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¿«Autoritarismo blando» o

«prosperidad planificada»? Un
informe sobre Singapur
Singapur, un pequeño estado en el extremo de la península
de Malasia, con una población de algo más de cuatro
millones de habitantes, es visto por muchos como un
paraíso asiático. Rodeado de países pobres con ciudades
superpobladas, barrios marginales y tasas de delincuencia
en aumento, la riqueza, limpieza y seguridad de Singapur
hacen que los europeos se sientan allí como en un parque
temático más que en un país.

Desde su independencia de Malasia en 1965, Singapur ha


sorprendido al mundo con su crecimiento económico. Antes
de la crisis de los mercados asiáticos, la economía estaba
en continua expansión y la renta per cápita era equiparable
a la de Estados Unidos. En Singapur, la delincuencia, el
desempleo o la pobreza infantil no son problemas tan
graves como lo son en Estados Unidos o muchos países
europeos. En Singapur tampoco hay embotellamientos de tráfico, pintadas en los trenes subterráneos, ni basura en las calles.

La clave de todo esto está en la omnipresente intervención del gobierno, que promueve una moralidad tradicional y regula casi todos
los aspectos de la vida. El Estado posee y gestiona la mayor parte de las viviendas del país y controla muchas empresas. Ha
establecido incentivos fiscales para el control de la población y la educación. Con el fin de mantener el tráfico bajo control, el gobierno
ha establecido unos impuestos muy elevados sobre la compra de los automóviles. Un coche normal cuesta en torno a 25.000 libras
esterlinas.

Singapur apareció en los titulares de los medios de comunicación mundiales en 1994, cuando el gobierno acusó de vandalismo a
Michael Fay (un joven norteamericano), al que condenó a ser golpeado con un látigo: un castigo que es ilegal en la mayoría de los
países occidentales. Las leyes de Singapur permiten a la policía detener a las personas sospechosas de haber cometido un delito
sin explicar los motivos de la detención, y castigan con la horca el tráfico de drogas.

El gobierno ha declarado fuera de la ley a algunos grupos religiosos, incluidos los testigos de Jehová, y prohíbe terminantemente la
pornografía. Incluso se penaliza con una multa elevada el fumar en espacios públicos. Para asegurar que las calles permanecen
limpias, el estado prohíbe comer en el suburbano, impone cuantiosas multas por tirar cosas al suelo y no permite la venta de chicle.

En términos económicos no resulta fácil clasificar a Singapur según las categorías clásicas. El control por parte del gobierno de
sectores clave de la economía, la televisión, el servicio telefónico, las compañías aéreas y los taxis, es típico de los países socialistas.
Sin embargo, a diferencia de aquellos países, en Singapur las empresas controladas por la administración funcionan de manera
eficiente y aportan beneficios elevados. Pero Singapur tampoco es un país socialista. Su cultura capitalista celebra el crecimiento
económico (alertando al mismo tiempo a sus ciudadanos contra los peligros del materialismo desmesurado), lo que explica que
cientos de empresas multinacionales operen allí.

El clima político de Singapur es tan difícil de clasificar como su modelo económico. Los ciudadanos sienten la presencia del estado
de modo mucho más intenso que los europeos. Un partido único, Acción Popular, ha gobernado el país sin oposición desde su
independencia hace 30 años.

Está claro que Singapur no es un país democrático. Ello, no obstante, muchas personas que viven en esta próspera nación parecen
contentas e incluso entusiasmadas. Lo que el sistema político de Singapur ofrece a sus ciudadanos es una especie de contrato
relativamente sencillo: a cambio de una estoica obediencia al gobierno, la población es recompensada con seguridad y prosperidad.
Muchos autores sostienen que el sistema político de Singapur es un «autoritarismo suave», que sofoca el disenso y otorga al
gobierno un enorme margen para controlar la vida de los ciudadanos. Ciertamente es un estado autoritario, pero muchos ciudadanos
de Singapur saben de las penurias y dificultades de los habitantes de los países vecinos, por lo que no les cuesta mucho aceptar
los términos de aquel contrato.

●Fuente: adaptado de Branegan, 1993

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