Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
PANES Y PECES
www.salterrae.es
http://www.solidaridadobrera.org/ateneo_nacho/biblioteca.html
Dorothy Day
Peter Maurin
CONTENIDO
Introducción
Prólogo
PRIMERA PARTE. LOS INICIOS SON SIEMPRE APASIONANTES
I. Alguien llama a la puerta
II. El periódico de todos
III. Casas de acogida
IV. Granjas comunitarias
V. Los años de la guerra
SEGUNDA PARTE. POBREZA Y PRECARIEDAD
VI. Los rostros de la pobreza
VII. Humillados y ofendidos
VIII. Los niños nacen siempre con un pan debajo del brazo
TERCERA PARTE. LOS QUE TRABAJAN JUNTOS
IX. Peter Maurin, personalista
X. Retrato de un profeta
XI. Mis directores espirituales
XII. Los redactores también cocinan
CUARTA PARTE. COSAS QUE PASAN
XIII. ¿Qué ha sido de Anna?
XIV. Los Bodenheims
XV. Visitantes extraños, visitantes distinguidos
XVI. La cura del síndrome de abstinencia
QUINTA PARTE. EL AMOR EN LA PRÁCTICA
XVII. A una manzana del Bowery
XVIII. La granja «Peter Maurin»
XIX. Nuestro día
INTRODUCCIÓN
Pero una vida así también tiene sus recompensas. No son las
que muchos de nosotros esperaríamos o desearíamos, pero
tenemos que mencionarlas. Dorothy Day nos hace saber una y
otra vez que para ella las satisfacciones de una vida de entrega
(y libre elección) han sido ciertamente cuantiosas. Después de
todo, ella y sus colaboradores también conocieron situaciones
de necesidad, y al dar de comer y vestir a otros intentaron
conciliar su fe religiosa con una intimidad respetuosa de la
persona. Y una nueva ironía: a los ojos de Dios, no de
Mammón, uno responde a la situación apurada ajena desde la
propia. En conjunto, las parábolas de Cristo, sus agudas y
enormemente exigentes analogías, símiles y metáforas, nos
instruyen y avisan, pero también señalan una dirección;
dirección que Panes y peces documenta; dirección que algunos
de nuestros compatriotas, ciudadanos de la Norteamérica del
siglo XX, eligieron libremente. Los habitantes de este país
hemos recibido múltiples bendiciones de la naturaleza y la
historia. Y, me atrevería a decir, que también hemos sido
bendecidos por Dios, no en el sentido trivial de la fórmula «Dios
bendiga a América», sino en el sentido concreto de que nos ha
dado una vida singular y especialmente honorable: la vida de
un peregrino cristiano. El cuerpo de Dorothy Day ha
desaparecido, sí, pero su alma se deja sentir todavía en
nosotros: en las «obras» que ayudó a poner en marcha y de las
que seguimos gozando, y no menos en sus palabras, tan
luminosas y apasionadas, tan identificadas con las de Cristo,
como en Panes y peces.
PRÓLOGO
Vivía con un hermano mío menor que yo, John, y con Teresa,
su esposa, que es hispana. Nuestra cocina daba a un patio
interior en el que no había ningún ailanto –ese árbol duro y
esquelético que he mencionado–, pero sí higueras
cuidadosamente cultivadas y conservadas por unos italianos
que las envolvían en paja seca y arpillera para protegerlas del
frío durante el invierno. En verano los árboles daban fruto.
Había melocotoneros, setos de aligustres altos como árboles e
hileras de la flor de santa Lucía. Las petunias y las caléndulas
nos proporcionaban una pequeña nota de color, y también una
deliciosa fragancia cada vez que la lluvia limpiaba el aire y
eliminaba los olores procedentes de las cocinas de la vecindad.
Peter venía un día tras otro. Me traía libros para leer y sus
últimos y esmerados escritos. Desde aquel momento en
adelante mi aprendizaje no tendría fin.
Tal vez era demasiado utópico para mi gusto; tal vez estaba
molesta porque las mujeres no aparecían en la descripción de
una casa de acogida, respecto de la cual Peter decía que un
grupo de hombres viviría bajo la dirección de un sacerdote.
Mary le replicó:
«¡Eso demuestra que es un gran demócrata!».
«En primer lugar –solía decir Peter–, hay que perder la vida
para salvarla. La pobreza voluntaria es esencial. Vivir como
pobre, empezar como pobre, acometer una empresa incluso
con pocos medios, es equivalente a poner en marcha la
«revolución verde».
«San Francisco de Asís opinaba que elegir ser pobre era tan
magnífico como casarse con la chica más bella del mundo.
Parece como si la mayoría de nosotros pensara que la dama
Pobreza es una chica fea, y no la bella joven de la que habla san
Francisco. Y, como pensamos así, nos negamos a dar de comer
a los pobres con nuestros bienes superfluos. En lugar de ello,
dejamos que los políticos alimenten a los pobres actuando
como rateros que pagan a unos con lo que roban a otros».
POBREZA Y PRECARIEDAD
VI. LOS ROSTROS DE LA POBREZA
«¿Qué te ha ocurrido?».
Anna era una mujer bajita que arrastraba los pies al andar.
Tenía un rostro ancho y plano, una boca grande y sonriente y
algunos pelos en la barbilla. Empezó a visitarnos cuando
vivíamos en Mott Street. Durante mucho tiempo se limitaba a
arrimar la nariz a la puerta y pedir pan y café, pero no entraba
en la casa. Cuando nos mudamos a Chrystie Street, Anna nos
siguió con la caja de cartón marrón en que guardaba todas sus
pertenencias y que ataba con una cuerda gruesa para poder
arrastrarla tirando de ella. Normalmente llevaba puestos varios
vestidos y varios abrigos. Según el tiempo que hacía, se quitaba
una o varias capas. La vanidad de Anna sólo se ponía de
manifiesto en el estilo de su tocado. Siempre se envolvía la
cabeza con extrañas piezas de seda de múltiples colores, a
modo de fantásticos turbantes. Una vez apareció con la cabeza
envuelta en una pieza de lencería femenina de brillante color
melocotón; amablemente, la persuadimos de quitársela.
Cada día, a las doce y media, una campana nos llama para
rezar el rosario en la sala de lectura de Chrystie Street. Los que
quieren se reúnen para orar juntos por la paz en el mundo. A
veces, madres e hijos que han venido a buscar ropa son
sorprendidos allí mientras esperan. Si les apetece, participan en
la oración, o simplemente permanecen sentados. Slim continúa
meciéndose, con un puro en la boca, si es que ha conseguido
alguno. No obstante, la actitud general es de reverente
atención. Algunos están sentados muy derechos; otros
arrodillados o en cuclillas sobre una silla, en posturas extrañas y
grotescas.
Una mujer corpulenta con una celda para ella sola estaba tan
incómoda en el estrechísimo catre que tenía para dormir que lo
sujetaba a la pared con una cadena de hierro, extendía una
manta en el suelo de cemento y se echaba a dormir.
«Aquí nos tratan como animales –me dijo una chica–, así que
¿por qué no portamos como animales?». Sin embargo, los
animales no son capaces de generar la indecible suciedad
verbal que caracteriza la conversación de las reclusas. Así que,
en cierto modo, estas reclusas son empujadas a vivir por debajo
del nivel de los animales. Sólo puedo dar una mínima idea de la
obscenidad que inunda cada hora, cada día, la vida de una
prisión. Gritos, improperios, desafíos a las guardianas y de unas
a otras, expresados de estos modos, resonaban en las celdas y
los pasillos incluso de noche, mientras yo, aferrada a mi rosario,
trataba de rezar. Los ruidos son, tal vez, la mayor tortura de la
cárcel. Perforan los oídos y aturden la mente. Cuando me
pusieron en libertad, tardé al menos una semana en
recuperarme de todo ello. La ciudad me parecía silenciosa. En
mi mismo corredor, a cierta distancia, había una mujer polaca
fuerte y sana que debería haber utilizado su gran vitalidad en
criar hijos en vez de disiparla en la prostitución y las drogas.
Solía poner la cabeza entre las manos y gritar. Incluso para ella,
los ruidos eran un suplicio, a pesar de que, casi sin saberlo, era
una de las mayores agresoras. De noche, cuando se ponía a
contar a voz en grito sus obscenas historias, su voz resonaba de
celda en celda. «Pero este lugar no fue hecho para vivir en él
–decía, señalando los barrotes de hierro, el cemento y las
paredes–. Los techos son demasiado bajos, y los sonidos
retumban en todas partes».
Una de las chicas añadió: «Yo tuve que limpiar esas celdas».
Supongo que las llaman «tanques» porque no tienen muebles y
se pueden regar con una manguera. La «nevera» es la celda de
castigo, y hay varias en diferentes plantas. Las reclusas rebeldes
permanecen aisladas durante cortos períodos, hasta que se
«enfrían».
Tal vez cueste creer que durante los dos últimos años en el
Centro de Detención han muerto veinte chicas a causa del
síndrome de abstinencia, como denunciaba una reclusa. Pero
en el New York Times y en otros periódicos neoyorquinos se
han publicado historias horrendas. Una joven drogadicta
contaba la historia de una chica que murió en la celda después
de que su compañera llamara insistentemente a la funcionaría
para que atendiera a la chica enferma. Cuando la doctora llegó
finalmente horas después, tras la apertura de las celdas, la
joven había muerto. Dos reclusas se abalanzaron sobre la
médico y le metieron la cabeza en la taza del retrete, mientras
otra hacía correr el agua con intención de ahogarla. «Desde
entonces, la cabeza le temblaba como si tuviera perlesía», decía
otra chica con macabra satisfacción.
EL AMOR EN LA PRÁCTICA
XVII. A UNA MANZANA DEL BOWERY
Que ya es algo.
XVIII. LA GRANJA «PETER MAURIN»
«¿No lo aceptaron?».