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Autora

Josefa Cedillo Vicente (Barcelona, 1964).


Hija de padres oyentes, su sordera es ge-
nética. Se detectó a los cuatro años, tras
el descubrimiento de la sordera profunda
de su hermana, un año menor. Hizo los
estudios de Educación primaria tanto en
escuelas específicas para sordos como en
escuelas de integración. Ha participado
en varias entidades de sordos, ha traba-
jado en la ONCE y ha colaborado con la
televisión catalana. Diplomada en Pro-
fesorado de Educación General Básica,
especialista en la Patología del Lenguaje
y profesora de Lengua de Signos Catala-
na. En la actualidad trabaja en el Centro
de Recursos Educativos para Deficientes
Auditivos de Catalunya (CREDAC) Pere
Barnils como logopeda y maestra de
alumnos sordos/as.

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Pepita Cedillo Vicente

Háblame a los ojos

octaedro

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Título: Háblame a los ojos

Primera edición en papel: mayo de 2004

Con la colaboración de la Fundació Propedagògic

Autora: Josefa Cedillo Vicente

Primera edición: noviembre de 2009

© Josefa Cedillo Vicente

©  De esta edición:
Ediciones Octaedro, S.L.
Bailén, 5 - 08010 Barcelona - España
Tel.: 93 246 40 02 - Fax: 93 231 18 68
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ISBN: 978-84-9921-030-8
Depósito legal: B. 43.976-2009

DIGITALIZACIÓN: EDITORIAL OCTAEDRO

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Para ti, que me lees.
Para los que me escuchan con los ojos.
Y para todos los que han hecho posible este libro.

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Prólogo

El libro que tengo el placer de presentar está escrito por Pepita


Cedillo, maestra y logopeda sorda.
Mi vinculación con Pepita se inició el año 1989, en el que
ella empezó a trabajar en la institución de alumnado sordo en
la que yo trabajaba. Sin embargo, no fue hasta 1996 que nues-
tra relación cambió de rumbo.
Un día me mostró con inquietud y rubor unos primeros tex-
tos que escribía en secreto a modo de diario. Eran escritos cor-
tos que ella denominaba «escenas visuales». La temática varia-
ba, pero tenían en común el hecho de evocar situaciones vividas
por ella misma o que otros le habían relatado. Éstas eran el
punto de partida para reflexionar y escribir sobre los sordos,
los oyentes y cómo ambos se ven, se encuentran y desencuen-
tran; cuáles son las distancias y cuáles los puentes de diálogo.
Se trataba de escenas parcial e intencionalmente deformadas
para preservar el anonimato de los protagonistas, pero que no
eran únicas, en el sentido que ponían en evidencia contextos
vitales compartidos por muchas personas sordas: el sentimiento
de marginación en la escuela, ¿qué persona sorda no lo ha vivi-
do?; el desconocimiento y la negación de los sordos por parte
de los oyentes, a causa de la invisibilidad de la sordera, y la

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creencia de su transitoriedad; el monopolio de la lengua oral en
la educación y el calvario de su aprendizaje; el no reconocimien-
to de la Lengua de Signos y su continua reivindicación; la tute-
la, el proteccionismo y, a veces, el control de los profesionales
en la vida familiar y social de las personas sordas, etc.
Lo que leí me causó una gran emoción. No obstante, en un
primer momento consideré que no era una juez imparcial por-
que tanto mi amistad con Pepita como el compromiso en la edu-
cación de las personas sordas influían en mis criterios. Di a leer
los textos a un par de personas próximas y confirmaron mi
apreciación de que tenían un enorme valor. Pepita se sorprendió
por el interés y la valoración positiva que otros mostraban y esto
la incentivó a proseguir pero, sobre todo, le hizo darse cuenta de
que aquellas producciones podían tener un objetivo distinto del
inicial; era necesario que lo íntimo deviniera público.
Efectivamente, los textos recogidos en el libro son el testi-
monio de una serie de experiencias particulares y personales
de la autora que ayudan a entender parte de su historia pero,
en la medida que se ubican en un tiempo y un espacio concreto
donde otras personas también sordas comparten experiencias
cercanas o similares a las suyas, nos muestran destellos de otra
realidad social desconocida para los oyentes. Por ello este libro
adquiere una dimensión social que permite entrever aspectos
de la vida de la comunidad sorda. En consecuencia, es un va-
lioso documento para acercarnos también a los problemas ac-
tuales de la comunidad sorda en el estado español y, segura-
mente, en otros lugares del planeta.
En castellano disponemos hasta el momento de escasas tra-
ducciones que hablen de las personas sordas concebidas como
minoría definida en función de la Lengua de Signos y de la cul-
tura visual. En contraste, existen muchas en las que los sordos
son vistos desde lo que se ha convenido en llamar el «modelo
médico rehabilitador» según el cual ser sordo se equipara y re-
duce a la sordera, es decir, a la falta de audición. Lo que sucede

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es que la audición no es un sentido cualquiera: es aquel que da
acceso al lenguaje de modalidad sonora, que es el mayoritario.
Las personas que son sordas desde el nacimiento, o desde la
más tierna infancia, resultan desconocidas para los que siempre
hemos oído y siempre hemos vivido atrapados en el lenguaje,
incluso desde antes de nacer, por lo que de nosotros han dicho
y nos han dicho y hemos oído desde muy pequeños.
A menudo intentamos representarnos la sordera tapándo-
nos los oídos pero, obviamente, este proceder la deforma y la
hace parcial. Seguramente a ningún lector le resultarán extra-
ñas afirmaciones tales como «el ser humano se constituye gra-
cias al lenguaje» o «la barrera entre lo animal y lo humano
radica en el lenguaje». Es más, probablemente la gran mayoría
de personas oyentes coincidan y las compartan. Sin embargo,
después de constatar lo obvio de estas afirmaciones es impres-
cindible plantearse una cuestión derivada: ¿qué incidencia tie-
ne para el desarrollo de la gran mayoría de los niños sordos
que tienen padres oyentes el hecho de no disponer desde el na-
cimiento de un pleno acceso a una lengua idónea a sus particu-
lares características perceptivas y expresivas? A mi modo de
ver este libro orienta la respuesta adecuada a esta pregunta.
En las personas sordas hay un antes y un después definido
por la posibilidad de que no tengan o, por el contrario, tengan
a su disposición la Lengua de Signos para construir su desarro-
llo. También para los oyentes existe un antes y un después sub-
jetivo; podemos acercarnos al conocimiento individual o social
de las personas sordas sólo mediante nuestro lenguaje hablado
o aceptando la intermediación de la Lengua de Signos. Nuestra
visión de las personas sordas en uno y otro caso será totalmen-
te distinta y, contrariamente a lo que podría suponerse, a me-
dida que avanzamos en el uso de la Lengua de Signos y, gracias
a ella, se incrementa el intercambio comunicativo con las per-
sonas sordas, la dimensión de lo que en realidad implica ser
sordo prelocutivo se hace más patente y más radical. El decreto

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de finales del siglo xix que proscribió la Lengua de Signos de
la educación de las personas sordas tuvo consecuencias dramá-
ticas para el desarrollo porque el lenguaje es la herramienta de
socialización e individuación por excelencia, de creación de
pensamiento, incluso de elaboración de afectos; herramienta
simbólica básica que permite dar sentido al mundo y crear
mundos posibles.
El libro está organizado en cinco partes que tienen dos ejes
conductores entrecruzados: por un lado, el contraste entre la
época en que la autora era pequeña y después cuando ya es
adulta y, por otro lado, el contraste de perspectivas según que
los protagonistas sean oyentes o sordos o, en ocasiones, ciegos.
A su vez, cada parte incluye una serie de «escenas visuales»,
feliz hallazgo estilístico de la autora que resulta absolutamente
idóneo para ser escrito por una persona sorda.
Es un libro del que fluye una gran humanidad y madurez, y
que tiene la particularidad de estar escrito desde «dentro» de
la comunidad sorda o, si se prefiere, desde la frontera entre las
comunidades sorda y oyente. Está dirigido a las personas sor-
das, a los padres de los niños sordos, a los profesores y profe-
soras, porque seguro que les interesará, pero también interesa-
rá a cualquier persona abierta a conocer situaciones y
problemas que afectan nuestra vida en sociedad, a conocer
otras culturas, otras lenguas, y los deseos y necesidades que
afectan a una particular minoría.
Los oyentes tenemos pendiente la deuda de dar cumplimien-
to a la demanda que las personas sordas plantean: respetarlas
reconociendo sus derechos lingüísticos. Me gustaría que la lec-
tura del libro contribuyera a este objetivo.

Rosa M. Bellés i Guitart


Barcelona, enero 2004

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A modo de introducción

No soy escritora. No pretendo hacer literatura. Sólo quiero


transmitir unas vivencias personales, unas reflexiones propias
como persona sorda. Tenía que elegir una manera de escribir el
libro, un estilo en el que me pudiera desenvolver con cierta
soltura. Con lo que me permite mi bagaje cognitivo, mi lengua-
je. Y, también, para que las personas que lo lean decidan dedi-
car algo de su tiempo a una lectura amena e interesante. Por
ello, empecé a probar escribiendo unos relatos en los que apa-
recían escenas vividas por mí.
A medida que iba avanzando en la escritura construí otros
tipos de relatos surgidos a raíz de un diálogo interior. Es decir,
me hago preguntas y yo misma me respondo. Estos diálogos
hacen aflorar distintos personajes que van apareciendo en al-
guna de las escenas vividas. Unas escenas son creadas a partir
de un ensayo. Son textos que hubiera escrito en forma de char-
la o de discurso formal, como los que se imparten en una es-
cuela o en una conferencia, y los he transformado en escenas
porque me resultan más asequibles, atrayentes y comprensi-
bles. Otras secuencias son contadas por diferentes personas.
Unos relatos son el resultado de varios fragmentos de mi vida
que se articulan en una sola escena. Otros están construidos a

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partir de una idea, de una frase o de una pregunta que hacen
algunas personas y que se repiten con cierta frecuencia a lo
largo de mi vida.
En definitiva, son relatos redactados por una persona sorda.
Hablan de cómo percibo, pienso y siento el mundo. Me he
construido a partir de la relación con distintas personas y cir-
cunstancias: padres, hermanos, abuelos, tíos, primos, sobrinos,
vecinos, amigos, compañeros y profesores, personas adultas
sordas y oyentes, conocidas y desconocidas. Sin olvidar otros
aspectos imprescindibles que también me han ayudado en mi
construcción: la lectura de libros de disciplinas diversas, la vi-
sión de películas subtituladas... A partir de esta mezcla de per-
sonas, experiencias y vivencias he elaborado este libro. En el
proceso de escritura, poco a poco, fui descubriendo que me
explicaba mejor. Escribir me permitía descubrirme y conocer-
me un poco más, como si realizara un viaje hacia mí misma.
Me permitía aclarar mejor mis ideas y mis pensamientos y sen-
tirme mejor. Me permitía crecer interiormente.
No quería que mi equipaje de experiencias fuera enterrado
bajo tierra junto con mi cuerpo. Deseo que mis vivencias se
esparzan en el devenir del universo cuando mi cuerpo se trans-
forme en polvo. Espero que la experiencia vivida pueda ser de
alguna utilidad para aquellas personas que inicien ahora la lec-
tura, les sea agradable y que, al menos, disfruten tanto como
yo mientras escribía estas páginas.

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CUANDO ERA PEQUEÑA

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Érase una vez...

Tengo unos once años. Me encuentro sentada en un pupitre en


el centro de la primera fila de una clase compartida con unas
cuarenta compañeras oyentes. Todas somos chicas. Todas uni-
formadas con unas batas de rayas finas azules sobre fondo
blanco. Estoy en quinto de primaria. La clase es inmensa si la
comparo con las que estuve en las dos anteriores escuelas, la de
oyentes y la de sordos. Es mi segundo año aquí.
Veo aparecer por la puerta una monja regordeta y bajita,
arropada de pies a cabeza con su hábito completamente azul
marino, excepto el blanco que sobresale bajo el cuello y en-
marca su rostro. Esta monja, nuestra profesora tutora, lleva un
disco bajo el brazo y lo pone en un tocadiscos. Observo la tapa
del disco y trato de fijarme en su título: Pulgarcito. No sé lo
que es, me digo.
—Pepita, ven aquí —pienso que me dice al señalarme y
acompañar el gesto de venir con el movimiento de los labios.
La monja vocaliza bien cuando se dirige a mí.
Me acerco donde está el tocadiscos, situado junto a la ventana
y a la mesa de la maestra que se encuentra encima de la tarima.
—¿Y la silla? —me pregunta la monja como si ya me lo hu-
biera dicho antes.

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—¡Ah sí! —respondo haciendo como que me había despis-
tado.
Miro a mi alrededor las caras de mis compañeras, para ver
si la actividad que vamos a hacer es interesante para ellas. ¿Y
para mí? Todavía no lo sé. Cuando ya me he situado cerca del
tocadiscos, la monja pone en marcha el aparato. Percibo músi-
ca. Sé que es música porque es un sonido melodioso, muy dis-
tinto a la voz. Y además me encanta la música. Un poco más
tarde aparece una voz. Es la voz de un hombre, porque la per-
cibo grave. O así le llega a mi oído derecho a través del audífo-
no. Pienso que está presentando un concierto o algo por el es-
tilo. Es como cuando veo la televisión: primero aparece el
presentador y luego las canciones. Esta voz me pone nerviosa y
tengo ganas de que termine para que aparezca de nuevo la mú-
sica. Espero un rato más a ver qué pasa y observo a mis com-
pañeras: están muy atentas. No me atrevo a interrumpirlas
para preguntarles de qué se trata. Por fin, aquí está la música
otra vez. Es agradable y suave y puedo disfrutar cierto tiempo
oyéndola.
—¡Oh, no, otra vez, no! —me espanto en silencio cuando,
de nuevo, surge la misma voz.
Yo pensaba que después de la voz, de la presentación, sólo
habría música. Pero no, aparece otra vez la voz y poco después
surgen otras voces distintas y ya no sé si son mujeres o niños.
De vez en cuando, aparece la música en medio de las voces
pero siempre por muy poco tiempo. Y me esfuerzo para escu-
char sin enterarme de nada. Espero a que termine, sin distraer-
me, aparentando que escucho ya que la monja no me quita los
ojos de encima ni un instante. Por fin, la mezcla de voces ha
terminado y me pregunto qué va a pasar a continuación.
—¿Has entendido? —me suelta casi por sorpresa la monja,
aunque es una pregunta que frecuentemente hace para com-
probar si he entendido lo que me dice.
He comprendido su pregunta. Le digo que no. Acto segui-

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do, la monja vuelve a poner en marcha el disco. Miro a mis
compañeras para ver qué gestos hacen ante este hecho. Siento
una inmensa vergüenza por lo que puedan pensar. Sus caras
parecen interesadas y no están molestas. Están muy atentas y
creo que les interesa mucho la historia que sale del disco que
gira rítmicamente. No parece importarles que la misma histo-
ria se repita. ¿Y a mí? No sé qué decir, no sé qué siento, simple-
mente intento escuchar y sigo sin entender lo que dicen las vo-
ces que proceden del disco. Ahora ha acabado.
—¿Has entendido? —vuelve a preguntarme la monja al fi-
nalizar la mezcla de voces.
Ahora me encuentro en una situación incómoda en la que
no quiero seguir. ¿Qué hago? Miro a mí alrededor y tiemblo.
Qué podría pasar si vuelvo a negar ya que mi experiencia in-
fantil me dice que, al negar por segunda vez, las personas adul-
tas y los niños se suelen empezar a enfadar. Los ojos de mis
compañeras se fijan en mí. Después, mis ojos se dirigen a la
monja. Veo su cara. Intento buscar la respuesta más adecuada
para salir del atolladero en que me encuentro.
—Un poquito —se me ocurre decir.
—¿Quieres que suba el volumen? —me pregunta acompa-
ñando con el gesto de señalar el volumen del tocadiscos.
Niego con la cabeza.
—Oigo bien —le digo.
Claro que oía. Si aumentaba el volumen me molestaba. Es
como los flashes de una cámara fotográfica: además de no po-
der ver nada de lo que tienes delante, te molestan sobremanera
a los ojos. Así es como oía con el audífono si aumentaban el
volumen.
Así pues, por tercera vez, la monja regordeta vuelve a poner
el disco. No parece estar enfadada y mis compañeras tampoco.
Yo, sin embargo, estoy inquieta, molesta, angustiada. Deseo
enormemente salir de esta situación que me oprime. Mientras
el disco sigue girando, observo a mis compañeras y descubro a

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una de ellas que está vocalizando silenciosamente. Capto algu-
nas palabras, sólo algunas, y me da una gran alegría.
—No, no, por favor..., estás flaco..., te comeré...
Estoy contentísima aunque todo aquello no tenga ningún
sentido. Captar algunos retazos de frases es como descubrir un
tesoro. Pero la compañera deja de articular los labios. Yo, con
una expresión suplicante de mis ojos, le pido desesperadamen-
te que siga vocalizando. Pero ella, o no me ha entendido o está
cansada o, simplemente, no quiere continuar. El disco se ha
parado. Ha dejado de girar. Y ahora ¿qué? Miro a la monja y
espero su próxima reacción.
—¿Has entendido? —me pregunta de nuevo.
—Sí, un poquito más —le contesto en voz muy baja.
—¿Quieres que vuelva a poner el disco? —comienzo a vis-
lumbrar su rostro de enfado.
Niego repetidas veces, asustadísima. Mi cuerpo tiembla, es-
toy tensa. No sé qué decir.
—Bien..., a tu sitio, y escribe un resumen... —me ordena.
Tengo el papel a rayas delante y, al mismo tiempo, sigo ob-
servando a la monja. He de escribir sobre lo que he entendido.
Quiero cumplir con la tarea que me ha impuesto aunque detes-
to tener que escribir algo. Además, si no sé de qué se trata,
¿qué puedo escribir? Mis compañeras están trabajando sobre
sus hojas y no consigo ver lo qué escriben, no me dejan ver. La
que está a mi lado va dejando letras en su papel muy ensimis-
mada. La llamo sin que me vea la monja para que me deje leer
lo que ha escrito. Ella accede y puedo ver la primera línea que
empieza así: «Érase una vez un niño llamado Pulgarcito...» De
repente siento un gran alivio. Estoy contenta porque compren-
do esta frase y sé que se trata de un cuento porque los cuentos
suelen empezar así. Le devuelvo el papel antes de que nos pille
la monja. Comienzo a escribir lo mismo que mi compañera:
«Érase una vez un niño llamado Pulgarcito...» La alegría dura
sólo un instante porque no sé cómo continuar. Estoy totalmen-

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te vacía. Desconozco cómo sigue el cuento. Se me ocurre pedir-
le de nuevo a mi compañera que me deje leer su escrito. Ella se
niega muy enfadada. ¿Qué hago ahora? Tengo mucho miedo.
No encuentro otras soluciones. Yo sigo con mi papel delante.
El tiempo pasa. La angustia aumenta. El pecho me oprime. Toda
la tensión acumulada para escuchar el disco, sin entender nada,
haciendo ver que comprendo, el enfado de mi compañera, mi
impotencia... Me conmuevo de emoción y las lágrimas comien-
zan a brotar de mis ojos. Exploto. Lloro desconsoladamente.
Siento una vergüenza inmensa de mis lágrimas. La monja no
dice nada; mis compañeras tampoco.
Es la hora de cambiar de clase.
La actividad propuesta por la monja, que yo recuerde, no
volvió a repetirse.

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En el patio

Estoy en una escuela para oyentes. Ya he cumplido los doce


años. Acaba de sonar el timbre que anuncia la hora del recreo
porque veo que mis compañeras empiezan a ponerse de pie.
Nos situamos en fila de dos siguiendo las indicaciones de la
monja y recorremos un ancho y largo pasillo hasta la pared de
cristal que nos separa de las escaleras que conducen hasta el
inmenso patio. La monja regordeta nos abre la puerta transpa-
rente que de lejos se distingue por un gran círculo rojo adhesi-
vo en el centro. La fila se deshace nada más llegar al patio y
empiezan a formarse pequeños grupos. Observo lo que hacen
las niñas. Deseo con todas mis fuerzas que algún grupo juegue
a algo, a lo que sea, me da igual. Pero, desgraciadamente, hoy
nadie juega a nada. Las niñas hablan entre ellas, compartiendo
y charlando de sus cosas. Decido acercarme a un grupo donde
está mi compañera de pupitre. No suelo ser yo quien propone
juegos sino las otras. Me fijo, en medio de distintas voces, en la
boca de una de ellas. Capto algunas palabras.
—... mi abuela... después... hablo yo y... o sea... claro...
dije... entonces... la casa... Pedro... y sabéis... pues... —comen-
ta la niña.
Al cabo de un rato, veo que ríen. Me pregunto qué tengo

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que hacer si no he entendido lo que explicaba. Tengo muchas
ganas de saber de qué se están riendo. Le pregunto a la compa-
ñera de pupitre qué es lo que les hace tanta gracia.
—Nada, es una tontería —me dice.
Entonces pienso: «¿De qué tonterías se puede hablar? Y si
dice que es una tontería, ¿por qué las dicen y ríen todas? Pare-
ce que se lo pasan muy bien. Cuando yo digo tonterías, me di-
cen tonta. Estoy un poco confundida: ¿qué es una tontería?»
—¿Qué tontería es? —insisto.
—Nada, nada. No es más que una tontería —responde.
—Explícame, por favor —continúo insistiendo.
—Pesada —me contesta.
Cuando oigo esta palabra, que ya me han dicho otras veces,
siento un gran golpe en el corazón. Tengo ganas de llorar pero
me reprimo. Y, ahora, no sé qué hacer. ¿Salgo del grupo o sigo
intentando captar alguna cosa? Si voy a otro grupo pensarán
que soy una intrusa. Y, además, he de volver a empezar con lo
mismo: preguntar de qué están hablando, qué dicen y todo lo
demás. Encima, es posible que se den cuenta de que estoy triste
y no me gusta porque siento vergüenza. No quiero que tengan
la sensación de que soy una carga pues me rechazarían.
No quiero dar lástima ni ser una pesada. No quiero un trato
diferente, caritativo. No quiero ser inferior. No quiero ser re-
chazada. Quiero ser igual que las demás. Pero, ¿cómo lo logra-
ré? Nadie me lo ha explicado. O, quizás, sí. Pero, ¿qué es lo
qué me han dicho? Ya he tenido que soportar demasiadas veces
frases como «es porque no te esfuerzas», «tú pregunta cuando
no entiendas», «ten paciencia» y otras por el estilo.
Ahora estoy tensa. No sé qué hacer. Tengo muchas ganas de
que suene el timbre anunciando el final del recreo. Decido con-
tinuar en el mismo grupo. Hablan y yo observo el movimiento
de sus labios.
—... yo iba... y después... casa... jardín... entonces... el
otro... o sea... la casa... —consigo descifrar.

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Vuelven a reír. Ahora, río igual que ellas aunque no entien-
da todo lo que dicen. No quiero que vuelvan a decir que soy
una pesada. Por fin, acaba el recreo y volvemos a clase. Siento
un gran alivio. Cuando no juegan, prefiero estar en clase que
en el patio, al menos, aquí nadie puede hablar alto y yo puedo
considerarme una más.
Cuando llego a casa mi madre me pregunta como cada día:
«¿Qué tal te ha ido hoy?» Y como cada día, rutinariamente, le
contesto: «Bien.» Una vez que mi madre recibe la respuesta
cotidiana, se va a la cocina a preparar la merienda. Mientras
meriendo me pregunto por las noticias nuevas que me traerá
Mar, mi hermana, de su escuela. Por fin, llega. Trae, como to-
dos los días, muchas noticias que comparte conmigo.
Me explica que hoy sor Teresa se ha puesto enferma y el
profesor sordo de dibujo le ha sustituido una hora. Que les ha
contado cosas sobre la historia de los romanos. Le ha encanta-
do. El profesor les decía que los romanos se vestían de forma
diferente a nosotros, igual que en una película que vimos. Con
todo lujo de detalles les ha relatado cómo vivían, las carreras
de caballos, las luchas entre los hombres, qué hacían los niños
y las niñas, cosas de la escuela, etc. Su Lengua de Signos Cata-
lana (LSC) es maravillosa. Ojalá fuera más tiempo su profesor
para que explicara muchas más historias.
También me comenta lo que ha sucedido a la hora del patio.
—¿Conoces a Margarita? ¿La chica cuyos padres son sor-
dos? Sí, la que tiene el pelo liso —empieza Mar—. Pues nos
explicó una película del conde Drácula. La historia es preciosa.
Además, nos la contaba con una LSC muy bella. Se alza el te-
lón. Es de noche. Una noche muy oscura. Un hombre y una
mujer caminan por el bosque. La mujer tiene mucho miedo.
Los ojos de la mujer están muy abiertos y miran de un lado a
otro, mientras va cogida de los brazos del hombre...
Y, así, me va explicando la película con toda clase de deta-
lles. Cuando acaba de contarme la película, continúa explicán-

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dome que después de comer, en el patio, estaba con el grupo de
sus compañeras de clase y que, al lado, había otro grupo de
niñas mayores que hablaban entre ellas. A veces, miraba a las
mayores y veía que decían un signo, el «&», muchas veces, y
no sabía lo qué quería decir. Al preguntarle a una de ellas le
dijo que todavía era pequeña para entenderlo. Que cuando
fuera mayor se lo explicaría. No hubo manera de que se lo di-
jera, aunque insistió. Al final, decidió dejarlo y continuar con
la conversación de su grupo.
—Ahora explícame tú —me dice al acabar su narración.
—Hoy ha sido un día terrible. Las niñas no jugaban. Esta-
ban todas hablando. Reían y yo les quería preguntar. Me han
dicho otra vez que soy una pesada. Tenía muchas ganas de llo-
rar y no lo he hecho. Me he aguantado. Sólo esperaba volver a
la clase. Después he simulado, me he reído igual que ellas sin
entender absolutamente nada.
No me puedo reprimir más. Le pido a Mar que nos vaya-
mos al lavabo. No quiero que mi madre vea cómo mis ojos se
van llenando de lágrimas.
—Tienes tantos temas para contar. Yo no puedo explicarte
nada —le digo llorando a mi hermana—. Me lo paso tan bien
escuchándote. Y yo, allí, me aburro tanto. Si no fuera por ti,
desconocería cómo es el mundo, tendría una visión diferente
de las cosas. No sé cómo sería yo.
Después de secarme las lágrimas nos abrazamos en silencio.

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¿Mentir o decir la verdad?

Me encuentro en la primera fila de una clase de niñas oyentes,


junto a la mesa de la maestra, que está explicando una lección
de Conocimiento del Medio. De repente, entra una abeja en la
clase. Mi atención se desvía y me fijo en el movimiento circular
que efectúa para evitar que me pique. Al girar la cabeza hacia
atrás, observo cómo las compañeras también se distraen. Hay
mucho movimiento entre los cuerpos de las niñas, porque la
abeja revolotea a nuestro alrededor y todas intentamos esqui-
varla. La maestra parece reñirles. Una alumna se dirige a la
maestra y ésta le contesta algo que no consigo entender. Enton-
ces, levanto la mano.
—¿Qué te pasa? —me pregunta la maestra.
—No entiendo —le contesto.
—...estás mirando la abeja... Atiende.
Me callo. No sé qué contestarle. Creo que no se debe repli-
car a una persona adulta porque pienso que es alguien que
sabe y yo no. Sigo fijándome en los labios de la maestra que
explica la lección y, de vez en cuando, miro el texto del libro
que ella señala. Al cabo de un rato, vuelvo a levantar la mano.
—¿Qué te pasa? —me vuelve a preguntar.
—No entiendo —le contesto otra vez. No sé cómo decírselo

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de otra manera. No tengo otros recursos lingüísticos.
—¿Qué es lo que no entiendes? —intenta ayudarme ella.
—No entiendo... la ciudad, el pueblo... —balbuceo.
—Pero, ¿qué? —empieza a impacientarse.
—No sé... todo... pueblo, ciudad... —respondo.
—¿Todavía estás mirando la abeja?
—No. Te miro a ti. No entiendo —me pongo muy colorada
porque siento que todos los ojos me miran.
—Escucha... no mires a la abeja... La abeja no hace nada...
—Sí, sí —le contesto porque deseo acabar con aquella situa-
ción.
La maestra continúa con su lección.
—¿Has entendido? —me pregunta al finalizar.
Miento y le digo que sí. Observo la sonrisa de la maestra y
veo que está contenta. Si ella está contenta, yo también lo es-
toy. Me gusta que las personas estén contentas conmigo. He
descubierto que a las personas adultas les molesta que se les
diga la verdad porque se enfadan. Es algo así como si estuviera
prohibido decir que no entiendo. No les gusta. Les irrita.
Cuando veo caras y rostros ceñudos me provoca angustia, te-
mor, temblor y palpitaciones. Por lo que, para evitar este senti-
miento angustioso y desagradable, miento.
Pasan los meses. Parece que la maestra ha deducido que, en
algunas ocasiones, miento porque, a veces, me pregunta des-
pués de haberme explicado algo: ¿qué es lo que te he dicho? La
primera vez que me cogió desprevenida, se enfadó y le confesé
que no entendía. No encontraba otra alternativa. La confesión
me costó otro enojo de su parte.
—¿Por qué no me lo dices cuando no entiendes? —me pre-
gunta enfadada.
No sé cómo explicarle el porqué. No tengo palabras para
decírselo. Nadie me ha enseñado que explique los motivos en
el lenguaje de los oyentes. Ni el cómo ni el qué.
—No sé —le contesto.

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Es una situación contradictoria, paradójica porque cuando
descubre mi mentira, se enfada y cuando le digo la verdad,
también. ¿Qué hacer entonces? Intentar que no descubra que
miento para así poder recibir sonrisas, que es lo que yo deseo:
ver caras alegres. Así pues, la experiencia anterior me lleva a
estar siempre alerta, siempre prevenida y a descubrir, de mane-
ra semiconsciente, nuevas estrategias para salir de la tensión.
—¿Te acuerdas?... María te pidió... el otro día para que tú...
¿Te acuerdas? —me empieza a explicar la maestra.
—Sí, sí —asiento por automatismo.
—¿Qué te he dicho? —me inquiere.
—Sí... tú... me preguntas... si me acuerdo... el otro día... si...
María... pidió... a mí... —alargo el tiempo de la respuesta para
que ella intervenga con otra frase. Algunas personas acostum-
bran a no dejar acabar a los niños en sus explicaciones. Su pa-
ciencia se agota de manera rápida. Y esta actitud es una gran
ventaja para mí porque de esta forma me permite esconder mi
falta de comprensión.
—Vale, vale... ¿...vas a traer? —sigue ella.
—He olvidado... —no acabo la frase porque no sé lo que he
de traer.
—¿La libreta? —pregunta rápidamente.
—No. He olvidado dar... —haciendo ver que he entendido
lo de la libreta y que si no acabo la frase es porque no me surge
la palabra que quiero decir... En este momento descubro una
nueva estrategia: añadir otra palabra que no sea la libreta y
que concuerde con la frase o con el contexto.
—¿Tienes aquí la libreta? —insiste.
—Sí, sí.
—Dámela, pues.
La busco en el pupitre y se la entrego aunque no sepa por
qué ni para qué. No se lo pregunto porque puede que me lo
haya explicado y no quiero que descubra mi incomprensión.
Observo su sonrisa. He conseguido hacerla sonreír porque ella

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cree que no tengo problemas de comprensión y este hecho pa-
rece que le halaga. Ella no lo sabe y prefiere que no le diga la
verdad porque la verdad puede ser muy cruda para ella. Segui-
ré esforzándome en ser una artista en emular al oyente. Así, de
esta manera, ella no se siente molesta, no se enfada, no hiero
su sensibilidad y está contenta. La sordera, al ser invisible, po-
sibilita esconder la incomprensión.
En aquel entonces, para mí, la felicidad consistía en halagar
y contentar a los demás a pesar de que, inconscientemente, me
hiciera daño interiormente. El alma no se ve. Lo que una siente
no se ve. Por eso algunas personas oyentes me decían sin repa-
ros: «No te esfuerzas, te distraes, no quieres escuchar, no mires
la abeja...» Son tantas las veces que hago como si fuera oyente
que comienza a ser una actitud automática. No sé cuándo en-
tiendo y cuándo no. Asiento por automatismo en ambos casos.
Las estrategias para salir de esas situaciones de incomprensión
las he ido descubriendo y acumulando año tras año y surgen,
de manera automática, para gozo de las personas oyentes. ¿To-
das las personas oyentes? No, sólo los profesionales de educa-
ción de orientación exclusivamente oral (en adelante, oralis-
tas), es decir, los que descalifican a la Lengua de Signos como
una lengua natural con la que se pueden comunicar los padres,
la familia, los educadores, con el niño sordo desde su más tier-
na infancia.

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El %

Estoy en clase y hoy tenemos un control oral de Ciencias Natu-


rales, que suele ser previo al examen escrito. La clase está dis-
tribuida en cinco filas de mesas individuales y separadas entre
sí. La monja, corpulenta y con gafas, nos va preguntando a
todas las niñas, de una en una. Mientras pregunta a una com-
pañera, las demás consultan silenciosamente el libro. Yo estoy
repasando los textos subrayados. Observo que ya pronto me
va a tocar a mí y me preparo. La monja se dirige a mi mesa.
—¿La Tierra tiene luz? —me pregunta.
—No —le contesto. Es una pregunta muy fácil.
—¿Por qué, entonces, aquí hay luz? —continúa preguntándome.
—Porque el Sol da luz a la Tierra —le digo.
—¿Y por qué por las noches hay luz? —sigue.
¿Estoy segura de haber entendido bien la pregunta? Me pa-
rece que el libro no dice nada al respecto. Le pido a la monja
que me repita la pregunta haciendo el gesto de no entender
para asegurarme.
—¿Por qué por las noches nosotros podemos ver? —pre-
gunta ella.
Ahora estoy convencida de haber entendido su pregunta y,
además, la respuesta es muy fácil.

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—Porque hay farolas, luz como ésta —digo señalando al
techo—, lámparas.
—Muy bien —me responde.
Cuando ha acabado se dirige a las demás niñas. Me fijo que
les está hablando de mí: «Pepita ha dicho que hay luz porque hay
farolas...» Creo haber entendido. Desde luego, hablaba de mí y
de mi respuesta. Me mira y me dice sonriendo: «Muy bien.»
Pienso que está contenta por mi respuesta y yo también lo estoy
aunque, al mismo tiempo, me siento sorprendida y no sé por qué.
Me ha parecido que era una pregunta demasiado fácil y me digo:
«¿Qué preguntas hará a las demás? ¿Son fáciles también? ¿Me la
hace fácil porque soy sorda? ¿Cómo responden mis compañeras?
¿Por qué me ha elogiado si era tan fácil?» ¡Ojalá pudiera conocer
todas las preguntas y respuestas de mis compañeras!
Días más tarde, en otra clase, en otra asignatura, las nubes
van deslizándose a través de los ventanales que quedan a mi
izquierda. Poco a poco, me voy esforzando en centrar mi aten-
ción en lo que la maestra nos explica. Estoy sentada en uno de
los pupitres más cercanos a la tarima y sigo con la mirada los
trazos que va dejando la maestra en la pizarra. Los signos que
va garabateando me indican que se trata de un problema. Es
fácil saberlo porque hoy toca matemáticas y siempre hay unas
preguntas al final de lo escrito. El enunciado del problema es el
siguiente: «¿Qué interés nos producirán 250.000 pesetas, al
6%, en dos años?» A continuación la maestra explica el pro-
blema y lo va resolviendo al mismo tiempo. Yo trato de prestar
la máxima atención a lo que está escribiendo.

i = ——––––––––––––———
c · r · t c = 250.000
100 t = 2 años
r = 6
250.000 · 6 · 2 250.000 · 12 3.000.000
i = ——–––––––––––––––––—— = —–––––––––––––––——— = ——–––––––––——— = 30.000 ptas.
100 100 100
i = 30.000

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A continuación, vuelve a escribir otro problema parecido y
lo va resolviendo paso a paso. Parece un juego. Es muy fácil. A
mí me recuerda un puzzle. Yo había jugado muchas veces y me
gustaba. Se trata de elegir un dibujo —que sería la fórmula— y
encajar las piezas —que serían cada uno de los elementos de la
fórmula— en su lugar correspondiente. Hay que buscar el di-
bujo adecuado —o sea, la fórmula— para completar todas las
piezas que tienen números. Finalmente, queda el resultado del
dibujo, que sería la respuesta a la fórmula elegida. Una vez enca-
jadas todas las piezas, es decir, los números que aparecen en el
problema matemático, sólo había que calcular, como tantas ve-
ces habíamos practicado, efectuando las multiplicaciones, divi-
siones y deducciones que fueran necesarias. Una vez montadas
las piezas del puzzle —del cálculo— obtenemos la respuesta.
Observo a mis compañeras que levantan la mano. Son mu-
chas las manos levantadas, por lo que deduzco que no han
comprendido. La verdad es que me extraña mucho porque yo
lo he encontrado muy fácil. Cuando llega el día de la evalua-
ción, sobre este tema, saco un diez, como quien dice, jugando.
Quiero saber las notas de mis compañeras. Hay pocas que ha-
yan tenido buena nota y muchas han suspendido. Estoy asom-
brada.
Pasan dos años. Estoy viendo la televisión en compañía de
mis padres y hermanos. Son las noticias. En la pantalla apare-
cen unas letras grandes que dicen: «Exportación: Cítricos
20%.» Me produce mucha alegría reconocer aquel signo, el %,
que acabo de ver y con el que he hecho operaciones en la es-
cuela, en la clase de Matemáticas. Pero en ese contexto, esos
números me sorprenden mucho. Después de explicarme el sig-
nificado de la palabra cítricos, le pregunto a mi padre por los
números:
—¿Sólo exportan veinte naranjas al extranjero? ¡Qué poco!
—le digo.
Mi padre me contesta que no e intenta explicármelo. Le es-

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cucho con mucho interés pero no entiendo nada. Me siento
muy triste porque pensaba que era muy fácil y veo que no es
así. Le digo que no entiendo y entonces mi padre coge un papel
y un lápiz y nos sentamos en la mesa. Él empieza a escribir nú-
meros y a dibujar muchos círculos pequeños. Una vez hecho
esto, me llama con la mano para que le mire y me dice: son
naranjas. Después rodea con una línea algunos círculos y dice:
—Estas son naranjas para el extranjero.
—Siguen siendo veinte naranjas —le digo a mi padre.
—No —me dice. Y vuelve a explicarme: escribe 100 al lado
de los círculos que están fuera de la línea rodeada. Luego, es-
cribe 20 dentro de lo que había rodeado.
—De las 100, 20 son para enviar al extranjero.
—En la tele no dicen nada de 100 —le digo muy aturdida.
Mi padre sigue explicándome como puede. Afortunada-
mente, le gusta dar explicaciones. Él no es profesor, sólo ha
realizado estudios primarios, pero estoy convencida que le en-
cantan las matemáticas como a mí. Intenta buscar otros ejem-
plos y veo aparecer siempre el mismo número, el 100, sin lo-
grar entender de dónde demonios sale.
—Papá, ¿el 100 qué es? ¿Por qué 100? —le insisto.
—El 100 es el % —me contesta.
—¿Y por qué escribes 100 y no %? —le digo. Es una tonte-
ría escribir %. Es más fácil escribir 100.
Vuelve a dibujar más círculos en otro papel y al lado pone el
número 100. Coge otro papel y dibuja más círculos y escribe
también 100. Una vez que ha efectuado esa tarea, miro a mi
padre y me explica:
—Por ejemplo, tú trabajas en el campo. Tienes muchos na-
ranjos. Los naranjos dan muchas naranjas. Hay muchas naran-
jas. La gente de aquí no come tantas naranjas. Sobran naran-
jas. ¿Qué hacer?
—Dar a los extranjeros —respondo.
—Bien. ¿Cuántas naranjas les das a los extranjeros?

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—Las que sobran —le digo.
—Por ejemplo —me encanta cuando mi padre me dice, por
ejemplo, y lo hace a menudo— por ejemplo, tú quieres dar las
naranjas a los extranjeros. Alguien ha inventado un sistema
para hacer estos cálculos. Tú tienes muchas naranjas. Las co-
ges todas y colocas 100 en un grupo —al mismo tiempo señala
en el papel los círculos dibujados—. Otras 100, en otro grupo.
Otras 100, en otro grupo, y así sucesivamente. Entonces, tú
quieres dar al extranjero 20 naranjas de este grupo —a conti-
nuación dibuja una línea alrededor de 20 círculos y sigue expli-
cándome— y de este otro grupo, también. Y del otro. Siempre
igual. ¿Cuántas naranjas das al extranjero en total?
—Sesenta —le contesto.
—Bien. Y ahora, ¿cómo se escribe esto?
Mi mente empieza a vislumbrar una luz de claridad. Ahora
lo entiendo: es una forma de escribir los números ante situacio-
nes nuevas. Estoy contentísima. Corro a la habitación a coger
el libro de matemáticas de 6º y busco la lección donde aparece
el signo %. Leo las palabras: interés, descuento, capital... No
sé lo que significan y le enseño el libro a mi padre para que él
me ayude. Me ha costado entenderlo. Después me explica
cómo funcionan los bancos, la existencia de los descuentos y
en qué consisten y cómo se calculan. Para comprender todo
esto necesité unos días.
Más tarde, cuando paseábamos por la calle, me señalaba los
escaparates de las tiendas para que me fijara en los descuentos
que se exponían. También me mostraba la libreta de la caja de
ahorros. Mis padres no sabían calcular mediante fórmulas y
me enseñaban a calcular de otra manera, con la cuenta de la
vieja, como la llamaban, con la cual se ejercitaba el cálculo
mental y la lógica. Este método me sirvió mucho para posterio-
res cursos.
Ahora comprendo por qué mis compañeras no entendían
estos problemas y no sacaban buenas notas. Quizás la explica-

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ción de la maestra no era clara o le faltaban recursos para me-
jorar su comprensión. Ellas y yo escuchábamos de manera di-
ferente. Si yo hubiera sido oyente quizás no hubiera conseguido
buena nota porque hubiera estado pendiente únicamente de la
explicación de la maestra y no me hubiera concentrado ni hu-
biera descubierto otras señales, las visuales, como solía hacer.
Así pues, a fuerza de no seguir las explicaciones de la maestra
fui adquiriendo diferentes técnicas de comprensión para apro-
bar los exámenes, valiéndome de otros indicios que no eran
orales.
Coincidió, por esta misma época, que a mi hermana Mar la
matricularon en una escuela de oyentes. Un día me explicó en
LSC que estaba estudiando el % y que era muy fácil.
—¿Sabes para qué sirve el %? —le pregunto a bocajarro.
Me contesta que no. Lo esperaba. Me pregunta si yo lo sa-
bía y me dice que se lo explique. Le digo si ha visto ese signo en
las tiendas. Y empiezo a explicárselo con mucho entusiasmo.

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De museos

Ya tengo catorce años. Hace dos semanas que he empezado el


curso de 8º de EGB (Educación General Básica). La próxima
clase es la de historia, como así indica mi horario escolar. De-
testo la historia porque sólo me hace memorizar muchos datos
incomprensibles. No la disfruto de la misma manera que, por
ejemplo, las Matemáticas. El profesor particular que viene a mi
casa tres veces por semana y, a veces, mi hermana mayor, me
subrayan aquellos textos que creen que es necesario que me-
morice para así poder aprobar algunos exámenes. Observo en
mi reloj que es hora de cambiar de clase. De repente, aparece
por la puerta una señora mayor, muy mayor, enfundada en una
bata blanca. La monja pequeña y flaca parece que la presenta
ante nosotras.
«¿Quién será?», me pregunto.
Al cabo de un rato la monja me presenta:
—Esta es Pepita. Es sorda... —y dice algunas palabras más
que no he podido captar.
Cada vez que me presentan me dicen que por qué me pongo
muy colorada y sólo sé responder con una sonrisa. Después la
monja se marcha y se queda sola la señora mayor. Tiene el ca-
bello rubio, voluminoso y peinado como si hubiera acabado de

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salir de la peluquería. La señora mayor coge una silla y se colo-
ca delante de mí, muy cerca de mi cara. No me gusta que se
acerque tanto pero como no me puedo negar a lo que hacen los
adultos, me aguanto. Comienza a articular los labios muy len-
tamente y, a veces, se le escapa saliva de la boca y salpica mi
cara. Trato, disimuladamente, de arrastrar un poco mi silla ha-
cia atrás. Entonces, su cabeza aún se me acerca más.
—¿Me entiendes? —me pregunta al cabo de un rato.
No le he entendido absolutamente nada, ya que estoy muy
aturdida por su vejez, por su manera de acercarse tanto a mí,
por su esfuerzo de vocalizar despacio, por sentir vergüenza de
lo que pensarán mis compañeras. ¿Qué le puedo decir? Si le
digo que no, se me acercará más aún.
—Sí, sí —le respondo con una amplia sonrisa, como si le
demostrara mi reconocimiento a su esfuerzo, ya que se trata de
una persona mayor, y a su interés en que yo siguiera sus expli-
caciones.
Sigue vocalizando lentamente y yo no consigo entenderla.
Sólo me fijo en su rostro frágil, que se balancea levemente, en
cómo están dispuestos sus dientes, en sus labios arrugados y
pintados de un rojo intenso y en cómo los mueve. Me quedo
como hipnotizada ante su imagen y su presencia.
Por fin, llega la hora del recreo. En la fila, antes de llegar al
patio, pregunto en voz baja a mi compañera:
—¿Por qué viene esa señora?
—Es nuestra nueva profesora de historia —me responde.
«¿Estará todo el curso pegada a mi cara?», me pregunto
horrorizada.
—Es una señora importante. Es... de un museo —me co-
menta ignorando mi pensamiento.
—¿Es...? —desconozco la palabra que ha dicho después del
«es», a pesar de que ella vocaliza bastante claro para mí, aun-
que a veces, se acompaña de gestos. Más tarde entendería que
había dicho «directora».

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—Es... —vuelve a decir— es jefa de un museo —cambia de
palabra, porque deduce que la primera es desconocida para
mí—. ¿Sabes lo que es un museo? —asiento, y ella continúa—.
Pues nos ha dicho que iremos un día a su museo.
Días después, nuestra monja tutora pequeña y delgada nos
anuncia que pasado mañana iremos a visitar el museo de la
profesora de historia. Estoy muy contenta porque es la primera
vez que voy a ir a un museo. Me gustaría saber qué encontraré
allí y cómo será porque me lo he imaginado de muy diversas
maneras, por lo que he leído y me han explicado. Tengo mu-
chísimas ganas de que llegue ese momento y comprobar si mi
imaginación se ajusta a la realidad o no.
Por fin llega el día anunciado y tomamos un autobús que,
desde la escuela, nos conduce hasta prácticamente la entrada
del museo. Accedemos por una puerta de piedras grandes, anti-
guas y desgastadas, y veo varias esculturas a ambos lados. Son
todas grandes y blancas, figuras de hombres, mujeres y niños,
de tamaños descomunales para lo que esperaba ver. En la sala
hay un guía que está explicando las diferentes esculturas. No
puedo seguir para nada sus explicaciones ni pregunto a mis
compañeras porque les supondría un esfuerzo, una molestia y
les desviaría la atención de las explicaciones que está dando.
Nos paramos ante una escultura. El guía se detiene durante
mucho tiempo ante la misma. Yo observo las figuras y sólo veo
a una mujer que mira a un hombre, y ese hombre mira hacia
arriba y nada más. Me pregunto: «¿Tántas cosas se pueden
contar durante tanto tiempo sobre esta figura?» Observo a las
compañeras que parecen escucharle con mucha atención. Una
vez que ha acabado de dar sus explicaciones el guía, las com-
pañeras parecen continuar hablando de la escultura. La miran
y sus dedos la señalan. Busco a una compañera que parezca
estar dispuesta a explicarme algo, por no quedarme completa-
mente al margen.
—¿Qué dice el guía? —le pregunto.

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—Es un rollo —me comenta la compañera.
Me lo creo. Parece que muchas cosas son un rollo. Quizás
esté explicando algo sobre cuándo y quién hizo esa escultura y
lo mismo haría con todas las demás. A partir de ese momento,
ya no me esfuerzo en preguntar a nadie más. Sigo con el grupo
mirando las esculturas y las encuentro todas parecidas. A mí
me parece que llevamos en el museo mucho rato y ya empiezo
a tener ganas de acabar y salir fuera, a la calle, al aire libre
pero sé que no está permitido separarme del grupo. Me digo:
«cuando haya otras visitas de este tipo, simularé estar enferma
para no tener que ir».
Y no me puse enferma porque seguimos visitando más mu-
seos, sobre todo, de pintura y, poco a poco, me empezaron a
gustar. Esto empezó a suceder cuando, más tarde, descubrí una
manera para no aburrirme. El sistema era el siguiente: observa-
ba a las compañeras detenidamente, cómo miraban los cuadros
y qué reacciones tenían ante los lienzos. Luego, observaba al
guía, cómo iba vestido, si sonreía o no, si hacía muecas extra-
ñas, además de mirar diferentes imágenes que aparecían en los
cuadros. Había algunos que, por lo menos, a mí me parecían
muy feos pero el guía parecía explicar con mucho entusiasmo
esas pinturas oscuras y horribles. Había otros cuadros que a
mí me parecía que no tenían otra utilidad que no fuera colgar-
los en el dormitorio o en el comedor.
Ya han pasado muchos años desde estas impresiones y ex-
periencias. Estoy en casa viendo una película, La condena, que
grabo en V.O. subtitulada. En la pantalla aparece un grupo de
personas observando una escultura, mientras un guía explica:
«Él ya sabe que sucede algo increíble, algo imposible y absur-
do. Se ha transformado en sus manos. Observad su mirada,
como espantada, por esta transformación que, claramente, le
hace perder por completo el objeto del deseo...» Con el mando
a distancia detengo la escena y rebobino la cinta hacia atrás.
Quiero ver la escultura otra vez. Es una escultura blanca que se

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parece mucho a una de las que vi en aquella primera visita a un
museo, cuando era niña. Pero no es la misma. Percibo la escul-
tura diferente a partir de la explicación del guía. Sé que la es-
cultura no ha cambiado nada. Pero mi visión sí ha cambiado, y
ahora, disfruto más viéndola. Parece que la escultura habla. La
escultura no sirve únicamente como un elemento decorativo
sino que también transmite y comunica con la persona que la
está viendo, además, el goce estético que proporciona.
De repente, tengo ganas de ver más esculturas y saber qué
dicen de ellas. Me apetece visitar museos y la primera ocasión
que se me presenta no la desaprovecho. Ya estoy ante la puerta
de un museo y mi primer entusiasmo se transforma brusca-
mente en tristeza cuando caigo en la cuenta que no entiendo lo
que dice el guía. Me había olvidado de que ya había experi-
mentado esta situación y este sentimiento. Intento seguir las
esculturas con los folletos que distribuyen gratuitamente en el
mostrador de la entrada pero no explican las obras de la mis-
ma manera que cuando vi la película. Al acabar de recorrer el
museo, en el vestíbulo que da a la calle, me fijo mejor en lo que
tienen en la mesa de información. Hay folletos en diferentes
idiomas: francés, inglés y alemán. Observo también que exis-
ten guías que facilitan la visita para grupos, en diferentes idio-
mas. Me digo: «Es necesario conseguir que los museos cuenten
con un guía que use la Lengua de Signos Catalana (LSC) o, al
menos, un intérprete de LSC para que los sordos podamos ac-
ceder a los comentarios. De esta manera, conoceríamos mucho
mejor las obras de arte y disfrutaríamos también de lo que ve-
mos. Nos permitiría percibir el mundo con más intensidad.»
Años más tarde, me llega la grata noticia de que una enti-
dad organiza visitas a los museos con guías que conocen la
LSC. Ojalá que se mantenga esta iniciativa y que otros museos
sigan su ejemplo.

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Aludes de ideas

Mi hermana Mar acaba de llegar a casa tras su primer día de


clase en una escuela de sordos, que llamamos «la Purísima».
Tengo muchísimas ganas de saber cómo le ha ido. Nuestra
conversación se desarrolla mediante unos gestos aprendidos en
la anterior escuela de sordos, en la que estaba prohibido el uso
de la Lengua de Signos, que son una mezcla de gestos surgidos
de la comunicación con otros niños sordos, y los signos utiliza-
dos en las sesiones de logopedia acompañados con algunas vo-
calizaciones orales. Pretendemos transmitirnos el mensaje, lo
más intensamente posible, por cualquier medio de comunica-
ción a nuestro alcance.
Ella empieza a explicarme:
—Entro en la escuela y veo a muchos sordos. ¡Muchos, mu-
chos sordos! Las niñas y los niños, separados. Las clases y los
patios, separados. Las niñas llevan batas de color verde y los
niños de color azul y blanco a rayas igual que Valentín, nuestro
hermano. Hablan muy deprisa con las manos y no les entiendo.
No hablan igual que nosotras. Yo sé algunos signos, como por
ejemplo el signo «apodo». Una niña mayor me pregunta con el
signo «apodo». Yo le digo: «No sé.» La niña mayor me explica
y por fin la entiendo. Este signo significa: «¿Cuál es tu signo?»...

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Si la niña te pregunta el signo «apodo», tú le has de contestar
con tu signo «Pepita». Yo le dije mi signo «Mar».
Entre los sordos utilizamos un signo para cada persona,
algo parecido a un apodo entre los oyentes. Es la manera de
nombrar a las personas en la Lengua de Signos. Mi signo-nom-
bre es el siguiente: los dedos índice y corazón, colocados con la
palma de la mano hacia abajo, puestos al lado derecho del cue-
llo y moviéndolos como las tijeras. Me «bautizaron» con este
apodo porque cuando era pequeña tenía siempre el pelo corto.
Es como si, traducido al lenguaje oral, fuera algo parecido a
«pelo corto». Se trata de una apelación visual.
Veo a Mar muy contenta, con deseos de enseñarme muchas
cosas y explicando cosas que le han sucedido y detalles de for-
ma muy minuciosa. Para nuestro nivel de lenguaje de entonces
su exposición es muy clara. La escucho con profundo interés.
—El signo «cuál es tu nombre», quiere decir cuando pre-
guntan por tu nombre, no tu signo. La dactilología no es igual
que la de la otra escuela, es diferente. Mi nombre en dactilolo-
gía se hace así: «M-A-R.» El tuyo es así: «P-E-P-I-T-A.» La
niña mayor me lo explica claro, despacio. Pero cuando habla
con otras niñas lo hace muy deprisa. Hay muchos signos dife-
rentes —me sigue explicando.
Esta escena y otras similares se sucedían cotidianamente
cuando nos encontrábamos en casa. Cada día descubríamos
nuevas maneras de expresar las cosas, nuestra conversación
se hacía más extensa, se enriquecía, crecíamos mentalmente
cada vez más. Todo ello nos suponía un gozo y una gran ale-
gría.
El curso siguiente, me cambian de una escuela de oyentes a
otra que está más cerca de mi casa. Desde que se descubrió mi
sordera iba a otra escuela, en la que estuve algunos años, que
no se encontraba lejos de la escuela de sordos. Un día a la se-
mana voy a las clases de la escuela de sordos de la Purísima.
He aprendido muchas cosas de la Lengua de Signos Catalana

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(LSC) y la utilizo en las conversaciones con mi hermana Mar.
Es el primer día que voy a esta escuela. Cuando hablan entre
ellas las comprendo bastante bien aunque lo hagan muy depri-
sa.
—¿Cuál es tu signo personal? —me pregunta una niña que
se me ha acercado.
Se lo digo.
—¿Cómo te llamas? —continúa preguntándome.
Le contesto en dactilología.
—¿Vienes a estudiar aquí? ¿Eres nueva? —continúa ella.
Estoy muy contenta porque la entiendo perfectamente. Le
explico que soy la hermana de Mar, que sólo vengo los sábados
aquí y que los demás días voy a una escuela de oyentes. Así
continuamos hablando en LSC hasta que me comenta:
—Te entiendo bien aunque hables diferente. Tienes un acen-
to especial.
Me pongo colorada, porque todavía no hablo como ellas a
pesar de que las entiendo y parece que también me entienden.
Aún tengo un acento diferente. Soy como una extranjera. Me
queda todavía mucho camino para saber bien la LSC como
ellos. Y para conocer bien esta lengua visual, como cualquier
otro idioma, es necesario interactuar con múltiples sordos, de
diversas edades y en situaciones diferentes. Y yo sólo la estaba
aprendiendo de mi hermana Mar. Afortunadamente, acudo a
esta escuela donde asisten muchos niños y niñas sordos de di-
ferentes edades para adquirir lo más rápidamente posible esta
maravillosa lengua.
¿Y el lenguaje oral? Todavía lo estoy aprendiendo y a un
ritmo más lento. No lo integro con la misma naturalidad que
la LSC. Los mensajes orales me llegan opacos, turbios, som-
bríos. Menos mal que estoy adquiriendo rápidamente una len-
gua límpida, diáfana y transparente para poder expresar mis
sentimientos, para poder acceder a conocimientos, para descu-
brir el mundo que me rodea, a través de las conversaciones con

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los compañeros sordos para vivir y, en definitiva, tener un lu-
gar en la sociedad.
Muchos años después, un día de las vacaciones navideñas, se
encienden las luces del comedor. Estoy sentada en un sillón leyen-
do el periódico. Lo dejo, me levanto y me fijo en el artilugio que
hay encima de la puerta y que permite convertir las señales acústi-
cas del timbre en visuales. Observo que se enciende de forma in-
termitente la tenue luz anaranjada del dispositivo. Eso indica que
alguien llama desde la puerta de la calle. Inmediatamente me diri-
jo hacia la ventana que da a la calle para saber quién es. Es mi
hermana Mar que saluda con la mano. Voy hacia la puerta y pul-
so la tecla que hay en el interfono para abrirle. Al cabo de un rato
se enciende la otra luz, verde. Abro la puerta y nos saludamos.
—¡Qué sorpresa verte por aquí! —le digo.
Me informa de que su teléfono no funciona y que desea sa-
ber si quiero ir mañana a comer a su casa. Acepto encantada.
—Me gustaría comentarte algo sobre un capítulo del libro
que estás redactando. Está relacionado con el primer contacto
con la LSC —me dice.
—Cuenta, cuenta. Quiero saber qué es lo que sentiste al leer-
lo, y así me puedes ayudar a tener ideas nuevas para continuar
escribiendo —le respondo.
—He leído alguna de las escenas que has escrito y que se me
habían olvidado completamente. Y, al leerlas, recordé momen-
tos vividos, por ejemplo, cuando el profesor sordo nos habló
sobre los romanos... Lo había olvidado.
—¡Ah sí! ¿Y lo recuerdas?
—Ahora lo recuerdo perfectamente. Y sobre lo del primer
contacto con la LSC, me gustaría explicarte lo que sentí cuan-
do estaba rodeada de personas sordas hablando la LSC.
—Cuéntame, así podré observar mejor la reacción de los alum-
nos sordos cuando se relacionan con la LSC por primera vez.
—Se me hace difícil explicártelo. Era como un alud de sig-
nos, muchas formas de expresar ideas. Cuando estaba en la

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otra escuela, para designar un objeto necesitaba mucho tiem-
po. Por ejemplo, para decir «cerdo» y que el otro me compren-
diera, necesitaba describir las características del cerdo, casi en
pantomima. Por ejemplo, señalaba el rabo del culo...
—Sí, sí, lo recuerdo —me río y añado— con el dedo en el
culo hacíamos un dibujo en el aire representando la forma típi-
ca del rabo del cerdo.
—Bien, cuando quería explicar a un compañero sordo que
un día en mi pueblo vi a un cerdo comerse una rata, necesitaba
mucho tiempo. Además de indicar el rabo, también levantaba
con el dedo índice la nariz hacia arriba, que es el morro del
cerdo. Y cuando el que me escuchaba parecía entender lo que
trataba de explicarle, entonces intentaba decirle lo que comía
el cerdo. Tenía que describir primero la rata para saber de qué
animal se trataba. Luego le explicaba que había visto a un cer-
do comerse a la rata. Para decirle dónde lo vi, le explicaba el
pueblo : ir lejos, en autocar, un coche grande, otras casas dife-
rentes a las de aquí, bajas, blancas —señalando el color de la
bata—, etc.
—Te entiendo muy bien. Quieres decir que para expresar
una simple idea se requería mucho tiempo.
—Sí, así es. Cuando entré en la escuela, descubrí que había
una economía de tiempo, porque todos habían pactado ya los
signos para cada idea o representación. En ese mismo momen-
to, yo sentía que recibía como un torrente de ideas cada vez
que me explicaban algo. Mi cabeza no estaba acostumbrada a
asimilar tal cantidad de conceptos en tan poco tiempo. Estaba
fascinada con las diversas maneras de expresar las ideas.
—Según recuerdo, en la otra escuela no había muchos sig-
nos pactados entre los compañeros sordos. Todo eran gestos,
como una especie de pantomima, donde los niños para nom-
brar a un cerdo por ejemplo, lo identificaban mediante una
nariz, cilíndrica, aplastada, otros señalando la cola y la gordu-
ra del animal. Es decir, cada uno de nosotros describíamos al

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cerdo de diferentes maneras, no había un solo gesto pactado.
Las ideas eran más concretas, más palpables. Y en el colegio de
la Purísima había ideas que parecían más abstractas, ¿no te
parece? —le pregunto.
—Sí, así era —me responde. Mira su reloj y me dice: ¡Se me
hace tarde! Bueno, he de marcharme. Mañana, en casa seguire-
mos charlando de todo esto si quieres. Gracias por todo.
—Gracias a ti —le digo. Y nos despedimos.
Desde la ventana espero a que mi hermana salga a la calle.
—Se me ha olvidado decirte una cosa —le digo en LSC
cuando se gira hacia la ventana para despedirse, aprovechando
la plasticidad que permite la Lengua de Signos a pesar de la
distancia.
—¿Qué quieres? —me pregunta.
—Nada, sólo decirte que te quiero.
—Y yo a ti también.
Sigo moviendo la mano en alto hasta que nos perdemos de
vista. Mientras se aleja por el fondo de la calle, a la derecha,
sus palabras visuales se remueven en mi interior, sus recuerdos,
sus sensaciones sobre su primer contacto con la LSC. Intento
recordar si el invierno que empecé a descubrir esta maravillosa
puerta a la comunicación también nevó en mi ciudad o si el
alud del que hablaba mi hermana fue común a las dos.

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Índice

Prólogo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
A modo de introducción. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

CUANDO ERA PEQUEÑA. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15


Érase una vez.... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
En el patio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 22
¿Mentir o decir la verdad? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 26
El % . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30
De museos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 36
Aludes de ideas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 41
El placer de leer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47
El paraíso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 56
Un sueño con historia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 60
¿Todo sigue igual? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63

EL OTRO MUNDO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69
La voz y la mirada. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71
Vislumbrando una realidad diferente. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77
Sin vista y con tacto. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 82
El destino con regalo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89

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LOS SORDOS NO SON PECES. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99
La crisis. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101
El señor Calafell . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 122
Los audífonos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127
La lectura labial. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 136
La espera desesperante. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 140
Emmanuelle Laborit o El grito de la gaviota. . . . . . . . . . . . . . . . 143
Banquete de dioses. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149
Los intérpretes de LSC. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 169
Charla en la universidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175
Conquistar espacios para las minorías . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189

TÓPICOS. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 193
¿Todavía es sorda?. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 195
Me preocupo por ti. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 200
Has perdido la labiolectura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 209
Es sordo pero escucha. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 212
Tienes la voz bonita . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 216
Los sordos no opinan como tú . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 226
¿Las personas sordas son desconfiadas? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 238
¿El signo mata la palabra? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 242
¿Una imagen vale más que mil palabras? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 249
¿El lenguaje oral es una tortura? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 258

DOS COMUNIDADES BAJO EL MISMO TECHO . . . . . . 261


Entre madres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 263
Hermanas y hermanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 271
El conflicto de la independencia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 277
El malestar adolescente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 283
El patito feo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 287
Ser maestra, se hace . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 290

EPÍLOGO. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 295
Crónicas telepáticas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 297

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