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Fasce, Jorge
Dirigir una escuela: teoria y ética de una pasión y de un oficio - 1a ed. - Ciudad Autónoma
de Buenos Aires: 12ntes, 2013.
144p.; 24x17cm
ISBN 978-987-1540-25-9
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Vos que tenés labia, contame una historia.
Metele con todo, no te hagas rogar.
…
¡Allá voy!
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Indice
Del origen y de la dedicatoria — 7
Introducción — 11
Capítulos
CAP. I
Qué es un director de escuela — 13
CAP.II
El director en el proceso de
comunicación — 26
CAP. III
El director en la gestión pedagógica — 42
CAP. IV
El director y sus tareas — 54
CAP. V
El director y la evaluación — 72
CAP. VI
Dirigir: una tarea de encuentros
entre personas — 84
Bibliografía — 91
5
Recreos
Recreo I — 93
Recreo II — 95
Recreo III — 97
Recreo largo IV — 99
Recreo V — 109
Recreo VI — 113
Recreo IX — 126
Recreo X — 127
6
IR AL ÍNDICE
• Septiembre de 1957.
¡Cómo hubiera sido necesario, como siempre que hay que señalar alguna falencia en alguien,
un poco de mesura en esa evaluación!
• Octubre de 1957.
- ¿No tiene una tía que pueda hablar con sus padres, a quien
usted le cuente cuáles son sus verdaderos deseos?
Y ahí estuvo la tía Clara quien habló con el padre (su hermano)
del joven. Y el padre escuchó y dijo: - Bueno, si tus deseos son
seguir… ¿cómo se llama eso? … eso de ciencias de la educación,
hacelo. Ya veremos cómo nos arreglamos.
¡Qué buena la audacia del joven profesor que se animó a reorientar una decisión de un
alumno, qué buena la audacia de aquella tía y de aquel padre que vaya a saber uno qué se
imaginaban que podían ser “las ciencias de la educación”!
• Julio de 1958.
A López Ocón que tuvo la audacia de reconocer en mí, el placer que siempre me ha oca-
sionado y me ocasiona la narración. A él, le dedico esta narración sobre mi pasión.
También a Nelly, otra audaz sin duda, que me convenció después del primer fracaso en
una dirección, que debía insistir.
A mi viejo que se atrevió a apoyarme en una aventura ignota (para él y también para mí).
Y que me dijo, una semana antes de morirse, en la sala de terapia intensiva, ante mi sor-
presa, que él sabía que yo era un muy buen director de escuela.
A Romeo, mi hijo, que decía creer que una de las razones para ser director de teatro es haber
visto y sentido cómo su padre disfrutaba conduciendo grupos de personas.(&)
A Marianela, a sus hijos León y Leia (mis nietos) y a Carlos, el padre de ellos, porque me
hicieron sentir la noción de eternidad. (*)
A unos cuantos de mis profesores, especialmente: Dante Panzeri (^) , Francisco Cabrera,
César Cascallar Carrasco y Guillermo Volkind quienes nunca fueron docentes formales míos
pero me enseñaron la esencia del oficio de enseñar y de conducir. (Puedo decir como Eugenio
Barba (2010, pág. 13): “He tenido maestros que no sabían ni querían ser mis maestros”).
A las escuelas que me permitieron equivocarme y acertar como Director: Tarbut, Pestalozzi,
Columbia, Acuario, Escuela Superior de Ciencias Deportivas y Centro de Estudios Terciarios
River Plate.
A mis colegas directores y directoras, a los docentes de aula de todas las escuelas que
pisamos juntos, a todos nuestros alumnos.
A mis amigos de todos los equipos de fútbol que integré, que me enseñaron cómo se juega,
cómo se disfruta y cómo se sufre (en victorias, empates y derrotas) en equipo.
(*) El actor Jorge Marrale al recibir un premio (creo que el Martín Fierro) se lo dedicó a su
padre que había fallecido recientemente porque hacía pocas semanas que había nacido su
nieto. ¿Cómo es la conexión entre ambos hechos? Marrale contó que al nacer su primer
hijo, su padre le dijo: “Te has ganado el futuro” y al nacer su nieto: “Ahora te has ganado
la eternidad”. Propongo leer “Introito para poder decir gracias al final”, en el “recreo I” del
final.
(^) Sugiero leer “La letra con sangre entra…pero con sangre del que enseña” en el “recreo
II” del final.
(&) Los abundantes epígrafes tomados de maestros de teatro son gracias a la sugerente
y fecunda recomendación de mi hijo para que iluminara este libro con la consulta de
obras sobre dirección de teatro. Sugiero leer “La sala teatral como metáfora del aula” en
el recreo III del final.
Introducción
Cada vez que leo un libro, voy a una conferencia o sigo un curso, me gusta saber quién
es el autor (o el profesor), qué ha hecho profesionalmente, qué formación tiene, quizás
porque creo que todo encuentro de enseñanza-aprendizaje es un encuentro de personas
y, entonces, saber quién es “el otro” resulta fundamental para mí.
Supongo, lector, que a usted le pasa lo mismo. Por eso le cuento: tengo 80 años, soy maes-
tro normal nacional y profesor en ciencias de la educación egresado de la Universidad
de Buenos Aires, soy especialista en gestión educativa y cursé una maestría en esa espe-
cialidad, trabajé diez años como maestro de grado, fui quince años director de escuela
primaria; diez, rector de secundaria y otros quince de un instituto terciario de formación
profesional. Hice capacitación de docentes de aula, de directores y de supervisores (lo
sigo haciendo). Fui (y soy aún) asesor pedagógico de unas cuantas escuelas (especialmen-
te en la creación de varias de ellas).
Suelo decir cuando empiezo un curso, que lo que puede ser interesante de mi formación
y de mi experiencia es que siempre he trabajado en escuelas (durante 54 años) y simul-
táneamente he tenido la posibilidad de estudiar sobre lo que hacía. Práctica y teoría han
dialogado constantemente en mi labor cotidiana, quizás esto sea lo mejor que puedo
compartir con usted, lector.
Me apasionan mi profesión, el deporte (he jugado mucho al fútbol y aún juego al tenis
todos los domingos por la mañana desde hace veintiséis años con un grupo entrañable
de amigos, muchos de ellos docentes como usted y como yo), el periodismo (lo he ejercido
como director de la revista La Obra desde 1978 a 1983), escribir en algunos viejos cafés
de Buenos Aires, leer novelas y cuentos, ir al cine y al teatro.
Estoy casado desde hace 53 años con Nelly (que es terapeuta psicoanalista), tengo dos
hijos: Romeo y Marianela que tienen, curiosamente, la misma profesión: ambos son di-
rectores de arte (escenógrafos) de cine publicitario, teatro y cine de ficción y dos nietos:
León Kaoru (“fruto fragante” en japonés) y Leia Midori (“verde” o “belleza” o “esperanza”,
en ese idioma).
CAPÍTULO I
• Qué es “dirigir”.
• La necesidad de la dirección.
“El día que no haga más cosas infantiles como enojarme porque el
hall está mal barrido, o porque no hay más papel en el baño, o porque
el bar es un desorden, entonces, ahí sí, dejo todo”
“Las clases empiezan a las 8.00. A las 7.25, cruzando la calle, saludo a Doña Juana que ya
dejó a los pibes en la escuela. Llego a las 7.35, doy una mirada meticulosa y distraída cuyo
objetivo es comprobar los resultados del trabajo de Marcelo. La recorrida me lleva al patio,
saludo a los tempraneros que aprovechan para intentar un “picado”, la pelota (de trapo,
como las de antes) me queda cerca, a dos o tres pasos, le pego bien de abajo ensayando
un centro que Cacho no alcanza a cabecear, y sigo hacia los baños… Si Marcelo no arregla
ese depósito, en cualquier momento se nos inundan. Tal vez los de la Cooperadora no le
compraron el repuesto. Los voy a llamar y de paso les pido que insistan con la difusión de
la Asamblea del sábado a la mañana. En la Dirección, me pongo el guardapolvo. Celia ya
ha preparado el libro de firmas (firmo), los leccionarios y los registros. Antes de que la tarea
del día se complique, enseguida después del izamiento de la Bandera (hay que intentar
otra forma de ceremonia, ésta que pareció tan revolucionaria se está poniendo demasiado
rutinaria) voy a mirar los leccionarios y las planificaciones para ver cómo anda el desarrollo
de lo proyectado.
No debo olvidarme de mirar los cuadernos de tercero, ayer se lo prometí a los chicos. A
las 7.50 vuelvo al patio, ya con muchos chicos y unas cuantas madres y maestras; otra
vez Sandra va a llegar tarde el día que tiene turno, tengo que hablar con ella, es tan bue-
na maestra pero no puedo permitir su impuntualidad, ahí llega, ahora los hace agrupar
frente al mástil, sin un grito, siempre sonriente, empieza bien el día, hoy… Lástima que
Cacho no cabeceó el centro que le puse justo… ¿Cómo no se da cuenta que el sol quedó
al revés? Y bueno… Cuando todos se vayan a las aulas, bajo la Bandera y la coloco bien.
¿Algún otro se habrá dado cuenta de que hoy cuando izamos la Bandera, el sol estaba
dado vuelta y que ahora está bien? ¿Alguna de estas cuatrocientas personas, habrá pen-
sado en el sol de la Bandera durante el día de hoy? Mañana tengo que pedirles que tiren
los papeles en los cestos, es una barbaridad cómo queda la escuela al irnos, tenemos
que colaborar con Marcelo, un solo ordenanza para un edificio tan grande, vamos a ver
si los de la Cooperadora pueden pagar una persona más.
El día fue (como prometía la sonrisa de Sandra) bastante bueno: el desarrollo de los
programas, por lo que muestran los leccionarios y los cuadernos de tercero y de cuarto
va bien; pude charlar un rato sobre el grupo de quinto B con la señora Alicia. ¡Por qué
no puedo dejar de decirle “señora” a esta mujer!
Los padres hoy me dejaron respirar un poco y la comida estaba sabrosa; a los chicos, sin
embargo, las milanesas a la marinera no les gustan, voy a sugerir que no las hagan más
así por unas semanas; ahora que viene el tiempo lindo debería retomar la costumbre del
paseo por el barrio luego del almuerzo, en la próxima reunión de personal, tenemos que
trabajar el tema de las agresiones en los recreos de la tarde, esto fue lo malo de hoy. Las
cinco y media, ya es hora de irme ¿habrán preparado el aula para el curso de la escuela
de capacitación?
Ese otro profesor de la escuela de capacitación, ¿no nos podrá dar una mano con las
agresiones en los recreos de la tarde?
— Fasce, Jorge:
Cuando escribí este relato, dije “Cacho” sin pensar de qué Cacho se trataba, era cual-
quier alumno de cualquiera de las escuelas que he dirigido. Algunos años después, un
queridísimo colega, Tomy Fleischer, me contó que había entendido muy bien el signifi-
cado de ese párrafo: “Estaba claro, Ferreira, Julio “Cacho” Ferreira, ese gran, querido y
entrañable maestro, no había podido cabecear el centro: no había podido llegar a leer eso
que yo estaba escribiendo. Había muerto muy joven, a los 40 años”.
Al escucharlo, yo no podía creer que Tomy le hubiera encontrado ese sentido, no había
sido mi intención conciente pero efectivamente muy bien hubiera podido ser la expre-
sión de mi inconciente: “Cacho” Ferreira siendo un maestro muy joven me enseñó mu-
chísimas cosas de la enseñanza, de las ilusiones, de la lucha por ellas, del compromiso
con la vida, con sus alumnos, con sus amigos, con sus seres más queridos. Y claro, yo
no había podido agradecérselo, él ya no leería este libro, ya no podría hacer un gol de
cabeza con ese “centro” que yo estaba mandando.
(*) En todo el texto, cada vez que se lea “director”, deberá entenderse que estoy diciendo
“directora y director”. Me disculpo ante la membresía mayoritariamente femenina que
desempeña el cargo de directora de escuela. El propósito de comunicarme desde un com-
promiso y un estilo personal de relación me ubica en forma ineludible en mi posición de
“sujeto del género masculino” y ello me dificulta decir, por ejemplo, “Qué es una directora
de escuela”.
Un director de escuela es una persona que ha sido designada (por los organismos esta-
tales correspondientes o por la entidad propietaria de la escuela o, en algunos casos, por
sus colegas y/o compañeros de trabajo) para ¿conducir? ¿gestionar? ¿gobernar?¿dirigir?
¿coordinar? una institución cuya función social esencial (o sea: irrenunciable, inevitable,
indeclinable, necesaria) es ENSEÑAR: hacer que los llamados alumnos o estudiantes
APRENDAN.
Hemos leído cómo ha narrado un director sus tareas durante un día de trabajo ¿qué tienen
que ver esas labores cotidianas con conducir / gestionar / gobernar / dirigir / coordinar?
Conducir significa llevar, guiar hacia…justamente: dirigirse a… o hacer que otras perso-
nas se dirijan hacia…
Dirigir: llevar rectamente algo hacia… Guiar mostrando o dando las señas de un camino.
Encaminar las intenciones y las operaciones a determinado fin. Orientar, guiar, aconsejar
a quien hace un trabajo. Conjuntar y marcar una determinada orien- tación a los compo-
nentes de un conjunto asumiendo la responsabilidad de su actua- ción pública.
Lo que parece expresarse con más fuerza en todas las acepciones es la cuestión de ser
responsable de dar una dirección a un determinado proceso y aunar los esfuerzos, los
deseos y las acciones de un grupo de personas hacia esa meta.
Como se ve, dirigir una escuela es una tarea de altísima complejidad, “…que debe atender
cuestiones que incluyen múltiples aspectos y dimensiones institucionales:
Dice el catedrático español J. Gimeno Sacristán que “…la escuela es una realidad plu-
ridimensional donde no valen los esquemas analíticos de variables aisladas sino los
esquemas complejos de unidades molares que es lo que la realidad educativa es. A esta
nota de pluridimensionalidad se añade la de simultaneidad con la cual se producen
los hechos educativos. La práctica educativa se caracteriza por presentar una realidad
en la cual simultáneamente ocurren cosas que no siempre se pueden abordar todas
juntas…Además, …muchos de los fenómenos se producen con una inmediatez impre-
visible e impredecible…”.
Citado en Fasce (1984).
Estas afirmaciones no invalidan las grandes diferencias que hay entre un instituto de nivel
terciario y un jardín de infantes o las dificultades y particularidades que se agregan en una
escuela rural con muy poco personal y con niños que viajan larguísimas distancias para
llegar a la escuela o que faltan asiduamente por razones climáticas o porque deben trabajar;
o en una escuela hogar; o en una escuela de una zona urbana rodeada de sectores pau-
pérrimos o indigentes, sin trabajo; u otra rodeada de un amenazante clima de violencia.
Está claro, además, que las circunstancias o las condiciones edilicias intensifican la com-
plejidad o la compensan. La tarea de un director en un edificio precario en el que todos
sufren frío o calor excesivos no tienen el mismo grado de dificultad que la de otro que se
desempeña en un buen edificio, con adecuado mobiliario y suficiente material didáctico.
Reitero: el contexto socio-económico, el tipo de población que asiste, las condiciones edi-
licias y físicas pueden acentuar o compensar la complejidad, pero pluridimensio- nalidad,
simultaneidad, inmediatez e imprevisibilidad son características de las tareas de todas las
instituciones educativas. Enorme escuela de una zona urbano marginal que atiende a una
población con dolorosas necesidades básicas insatisfechas hasta un pequeño colegio
privado al que concurre un alumnado perteneciente a una alta elite socio-económica.
La necesidad de la Dirección
La complejidad de la institución escuela derivada de los diversos roles que cumplen sus
integrantes, de la necesaria complementariedad entre ellos, de las diferentes fun- ciones
que deben desarrollarse, la mayoría de ellas sumamente delicadas y sensibles dado que
involucran el desarrollo personal de seres humanos en formación, y la res- ponsabilidad
que ellos generan, determina, exige, hace necesaria, una adecuada divi- sión del trabajo.
Una, entre las varias funciones que deben distribuirse entre diferentes actores institu-
cionales es la de la conducción, que, además, como ya hemos visto, es tan compleja en
sí misma que requiere de personas que se dediquen especialmente a realizarla y que es
diferente a las de las personas que desarrollan solamente las labores de la enseñanza.
Hay una situación paradojal entre la necesaria división del trabajo que justifica la adju-
Esto no significa que el director no pueda o no deba compartir sus tareas con otros
trabajadores, ni que la distribución de tareas ha de ser cumplida rígidamente y para
siempre; la flexibilidad, la cooperación y la complementariedad deben acompañar a
ladivisión del trabajo. La racionalidad de una distribución de tareas no es, ni debe ser,
incompatible con el compromiso personal (muchas veces cargado de intensa afectivi-
dad) que las laborales educativas requieren.
Sabemos que esta división del trabajo será bien diferente en una escuela de más de mil
alumnos con cien o doscientos docentes que en otra de personal único, pero aún tra-
tándose de un establecimiento unipersonal, sería necesario (si bien extremadamente
difícil) que quien hace las veces de docente único pueda, dentro de sí mismo, distinguir
las tareas de dirección, de aquellas otras que no lo son y que si tuviera un acompañante,
éste podría realizar.
Se trata, entonces, de alguien que debe tener legitimado su poder tanto porque ha sido
designado de acuerdo con las normas y los reglamentos vigentes, o sea de manera formal,
explícita y pública (tal como exigen los hechos administrativos republicanos) como por
el prestigio y el crédito ganados por su calidad y competencia en una determinada labor.
La autoridad ejerce el poder, poder que se necesita para conducir, gobernar, administrar,
coordinar. Poder en el sentido de ser potente, de tener fuerza (en la magnitud adecuada),
para desarrollar una actividad desde la posición de autoridad.
Descontando con que se cuenta con la legitimidad de la designación por ley ¿cómo se
gana prestigio y crédito ante las personas que trabajan o coexisten con uno?, en otras
palabras: ¿cómo se construye poder sanamente? ¿cuáles son las fuentes del poder?
Para ingresar más detalladamente en este tema, veamos las conclusiones de un coordina-
dor de un taller de capacitación de directores:
— Fasce, Jorge:
Crónicas de talleres de capacitación de directores. Inédito.
La posibilidad del ejercicio del poder suele generar “miedo”, “pudor” y “culpa” (claro que
también brinda satisfacción, placer, gratificaciones) por varias razones:
a. personales y psicosociales,
b. de formación profesional,
c. histórico-contextuales.
Pero debe quedar nítidamente establecido que no se puede ejercer la dirección sin auto-
ridad y sin usar el poder.
Para apaciguar miedos, pudores, vergüenzas, temores y culpas, sería conveniente tener
clara conciencia de algunas cosas:
Parece fácil pensar por qué el sentimiento de impotencia perjudica la tarea del director,
la de los otros y la de la institución: quien no se siente “potente para hacer”, no puede
actuar y un director que no actúa no puede hacer que los otros lo hagan ni que la institu-
ción funcione.
Quizás, explicar por qué el sentimiento de omnipotencia es tan perjudicial, puede resul-
tar más difícil. Un director “omnipotente” puede sentirse y hacer sentir a los demás, en
principio, que él es “muy potente”. ¿Pero puede, en realidad, “hacer todo”? Ya vimos que
la complejidad de la institución escuela lo hace imposible, es necesaria la distribución
específica y racional del trabajo. Además, la “omnipotencia de uno genera la impotencia
de los demás” (“Si todo lo hace él, si todo lo sabe ¿qué pueden hacer los demás? ¿Sabré
hacer algo yo?”, pensará cada uno de los otros trabajadores). Vemos cómo la omnipo-
tencia es la otra forma de negar la existencia de los otros y eso genera, necesariamente,
hostilidad hacia “el omnipotente”. Pero lo que los directores deberían ver, comprender,
darse cuenta, es que también genera hostilidad hacia uno mismo porque quien crea que
“todo lo puede”, al comprobar que no es posible (porque no lo es ¿está claro, no?) produce
excesiva insatisfacción y malestar personal.
Retomando, ¿cómo se construye poder sanamente? ¿cuáles son las fuentes del poder?
Esto no significa que el director no pueda o no deba compartir sus tareas con otros traba-
jadores, ni que la distribución de tareas ha de ser cumplida rígidamente y para siempre;
la flexibilidad, la cooperación y la complementariedad deben acompañar a la división
del trabajo. La racionalidad de una distribución de tareas no es, ni debe ser, incompatible
con el compromiso personal (muchas veces cargado de intensa afectividad) que las labo-
rales educativas requieren.
Es cierto que, a veces, experiencias anteriores no felices que puedan haber vivido los
docentes de una determinada institución con otros directores, exigirá del nuevo con-
ductor un esfuerzo mayor para construir la absolutamente necesaria confianza de sus
colaboradores. Se requerirá de un cierto tiempo actuando con esas mencionadas idonei-
dad, coherencia y consistencia para que vaya creciendo la sensación y el sentimiento de
credibilidad en la autoridad.
Debemos aclararle al estimado lector, que volveremos sobre este tema para desarrollarlo
con amplitud, en el capítulo referido a “la dirección y la comunicación”.
También construye sano y eficaz poder, aceptar los errores y tener plasticidad para en-
mendarlos. Por otra parte (y no se trata de vanidad ni soberbia), reconocer los aciertos
propios o de la gestión, y “hacerse fuerte sanamente” sobre la base de ellos, permite que
los demás visualicen la idoneidad profesional de un experto y los lleve a sentirse cómo-
dos con la conducción de esa persona.
No absorber todas las tareas, saber delegar, consultar, compartir los problemas (pero al
mismo tiempo saber cuándo hay que mantenerlos en reserva) y concensuar las decisiones,
son elementos indispensables en la edificación de poder y autoridad sanos.
El desempeño del director, las conductas de los demás y todas las acciones institucio-
nales, en suma, deben realizarse y estar orientadas por las normas, no por los deseos
discrecionales de las personas. Todos debemos estar sujetos al encuadre normativo, no a
las personas aunque (y he aquí un nuevo par en tensión) sean personas quienes actúan y
sea necesario e indispensable tenerlas siempre en cuenta.
Habría que agregar que las normas pueden ser modificadas pero siempre dentro de las
acordadas y establecidas “reglas de juego” vigentes. Por ejemplo, si entre todo el personal
de la escuela se ha establecido, en un acuerdo de una reunión de personal, que los alumnos
no pueden jugar a la pelota en el recreo y alguien propone, semanas después, que si se
jugara con pelotas de trapo no habría riesgos físicos para los chicos y chicas, ni para las
instalaciones, aquella norma podría cambiarse, siempre y cuando se reviera en un acuerdo
de otra reunión de personal y no porque a dos o tres docentes les pareciera magnífica la
imaginación de aquel que lo propuso y sin acordarlo con el resto.
Estar dispuesto a pedir ayuda (dentro de la misma institución o afuera de ella) también
Sobre las cualidades personales que un profesional debe reunir para poder ejercer su cargo
de dirección de tal forma que las fuentes que generan poder vayan actuando en conjunción
y en consonancia en su gestión, hablaremos más adelante, en próximos capítulos.
En “Canción de caminantes”, María Elena Walsh dice esta hermosa frase: “…valen más
dos temores que una esperanza”. Yo me atrevería a preguntar al lector: ¿cómo podemos
relacionar esta frase con el ejercicio del poder?
Para que se entienda mejor la pregunta que estoy haciendo, transcribo una anécdota que
se narra en “Escuela-universidad: la relación es posible” en Fasce, Martiñá (1984):
** Antídoto: Sustancia que contrarrestra los efectos nocivos de otra. Nosotros lo usamos
en el sentido metafórico en que lo plantea el diccionario de la Real Academia Española
de la Lengua: medio preventivo para no incurrir en una falta.
Resumiendo:
El ejercicio de la conducción exige poseer autoridad y poder, pero ello conlleva riesgos:
caer en la impotencia o en la omnipotencia.
CAPÍTULO II
El director en el proceso
de comunicación
• Un entramado de relaciones.
Confieso lector, que antes de recordar esta anécdota, había hecho el siguiente diagrama
para graficar la red de comunicaciones en la que se encuentra el director de una escuela:
COOPERADORES
ENTIDAD
PROPIETARIA
PERSONAL
OTRAS ADMINISTRATIVO,
INSTITUCIONES AUXILIAR,
MAESTRANZA
DIRECTOR
EQUIPO DE
CONDUCCIÓN, PADRES
SUPERVISORES,
ASESORES
DOCENTES ALUMNOS
El director en el medio, quizás porque al trazar las flechas se veía claramente que por él
“pasaban” todos los mensajes. También porque mostraba claramente a “esa especie de
Tupac Amaru” tironeado por las expectativas que vienen de todos lados, que es el con-
ductor de una institución educativa.
Pero después de recordar y narrar lo del Colegio de Bristol, pienso que debería cambiar
el esquema para que quedara así:
COOPERADORES
ENTIDAD
PROPIETARIA
PERSONAL
OTRAS ADMINISTRATIVO,
INSTITUCIONES AUXILIAR,
MAESTRANZA
EQUIPO DE
CONDUCCIÓN,
PADRES
SUPERVISORES,
ASESORES
DIRECTOR ALUMNOS
DOCENTES
Encuadre:
espacio y tiempo para la comunicación
“No existe nada en la vida sin forma…especialmente cuando habla-
mos, estamos obligados a buscar la forma. Pero debemos ser concien-
tes de que esa forma puede convertirse en un obstáculo… y la batalla
es constante: la forma es necesaria, pero no lo es todo.”
Empecemos con una obviedad que por serlo, suele no tenerse en cuenta: para que el
director pueda comunicarse con todos los que tiene que intercambiar, se necesitan un
espacio y un tiempo. Nos referimos específicamente a un espacio físico adecuado: có-
modo, silencioso, reservado; a salvo de interrupciones, de escuchas indiscretas, de ruidos
molestos. Se me dirá que en muchísimas escuelas, ese lugar no existe ni es posible que
exista porque se ha destinado a un aula o más aún: si existiera habría que destinarlo para
una nueva sala de clases. Y es cierto: lo más importante en una escuela son los alumnos y
las condiciones adecuadas (entre ellas el lugar) para que puedan aprender. Pero también
pudiera ocurrir que ese espacio existiera y no lo viéramos porque en la vorágine de las in-
finitas tareas cotidianas en la que estamos inmersos, no nos “paramos” a mirar la escuela
y a pensar; ni siquiera para darnos cuenta de que lo necesitamos.
También pueden decirme que no hay tiempo para mirar la escuela ni para pensar y, por lo
tanto, es utópico disponer de “un tiempo” para la comunicación. Pero yo debo insistir en
la necesidad de encontrar ese tiempo, convocarlos – posibles colegas lectores - a bucear
entre todos los momentos de la semana, cuándo podría estar ese instante, esa posibilidad
de pausa para detenerse a conversar.
Porque, la verdad, sin espacio y sin tiempo (sobre todo) para establecer contactos, diálogos,
intercambios ¿cómo se puede conducir convenciendo?
Espacio y tiempo son necesarios, imprescindibles para una buena comunicación pero no
son suficientes, también son necesarias “reglas de juego” explícitas, claras, consistentes,
coherentes, no contradictorias y sostenidas en el tiempo, referidas a cómo, cuándo, dónde,
sobre qué y entre quiénes se realizará la comunicación.
Estas dimensiones que se mantienen “fijas” constituyen lo que suele llamarse encuadre,
que no es otra cosa que una especie de “marco”, de “bastidor”, de sostén para que se vaya
tejiendo o bordando en él, el quehacer de la escuela (como decía el maestro Jorge Visca) *.
El encuadre sirve de sostén, brinda seguridad a los que participan de él, es un “punto de
reparo” (Nicastro, Andreozzi; 2003; pág. 140) que protege de vaivenes discrecionales o
circunstanciales.
Aclaremos que esa “fijeza” del encuadre es relativa ya que, posiblemente el desarrollo
de la acción, el cambio de circunstancias, las necesidades de un momento o una etapa
determinada en la vida de la institución, pueden determinar la necesidad de variar las
pautas o las dimensiones del encuadre vigente. Sin embargo, insisto, una característica
fundamental del marco formal de la comunicación institucional es la estabilidad, es ella
la que brinda tranquilidad a los actores para producir una actividad variada (valga la
paradoja) y fecunda.
En principio, sobre las clases que hemos observado ¿o estamos seguros de que todo anda
perfecto y no necesitamos supervisar? Y si así fuera ¿no debemos decirlo para que el do-
cente reciba y sienta el merecido reconocimiento?, sobre la convivencia, sobre la marcha
de la institución en el camino hacia los objetivos institucionales, para compartir las expe-
riencias positivas que cada uno va logrando a fin de profundizarlas y multiplicarlas, y si nos
animamos…para pedir ayuda a fin de encontrar nuevos modos de superar las dificultades.
Claro que también para revisar las metas que en su momento fijamos, para planificar accio-
nes futuras, para reforzar la motivación, para incentivar la capacidad de innovación, para
ampliar la comprensión y el compromiso con el proyecto institucional, para acomodarnos
activamente a las expectativas de los otros, para que los otros puedan asimilar las nues-
tras, para transformar los dilemas en problemas (Enrique Pichon Rivière (1907, Ginebra
– 1977, Bs. As. Médico psiquiatra, pionero del psicoanálisis en Argentina, uno de los fun-
dadores de la APA – Asociación Psicoanalítica Argentina – , creador de la Primera Escuela
de Psicología Social), para retroalimentarnos y retroalimentar la información de la que
disponemos, para acompañar y para que nos acompañemos en las dificultades.
En el primer capítulo, señalamos algunas tareas del director de escuela que serían impo-
sibles de realizar sin una permanente y fluida comunicación con los demás:
La unidad (de criterio, por ejemplo) entre la inmensa cantidad de tareas que realizan
varias y variadas personas, requiere de un continuo, ágil y sostenido diálogo entre ellas y
de ellas con la conducción.
El medio más sofisticado y excelso que tenemos los seres humanos para influir sobre los
demás es el lenguaje, cómo no usarlo para ejercer sanamente el poder y la auto
Sólo incluyendo entre todo su accionar, constantes y variadas situaciones de sana y rica
comunicación, el directivo podrá demostrarlo.
tencia. En esos casos, los demás pueden sentir que “hay permiso”
para decirle “cosas” al director para ayudarlo”.
Sólo un ambiente en el que la comunicación con claridad, sin contradicciones, sin disposi-
ciones ocultas para algunos y conocidas para otros, pero con la discreción y confiabilidad
necesarias, sin mensajes implícitos, con la transparencia y la publicidad que requieren los
actos republicanos, permite que todo lo dicho sea posible. Por otra parte, esto va constru-
yendo la necesaria confianza que debe existir entre todos los integrantes de la institución
para que el director pueda conducir con eficacia y con salud institucional, la acción educa-
tiva de la escuela.
Por otra parte, el director no “habla” sólo con sus palabras, también habla con sus gestos,
con sus acciones y los demás no sólo “dicen” con el lenguaje oral también lo hacen con su
lenguaje corporal y con sus conductas. Mostrar y observar son, por lo tanto, medios de co-
municar que también debemos cuidar y sobre los que debemos estar atentos y reflexionar.
Pero no es fácil lograr que una institución tenga una forma de comunicación sin secretos,
sin mensajes contradictorios y sin circuitos “clandestinos” porque relacionarse con otros
intensamente (y de esto hablamos cuando hablamos de comunicación) es difícil y puede
sentirse como peligroso (aunque resulte apasionante).
Un entramado de relaciones
“…un organismo vivo en el cual tenía que individuar no sólo las
partes…sino también sus relaciones.”
“Me traían algo que para mí era aún más importante: potencialidad
de nexos, enganches, y acercamientos diferentes a los existentes, a los
imaginados o imaginables hasta aquel momento.”
La tarea de los directivos (y de los docentes de aula, también, por supuesto) se caracteriza,
ya lo dijimos, porque su labor implica y se desarrolla en un intrincado entramado de rela-
ciones: con los alumnos, con los compañeros, con las autoridades, con las familias.
El miedo a la pérdida de esas nuestras certezas, que nos han dado tanta seguridad y nos
han indicado, hasta ahora, con claridad el camino.
El miedo a la confusión entre las ideas que teníamos claras y seguras y las de los otros que
vamos conociendo y van confrontando con las nuestras.
No hay vida humana posible sin vínculos con otros. Todo ser humano está dentro de
una compleja red de ellos: en su familia, en la comunidad, en la escuela, en el club, en la
iglesia, en el trabajo.
Nacemos en una relación estrechísima (bebé-mamá) saliendo de otra más íntima aún,
en el útero materno. Nos gestaron en una relación. La vida es relación. Vivir es relacio-
narse: sostener relaciones, soportarlas, construirlas, revisarlas, modificarlas, deshacerlas,
reconstruirlas, sufrirlas, quererlas, desearlas, rechazarlas, evitarlas, buscarlas.
Necesitamos relacionarnos para poder vivir, pero paradojal y contradictoriamente, las re-
laciones tienen aspectos que nos asustan. Son oportunidades de crecimiento y de placer
(mejor dicho – y con el riesgo de ser insistentemente cansador -: no se puede crecer sin
relacionarse) pero al mismo tiempo inquietan, movilizan, desorientan, a veces angustian.
Acogen pero agreden, acompañan pero atacan, abren pero cierran, ligan pero pueden
desarmar. ¿Cómo es esto? Sigamos a Melanie Klein (la psicoanalista inglesa) y a Enrique
Pichon Riviére: “el otro” y “lo otro” (lo que está afuera de nosotros, aquéllos y aquello con
los que entramos en relación) son una fuente de posibilidades pero también una fuente
de “peligros”: solemos sentir (la mayoría de las veces no conscientemente) que pueden
“confundirnos” (si incorporamos algo nuevo, un nuevo tipo de vínculo con alguien
“nuevo” o un conocimiento o una forma de hacer algo o algún sentimiento puede movili-
zar las certezas que poseemos y, justamente, confundirnos, hacernos perder la seguridad
de quiénes somos, no saber cuáles son nuestras “seguridades”) o puede “atacarnos” (nos
obliga a cambiar, a dejar de ser nosotros mismos o dejar de poseer aspectos que consi-
deramos esenciales de nosotros) o puede generar el temor a la “pérdida” de, otra vez,
aspectos esenciales de nosotros para permitir la incorporación de lo nuevo. Lo nuevo se
torna peligroso porque nos puede confundir o atacar o hacernos perder algo de nuestra
identidad.
Los seres humanos solemos adoptar actitudes defensivas frente a las nuevas relaciones:
negamos o sometemos al otro o nos dejamos someter. O hacemos lo sano que consiste
en integrar peligros y posibilidades, riesgos y crecimiento, atracción y temor: entramos
en una relación dialéctica (de interdependencia, de mutua influencia, de interrelación,
contradictoria) con “el otro” o “lo otro”: problematizamos a la relación, al otro elemento
del par y a nosotros mismos.
Negarla.
- Vía descalificación: “no sirve”, “me la imponen y por lo tanto no la acepto”, “que hagan
lo que quieran afuera, dentro de “mi” escuela, soy dueño y señor de mis acciones”, etc.
- Vía dilación: “ya veré”, “necesito tiempo para analizarla”, “estoy desarrollando proyectos
que ahora no puedo demorar”, “quizás más adelante pueda pensarlo”, etc.
- Vía egocéntrica: “yo la hago a mi manera”, “yo sé lo que tengo que hacer”, etc.
Someterse: “y bueno... si las autoridades lo disponen ... ellos mandan ….no quiero proble-
mas ... hago lo que me piden ... ellos saben más que yo, mejor les hago caso...”, etc.
Reacciones como las descriptas son normales en muchas circunstancias porque las rela-
ciones, como ya dije, entrañan peligros aunque también posibilidades. Lo preocupante
ocurre cuando un tipo de relación se convierte en el estilo personal y/o profesional de
conducta. Estos estilos no se modifican fácilmente pues se construyen durante toda la
vida. Aquel que quiera ayudar a modificar ese estilo de relación debe saber de esa dificul-
tad pues serán lógicas las resistencias. La llave “mágica” que puede abrir las posibilidades
de cambio, suele ser el estímulo que lleva a comprender las posibilidades de enriqueci-
miento personal y profesional que brindan las nuevas relaciones.
En ese vivir, trabajar, entre relaciones, no todo es “peligro” (aunque sea necesario decirlo
para entender que no es fácil), también hay posibilidades:
Permítame, lector, reiterar: conducir, como enseñar y aprender, ocurre en y con relaciones.
Para mejorar la gestión institucional como para mejorar la enseñanza tenemos que conocer
ese componente esencial: el tipo de relaciones que las personas establecen con otros, con
las ideas, con las “cosas” (documentos pedagógicos, propuestas curriculares, textos, medios
técnicos, etc.).
Y para ello, es absolutamente necesario disponerse a escuchar a los otros ( por supuesto,
también se trata de observar, de ver, de mirar) para reflexionar sobre lo que nos dicen
y responder para confirmar, para rever, para repreguntar, para contraponer ideas, para
dialogar – en suma – que significa, a la vez, escuchar y hablar.
Por ejemplo, comunica un director que pocas veces visita las aulas (al menos “dice”: lo
que pasa en las aulas no está entre mis intereses prioritarios). Comunica un director que
no habla frecuentemente con sus docentes (Con esa actitud “dice”: yo creo que lo que
ustedes me digan o lo que yo les diga, no influirá demasiado en el desarrollo institucional
y pedagógico).
3. Todo mensaje tiene un nivel explícito (lo que se dice) y un nivel implícito (cómo se
dice). Si uno pide algo con un tono dubitativo, el emisor puede dar más importancia
a ese modo de duda que al contenido del mensaje y, por lo tanto, actuar en sentido
contrario al solicitado. Por ejemplo, si el director quiere decirle al maestro que pre-
fiere que la regla de tres se enseñe por proporciones y no por reducción a la unidad
pero lo dice con tono dubitativo (sin mencionar que lo mejor sería comunicarlo mos-
trando cómo se hace, en una clase dada por él mismo), el receptor puede interpretar:
“El director tiene tantas dudas sobre esto, que lo mejor será que siga haciéndolo
como lo he hecho siempre”.
4. Nivel explícito y nivel implícito (lo que se dice y cómo se lo dice), pueden ser, a veces,
flagrantemente contradictorios entre sí. Por ejemplo: un director que grita diciendo:
“No se debe gritar en la escuela”.
8. Suele haber ruidos que perturban la comunicación. Los ruidos pueden residir en:
De aquí se deduce que las cuestiones más profundas, más generales, más delicadas,
las que deben ser más taxativas, las que tienen que ver con documentos derivados de
la “superioridad” conviene que se registren formalmente.
CAPÍTULO III
“…no hay recetas, pero hay leyes… y algunas reglas muy simples.”
El director
en la gestión pedagógica
Los directores de escuela como responsables del funcionamiento de esa institución espe-
cializada en la enseñanza y el aprendizaje deberían tener una relación fluida con ambos
procesos.
Recuperar su rol pedagógico es, por otra parte, esencial para que se pueda mejorar la
conducción integral de los establecimientos educativos.
Para emprender dicha recuperación, los directivos deberían desarrollar, ampliar y pro-
fundizar sus conocimientos y habilidades (que seguramente poseen) para poder orientar
y supervisar los proyectos y las tareas de enseñanza, y para proyectar e implementar
propuestas de capacitación de los docentes en situación, contextualizadas, constantes y
multifacéticas.
Cuando un docente inicia su labor en una escuela, sea novato o muy experimentado,
trae consigo hábitos, costumbres, ideas, teorías, técnicas, contenidos que domina o que
conoce apenas, formas de establecer vínculos, concepciones sobre qué es la escuela,
qué es ser maestro o profesor y qué es el saber; disposiciones y dificultades; lo que se
llama en teoría del aprendizaje: los saberes previos (una intrincada y compleja estruc-
tura de posibilidades y obstáculos conceptuales, procedimentales, afectivos y valorati-
Por otra parte, y como lo señalara el mismo autor: “(...) la formación inicial en el pro-
fesorado da una preparación de bajo impacto en la configuración de la personalidad
docente y sus efectos son débiles. Es el contacto progresivo con la práctica lo que real-
mente impregna al profesor del saber práctico profesional efectivo en la acción”. (J.
Gimeno Sacristán. op. cit.)
Además, en general se aprecia que esa formación inicial en el profesorado no hace más
que “(...) afianzar el mismo papel profundamente aprendido durante la larga
Todo esto revela el papel fundamental del director de escuela en la formación de los
docentes. Para poder colaborar con esos docentes en el indispensable proceso del con-
tinuo aprendizaje de su oficio de enseñante, el director debe ir conociendo, cautelosa
y pacientemente, esa dotación profesional y personal del docente. No se trata de que
sea un psicólogo o un especialista en teorías del aprendizaje. Pero...lo que no debe ser
es un aséptico funcionario que se considera sin ningún compromiso con la forma y la
capacidad de enseñar del personal de la escuela.
Tampoco debería ser una omnipotente autoridad que exige o impone las formas de
enseñar. Cada docente debe tener un cierto grado de libertad para elegir técnicas y
recursos de enseñanza, pero no hasta el punto de ser ineficaces o perjudiciales para sus
alumnos. La aseveración popular “Cada maestrito con su librito” que legitimaría cual-
quier estilo, cualquier propuesta, cualquier técnica, es totalmente discutible.
Es cierto que cada maestro tiene su propio “libreto” (justamente, la compleja estructura
de saberes previos que mencioné antes, podría ser ese “libreto”). Sin embargo, no parece
que deba ser respetada a ultranza; sí debe ser siempre considerada, pues son ésos los
recursos que tiene para enseñar y para aprender cada maestro. Tampoco estoy de acuerdo
con la tramposa** (para los maestros) reivindicación que postula: “Cuando cierro la puerta
del aula soy dueño y señor de lo que ocurre dentro de esas cuatro paredes”. Quien se
“cierra” de esa manera, está “encerrando” también buena parte de sus posibilidades de
aprender, lo que sería una lamentable e inaceptable detención de su propio aprendizaje,
para quien tiene como tarea, justamente, hacer aprender a los demás. Porque parece muy
difícil que se pueda hacer aprender a los demás si no lo hace uno mismo.
Como ya señalé en el capítulo 2, “la ignorancia del otro” o “la anulación del otro” no son
formas sanas de relación con los demás. La relación sana es la que se problematiza como
relación, la que considera al otro con las contradicciones que tiene y que genera.
Por otra parte, el director no sólo tiene el derecho que surge de su autoridad, de influir
sobre la forma de enseñar de los docentes, tiene también la obligación de hacerlo porque
no puede permitirse “guardarse” para él todo lo que sabe y todo lo que puede hacer saber
a los demás. Más aún, no debería negarse a él mismo el placer de enseñar, el placer de
recuperar eso que seguramente añora: “la enseñanza perdida cuando dejó el aula”, el placer
de retomar aquello que constituía su “vocación” cuando ingresó a la carrera docente.
¿Cómo hacerlo?
** Digo “tramposa” porque creo que esa cesión de todo el poder a los docentes en el
aula es un “engañapichanga” para que no reclamen otros poderes que merecen: el que se
juega en las decisiones institucionales, en las cuestiones técnicas, en el sindicato o en el
gobierno de la educación.
El director que observa una clase, lee una planificación o revisa trabajos de los alumnos
de un curso, debería tener en claro que ningún docente hace algo de una determinada
manera porque sí, por azar o por ignorancia. Su quehacer tiene una lógica, una coheren-
cia, una “razón de ser”. Si el director no comprende esa lógica, le será casi imposible mo-
dificar cualquier conducta de los docentes que dependa de ella. Para comprenderla, hay
que conocerla, para conocerla hay que descubrirla; para eso hay que observar, hay que
escuchar. Hay que escuchar y observar el trabajo de los docentes. No una clase, no una
unidad didáctica, no un ejercicio, no un tema, aislados. Porque por sí solos suelen decir
poco si no descubrimos las relaciones entre ellos, si no los interpretamos, si no los com-
prendemos, si no los entendemos, si no develamos el significado y el papel que juegan en
relación con los demás componentes en la lógica de enseñanza del docente.
La tarea es difícil, aunque no imposible, porque por suerte (o por desgracia) hay mucho
de común en los actos de los docentes. Una historia social y cultural bastante homogé-
nea, una historia compartida del rol docente, un tipo de formación de grado en la que
sobresalen las semejanzas por sobre las diferencias y divergencias, han generado tipos de
docentes que casi son prototipos y más aún: estereotipos.
Posiblemente por eso, cuando se analizan, por ejemplo, los casi veinte años de resulta-
dos de los Operativos Nacionales de Evaluación de la Calidad Educativa del Ministerio de
Educación de la Nación, se encuentran recurrencias en los resultados, que hacen sospe-
char recurrencias en las formas de enseñar, que seguramente deben responder a una cierta
consistencia lógica porque sino no se podrían explicar tantas semejanzas (en logros y en
deficiencias) entre las distintas áreas de conocimientos, entre los distintos cursos y entre
los distintos años calendarios.
El informe de Fasce, Jorge y otros “Qué y cuánto aprenden los alumnos argentinos” en
Tenti Fanfani (2001) sobre dichos resultados dice: “Corresponde destacar los logros que
el sistema educativo alcanza en el dominio de técnicas intelectuales instrumentales bá-
sicas (ej: suma, resta, multiplicación, división, clasificación de palabras, leer y escribir
respetando reglas). Pero parecería no poder lograr que los alumnos las combinen y las
usen eficazmente para resolver situaciones que requieren de relaciones, de reestructu-
raciones, de revisiones, de procesos complejos de análisis y síntesis. Cabría preguntarse
si la forma de enseñar (y aprender) esas técnicas intelectuales e instrumentales básicas
son tan mecánicas, tan estereotipadas, tan sin reflexión, que harán convertir los logros
en barreras para aprendizajes posteriores más complejos que requieren de su uso pero en
forma flexible, dinámica y creativa.”
El director no sólo tiene que escuchar y observar persistentemente, con paciencia, con
cuidadosa constancia para poder luego trabajar con y sobre esos elementos sino también
por el respeto que se merece cada “trabajador docente”: hay que dialogar con él, conocer
sus fundamentos y razones, tomarse el tiempo necesario para conocer lo mejor de él, sus
posibilidades a veces escondidas en los repliegues más profundos de su personalidad.
Ese tiempo de diálogo es también imprescindible para generar confianza. Los intercam-
bios cuidadosos, detallados, profundos, sobre planificaciones, clases, cuadernos, traba-
jos, evaluaciones, observaciones al pasar, entradas de corta duración a las aulas, charlas
en los recreos, irán gestando el necesario clima de confianza mutua para que el trabajo
del director pueda influir sobre la forma de enseñanza de los docentes. Por supuesto que,
una vez más, el director debe ser un “mago del equilibrio” porque tampoco puede esperar
tanto como para que se perjudiquen los alumnos, por respetar y construir confianza con
el maestro o profesor.
Esta tarea es tan difícil (aunque apasionante y por lo tanto tremendamente gratificante)
que requiere que los directores tengan sus propias oportunidades de aprendizaje, se ne-
cesita que haya instancias institucionales con profesionales que les enseñen a ellos, que
los estimulen a aprender, que los cuiden. El cuidado de estos profesionales que realizan
Señor Director:
tareas tan complejas y de tanta implicación personal es esencial para que la tarea de la
escuela sea posible.
“Agarrá lo libro´ que no muerden” (Mario Fortuna, 1911-1968, actor cómico argentino
de teatro, radio y televisión) o “El saber no ocupa lugar” (Dicho popular).
Ahora, los invitaré, apreciados colegas, a ocuparnos de las relaciones (“peligrosas”) con
el saber.
En el capítulo sobre “comunicación”, ya afirmé que no hay acto de la vida humana sin
alguna forma de relación con otros; en el caso de la enseñanza y de la gestión institu-
cional, eso es imprescindible para que el hecho ocurra: siempre se enseña o se conduce
a otro.
Veamos especialmente la situación de enseñanza: hay que enseñar “algo”. No existe una
relación “enseñante-enseñado” sin “algo” que se enseñe y se aprenda. Esto determina que
la relación sea más compleja que la compuesta solamente por dos polos (el que enseña, el
que es enseñado) pues al incluir un “algo” a ser enseñado ya tenemos, también, las rela-
ciones “enseñante- algo a ser enseñado” y “enseñado – algo a ser aprendido”.
Cuando empecé a escribir lo anterior y lo que sigue, recordé lo que decía por radio (en
épocas de mi infancia y de mi juventud, décadas del ´50 y del ´60) un personaje inter-
pretado por el actor cómico Mario Fortuna: “Agarrá lo´libro que no muerden”. Creo que
lo que quería expresar con esa frase era la idea de que el saber no es peligroso. Siempre
la incluía aconsejando a alguien la necesidad de estudiar, de “cultivarse”. Hay otro dicho
popular que, más o menos, propone una idea parecida: “El saber no ocupa lugar”. Por el
contrario, a mí me parece que “los libros pueden llegar a morder”. Por lo menos, ésa puede
ser la fantasía (seguramente no consciente) de todo aquel que no ha aprendido a tener
una relación fluida con ellos.
Ya dije, en el mencionado capítulo anterior, que “lo nuevo” (en este caso, un saber a in-
corporar, un tema a comprender, un conjunto de contenidos a recibir) inquieta, moviliza,
desorienta, a veces angustia. Que las relaciones – también con los libros – acogen pero
agreden, acompañan pero atacan, abren pero cierran, ligan pero pueden desarmar, en-
riquecen pero “muerden” (aunque lo negara aquel cómico popular, que posiblemente lo
sabía y por eso quería convencer a sus oyentes de lo contrario).
Ante un saber nuevo, podemos sentir (no conscientemente, quizás) que nos puede hacer
tambalear, confundir o destruir certezas que tenemos incorporadas y que forman parte
de nuestra identidad. Lo que ocurre es que la mayoría de las veces, efectivamente es así.
Piaget conceptualizó esto como proceso de acomodación: modificaciones cognitivas del
sujeto que aprende para poder incorporar conocimiento. Modificaciones que pueden ser
pequeñas, restringidas, parciales; o muy importantes, amplias, profundas (depende de lo
que se esté aprendiendo – asimilando -).
Se aprende tomando (y a partir de) lo que sabemos (lo que llaman hoy “significatividad
cognitiva del aprendizaje”), y ese saber previo puede facilitar pero también obstaculizar
los nuevos aprendizajes pero no hay forma de evitarlos a costa de generar resultados
superficiales, coyunturales, transitorios, mecánicos, no significativos, pobres, entorpe-
cedores de nuevos aprendizajes. Lo que pasa también es que esos saberes así “aprendi-
dos” generan o refuerzan una baja autoestima porque uno siente que no puede dialogar,
cuestionar, discutir, “pelearse” con el nuevo saber, criticarlo. Incorporarlo, descubrirlo,
construirlo luego de un arduo proceso en el que uno ha sido participante activo y com-
prometido, potencia la significatividad personal: me siento fuerte, soy capaz de cambiar
porque tengo y sigo construyendo una personalidad sólida como para afrontar el temor
que generan “los libros que muerden”, pero igualmente dialogo con ellos.
Por otra parte, siempre se supo que además de enseñar, por ejemplo, matemática, música,
geografía o deportes, enseñamos formas de relación con esos saberes (“actitudes y valores”,
podríamos decir también). Nuestros alumnos aprenden, junto a las fórmulas para hallar
la superficie de los cuadriláteros, las relaciones entre clima, suelo y producciones, a cantar
en un coro, a hacer un saque de potencia en voleibol; a disfrutar, rechazar, ignorar o
valorar la matemática, la música, el deporte o la geografía.
Y no es fácil (si uno piensa tal como se cree a cierta edad que “siempre a mayor períme-
tro, mayor superficie”) modificar una hipótesis cognitiva, como no es fácil aprender el
valor del “saque de arriba” en el voleibol – que eso es el “saque de potencia” – saltando y
pegando a la pelota desde arriba hacia abajo como en el saque del tenis cuando uno está
acostumbrado a pegarle a la pelota desde abajo y parado firmemente en el piso. No usar
más ese saque de abajo bien aprendido y muy arraigado, modificar las creencias sobre
las relaciones entre perímetro y superficie, “complicarse” con los vínculos entre clima,
suelo y producción: “muerde”, lleva tiempo, “ocupa lugar”, no es fácil aprender: uno tiene
que cambiar, abandonar o cuestionar “cosas de uno mismo”, que pertenecen a nosotros,
que hacen a nuestra forma de ser. Y a lo largo de la vida uno va construyendo o aprende
formas (que suelen tener mucha estabilidad, consistencia y fijeza) de relacionarse con el
saber. Y esas formas suelen ser (como ya dije en el capítulo 2), básicamente: la negación
(o resistencia muy fuerte) al nuevo conocimiento, la indiferencia (que es otra forma de
negación que cumple la misma función), la absorción acrítica, pasiva, dependiente (y por
lo tanto, superficial) que no produce ninguna acomodación del sujeto; la incorporación
deformante, que modifica tanto los contenidos en función de una asimilación egocén-
trica por parte del sujeto que tampoco produce auténtico aprendizaje o cambio en el
que aprende (por ejemplo: hacer el mencionado “saque de potencia” parado fijamente
en el piso, de tal manera que casi nada se modifica en la forma de sacar y lo incorporado
– aprendido no es el “saque de potencia” sino “cualquier cosa”) o la problematizadora,
interdependiente, dialéctica, de interinfluencia mutua entre el conocimiento y el sujeto
que aprende.
Lo que hay que tener en claro es que no sólo nuestros alumnos y docentes tienen esas
formas de relacionarse con el saber sino nosotros, los directores, también las tenemos y
que (quizás sea lo más importante) nuestras formas de relación influyen sobre las de los
docentes con sus alumnos. Es bien sabido que, por ejemplo, maestro a quien le guste la
música hará que sus alumnos también la aprecien (aunque no se lo proponga explícita-
mente) y que director que le teme a la matemática, probablemente, genere ese mismo
sentimiento en sus docentes.
De todo esto surge la importancia de trabajar sobre las relaciones que los docentes
tienen con el saber (así debería hacerse también con los futuros docentes en las insti-
tuciones de formación). Aprender no es sólo una cuestión cognitiva; es también una
tarea difícil porque involucra aspectos afectivos, actitudinales y valorativos. El saber
“muerde” y “ocupa lugar” pero por lo contrario (o complementariamente) no sólo su in-
corporación sino el trabajo arduo para adquirirlo divierte, recrea, enriquece, apasiona,
gratifica si uno se atreve a “cambiar como la llama aunque se siga siendo inconfundible
como el fuego” (Martiñá, 1974). Solamente si descubrimos esa dificultad y ese placer
en nosotros, podremos acompañar en una aventura similar a los otros (los docentes de
aula con su propio aprender y con el aprendizaje de sus alumnos).
Estimado colega lector, le propongo que juntos pensemos algunos paralelismos que podría
haber entre una buena propuesta de conducción pedagógica de la institución y una buena
propuesta didáctica de enseñanza en el aula:
Un docente de aula debería considerar que sus alumnos empiezan a conocer el tema o
los contenidos propuestos en la situación problemática inicial, con sus propios saberes,
que si sus alumnos no poseyeran saberes previos al respecto, no podrían construir
los nuevos, que los saberes previos pueden facilitar el desarrollo de los nuevos temas
o pueden constituirse como obstáculos (ricos para generar conflictos cognitivos pero
que habrá que removerlos o modificarlos – de eso se trata el aprendizaje– ).
Un docente de aula debería considerar que hasta ese momento los saberes previos que
poseen los alumnos sobre ese determinado tema le han servido para construir un cierto
conocimiento y que hacer que lo modifique resultará una labor compleja (aunque apa-
sionante, por cierto).
Un docente de aula debería hacer que sus alumnos sean partícipes activos en su proceso
de aprendizaje.
Un docente de aula debe dedicar todos los momentos y todas las acciones necesarias
para brindar a sus alumnos toda la información adecuada y pertinente para que puedan
incorporar, desarrollar y/o construir los nuevos conocimientos.
Un docente de aula debe coordinar no sólo los conocimientos sino también la dinámica
grupal del curso y debe confiar y desarrollar expectativas positivas hacia las posibilidades
de aprendizaje de sus alumnos.
• escuchar y observar.
Me parece que la revisión de los paralelismos que hemos enumerado entre la tarea del
docente de aula y la gestión pedagógica de la dirección, legitima la propuesta planteada
en este capítulo acerca de la necesidad de recuperar el rol pedagógico del director.
Supongo que es obvio que no queremos decir que sea lo mismo el trabajo de la gestión
institucional que la gestión del aula. Bien diferentes son.
Pero sí postulamos que es muy provechoso pensar que parte de la gestión institucional
puede ser considerada como una excelente oportunidad para enseñar y aprender.
CAPÍTULO IV
El director y
Sin embargo, debemos reconocer que muchas veces, puede ser más adecuado, en el pro-
ceso de elaboración o reformulación del proyecto educativo institucional (PEI), tener en
cuenta el estilo existente o el que se pretende construir y/o las particulares circunstancias
presentes del establecimiento: una identidad institucional basada sobre principios jerár-
quicos fuertes y firmes puede demandar una construcción centrada en el director; un es-
tablecimiento acostumbrado a no dar ningún paso sin el asesoramiento de especialistas
externos de renombre, posiblemente lo exija también en este caso; si la escuela viene de
una experiencia de conducción exitosa fuertemente centrada en la persona del director
puede requerir una elaboración del PEI también centrada en la dirección.
Supongo que todos tenemos claro que la posición del director en cada una de las situa-
ciones mencionadas y su papel en la elaboración del PEI, serán bien distintos según los
casos planteados. Sin embargo, hay algunos principios, hechos y etapas, comunes a cual-
quiera de los estilos que se elija para plantear la planificación institucional.
La enumeración anterior sigue un orden lógico que podría indicar la secuencia de pasos
que se realizan en la elaboración del PEI. Sin embargo, la experiencia muestra que, general-
mente, estos diversos momentos se van entrelazando y el avance en cada uno de ellos no es
lineal ni acompasado ni rítmico, sino que se van superponiendo, acelerando y retrasando
con desarrollos discontinuos, afectándose unos sobre otros.
La decisión por una forma de elaborar el PEI es ya una toma de posición que pone en
juego un ideario, una ideología, una cosmovisión de la persona y de la educación ya
existentes en los sectores de poder de la institución, aún antes de ser expresadas en el
documento que se habrá de elaborar.
¿Cuál debe ser la actitud y la tarea del director en un proceso de planificación institucional?
No podemos imaginar otra que no sea, por lo menos, la de coordinación general; a partir
de esto muchas variantes son posibles y nuevamente debemos expresar que dependerá
de múltiples factores y circunstancias.
El director en la coordinación
del equipo de conducción
y del equipo docente.
“Muchos consideran al director como un coordinador experto. Otros
lo identifican con el verdadero autor del espectáculo, el primer es-
pectador que tiene también la última palabra en cada decisión.”
Veamos las distintas situaciones posibles que podrían originar la construcción o recons-
trucción de un nuevo equipo:
Por supuesto que todas son notablemente diversas y variadas pero en todos los casos hay
dos aspectos que las asemejan y que nos habilitarán a pensarlas como una situación única:
Puestos a intentar trabajar en equipo, aparecerán en cada uno, las distintas formaciones
profesionales, las diversas biografías escolares, las variadas experiencias anteriores de
trabajo docente, las distintas concepciones acerca del sujeto que aprende, de la enseñan-
za, del aprendizaje, de la escuela; forjadas, justamente, en las mencionadas vivencias del
pasado escolar y laboral de cada uno.
Esas concepciones suelen estar sólidamente constituidas porque le han servido al di-
rectivo o al docente, a funcionar como alumno y como docente durante muchos años
con relativa eficacia, con relativa comodidad, con relativa satisfacción, y por eso, de-
bemos tener en cuenta, desde ya, lo difícil que será ajustarlas a las concepciones de los
demás, a amalgamarlas en un proyecto compartido, a coordinarlas en función de un
objetivo común; porque suelen estar firmemente solidificadas en las personalidades
porque, como decíamos, hasta ese momento “han funcionado”.
Ponerse a trabajar en equipo constituirá una decisión estratégica (un proyecto amplio,
profundo y complejo que implica reordenar acciones, objetivos y situaciones y condicio-
nes de partida – esto es lo que llamamos “estrategia” -) porque afectará para sostenerla,
las concepciones con las que se esté manejando la institución sobre qué es enseñar, qué
es aprender, qué es una escuela, en suma (aunque parezca pretencioso) qué es una per-
sona que enseña y que aprende. Y porque habrá que tener claras las metas, las fortalezas
y debilidades desde las que se parte, construir colectivamente el plan para alcanzarlas y
establecer las formas en que serán evaluados los resultados y el proceso para lograrlos.
Como ya lo dijimos en el capítulo 3, cuando un docente inicia su labor en una escuela, sea
novato o muy experimentado, trae consigo hábitos, costumbres, ideas, teorías, técnicas,
contenidos que domina o que conoce apenas, formas de establecer vínculos, concepcio-
nes sobre qué es la escuela, qué es ser maestro o profesor y qué es el saber; disposiciones y
dificultades; lo que se llama en teoría del aprendizaje: los saberes previos (una intrincada
y compleja estructura de posibilidades y obstáculos conceptuales, procedimentales, afectivos
y valorativos, conscientes e incon-scientes, con los que encara su labor).
Además, en general se aprecia que esa formación inicial en el profesorado no hace más
que “(...) afianzar el mismo papel profundamente aprendido durante la larga experiencia
como alumno. De hecho, podemos encontrar un llamativo isomorfismo entre las prác-
ticas dentro de la institución de formación y las prácticas dominantes en el resto del
sistema educativo.” (J. Gimeno Sacristán. op. cit.)
Todo esto revela la necesidad, en la formación de los docentes, de la tarea colectiva coor-
dinada por un equipo de conducción.
Para que esta conducción en equipo sea posible es condición necesaria asegurar la fluida
comunicación entre sus miembros y al mismo tiempo “cuidar” esos procesos comunicati-
vos sabiendo que (como ya fue planteado en el capítulo 2) suele haber dos planos en los
mensajes: uno manifiesto y otro implícito, que pueden coincidir o no y que cuando ocurre
esto último lo más probable es que exista contradicción entre ambos; habrá que estar aten-
tos también a los mensajes no dichos que se envían a través de gestos, actitudes, modelos,
costumbres, rutinas. También dijimos que habrá que estar atentos a las contradicciones
dentro del mismo mensaje o entre los de dos o más miembros del equipo de conducción.
En síntesis: no puede haber funcionamiento sano de equipo si no se acuerdan canales
explícitos de comunicación al interior del grupo y de éste hacia fuera de él.
Tal como lo señalamos para la comunicación (en el capítulo 2), también la construcción
y el funcionamiento de un equipo requiere de algo que por lo obvio suele no tenerse en
cuenta: se necesitan uun espacio y un tiempo. Decíamos allí y reiteramos: Nos referimos
específicamente a un espacio físico adecuado: cómodo, silencioso, reservado; a salvo de
interrupciones, de escuchas indiscretas, de ruidos molestos. Se me dirá que en muchísi-
mas escuelas, ese lugar no existe ni es posible que exista porque se ha destinado a un aula
o más aún: si existiera habría que destinarlo para una nueva sala de clases. Y es cierto: lo
más importante en una escuela son lo/as alumno/as y las condiciones adecuadas (entre
ellas el lugar) para que puedan aprender. Pero también pudiera ocurrir que ese espacio
existiera y no lo viéramos porque en la vorágine de las infinitas tareas cotidianas en la
que estamos inmersos, no nos “paramos” a mirar la escuela y a pensar; ni siquiera para
darnos cuenta de que lo necesitamos.
También pueden decirme que no hay tiempo para compartir las miradas que tenemos de
la escuela ni para pensar y, por lo tanto, es utópico disponer de “un tiempo” para el trabajo
(directivo o docente) en equipo. Pero yo debo insistir en la necesidad de encontrar ese
tiempo, convocarlos – colegas lectores - a bucear entre todos los momentos de la semana,
cuándo podría estar ese instante, esa posibilidad de pausa para detenerse a conversar.
Porque, la verdad, sin espacio y sin tiempo (sobre todo) para establecer contactos,
diálogos, intercambios ¿cómo se puede conducir en equipo, cómo se puede funcionar
como equipo docente?
Espacio y tiempo son necesarios, imprescindibles para un buen trabajo compartido pero
no son suficientes, también son necesarias “reglas de juego” explícitas, claras, consistentes,
coherentes, no contradictorias y sostenidas en el tiempo, referidas a cómo, cuándo, dónde,
sobre qué y entre quiénes se intercambiarán ideas, opiniones, saberes, experiencias, pro-
blemas, soluciones.
Una frecuencia semanal de reunión parece ser lo óptimo y un encuentro mensual, lo mí-
nimo aceptable. La duración más adecuada está entre una hora y media y dos. Un tiempo
menor a noventa minutos impide desarrollar temas con la profundidad y la amplitud
necesarias, sobre todo si las reuniones son realmente de trabajo, de intercambio y contra-
posición de ideas y propuestas, de discusión, de construcción del desarrollo del colegio.
Más de dos horas es un tiempo difícil de encontrar durante el día escolar para todos los
integrantes del equipo en el mismo momento y pueden resultar tan extenuantes que
afecten la producción o más aún, que la fatiga produzca alteraciones “agregadas” a las
buenas relaciones del grupo: interferencias generadas por el agotamiento, irritabilidades
que se constituyen en obstáculos en el intercambio sólo generados por las tensiones o
el aburrimiento de una reunión demasiado larga. Lo dicho no invalida la necesidad de
algunos encuentros muy extensos cuando se presenten dificultades graves que requieran
un esfuerzo intenso y concentrado para encontrar soluciones.
La elección del momento del día o de la semana más apropiado para reunirse es una
cuestión a la que se debe dedicar mucha atención. Lo ideal sería que ningún integrante
de la conducción se sintiera perturbado en lo personal o en su tarea, por el horario y día
elegidos; si alguno de los integrantes es el encargado del colegio durante el mediodía,
elegir ese horario porque a la mayoría de los otros les queda bien o cómodo (antes de irse
a otro trabajo, o porque sólo requiere “venir un rato antes” al de la entrada habitual o
porque es el único horario del que dispone la mayoría sin ver afectada su tarea habitual)
puede generar un estado de inquietud en esa persona que ocasione la aparición de difi-
cultades anexas a las legítimas que ocurrirán durante las reuniones.
Aclaro que se trata sólo de un ejemplo, puede ser que en muchas instituciones ése sea el
mejor horario, aunque la experiencia nos dice que los horarios de transición (esos mo-
mentos llamados significativamente “tierra de nadie”) suelen ser los de mayor tensión en
las escuelas – peleas, accidentes, extravíos de objetos, suelen aparecer con frecuencia en
esos momentos “especiales” – y, por lo tanto, no son buenos para que el equipo directivo
esté en reunión.
Por el contrario, los estilos y la cotidianeidad de la escuela, sus rutinas, sus costumbres,
su “ritmo biológico”, generan momentos del día que, regularmente, suelen ser los más
tranquilos. En las escuelas que he dirigido siempre han sido a continuación del inicio del
día y no demasiado al principio de la semana ni al final de ella. La experiencia parecería
indicar (por las consultas que he hecho con colegas) que los martes o miércoles serían los
mejores días. Por supuesto que el horario ideal es uno fuera del de funcionamiento de la
institución, pero muchas veces, éste se contrapone con otras obligaciones profesionales
Para concluir con este tema, quisiera transmitirles la convicción de que una frecuencia
regular de reuniones, no demasiado espaciadas, durante un momento en que todos los
participantes puedan estar tranquilos porque no serán interrumpidos por urgencias de
la cotidianeidad de la escuela es condición absolutamente indispensable para el buen
funcionamiento del equipo directivo.
¿Quiénes deben participar de las reuniones del equipo directivo? Es una pregunta que
podría tener una respuesta obvia: los integrantes del equipo directivo. Pero…¿quiénes
son ellos? ¿En una escuela con dirección, vicedirección y secretaría docente, la persona
que ocupa este último cargo forma parte del grupo de conducción? ¿En una organización
compleja, lo integran los jefes de departamento o los coordinadores de áreas? ¿Y los ase-
sores o los integrantes del gabinete psicopedagógico?
Empecemos por las respuestas más fáciles: si los asesores son “asesores”, no forman parte
del grupo de conducción, por lo tanto, no deberían asistir regularmente a las reuniones.
Lo mismo podríamos pensar con respecto a la presencia de un psicólogo o de la psico-
pedagoga o la asistente social. La respuesta no es tan fácil con respecto a la secretaria
docente. Ello dependerá de cómo han sido definidas sus funciones.
3. temas de “fundamentación” o “teóricos” que poco podrían tener que ver directamen-
te con el funcionamiento diario del colegio (la lectura y comentario de algún artículo
sobre evaluación o sobre educación por el arte, o sobre educación para la salud, etc.),
4. temas más sutiles, menos manifiestos y, por ello, más espinosos y complicados que
tienen que ver con los integrantes mismos del equipo; por ejemplo: la complejidad
de la tarea directiva, la “soledad” de los directivos, el par identidad-cambio institu-
cional, la paradoja “instantaneidad -fundamentación” de las conductas del director y
del equipo, el funcionamiento del propio equipo.
Destinar reuniones fijas para los temas del tipo 3 (por ejemplo: una de cada cuatro o la
primera de cada mes) puede ser muy útil en dos aspectos:
a. para no verse siempre “invadidos” por la coyuntura del presente cotidiano ( lo que
puede hacer perder “visión en perspectiva” de la tarea),
Dedicar reuniones a los temas del grupo 4, también es un aporte necesario a la preser-
vación de la “salud” de los directores; “salud” que debe ser protegida cuidadosamente.
Sólo un ambiente en el que la comunicación con claridad, sin contradicciones, sin disposi-
ciones ocultas para algunos y conocidas para otros, pero con la discreción y confiabilidad
necesarias, sin mensajes implícitos, con la transparencia y la publicidad que requieren los
actos republicanos, permite que todo lo dicho sea posible. Por otra parte, esto va constru-
yendo la necesaria confianza que debe existir entre todos los integrantes de la institución
para que los equipos directivos y/o docentes funcionen sana y eficazmente.
Creatividad, acompañamiento,ayuda
pero también “peligros”
En el capítulo 2, señalamos que trabajar con otros no es fácil, implica acechanzas. También
vimos cómo solemos defendernos de esos peligros que conllevan temores. Sería bueno,
colega lector, que volviéramos sobre ellos.
En ese trabajar con otros, no todo es “peligro” (aunque era necesario decirlo para enten-
der que no es fácil), también hay posibilidades, ya enumeradas, también, en el capítulo 2:
Y para ello, es absolutamente necesario disponerse a escuchar a los otros para reflexio-
nar sobre lo que nos dicen y responder para confirmar, para rever, para repreguntar,
para contraponer ideas, para dialogar – en suma – que eso significa diálogo: tanto
hablar como escuchar
El trabajo en equipo es, también, el ámbito para que la tarea posibilite la expresión y el
desarrollo de la autoestima profesional y personal de los docentes.
Objetivos:
Dinámica:
Evaluación mediante una ficha individual en la que los docentes valoren la reunión en
cuanto a objetivos (muy pertinentes, pertinentes, poco pertinentes, nada pertinentes);
temática (muy pertinente, pertinente, poco pertinente, nada pertinente); dinámica (muy
apropiada, apropiada, poco apropiada, nada apropiada). 10 minutos.
Las reuniones con las familias (comúnmente llamadas “reuniones de padres” aunque
mayoritariamente asistan madres) también deberían pensarse de esa manera. Si así se
hiciera, quizás dejarían de ser percibidas como una de las cargas más pesadas de las
funciones de conducción.
También deberían sentirse como invalorables oportunidades de ese necesario control co-
lectivo que señalamos como imprescindible para poner límite al peligro de las fantasías de
omnipotencia que suelen acosarnos a los directivos.
Las tareas del director en relación con las reuniones con familias:
Ejemplo:
Colocar carteles con frases sintéticas y claras, bien visibles sobre las paredes del lugar
de reunión. Cuando la gente va llegando, se la invita a echar un vistazo a los carteles
mientras va saboreando un mate cocido, un té o un café y comparte saludos y conversa-
ciones informales. Una vez comenzada la reunión, en lugar de las acostumbradas expo-
siciones de las autoridades, se pide que se hagan preguntas sobre lo leído en los carteles.
Esta técnica permite desarrollar aspectos centrales de un proyecto en una forma muy
dinámica y con intensa participación desde el principio de las familias asistentes. Por
supuesto que se puede argumentar que es una manera que implica riesgos mayores (des-
organización, desprolijidad, vaguedad) que una presentación bien esquematizada; y que
requiere mucha flexibilidad y seguridad en los encargados de la coordinación. Pero sin
duda, casi se podrían dar garantías de que resultará participativa, dinámica y entreteni-
da. De cualquier manera, si quedaran cuestiones importantes sin desarrollar porque los
participantes no hubieran hecho preguntas sobre ellas, nada impide que se las incorpore
expositivamente al finalizar el diálogo inicial desencadenado por las preguntas.
Colega lector, le voy a contar cómo se había preparado el lugar para una reunión a
desarrollar con una técnica similar a la de la reunión recién narrada.
Se había colocado una gigantografía de una escena de Mafalda que mostraba a sus pa-
dres en la cama, con los ojos muy abiertos sin poder dormirse, imaginando o pensando a
Mafalda vestida con su guardapolvo blanco.
Técnica para una reunión a principios de año de un primer grado con alumnos que
provienen de distintos jardines de infantes.
Ejemplo:
Seis familias viven sobre la Calle San Martín, tres en la calle Los
Tilos, cuatro en la Avenida Belgrano, etc.
Son reuniones con muchos riesgos. Sin embargo siempre he preferido correrlos, hacién-
dolas muy participativas. Es mejor dar la palabra desde el principio y no que aparezcan
las quejas como oposición a lo dicho por quienes coordinan. Además, si recuerdan lo que
vimos en el capítulo 2 sobre los peligros de la comunicación informal y/o clandestina,
comprenderán la decisión de que todos los temas se hablen en las situaciones forma-
les. Opiniones, impresiones, críticas (fundadas o infundadas, pertinentes o no) podrán
ser consideradas y tratadas con profesionalidad si se expresan manifiestamente en los
lugares y tiempos adecuados, sino habrán de circular por canales inadecuados y se cons-
Formar pequeños grupos y pedir que formulen qué aspectos positivos han percibido
en la marcha de la institución y/o de la enseñanza; qué aspectos negativos; qué dudas
desean aclarar; qué sugerencias quieren plantear.
En la puesta en común, los trabajos de los grupos son escuchados, discutidos, rebatidos,
afirmados, analizados, criticados.
Se puede finalizar elaborando acuerdos que funcionarán como proyectos a encarar para
afirmar logros, corregir falencias o completar ausencias; a fin de considerar en otra reunión
lo cumplido de lo acordado.
Por supuesto, una reunión de este tipo requiere de coordinadores muy seguros y muy
flexibles y de familias acostumbradas a participar con responsabilidad, compromiso y
respeto cuidadoso.
Una variante apasionante de la descripta, es la que presencié en un fin de año para hacer
la evaluación del trabajo realizado en un tercer año de secundaria. Se siguió la misma
dinámica narrada pero los grupos estaban formados por familias, docentes y alumnos.
Puedo asegurarles que el resultado fue un trabajo de una densidad, un compromiso y
una productividad notables. Está claro que uno debe suponer que docentes, alumnos y
familias de esa institución estaban acostumbrados a participar, a expresar sus ideas sin
temores y a escuchar las de los demás también sin miedos.
Otro tipo de reunión que se propone pensar la realidad de un modo bien diferente al
habitual (como aquella “oficina” del director de la escuela inglesa del capítulo 2) sobre las
reuniones con familias, es la que me enseñó el gran maestro Francisco Cabrera (docente
de aula, director y supervisor de escuelas primarias de la Ciudad de Buenos Aires, ya
retirado):
Se trata de invitar, por grupos, a las familias de los alumnos a desayunar en la Dirección
con mate cocido con bizcochitos (o con lo que deseen y el presupuesto les permita).
Les aseguro que los resultados son francamente sorprendentes: desde las familias que
llaman por teléfono o se dirigen por nota o vienen a la escuela para preguntar qué “ma-
cana” han hecho sus hijos para que el Director los cite, hasta la enorme sorpresa de ente-
rarse que se los ha convocado para, por ejemplo, hablar bien de sus hijos, para contarles
lo contentos que estamos y lo agradable que es trabajar con ellos.
Se genera también un clima que permite escuchar críticas sobre la marcha de la escuela
dichas desde un lugar diferente al de las habituales “reuniones de padres” inundadas de
quejas; posibilita también recibir los agradecimientos y reconocimientos que de otra
manera, las familias no expresan. Y reconozcamos, colegas directores, que esto último,
por sí solo, hace que valga la pena ensayar con este tipo de reuniones. Les puedo asegurar
que a mí, que lo probé y que lo convertí en rutina institucional y además conseguí que
CAPÍTULO V
El director y
la evaluación
La evaluación
Evaluar es emitir un juicio de valor que resulta de contrastar las manifestaciones de una
realidad empírica (un desempeño observado, un producto obtenido, los resultados en
una prueba, los índices de un proceso, etc.) con parámetros previamente definidos.
Todos, en todo momento, evaluamos todo. Pero estas evaluaciones suelen ser no con-
cientes, implícitas e informales. En la escuela, se realizan cotidianamente infinidad de
hechos evaluativos: el director evalúa, y lo hacen también los maestros, y los alumnos
(esta maestra es “muy buena”, aquella es “antipática”, la otra es “divertida”, esa es “aburri-
da”, etc.), los padres ¿hace falta que dé ejemplos?, los porteros !!!!! Todos.
¿Qué evalúa el director? Justamente, como todos, evalúa todo. Pero ¿qué debe evaluar?
Precisamente: TODO.
El director debería participar (¡Atención con esta palabra, que está elegida por mí con
mucho cuidado! Enseguida explicitaré por qué la seleccioné entre otras tantas posibles)
de la evaluación de los alumnos; y evaluar a los docentes, al personal técnico, administra-
tivo y de maestranza de la escuela, la gestión institucional, el uso del tiempo y del espacio,
de los materiales didácticos, del mobiliario; el estado del edificio, las relaciones con las
familias y con la comunidad. Otra vez: ¡de todo!
¿En qué consistirá esa participación en la evaluación de los alumnos? (Fíjese colega lec-
tor que yo podría haber escrito: “El director debería evaluar… Y, sin embargo, he preferi-
do escribir “participar de la evaluación de…”).
pero sí debería saber qué instrumentos se usan, con qué propósitos, dentro de qué plan
integral y sistemático de evaluación están incluidos y debería haber colaborado con los
docentes en el armado de ese plan general de evaluación.
Como aprender es cambio, para “comprobar” si hay aprendizaje habrá que tener un
muy buen registro del “punto de partida”. Si quieren decirlo con términos técnicos:
tener un buen diagnóstico.
Otro ejemplo: debe evaluar el desempeño de los docentes pero no convendría (ya vere-
mos esto más adelante) que lo hiciera solo sino acompañado por los otros integrantes
del equipo de conducción si lo hubiera, pero también por el propio docente evaluado
¿por otros docentes, quizás?
No podrá, obvio, coordinar la evaluación que los padres hacen de la escuela en el cum-
pleaños de uno de los chicos, tampoco la que realizan en la esquina de la escuela, ni la
que efectúan los docentes en “el recreo del mate” en la sala de maestros, ni las “rigurosas”
apreciaciones de los porteros. Sin embargo, vuelva colega director al capítulo 2 y allí
verá que he propuesto “traer la evaluación de la esquina al ámbito formal” (podría
agregar: “la de la sala de maestros”, “la de los pasillos”, porque esa es la única manera
de refutarlas o, quizás, de utilizarlas para reflexionar sobre la impresión (equivocada
o acertada, pertinente o no pertinente) que las familias, los docentes o los porteros
expresan sobre la escuela.
Reiteramos: la cuestión es tener presencia (no para controlar todo como rasgo de om-
nipotencia, sobre cuyos peligros para la institución y para el propio director como pro-
fesional y como persona ya he advertido en el capítulo 2) sino como sostenedor de una
actitud evaluadora sana, respetuosa y fructífera; y como protector (también sano, no
demagógico ni sobreprotector) de los evaluados.
Aunque esta pregunta tenga nítidamente una intención práctica e instrumental, pienso
que las respuestas apropiadas deberíamos buscarlas por el lado de la ética. Me explico:
Santos Guerra (1999) ha dicho que “…la evaluación es más un proceso ético que una
actividad técnica…” porque tal como realicemos el proceso de evaluación “…se podrá ver
qué pensamos de la evaluación, qué tipo de profesional somos e, incluso qué tipo de
persona…” porque más importante que evaluar y que evaluar bien, es saber al servicio de
quiénes y de qué valores se evalúa…”
• en qué momentos,
Por estas y otras razones, el evaluado debe participar plenamente del proceso de evalua-
ción porque si decimos que debe conocer explícitamente sobre qué se lo ha de evaluar,
la mejor manera sería
En este punto, quizás sería bueno compartir con usted colega lector, la caracterización
que el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación de México hace de una
buena evaluación:
Por estas y otras razones, el evaluado debe participar plenamente del proceso de evalua-
ción porque si decimos que debe conocer explícitamente sobre qué se lo ha de evaluar,
la mejor manera sería.
El director y la evaluación
de los docentes
Ver Recreo VIII
La observación de clases
“Y a medida que van pasando los años, estoy cada vez más con-
vencido de lo importante que es garantizar que están totalmente
protegidos por el silencio, la intimidad y la confidencialidad.”
Antes de empezar a ver clases, el Director debe haber trabajado cuidadosamente con las
planificaciones anuales o de unidades temáticas, de cada uno de los docentes.
Todo esto es esencial para poder hacer después el seguimiento de la tarea cotidiana de
los docentes.
Hay que señalar algunos recaudos más para que ese clima de confianza inicial se afiance.
Veamos: luego de pasado un período prudencial desde el comienzo de clases, el director
habrá decidido empezar a ir a las aulas. Deberá anunciarlo explícitamente a los docentes
como demostración de respeto profesional y personal hacia los docentes, eso será muy
apreciado. También deberá avisar individualmente a cada uno, en cada caso.
Es imprescindible dejar pasar un cierto tiempo al inicio del ciclo lectivo antes de iniciar
las observaciones, a fin de que se haya podido afianzar y estabilizar la relación del docente
con sus alumnos. A la vez, el director tampoco deberá dejar que transcurra demasiado
tiempo y, además, deberá estar atento para que no se instalen dificultades que luego
podrían ser difíciles de corregir. Charlar con los docentes informalmente, hacer obser-
vaciones al pasar, realizar entradas de muy corta duración a las aulas pueden permitir
recoger señales de la presencia de inconvenientes que pudieran estar apareciendo y que
no sería prudente dejar avanzar.
Qué observar
El conocimiento que el director tenga de las planificaciones anuales o de las unidades di-
dácticas es imprescindible para que cuando entre al aula para observar una clase, pueda
entender su sentido y el de las actividades y ejercicios en la secuencia didáctica corres-
pondiente.
Otra cuestión a constatar es la coherencia de las actividades que se realizan, con la pro-
puesta pedagógica de la institución y con los objetivos planteados.
Por supuesto, merecerá la atención del observador, el trabajo de los alumnos: el tipo e
intensidad de la participación, su compromiso con la tarea, el tipo de relación con el
docente, la dinámica grupal.
La devolución de lo observado
En un primer momento, se deben señalar los aspectos positivos encontrados para pasar
luego a lo que deba ser criticado. Empezar por los aciertos facilita la comunicación pos-
terior y abre la escucha del docente. Hacer lo contrario, conllevaría el riesgo de instalar
una barrera difícil de sortear después.
Es sobre esa confianza mutua y sobre ese diálogo fecundo, que el director podría permi-
tirse intervenir durante una clase que está observando, sé que muchos colegas pueden no
estar de acuerdo con esta sugerencia por considerarlo inapropiado y hasta irrespetuoso
para el docente de aula. Pero creo que esto dependerá de cómo sea la intervención, con
qué fin, en qué momento y sobre todo con qué intención. Habrá que ser extremadamente
cuidadoso para no ser descalificador o para no desautorizar al docente delante de sus
alumnos. Personalmente, puedo decir que he llegado a intervenir en clases que estaba
observando para ampliar una explicación, para señalar un camino posible que no había
sido advertido, para proponer un ejercicio. Lo he podido hacer respetando al docente.
Más aún: logrando que éste valorara y agradeciera auténticamente el aporte. Pero, sin
duda, debería insistir, permítamelo colega lector, que eso es posible si se dan dos con-
diciones indispensables: sólida confianza mutua construida previamente y auténtica y
sana intención de hacer un aporte positivo para el maestro o para los alumnos, sin
ocasionar el más mínimo inconveniente a uno ni a otros.
Quiero comentarles, colegas directores, que algunas veces, como consecuencia de este
tipo de intervenciones, he conseguido lo que considero uno de los logros más apreciados
por mí en la tarea de conducción: que algún maestro me pidiera que fuera a desarrollar
alguna clase en su curso porque había aprendido mucho viéndome intervenir en el aula.
En este punto, creo que también sería bueno contarles que frecuentemente cuando quise
introducir una nueva propuesta metodológica para enseñar un determinado contenido,
lo primero que he hecho ha sido mostrarlo en una clase a mi cargo, el maestro observaba
Algunas veces, hasta nos animamos a desarrollar clases conducidas en equipo: maestro
y director.
No soy partidario de las guías de observación muy analíticas, en ellas suele haber tantos
detalles a tener en cuenta que se nos pueden escapar aspectos esenciales, más globales y
más estructurales. Por otra parte, cuando uno quiere reconstruir una impresión general
de la clase revisando esas guías tan meticulosas, suele resultar difícil porque la actividad
supervisada ha quedado atomizada en muchísimas pequeñas partes, aspectos y compo-
nentes.
Cada nueva observación del desempeño de un docente debe ser integrada a las anteriores,
a fin de analizar semejanzas, diferencias, coherencias, discrepancias, mejoras o retrocesos.
Es sólo ese monitoreo con continuidad el que permitirá descubrir (como vimos en el
capítulo 3) la lógica subyacente del accionar del docente. Como planteamos en el men-
cionado capítulo anterior: sólo descubriendo esa lógica, se puede empezar a corregir los
errores más importantes si los hubiera.
El director y la evaluación
integral de la escuela
De la infinidad de caracterizaciones de lo que es una buena escuela que he visto, me parece
interesante presentarles la que enuncia el Instituto Nacional para la Evaluación de la
Educación de México (2006):
“La calidad de una escuela es la cualidad que resulta de integrar las dimensiones de per-
tinencia, relevancia, eficacia interna y externa, impacto, suficiencia, eficiencia y equidad.
¿Cómo deben ser esa escucha y esa mirada? ¿Qué debe mirar y qué debe escuchar un
director para saber cómo “anda” la escuela?
Debe “mirar y escuchar” las “miradas y las escuchas” de los otros, en un doble sentido:
¿Quiénes son los “otros”? Ya lo vimos: los integrantes del equipo directivo (si lo hay), los
docentes de aula, los alumnos, las familias, el personal colaborador, el personal técnico
externo, la comunidad.
Me refiero a conocer a qué prestan atención prioritariamente, qué les preocupa central-
mente, a qué dedican el mayor esfuerzo, qué dicen, qué opinan, qué ven que está bien,
qué está mal, qué falta, qué necesitan. ¿Cada sector mira y escucha sobre lo mismo?
¿Miran y escuchan sobre lo que se acordó institucionalmente que es lo prioritario?
los integrantes del establecimiento puedan enseñar y aprender (el director también,
perdón por la insistencia) en un proyecto colectivo en el que todos participan actuan-
do, pensando y diciendo; y para ello la actividad de reflexión sobre los resultados de
tanto esfuerzo y tanta energía desplegados, también debería ser compartida (en esto
consiste, justamente, la coevaluación).
Acaba usted, colega lector, de repasar las potencialidades y los riesgos de la coeva-
luación. A pesar de los riesgos, aquí se plantea la conveniencia de ella. Sin embargo,
y tal como lo expresan todos los buenos tratados sobre evaluación educativa, se re-
quiere de coevaluación, autoevaluación y héteroevaluación para alcanzar los efectos
más productivos en función de la continua mejora de los aprendizajes y de la ense-
ñanza así como de la gestión institucional.
Las personas que formal y naturalmente (en condiciones ideales) deberían ser los respon-
sables de realizar la evaluación externa (procesual, cualitativa, formativa y contextual)
son los supervisores. Quienes deberían conformar sus apreciaciones y sus propuestas
de afianzamiento y mejora sobre la base no sólo de sus observaciones y diálogos institu-
cionales sino también con toda la información que le brinde la institución, producida a
través del largo y arduo proceso de auto y coevaluación continua que la escuela misma
debería desarrollar tal como se ha propuesto aquí en este capítulo.
La autoevaluación que pueda hacer de su tarea no sólo es necesaria para mejorar su tarea
profesional sino también para su protección personal.
Por cierto que lo ideal sería que estos análisis pudieran ser compartidos con un
equipo de conducción y/o con un plantel docente funcionando como equipo insti-
tucional. También sería óptimo que a través de la supervisión o de otros asesores
externos, el director pudiera compartir estas “auto-evaluaciones” de los distintos
aspectos y dimensiones de su labor.
CAPÍTULO VI
“Un viaje es eso, mirar, nutrirse con encuentros, aceptar los encuen-
tros, equivocarse, pensar…”
Dirigir:
una tarea de encuentros
entre personas
• Liderazgo y carisma.
Piden que sea “seguro” porque eso le permitirá contener y conducir a los docentes. Tam-
bién que sepa trabajar en equipo, dicen: “Por ejemplo, que combine con la vicedirectora”.
Hay tres temas sobre los que usualmente discuten, a los que sería interesante que usted,
colega lector, les prestara atención porque los desarrollaremos más adelante: las “condi-
ciones naturales” para ser director, el concepto de “carisma” y la concepción de liderazgo.
Para entrar en el tema, quisiera recuperar el papel de la persona porque toda situación de
enseñanza-aprendizaje es un encuentro de personas, personas que despliegan el rol de
alumnos y de docentes pero, siempre, personas (pero en la línea que plantea Jorge Medi-
na en su libro “El malestar en la pedagogía” de Noveduc, 2006: “¿Pero qué entendemos
por persona? Será necesario recuperarla dentro de un marco que la libere de aditamen-
tos políticos reaccionarios. Y no será necesario tampoco fundarla en un humanismo de
carácter religioso”).
Durante todo el libro, he postulado varias veces que la relación del director con sus do-
centes debe ser una situación de enseñanza y de aprendizaje más.
Como si fuera una aplicación del carácter transitivo de la matemática, sostengo que la re-
lación directivo-docentes debe ser pensada también como un encuentro de personas, es
decir: que las cuestiones profesionales (pedagógicas, didácticas, institucionales, instru-
mentales, normativas, administrativas y legales) se sustentan en las dimensiones éticas,
afectivas, culturales y biográficas, concientes y no concientes, manifiestas y no visibles a
primera vista, de las personas.
Analizar la tarea de un director de escuela lleva a considerar lo que debe saber, lo que
debe ser y lo que debe hacer. Ya hemos hablado bastante de esto en este libro.
Ahora propongo que reflexionemos explícitamente (porque esta cuestión la hemos con-
siderado permanentemente como fondo de cada contenido que íbamos tratando) sobre
lo que debe ser o cómo debe ser un director.
En primer lugar, debe ser un buen profesional (y una buena persona, no lo olvidemos)
que sabe de lo que se trata (ya lo hemos dicho muchas veces y solicito disculpas por estas
redundancias): un profesional que sabe de enseñanza y de aprendizaje, que sabe de aula
pero que también sabe de escuela (lo dicen los docentes). Además, debe saber comunicar
lo que sabe porque sino, obviamente, de nada servirán sus conocimientos. Pero no sólo
debe saber decir, también debe saber escuchar y observar; es decir: alguien que se nutre
con lo que oye y ve de los demás (también para hacer correcciones), que también es capaz
de guardar toda la discreción necesaria cuando la situación lo requiere, que sabe guardar
silencio cuando corresponde, que habla “poco – para no confundir a los demás con océa-
nos de palabras - y lo preciso”, diría San Martín), que escucha, que se calla, que dialoga.
Una persona que fundamenta lo que dice, explicitando la racionalidad de las propuestas,
de las decisiones y de las acciones; y que por sus conocimientos tiene capacidad de an-
ticipación y puede tener una visión estratégica de la institución porque puede mirar en
profundidad y con amplio panorama.
Tienen mucha razón los docentes cuando piden que el director “sea seguro”. Porque un
director inseguro puede caer tanto en la impotencia como en la omnipotencia (como ya
vimos, dos peligros siempre presentes en la tarea de conducción). La seguridad o el equi-
librio emocional deviene de poseer una adecuada autoestima, es decir saberse potente
(ni impotente ni omnipotente) y “creérsela” (permítanme colegas el vulgarismo, lo uso
porque creo que es muy expresivo de lo que quiero subrayar: que si no creemos en nues-
tras potencialidades para hacer lo que un director tiene que hacer - tan complejo y tan
difícil, como hemos visto - , no lo podrá realizar). Esto no debe confundirse con soberbia
o con omnipotencia, se trata de sólida (aunque flexible, claro) confianza en sí mismo.
Sonrisas, simpatía,
amabilidad, humor, alegría.
“El mejor principio orientativo que conozco en mi trabajo es uno al
que siempre he prestado la mayor atención: el aburrimiento…
Si durante un ejercicio o un ensayo me digo a mí mismo: debe haber
alguna razón para que yo esté aburrido, tengo que buscar esa razón
desesperadamente.”
Por otra parte, quien se siente seguro puede “aflojarse”, quien se “afloja” puede sonreír y
hacer sonreír, puede ser amable y puede atreverse con el humor y con el juego ( yo me
acuerdo de un director que jugaba un “picadito” con los chicos en el patio de la escuela,
me acuerdo de una directora que integraba el grupo de madres y padres de la escuela que
hacían teatro, también de aquella otra que había organizado un concurso de barriletes y
ella construyó el suyo y participó en el torneo). Una vez escuché que Alfredo Alcón decía
que el trabajo se torna gratificante cuando se hace con rigor profesional y con alegría
personal.
La alegría de estar amablemente con los demás, de ver crecer a los niños y a los jóvenes,
de comprobar los resultados de la tarea cumplida, de la inclusión de lo novedoso, de la
creatividad de todos, de los saltos de calidad.
Volvamos al tema de la seguridad personal: tener confianza en uno mismo permite te-
nerla en los demás. Si el directivo no está convencido de que los demás son competentes
y capaces ¿cómo puede conducirlos, cómo puede animarse a compartir – y construir – el
proyecto institucional con los demás? Sin tener confianza en uno mismo ¿cómo podría
– como piden los docentes – contener a los profesores, acompañarlos, estar abierto a es-
cucharlos, animarse a decirles lo que están haciendo mal, invitarlos a decidir cuestiones
CON él? ¿Cómo tomar decisiones en soledad cuando debe hacerlo, cómo delegar cuando
es necesario? ¿Cómo pedir ayuda? ¿Cómo aceptar sus errores y corregirlos?
Otra desafío más: estar dispuesto a cambiar pero sostener la coherencia (la propia y la de
la institución, la del proyecto), la coherencia entre lo dicho y lo que se hace, la coherencia
a través del tiempo, la coherencia entre las distintas situaciones de un mismo momento.
Es esa coherencia básica, amplia y profunda la que permitirá soportar la incertidumbre
que toda actividad humana compleja como la vida en una escuela, conlleva. Es esa cohe-
rencia, por otra parte, la que lo tornará persona confiable digna de que se confíe en ella.
Coherencia en sostener que la escuela misma y su conducción son una legítima fuente de
situaciones a resolver, proveedoras de fecundas situaciones para aprender, para crecer.
Para que los docentes estén tranquilos y seguros como para correr los riesgos y aceptar
los temores del aprendizaje y del crecimiento, necesitan un director con autoridad, es
decir: un conductor que cuide, que ampare, que sea reparo de todos los demás. (También
que se deje cuidar, amparar, acompañar y ayudar por los otros).
Relación dialéctica. Es decir una relación en la que un elemento de un par influye sobre
otro y éste, a su vez, sobre el otro, y así: mutua y sucesivamente.
Exactamente: cuido, los demás se sienten cuidados y seguros y, por lo tanto, dispuestos a
cuidar, y como los demás me cuidan, yo también tengo más disposición a hacerlo.
Ahora bien, otra discusión que suele aparecer es si esas cualidades personales y esas com-
petencias profesionales son “naturales” (innatas) o se aprenden. ¿Ser líder es un don de
dios o de la naturaleza, o se construye a lo largo de la vida? ¿Existe el carisma? Si existe
¿es una cualidad “natural” (innata) o de qué depende?
Sin desconocer los determinantes genéticos de muchas de las características de cada ser
humano, adhiero a las posiciones que sostienen que las cualidades que podríamos llamar
sociales (de las que venimos conversando) se aprenden. Claro, no sólo en la escuela y rara
vez a través de lecciones o leyendo manuales de convivencia. Se aprenden en la familia,
en el vecindario, en el club, en la iglesia, en la experiencia que resulta de cada encuentro
humano.
Si aceptamos que esas cualidades son aprendidas, cuando una persona llega a ser direc-
tor, ya las posee… o no. Entonces, la otra cuestión es: ¿Pueden ser aprendidas, desarrolla-
das, corregidas, a esa altura de la vida?
Coincido con los que sostienen que sí pero no sólo leyendo libros o escuchando discursos
sino vivenciándolas: se aprende a coordinar grupos, coordinando grupos; se aprende a
resolver problemas, resolviendo problemas; se aprende a comunicar, comunicando; se
aprende a escuchar, a mirar, a oír, a observar; escuchando, mirando, oyendo, observan-
do; a dialogar, dialogando; a compartir, compartiendo; a delegar haciendo ejercicios de
delegación; a decidir, decidiendo. Acompañados y enseñados por quienes saben coordi-
nar, resolver problemas, comunicar, escuchar, oír, observar, mirar, dialogar, compartir,
delegar, tomar decisiones.
A la sazón, hay países en los que el título de “director titular” se adquiere después de ha-
ber ejercido como “director aprendiz” durante un cierto tiempo, acompañado por otros
colegas y por los supervisores (quienes deberían ser sus “naturales” capacitadores) y hay
otros países en los que cada tantos años se deben revalidar las competencias necesarias
para seguir desempeñando la función.
Liderazgo y carisma
“Esos hombres y mujeres creían en lo que estaban haciendo, hicie-
ron lo que creían que tenían que hacer y nunca renegaron de lo que
habían realizado.”
Obvio, para que un grupo siga a una persona, para que la reconozca como orientadora,
esa persona debe tener carisma (¿“Capacidad para atraer”?: Sí !!! “Para fascinar”: puede
ser peligroso si significa ausencia de reflexión). Pero otra vez: ¿es esto un don natural,
innato, o se construye? ¿Se puede construir o reconstruir en un momento dado de la vida
de una persona? Por supuesto que sí, porque la capacidad de liderazgo, la posibilidad de
ser líder, el carisma, surgen del dominio de las cualidades que exige la posición: saber de
“lo que se trata” (de enseñanza, de aprendizaje, de escuela, de maestros, de alumnos, de
familias, de normas, de leyes, de diseños curriculares), comunicar, escuchar, dialogar, ver,
coordinar, delegar, tomar decisiones, construir, explicitar y conducir un proyecto, etc.
Quien sepa hacer todo eso, podrá ser líder y el grupo le reconocerá carisma. Podrá consti-
tuirse en motivador. Pero aclaremos algo más: lo será para ese grupo, para esa institución,
en ese momento; pero podría no serlo en otra situación, con otro grupo, en otra escuela.
Aunque quien tenga todas esas cualidades, estará en mejor situación para trabajar con
otro grupo, en otra institución, en otro momento, con respecto a alguien que no las po-
sea. Porque se es líder para un grupo, en una institución, en un momento determinado.
La noción de líder es relacional, vincular, situacional y contextual: no se es líder cual-
quiera sea el grupo, la institución y el momento, porque para ser líder (además de tener
ciertas cualidades) hay que estar en condiciones de ayudar a satisfacer las necesidades,
los intereses, las expectativas, los objetivos y las características del grupo.
Ver Recreo V
Tal vez, los dos párrafos siguientes del texto de Martiñá, podrían describir la situación
¿Qué es lo imprescindible que hay que conservar? ¿Qué es lo que debería permanecer a
pesar de los cambios de los tiempos?
Parece que se trata de los principios y de los valores éticos que dan sentido a todo trabajo
docente y directivo.
Sin duda el respeto por la verdad, que nos lleva a no transgredir lo dispuesto, a sostener-
lo, a no tergiversarlo.
La solidaridad que implica el respeto por el otro al considerarlo capaz de aprender, de ser
competente, de ser capaz de creatividad.
Es la generosidad que implica estar siempre dispuesto hacia los demás: docentes, alum-
nos, familias, auxiliares.
La libertad que exige el desarrollo de la autonomía para que sean posibles la creatividad,
los aportes, la cooperación, el crecimiento, el aprendizaje.
La humildad que permite compartir, escuchar, corregirse, reconocer que no se sabe todo.
Le anticipo colega director que acuerdo con el autor que no es sólo “tozudez y rutina”.
Pero… esta vez no encontrará usted lector, mi respuesta. Esta vez, la respuesta debería
hallarla usted.
Bibliografía Citada
Barba, Eugenio (2010): Quemar la casa. Orígenes de un director. Catálogos, Buenos Aires.
Fasce,J. Martiñá, R (1984): Nosotros educadores. Miño y Dávila Editores, Buenos. Aires.
Kotin, Alejandra y otros (1989): Directores y direcciones…de escuela. Miño y Dávila Edi-
tores, Buenos. Aires.
Recreos
RECREO I
Uno sabe que ya no va a volver a convertir algún gol maravilloso como el que hizo o soñó
en un arco improvisado de la calle Lavalle, uno sabe que no se va a reeditar aquella ma-
ñana de domingo en Muni en la que uno jugó al tenis un poquito mejor que de costumbre
y se creyó Guillermo Vilas.
Quizás uno pueda escribir un nuevo libro sobre directores de escuela o sobre anécdotas
de educación que se tiene prometido, pero libros ya escribió…
Quizás uno pueda maravillarse ante un puente de Praga, una calle de Budapest o un
teatro de Viena, en un viaje que todavía soñamos con Nelly, pero uno ya estuvo en el
Coliseo, en la Torre Eiffel, en la mezquita azul de Estambul, en las cuevas de Cappadocia,
en el Partenón, en Wembley con el hermano y el hijo tan queridos…, en Bath represen-
tando a la Argentina (toda la semana dialogando y ¡pensando! en inglés)…
¿Qué maravilla puede depararnos la vida después de la Garganta del Diablo en las
Cataratas del Iguazú, después del Glaciar Perito Moreno, después de Nueva York de
noche visto desde el Puente de Brooklyn? ¿Después del gol de Maradona a los ingleses,
después de la Novena Sinfonía en el Colón durante la que uno pensó que eso sólo había
justificado toda la vida?
¿Con qué acontecimiento apabullante puede uno sorprenderse una vez que uno ha sido
padre?
Uno había empezado a creer que la vida ya no podía depararle algún acontecimiento
sorprendente…porque uno tiene 67 años… pero viene la hija de uno y le dice que va a ser
madre, y más aún: meses después la ve con una bellísima panza enorme y uno, enton-
ces, siente que la vida aún le tenía reservado algún otro acontecimiento profundamente
emocionante y delicioso y uno la mira y se acuerda de la caída de cabeza de la cama en
Brasil, de aquella frase famosa y premonitoria de lo que vendría: “qué difícil será, que ni
yo me animo”, del guardapolvo blanco y de las trencitas del primer día de clase, de oírla
ejecutando la flauta dulce (ese hecho tan raro en una familia “que nada que ver con la
música”), de sus piruetas en la escuelita de gimnasia deportiva, de sus tremendas rabietas
de pequeña, de aquella noche dolorosa en la que la buscamos a todo lo largo de Cabildo,
mil veces, para encontrarla sentada en un umbral a la madrugada y a uno le salió la única
puteada que gritó en la vida, del primer cuadro hermoso a partir de las clases con Ca-
purro, de aquella caminata (¿de 4 horas?) maravillosa por Nueva York, de las charlas en
Barcelona, de “Novela Rosa”, de la firma del contrato por la casa para vivir con Carlos…
Y uno escribe esto, llega a este punto y empieza a lagrimear y tiene ganas de decir: Gra-
cias mamá - mi mamá – a pesar de todo; gracias papá por todo y por todo lo que te guar-
daste y no me compartiste cuando debiste compartirlo; gracias Nelly, por los hijos y por
los cuarenta años juntos, laboriosos y lindos. Gracias, Marianela.
Papá.
RECREO II
Nadie me había dicho tan claramente que se trataba de eso: de dar el alma, de poner todo,
de darse, de entregarse. Lo había vislumbrado en la Escuela Normal, lo iba sintiendo en la
Facultad y lo gozaba y sufría en el colegio “Provincia del Neuquén” de Córdoba y Pringles;
pero nunca lo había visto tan nítidamente expresado.
Además, Panzeri era más que eso: un hombre honesto, de principios profundos, elevados y
sólidos. Un hombre coherente, a veces hasta la inflexibilidad, en sus valores, en sus creen-
cias, en sus actitudes, en sus conductas: una vez recibió de la empresa editora, la orden de
publicar un artículo autoelogioso del ministro de economía de la Nación, escrito a partir
del análisis de una recaudación abundante de un Boca-River. Para hacerlo, puso como con-
dición que el ministro le cediera uno de sus habituales y semanales espacios televisivos en
los que el funcionario exponía los logros de su política económica, para poder opinar él,
sobre ese tema. Como la contrapropuesta, obviamente, no fue aceptada y la presión de la
Editorial se sostenía, renunció. Renunció a lo que había sido el sueño de toda su vida: ser el
director (máxima aspiración profesional de todo periodista deportivo entre las décadas del
30 y del 70) de la revista deportiva más importante de toda iberoamérica.
sus principios, Panzeri me enseñó honestidad. Con su coherencia, me guió para ser íntegro.
Con su capacidad crítica, me reveló el valor del análisis sagaz. Con su audacia, pude pro-
bar mi pequeña, humilde y tímida valentía. Con su escritura precisa y elegante, pude
intentar expresarme con vocabulario y sintaxis correctos. Leyendo El Gráfico de los 50 y
60, encontré el placer de leer.
Después de 50 años de docencia, puedo decirle a mi maestro (aquel maestro sin aula, sin
escuela, sin textos académicos, sin clases, sin conferencias), a aquel maestro que me brin-
dó en mi juventud, aportes esenciales para mi formación profesional y personal: - Tenía
razón Dante, “la letra con sangre entra, pero con sangre del que enseña”.
Desde 2007, dirijo la Carrera de Periodismo Deportivo de River Plate, junto con los
periodistas deportivos José Luis Barrio y Gonzalo Bonadeo.
Un día, mientras tomábamos un café en la confitería del Club, dije que “…supe tener la
colección completa de El Gráfico mientras lo dirigió Dante Panzeri”. Gonzalo me pre-
guntó por qué ya no la tenía. Le expliqué: - Mi madre se la había vendido a un “botellero”
porque ocupaba mucho lugar y juntaba “bichos” (sin mi autorización, claro).
Unos días después, Gonzalo se apareció con varios tomos encuadernados de El Gráfico,
los correspondientes a los dirigidos por Panzeri (eran de su colección personal) y me los
regaló: - “No puede ser que no los tengas habiendo admirado tanto a Dante”.
Me resultó conmovedor que Gonzalo tuviera tal muestra de afecto y generosidad cuando
hacía apenas un año que nos conocíamos.
RECREO III
Ahí estaba él, el maestro, haciendo un amplio movimiento circular con ambas manos, no
sé qué estaba explicando ni nunca me preocupé por averiguarlo, y sus alumnos sentados
en sus sillas lo miraban arrobados y en silencio, siguiendo con sus cabezas y aún con sus
cuerpos, ese movimiento circular.
Allí en el frente, el pizarrón con láminas y mapas, la luz iluminando especialmente esa
parte del aula.
Lo vi claramente: era una sala teatral. En el escenario, el primer actor explicando la lección
en medio de un diseño especial de imágenes, colores y luces que enmarcaban su tarea.
Un docente que expone, da por supuesto que sus alumnos escuchan, entienden y com-
prenden lo que dice. No duda de ello: porque los chicos son capaces de percibir, fijar en
la memoria y cuando se los requiere podrán repetir aquella lección.
Varios años después (mediados de los ´70) volví a recordar la escena (¡la escena!) cuando
al entrar a un aula de 6° grado de una escuela “muy moderna e innovadora”, los alumnos
estaban agrupados de a 5 ó 6, alrededor de mesas ovaladas, leyendo, discutiendo, inquie-
tos, movedizos corporal y mentalmente (supuse), me costó encontrar a la maestra quien
parada en un rincón, con los brazos cruzados (¡Ojo! no crean que estaba “en penitencia”)
observaba a sus niños sin ninguna intervención aparente.
La comparación me apareció nítida en mi mente: ahora los actores eran los alumnos y
la maestra una espectadora privilegiada. Ya no era tan fácil descubrir dónde estaba el
escenario, cuál era la escenografía que enmarcaba la actuación, ¿dónde estaban las filas
de butacas? Podía pensar que toda el aula era el escenario (muchos años después, el lector
lo sabe, muchos autores de ciencias sociales hablaron de la institución y de sus espacios
como “escenarios”).
Un aula moderna en una escuela que decía de sí misma ser “constructivista”, un teatro
moderno en el que los actores iban construyendo a través de ¿improvisaciones? la obra a
representarse. Una maestra ¿espectadora? que confiaba que planteado el tema o el proble-
ma, sus alumnos tenían la capacidad de solucionarlo con su constructiva actividad mental.
Transcurridos otros tantos años (ya avanzados los ´80), empecé a pensar si la única alter-
nativa para pensar el aula de clase como sala teatral era en términos del par actor-especta-
dor aún con la riqueza que una mirada dialéctica podía incorporar a la cuestión:
la mutua influencia del actor sobre el espectador (evidente) y la del espectador sobre el ac-
tor (Todos los actores dicen que no hay dos funciones iguales porque no hay dos públicos
iguales), lo que se ve, quizás, más claro en la relación maestro-alumno.
La claridad sobre la cuestión empezó a aparecer durante las charlas con mi hijo Romeo
sobre las similitudes entre la dirección de escuelas y la dirección de teatro. Ante los
alumnos actores (de su propio aprendizaje) no era la única alternativa posible un maestro
espectador (como lo fueron poniendo durante los ´70 y los ´80 las versiones didácticas
de un constructivismo “salvaje” y equivocado conceptualmente).
Estaba bien que los alumnos fueran los actores, no hay aprendizaje sano, efectivo, útil,
duradero, flexible, potente, significativo, sin la participación activa del aprendiz (no hay
actualmente ninguna teoría del aprendizaje que niegue o desvalorice esto) pero qué papel
debía cumplir el maestro: debía ser, nada menos, que el director de la obra, tarea más
compleja que la de actor y que la de espectador. El maestro debe plantear el tema (aunque
los alumnos/actores puedan hacerlo también), debe guiar, debe orientar el sentido de la
acciones, debe acompañar para estimular, para corregir, para indicar. Debe enseñar.
Ya en los ´90, empecé a compartir estas ideas con mis capacitandos (docentes de aula y
directivos) en mis cursos de didáctica y de gestión institucional y me di cuenta que las
metáforas tienen un alto efecto esclarecedor, sintetizador y estimulante de la reflexión.
Como ejemplo de la anterior afirmación, creo que debería terminar esta exposición con
una anécdota de un reciente curso de Gestión Directiva durante el que al finalizar una
clase, los colegas aplaudieron. Mi reacción fue pedirles que no me aplaudieran porque
así me ponían en la posición del actor que es reconocido por su público. Cosa que no me
agradaba porque no creía ser un docente “tradicional”.
Esa colega (espero que haya sido auténtica portavoz de todo el grupo) demostró que había
entendido plenamente el tema de la sala teatral como metáfora del aula.
Escuela-Universidad:
la relación es posible (*)
Comenzaré por una anécdota aparentemente insignificante. Sin embargo, en ella reside
la génesis, por lo menos inmediata de lo que narraré, y de lo que afirmo en el título.
Además empiezo por ella porque (en los últimos tiempos en forma conciente y desde
hace mucho espontáneamente) estoy adhiriendo a posiciones teóricas que intentan con-
ceptualizara partir de la vida cotidiana de la escuela y de los que trabajan en ella. (1)
Pienso, también, que los éxitos o los fracasos posteriores suelen prepararse, en buena
parte, en ciertas génesis remotas de los hechos. Más adelante volveré sobre esto, cuan-
do saque algunas conclusiones sobre el desarrollo y los resultados de la experiencia, y
reflexione sobre las relaciones entre este hecho inicial casi casual y otros procesos más
prolongados y profundos ligados a lo que narro.
Igualmente, tengo la impresión de que un planteo que incluya estos aspectos, se hará más
atractivo porque creará en el lector no sólo el previsible interés profesional sino también
el vivencial, y así se ligará (por otro camino, y como se verá) con la intención epistemoló-
gica de rescatar la vida cotidiana de la escuela como tema de análisis pedagógico.
En junio de 1985, mi esposa me pidió que realizara alguna labor de capacitación docente
como parte de las actividades conmemorativas del centésimo aniversario de la funda-
ción de la escuela primaria a la que ella había concurrido. Se trata de la Escuela república
del Brasil ubicada en Valentín Alsina, partido de Lanús, en el Gran Buenos Aires, al sur
de la Capital Federal, a veinte cuadras del Riachuelo.
A partir de esta suposición, y quizás por una cuestión de orgullo personal (¿otro de los
vericuetos del afecto?) insistí en que valía la pena hacer el intento, le propuse dividir el
curso en tres partes con cuatro módulos en total:
3. Una mañana y una tarde (6 horas en total) con una semana de por medio sobre Geo-
metría (Módulos III y IV).
2. Porque la forma en que se desarrollan muestra defectos de los más graves de nuestra
enseñanza:
3. Por ser contenidos que se prestan a una sintética presentación a los maestros, nece-
saria por el escaso tiempo disponible.
6. Porque a partir de las actividades concretas que se realizan, se pueden sugerir líneas
de reflexión que esbozan algunas fundamentaciones teóricas, las que a su vez abri-
rían las puertas a posibilidades de generalización sobre los procesos de aprendizaje
y de enseñanza.
Dos semanas antes de fecha prevista para la iniciación del curso, la directora me comuni-
có la cantidad de inscriptas (ella había estimado que serían alrededor de diez; yo era más
optimista: esperaba treinta o cuarenta). Resultaron ¡doscientas diez! ¿Qué había pasado?
Es necesario citar algunos datos que explicarían semejante avalancha de inscripciones:
“No se ofrecen cursos gratuitos”. Sobre esto habría que aclarar que con tal asistencia se
hubiera podido abonar, si se hubiera querido (no era el caso pues yo no cobré por mi
trabajo) 5 australes por persona, por ejemplo, y haber pagado muy bien al profesor, a las
ayudantes que fue necesario incorporar (y cuya aparición y labor serán el nudo central
de esta nota), y hubiera quedado dinero para la Asociación Cooperadora de la Escuela.
“No se dará puntaje extra en la calificación anual de los docentes si no se acreditan deter-
minadas horas de capacitación al año”.
Esta sorprendente cantidad de asistentes ¿exige modificar arraigadas ideas sobre la fal-
ta de inquietud docente por su capacitación? ¿Indica que teniendo en cuenta algunos
aspectos no muy complicados de solucionar (lugar, horario, costo, tema, metodología,
puntaje) los maestros se sienten motivados a encarar actividades de reciclaje? ¿Se apre-
cia, siguiendo las líneas de reflexión propuesta, que es imprescindible atender aspectos
cotidianos, triviales (aparentemente), poco relevantes para los análisis teóricos usuales
sobre estrategias de capacitación docente?
¡Doscientas diez maestras! Esto creaba un serio problema técnico para la realización de
los módulos III y IV (los de geometría) (#1) ya que exigían tareas en las que cada docente
debía trabajar con papeles, cola sintética, plastilina, tijeras, instrumentos de geometría,
y, además, en pequeños grupos. Podíamos contar con un patio cerrado con capacidad
para todos, con micrófono, y con diez aulas para hacer funcionar otros tantos grupos. El
problema del lugar estaba resuelto. Sin embargo, se nos presentaban dificultades con el
mobiliario: los 250 asientos que se podían colocar en el patio cerrado eran las sillas de las
aulas, y yo estaba pensando en el uso casi simultáneo de patio y aulas. También parecía
difícil coordinar la actividad práctica de tanta gente. Fue por esta razón (y por otras me-
nos evidentes que explicaré más adelante) que se me ocurrió que los alumnos de nuestra
cátedra de Didáctica de la Escuela Primaria de la Carrera de Ciencias de la Educación
de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, podían ayudarme
como coordinadores de cada uno de los diez grupos de aproximadamente veinte maes-
tras cada uno, que imaginaba trabajando simultáneamente en las diez aulas de que
disponíamos. Sin embargo, faltaban dos semanas para la primera reunión del curso
¿estarían dispuestos los alumnos a realizar la tarea? (Estaba seguro de que sí, no era difícil
que lo estuvieran diez de los ciento veinte que cursaban la materia). ¿Dispondrían de
tiempo? (Esto parecía más complicado, todos estaban cursando dos, tres o cuatro asigna-
turas, era tiempo de exámenes parciales y la mayoría trabajaba). ¿Era posible prepararlos
para la tarea en las tres horas de clase de que disponíamos en esa semana? Una respuesta
sensata era la negativa, pero yo ya tenía tomada la decisión - ¿otro de los vericuetos del
afecto? - ¡Y lo intentamos!
Fuimos a las clases de nuestra cátedra y les contamos el proyecto a los alumnos. Rápida y
entusiastamente, enseguida hubo cerca de veinte postulantes. Podíamos contar con dos
personas por cada grupo de maestras y darnos el lujo de tener coordinador y observador
El lector apreciará que a partir de este momento cambio la primera persona del singular
por la primera del plural. Lo hago así porque desde aquí el proyecto dejó de ser mío
para convertirse en nuestro. Había muchos más interesados que se lamentaban por no
disponer de tiempo para colaborar. Ya vimos cuáles podían ser los motivos del éxito de
la inscripción de maestras. ¿Cuáles eran los de la respuesta entusiasta del alumnado de
la Facultad?
Cinco años estudiando Ciencias de la Educación y muy poco había sido el contacto con-
creto con la escuela primaria o con los docentes de ese nivel. Sólo cinco o seis de los
alumnos dispuesto tenían experiencia como docentes de primaria. ¿Podemos dejar de
mencionar (por modestia) el interés que los alumnos iban desarrollando por las cues-
tiones que se trabajaban en la materia debido a la continua inclusión de lo vivencial, el
respeto permanente por los discípulos, la bibliografía de autores argentinos sobre temas
concretos, la participación en la planificación y en la implementación de la asignatura, la
evaluación continua del proceso? ¿Podemos obviar la entrega y la dedicación con que el
equipo docente desarrollaba su tarea? (#2)
En los treinta minutos siguientes, los coordinadores grupales recogerían preguntas, in-
quietudes, críticas y discrepancias con respecto al trabajo realizado.
Durante la media hora, mientras las maestras tenían un descanso, previo traslado de
las sillas de las aulas al patio cubierto para la reunión general, otro hecho trivial al, sin
embargo, nosotros le dimos importancia, pues a pesar de su sencillez, a la directora le
parecía inadecuado pedirle a las maestras que estuvieran llevando y trayendo sillas. A
nosotros, contrariamente, nos resultaba interesante como pequeña (sí) muestra de ayuda
y compromiso con el curso. Después comprobamos que se sentían bien haciéndolo, se
reían, hacían comentarios graciosos, aparecían algunos indicios de pequeños ejemplos
de identificación con sus alumnos: Parecemos los chicos del jardín”.
Con esos aportes (preguntas, inquietudes, críticas, discrepancias) y con lo observado por
mí durante mis recorridas por los grupos, debería sintetizar, en la última media hora
de tarea, y con todos reunidos en el patio, aclarar dudas, responder preguntas, evacuar
inquietudes, y analizar críticas y discrepancias. En una palabra: permitir y facilitar la
reflexión sobre la tarea práctica realizada, para obtener así elementos que posibiliten
generalizaciones sobre el proceso de enseñanza y de aprendizaje a otros campos de la
geometría y de la matemática en general.
¿Cómo preparamos a los estudiantes de Ciencias de la Educación para llevar adelante esa
tarea? La idea era sencilla:
Que ellos hicieran con mi coordinación lo mismo que deberían hacer las maestras con la
Obviamente, así como habíamos dispuesto tiempo para la reflexión en el curso con las
maestras, también lo hicimos en las clases de la Facultad. Hay que señalar el placer con
que los alumnos universitarios jugaron y trabajaron con plastilina, tijeras, reglas, com-
pases, etc. (algunos comentaban que no tomaban un compás desde su escuela primaria:
¿un promisorio adelanto de buen contacto con las maestras?); el mismo placer que ma-
nifestarían durante el curso los docentes de primaria (placer indispensable para rever-
tir aquella situación enunciada antes, de que no se hace geometría en nuestras escuelas
primarias), lo que nos hacía imaginar el mismo gusto en los chicos cuando nuestras pro-
puestas llegaran, finalmente, a ellos.
Supongo que se ve claro que tanto en lo previsto para las clases de preparación de los
estudiantes como en lo ideado para hacer con las maestras en el curso de capacitación y,
finalmente, en lo propuesto para con los chicos, se ataca aquella característica de nuestra
enseñanza mencionada más arriba: “la actividad del docente sustituye a la del alumno”.
También se combate la “enseñanza visualista y verbalista”: se trataba de jugar, de trabajar,
de construir (nada de mirar sin hacer, nada de escuchar mucho a alguien que habla mu-
cho), se trataba de reflexionar, de sacar conclusiones sobre lo que se había experimen-
tado. Y todo eso se podía aplicar inmediatamente: los estudiantes podían transmitir lo
aprendido a los pocos días, las maestras podían hacerlo “al día siguiente” con los chicos.
Claro que se explicaba por qué, para qué y cómo se podía extender la propuesta a temas
de aritmética y a todas las áreas.
1. El sujeto que aprende (sea párvulo, niño, adolescente, joven o adulto, vaya pensán-
dose) debe ser el constructor, el creador, el productor de su propio aprendizaje, y no
un mero reproductor del conocimiento de otros. No hay aprendizaje amplio, profundo
y duradero sin la participación activa del que aprende.
2. El sujeto que aprende lo hace con otros, inevitablemente, háganse trabajos en equipo
o no: los “otros” (“externos “ o “internos”) siempre están “co-actuando”, “co-pensan-
do”, “co-sintiendo” con todos, inclusive ¡vaya novedad! Con nosotros, los docentes,
y nosotros con ellos.
a. Dijimos que los sujetos que aprenden deben ser productores de sus propios apren-
dizajes. Esta producción debe tener también un relevante valor social (dicho esto en
el sentido más amplio: desde el relativo, sutil y difícil valor social apreciable en la
creación plástica de un niño de jardín de infantes, hasta el evidente valor social de
la construcción de un sala de primeros auxilios por alumnos del último año d una
escuela técnica en construcciones). Apresurémonos a señalar que nada de esto tam-
poco tendría sentido sin el significado personal insoslayable de cada acto humano.
Es que nadie llegar a persona si no incorpora la dimensión social, y ésta no es posible
sin el desarrollo personal.
b. Dijimos, también, que se aprende con y de los “otros”. Pero los “otros” no somos sola-
mente los que estamos dentro del aula, son todos los “otros” que trabajan en la escue-
la y todos los que están fuera de ella, son toda la comunidad. Todos están presentes,
El planteo resulta claro, necesario (casi lógicamente necesario), casi un teorema: ¿Cómo
podemos pretender que un maestro trabaje con un planteo metodológico y actitudinal
como el propuesto, si no lo ha vivido intensamente durante su formación? La propuesta
resulta, entonces, inevitable: el proceso de enseñanza y de aprendizaje de un curso de
capacitación docente se debe desarrollar con estos criterios:
Lo primero que me dijeron los alumnos al llegar a la escuela de Valentín Alsina fue que
estaban con mucho temor de pretender enseñarles algo a maestras con tanta mayor
experiencia que ellos.
Estaba claro: el miedo a lo desconocido (para unos: la Universidad; para otros: las
maestras); el miedo a lo nuevo (para unos: una propuesta nueva sobre metodología de
la geometría; para otros: hacer un ejercicio de una posible labor futura como Licenciados
en Ciencias de la Educación); el miedo al ataque: nos descalificarían por nuestro desco-
nocimiento teórico; nos descalificarían por nuestra falta de experiencia.
Cuando comenzamos a trabajar, lo primero que conté fueron ambas anécdotas sobre
el miedo, y explicité mis propios temores: ¿Serían muy fuertes las resistencias de las
maestras? ¿Se soltarían a jugar? ¿Serían capaces los estudiantes de coordinar los grupos?
Y luego avancé sobre una larga preocupación: atacar a las disociaciones: ¿Por qué los que
saben teoría no tienen oportunidad de aplicarla? ¿Por qué a los que implementan no
se les brinda la posibilidad de adquirir fundamentación teórica? ¿Es posible una teoría
válida, sin práctica? (#4)
Y conté que era una vieja idea mía unir en alguna experiencia coordinada por mí, la carrera
de ciencias de la Educación con la Escuela Primaria, porque había tenido la suerte de
tenerlas unidas desde el principio de mis estudios universitarios, pues había trabajado
como maestro de grado desde que ingresé en la Facultad.
Debemos contar (no por vanidad) com0 muestra objetiva del éxito logrado, que al fina-
lizar el curso, los asistentes nos aplaudieron, nos hicieron regalos, nos pidieron cursos
similares para distintas escuelas, y que los alumnos de la Facultad también estaban agra-
decidos por la oportunidad brindada de tomar contacto con un ámbito no muy bien co-
nocido y de haber experimentado algunas facetas posibles de su futuro rol de graduados
en Ciencias de la Educación.
Bibliografía
(1) Reymundo, Oscar: La vida cotidiana en la escuela, revista Temas de Psicología Socia
n° 4. Ediciones Cinco, Bs. As. 1988.
(2) Bosch, Jorge: La enseñanza de la matemática moderna, La Nación, Bs. As. 29/07/79.
(3) Tallis Jaime y Fasce Jorge: La escuela como generadora de dificultades de aprendizaje
en Dificultades en el aprendizaje escolar, de Tallis, J. y otros. Miño y Dávila Editores, Bs.
As. 1986.
(6) Saviani, Dermeval: Escola e democracia: para alem da teoria da curvatura da vara en
revista de Associacao Nacional de Educacao, Brasil, año 1, n° 3. 1983.
Notas
(#3) Nuestra propuesta es que primero los niños deben jugar libremente con el material
a usar para que gasten todas las ganas de jugar exploratoriamente que tengan y para
que esa actividad espontánea les permite el conocimiento activo de las propiedades del
material.
Pensamos también que los niños deben construir (siempre que sea posible9 los cuerpos
o figuras que habrán de estudiar; a continuación deben analizar lo que estudian me-
diante observaciones que lleven a la enumeración de los elementos que lo constituyen
para pasar luego a la síntesis que representan las descripciones basadas en los análisis
anteriores, y así seguir con sucesivos pasos de análisis y síntesis cada vez más abarcativos
y profundos que podrían graficarse con la figura de un espiral cada vez más amplia y pro-
funda. Esta forma de enseñanza y aprendizaje de la geometría se basa en algunas líneas
de la psicología socio-histórica. Al respecto puede verse Rubinstein, S.L.: La psicología,
Cap. El pensamiento. Pueblos Unidos, Montevideo, Uruguay, 1963 y del mismo autor en
la misma editorial, del mismo año: El pensamiento y los caminos de su investigación y El
proceso de pensamiento y las leyes del análisis, la síntesis y la generalización.
Una detallada exposición de estas propuestas metodológicas con este enfoque, pueden
verse en:
(#4) Al encarar el curso de aritmética mencionado en la nota (#2) les conté a los nuevos
alumnos de la Facultad esta anécdota, en el momento de trabajar los miedos del grupo.
Al empezar esta actividad en Morón, ya no tenía ganas de volver a contarla. Sin embargo,
momentos antes de la iniciación, una alumna se me acercó, y casi rogándome me pidió:
“Cuente la de los miedos, por favor”.
(*) Publicado en Fasce, J. y Martiñá, R.: Nosotros educadores. (Pág.87 a 98). Miño y Dá-
vila Editores, Bs. As. 1989.
RECREO V
A modo de introducción y
dedicatoria (*) de
Rolando Martiñá
Todos los días, infalible como Angelito, el frutero con su chata, el lechero con su carro,
pasaba frente a mi casa de Flores sur, el señor Bedoya con su portafolios negro.
Sombrero de fieltro, lentes sin armazón, sobretodo de paño oscuro; paso lento y firme y
cordialidad distante. Solía ir acompañado por dos o tres chicos de guardapolvo blanco,
cuyos padres le delegaban la responsabilidad de llevarlos a la escuela, en especial para
ayudarlos a “cruzar la calle” (preocupación eterna de toda madre que precie).
El señor Bedoya era el Director de la escuela. Muy temprano en mi vida, pues, quedaron
asociadas las imágenes de tamaño personaje con el oficio de educar, agregándose al mito
familiar de un tío abuelo que había dado lustre a la familia muchos años atrás, en una
recóndita aldea de Italia.
Precisamente, en esos tiempos, el barrio era una pequeña aldea. Y Buenos Aires, un mosaico
de aldeas casi autosuficientes. Pocas veces era necesario traspasar sus límites por alguna
razón: el trabajo, el estudio, la diversión, la compra, la venta; todo se podía hacer adentro.
Y correlativas con esa estricta delimitación geográfica, se daban otras, sociales y culturales.
El “vigilante de la esquina” podía no ser uno de nuestros personajes más queridos, pero su
presencia constante “aseguraba” algo y a nadie se le ocurría cuestionar su derecho a estar
ahí y la necesidad que se tenía de él. Además, a menudo la misma persona cumplía esa
función durante años y terminaba formando parte de la trama afectiva de la comunidad.
El maestro y el médico eran algo especial: eran los representantes máximos y los prego-
neros de la Civilización. Eran personajes de “otro mundo” para la mayoría de aquellos
inmigrantes que eran nuestros padres. Nadie tenía ninguna duda de que eran modelos
dignos de imitación y ejemplos vivos de lo que había que hacer para progresar en la vida
(y nosotros mismos somos hoy el testimonio de que aquello no era una simple ilusión).
(*) Publicado en Kotin, M.A. y otros: Directores y direcciones … de escuela (9 a 14). Miño
y Dávila Editores, Bs. As. 1993.
Si la memoria no me traiciona en demasía, podría afirmar que los Directores – y las es-
cuelas – de mi infancia y los de mis primeras armas como maestro no fueron, en muchos
aspectos, demasiado diferentes. Salvo quizás en un pasaje que, lentamente, y en paralelo
con el desarrollo social, nos fue llevando desde “el Dr. Bedoya” hasta el primer director que
tuve como suplente en el ´59. Era un hijo de polacos, alto, imponente, avezado, referente
incuestionado para todo. Hoy día se lo llamaría autoritario, pero sin duda sabia su oficio y,
a su manera, sostenía el trabajo de los demás. Era una especie de “patrón de estancia”, que
sabía que los demás sabían (o debían saber) que él sabía cómo debían ser las cosas. Dispo-
nía de un “código de procedimientos” rara vez sorprendido por algún acontecimiento no
previsto. Ciertamente, no era lo mejor para un pichón desorientado como yo, y de hecho la
cosa no funcionó; pero fue mi bautismo de fuego con sus ventajas y desventajas.
Las cosas, en realidad, empezaron a cambiar notoriamente a partir de los ´60, y acaso de
manera simbólica, tanto para mí como para la educación.
Asomábamos al mundo los que habíamos nacido durante la guerra y nos sentíamos
llamados a cambiarlo todo: la Sociedad Tradicional ya había mostrado suficientemente
sus lacras y desde las “cuevas” de Liverpool hasta las aulas de la Sorbona; desde los sets
de la “nouvelle vague” hasta el Vaticano; y entre nosotros, especialmente, desde La Habana
hacia todo el continente, comenzaron a soplar fuertes vientos de transformación.
Los nuevos vientos irrumpen en la escuela, aunque lo hacen, sobre todo, a la manera
académica: se enfatiza la necesidad de renovar la enseñanza, de hacerla más “científica”,
y también la de tomar más en cuenta las necesidades e intereses de los niños.
Nunca olvidaré el impacto de un material extranjero que cayó en mis manos (y mucho
tendría que ver con decisiones posteriores): enseñaba a enseñar matemática - ¡tan luego
eso! – de un modo entretenido, reflexivo y creador. La idea de que el aprendizaje podía
(y debía) ser una experiencia placentera comenzó a instalarse en muchas conciencias.
Hay que decir que no a todos les pasaba lo mismo. Y que el inevitable conflicto fue
tomando, hacia los ´70, perfiles dramáticos.
Era un hombre “chapado a la antigua”, en sus mejores y peores aspectos. Había sido mi
profesor en la Escuela Normal y – una década después – lo veía casi exactamente igual
a sí mismo: correcto, formal, “tradicional” en el sentido más certero en que creo haber
aplicado este adjetivo a persona alguna. Católico militante, convencido de las virtudes
del orden y de los peligros de la anarquía, tanto como de su profunda vocación docente.
La educación era su vida y a ambas aplicaba las mismas reglas y la misma convicción.
Pero no era, de ningún modo, un mero conformista. Mucho menos, un simple burócrata.
Nadie pudo acusarlo jamás de negligencia o falta de compromiso con su tarea: tenía sus
tics, pero nadie que se acercó a hablarle de dificultades pedagógicas, quedó desairado. Se
tomaba en serio su trabajo, y eso lo llevó, inevitablemente, a conectarse con las nuevas
ideas acerca de cómo hacerlo lo mejor posible.
Fue ahí donde nuestra relación se volvió a la vez amigable y polémica. Él admiraba en
mí, creo, mis intenciones de “educar mejor” y algunas de las cosas que imaginaba para
eso. Pero temía el desorden posible y el avance desmesurado del pensamiento crítico.
Yo admiraba en él, en general, lo que podríamos llamar “su vocación”, y en particular, la
actitud comprensiva y alentadora que, esforzadamente, me consta, tenía para conmigo.
Algunos de mis alumnos habían formado una banda de rock. En mi afán de estimular
todo tipo de actividades creativas y de ensanchar el espacio cultural de la escuela, propu-
se incluir una actuación para el Día de la Primavera. La negociación con el director fue
dura: la Cultura del Rock no le parecía compatible con los valores de una “sana” educación.
Los chicos tradujeron la letra de la canción que elegimos, en la clase de Inglés: era “Aquí,
allá y en todas partes” de los Beatles. La belleza de la letra y mis garantías sobre la calidad
de la música y el comportamiento de los chicos inclinaron la balanza hacia la aprobación.
Fue todo un éxito y para él, creo, un descubrimiento.
Para esa época iba creciendo en mí una sensación que me llevaría progresivamente a otros
lugares: el grado me estaba quedando chico: necesitaba algo más. Quizá, en ese momento,
aquel director tuvo clara conciencia de cuánto influyó con su apoyo y sus sugerencias en las
dos decisiones que tomé: iniciar la carrera de Psicología y presentarme a concurso para as-
cender a Vicedirector. Por suerte, pude agradecérselo, con un abrazo, varios años después.
Eran tiempos convulsos, en varios sentidos. Se habían generalizado bastante, por ejemplo,
las escuelas de Jornada Completa y su estructura, tanto como su dinámica, generaron
efectos que hace muy poco tiempo han empezado a evaluarse en profundidad. Las familias
dejaban a los niños en la escuela más tiempo, incluso, del que pasaban en sus propias
casas, debido en gran parte a que junto a otras manifestaciones, la apertura de los ´60
movió a muchas mujeres a dejar el hogar e insertarse en el mercado laboral. La escuela
también debió asumir nuevos roles y la tarea de dirigirlas se complejizó notablemente. A
la vez, la sociedad entraba en una espiral de violencia incontenible. Fue en ese tiempo de
sangre y luto, de silencio y oscuridad, que me tocó ser Director.
Aprendí el oficio en condiciones poco favorables. Tuve que resolver mi duelo por el placer
perdido de enseñarla a los chicos, a la vez que trataba de mantener un difícil equilibrio
entre los principios y la sofocante realidad. Vi las cosas “desde el otro lado del mostrador”;
comprendí mejor las dificultades de los que habían sido mis directores al tiempo que,
cuidadosamente, pretendía construir un nuevo modelo.
En eso también, afortunadamente, no estuve solo. Conocí a otro director, ahora un par,
a quien, afectuosamente, entre mate y mate, más de una vez califiqué de “optimista con-
génito”. Aprendí de él la inquebrantable fe en los justos principios que nos convocaban
y también la inteligencia para construir espacios creativos posibles, aun en auténticas
condiciones de supervivencia. Éramos, al menos, creíamos ser, una minoría y, como tal,
defendimos lo defendible como pudimos. Mientras, seguíamos estudiando y criando hijos;
esperando la luz.
La luz llegó durante los ´80, y muchos tuvimos la sensación de volver a vivir, veinte años
después, una euforia conocida. El afán democratizador inundaba la sociedad, se filtraba
por cada uno de sus intersticios y, por supuesto, tocó a la escuela, a la que consideró un
factor imprescindible en la lucha contra el autoritarismo.
Sin embargo, no habían pasado en vano tantas cosas terribles. Nuevamente encontré
directores, pero ahora eran ya mis alumnos en espacios de capacitación. Y los encontré
confundidos, abrumados, impotentes, a la defensiva ante una sociedad que les demandaba
cada vez más y los reconocía cada vez menos.
La confusión y el desorden, por preferibles que sean a la opresión, no dejan de ser con-
fusión y desorden. Ante eso, no todos reaccionaron igual: hubo quien pregonó la vuelta
al “viejo orden”, hubo quien se vio arrastrado por la situación de cambio, sin saber cómo
ni para qué. Y, entre esos extremos, una amplia gama muy difícil de conciliar, con la agra-
vante de atravesar, al filo de la década, por la peor situación económica que se recuerde.
En esta nueva instancia, tampoco mi trabajo fui solitario. Con algunos, que se encuentran
entre mis mejores amigos, nos empeñamos durante años en ayudarlos. Veíamos en ellos
una parte de nuestras historias, de nuestras vocaciones, de nuestros compromisos. Tam-
bién de nuestros defectos y nuestras frustraciones.
Más de una vez, participé conmovido, de encuentros con esos docentes de largas trayec-
torias, protagonistas de la pequeña gran hazaña de abrir cada día, pasara lo que pasare
afuera, las puertas de la escuela. Por momentos, los veía muy diferentes de aquel señor
Bedoya (y sin duda lo eran). Sin embargo, también abrigo la certeza de que algo muy pro-
fundo los asemeja; de que un largo hilo ininterrumpido los une y los ayuda a permanecer
allí. Hay quien dice que es sólo tozudez y rutina. Yo creo que no. Y por mí y por muchos
otros, por los niños que fuimos y los que hoy son, les ofrezco mi gratitud.
RECREO VI
Si, en cambio, la clase tratara sobre un procedimiento, debería empezar con la mostración
integral del mismo, explicando su utilidad y fundamentos.
Repasando: la manera de plantear una buena clase depende de en qué momento del
desarrollo de la planificación se está, de cuáles son los objetivos que el docente se pro-
pone y de qué tipo de aprendizajes se trata.
En todos los casos, una buena clase es aquella en la que el alumno participa activamente,
más allá de la modalidad que tenga. Ya sea una clase de ciencias naturales en el labora-
torio, una de educación física, una en la que el alumno esté escuchando al maestro, el es-
tudiante tiene que estar activo. Por ejemplo, una clase expositiva debe generar reflexión,
preguntas, proyectos, cosas a hacer con esa información que el docente está planteando.
Para que esto sea posible, para que el alumno pueda ser activo, para que pueda pensar,
ensayar, intentar, preguntar, responder, tiene que tener conocimientos previos sobre el
tema. Y esto tiene que ver con lo que decíamos antes: una buena clase debe tener relación
con lo anterior en el sentido de que debe conectarse con los saberes previos que poseen
los alumnos y con la lógica de los contenidos que se han desarrollado previamente. En
otras palabras, que los alumnos tengan conocimientos previos es absolutamente necesa-
rio porque si no, no hay problema posible. Si planteo algo sobre lo cual los alumnos no
saben nada, es difícil que puedan preguntarse cosas, o responder, o ensayar, o intentar.
Y así como la clase tendría que empezar con algo que convoque a la actividad de los
alumnos, poniendo en juego esos saberes previos, una buena clase tiene que tener ade-
más un cierre que abra. El principio debe estar ligado con lo que pasó antes y el cierre
tiene que ver con lo que vendrá. Una clase debe abrir hacia las a las actividades que se
van a hacer a continuación.
Por lo tanto, insisto, una buena clase es aquella en la que los alumnos están activos y el
docente también lo está. El tipo de actividad de los alumnos y del docente puede ser muy
variada. Por ejemplo, la del docente puede ir desde una muy manifiesta, como es dar una
clase expositiva, hasta otra en la que presenta una situación problemática para resolver
en pequeños grupos y luego los recorre observando lo que están haciendo y su actividad
pareciera poca pero, sin embargo, puede ser muy intensa porque escucha, observa,
reflexiona sobre lo que los alumnos están haciendo. Así como, viceversa, en una clase
expositiva, los alumnos pueden parecer que no están activos y sin embargo sí pueden
estarlo porque lo que expone el maestro los hace pensar comprometidamente en ello.
Yo rescato la exposición como una técnica posible para una buena clase, me parece que
hay que reivindicarla, porque creo que realmente se aprende recibiendo información
y una de las tareas del docente es justamente brindarla. Pero volvamos a lo que decía
recién: tiene que ser información significativa la que se brinde, para lo cual tiene que
engancharse en algo conocido por el alumno y por otro lado tiene que ser usada después,
tiene que servir para pensar.
Transmito una experiencia personal. Algunas de las mejores clases que he recibido en mi
vida, fueron en la materia Historia Social General, con José Luis Romero, en la Facultad
de Filosofía y Letras, en la década del 60. Él daba clases expositivas todo el cuatrimestre,
pero eran clases donde pensábamos activamente, donde no se podía estar distraído
porque siempre nos generaban preguntas. Claro que yo era ya un adulto y podía quedarme
callado bastante tiempo, y además pensar cosas que a lo mejor los chicos y los jóvenes
no pueden pensar. Sin embargo, creo que lo mismo puede pasar en otros niveles si uno
lo hace de manera adecuada: desde la salita de jardín, una maestra contando un cuento
hace que le pasen cosas muy importantes a los chicos, que generan en ellos intensa acti-
vidad afectiva y cognitiva.
En esa línea, hay dos recomendaciones para una buena clase que me parece que son muy
fuertes, muy interesantes. Una es que el docente no debería decir nada que los alumnos
puedan decir por sí mismos: todo lo que pueda salir de los alumnos deberían expresarlo
ellos. Y la segunda es que el docente no debería dar ninguna información que después no
va a ser usada para algo. Veamos un ejemplo: si estoy dando una clase expositiva sobre la
vida de San Martín, ¿qué sentido tiene decir que la madre se llamaba Gregoria Matorras,
si es un dato que no voy a usar luego? Ahora bien, informar que los padres de San Martín
eran españoles, muy probablemente sea adecuado porque sirve para explicar por qué a
los 5 años se vuelven a España y por qué San Martín estudió y se formó en el ejército
español. Siguiendo con el mismo ejemplo: ¿en el dato de que nació el 25 de febrero de
1778, “25 de febrero” lo voy a usar para algo? Sin embargo, el año de nacimiento puede
tener sentido porque podría hacer comprender que San Martín cuando vuelve en 1811
tiene 33 años y a su vez esto permite pensar en qué significaba esa edad en la época, por
ejemplo si era un hombre joven o un hombre maduro.
Esas dos recomendaciones me parece que son potentes porque, volvamos otra vez a la
idea del inicio, implican pensar en lo que pasó antes y en lo que va a pasar después de la
clase que estamos desarrollando. No decir nada que los chicos ya saben tiene que ver con
lo que pasó antes y no dar ninguna información que no va a ser usada después tiene que
ver con que estamos previendo lo que vamos a desarrollar más adelante.
Podríamos recurrir a una metáfora teatral para mostrar cuándo se trata de una buena clase:
una en la que el docente no sea el actor principal -como tradicionalmente fue o como
puede parecer que es en una clase expositiva- y los alumnos los espectadores, ni tampoco
aquella en la que los alumnos son los actores y el docente queda como espectador. Creo
que, siguiendo con esta metáfora, en una buena clase los actores son los alumnos y el do-
cente es el director de la obra. Para completar la metáfora, retomo el aporte de un grupo
de docentes en una actividad de capacitación: un buen docente tiene que ser, también
escenógrafo y apuntador. Su rol de escenógrafo implica elegir las imágenes que corres-
pondan -no como en la viñeta de Tonucci en la que el maestro está dando una clase sobre
“el árbol” con una lámina del árbol pinchada sobre el tronco del árbol debajo de cuyas
ramas desarrolla el tema-, los videos, las películas, los
En síntesis: no hay buenas clases aisladas, no hay buenas clases en el vacío: las buenas
clases están en un contexto de una planificación didáctica, de un proyecto curricular
institucional, de un estilo de trabajo de la escuela. Veamos esto último. Si los alumnos
no están acostumbrados, cualquiera sea su edad, a escuchar durante 20 minutos una
exposición del docente porque nunca lo han hecho previamente, el docente tendrá que
empezar con exposiciones de 5 minutos y después ir extendiéndolas. O si el estilo de la
escuela implica que los chicos no hayan tenido experiencias didácticas de resolución de
problemas, de pronto en 4° grado presentar la proporcionalidad a través de una situación
problemática sin que haya habido una práctica previa, puede hacer sucumbir la clase.
Claro que también pueden ocurrir “sorpresas”: por ejemplo, vamos a suponer una escue-
la con alumnos de 5° grado que están acostumbrados a una hiperactividad manifiesta,
a la participación en trabajos en grupos, a la discusión; y de repente un docente plantea
por primera vez “me van a escuchar porque les voy a contar algo de la vida de Belgrano”.
Uno podría anticipar que hay muchas chances de que haya dificultades, pero puede ser
que este docente sea un magnífico narrador, enganche a los estudiantes y la novedad de
lo planteado genere una clase magnífica. Por el contrario, podría tratarse de una escuela
en la que los chicos están acostumbrados a una posición pasiva, a hacer lo que les manda
el docente sin cuestionarse y que aparezca un maestro con una actividad en la que se
convoque a una participación muy activa, de cuestionamiento, de incertidumbre, con
un problema tan bien planteado, tan bien diseñado, que movilice los saberes previos de
los alumnos y resulte una muy buena clase. Entonces, el tema de la coherencia también
se refiere al estilo institucional porque, en definitiva, esto también tiene que ver con la
experiencia y los conocimientos previos que tienen los alumnos. La convocatoria a los
saberes previos hace posible la significatividad cognitiva: es decir, trabajar con aquellos
contenidos para los cuales hay saberes previos implica que haya herramientas cognitivas
para tomarlos y eso es lo que los hace significativos desde el punto de vista cognitivo. En
este punto, me gustaría agregar algo. Creo que las buenas clases generan además algo que
yo llamo “significatividad personal”, es decir, el mensaje de “vos sos capaz de…”. Tengo
una anécdota muy entrañable que es muy representativa de esto. En Comodoro Rivadavia,
desarrollando un curso de capacitación para docentes de secundaria sobre teorías de
aprendizaje aplicadas a la didáctica, un profesor de matemática con 30 años de experien-
cia, me dijo: “Todo esto es muy lindo, pero qué hace usted con un alumno, como me pasó
la semana pasada, a quien ya desesperado porque no sabía qué hacer con él, le pregunté
para qué venía a la escuela y él me respondió que venía para que su padre pudiera cobrar
el salario familiar, ¿qué hace usted con toda esta teoría frente a una situación así, para
qué sirven estas recomendaciones académicas y técnicas con ese alumno?”
Ante la sorpresa del planteo, se me ocurrió responder: “Justamente, hacer esto, todo esto,
para que ese alumno empiece a registrar que puede valer algo más que el salario familiar,
con todo el respeto que se merece ese alumno por el sacrificio que hacía de ir a la escuela
para que su familia cobrara el salario familiar”. Es decir, que reciba el mensaje de que él
puede aprender, puede pensar, puede decir, puede ser capaz de recibir una información
para pensar sobre otros conceptos relacionados o sobre los que aparecerán a continua-
ción. Me parece que, volviendo al principio y resumiendo, se puede decir que una buena
clase es una clase en la que el docente a través de su conducción logró que el alumno
sienta y vivencie que es capaz de aprender. Repitiendo y a modo de cierre para posibilitar
la reflexión y la discusión entre los lectores: una buena clase es aquella en la que el alumno
construye conocimiento con la conducción clara y precisa del docente.
RECREO VII
El comienzo de la clase
Eso que llamamos “una buena clase” (o un grupo de temas a desplegarse o una unidad
didáctica, unidad de trabajo, centro de interés, proyecto de trabajo o cualquier estructura
de enseñanza, independientemente del nombre con que lo designemos y del tiempo de
su desarrollo y de la forma que tome) comienza, en general, casi de la misma manera que
este artículo: explicitando el tema que ha de tratarse, el tiempo que aproximadamente
demandará su realización (con un sintética pero clara enumeración de sus momentos en
relación con los subtemas) y las acciones que llevarán a cabo alumnos y docente.
Puede parecer innecesario, “anticuado” y hasta puede tomarse como una falta de respeto
hacia los lectores señalarlo (porque todos lo sabemos), sin embargo, igualmente, correré el
riesgo de decirlo: un buen comienzo de una “buena clase” incluye el saludo entre maestro y
estudiantes si ése es el primer encuentro del día entre ellos. El saludo es lo que los seres
humanos hemos creado para indicar a los otros, a manera de primera señal, que hemos
registrado su presencia. Para nosotros, los docentes, es esencial explicitar, indicar, se-
ñalar, desde el primer momento, que estamos considerando la presencia de los otros y
necesitamos también recibir el mensaje de vuelta de quienes han sido saludados. No es-
tamos hablando de ninguna formalidad vacía de significado, no nos referimos a ningún
ritual rígido ni a ninguna norma basada en decisiones o actitudes de un supuesto respeto
expresado a través de un “recitado” sin sentido. Hablamos de un simple “buenos días”, de
un “qué tal, cómo están”, de un “los veo muy contentos, hoy”. Hablamos de un mensaje
que exprese (implícitamente, por supuesto): “realmente, con ustedes quiero trabajar, los
tengo en cuenta, desde este momento y seguramente desde antes también, estoy pensando
en ustedes”. El saludo seguido por la enunciación del tema y de la forma de trabajarlo
(como dijimos más arriba) comunica que el sentido de lo que se hará está dado por la
Quiero contarles que a partir del momento en que me pidieron que escribiera este artí-
culo, estuve pensando cómo hacerlo, en algún momento tomé lapicera y papel y empecé
a bosquejarlo (para hacer el esquema previo de lo que voy a escribir, no puedo usar la
computadora): destaqué el tema que me habían pedido, presté atención a las normas
formales que me solicitaron, tuve muy en cuenta a los destinatarios: posiblemente
colegas que trabajan en muy distintos tipos de escuelas, en distintos ciclos, en distintas
materias, con alumnos muy diferentes unos de otros.
Así suele comenzar un artículo: con la planificación previa que uno hace, no importa si
con birome, lápiz, lapicera, papel liso, cuadriculado o rayado, sobre un escritorio, la mesa
de casa o la de un bar, con la computadora o con la notebook.
La planificación
Así, también, comienza una buena enseñanza: planificándola. Y de la misma manera que
en el caso de los artículos (o de los saludos al comienzo de la clase) lo que importa no es
la formalidad: importa la anticipación, la previsión, la preparación. No importa si está
escrita a mano o en el procesador de textos, si las columnas son cuatro o cinco, si los
contenidos procedimentales están junto a los conceptuales o en columnas separadas.
Obviamente, tiene que tener mínimas condiciones formales que permitan que sea con-
sultada sin dificultad por el mismo autor un tiempo después o por el director de la escuela
o por el supervisor cuando éstos lo necesiten.
En mis recorridas por las escuelas de distintos lugares del país durante estos “recientes”
cuarenta años, he conocido muchos muy buenos docentes, muy diversos unos de otros,
pero creo que todos tienen muchas cualidades comunes, algunas de las cuales menciona-
ré en esta nota, por ejemplo: la inmensa mayoría planifica sus clases detenidamente, más
aún: he conocido prestigiosos profesores universitarios que conociendo perfectamente
el tema que debían dar y que, quizás ya lo habían dado muchas veces, se sentaban unas
horas antes en su casa, o en la sala de profesores, o a la mesa del bar, a revisar sus apuntes.
Si se me permite, y casi como homenaje, menciono una: mi maestra Lidia Bosch, la pres-
tigiosa y querida especialista en Educación Inicial.
Antes dije que cuando planificaba la estructura de esta nota, tuve siempre muy pre-
sente a los destinatarios, lamentablemente sólo puedo recurrir a los recuerdos que tengo
ahora de tantos maestros como ustedes, no puedo verlos en este momento, no puedo
escucharlos, no saben cuánto me serviría poder conversar con ustedes mientras escribo,
saber si me entienden, si esto es útil, si es interesante.
Observar y escuchar
Los docentes tienen una ventaja sobre los que escriben: tienen a sus destinatarios allí, de-
lante de ellos. Los ven, los escuchan, saben en qué están trabajando, van viendo cómo lo
hacen, van sabiendo cómo piensan, registran sus sentimientos y actitudes los contenidos
que se están tratando y las reacciones cognitivas y afectivas de los estudiantes. Observar-
los, escucharlos, responderles, reaccionar ante sus acciones, sus preguntas, sus muestras de
asentimiento y de fastidio, sus dudas, sus errores y sus aciertos, son mensajes que indican a
los alumnos, que su docente los tiene cuenta. Serán valorados por ellos y potenciarán y en-
causarán por el buen camino el desarrollo de la clase. Para que esto sea posible el maestro
frecuentemente se calla, toma una actitud aparentemente pasiva pero de intensa actividad
interna. Por supuesto, cuando es necesario habla, indica, orienta, corrige, explica, expone.
Hablando de la exposición, está claro que quien escribe una nota periodística está rea-
lizando una exposición con apertura, desarrollo y cierre, que me permite explicitar las
relaciones entre las distintas partes, en la que puedo hacer redundancias para reforzar el
mensaje, que en cada avance se vaya vislumbrando lo que sigue.
La exposición y el diálogo
He visto tantísimos y muy habilidosos docentes con notable capacidad para dialogar con
sus alumnos mientras exponían. Reconozco que es difícil hacerlo durante la exposición
misma porque, entre otros riesgos, el más peligroso es perder el hilo conductor de lo que
se está presentando pero, en todo caso, todos los buenos maestros y profesores reservan
un tiempo a continuación de la exposición para el diálogo. No quiero redundar sobre la
importancia de la actitud de escucha ni sobre lo bien que me vendría para mejorar la co-
municación con ustedes, colegas lectores, que en este preciso instante, pudieran hacerme
preguntas. Sí quiero contarles cómo vi que hacían los docentes que dialogaban bien con
sus estudiantes: cuando preguntaban se dirigían a todos, porque todos eran considerados
“posibles respondentes”, “preguntaban escuchando”;
quiero decir: “les interesaban verdaderamente las respuestas que darían los alumnos”,
casi siempre hacían comentarios mostrando que las habían escuchado, que cuando en
las respuestas o en las preguntas había errores, habían estado atentos no sólo a las equi-
vocaciones mismas sino también a la posible lógica de la producción de ellas. Eran muy
hábiles también para otra cosa muy compleja: decidir “sobre la marcha” qué preguntas
eran pertinentes y cuáles no. No es demasiado difícil detectar la pertinencia cuando lo
que se pregunta está directamente ligado con el tema, es mucho más arduo pesquisar
pertinencias subyacentes o emergentes legítimos surgidos del diálogo.
Estoy empezando a pensar (y a sentir) que debo terminar el artículo, sé que tengo que
hacer una síntesis de lo expuesto, reiterar cuál fue mi intención al escribirlo y proponerles
algunas posibles líneas de pensamiento, de reflexión y, quizás, de acción.
El final de la clase
Las “buenas clases” son cerradas con una revisión de lo que se hizo, de los temas que se
trataron, cuáles fueron los principales y cuáles los secundarios; con una reflexión sobre
qué se aprendió y qué fue difícil, con la consideración de cuáles fueron los aciertos y
cuáles los errores y cuáles los caminos a seguir en el futuro para corregirlos. Y, sobre
todo, se dice qué se hará en la próxima. Y si me permiten: los participantes se despiden …
mientras explicitan cuándo será el siguiente encuentro.
RECREO VIII
La evaluación:
cuestión de sentimientos, poder y ética.
Que las evaluaciones atemorizan a los estudiantes es un asunto muy conocido, pero
nuestra experiencia como docentes y como directivos nos muestra que son tantos quienes
lo sufren, y tan profundamente, que este solo hecho ya justificaría la primera parte del
título de esta nota: una cuestión de sentimientos.
Permítanme compartir con ustedes una simple anécdota que a mí me parece reveladora
de la magnitud de este fenómeno. En el año 2000, tuve oportunidad de cursar un semi-
nario sobre evaluación educativa en la Universidad de Princeton, New Jersey, Estados
Unidos (institución mundialmente reconocida por la excelencia de sus estudiantes y
docentes): un día en que estaba tomando un paseo por el pueblo, se me ocurrió entrar a la
parroquia principal de la ciudad. Me sorprendí al ver un libro de notas que se encontraba
cerca de la entrada central: era un enorme cuaderno en el que los fieles dejaban escritos
sus ruegos, sus pedidos, sus promesas, sus votos. Puedo asegurarles, colegas, que más del
90 % de la enorme cantidad de rogaciones asentadas, eran solicitudes de ayuda divina
para aprobar algún examen. Me pareció una muestra impresionante del intenso signifi-
cado emocional que las evaluaciones generan en los alumnos.
Sin embargo, ha sido muy sorprendente para mí, ir descubriendo en los talleres de capa-
citación sobre evaluación para docentes de mi país, que vengo realizando en los últimos
quince años, que los exámenes atemorizan tanto a los docentes como a los estudiantes.
Al comenzar esos talleres, suelo pedir a los colegas docentes participantes, que evoquen
una experiencia personal muy significativa de su biografía escolar relacionada con
situaciones de evaluación: el resultado es que predominan notablemente las situa ciones
de sufrimiento, vividas tanto como alumnos cuanto como evaluadores. Veamos algunos
ejemplos en la situación de evaluados:
La enseñanza es un proceso que requiere poder (sano, legal y legítimo, obviamente) para
ser desempeñado, es una situación de diseño jerárquico en la que hay alguien que sabe
más y/o mejor y/o de forma diferente que otro y que, además, es un funcionario que ha
sido designado para ello. Un docente debe ser potente para disponer de posibilidades, de
energías, de capacidades, para desempeñar su rol, para ayudar y orientar a sus alumnos
en su proceso de construcción, desarrollo y adquisición de nuevos aprendizajes, para
transmitir información, para corregir fallas. Pero todo ejercicio de poder conlleva dos
riesgos: la impotencia y la omnipotencia; en las que se puede caer, la mayoría de las veces,
en forma no consciente.
Exigir niveles más difíciles, más complejos y más profundos de los contenidos desarro-
llados, de los objetivos perseguidos y de las actividades practicadas puede ser también
una forma defensiva de mostrarse como capaz de dominar aparentes niveles altísimos
de calidad.
En esta presentación estoy discrepando con quienes creen que las principales dificul-
tades y obstáculos para alcanzar procesos de evaluación eficaces y adecuados residen
en las cuestiones instrumentales que tienen que ver con cómo se diseñan las tablas de
especificaciones, cómo se formulan los referentes con los que luego se elaborarán los
instrumentos de prueba, cuáles son las mejores formas de ejercicios, cómo se deben
redactar los parámetros de corrección y medición, etc. No quiero decir que no haya
que tener en cuenta estos aspectos y dimensiones de la evaluación sino que estimo
que estas cuestiones técnicas se pueden aprender mediante la excelente y abundante
bibliografía existente sobre ellas o mediante la exposición de muy buenos especialistas
que existen en todos los países latinoamericanos sobre estos temas y, por otra parte, no
son difíciles de aprender ni de modificar con la buena asistencia de directivos, asesores
y capacitadores.
Por el contrario, creo que lo que habría que trabajar específica y profundamente en
la formación de grado de los futuros docentes y en la capacitación de los que ya es-
tán ejerciendo, es sobre las cuestiones emocionales, de poder y de ética. En principio,
mediante la autorreflexión y el diálogo que permitan reconocer la existencia de esos
procesos afectivos en ellos mismos (docentes y futuros docentes) y en segundo lugar
sobre cuáles serían las formas de encauzarlos satisfactoriamente.
¿Cuáles serían esos principios éticos que deberían regir los procesos de evaluación? Creo
que no habría discusión al respecto, aunque, paradojalmente, poco aparecen en la bi-
bliografía y en los documentos de apoyo y de orientación pedagógica destinados a los
docentes:
Lo que creo que puede ser interesante de analizar son las consecuencias técnicas que
se pueden derivar del respeto y la práctica de estos principios éticos porque podríamos
preguntarnos ¿cuál es la mejor manera de que los estudiantes estén seguros sobre los
contenidos que se han de evaluar? Sin ninguna duda: participando en la confección del
listado de los mismos junto a su docente. Todo estudiante (me atrevo a decir que desde
el primer grado de la educación básica, es capaz de decir qué es lo que ha aprendido o lo
que su maestro ha estado intentando enseñarle - que será, obviamente, lo que deberá ser
evaluado -). Esta actividad generará casi “naturalmente” la enumeración de los referentes
de la evaluación.
Aún los niños más pequeños podrán describir (mirando sus cuadernos si fuera necesario)
cómo han sido las actividades y los ejercicios que ha estado realizando y, por lo tanto,
esos serán los formatos que habrán de componer las pruebas.
De acuerdo con las distintas capacidades de los estudiantes según sus edades, docente y
alumnos pueden acordar también la cantidad de ejercicios, el tiempo destinado, la fecha
y el horario de la evaluación. Y más aún: se podría establecer en conjunto el valor de cada
ejercicio.
Por supuesto que esto requiere que todas las actividades de enseñanza (no sólo estas
ligadas directamente con la evaluación) deberían estar encaradas dentro de un estilo y
de una estrategia pedagógica y didáctica que incluyan la participación comprometida y
activa de los estudiantes.
Además: las actuales orientaciones pedagógicas y didácticas señalan que la mejor manera
de aprender, es participar comprometida y auténticamente, en la construcción de lo que
se debe saber.
Bibliografía
Santos Guerra, Miguel Ángel: Evaluar es comprender. Editorial Magisterio del Río de la
Plata, Bs. As. 1998.
RECREO IX
Y tenía razón en que si los pibes no iban a la escuela no “había escuela” porque la escuela
existe para y por los alumnos ¿no?
Pero esa frase me hizo pensar que, además, podía ser una metáfora de la existencia de la
posibilidad del aprendizaje y de la enseñanza, porque a los alumnos también hay que ir
a buscarlos donde están cognitivamente, psicológicamente, afectivamente, para poder
partir de los saberes que poseen (los que facilitarán el aprendizaje y los que lo dificulta-
rán).
Se trata de eso que el constructivismo llama “aprender a partir de los saberes previos”.
Porque si un buen aprendizaje para serlo, debe convocar a la participación activa del que
aprende, ¿cómo hacerlo participar si no es a partir de lo que sabe? ¿Cómo podría participar
si no sabe nada sobre lo que tendrá que aprender?
Por otra parte: cuando se parte de lo que el estudiante sabe, el mensaje implícito, pero
fuerte, es: vos sos un sujeto que sabe, quizás puedas estar equivocado o no saber todo lo
necesario pero desde ese lugar, aprenderás.
Si el planteo fuera (como uno ve en tantas clases, de secundaria sobre todo): “Escuchen
que sobre esto ustedes no saben nada, yo se los voy a enseñar”, el mensaje implícito será
que lo único que puedo hacer es escuchar, incorporar y memorizar. Poco para activar el
pensamiento y para construir subjetividad (aunque sea necesario percibir, incorporar y
memorizar información para poder reflexionar y para solucionar problemas).
RECREO X
En esa escuela comprometida con la construcción de una sociedad justa, las aulas, todas
y cada una, siguen siendo ámbitos privilegiados para la enseñanza y para el aprendiza-
je porque en ellas los alumnos continúan pasando la mayor parte de su tiempo escolar
(aunque el trabajo en su interior no sea suficiente para alcanzar una propuesta educativa
plena porque el patio, los pasillos, los laboratorios, la zona circundante a la escuela, la
localidad y sus alrededores y sus instituciones sociales, culturales, deportivas y produc-
tivas son escenarios proveedores de innumerables e imprescindibles oportunidades de
enseñanza y de aprendizaje que no deberían ser desaprovechados).
En esas aulas, hay siempre un docente que está enseñando a un grupo de alumnos. Es,
entonces, el docente en el aula, el actor más cercano a los niños y con presencia más pro-
longada en la ardua pero imprescindible y apasionante contribución a la construcción de
una sociedad más justa.
Ese docente no debería estar solo: sus otros colegas de aula, sus directivos, sus supervi-
sores, los diversos funcionarios y técnicos en tareas de conducción deberían acompañarlo,
asistirlo, cuidarlo, capacitarlo y evaluarlo, trabajando cooperativamente con él desde el
lugar institucional de cada uno.
• la confianza en sí mismos,
Por otro lado, esa formación inicial debe tener en cuenta, entonces, que gran parte de
su trabajo (aunque, como ya se dijo, no debería ser el único espacio) se ha de desarrollar
en ese ámbito privilegiado del aula, lugar que ha sido dispuesto por la sociedad para que
sus niños y jóvenes aprendan todo lo necesario y de manera que “…el conocimiento sea
concebido como un bien público y un derecho personal y social…garantizando el acceso
de todos los ciudadanos a la información y al conocimiento…”
“En ese sentido, será necesario en el mediano plazo, crear las condiciones que permitan
dar respuesta a una nueva organización del trabajo escolar y una nueva organización
institucional”, dicen los Lineamientos Curriculares Nacionales para la Formación Docen-
te Inicial.
Al respecto, quizás, se podría acordar que lo que la escuela primaria argentina debería
conservar y profundizar sería:
En ese sentido, me permitiré seguir en gran medida a Daniel Feldman tanto en Evaluación
del Curriculum de la Formación Docente para los Niveles Inicial y Primario (Planes 270 y
271, año 2001) y Capacidades Básicas de Docentes de Escuelas Primarias, GOBIERNO DE
LA CIUDAD DE BUENOS AIRES, Ministerio de Educación, Dirección General de Edu-
cación Superior, Noviembre de 2007; como en Treinta y seis capacidades para la actividad
docente en escuelas de educación básica. Instituto Nacional de Formación Docente, Área de
desarrollo curricular. Abril, 2008:
Esto es obvio pero no debería quedar como sobreentendido (que, en general, suele ser
una fuente importante de malosentendidos), especialmente porque en muchos casos, los
institutos de formación docente deberán encarar la reposición de saberes que los alum-
nos deberían dominar pero que no siempre los niveles anteriores del sistema educativo
lograron hacer que estos jóvenes alcanzaran.
6. Saber coordinar la dinámica grupal para ayudar al mejor funcionamiento del grupo.
Se considera que la participación en un grupo constituye una de las más importantes
e intensas experiencias de la vida escolar. Desde ese punto de vista, es función del
docente dirigir y facilitar esa experiencia, así como proponer situaciones y activida-
des que ayuden a los alumnos a solucionar sus problemas, resolver conflictos y crecer
como comunidad.
9. Disponer de habilidades que están ligadas con la actividad del docente en rela-
ción con el equipo completo de la institución, con las familias de los alumnos y
con la comunidad en su conjunto.
En relación con 1, parecería que lo adecuado sería que en los distintos espacios curricu-
lares se pusiera énfasis en que los futuros docentes alcanzaran el dominio de los conteni-
dos que tendrán que enseñar en la educación primaria, con sus fundamentos y sentidos
pero básicamente en el nivel y en las dimensiones con las que deberán trabajar con sus
alumnos.
En relación con 2, sería bueno que en las actividades de aula de los institutos de forma-
ción docente, hubiera un tiempo para que los futuros docentes analicen cuáles habrán
sido las previsiones y las anticipaciones que ese docente con el que están trabajando en
ese momento, realizó para planificar sus clases. Esto podría ser uno de los procedimien-
tos didácticos más potentes para la comprensión y apropiación de la necesidad de la
tarea planificadora.
En relación con 3, parecería esencial que desde el comienzo mismo de la formación ini-
cial, los futuros docentes vivenciaran a través de sus formadores, en todos los espacios
curriculares posibles, las distintas metodologías, técnicas, procedimientos y recursos que
posteriormente en su propia práctica profesional habrán de tener a disposición para
su uso. Sería deseable que los formadores plantearan sus clases mostrando consistente
coherencia en su hacer con las recomendaciones didácticas que les harán a sus alumnos
futuros docentes acerca de cómo trabajar (queremos decir: que se enseñe como se dice
que se debería enseñar). No sólo como una expresión de ética profesional consistente
en la necesaria coherencia entre el hacer y el decir sino también como medio para que
los futuros docentes vivencien como alumnos las formas de enseñanza que se proponen.
Condición necesaria (aunque no única) para que se abra la posibilidad de que luego los
estudiantes futuros docentes las pongan en práctica.
Por esta razón, sería necesario que los diseños curriculares prevean distintas instancias
en las que los futuros docentes pudieran revisar sus trayectorias escolares reflexionando
acerca de la estrategia, las formas, metodologías, técnicas, procedimientos y recursos di-
dácticos que sus docentes formadores están ejerciendo en las clases, como un dispositivo
didáctico adecuado para que ellos puedan empezar a ejercitar la reflexión que los lle-
ve progresivamente, a revisiones más profundas y comprometidas de sus concepciones
acerca de la enseñanza, del aprendizaje y de las relaciones entre personas.
El misterio de la lectura
Dije al principio de este libro: “Allá voy, a narrar…” porque tenía ganas de hacerlo, porque
me gusta narrar, porque lo necesitaba.
Pero uno narra para otros y desea que esos otros también lo hayan disfrutado como le ha
pasado a uno haciéndolo.
A mí me gustaría que, a esta altura, mis lectores me dijeran lo que me pidieron unos
alumnos allá por 1980: ¿Por qué no nos cuenta un cuento?
En el Colegio Pestalozzi donde trabajé como Director, tuvimos la inmensa suerte de po-
der realizar una experiencia educativa de altísimo valor formativo: dar clases con los
alumnos de los grados superiores en una escuela-hogar situada hacia el sudeste de la
provincia de Buenos Aires a 140 km de la capital, durante dos semanas cada año, convi-
viendo con ellos durante esa quincena.
Una vez tuve que concurrir como maestro de 5º grado. Aún en Buenos Aires, y mientras
planificaba las actividades a desarrollar durante la estadía, el docente que tenía a su cargo
el área de Ciencias Naturales en los grados superiores y que también enseñaba Aeromo-
delismo, me sugirió que llevara Juan Salvador Gaviota para leérselo a los chicos (siempre
dedicábamos un ratito del día para reunirnos a leer). Su recomendación se basaba en que
era un libro muy apropiado, pues había estado desarrollando la unidad didáctica sobre
las aves, y además incluía referencias sobre aerodinámica, tema sobre el cual los chicos
estaban muy interesados.
Yo me entusiasmé con la propuesta pues consideraba a Juan Salvador Gaviota una obra
maravillosa de la cual tenía recuerdos fascinantes. Busqué el texto en mi biblioteca, re-
cordé los hermosos momentos que había pasado cuando lo leía, lo puse en mi valija y lo
saqué en Verónica (así se llama la localidad en la que se halla la escuela-hogar) una fría
mañana de junio en la que me había levantado con ganas de leerles algo a los chicos junto
al fuego del hogar.
de que mis conocimientos sobre aerodinámica eran casi nulos, y por lo tanto tampoco
“podía sacarle el jugo” a este aspecto del libro.
Pasados unos quince minutos, apuré la lectura a fin de alcanzar algún “punto y aparte2 y
dije: -Bueno, por hoy suficiente. Mientras pensaba: por hoy y por los quince días; este libro
no es para la edad de estos chicos. Algunos me preguntaron: - ¿No lee más? Yo creí apreciar
una sensación de alivio en mis alumnos cuando afirmé que por ese día no leería más.
A la mañana siguiente me esperaban junto al hogar: decidí trabajar con algunas drama-
tizaciones, lo que les encantaba, no fuera a ocurrir que por “salvarse” de la regla de tres
simple me pidieran que les leyera Juan Salvador Gaviota (tan inapropiado para ellos).
No aceptaron mi propuesta, querían seguir escuchando lo que contaba el libro. Les pre-
gunté: - ¿Acaso les ha gustado? ¿Qué es lo que les atrae? No sabían, no lo podían expre-
sar, yo tampoco me daba cuenta de por qué querían que continuara con la lectura, pero
presentí que no era sólo para “salvarse” de las clases habituales. Las dramatizaciones nos
hicieron olvidar (después descubriría que sólo transitoriamente) de Juan Salvador.
Al día siguiente, insistieron: - Hoy tiene que seguir con Juan Salvador Gaviota. Con po-
cas ganas, volví a mi habitación y tomé el texto que había quedado sobre la mesita de luz
después de haberlo leído concienzudamente la noche anterior y haber reafirmado una
vez más que era inaccesible para esos niños.
La lectura continuó esa mañana y a partir de ese momento no pude dejar de hacerlo
un solo día. En cada circunstancia, los chicos escuchaban con atención “religiosa”. Cada
vez que yo intentaba dialogar sobe el contenido, sólo dos o tres, Diego y Silvina, quizás
Alexis, intervenían y demostraban comprender el mensaje. Sin embargo, en el momento
de escuchar, todos denotaban un interés que seguía siendo, para mí, sorprendente.
Cuando llegamos al final, Diego me lo pidió prestado para leerlo “antes de dormir”; cuando
terminó de devorárselo en dos noches, se lo pasó a Silvina y ésta a Alexis. Esto no me extra-
ñó demasiado. Pero cuando ya de regreso a Buenos Aires, me lo pidió Gabriela, y después
Florencia, y más tarde Sebastián, y Martín … y otro … y otro … ya no entendía nada.
La respuesta a tanta intriga la vislumbré (aclaro: sólo la vislumbré) una mañana de abril
del año siguiente (diez meses después) cuando fui a trabajar con ese grupo ya en 6º gra-
do, para remplazar a la maestra de Ciencias Sociales que había faltado. Había mirado el
leccionario y sabía que tenía que dar “mares y océanos”; Valeria me dijo: - ¿Por qué no nos
lee un cuento? Sólo atiné a preguntar: - ¿Qué les lea un cuento…?
Y leí, leí con muchas ganas, emocionado. Por suerte, el timbre que indicaba el recreo
coincidió con la última palabra del cuento. Cerré el libro, los vi allí, callados, mirándome,
compartiendo, sin duda, mi emoción, y les dije: - Hasta luego, y volví a la Dirección. No
hacía falta ningún “comentario”, ni ningún análisis de contenido: el “encuentro” se había
producido ¿qué más podría desear?
Así fue como una actividad no planificada (y me apresuro a aclarar que estoy seguro de
que siempre hay que planificar), con un libro mal seleccionado (y creo que hay que se-
leccionar con mucho cuidado), que no respondía a los objetivos previstos (y creo que es
esencial tener en cuenta los objetivos), inadecuado para la edad (y creo que es indispen-
sable saber mucho de psicología evolutiva para decidir en qué momento se presenta cada
actividad) fue exitosa. ¿Por qué?