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Un asesinato.
Noelia Liotti
A mi abuela, Carmen Lamazares,
astucia y valentía
en la aciaga penumbra
de mi habitación,
pálidas e imprecisas
en la media luz.
un astuto detective.
—No les temas a los truenos —le dijo una viril voz a sus
espaldas en un tono muy sereno.
Farsantes
—Perfecto. Empecemos.
—Philip.
—Philip tiene dos años menos que yo, la misma edad que
Maverick. Siempre fue el miembro brillante de la familia.
Toca el piano y el oboe, es políglota. Es, en simples
palabras, lo que llamarían “el hijo perfecto”. Se recibió de
abogado muy joven, puesto que hizo una carrera excelente,
y hoy en día es la figura que suplanta a mi padre.
—Yo sí me casaría.
—No fue una cita, ¿sí? No hay nada entre nosotros; solo
nos une la necesidad de resolver el caso.
El túnel
—Suicidio.
***
Un día más tarde, Ewan se hallaba caminando hacia su
auto cuando el atardecer mostraba el máximo esplendor. El
viento frío arremolinaba las hojas secas en el piso y las
grises nubes se movían en el cielo con libre albedrío. Luego
de haber pasado varias horas en la veterinaria, entre
bóxers y pitbulls, el joven anhelaba llamar a Carmen para
ponerse al tanto del progreso de la investigación.
—Yo no sé nada.
—Por supuesto.
***
Cerca de las doce de la noche el celular de Carmen
comenzó a sonar con persistencia. No podía comprender
qué pretendía Ewan a esa hora. Su mensaje decía: “Pasaré
a buscarte a la una por tu casa. Espero no importunarte.
Tengo una pista”.
—¿Qué cosa?
Una repentina tos indicó que la vía aérea aún pagaba las
consecuencias de haber estado respirando en ese ambiente
intoxicado. Sin perder tiempo, Carmen se inclinó hacia a él
y retiró unas tablas de madera que yacían sobre su torso.
El joven volvió a toser con insistencia, mas ella se mostraba
tan diligente que le enterneció el corazón en el momento
menos esperado. La conmoción que ella sentía era de tal
envergadura que, al ayudarlo a ponerse de pie, tuvo la
sensación de que Ewan se aferraba a su trémulo cuerpo
más por interés que por necesidad. Aunque eso fuera
discutible, porque el amor también tiene necesidades,
como el anhelo de sentirse correspondido.
—Dios mío. Ese hombre tiene familia, tiene una vida. ¡En
qué infierno nos metimos! Primero Steiner, después Haydn.
Sigo sin entender. ¿Por qué no le dispararon? ¿Por qué
llevárselo? —inquirió Carmen sin dejar de sentir que una
perversa ciénaga los engullía a un terrible e inevitable
final.
—Porque quieren la información. Si lo mataban, no les
sería de utilidad; los muertos no hablan. Una vez que
obtengan lo que quieren, que Dios se apiade de ese
hombre.
***
Casi se cumplía un día desde el secuestro de Alexander
Haydn. Pese a que Carmen intentaba distraer la mente con
cualquier asunto que pudiese devolverle la paz, aunque
más no fuese por unos momentos, no había forma de que
acallara los indomables pensamientos. El asunto de Haydn
seguía sin ninguna novedad. Revisaba el celular de forma
enfermiza en busca de noticias, pero solo conseguía
ponerse más nerviosa. Scotland Yard estaba realizando un
trabajo impecable y sin descanso a fin de recuperar ileso al
expolicía, pero el éxito de la tarea parecía cada vez más
improbable. No había indicios de Haydn por ninguna parte.
***
Mientras tanto, en la mansión de los De Haviland, Ewan
acababa de tomar una ducha caliente. Así solía calmar los
pensamientos alborotados el veterinario, pero esa noche no
le funcionó. ¿Sería inapropiado invitar a Carmen a cenar?
No, claro que no; él podía cenar con quien quisiese. ¿Por
qué lo dudaba tanto? Tal vez porque sabía que, si una
relación llegara a entablarse entre ellos, ninguna de las dos
familias los apoyaría. Estarían solos, sin ningún pariente
que les brindara una afectuosa y sincera bendición.
Para siempre
—¿Cómo te sientes?
La duda
—¿Ah sí? Qué bueno —contestó con tal cinismo que los
dejó estupefactos.
La sangre mata
Por honor
Un De Haviland en la ratonera
Indivisible
Ella podía ser muchas cosas, una madre fría, una esposa
desleal, un alma superflua y egoísta, pero, entre eso y
matar a una persona, había una gruesa línea que pocos se
sentían capaces de atravesar. ¿Quién podía afirmar que ella
fuera incapaz de pasar esa raya? ¿Cómo podían estar
seguros de que no se atrevería a oprimir un gatillo con tal
de conseguir la concreción de los propios anhelos? No hay
límites para un alma corrompida, no hay conciencia en los
actos deshumanizados.
A los asesinos no les tiemblan las manos cuando tienen
que quitar una vida. A Pamela no se le había estremecido el
espíritu cuando depositó el dinero como recompensa de un
homicidio. Esa había sido una forma elegante de asesinar,
una forma fina y resguardada, propia de una mujer de
alcurnia. Sin embargo, una idea resonaba con estridencia
en la mente de Ewan. Philip aseguró que la primera
persona que había llegado a la escena del crimen había
sido Maverick. Su primo, el hijo de Pamela… ¿Y si en
verdad la persona que había matado a Stephen era
Maverick?
Ella cerró los ojos cual acto reflejo y fingió estar dormida
para que él creyera que iba un paso delante de ella. Por lo
que, convencido de que Carmen dormía como un ángel,
Ewan cerró la puerta y, sin un efímero segundo de duda,
partió del lugar.
Mentirosos y asesinos
—Sh…
El diablo y el cazador
Con tanta adrenalina que les corría por las venas como
jamás habían sentido, ambos se acercaron a la orilla con la
velocidad del viento. De pronto, Carmen vislumbró una
pequeña embarcación que estaba a punto de tocar puerto.
Era justo lo que precisaban. Al amparo de la oscuridad,
Ewan tomó el arma con firmeza dispuesto a convertirse en
ladrón.
Suficiencia intrínseca
***
Esa noche, celebraban el compromiso en una pequeña e
íntima reunión. Era una velada de ensueño, coronada por
un lienzo azul repleto de estrellas y la radiante señora
blanca que reinaba entre destellos de magia. Carmen,
atraída por la belleza natural del parque, abandonó el salón
principal y caminó hacia la pérgola que se divisaba algo
escondida entre los árboles. Tanto las columnas verticales
como la totalidad del techo estaban cubiertas por rosales
trepadores, cuyas flores eran de un color muy tenue. Junto
con las dracaenas y los pinos limón que se hallaban
alrededor, configuraban un espacio de gran sosiego; el
romanticismo se respiraba en la brisa nocturna. A lo lejos,
se oía el Idilio de Sigfrido, de Richard Wagner.
consideraban imposibles
ISBN 978-987-8944-12-8
CDD 863
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