hincha con mil formas y colores y no hay dos pare=' un cometa.
cidos. Es extraño. Una noche, hace años, estaba —Sí. El mundo es muy viejo.
aquí, solo, cuando todos los peces del mar salieron —Ven. Tengo algo especial que te he estado
a la superficie. Algo los hizo subir y quedarse flo- reservando.
tando en la bahía, temblorosos, mirando fijamente a Subimos los ochenta escalones, hablando y
la luz del faro roja, blanca, roja, blanca, iluminán= tomándonos nuestro tiempo. Arriba, McDunn
dolos, de modo que pude ver sus extraños ojos. Me apagó las luces del cuarto para que no hubiese refle-
quedé frío. Eran como una enorme cola de pavo jos en el cristal cilíndrico. El gran ojo de luz zumba-
real, que se agitó allí hasta la medianoche. Luego, ba y giraba suavemente sobre sus cojinetes aceita-
sin hacer el menor ruido, desaparecieron; un millón dos. La sirena gritaba regularmente una vez cada
de peces desapareció. A veces pienso que —qui= quince segundos.
zá— de alguna forma, habían recorrido todos esos Parece un animal, ¿no es cierto? —McDunn
kilómetros para orar. Es extraño. Pero piensa que la se aprobó a sí mismo—. Un enorme animal solitario
torre debe impresionarlos, alzaba veinte metros por que grita en la noche. Sentado aquí, al borde de diez
encima del mar, y la luz-dios que sale del faro y la millones de años, y llamando al abismo: Estoy aquí,
torre que se anuncia con su voz monstruosa. Esos estoy aquí, estoy aquí. Y el abismo responde, sí, lo
peces nunca volvieron, pero, ¿no crees que por unos hace. Ya llevas tres meses aquí, Johnny, de modo
instantes creyeron estar en presencia de Dios? que es mejor que estés preparado. En esta época del
Me estremecí. Miré hacia las largas y gris año —dijo, mientras estudiaba la oscuridad y la nie-
praderas del mar que se extendían hacia ninguna bla—, algo viene a visitar el faro.
parte, hacia la nada. —¿Los cardúmenes de peces de que me
—-Oh, el mar está lleno —McDunn chupó su habló?
pipa nervioso, y parpadeó. Había estado nervioso —No. Esto es otra cosa. No te lo había dicho
todo el día, pero no había dicho por qué—. A pes porque hubieras pensado que estoy loco. Pero ya no
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puedo postergarlo, porque, si el año pasado marqué La sirena llamó.


bien mi calendario, vendrá esta noche. No voy a en- —Inventé esa historia —dijo McDunn en
trar en detalles; ya lo verás tú mismo. Siéntate aquí. voz baja— para explicar por qué esta cosa vuelve al
Mañana, si quieres, puedes hacer el equipaje y faro todos los años. Creo que la sirena la llama y
tomar la lancha y recoger el coche que tienes apar- viene...
cado en el muelle y dirigirte a algún pueblecito si- —Pero... —dije yo.
tuado tierra adentro y mantener la luz encendida du- —C hist... —dijo McDunn—. ¡Allí!
rante la noche. No te preguntaré nada, ni te culparé,. Señaló al abismo.
Ya ha sucedido en los últimos tres años, y ésta es la Algo venía nadando hacia el faro.
primera vez que hay alguien aquí para comprobarlo. Como ya dije, era una noche fría. La torre es-
Espera y vigila. taba fría, la luz iba y venía y la sirena llamaba y lla-
Pasó media hora en que sólo murmuramos maba entre los hilos de niebla. Uno no podía ver
unas pocas palabras. Cuando la espera empezó a fa- muy lejos ni muy claro, pero allí estaba el mar pro-
tigarnos, McDunn empezó a describirme algunas de fundo, viajando alrededor de la noche, plano y si-
sus ideas, Tenía teorías acerca de la sirena. lencioso, del color del barro gris, y aquí estábamos
—Un día, hace muchos años, llegó un hom= nosotros dos, solos en la alta torre, y allá, lejos al
bre y escuchó el sonido del mar en una costa fría y comienzo, se elevó una onda, seguida por una ola,
sin sol y dijo: «Necesitamos una voz que llame un alzamiento del agua, una burbuja, un poco de es-
través del mar, que advierta a los barcos. Yo h puma. Y entonces de la superficie del frío mar sur-
una. Haré una voz que será como todo el tiempo y gió una cabeza, una enorme cabeza oscura, con ojos
toda la niebla que han existido. Haré una voz que inmensos, y luego un cuello. Y luego, no un cuerpo,
será como una cama vacía a tu lado durante toda la sino ¡más y más cuello! La cabeza se levantó sus
noche, y como una casa vacía cuando abres la puer- buenos doce metros sobre la superficie, apoyada en
ta, y como los árboles deshojados del otoño. Un so- un esbelto y hermoso cuello oscuro. Y sólo enton-
nido como el de los pájaros cuando vuelan hacia el ces, como una islita de coral negro y conchas y can-
sur, gritando, y un sonido como el del viento de no= grejos, el cuerpo surgió de las profundidades. La
viembre y el del mar en una costa dura y fría. Haré cola era apenas un destello. En conjunto, calculé
un sonido tan desolador que nadie podrá dejar de que el monstruo medía veinticinco o treinta metros
oírlo, que todos cuantos lo oigan llorarán, y que de longitud desde la cabeza hasta la punta de la
hará que los hogares parezcan más tibios y que la cola.
gente se alegre de estar dentro de casa en los pue- No sé qué dije. Dije algo.
blos distantes. Haré un sonido y un aparato y lo lla= —Calma muchacho, calma —susurró queda-
marán una sirena y quienquiera que lo oiga sabrá mente McDunn.
que la eternidad es triste y la vida es breve». —Es imposible —dije.
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—No, Johnny. Nosotros somos imposibles. tembló en mi cabeza y en mi cuerpo. El monstruo le


Eso es lo que era hace diez millones de años. No ha gritó a la torre. La sirena sonó. El monstruo abrió su
cambiado. Somos nosotros y la tierra los que hemos gran boca dentada, y el sonido que salió de allí era
cambiado, lo que se ha vuelto imposible. ¡Nosotros! el mismo sonido de la sirena. Solitario y vasto y le-
Nadaba lentamente, grande, oscuro, majes-. jano. El sonido de la desolación, de un mar ciego,
tuoso en las aguas heladas, a lo lejos. La niebla iba de una noche fría, del aislamiento. Así era el so-
y venía a su alrededor, y borraba su contorno. Uno: nido.
de los ojos del monstruo recogió y reflejó y devol- —Ahora —susurrtó McDunn—, ¿compren-
vió nuestra inmensa luz, roja, blanca, roja, blanca, des por qué viene aquí?
como un disco elevado en el aire que enviase un Asentí.
mensaje en un código primitivo. Era tan silenciosa —Durante todo el año, Johnny, ese pobre
como la niebla en la que se desplazaba. monstruo yace a lo lejos, mil kilómetros mar aden-
—¡Es una especie de dinosaurio! tro y a treinta kilómetros de profundidad, quizá,
Me agaché, y me así de la barandilla de la es- soportando el paso del tiempo. Quizá esta criatura
calera. tenga un millón de años. Piensa: esperar un millón
—Sí, uno de la tribu. de años. ¿Podrías esperar tanto? Quizá es el último
—Pero ¡se extinguieron! de su especie. Debe de ser eso. En cualquier caso,
—No. Se ocultaron en el abismo. En lo más vienen unos hombres de la tierra y construyen este
profundo del más abismal abismo. Esa sí que es una faro, hace cinco años. E instalan la sirena, y la
palabra, Johnny, una verdadera palabra... dice hacen llamar y llamar y llamar hacia el lugar donde
mucho: el abismo. En una palabra así, están toda la tú estabas, enterrado en el sueño y el mar, en los re-
frialdad y la oscuridad y la profundidad del mundo cuerdos de un mundo donde había miles como tú.
—¿Qué haremos? Pero ahora estás solo, totalmente solo, en un mundo
—¿Hacer? Éste es nuestro trabajo, no pode: que no está hecho para ti, un mundo donde tienes que
mos marcharnos. Además, estamos más seguros ocultarte. Pero el sonido de la sirena viene y se va,
aquí que en cualquier embarcación que pudiera lle: viene y se va, viene y se va, y te estremeces en el
varnos a la costa. Eso es tan grande como un des: barroso fondo del abismo, y tus ojos se abren como
tructor y casi tan veloz. los lentes de una cámara de cincuenta centímetros,
—Pero, ¿por qué viene aquí? y te mueves lenta, muy lentamente, porque tienes
En seguida tuve la respuesta. todo el peso del océano en tus hombros y es pesado.
La sirena llamó. Pero la sirena llega, a través de miles de kilómetros
Y el monstruo respondió. de agua, débil y familiar, y la caldera que hay en tu
Un grito atravesó un millón de años de agu vientre gana presión, y empiezas a subir despacio,
y niebla. Un grito tan angustioso y solitario que despacio. Te alimentas de bancos de bacalaos y aba-
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dejos, de ríos de medusas, y te elevas lentamente guiente la niebla se levantó inesperadamente, salió
durante el otoño, en septiembre, cuando comienzan el sol y el cielo estaba azul como en un cuadro. Y el
las nieblas, en octubre, cuando hay más niebla aún monstruo se alejó del calor y el silencio y no volvió.
y la sirena sigue llamándote, y luego, a fines de no- Supongo que ha estado pensando en eso todo el
viembre, después de adaptarte al cambio de presión, año, pensándolo desde todos los puntos de vista po-
día tras día, ganando unos pocos metros cada hora, sibles. ,
estás cerca de la superficie y aún estás vivo. Tienes El monstruo estaba a cien metros ahora. El y
que ir despacio. Si te apresuras, estallas. De modo la sirena intercambiaban gritos. Cuando la luz caía
que necesitas tres meses para llegar a la superficie. sobre ellos, los ojos del monstruo eran fuego y
y luego unos cuantos días para nadar por las frías hielo, fuego y hielo.
aguas hasta el faro. Y allí estás, allá fuera, en la —Así es la vida —dijo McDunn—. Siempre
noche, Johnny. Eres el más grande de los monstruos hay alguien aguardando a alguien que nunca vuel-
de la creación. Y aquí está el faro, llamándote, con ve. Siempre hay alguien que quiere a algo que no le
un cuello largo como el tuyo saliendo del mar y quiere. Y después de un tiempo quieres destruir a
cuerpo como tu cuerpo y —eso es lo más importan= ese otro, sea quien sea, para que no pueda herirte
te— una voz como la tuya. ¿Comprendes ahora, más.
Johnny? ¿Comprendes? El monstruo se acercaba velozmente al faro.
La sirena llamó. La sirena llamó.
El monstruo respondió. —Veamos qué ocurre —dijo McDunn.
Lo vi todo. Lo supe todo. El millón de solita= Apagó la sirena.
rios años aguardando la vuelta de alguien que no En el minuto siguiente el silencio fue tan in-
volvió nunca. El millón de años de aislamiento en el tenso que podíamos oír los latidos de nuestros cora-
fondo del mar, la locura que era el tiempo allí, zones contra los cristales de la torre, podíamos oír
mientras los cielos se limpiaban de pájaros-reptiles, el lento movimiento aceitado de la luz.
las marismas se saneaban en los continentes, los pe= El monstruo se detuvo y quedó inmóvil. Sus
rezosos y los tigres dientes de sable eran tragados grandes ojos de linterna parpadearon. Su boca se
por pozos de alquitrán y los hombres corrían como abrió. Emitió una especie de ruido sordo, como el
hormigas blancas por las colinas. de un volcán. Torció la cabeza hacia uno y otro
La sirena llamó. lado, como si estuviera buscando los sonidos que se
—El año pasado —dijo McDunn—, nadó y habían perdido en la niebla. Escudriñó el faro. Emi-
nadó y nadó en círculos alrededor del faro toda la tió nuevamente el ruido sordo. Luego sus ojos se in-
noche. No se acercó mucho. Quizá estaba descon= flamaron. Se incorporó, azotando el agua, y se pre-
certado. Quizá tenía miedo. Y estaba un poco enfa- cipitó sobre la torre, sus ojos llenos de furia y dolor.
dado, después de un viaje tan largo. Pero al día si- —McDunn —grité—. ¡Conecte la sirena!
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McDunn buscó a tientas la llave. Pero antes en nosotros de modo que el repugnante hedor de su
de que pudiera conectarla, el monstruo se había er- cuerpo llenaba el aire a sólo diez centímetros de
guido. Vislumbré sus garras gigantescas con una distancia de nuestro sótano. El monstruo jadeaba y
brillante piel correosa entre los dedos, agarrando la gritaba. La torre había desaparecido. La luz había
torre. El enorme ojo que estaba a la derecha de su desaparecido. La cosa que lo había llamado a través
angustiada cabeza brilló ante mí como un caldero de un millón de años había desaparecido. Y el
en el que podría haber caído, gritando. La torre se: monstruo abría su boca y emitía grandes sonidos.
sacudió. La sirena gritó; el monstruo gritó. Abrazó Los sonidos de una sirena, una y otra vez. Y los bar-
el faro y arañó los vidrios, que cayeron, hechos tri= cos en alta mar que no encontraban la luz, que no
zas, sobre nosotros. veían nada, pero que oían deben de haber pensado:
McDunmn me agarró del brazo. «Allí está. El sonido solitario, la sirena de la bahía
—¡Abajo! —gritó. de la Soledad. Todo va bien. Hemos doblado el
La torre se balanceaba, se tambaleaba y em- cabo».
pezó a ceder. La sirena y el monstruo rugían. Tras= Y todo siguió así durante el resto de la
tabillamos y casi caímos por la escalera. i noche.
—¡Aprisa! |
Llegamos abajo cuando la torre ya se dobla= El sol estaba tibio y amarillo la tarde siguien-
ba encima de nosotros. Nos metimos, pasando por te, cuando la patrulla de rescate nos desenterró del
debajo de la escalera, en el pequeño sótano de pie- sótano cubierto de rocas.
dra. Hubo un millar de golpes, mientras llovian pie- —Se derrumbó, eso es todo —dijo el señor
dras. La sirena se detuvo abruptamente. El mons McDunn gravemente—. Las olas nos golpearon con
truo se estrelló contra la torre. La torre cayó. mucha fuerza y se derrumbó.
McDumn y yo, arrodillados, nos abrazamos con Me dio un pellizco en el brazo.
fuerza mientras nuestro mundo estallaba. $ No había nada que ver. El océano estaba en
Luego acabó todo, y no quedó más que la os- calma, el cielo, azul. Lo único era el fuerte olor a
curidad y el ruido del mar golpeando las rocas des- algas que soltaba la materia verde que cubría las
nudas. piedras de la torre caída y las rocas de la costa. Las
Eso y el otro sonido. moscas zumbaban. El océano vacío lamía la costa.
—Escucha —dijo McDunn en voz baja— El año siguiente construyeron un nuevo faro,
Escucha. pero en aquel entonces yo tenía un trabajo en el
Aguardamos un momento. Y luego comencé. pueblecito y una esposa y una casita cálida que emi-
a oírlo. Al principio fue como una gran succión de tía un resplandor amarillo en las noches de otoño,
aire, y luego el lamento, el asombro, la soledad del con las puertas cerradas y la chimenea humeando.
gran monstruo, doblado encima nuestro, apoyado En cuanto a McDunn, era el amo del nuevo faro,

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