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Ilustración de Eva Vázquez

Si Betty Friedan, la pionera del feminismo en Estados Unidos, pudiera desde el


más allá pasar revista a los hábitos de Facebook de las treintañeras, me temo que
se sentiría muy desilusionada de nosotras. Me refiero a las mujeres que usan
fotografías de sus hijos y no de ellas mismas como imagen principal de sus perfiles
en Facebook. Uno hace clic en el nombre de una amiga y no se encuentra con una
fotografía de su cara, sino con una durmiente rubia de cuatro años o un infante de
sombrero corriendo por la playa. Aquí, inofensivamente inserto en nuestra forma
de procrastinación favorita, se halla un potente símbolo del nuevo siglo. ¿Adónde
se han ido estas mujeres? ¿Qué nos dicen nuestros bebés Facebook, podría
preguntarse un solemne historiador del futuro, acerca de “la construcción de la
identidad femenina” en este momento particular de la historia?

Muchas de estas mujeres trabajan. Muchas están en clubes de lectura. Muchas


están involucradas en alguna causa o tienen intereses que las obligan a salir de
casa. Pero es así como escogen representarse. Puede parecer una decisión trivial,
pero la idea de Facebook es justamente la creación de una imagen pública, una
imagen de quiénes somos que se proyecta en cientos de dormitorios y cafés y
oficinas a lo largo del país. ¿Por qué habría de ser una imagen de otras personas,
por más estrechamente ligadas que estén a nuestra vida, genéticamente y también
en otros sentidos? La decisión parece constituir un retiro a formas más antiguas
de la identidad, a un tiempo en que las chicas recién graduadas de Vassar perdían
la cabeza entre aspiradoras y areneras. Lo cual no significa que yo no entienda la
tentación de poner en Facebook una foto de nuestro hermoso hijo. La entiendo
bien. Después de todo, eso nos libera de la responsabilidad de vernos
razonablemente bien en una foto, así como de la insoportable obligación de ser uno
mismo. A ese niño de tres años le gusta estar frente a una cámara. Pero aun así...

Estas fotos de Facebook son síntoma de una autoeliminación más amplia y


ominosa, un progresivo estrechamiento de los mundos. Piense en la comida a la
que acaba de asistir, y en esa amiga que escribió su tesis de grado sobre Proust y
que a los veinte años solía beber hasta las cinco de la mañana, una mujer brillante
y exitosa. Piense cómo durante la comida entera, desde las aceitunas hasta el
mousse de chocolate, no hizo otra cosa que hablar de sus hijos. Ya que usted la
quiso mucho, se quedó esperando a que hablara de... ¿De qué? ¿De un libro? ¿Una
película? ¿Algo que vio en las noticias? Es verdad que su conversación sobre niños
fue muy detallada, y muy impresionantes el rigor, la profundidad analítica y la
energía que aportó al tema; es inevitable pensar que podría escribir una disertación
entera sobre el efecto preciso del estilo pedagógico de cierto profesor en su niño de
cuatro años. Pero aun así...

Entonces usted se da cuenta de que en otra esquina de la mesa, más animada, los
hombres no hablan de modelos de cochecitos. De hecho, la escena podría ocurrir
en una novela de Austen o Trollope, donde los hombres se han retirado a una
habitación distinta para beber brandy y hablar de las noticias o de política. Usted
regresa a la conversación y la mujer está hablando de lo que le pone a su hijo en
la lonchera. ¿Somos todas esa mujer en algún momento? Hablar un rato de los
niños está bien, claro, ¿pero no hubo un tiempo en que nos interesaban también
otras cosas?

El misterio de todo esto es que la mujer que pone a su bebé en Facebook


seguramente ha leído Mística de la feminidad, o El segundo sexo, o El mito de la
belleza, o ha visitado las páginas de DoubleX o Jezebel. No desconoce los términos
de la más reciente ola de feminismo, y sin embargo esta manera de anularse, esta
voluntaria pérdida de su ser, le sale con naturalidad. Les presento a mi bella
familia, parece estar diciendo: yo ya no importo.

Tengo una amiga cuya hija usó durante demasiado tiempo unos squeaky sneakers.
Aquellos tenis emitían con cada paso un chillido que, para el oído adulto, resultaba
increíblemente irritante. Una vez le pregunté a mi amiga por qué los aguantaba, y
ella dijo: “¡Porque a ella le gustan!”. Imaginemos lo que se siente estar en esta nueva
generación y descubrir, con cada chillido de los tenis, que Galileo estaba
equivocado: el centro del universo no es el sol, ¡eres tú!

No puedo evitar pensar que nuestros padres no hubieran tolerado nunca


los squeaky sneakers, ni tampoco las conversaciones que giran enteramente
alrededor de los niños. Nos amaban tanto y con tanta pasión como nosotros a
nuestros hijos, pero tenían sus propias vidas, según lo recuerdo, y nosotros nos
manteníamos jugando en los márgenes. No planeaban los días del fin de semana
exclusivamente alrededor de un concierto infantil, o de clases de pintura o de piano
o fiestas de cumpleaños.

¿Por qué, se preguntarán muchos, nuestros hijos no juegan solos? ¿Por qué
carecen de los recursos íntimos que a nosotros nos parece recordar vagamente de
nuestra propia niñez? La respuesta es clara: porque, con las mejores intenciones,
nos hemos dedicado más de lo necesario a la educación, al entretenimiento y la
formación general de nuestros niños. Porque hemos dejado que se deteriore la idea
de una vida adulta independiente, de permitirles a los niños que imaginen un lugar
para sí mismos, en sus habitaciones, sobre las alfombras, en nuestros jardines,
por su cuenta.
Facebook, por supuesto, trafica con el exhibicionismo: es una manera de presentar
la vida, o al menos esos lados de la vida que uno escoge cuidadosamente para el
mundo exterior, para su exhibición. Nuestros hijos son logros importantes, y acaso
el más importante de los logros, pero eso no quiere decir que sean lo que uno es.
Podría argumentarse, por supuesto, que la vanidad de las generaciones más
jóvenes, con sus posts acerca del té que se están tomando, representa una forma
de narcisismo aún peor o más siniestra. Pero esta forma particular del narcisismo,
estos querubines de los que se echa mano para crear una imagen de uno mismo,
para mí es más perturbadora debido a la verdad que nos dice. La ecuación
subliminal está clara: yo soy mis hijos.

Facebook se inventó para una generación joven, por supuesto. Se presta


naturalmente a extraños que se encuentran en fiestas, a coqueteos de bar. Parte
de lo que resulta perturbador de esta sustitución es cómo clara y deliberadamente
ha subvertido su propia finalidad: esta generación se vacía de toda sexualidad
poniendo la cara inocente de un niño en lugar de una mujer atractiva. Telegrafía
un sentimiento de incomodidad con el más mínimo nivel de vanidad. Como llevar
tenis todos los días u olvidarse de cortarse el pelo, es una manera de ser desaliñado
o invisible, y refleja una cierta cultura maternal en la cual es casi cuestión de
orgullo ver cuán poco queda de aquella personalidad saludable, mundana,
comprometida y vanidosa.

¿Y si las páginas de Facebook fueran solo el comienzo? ¿Y si enseguida vinieran


los pasaportes y las licencias de conducir? ¿Y si de repente las caras de una
generación entera desaparecieran, y en su lugar quedaran solo bebés sonrientes?
¿Quién llorará a estas mujeres desaparecidas, y cuándo podrá Betty Friedan
descansar en paz?

ACERCA DEL AUTOR

Katie Roiphe

Es autora de varios libros, entre ellos 'Uncommon Arrangements' e 'In Praise of


Messy Lives'.

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