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Prólogo

por Jorge Göttling*

El fútbol es la cruzada del milenio. Existen lugares


sagrados, cierta pasión fanática y ciega parecida a una
religión, estandartes, lábaros, banderas, salmos e himnos,
ejércitos de feligreses.
Se explica y se define por una competencia de
poderes en cuyo marco —cada vez más— lo menos impor-
tante es la calidad del juego. Tras la parafernalia bestial
no existe margen para el que no gana. El gol es infarto y
orgasmo que se repite lascivamente en las pantallas de
televisión, captura ojos con la mirada aún celeste, encan-
dila, subyuga, autoriza el alarido. En el rigor de la cruza-
da, el poder es la ley.
Gratifica conocer que jóvenes colegas dediquen
esfuerzo imaginativo en la investigación de tan gigantesca
trasmutación. Lo hacen desde otro lugar, incontaminado de
pasiones, pasteurizados para detectar el cambio y sus conse-
cuencias. Tratan de dar respuesta a antiguas formulaciones
de bares y mostradores, veteranas y obsoletas inquisiciones
que se depositarán, seguramente, en el anaquel de pregun-
tas sin contestaciones, un típico tic de argentinos.

* Nació en Buenos Aires en 1939. Lleva más de cuarenta años de


profesión (once en el diario El Mundo y más de tres décadas en
Clarín). Recibió un centenar de premios entre los que le gusta men-
cionar "Al maestro con cariño", de la escuela de periodismo TEA,
y dos Konex (1987/1997 y 1997/2007). En 2004, obtuvo el galardón
especial Don Quijote de los Premios de Periodismo Rey de España.

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Parten de una contraseña que es entredicho. Es
imposible la comparación con términos que no son homo-
géneos. En su estructura, el fútbol fue un deporte estéti-
camente insuperable, protagonizado por veintidós se-
ñores de pantalón corto y una pelota. Tiempos en los que
la felicidad funcionaba sensorialmente, remite a un cincel,
un poema escrito en una playa verde, un pedazo de tierra
entre las manos, un lejano ruido de pelotas. Se practicaba
con otras frecuencias y, sobre todo, con reglas escrupu-
losamente cuidadas.
Había emparentamiento personal con una casaca,
respeto masculino al circunstancial adversario y sabiduría
para aceptar el triunfo con la misma modestia que la que
provoca la derrota. Eso fue antes.
Antes es no sólo un adverbio de tiempo. Antes es el
preludio de un amor en fuga. Antes es, también, un módi-
co discurso enunciado hoy, pero referente al tiempo en
que el orador era joven. Discurso rancio y malversado para
cualquier hipótesis de trabajo. En este singular juego de
creencias existen tabúes, amuletos, cábalas, fetiches, apo-
dos de clara referencia zoológica que los investigadores
intentan develar.
Los autores de este ensayo se han puesto mamelu-
co para dar forma a leyendas que se han hecho mitos, sin
cometer el error de caminar por peligrosas cornisas en las
que chanterío y mitología se formulan de manera parecida.
Conforman un libro básico de las nuevas tablas sagradas del
fútbol. Las conocen por persistencia tablonera y por con-
temporaneidad. Por ahora, parten bien, están perdiendo
dos a cero, que —como se sabe— es el mejor resultado.
Hay prolijidad académica en la escritura y cierta
jugosa jerga chambona que requiere, también, el rele-
vamiento. El cuento de Ariel Scher, de sincronismo per-
fecto, congrega y se hace orla.
Insinúo respetuosamente la lectura pormenorizada
de este rompecabezas.

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MITO I: Antes no había violencia
Quejas modernas, historias antiguas

La violencia en el fútbol es un problema que nunca


ha tenido solución, no obstante siempre se trató de com-
batirla. Con épocas de mayor o menor actividad delictiva
por parte de un grupo de hinchas, a los que les cabe
mejor el mote de barrabravas, resolver los hechos de vio-
lencia en las canchas y sus alrededores sigue siendo una
asignatura pendiente para la sociedad argentina, espe-
cialmente para los dirigentes. En este marco, quién no ha
escuchado alguna vez la queja de los futboleros antiguos:
“No, yo a la cancha no voy más. Con la violencia que hay,
es imposible. No me arriesgo a ir con mi hijo. Antes íba-
mos en familia, pero ahora no se puede ir”. O también de
algunos viejos hinchas y barras que aseguran: “Antes, si
nos peleábamos, era más leal. Nos agarrábamos a piñas y
listo. Nada de armas de fuego, nada de droga. Ahora los
pibes están quemados”. Una queja repetida. Argumentos
que se pueden escuchar en 2006, en pleno siglo XXI, y que
ya se sostenían hace 20, 30, 40 y más de 60 años.
“Salieron a relucir las armas con que iban provistos,
navajas y puños de fierro, con esta última arma uno de los
backs del Togo hirió a traición a nuestro back Víctor
Camino en la sien izquierda.” Esta nota apareció en el dia-
rio La Argentina del 25 de marzo de 1905 y la rescató el his-

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toriador Claudio Keblaitis en el libro Alma roja. Génesis de
un campeón, un minucioso trabajo sobre los primeros diez
años de Independiente. El partido en cuestión era un desa-
fío entre el por entonces equipo de Flores y un club llama-
do Almirante Togo.1 Ése fue un problema entre los juga-
dores, pero en la misma obra, con Independiente ya asen-
tado en Avellaneda (1911), Keblaitis destaca el siguiente
desorden: “El partido jugado en el field de Boca Juniors,
entre el cuadro local y el de Independiente, por la Copa de
Competencia de la división Extra, dio lugar a un nuevo inci-
dente, de cuya gravedad habla el hecho de que varios
guardias de seguridad debieron custodiar al referee a la
salida de la casilla hasta varias cuadras”. El mismo autor
recoge otra anécdota, publicada en el diario La Mañana el
viernes 10 de noviembre de 1911: “No lejos de la plaza de
Avellaneda hubo antes de anoche una verdadera batalla
campal entre representantes del bello sexo de la localidad,
partidarias unas del Racing y las restantes de Independien-
te”. Sí, mujeres, trabajadoras de las fábricas de Avellaneda,
se pelearon a plena luz del día y así se insultaban:
“¡Racinguistas! ¡Pieles rojas! ¡Mal educadas! ¡Conventille-
ras! ¡Quiénes hablan! (...) ¡Indecente! ¡Mal hablada! Y
uff... caras arañadas, pesadas manos que caen sobre ene-
migos rostros, bucles y coronas de pelo que se esfuman,
peinetas que ruedan por el suelo, blusas rasgadas, corbatas
de gasas, volantas, polleras hechas jirones, lágrimas, ayes,
gritos y risas”. El fútbol comenzaba a desatar pasiones
desde sus inicios y en ambos sexos.
Tal vez el escándalo que más trascendió en la época
amateur fue el incendio de la cancha de Gimnasia y
Esgrima de Buenos Aires, el 16 de julio de 1916. Sucedió

1
Eran tiempos de la guerra ruso-japonesa y varios clubes homenajeaban
a los héroes nipones Heihachiro Togo, Maresuke Nogi, Tamemoto
Tamesada Kuroki.

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que la atracción del partido entre la Argentina y Uruguay,
por la final del primer torneo Sudamericano, desbordó las
expectativas, había más de 16.000 personas y los dirigen-
tes decidieron suspender el partido. La bronca generó un
tumulto de proporciones y la tribuna popular terminó
totalmente quemada.
Las armas de fuego también existían en aquella
época. Aunque no muy difundido, el 2 de noviembre de
1924, en Montevideo se cometió el primer crimen en el Río
de la Plata. Y tuvo como protagonista a un hincha argen-
tino. Uruguay y la Argentina igualaron 0-0 el partido final
del Sudamericano y los orientales se consagraron campeo-
nes. Cerca de las 21.30 se produjo un incidente en la
Ciudad Vieja. Tres personas se pararon en la acera de la
ferretería La Llave, frente al hotel Colón, en Rincón 640, y
comenzaron a vivar a los jugadores argentinos que esta-
ban cenando en el hotel, al tiempo que hacían chanzas
sobre “dónde está el team olímpico”. En esa misma calle,
frente a la confitería del Jockey Club, un borracho les con-
testó que Pedro Petrone era el mejor jugador del mundo

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y los exhortó a irse a Buenos Aires a tomar agua salada.
Varios jugadores argentinos se dirigieron al balcón e
intercambiaron bromas con el ebrio. Pero luego los futbo-
listas le arrojaron objetos (naranjas, tazas, vasos, una lám-
para, botellas de agua Salus), a la vez que lo insultaban. El
desorden motivó que varios jugadores, y también gente
que estaba en la confitería, salieran a la calle. El diario
montevideano El Día identificó solamente al jugador
suplente Mario Fortunato.2 Se generalizó una pelea entre
uruguayos y argentinos. En ese momento, salió de la con-
fitería un joven empleado del Banco Italiano, Pedro H.
Demby, oriental, de 24 años, quien, según el diario, pre-
tendió intervenir junto a su amigo Leopoldo Fernández y
se enfrentó a uno de los hombres que estaban cerca de la
ferretería. De acuerdo con un testigo, Demby se desabro-
chó el saco y se puso en pose de boxeador, pero el otro
extrajo un revólver y le disparó dos tiros. Uno de los pro-
yectiles hirió a Demby en el cuello y, luego de atravesarle
la garganta, rebotó en la pared de la confitería e impac-
tó en el arquitecto Aníbal Loy. El disparo causó el des-
bande general y el atacante huyó hacia el hotel. Demby
fue trasladado al hospital Maciel, donde falleció al otro
día.
El diario criticó la lentitud de la policía, que llegó
cuando todo había terminado. Un agente entró en la
confitería, donde le indicaron que el agresor podría
hallarse en el hotel, pero la búsqueda no tuvo éxito. En la
edición del 4 de noviembre, El Día aportó datos sobre el
atacante. Aparentemente, el hombre dejó en su huida un
sombrero y una caja con ropa de mujer. La pesquisa del
diario indicaba que la ropa la había encargado un allega-

2
Half de Sportivo Palermo y Boca. Una lesión lo obligó a retirarse muy
joven. Fue entrenador de Boca desde 1931 a 1937 y luego de muchos
clubes de Primera División y del Ascenso. Jugó 11 partidos en la
Selección argentina.

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do al futbolista rosarino Florencio Bearzotti3 en una tien-
da de la Ciudad Vieja y que otro individuo, supuestamen-
te el agresor, la había retirado. Desde allí, este último, con
dos acompañantes, se dirigió a la zona del hotel Colón
momentos antes del incidente. Se lo describe como alguien
de baja estatura, vestido con ropas de color oscuro y una
gruesa cadena de oro de la cual pendían tres o cuatro
medallas del mismo metal. Asimismo se afirma que en su
conversación “tenía marcado acento boquense, esto es,
un dejo genovés”.
En la Argentina el incidente también tuvo repercu-
sión y La Nación publicó: “El herido parece que es uno de
esos fanáticos que, para mal del sport, no faltan en estos
certámenes”, e incluso “se dice que se lo vio hablar con
varios jugadores argentinos”. Lo cierto es que el asesino
huyó de territorio oriental porque conocía a varios futbo-
listas argentinos y fue ayudado por ellos. Uruguay envió
al ministro del Interior argentino, el doctor Gallo, un pedi-
do de captura. Según El Día, fueron detenidos varios hom-
bres, pero después se los dejó en libertad.
Sin embargo, lo más espectacular fue la pesquisa de
la policía uruguaya, al mando de su jefe, Juan Carlos
Gómez Folle, que terminó atrapando a José Lázaro
Rodríguez alias El Petiso, conocido hincha de Boca, que
vivía en Ministro Brin 1137. El 4 de noviembre apareció en
el diario Crítica una foto de una cena en el restaurante El
Trapo, propiedad del arquero Américo Tesoriere, a la que
habían concurrido varios jugadores y simpatizantes. Con
esa foto, Gómez Folle logró identificar al asesino a través
de testigos en Uruguay. Mandó a un agente a la
Argentina, quien, haciéndose pasar por un buscavidas,
consiguió el negativo de la foto en Crítica, hizo copias y

3
Florindo Bearzotti, half de Belgrano de Rosario. Jugó la Copa América
de 1919, 1921 y 1924. Disputó 15 partidos en la Selección argentina.

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pidió la dirección de todos los que aparecían en ella para
vendérselas. Así llegó a identificar a José Lázaro Rodrí-
guez, a quien logró ubicar el jueves 24 de noviembre, a las
16.30. Enseguida dio parte a las autoridades argentinas y,
el 26 de noviembre, Rodríguez fue llevado ante un juez;
de ahí pasó a ocupar una celda en la cárcel de Villa
Devoto, donde permaneció detenido por lo menos duran-
te un año y medio, pero nunca fue deportado a Uruguay.4
A medida que se aproximaba la llegada del profe-
sionalismo, en 1931, los hechos de violencia se fueron
agudizando. Tanto es así que la revista La Cancha, dirigi-
da por Ricardo López Pájaro, el padre del comentarista
deportivo Julio Ricardo, hizo toda una campaña contra la
violencia en las canchas. Meses antes del arranque del
fútbol profesional, el 18 de octubre de 1930, La Cancha
publicó una nota titulada “Hay que acabar con los exce-
sos de la hinchada”. Uno de sus párrafos destacaba: “Y
esta furia no es nueva. Es de siempre. Estas reacciones
ante el juego eran terribles. Peores que ahora. Lo que
pasa es que actualmente los menores incidentes de las
canchas tienen extraordinaria difusión. Todos los diarios
se ocupan extensamente y por lo menudo de los partidos
dominicales. Hace años no ocurría así y es por ello que las
mayores tropelías se cometían casi en el anónimo. Hace
tiempo, un referee, después de ser apaleado hasta que-
dar desmayado, fue llevado por los partidarios de cierto
club de segunda, hasta las vías del tren, donde se le colo-
có con la filantrópica intención de que le pasase el tren

4
Estos últimos datos fueron revelados en una reciente nota del perio-
dista uruguayo Alejandro Pérez, publicada en el diario El País, de
Montevideo, el sábado 1º de abril de 2006. Entre las fuentes consulta-
das, Pérez destaca la Memoria de la Policía de Montevideo para el ejer-
cicio de 1923-1926, que Juan Carlos Gómez Folle redactó y publicó en
1927. Hasta la aparición de este artículo, en medios argentinos y uru-
guayos que rescataron esta historia siempre se pensó que el crimen
había quedado impune.

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por encima. Y si no es por dos cronistas deportivos de un
diario de la tarde, aquel hombre estaría ya en la tranqui-
la categoría de cadáver. Otra vez, en un pueblito del Sud,
llevado el referee arteramente después del partido a
tomar unas copas, fue golpeado por sorpresa y, desvane-
cido, se le condujo a un sótano que existía en el negocio,
donde se le encerró y se le tuvo veinticuatro horas a pan
y agua, dándosele la libertad después, sólo bajo la pro-
mesa de no decir una palabra de lo sucedido a la policía,
promesa que fue arrancada con suaves amenazas de ase-
sinato”.
Ya en pleno profesionalismo, se sucedían los hechos
de violencia. Así, en 1932, en un partido entre River y
Racing, hubo un disturbio en la tribuna, donde murió un
espectador y muchos resultaron heridos; en 1944, un
tumulto en las boleterías de River provocó la reacción de
la policía y dejó un saldo de seis muertos; en 1946, luego
de un partido entre Newell’s y San Lorenzo, fanáticos
rosarinos intentaron colgar al árbitro Cossio. En 1960, en
la cancha de Argentinos Juniors, un hincha de Boca hirió
con un cuchillo al jugador Roque Ditro. La revista El
Gráfico, del 5 de octubre de 1960, tituló así lo que pasó
en la vieja cancha de La Paternal: “Era atómica: era de
retroceso moral”. Argentinos y Boca nunca más volvieron
a jugar allí hasta el 2004, luego de la remodelación del
estadio, ahora denominado Diego Armando Maradona.
La tragedia de la Puerta 12, en el estadio Monumental,
ocurrió en 1968 y allí murieron 71 hinchas, que tras una
avalancha se encontraron con la puerta cerrada y pere-
cieron aplastados al intentar huir.
Desde 1931 hasta marzo de 2006 ocurrieron 196
muertes vinculadas con el fútbol. En muchos casos estuvie-
ron involucradas las fuerzas de seguridad, que, en plena
tarea de represión, se excedieron criminalmente. También
hubo emboscadas, como la que sufrieron dos hinchas de
River, que fueron asesinados en La Boca, después de un clá-

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sico disputado en La Bombonera el 30 de abril de 1994. En
aquella ocasión, por primera vez un grupo importante de la
ya organizada barra brava de Boca, denominada La Doce,
fue condenado a cadena perpetua y otras penas menores.
En 1985, el entonces senador radical Fernando de la Rúa fue
el principal promotor de la ley 23.194/85, sobre espectácu-
los deportivos. Años después, ya durante el gobierno de
Carlos Menem, el senador por Entre Ríos Augusto Alasino
propició algunas medidas más drásticas contra los violentos.
Desde entonces se han aplicado esas leyes, y muchos hin-
chas fueron condenados, pero el fenómeno de la violencia
en el fútbol no ha podido ser erradicado.
El sociólogo Juan José Sebreli, en el libro Fútbol y
masas, comenta: “Los actos de violencia y brutalidad reali-
zados frecuentemente por las masas sólo son duraderos y
sistemáticos cuando son encabezados por minorías o por
individuos que ejercen la violencia por delegación y termi-
nan, además, por ejercerla sobre las propias masas que
dicen representar, cuando los objetivos de la violencia
están conseguidos, y el desborde es peligroso. Todos los
crímenes de las mayorías dirigidas deben, por lo tanto,
anotarse en la cuenta de las minorías dirigentes”. Con
otras palabras, en La Cancha (18 de octubre de 1930), el
periodista Bruno lo había dicho en un lenguaje más senci-
llo: “Para que esto concluya, haría falta una acción conjun-
ta de las autoridades policiales, de las de los clubs y de los
faraones de la Asociación Amateurs. Naturalmente, conta-
mos con dirigentes de clubes que suelen ser los peores hin-
chas y los que toman la iniciativa cuando de fajar a un árbi-
tro se trata. Por eso es que hay que comenzar por depurar
el personal dirigente de los clubes, donde están siempre ni
los socios más ponderosos ni los más cultos, sino los hinchas
más decididos y audaces que han demostrado más ruidosa
y terminantemente su amor por los colores”.
En 2006, el mundo del fútbol se escandalizó cuan-
do por televisión, en vivo y en directo, se pudo ver cómo

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un hincha de Colón, en la tribuna durante un partido con
River, intentaba acuchillar a otros barras. Y, luego, cómo
otros integrantes de la barra santafesina intentaron ayu-
darlo para que la policía no lo atrapara, algo que final-
mente se logró. Un jugador comentó: “Nunca vi una cosa
igual en una cancha”. ¿Nunca?

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