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País de Edmundo
Por
PREÁMBULO
Los siete jóvenes se la pasaban deambulando por las áridas tierras de una
de las islas españolas al noroeste del continente africano. Siendo huérfanos, la
necesidad de sobrevivir había terminado por unirlos como a una sola familia;
con diferencia de pocos meses y con apenas veintitrés años se transformaron
en diestros pescadores y marinos. La educación que recibieron, entre tirones
de orejas y garrotazos, se limitaba a leer y escribir, entendían muy poco de
números y cuentas. Solo la historia, la geografía y el arte de la cartografía se
les antojaban fascinantes.
El futuro incierto que les esperaba llenaba de desesperanza y pesar sus
corazones. La isla, como una cárcel sin barrotes, con aquel horizonte infinito
abierto al mar, simulaba una puerta de salida ante la incertidumbre que se
vivía en la región. Los viejos libros de historia del Padre Bonifacio les
mostraron el mundo más allá de aquellas rejas. La barbarie de la guerra la
sentían de tiempo en tiempo cuando, dejados a morirse, llegaban a la costa
grandes barcos con su carga de lisiados y enfermos. Poco tiempo atrás, las
Islas de Cuba, Puerto Rico y Las Filipinas, habían dejado de ser españolas, El
Imperio había entrado en crisis y arrastraba a los isleños con él. Crecieron
viendo y viviendo de las miserias y la hambruna que se extendía por todas las
islas del archipiélago.
De aquel grupo de jóvenes de la isla, Mundo era el más bajo en estatura,
blanco, ojos azules, pelo castaño, complexión delgada y rostro casi lampiño,
siempre estaba optimista y alegre, tenía respuestas para todo. Lencho, altísimo,
pelo negro rizado, moreno, ojos negros, hablaba hasta por los codos; Crisanto,
de cabello abundante y rojizo, ojos verdes y de buena constitución física, no se
andaba con rodeos para decir las cosas. Esteban y Ángel, primos lejanos, eran
los líderes, parcos en palabras y diligentes en sus planes, ambos delgados, ojos
y pelo castaños, piel blanca tostada por el sol, se destacaban por su seriedad.
De ellos surgió la idea de una embarcación, la cháchara de Lencho ayudó a
cuajar la idea. Ángel miraba a Agapito cuando Esteban decía:
—Los muertos son los invisibles, no los ausentes.
Agapito era el menos agraciado del grupo, fuerte como un toro, de piernas
ligeramente arqueadas, manos grandes, ojos pardos y barba muy cerrada, casi
no hablaba. Tabito parecía un viejo, refunfuñaba por cualquier cosa, conocía
de pesca más que cualquiera en la isla, también trabajaba la madera y las redes
con gran habilidad, autodidacta por naturaleza, todo lo aprendía viendo; tenía
ojos azules como el añil, tez pecosa y blanca.
Agapito al escuchar a Ángel, sabía que aquella frase, “los muertos son los
invisibles, no los ausentes”, estaba escrita en la pared de la Sacristía del
pueblo, el Padre Bonifacio la utilizaba cada vez que daba una misa de cuerpo
presente. Por primera vez, en una de las muchas tertulias que habían tenido en
la ranchería, se emborracharon en ideas y discusiones, un estado de febril
angustia y desasosiego comenzó a llenarlo todo. Se sentían perdidos en la
desesperación de querer y no poder cambiar lo que estaba ante ellos, lo fácil
de hacer las cosas si realmente se quieren hacer, las oportunidades
desperdiciadas en decisiones inútiles, sentían que España los había
abandonado.
Cuando Esteban y Ángel hablaron de las embarcaciones y Lencho
comenzó a hablar hasta por los codos, la palabra “huir” se pronunció como al
descuido, aplacando los miedos y liberando las culpas. Esa noche, sin tapujos
y sin rodeos, comenzaron a hacer planes. Mundo los miraba con una sonrisa al
decir:
—Aquí estamos en El Confesionario, entremos en confesión.
Buscaron una razón para quedarse en la isla. Sobraron los motivos para no
seguir en ella, se miraron los harapos desgastados, el calzado inexistente, la
ranchería que les servía de vivienda, el pequeño pueblo que moría a una hora
de camino, más lejos aún, otro pueblo galopando a la ruina, un gentío
alimentándose de viejos recuerdos y tiempos mejores que por los vientos que
soplaban no volverían, la mendicidad campeaba por doquier. —El futuro tiene
que estar en otra parte —decían —se hace necesario salir, buscar nuevas
oportunidades.
Por años los isleños se habían estado marchando, como si estuvieran
huyendo; una diáspora lenta y progresiva, alentada por la incertidumbre y la
miseria, los había llevado lejos.
—Todos tienen un destino, pero no todos deciden seguirlo, nosotros
buscaremos el nuestro —decía Ángel.
—La huida nos toca ahora a nosotros, comenzaremos a prepararnos y que
Dios nos ayude —concluyeron.
La goleta aunque había aparecido en el siglo XVIII y ya prácticamente no
se construían, tenía características funcionales parecidas al bergantín, del que
se diferenciaba principalmente por su aparejo.
Las goletas requerían poco personal para navegar, aquellas solían ser de
menor desplazamiento que los bergantines, también las construyeron de más
tonelaje para la navegación entre continentes, en algunos casos, constaban
hasta de tres palos.
Después de varias visitas a La Sacristía y al examinar los planos y dibujos
de distintas embarcaciones, los jóvenes llegaron a la ranchería más animosos
que de costumbre.
—La goleta, definitivamente, tiene que ser la solución. Tabito, será quien
la diseñará y la construiremos entre todos —conversaban reanimados.
Tabito comenzó a trabajar en ello y concluyó que la goleta de dos palos y
doce metros de eslora era lo mejor que podían hacer, tendría un camarote y
una bodega para las provisiones.
—La huida de la isla la haremos sin tocar ninguna costa para buscar
suministros, no tenemos ni donde caernos muertos, solo contamos con nuestra
capacidad para trabajar —decían.
—Saldremos a escondidas, clandestinamente llegaremos a nuestro destino,
solo necesitamos el medio de transporte y los víveres, los alimentos para un
viaje de dos o tres meses los buscaremos en la isla —concluyeron.
Había un viejo dicho que desconocían: “Si quieres hacer reír a Dios,
cuéntale lo que quieres”. Transcurrieron muchos meses desde que hicieron reír
a Dios a carcajadas. La pesca de subsistencia y la construcción de la goleta los
mantenía ocupados y animados, de vez en cuando se acercaban al poblado
para buscar suministros, cambiaban todo por pescado, la ranchería nunca
quedaba sola. Si en el pueblo sabían lo que estaban por hacer, nadie les dijo
nada o se ocupó en decírselos. Ángel tan solo comentaba:
—A nadie le importamos.
La tarde de un día cualquiera de Agosto, al buscar madera en los cerros,
los jóvenes alcanzaron a ver el barco que traía un circo. El pueblo alborotado
salió a mirar y se tropezaron con caballos amaestrados, elefantes, leones, tigres
y payasos que recorrerían la isla.
Al ver aquello, Mundo escondió la sonrisa y dijo con rabia:
—Para alejar la miseria y el hambre no necesitamos un circo.
La llegada del barco rompió la rutina por muy poco tiempo, a los viejos
malhumorados y desdentados no los hacían reír los payasos, a los niños
tampoco. El circo terminó por irse, en su partida iba dejando a su paso aquello
que ya no les era útil. El grupo del Confesionario, guiados por Tabito, los
siguió semanas enteras; por caminos que no eran tales, arrastrándose entre
piedras y dunas, empujaron hacia la ranchería todos los aparejos abandonados
que creían necesarios para salir de la isla. Escudriñaron los cerros y montañas,
hasta conseguir la madera suficiente con la cual construir la pequeña
embarcación. La ranchería, aquel hogar para la tertulia y el reposo, se
convirtió en el astillero para buscar un sueño.
**
Con los escasos materiales y herramientas de que disponían: Baúles viejos,
la inmensa carpa multicolor que abandonara el circo, sogas, clavos, alcayatas,
pedazos de hierro, barriles, martillos, machetes y hachas, se dieron a la tarea
de ir levantado el armazón de aquel pequeño navío.
Vivían encaramados en los horcones de soporte y las escaleras laterales
que levantaron a propósito de poder ir aparejando la madera en la
embarcación. La amalgama que hicieron, para cubrir grietas y filtraciones,
consistía en un emplasto que, según Agapito, no lo quitaba nada después que
se secara. Embadurnaron toda la goleta de aquello y con un trapo fueron
quitando los grumos y terrones que quedaron. El añil que incorporaron a la
mezcla le terminó dando un color azul marino a la barca; Mundo decía que
con ese color la goleta parecía parte del océano.
—Entre el mar y el cielo no nos van a ver, pareceremos fantasmas —
indicaba riéndose.
Llegó otro noviembre más y la goleta, erguida en el astillero, soportaba los
últimos retoques para lanzarse al mar. A un lado de la proa tallaron un nombre
“La Gonzalera”, una de las tantas ocurrencias de Mundo; el circo que había
llegado a la isla tenía escrito en letras grandes y pomposas: “Los Hermanos
González”.
Después de muchos meses de trabajo y de examinar, una y otra vez, los
sucios y viejos mapas, que habían tomado de La Sacristía, al fin todo estaba
listo para partir.
Habían transcurrido dos años desde que la huida llamó a la puerta de la
ranchería.
—Colón tuvo mucha suerte, ahora entendemos el porqué de la desbandada
que se dio en el continente europeo, luego de la proeza de aquel navegante, los
europeos escapaban en busca de un mejor futuro, —comentaban entre ellos.
Dios no dejaba de reír con aquello.
No era fácil salir de la isla sin ser notados. Desde la ranchería vigilaban
constantemente la playa y desde el cerro observaban la costa; las autoridades
no le prestaban casi atención a ella, se entretenían más con el horizonte y con
los grandes barcos que de vez en cuando se acercaban. Los jóvenes habían
observado que la mejor hora para salir era la madrugada, dos o tres horas antes
de salir el sol, los pescadores se alejaban dependiendo del movimiento de los
cardúmenes de peces de la temporada.
Aquel parecía el día, los botes que salieron esa madrugada, buscaron a un
costado de la isla, Tabito despertó al grupo en la ranchería y solo les murmuro:
—llegó la hora.
Con la luna inmensa en el cielo, un firmamento pleno de estrellas y el mar
dormido de aquel 12 de Noviembre del año 1900 se prepararon para zarpar.
Grandes horcones enterrados en la arena sujetaban la estructura que
reposaba sobre enormes troncos, uno tras otro, en dirección a la playa.
La soga, gruesa y larga, atravesó la proa por el orificio que al efecto tenía
la pequeña goleta para el empuje inicial. Lencho y Tabito tomaron un extremo,
Mundo y Agapito el otro, con otra soga Ángel y Crisanto hacían lo mismo en
la popa; Esteban solo tenía que cortar con un hacha aquella que sujetaba la
embarcación a tierra.
Los grados de inclinación desde la ranchería a la playa, suficientemente
profunda, permitirían que el empujón deslizara la goleta a gran velocidad al
mar. Un solo golpe del hacha fue suficiente para que aquellos jóvenes,
atenazando las sogas, arrastraran con fuerza la barcaza.
Resoplando aún como bestias salvajes por el titánico esfuerzo, apenas
tuvieron tiempo de correr raudos tras aquel armatoste que a gran velocidad se
posó en el mar. Mundo fue el primero en recuperar el aliento diciendo:
— ¡Lo conseguimos!
Ya todos en cubierta y extendidas las velas, orientadas a babor, “La
Gonzalera” comenzó a separase de la costa desplazándose suavemente sobre el
mar tranquilo.
La noche moribunda comenzaba a darle paso al día y Mundo miró otra vez
la isla que se perdía a lo lejos. Apenas si escuchaba el fúnebre lamento de las
campanas de la iglesia anunciando con sus gemidos al viento que otro isleño
partía del mundo de los vivos. Un sinfín de pensamientos comiéndole el alma
llevó a sus ojos un torrente de lágrimas que apenas podía contener; las manos,
callosas y agrietadas, cubrieron su rostro curtido tratando de contener los
sollozos. Un nudo angustioso apretó su garganta mientras el mar se tragaba los
cerros de la isla, allá quedaba la tumba de su madre sepultada en una fosa
estrecha en un pueblo que moría. Más lejos, en otro pueblo moribundo, los
huesos de su padre se perdían en el monte que escondía la tumba.
La barca, de aspecto ruinoso, comenzó a bambolearse y Mundo levantó la
vista aferrándose al grueso madero que ayudaba a sostener las velas de parches
multicolores. Los siete ocupantes de “La Gonzalera” comenzaron a caminar de
un lado a otro estrujándose los ojos húmedos. El sol mañanero aún no bañaba
el mar y el embate de las olas demandaba que los navegantes se dedicaran a
sus faenas.
Unos y otros, pescadores de nacimiento y navegantes por obligación,
sabían exactamente lo que tenían que hacer. La pequeña embarcación fue
adentrándose al mar abierto mientras los baúles, en desorden, se deslizaban sin
amarras por la cubierta. Ángel, descalzo como todos, terminó de fijar el timón
y se agachó para tomar la cuerda que Agapito le extendía.
Al silencio, roto por el golpeteo de las olas y el crujir de los goznes de la
barca, se unía, de vez en cuando, una que otra imprecación por el descuido
inicial con la carga de la cubierta.
La bodega no la habían descuidado, Al lado del único camarote se
mantenía ordenada y firmemente amarrada la carga que les permitiría
sobrevivir en el viaje. Agua, vino, galletas, trigo, carne salada, ollas, madera,
carbón, un cajón con tubérculos y tierra para conservarlas el mayor tiempo
posible, según ellos, la comida que tenían era suficiente para tres meses de
travesía.
Escondida en la bodega llevaban una carga particular, Mundo decía que era
“exclusiva”. Ropa decente y zapatos viejos pero en buen estado para no andar
descalzos, navajas de afeitar, peines, espejos, tijeras, todo para uso personal.
Siete morrales confeccionados en lonas de cuero, identificadas con el nombre
de cada tripulante, guardaban la indumentaria que necesitarían para
desembarcar. La goleta no tenía documentos de identificación, no había
escrituras ni nada parecido que señalara a sus constructores y propietarios.
Solo una maltrecha bandera española ondeaba en el mástil y el nombre tallado
en la proa. Ninguno de aquellos jóvenes había salido más allá de lo que le
permitían los pequeños botes de remos que utilizaban en sus labores de pesca,
nunca dejaban de observar la isla, ahora no la veían, había desaparecido.
Los hijos de los González estaban por terminar sus estudios en Ingeniería
Náutica, Civil y Mecánica. El País se hundía con las decisiones
incomprensibles, según la oposición, de un gobierno que llevaba a todos al
colapso navegando hacia el caos. El “Nuevo Orden” decía:
—Nos quieren invadir.
Los bisnietos de Edmundo, después de graduarse, consiguieron convertir la
embarcación en una hermosa goleta, la bautizaron como “La Gonzalera”. No
conocieron al abuelo Edmundo, pero siempre escuchaban hablar de él. Cuando
les dijeron a sus padres que le pusieron aquel nombre a la goleta, no
entendieron al momento el motivo de las sonrisas escondidas entre ellos. Se
enteraron entonces del verdadero nombre de aquel Abuelo y el de sus amigos
de la isla, lo del nombre de la Gonzalera ya lo sabían
Las velas de tres colores permanecían recogidas en sus amarras. Ninguno
de los amigos de aquellos jóvenes estaban presentes para ver lo que habían
conseguido los González, todos se habían marchado, los padres y abuelos de
sus amigos vendieron lo que pudieron por unos centavos. El País de Edmundo
se estaba convirtiendo en un asilo de ancianos.
Los hijos de Pedro Luis y Sofía, terminada la embarcación y lista para
zarpar, miraron hacia la casa de El Cuchape que descansaba en el cerro en la
más completa ruina.
**
Los últimos descendientes de Edmundo: Agapito, Ángel, Tabito, Crisanto,
Mundo, Lencho y Esteban, hijos de Pedro Luis y Amanda, entre lágrimas de
dolor se habían despedido de sus padres allá en la casa. Observaron los
morrales amarrados a los siete salvavidas colgados en la cubierta, éstos tenían
sus nombres enmarcados en un timón. Entre lágrimas levaron anclas y
desplegando las velas pusieron proa hacia el mar abierto perdiéndose en el
horizonte.
Arriba, en el Cuchape, los padres de aquellos jóvenes observaron desde el
porche las maniobras de sus hijos en la goleta que se alejaba de la costa. Las
lágrimas que derramaron se confundieron con el hilo de agua que comenzaba a
bajar del cerro con la más espantosa lluvia que habían visto. Al rato, aquel
pequeño río arrastraba desde muy arriba piedras, troncos y palos enormes,
llevándose por delante todo lo que encontró a su paso. No hubo tiempo para
resguardarse de aquel torrente de agua. El vendaval arrastró consigo el “cuarto
secreto” del Abuelo Edmundo, destrozándolo y depositándolo en la bahía,
exactamente en el mismo lugar donde Mundo, más de un siglo antes, había
visto desaparecer su Gonzalera.
De aquel desastre muy poco se habló, los ancianos que quedaban en el
pueblo lo recordaban de vez en cuando. Las desgracias que se sucedían eran
tantas que se fueron convirtiendo en el pan nuestro de cada día. Una atmósfera
de sumisión y conformismo se respiraba en todas partes. Los militares, al
entrar en la política, se llenaron los bolsillos y al que protestaba le ponían la
bota encima o lo metían preso. El miedo y la desconfianza entre hermanos
alimentaban la impotencia y la sumisión.
La constitución, convertida en letra muerta, pisoteada por sus dirigentes,
dejó a sus ciudadanos indefensos. Por cientos de miles, millones, los jóvenes
se fueron.
Tiempo después se celebraron elecciones a la Presidencia de la República.
Al día siguiente el nuevo gobernante se dirigió al pueblo en Cadena Nacional
de Radio y Televisión. Solo dijo:
—Por ahora, necesitamos un Milagro.
Un anciano al escucharle dijo a otro:
—Este es el país que nunca quise.
Los últimos jóvenes ya se habían ido.
Ninguno de los “Pingüinos” tropicales aplaudió. —Amor con hambre no
dura, —decían.
La hambruna también les había llegado a ellos.
Pasaron los años y los jóvenes regresaron. El País de Edmundo logró
levantarse de las ruinas, sucedió el milagro.