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El

País de Edmundo

Por

Wilfredo Alexis González Pérez




A mí querida esposa… Ana


Gracias

Los personajes, hechos y situaciones que se presentan en esta obra son


imaginarios, cualquier parecido con la realidad es simple coincidencia.
El autor

PREÁMBULO

En la vida, sin darnos cuenta, vamos escribiendo un libro que tiene


borradores y forma; el principio queda atrás, el final, como un nuevo
comienzo, se va forjando con las acciones del día a día. A este relato cada
quien podrá darle la interpretación que quiera, total, no todo lo que leemos,
vemos y escuchamos es necesariamente cierto. La historia, puesta aquí como
en secreto, irá develando la verdad disimulada entre engaños y desesperanzas.
Cuando hablan del milagro japonés, se refieren al desarrollo de un país que
arrasado por una guerra y dos bombas nucleares fue capaz de levantarse.
Lo mismo se dice de lo que muchos han dado en llamar, el milagro
alemán; el país, reducido a cenizas y partido en dos al final de la segunda
guerra mundial, alcanza hoy, unido, altos niveles de desarrollo industrial y
económico.
Un país, sin guerras ni holocaustos, teniendo ingentes recursos para
alcanzar la prosperidad y su desarrollo, fue capaz de encontrar la manera de
destruirse a sí mismo. El País de este relato, recibió, desde la llegada de
Cristóbal Colón, una gran cantidad de emigrantes de Las Islas Canarias. A
principios del siglo XX, un pequeño grupo de ellos, jóvenes todos, se las
ingeniaron para salir de su tierra y llegar a aquel País.
He aquí su historia.

Los siete jóvenes se la pasaban deambulando por las áridas tierras de una
de las islas españolas al noroeste del continente africano. Siendo huérfanos, la
necesidad de sobrevivir había terminado por unirlos como a una sola familia;
con diferencia de pocos meses y con apenas veintitrés años se transformaron
en diestros pescadores y marinos. La educación que recibieron, entre tirones
de orejas y garrotazos, se limitaba a leer y escribir, entendían muy poco de
números y cuentas. Solo la historia, la geografía y el arte de la cartografía se
les antojaban fascinantes.
El futuro incierto que les esperaba llenaba de desesperanza y pesar sus
corazones. La isla, como una cárcel sin barrotes, con aquel horizonte infinito
abierto al mar, simulaba una puerta de salida ante la incertidumbre que se
vivía en la región. Los viejos libros de historia del Padre Bonifacio les
mostraron el mundo más allá de aquellas rejas. La barbarie de la guerra la
sentían de tiempo en tiempo cuando, dejados a morirse, llegaban a la costa
grandes barcos con su carga de lisiados y enfermos. Poco tiempo atrás, las
Islas de Cuba, Puerto Rico y Las Filipinas, habían dejado de ser españolas, El
Imperio había entrado en crisis y arrastraba a los isleños con él. Crecieron
viendo y viviendo de las miserias y la hambruna que se extendía por todas las
islas del archipiélago.
De aquel grupo de jóvenes de la isla, Mundo era el más bajo en estatura,
blanco, ojos azules, pelo castaño, complexión delgada y rostro casi lampiño,
siempre estaba optimista y alegre, tenía respuestas para todo. Lencho, altísimo,
pelo negro rizado, moreno, ojos negros, hablaba hasta por los codos; Crisanto,
de cabello abundante y rojizo, ojos verdes y de buena constitución física, no se
andaba con rodeos para decir las cosas. Esteban y Ángel, primos lejanos, eran
los líderes, parcos en palabras y diligentes en sus planes, ambos delgados, ojos
y pelo castaños, piel blanca tostada por el sol, se destacaban por su seriedad.
De ellos surgió la idea de una embarcación, la cháchara de Lencho ayudó a
cuajar la idea. Ángel miraba a Agapito cuando Esteban decía:
—Los muertos son los invisibles, no los ausentes.
Agapito era el menos agraciado del grupo, fuerte como un toro, de piernas
ligeramente arqueadas, manos grandes, ojos pardos y barba muy cerrada, casi
no hablaba. Tabito parecía un viejo, refunfuñaba por cualquier cosa, conocía
de pesca más que cualquiera en la isla, también trabajaba la madera y las redes
con gran habilidad, autodidacta por naturaleza, todo lo aprendía viendo; tenía
ojos azules como el añil, tez pecosa y blanca.
Agapito al escuchar a Ángel, sabía que aquella frase, “los muertos son los
invisibles, no los ausentes”, estaba escrita en la pared de la Sacristía del
pueblo, el Padre Bonifacio la utilizaba cada vez que daba una misa de cuerpo
presente. Por primera vez, en una de las muchas tertulias que habían tenido en
la ranchería, se emborracharon en ideas y discusiones, un estado de febril
angustia y desasosiego comenzó a llenarlo todo. Se sentían perdidos en la
desesperación de querer y no poder cambiar lo que estaba ante ellos, lo fácil
de hacer las cosas si realmente se quieren hacer, las oportunidades
desperdiciadas en decisiones inútiles, sentían que España los había
abandonado.
Cuando Esteban y Ángel hablaron de las embarcaciones y Lencho
comenzó a hablar hasta por los codos, la palabra “huir” se pronunció como al
descuido, aplacando los miedos y liberando las culpas. Esa noche, sin tapujos
y sin rodeos, comenzaron a hacer planes. Mundo los miraba con una sonrisa al
decir:
—Aquí estamos en El Confesionario, entremos en confesión.
Buscaron una razón para quedarse en la isla. Sobraron los motivos para no
seguir en ella, se miraron los harapos desgastados, el calzado inexistente, la
ranchería que les servía de vivienda, el pequeño pueblo que moría a una hora
de camino, más lejos aún, otro pueblo galopando a la ruina, un gentío
alimentándose de viejos recuerdos y tiempos mejores que por los vientos que
soplaban no volverían, la mendicidad campeaba por doquier. —El futuro tiene
que estar en otra parte —decían —se hace necesario salir, buscar nuevas
oportunidades.
Por años los isleños se habían estado marchando, como si estuvieran
huyendo; una diáspora lenta y progresiva, alentada por la incertidumbre y la
miseria, los había llevado lejos.
—Todos tienen un destino, pero no todos deciden seguirlo, nosotros
buscaremos el nuestro —decía Ángel.
—La huida nos toca ahora a nosotros, comenzaremos a prepararnos y que
Dios nos ayude —concluyeron.
La goleta aunque había aparecido en el siglo XVIII y ya prácticamente no
se construían, tenía características funcionales parecidas al bergantín, del que
se diferenciaba principalmente por su aparejo.
Las goletas requerían poco personal para navegar, aquellas solían ser de
menor desplazamiento que los bergantines, también las construyeron de más
tonelaje para la navegación entre continentes, en algunos casos, constaban
hasta de tres palos.
Después de varias visitas a La Sacristía y al examinar los planos y dibujos
de distintas embarcaciones, los jóvenes llegaron a la ranchería más animosos
que de costumbre.
—La goleta, definitivamente, tiene que ser la solución. Tabito, será quien
la diseñará y la construiremos entre todos —conversaban reanimados.
Tabito comenzó a trabajar en ello y concluyó que la goleta de dos palos y
doce metros de eslora era lo mejor que podían hacer, tendría un camarote y
una bodega para las provisiones.
—La huida de la isla la haremos sin tocar ninguna costa para buscar
suministros, no tenemos ni donde caernos muertos, solo contamos con nuestra
capacidad para trabajar —decían.
—Saldremos a escondidas, clandestinamente llegaremos a nuestro destino,
solo necesitamos el medio de transporte y los víveres, los alimentos para un
viaje de dos o tres meses los buscaremos en la isla —concluyeron.
Había un viejo dicho que desconocían: “Si quieres hacer reír a Dios,
cuéntale lo que quieres”. Transcurrieron muchos meses desde que hicieron reír
a Dios a carcajadas. La pesca de subsistencia y la construcción de la goleta los
mantenía ocupados y animados, de vez en cuando se acercaban al poblado
para buscar suministros, cambiaban todo por pescado, la ranchería nunca
quedaba sola. Si en el pueblo sabían lo que estaban por hacer, nadie les dijo
nada o se ocupó en decírselos. Ángel tan solo comentaba:
—A nadie le importamos.
La tarde de un día cualquiera de Agosto, al buscar madera en los cerros,
los jóvenes alcanzaron a ver el barco que traía un circo. El pueblo alborotado
salió a mirar y se tropezaron con caballos amaestrados, elefantes, leones, tigres
y payasos que recorrerían la isla.
Al ver aquello, Mundo escondió la sonrisa y dijo con rabia:
—Para alejar la miseria y el hambre no necesitamos un circo.
La llegada del barco rompió la rutina por muy poco tiempo, a los viejos
malhumorados y desdentados no los hacían reír los payasos, a los niños
tampoco. El circo terminó por irse, en su partida iba dejando a su paso aquello
que ya no les era útil. El grupo del Confesionario, guiados por Tabito, los
siguió semanas enteras; por caminos que no eran tales, arrastrándose entre
piedras y dunas, empujaron hacia la ranchería todos los aparejos abandonados
que creían necesarios para salir de la isla. Escudriñaron los cerros y montañas,
hasta conseguir la madera suficiente con la cual construir la pequeña
embarcación. La ranchería, aquel hogar para la tertulia y el reposo, se
convirtió en el astillero para buscar un sueño.
**
Con los escasos materiales y herramientas de que disponían: Baúles viejos,
la inmensa carpa multicolor que abandonara el circo, sogas, clavos, alcayatas,
pedazos de hierro, barriles, martillos, machetes y hachas, se dieron a la tarea
de ir levantado el armazón de aquel pequeño navío.
Vivían encaramados en los horcones de soporte y las escaleras laterales
que levantaron a propósito de poder ir aparejando la madera en la
embarcación. La amalgama que hicieron, para cubrir grietas y filtraciones,
consistía en un emplasto que, según Agapito, no lo quitaba nada después que
se secara. Embadurnaron toda la goleta de aquello y con un trapo fueron
quitando los grumos y terrones que quedaron. El añil que incorporaron a la
mezcla le terminó dando un color azul marino a la barca; Mundo decía que
con ese color la goleta parecía parte del océano.
—Entre el mar y el cielo no nos van a ver, pareceremos fantasmas —
indicaba riéndose.
Llegó otro noviembre más y la goleta, erguida en el astillero, soportaba los
últimos retoques para lanzarse al mar. A un lado de la proa tallaron un nombre
“La Gonzalera”, una de las tantas ocurrencias de Mundo; el circo que había
llegado a la isla tenía escrito en letras grandes y pomposas: “Los Hermanos
González”.
Después de muchos meses de trabajo y de examinar, una y otra vez, los
sucios y viejos mapas, que habían tomado de La Sacristía, al fin todo estaba
listo para partir.
Habían transcurrido dos años desde que la huida llamó a la puerta de la
ranchería.
—Colón tuvo mucha suerte, ahora entendemos el porqué de la desbandada
que se dio en el continente europeo, luego de la proeza de aquel navegante, los
europeos escapaban en busca de un mejor futuro, —comentaban entre ellos.
Dios no dejaba de reír con aquello.
No era fácil salir de la isla sin ser notados. Desde la ranchería vigilaban
constantemente la playa y desde el cerro observaban la costa; las autoridades
no le prestaban casi atención a ella, se entretenían más con el horizonte y con
los grandes barcos que de vez en cuando se acercaban. Los jóvenes habían
observado que la mejor hora para salir era la madrugada, dos o tres horas antes
de salir el sol, los pescadores se alejaban dependiendo del movimiento de los
cardúmenes de peces de la temporada.
Aquel parecía el día, los botes que salieron esa madrugada, buscaron a un
costado de la isla, Tabito despertó al grupo en la ranchería y solo les murmuro:
—llegó la hora.
Con la luna inmensa en el cielo, un firmamento pleno de estrellas y el mar
dormido de aquel 12 de Noviembre del año 1900 se prepararon para zarpar.
Grandes horcones enterrados en la arena sujetaban la estructura que
reposaba sobre enormes troncos, uno tras otro, en dirección a la playa.
La soga, gruesa y larga, atravesó la proa por el orificio que al efecto tenía
la pequeña goleta para el empuje inicial. Lencho y Tabito tomaron un extremo,
Mundo y Agapito el otro, con otra soga Ángel y Crisanto hacían lo mismo en
la popa; Esteban solo tenía que cortar con un hacha aquella que sujetaba la
embarcación a tierra.
Los grados de inclinación desde la ranchería a la playa, suficientemente
profunda, permitirían que el empujón deslizara la goleta a gran velocidad al
mar. Un solo golpe del hacha fue suficiente para que aquellos jóvenes,
atenazando las sogas, arrastraran con fuerza la barcaza.
Resoplando aún como bestias salvajes por el titánico esfuerzo, apenas
tuvieron tiempo de correr raudos tras aquel armatoste que a gran velocidad se
posó en el mar. Mundo fue el primero en recuperar el aliento diciendo:
— ¡Lo conseguimos!
Ya todos en cubierta y extendidas las velas, orientadas a babor, “La
Gonzalera” comenzó a separase de la costa desplazándose suavemente sobre el
mar tranquilo.
La noche moribunda comenzaba a darle paso al día y Mundo miró otra vez
la isla que se perdía a lo lejos. Apenas si escuchaba el fúnebre lamento de las
campanas de la iglesia anunciando con sus gemidos al viento que otro isleño
partía del mundo de los vivos. Un sinfín de pensamientos comiéndole el alma
llevó a sus ojos un torrente de lágrimas que apenas podía contener; las manos,
callosas y agrietadas, cubrieron su rostro curtido tratando de contener los
sollozos. Un nudo angustioso apretó su garganta mientras el mar se tragaba los
cerros de la isla, allá quedaba la tumba de su madre sepultada en una fosa
estrecha en un pueblo que moría. Más lejos, en otro pueblo moribundo, los
huesos de su padre se perdían en el monte que escondía la tumba.
La barca, de aspecto ruinoso, comenzó a bambolearse y Mundo levantó la
vista aferrándose al grueso madero que ayudaba a sostener las velas de parches
multicolores. Los siete ocupantes de “La Gonzalera” comenzaron a caminar de
un lado a otro estrujándose los ojos húmedos. El sol mañanero aún no bañaba
el mar y el embate de las olas demandaba que los navegantes se dedicaran a
sus faenas.
Unos y otros, pescadores de nacimiento y navegantes por obligación,
sabían exactamente lo que tenían que hacer. La pequeña embarcación fue
adentrándose al mar abierto mientras los baúles, en desorden, se deslizaban sin
amarras por la cubierta. Ángel, descalzo como todos, terminó de fijar el timón
y se agachó para tomar la cuerda que Agapito le extendía.
Al silencio, roto por el golpeteo de las olas y el crujir de los goznes de la
barca, se unía, de vez en cuando, una que otra imprecación por el descuido
inicial con la carga de la cubierta.
La bodega no la habían descuidado, Al lado del único camarote se
mantenía ordenada y firmemente amarrada la carga que les permitiría
sobrevivir en el viaje. Agua, vino, galletas, trigo, carne salada, ollas, madera,
carbón, un cajón con tubérculos y tierra para conservarlas el mayor tiempo
posible, según ellos, la comida que tenían era suficiente para tres meses de
travesía.
Escondida en la bodega llevaban una carga particular, Mundo decía que era
“exclusiva”. Ropa decente y zapatos viejos pero en buen estado para no andar
descalzos, navajas de afeitar, peines, espejos, tijeras, todo para uso personal.
Siete morrales confeccionados en lonas de cuero, identificadas con el nombre
de cada tripulante, guardaban la indumentaria que necesitarían para
desembarcar. La goleta no tenía documentos de identificación, no había
escrituras ni nada parecido que señalara a sus constructores y propietarios.
Solo una maltrecha bandera española ondeaba en el mástil y el nombre tallado
en la proa. Ninguno de aquellos jóvenes había salido más allá de lo que le
permitían los pequeños botes de remos que utilizaban en sus labores de pesca,
nunca dejaban de observar la isla, ahora no la veían, había desaparecido.

La pequeña embarcación cruzaba lentamente El Atlántico con sus siete


ocupantes espabilados en la cubierta. Por suerte no habían avistado ningún
barco desde que salieran de la isla dos días atrás. Una vieja brújula, adosada al
pequeño mesón junto al timón, mostraba el rumbo que los mapas de La
Sacristía señalaban. Ayudados por las estrellas en la noche y las velas
multicolores, aprovechaban el viento suave de la mañana. Sin apresurarse y
evitando en lo posible las rutas oceánicas de los grandes barcos mercantes,
buscaban pasar desapercibidos a fin de evitar cualquier riesgo que les
comprometiera.
Habían escuchado de los cuentos de contrabandistas y bandoleros que
rondaban por todo el Atlántico buscando aprovecharse del esfuerzo y el
trabajo de los demás. Las costas de Senegal eran las más peligrosas, por esta
razón no se acercaron al continente africano, la sola presencia de una barcaza
en el horizonte pondría en alerta a los bandidos de oficio que en todo veían un
botín.
Alejados en lo posible del continente negro, orientaron “La Gonzalera”
buscando los vientos alisios a la altura de Dakar. Frente a las costas de África,
eran precisamente los alisios, vientos constantes que desde Canarias llegaban
al continente americano lo que buscaban; suponían que unidos a la corriente
norecuatorial los elementos naturales empujarían la goleta hacia el nuevo
mundo. Para Tabito aquella corriente significaba la llave que abría el Atlántico
para ellos.
No se equivocaban, la ruta de los alisios y de las corrientes que permiten
navegar hacia el Oeste, con viento siempre en popa, fue conocida desde los
primeros momentos de la colonización americana y era aprovechada para los
viajes de ida de todos los barcos españoles que se dirigían a América. Esta era
la ruta que seguirían, se sentían preparados y dispuestos afrontando lo que
fuera necesario.
El feliz hallazgo de la ruta hacia aquel país que soñaban fue un hecho
casual por parte de los tripulantes de la pequeña goleta. Los barcos que partían
de los puertos canarios en la ruta que ellos eligieron vía Dakar, ponían,
lógicamente, rumbo sur, pero también ponían rumbo sur-suroeste aquéllos que
pretendían llegar directamente a aquellas costas, intentando así evitar el
encuentro de buques que pudieran ocasionar problemas.
Las velas hinchadas con aquellos vientos y la naturaleza amable con la
goleta, que no había sufrido la desesperante calma del océano o la fuerza de
los temporales y huracanes, obligó a los navegantes a ser más suspicaces con
las lecturas de los mapas, el libro abierto de las estrellas y la brújula.
Desde la Isla hasta la altura de Senegal habían transcurrido veinte días, “La
Gonzalera” no se quejaba en sus goznes, las provisiones, racionadas desde la
partida, les permitía cierta tranquilidad en la travesía; no por esto dejaban de
otear el horizonte continuamente, no podía ser de otro modo, así pues, las
guardias los obligaban a mantenerse alertas y a deambular por la cubierta la
mayor parte del tiempo, en pocas palabras, la cotidianidad no parecía tan
terrible. Aprendieron a soportar la lejanía de la tierra y la constante visión del
agua rodeándolos por todos lados.
Habían escuchado hablar de “La Octava Isla del Archipiélago Canario", su
cultura, costumbres, comidas, entre otras cosas, tenían mucho en común con
ellos. Sabían de aquel país, al que navegaban, lo que no sabían de España, ésta
última los había olvidado.
Los días y noches pasaban y el viaje se extendía ya a casi dos meses, el
vino de los barriles había calmado algunas veces los ánimos exacerbados en la
angustiosa travesía. El miedo comenzó a colarse poco a poco en los afligidos
navegantes y el drama de vivir o morir en vano los mantenía abatidos, las
discusiones por cualquier nimiedad se hacían cada vez más frecuentes.
Una noche habiendo dado buena cuenta de lo que quedaba del vino se
quedaron dormidos en la cubierta. Mundo, sobrio y sin sueño, se puso al timón
viendo ansioso el océano. La mañana entraba calmosa y se rompió de repente
con su gritería señalando hacia la popa. En la lejanía, tras la estela que
dejaban, un enorme barco de bandera estadounidense se les acercaba:
—Esteeebaannn… Leeenchooo… unnn barcooo.
Todos se arremolinaron en la cubierta, el temor los sacudió como si una
tormenta se les acercara, Ángel, tranquilo y con voz suave, se impuso a todos
diciendo:
—Calma, muchachos, sabíamos que esto podía pasar. Lo mejor es siempre
lo que pasa, calma y cordura, cambien esa cara, vamos a arriar las velas y a
informarnos si no hemos perdido el rumbo, yo me hago cargo, estamos
demasiado lejos de todo para que alguien se moleste por un barquichuelo
ruinoso como este, pongan su mejor sonrisa.
Cuando el barco aminoró la marcha, para atender los gritos de uno de
aquellos harapientos navegantes, su capitán quedó asombrado con aquellos
jóvenes, estos les pidieron información de la ruta, al final, les desearon buen
viaje y mucha suerte. Un oficial de cubierta les lanzó al mar, por órdenes del
capitán, algunos pertrechos con comida y agua.
El capitán al despedirlos con la mano les decía a sus marineros:
—Estos muchachos sabrán llegar, saben cómo hacerlo.
Aquel Capitán no se equivocó. Días después avistaron las costas de lo que
ellos llamaban “la Octava Isla”, exactamente habían transcurrido 66 días desde
la partida de la isla. Sanos y salvos contemplaron las luces que resplandecían a
lo lejos en la noche oscura de aquel mes de Enero de 1.901. No había luna ni
estrellas en el firmamento, solo aquellas luces a los lejos, un pueblo quizás,
cerca de la costa.
Lencho, con su alboroto, sacó a los marinos de aquel mutismo que parecía
eterno. La goleta apenas se movía y aquellos navegantes, cansados y
andrajosos, no quitaban la vista de aquella costa que los hipnotizaba como si
de un espejismo se tratara.
—A moverse todo el mundo, hay que seguir con el plan, a organizarse que
para luego es tarde, muévanse… ya llegamos.
Ángel y Esteban, cuando hablaban de aquel país en la isla, dudaban de la
manera de entrar a él, tenían que internarse, decían, tierra adentro, lo más lejos
posible de la costa.
—No podemos ser descubiertos, iríamos presos —comentaban.
Por ello tenían un plan, el cual habían discutido hasta la saciedad en la
ranchería. En aquel momento, Mundo creyó encontrar la solución:
—Llegamos, hundimos la goleta, nadamos a la costa y cada quien por su
lado a hacer su vida.
Abandonar la embarcación, según Ángel era lo esencial, difería de Mundo
en aquello de “cada quien por su lado” y decía:
—El grupo tiene que mantenerse unido ante lo que pueda pasar.
Esteban complementó lo que planteaban Ángel y Mundo:
—Tenemos que separarnos en grupos de dos y uno de tres, la goleta debe
desaparecer, ¿cómo llegamos hasta aquí?... caminando y nos perdimos, ¿de
dónde somos?... bueno, tenemos que enterarnos del nombre de algún pueblo
lejano y diremos que de tal pueblo; la embarcación podemos enrumbarla a mar
abierto, sin tripulantes, que parezca un barco fantasma.
Esto fue lo que decidieron en la ranchería. La goleta se acercaba cada vez
más a la costa y Lencho, secundado por Tabito, se dio a la tarea de arriar las
velas; Agapito lanzó el ancla mientras Esteban fijaba el timón. Crisanto subió
al mástil y desde allí extendió la vista en derredor asegurándose que la barca
no había sido avistada aún por otra, desprendió la maltrecha bandera Española
y haciéndola trizas la lanzó por la borda.
Lo que ocurrió a continuación parecía el ensayo de una obra de teatro. En
tropel se dirigieron a la bodega y cada uno tomó el morral que les
correspondía; ya de nuevo en cubierta, vaciaron sus contenidos sobre el mesón
junto al timón y tomando las navajas comenzaron a rasurarse entre unos y
otros. Al terminar de rasurarse los rostros, tomaron las tijeras e hicieron lo
mismo con el cabello enmarañado de todos. Entre risas y carcajadas
comenzaron a quitarse los harapos que habían usado por mucho más de dos
meses, sustituyéndolos por ropa más decente. Satisfechos devolvieron todo a
los morrales que se amarraron al hombro. Ahora tenían que abandonar la
goleta; al efecto, levaron el ancla, izaron las velas, dieron vuelta al timón y la
embarcación comenzó a moverse hacia el mar abierto.
Al fijar el timón, uno a uno, en silencio, con apenas un apretón de manos y
un abrazo de despedida, saltaron al mar mientras “La Gonzalera” se perdía en
la distancia.
Nadaron poco más de una hora, apenas se oía el chapoteo de las brazadas,
la playa solitaria descansaba en la bahía golpeada por las olas y los
navegantes, exhaustos, se tumbaron de espaldas en la arena de “La Octava
Isla”, más allá, a lo lejos, “La Gonzalera” desaparecía en el Mar Caribe. Había
cumplido su trabajo, ahora les tocaba, a cada uno, buscar su destino.

Desde aquel Enero de 1.901 los jóvenes emigrantes se adentraron en el


país procurándose nuevos nombres, tuvieron hijos, algunos no conocieron a
sus nietos y bisnietos; curiosamente, el apellido que adoptaron aquellos
navegantes, González, fue quizás el último tributo a la goleta que los había
traído sin contratiempos hasta aquella tierra.
Sería muy dificultoso dedicarse a explorar la vida de cada uno de ellos y su
descendencia. Lo cierto de todo esto es que aquel país, estaba por entrar a una
dictadura, que pudo dar al traste con los sueños de aquellos jóvenes, no
obstante, se quedaron. Agapito, Ángel, Tabito, Crisanto, Mundo, Lencho y
Esteban, cada quien por su lado, en grupos, se encontraron con un país
envuelto en pequeñas guerras intestinas, apenas tuvieron tiempo de tener
descendientes, todos, con la excepción de Mundo, murieron en escaramuzas
de militares alzados contra el gobernante de turno. Cosas de la vida, en aquella
travesía por el Atlántico habían engañado a la muerte, a la muerte no le gusta
que la engañen.
Mundo se cambió el nombre y se hizo llamar Edmundo González, natural
de Orautac. La documentación la consiguió jugando a las cartas con el Jefe
Civil de un pueblo, le ganó en un juego que los lugareños llamaban El Truco.
Mundo, de ahora en adelante Edmundo, aprendió aquel juego en un rancho
cerca de una aldea; estuvo de mirón cerca de una hora observando los gestos
de los jugadores, el valor de cada carta, las señas que se hacían unos y otros, el
vocabulario peculiar del juego.
El Truco, el arte de la trampa y el engaño, se jugaba con cartas españolas,
Edmundo lo aprendió a la perfección. De sus amigos de la infancia, nunca
supo nada, como si la tierra se los hubiera tragado para siempre. Jamás se
enteró que era el único sobreviviente de “La Gonzalera”.
Edmundo acompañó a Ángel y a Crisanto hasta muy lejos por varios
meses, allá los dejó y subió a las montañas de una cordillera en la costa,
ayudando con las cosechas de café y cacao en haciendas de la región. Terminó
llegando a un sitio que llamaban Yupanut. Por aquellos lares conoció a una
negra de ascendencia Trinitaria, alta ella con el pelo liso; en Yupanut, a los
negros de pelo liso les dicen “Culís”, terminó casándose con ella. En aquel
país se tenían muchos hijos, Edmundo tuvo cinco, Bere, Nicasio, Honorio,
Lina y Juana. Bueno, las malas lenguas decían que el tal Honorio no era de
Edmundo. Cierto o no, Pancha y Edmundo criaron a sus hijos juntos.
A todas estas, entre el juego y el trabajo en el campo, Edmundo buscaba de
cualquier forma traer el sustento para su familia, muchas veces era más lo que
conseguía de las cosechas de sus vecinos que arando la tierra, también
contrabandeaba licor y cigarros desde la Isla de Trinidad. En Yupanut lo
conocían mucho por sus respuestas y comentarios peculiares ante cualquier
contratiempo. En cierta ocasión, habiéndose ido a buscar a la partera, se
encontró en el camino con unos amigos que le convencieron de un negocio de
cigarros y ron. El burro que llevaba lo vendió en el camino y se llegó a
Trinidad, con la mala suerte de caer preso por dos años, en la cárcel aprendió
el inglés. Libre al fin se vino a Yupanut, al acercarse a la casa observó a
Pancha con la hija que no conocía; aceleró el paso, tropezó y cayó al suelo, se
levantó presuroso, se sacudió el polvo y dijo como en un murmullo:
—Esto es lo que le pasa a uno cuando anda apurado.
Pancha lo escuchó clarito cuando dijo aquello y le largó un trancazo al
tiempo que refunfuñaba:
—Menos mal que andas apurado, saliste a buscar a la partera y mira
cuando te apareces, dos años después, ya la muchacha hasta camina.
Desde aquel día Edmundo recibía, de vez en cuando, trancazos y porrazos.
Cuando algún vecino le decía algo, Edmundo le contestaba riendo:
—Si le levanto la mano, me mata, ¿no le ves el tamaño al demonio ese? no
quiero que mis hijos se queden huérfanos.
Edmundo era un enigma, detrás del juego y la picardía, aquel rostro
risueño escondía una profunda tristeza, apenas perceptible, añoraba el mar y
extrañaba a sus amigos y a la isla que posiblemente jamás vería. En Trinidad
adquirió el hábito de la lectura, lo que llegaba a sus manos lo leía con avidez,
la emancipación hispanoamericana, la cultura de “La Octava Isla”, su historia,
todo.
Una noche, se le plantó a Pancha y le dijo:
—Recoge a los muchachos con todo lo que tengas, saliendo el sol nos
vamos de aquí, si me vuelves a poner la mano encima te dejo.
La mujer no dijo nada, quizás la determinación de Edmundo la puso en la
encrucijada de quedarse o seguirlo, optó por lo último. Al amanecer, cinco
burros atravesaron el pequeño pueblo y se adentraron en las montañas, días
después, desde el cerro el Cuchape, Edmundo observó una hermosa bahía y
mirando a Pancha tomó de la mano a Nicasio y les dijo a todos:
—Espérennos aquí, Nicasio y yo vamos por comida, recojan leña y armen
la candela, regresaremos antes que el sol se meta.
En un burro, con un hacha, un machete y dos morrales vacíos a cada lado
del sillón, Edmundo bajó del Cuchape y tomó la quebrada por donde corría un
hilo de agua; el rio, hurgando entre piedras y rocas, llegaba a la bahía
atravesando un pueblo de calles limpias, en el centro del poblado se veía una
bella iglesia frente a una pequeña plaza, a un costado se divisaba un gran
mercado a donde llegaba mucha gente.
En esos días se celebraban unas fiestas en honor a un santo, eran las fiestas
patronales de San Miguel Arcángel y estaban en pleno apogeo. Los morrales
llegaron completamente llenos al pueblo: yuca, auyama, patilla y melón, el
burro apenas si podía con la carga, Edmundo y Nicasio se acercaron como
pudieron al mercado, vendieron todo, menos el burro, el sillón, los morrales, el
machete y el hacha.
Edmundo no perdió tiempo, como pudo, armó un tarantín y en menos de lo
que canta un gallo tenía alrededor a un grupo de lugareños esperando su turno
para jugar El Truco. Pasadas las dos de la tarde, el burro subía a trompicones
el Cuchape, los morrales a reventar de maíz, caraotas, frijol, yuca, casabe,
patillas, ahuyama, plátanos y pescado. Esa noche los hijos de Pancha comieron
como nunca.
Al día siguiente Edmundo, muy temprano, bajó del cerro con Pancha, los
muchachos se quedaron cuidando los burros y la carga. Pancha desconocía por
completo los orígenes del hombre con quién vivía, nunca lo supo, tampoco le
preguntó, aun así lo seguía. Cuando Edmundo llegó al pueblo tomó la
procesión de San Miguel en el camino y no se despegó del cura hasta que
entraron a la iglesia, Pancha no le quitaba ojo de encima, frunció el ceño
cuando su marido, entrando por la Sacristía, se metió al Confesionario. Pasó
un buen rato cuando, con paso seguro y sacando a Pancha de la Iglesia,
Edmundo se sentó en un banco de la pequeña plaza. La mujer no aguantó el
mutismo del hombre y levantándose del asiento cruzó los brazos y lo encaró:
— ¿Se puede saber qué tanto conversabas tú con el cura en el
confesionario?
Los dientes blanquísimos de Pancha brillaban al sol cuando Edmundo, sin
un pestañeo, le contestó:
—Confesando mis pecados, con los tuyos me tardaba mucho y el cura me
dijo que mañana continuara.
A Pancha se le escondieron los dientes en la boca y la cara se le puso azul
de la rabia. Edmundo siempre que la veía así se le apartaba lo suficiente para
evitar el mazazo que en ocasiones lanzaba la mujer. Como perro y gato
subieron el Cuchape y Pancha, con una sonrisa, durmió tranquila esa noche.
El cura de aquel pueblo le abrió las puertas a Edmundo para que la
autoridad de la región le diera unas hectáreas, podía sembrar, criar animales y
establecerse con su familia en aquel cerro.
La casa de Edmundo y Pancha la levantaron Nicasio y Honorio. Nicasio y
sus hermanas heredaron de su padre la piel blanca y el color de los ojos;
Honorio, feísimo, era alto como Nicasio pero mulato con los ojos negros. Los
dos hermanos no se parecían en nada. Nicasio era un artesano nato, Honorio
hacía lo que aquel le dijera.
Así las cosas, los años pasaron y Edmundo se estableció en aquella región,
un día, un General Bigotudo que gobernaba el país desde el año 1.908 murió.
Aquel Diciembre, el país se sacudió por los cuatro puntos cardinales; el
logro más notorio del general, según algunos, fue la conformación de un
estado moderno. Desde una Hacienda, el Bigotudo movió los hilos del poder,
al caudillismo criollo lo desapareció, canceló las deudas de la nación y el
poder del petróleo emergió en un régimen criticado y tildado de entreguista
por quienes disentían de sus prácticas. Sus detractores lo llamaban “El bagre”,
apodo que le dieron sus paisanos.
Pasó el tiempo, un día, Edmundo, aquel Mundo de “La Gonzalera”, ebrio
de ron y rabia, ahora con más de medio siglo, le gritaba casi a su hijo Nicasio
en una partida de Truco en el pueblo:
—Quiero y la falta.
—Quiero y vale juego — le respondió Nicasio.
Edmundo perdió, Nicasio tomó a su padre por los sobacos y como pudo lo
remontó por el rio hasta la casa en el Cuchape. En el camino, Nicasio se
enteró, como en confesión, de la historia de su padre y la construcción de
aquella goleta que lo trajo al país.
Ese día, Nicasio conoció a Mundo. Sentados en una enorme piedra, al pie
del Cuchape, su padre le dijo:
—El nombre que quería ponerme era Edmundo Dantés, el del libro de
Alejandro Dumas, tú sabes, aquel prisionero que escapó de un castillo
suplantando al rico Conde de Montecristo; no hizo falta, cuando llegué aquí,
las riquezas que tienen son tantas, que me quedé con el González, he
conseguido todo, estoy convencido de que aquí saldremos adelante, mis hijos
también lo harán, éste es “Mi País”, el que yo quiero ver crecer. Este país es
un milagro, Colón cuando lo vio dijo que era un paraíso y no se equivocó.
Nicasio llevó aquel secreto de su padre hasta la tumba. Siempre intuyó que
en su padre, detrás de aquella sencillez en el trato y de sus inesperadas
reacciones, había otro hombre, no se equivocó. Lo que nunca entendió por
completo fue aquello de que “este país es un milagro”. Vivían en una dictadura
que, según él, colaboraba con la oligarquía terrateniente, reformaron varias
veces la Constitución con el objeto de dar legalidad a sus acciones, a todas
luces dictatoriales; la oposición había desaparecido, se ilegalizaron los
partidos políticos, suprimieron las libertades de expresión y de prensa. Este no
era el país que pensaba Edmundo, este era el país de las desgracias, así
pensaba.
La muerte del Benemérito Bigotudo, varios años atrás, hizo emerger a un
pueblo que parecía dormido. La actitud benevolente del gobierno de “El
bagre”, hacia las inversiones extranjeras, le había traído problemas al General,
sobre todo con los universitarios.
Una generación de jóvenes rebeldes y críticos acérrimos comenzó a liderar
manifestaciones de descontento a lo largo y ancho de la nación. Infiltrados en
la cúpula militar y política que detentaba el poder, pugnaron por hacerse de él
y así lograr, según ellos, el cambio de rumbo que el país necesitaba.
Apetencias personales, intereses mezquinos e insospechables, llevaron al
pueblo a soportar, una y otra vez, la instauración de regímenes de fuerza.
Ensayos de democracia se rompieron y las cárceles se llenaron de disidentes,
la policía política y la miseria humana se ensañaron con familias enteras.
La familia de Edmundo no escapó a todas estas vicisitudes. Todo se
transformaba con el negocio de los hidrocarburos. Al irse quedando solos los
campos y sembradíos de la región, Nicasio buscó en el petróleo la manera de
dar un mejor bienestar y futuro a su familia.
El país cambiaba, maltrechas vías y caminos se pavimentaron con asfalto,
los burros y animales de carga se sustituyeron por autos veloces, autobuses y
camiones. El fin de la II guerra en Europa demandaba petróleo y “El País de
Edmundo” nadaba en el llamado oro negro. Se comenzaron a construir
enormes refinerías y complejos industriales, puentes, grandes reservorios de
agua y plantas hidroeléctricas, hospitales, escuelas, universidades. Los campos
petroleros se llenaron de campesinos y aquella “Octava Isla” dio un giro de
180 grados. Nicasio también.
El hijo mayor de Edmundo y Pancha, al enterarse de que en Otipirac había
trabajo, quiso probar suerte y se fue con otros amigos del pueblo. Conocía a
muchos que se iban con lo que tenían puesto; a los pocos meses regresaban
con dinero, ropa buena y regalos para los niños. Otros venían a mudar a la
familia completa a sus centros de trabajo. Nicasio no tuvo suerte, regresó un
año después, los dedos de los pies destrozados, sin uñas y cojeando
horriblemente. Él y sus amigos, detenidos y torturados por la policía política,
fueron llevados a un sitio llamado Anisaug por hablar mal del gobierno. Sus
amigos murieron en la cárcel de tuberculosis; Nicasio burló a la muerte
rompiéndose las encías y escupiendo sangre cerca de los guardias. Lo llevaron
a morirse a su casa.
A todas estas, Nicasio pudo recuperarse, en compañía de sus hijos
adolescentes y su esposa se marchó a Oaugaraug, allí se construía una enorme
refinería de petróleo y gas. Edmundo y Pancha se quedaron con sus otros hijos
y nietos en el Cuchape, viviendo de la siembra y la cría de animales.
Nicasio, como su padre, tenía la habilidad del juego de El Truco que éste le
enseñó, hablaba bastante bien el inglés, la paciencia de Edmundo le hizo ver
que con aquel idioma podía entender mejor el negocio del petróleo. Un negro
al que le decían “El Senamuc”, siempre impecablemente vestido, le enseñó el
juego de cartas de los Gringos, “El Póker”. El negro se hizo muy amigo de
Nicasio.
Aquel negro vivía de jugar, timaba a los mejores jugadores, se daba la gran
vida “trabajando” para millonarios que le daban dinero para las apuestas.
Nunca perdía, se la pasaba viajando entre Panamá, México y Cuba, vino a
visitar unos familiares en Anamuc. A veces, sin embargo, para sacar grandes
ganancias, o hacer un favor, perdía a propósito. Jugar en su contra era perder
el tiempo y mucho dinero. Una noche, Nicasio jugó al Póker con “El
Senamuc” en la casa de un gringo, esto le abrió las puertas dentro de la
industria del petróleo. Esa noche aquel negro le hizo ese regalo.
Comenzaba la década de los sesenta y la democracia naciente daba paso a
la libre empresa e inversiones de grandes corporaciones. Los ahora ya no tan
jóvenes ideólogos y forjadores de la nueva democracia representativa que se
instauraba, como en un juego de ajedrez, tomaron posiciones en todos y cada
uno de los centros de poder y comenzaron a usarlo. La izquierda, desplazada y
aislada del poder político, se fue al monte a dejarse crecer la barba y a
embochinchar el país, Fidel los apoyaba desde Cuba.
El nivel de vida de entonces se elevó, se erradicaron enfermedades y
pestes, el alumbrado público llegó a los pueblos más recónditos, el viejo
telégrafo comenzó a ser sustituido por teléfonos y la televisión apareció para
embobar a todos con sus culebrones y fantasías. Un país en plena bonanza se
entregó a la mayor suma de felicidad posible. Los barbudos se vinieron del
monte y enterraron los fusiles sin olvidarse de Fidel y sus enseñanzas.
Edmundo le decía entonces a su hijo:
—Viste Nicasio, este país es un paraíso, el que no lo quiera, no quiere a
nadie.
Nicasio, lógicamente, se amoldó a todo esto. Sus hijos estudiaron, fueron a
la universidad. Miles y miles de jóvenes se prepararon, tomaron postgrados en
universidades de reconocimiento internacional y se pusieron a trabajar, unos
por su país y otros para llenarse los bolsillos sin importarles nada más.
Al mismo tiempo, los desplazados de aquella bonanza, aglutinados por
cientos de miles alrededor de las grandes ciudades, iban cayendo en las fauces
de los oportunistas sedientos de poder. Como caimanes en boca de caño,
revolvieron las necesidades y sueños de la gente, la podredumbre de un
sistema que no los atendía se la restregaban en la cara en todo momento,
alimentándolos de odio y rabia.
Los dirigentes y representantes del pueblo, embelesados en “el cuanto hay
pa`eso”, no se daban cuenta que estaban creando las bases de una sociedad que
éticamente se desmoronaba. Un presidente hasta llegó a decir en una ocasión:
—El que aquí no roba es un pendejo.
Aquellos barbudos que se habían ido al monte años atrás, ahora acicalados,
vieron su oportunidad para buscar el poder que nunca habían conseguido. En
ningún momento los representantes del pueblo se percataron de ello; “El País
de Edmundo” comenzaba entonces a partirse en dos, entrando poco a poco en
una vorágine de odio y rabia entre hermanos que no tardaría en explotar.
Un día de noviembre, los cinturones de miseria se desataron, el país
político, sorprendido, no sabía qué hacer.
Después de aquel sacudón, los desplazados del poder político, celebraban a
escondidas lo que habían provocado, ahora dirigieron su atención a los
cuarteles militares. La trampa estaba montada, decían, solo había que esperar,
sin duda caerían todos en ella.
Edmundo solía decir:
—Más sabe el diablo por viejo que por diablo. Los años me han enseñado
que hay dos formas de ver las cosas, como una oportunidad o como un
obstáculo.
Desde los tiempos de La Sacristía en la isla, la pasión de Edmundo por la
historia no había disminuido, al contrario, convertido en un ávido lector,
abandonadas las cartas españolas y El Truco, su apacible vejez transcurría
entre libros, periódicos, radio y televisión. Muchas veces Nicasio llegaba a
visitarlo y Edmundo tomaba a sus nietos de la mano y les decía: —Las
oportunidades son únicas, no las desperdicien.
Cuando Nicasio le dijo a Edmundo que el país parecía tener dos países
viviendo en uno, su padre, reflexivo, le dijo:
—Aquel mar apacible que ves desde aquí, no siempre es así, nuestra
“Gonzalera” cruzó el Atlántico sin una tormenta, sin huracanes. Este país,
como aquella goleta que te hablé alguna vez, navega en la Democracia, pero la
ensuciamos, la embochinchamos; ahora tenemos la oportunidad de corregir el
rumbo, no podemos ver lo que está pasando como un obstáculo. Esta es la
oportunidad de hacer las cosas bien, correr la arruga arreciaría la tormenta y
los huracanes hundirían el barco. ¿Dos países? no quiero imaginarme lo que
pasaría si éste se parte en dos, necesitaríamos un milagro.
Pasaron los años y el poder comunicacional de las masas, como nunca,
jugaba con la incertidumbre. El rumor se caía a garrotazos con la certidumbre
y la delincuencia de cuello blanco, enquistada en el poder, comenzó a escarbar
en las arcas del estado, lo anormal se volvió normal. La ética y la moral, se
trastocaron, los valores se fueron perdiendo. El cinismo y el facilismo se
asentaron en buena parte de la sociedad, la otra parte dejó que pasaran las
cosas, no les importó, permisivos, sumisos, parecían no querer a su país.
Edmundo decía de éstos últimos:
—Esa sociedad sumisa y permisiva, con su actitud, está dejándonos a
merced de los oportunistas.
Así las cosas, Nicasio y su esposa Amanda, echaron hacia adelante con sus
hijos. Ninguno vivía ya con ellos, sus nietos venían de vez cuando a visitarlos;
Pedro Luis, Teniente Coronel y Sofía Amanda, reportera de televisión, eran los
nietos que más se les acercaban.

Nicasio, ya jubilado de la industria petrolera, tomó el periódico de la sala


en la pequeña casa que años atrás había comprado, muy cerca de la de su
padre. Al viejo no había forma ni manera de sacarlo del Cuchape. La muerte
se había llevado a Pancha, la única hija de Honorio, cuidaba de Edmundo todo
el tiempo. Siempre leía la prensa comenzando por la primera página, Nicasio
se arrellanó en el sofá y extendió el diario, la noticia lo estremeció, al terminar
de leer el titular, llamó a Amanda para ir a la casa de su padre. Le observó
desde lejos, sentado en aquella vieja butaca que nunca quitaban del porche. Le
hizo señas con el bastón que le ayudaba a remontar el cerro y en seguida
alcanzó a ver a su padre cuando se desplomaba en el piso.
Edmundo, centenario desde hacía bastante rato, contemplaba desde el
Cuchape la bahía que lo vio venir en “La Gonzalera”; cuando llegó con
Pancha, hace muchos años, decidió que sus días terminarían en aquel lugar,
siempre miraba desde allí ponerse el sol. Sus hijos y nietos jamás supieron las
razones que él pudo tener para vivir en aquel cerro con piedras y rocas por
todos lados, aun así, la tierra daba buenas cosechas. Esperaba a sus amigos de
la isla pero nunca llegaron.
Sus ojos, casi llorosos por aquellos recuerdos, voltearon para buscar los de
Nicasio que le hacía señas cuando subía el cerro, decidió levantarse de la
butaca para salir a su encuentro y más de cien años le cayeron encima.
Cuando Edmundo abrió los ojos y los posó sobre Nicasio, atenazó las
manos de su hijo arrodillado junto a él y en una súplica apenas audible alcanzó
a decir:
—Nicasio, habla con tus nietos, diles que los sables sirven para todo…
menos para sentarse sobre ellos.
Ese día Edmundo murió. Como pudo, Nicasio tomó a aquel hombrecito en
sus brazos, le llevó a su habitación depositándolo suavemente en la mullida
cama. La televisión encendida repetía sin cesar la noticia:
— Asonada militar en Palacio… cientos de muertos y heridos.
Su nieta, Sofía, daba la noticia en vivo. Apagó el televisor y tomó el
teléfono intentando llamar a su nieto Pedro Luis en Sacarac, no lo consiguió,
marcó otro número para darle la noticia a su hermano Honorio y que él le
avisara al resto de la familia. Colgó el auricular y procedió a desvestir a
Edmundo.
Amanda y la hija de Honorio quisieron ayudarle, Nicasio les pidió que lo
dejaran solo con su padre, no las quería en la habitación, a ningún hombre le
gusta que lo vean llorando. Cuando comenzó a retirarle la ropa a Edmundo,
descubrió la indumentaria vieja y raída, casi desecha. El traje de payaso se le
deshizo en las manos.
**
Al morir Edmundo, aquel martes de Febrero, “La Gonzalera” se hundía,
por fin, cerca de la isla de Cuba. Dando tumbos por el Mar Caribe terminó por
encallar en la tierra de Fidel. Al entierro del patriarca se unió todo el pueblo,
sus descendientes vinieron de todas partes a despedirlo. Solo faltaron dos
bisnietos, dos nietos de Nicasio. Pedro Luís y Sofía, ambos estaban retenidos
en la capital por la asonada de los militares.
Con la nación aún convulsa, después del entierro, la familia González
abordó un autobús que los trasladaría al terminal de pasajeros que se
encontraba a 20 minutos del Cuchape. A medio camino, al tomar la curva de
“La Punta del Diablo” el autobús volcó y se incendió sin dejar sobrevivientes.
Ningún medio de comunicación se ocupó del accidente. Pedro Luís y Sofía se
enteraron que sus padres y tíos habían muerto una semana después.

Pedro Luis González Villarroel y Sofía Amanda González Villarroel no


podían aún creer lo que pasó con toda su familia. Completamente
incomunicados, desde aquel martes de febrero de 1.992, se enteraron del
fatídico accidente por un vecino del Cuchape, a quien llamaron por no tener
respuestas a ninguna llamada telefónica.
Pedro Luis, Teniente Coronel, al momento de la asonada militar dejaba a
su hermana a la entrada del Palacio Presidencial, donde la esperaba un equipo
de microondas de una televisora. Sofía Amanda había regresado de improviso
al país desde Nicaragua y dio la primicia a nivel mundial de lo que estaba
pasando. Pedro Luis se dirigía a su destacamento cuando fue detenido por un
pelotón de la Guardia Nacional, no sabía del golpe, su hermana nunca le
comunicó lo que estaba pasando.
Sofía obtuvo la información en Nicaragua, a través de un video, al
comunicarse con su jefe, la conminaron a tomar un vuelo inmediatamente.
Una cosa llevó a la otra, el parentesco y los hechos que se sucedieron los
llevaron a ser detenidos. Salieron libres una semana después, su hermana
reveló la fuente, y Pedro Luis se hizo el estúpido.
En realidad, Pedro Luis, sabía del golpe, lo que pasaba en su unidad le
inquietaba desde varios meses atrás y el Ministro de la Defensa, enterado por
él, estaba al tanto de que a los militares les estaban calentado las orejas.
Aquello salvó a Pedro Luis de un juicio militar. El problema era Sofía ¿Quién
le dio el pitazo de la hora? la policía política y militar no era tonta. La
cobertura mediática que ella montó lanzó al estrellato a uno de los cabecillas,
aquel oficial encargado de tomar el palacio lo encontraron escondido cerca del
Palacio Presidencial.
Ante cientos de cámaras de televisión el militar se rindió y ordenó a sus
compañeros deponer las armas, los felicitó por lo que lograron hacer, asumió
su responsabilidad en aquel fallido golpe y le dijo al país:
—Por Ahora.
Las grandes agencias de publicidad se metieron un dineral con aquellas dos
palabras. El general que lo dejó hablar lo metieron preso de inmediato.
Los desplazados del poder político, responsables de aquel sacudón y la
asonada militar que acababa de fracasar, se felicitaron entre ellos por el
impacto comunicacional de la derrota. El plan salió como lo esperaban,
decían, necesitaban que aquel oficial, el único en fracasar en la rebelión,
incursionara en la política.
—Conseguir un indulto es fácil, para eso está la presión social,
manejaremos eso —indicaban.
Cuando a Sofía Amanda le preguntaron: — ¿Quién fue tú fuente? — No lo
dudó ni un segundo, sin titubear señaló al cabecilla de la rebelión, le creyeron
cuando mostró el video que recibió en Nicaragua.
Pedro Luis y Sofía heredaron de su bisabuelo Edmundo, los ojos y el color
de la piel, de su abuelo Nicasio la estatura y la astucia para relacionarse y
aprovecharse de cualquier circunstancia que le permitiera sortear las
dificultades. Los dos hermanos se entendían sin hablarse casi y en aquel
momento, habiendo quedado solos, no necesitaban hablar.
La camioneta que conducía Pedro Luis, con Sofía sentada a su lado, subía
la estrecha carretera que llevaba al Cuchape. La famosa “Punta del Diablo” no
los hizo detenerse, solo una oración en silencio y la señal de la cruz delataba el
dolor que las lágrimas gritaban. El corto trayecto que quedaba hasta el
Cuchape los hizo recordar, en tartamudeos dolorosos, lo felices que habían
sido cuando visitaban la casa del Abuelo Edmundo. La casa de La Gonzalera,
como decían los viejos, nunca estaba sola, ahora era diferente.
A una semana de la tragedia, la casa de El Cuchape mostraba aún en su
porche la sempiterna butaca del Abuelo Edmundo. Meciéndose apenas con la
brisa que llegaba de la bahía, pareció detenerse cuando los hermanos
estacionaron el vehículo. Habían pasado el último año nuevo en aquella casa,
compartiendo en familia. Sofía se sonrió al recordar el ritual del abuelo
Edmundo.
Todos los 31 de Diciembre de cada año, a las cinco de la mañana,
levantaba al que estuviera dormido y lo sacaba de la casa, se sentaba en la
butaca y aquel que quería entrar nuevamente tenía que pedirle la bendición y
besarle la mano. Pancha nunca siguió el ritual. Pedro Luis, muy pequeño, le
preguntó una vez a la abuela Pancha por qué no seguía el ritual. Pancha se lo
quedó viendo y le dijo:
—Tu abuelo no es familia mía.
Aquellos 31 de Diciembre, antes de la cena de año nuevo, el abuelo se
lavaba las manos y se sentaba a la mesa, Sofía, queriendo mofarse de aquello,
en plena cena, le dijo una vez:
—Abuelo, en todo el año no te lavas las manos para comer, ¿gracias a dios
vas aprendiendo de urbanismo, estás leyendo a Carreño?
Edmundo se la tenía en la punta de la lengua cuando le contestó riendo:
—Bueno Sofi, es que después de tanto besuqueo tenía las manos llenas de
saliva. Uno de los mocos tuyos los tenía pegados de los dedos. Todavía te
queda uno colgando de la nariz, parece una lombriz haciendo mandados.
La reacción fue automática, Sofía se llevó los dedos a la nariz y todos en la
mesa rompieron a reír.
Pedro Luis y Sofía entraron a la casa, todo seguía igual, después de la
muerte de la Abuela Pancha, la casa había sido echada abajo y vuelta a hacer.
El Abuelo Edmundo quería que la bahía se viera desde aquel salón y le pidió a
su hijo Nicasio que la rediseñara. La construcción se hizo en seis meses, la
habitación de Edmundo, a un costado de la sala, tenía la mejor vista exterior.
La pared interior de aquella habitación, se unía al cerro, era de piedra. La
gente que trabajó en la casa era del pueblo, la que trabajó en aquella
habitación solo la conocía Nicasio, la trajo de Sacarac y la hicieron en seis
semanas, cuando todos los obreros del pueblo se fueron. La habitación del
abuelo Edmundo guardaba en su interior lo que él llamaba el “cuarto secreto”.
Detrás de la pared de piedra, disimulada en todos sus detalles, completamente
ventilada, estaba su “Gonzalera”. Pedro Luis y Sofía se enteraron del “cuarto
secreto” cuando el Abuelo Edmundo se los enseñó, les hizo jurar que mientras
estuviera vivo entrarían una sola vez, después que el muriera podían hacerlo
cuando quisieran. Esa vez les dijo:
—Todo el mundo guarda secretos, en ese cuarto están los míos, respeten
eso mientras yo viva.
**
La tarde moría en la bahía y Pedro Luis, sentado en un mueble de la sala en
la casa del abuelo Edmundo, miraba a Sofía apoyada en la ventana. Se le
notaba agotada, los ojos desencajados decían del cansancio físico y mental que
tenía. Pedro Luis, entrenado en la Academia Militar, no estaba cansado, el
dolor por la muerte de tantos seres queridos, en un instante, lo hacía parecer
más bien apesadumbrado. Se levantó del mueble y se dirigió al pequeño bar en
la esquina de la sala, tomó dos vasos y sirvió dos generosas raciones de ron
seco de una botella a medio consumir que había en el estante. Caminó hacia
Sofía extendiéndole el vaso, esta lo miró y largó el llanto, lloraron a moco
tendido por un buen rato, ya más calmados y con los ojos enrojecidos,
desocuparon el vaso de un solo trago. Pedro Luis, se dirigió nuevamente al
bar, sirvió dos nuevas raciones diciendo como al descuido:
—De milagro estamos vivos Sofi.
Su hermana tomó un pequeño sorbo y le miró, las palabras le salieron al
rato:
—Si no nos detienen después del golpe, también nosotros estaríamos
muertos, papá y mamá, los tíos… toda la familia, una verdadera desgracia
Pedro.
Al terminar la botella del bar, ambos decidieron escudriñar en los secretos
del abuelo, caminaron hasta su habitación y se pararon frente a la pared de
piedra adosada al cerro. Un dibujo hecho con losas pequeñas daban forma a un
Timón que resaltaba en la estructura, cada losa correspondía a una letra del
alfabeto; para acceder al cuarto del otro lado tenían que empujar las losas
apenas en el orden preciso. El abuelo decía pocas veces aquellas palabras: “La
Octava Isla”, esa era la clave para entrar.
Al empujar las losas formando aquellas palabras, el timón se abrió desde
su centro hacia arriba, hacia abajo, y a los lados en una circunferencia
perfecta, sin apenas hacer ruido. Al entrar, el Timón se cerró solo, un clip
encendió las luces adosadas al techo y una suave corriente de aire fresco
comenzó a soplar a través de diminutas ranuras del piso. Una cuerda tejiendo
una cadena bajaba del techo, muy cerca de la entrada, al halarla, el timón se
separaba para salir. Sofía comentó:
—Muy ingenioso, la habitación es hermética, una trampa si te quedas
atrapado aquí adentro.
Tres monitores, al lado de un pequeño escritorio con su silla, mostraban el
frente de la casa, el acceso a la habitación del abuelo y el interior mismo del
cuarto. Pedro Luis, al observar la habitación, agregó:
—El abuelo veía todo antes de salir de este cuarto.
El cuarto medía cuatro por cuatro y era muy cómodo, la primera vez que
entraron al “cuarto secreto” estaba sin nada. Ahora la pared de fondo sostenía
un anaquel repleto de libros dispuestos en perfecto orden, en la de al lado
colgaban siete morrales de lona sostenidos por clavos hundidos en las piedras,
en la otra pared un archivador, un pequeño refrigerador, un diminuto bar
repleto de bebidas y dos sillas giratorias. En el escritorio reposaban dos sobres
amarillos cerrados. En uno se leía Pedro y Sofi, el otro sobre tenía el nombre
de Nicasio.
Pedro Luis y Sofía tomaron los dos sobres, vieron por los monitores si
podían salir con seguridad y halaron la cuerda.
Al abrirse el timón, salieron del cuartucho y atravesando la habitación del
abuelo Edmundo, llegaron a la sala casi corriendo, se sentaron en el sofá y
mirándose como temerosos, asustados, observaron por el ventanal que la
noche había entrado. No tenían prisa en abrir los sobres, algo no encajaba en el
cuartucho del que terminaban de salir, algo estaba fuera de lugar o no tenía
que estar allí.
Pedro Luis tenía los dos sobres en la mano, se quedó con el del abuelo
Nicasio y el otro se lo entregó a su hermana, buscó el estante del bar con la
mirada y al ver una botella de ron le dijo a Sofía que si quería una cubalibre,
ésta asintió, al tiempo que rasgaba el sobre para sacar su contenido.
El joven sirvió las bebidas y se sentó al lado de su hermana, ésta tenía tres
hojas de papel tamaño carta escritas a mano y comenzó a leerlas:
Martes, febrero de 1.992
Mis queridos nietos, hoy caímos en la trampa, me costó mucho llegar a
esta conclusión. Cuando vi a Sofi por la televisión a las 5 de la mañana, no me
cupo la menor duda. Cuando vi y escuché lo que dijo aquel militar, aplastado
por el poder que él quería y no pudo conseguir, el corazón me dolió tanto que
creo que hasta hoy viviré.
“Mi País” encontró su adalid, su líder, su salvador. ¡Por Dios! ese hombre,
más temprano que tarde dirigirá los destinos de este país. Embobó a las masas
y mi nieta cayó en la trampa, ese militar es un político, estos nunca dicen la
verdad. No me extrañaría que te metan presa, saldrás para leer estas líneas, no
lo dudo, seguro que a tu hermano también lo meterán preso, por tu culpa, y
estará contigo ahora.
Sofía hizo una pausa miró a su hermano y continuó leyendo:
Cuando en el año 1.989 se convulsionó el país por comida, con la excusa
del aumento del precio del combustible, cada una de las grandes, medianas y
pequeñas ciudades, sufrió de los saqueos y el vandalismo de sus propios
vecinos. ¡Santo cristo! Todo estaba orquestado, controlado y concebido con
insanos propósitos para que el país se estremeciera hasta la raíz. Mentes
malévolas, sedientas del poder que nunca habían tenido, estaban detrás de todo
ello; ¡Dios Querido! la trampa la estaban armando y no me había dado cuenta.
En una ocasión, su abuelo Nicasio me decía que el sentía que parecía estar
viendo dos países en uno. Los años nos hacen ver más allá de nuestras narices,
este país se va a partir en dos, cuando eso suceda, ¡Que Dios nos proteja y nos
ampare!
Pedro, no insistas con la carrera militar, siempre respeté tu decisión, hoy
no la respetaría. A los militares los van a meter en la política, ellos van a ver a
este país como un cuartel y le van a poner la bota encima, lo van a pisotear y
el pueblo al final se va calentar, una guerra civil no curará las heridas. El
verdadero soldado respeta, el político deshonesto que creamos no respetará a
nadie. Pedro, hazme caso, los sables sirven para todo, menos para sentarse
sobre ellos.
Hoy la oscuridad no la vamos a ver, la mediocridad, el pillaje, aún no ha
emergido en toda su plenitud, cuando esto suceda y el poder de las
instituciones se corrompa todavía más, necesitaremos un verdadero milagro.
¡Dios nos dio todo en este país y lo echamos a perder! ¡Dejamos que pasaran
las cosas! ¡Esa gente no tiene amor por Mi País, lo van a destruir!
Les quiero mucho, cuídense.
Su abuelo
Mundo
Así finalizaba la carta escrita el mismo día que falleció. De repente Sofía
se levantó como impulsada por un resorte, pensó en los morrales.
Pedro le siguió al cuarto del abuelo y entraron al “cuarto secreto”. Sofía
desprendió cada una de los morrales y cerraron el cuarto, ya en la sala y
cómodamente sentados, Sofía le dijo a su hermano:
—Observa bien, este morral es diferente a los demás, es más viejo, los
otros son de un material parecido en el color, pero no tienen la misma textura
y el desgaste de éste que te estoy mostrando, da la impresión de haber tenido
mucho uso, no se…
Pedro Luis la interrumpió al vaciar el contenido de cada uno en el piso.
Los morrales tenían un peine, un espejo, una navaja, una camisa vieja, un
pantalón viejo y unos zapatos viejos. Además todos estaban identificadas con
los nombres de: Agapito, Ángel, Tabito, Crisanto, Mundo, Lencho y Esteban
Sofía revisó el morral de Mundo y éste solo tenía el peine, el espejo y la
navaja, estos útiles personales eran viejos, igual que el morral.
Pedro dijo en voz alta lo que Sofía pensaba:
—Todo el mundo tiene secretos y aquí tenemos uno del abuelo, te aseguro
que su nombre verdadero no era Edmundo y ¿Qué edad tenía el abuelo?
Pedro Luis miró a Sofía, esta recogió los morrales sin decir nada y metió
cada cosa en su lugar, los llevó al cuarto del abuelo formando un signo de
interrogación en la cama, lo cerró con el morral de Mundo.
Pedro rasgó el sobre de Nicasio y comenzó a leer en voz alta:
Diciembre 30 de 1.989
Querido hijo, te voy a decir algo, es hora que te prepares para lo que estoy
seguro vendrá, los tiempos malos están cerca. Un Nuevo Orden político quiere
regir los destinos de Mi País. Si somos permisivos y apáticos ante lo que
harán, es porque no tenemos identidad, esa gente, del Nuevo Orden, no es Mi
País, ellos son el país que nunca quise, dile esto a mis nietos.
En tal sentido, es necesario que confíes en mí, como hasta ahora lo has
hecho.
¿Ha sido un acierto que la familia González haya puesto en mí su
confianza, como apoderado legal de todas las propiedades que a lo largo de
sus vidas han logrado tener?, no lo sé. Por ello, al tener el poder de todo lo que
tienen, es mi decisión que sepas: He delegado ese poder a dos de tus nietos, a
Pedro Luis y a Sofía Amanda, ellos tienen mi absoluta y total confianza de lo
que tengan a bien considerar se deba hacer con los bienes de todos. Los
documentos y papeles necesarios están a buen resguardo en los archivos. Todo
lo que se necesita está allí, en mi cuarto. Cuando leas esta carta estaré jugando
una partida de Truco con San Pedro. Te espero por allá.
Te quiere
Tu papá
La carta había sido escrita casi tres años antes y Sofía al mirar a su
hermano sabía que estaba por llorar en cualquier momento. Caminó hacia él y
por segunda vez lloraron juntos, abrazados, ahora en silencio.
Un rato después, salieron de la casa y caminando bajaron hasta el pueblo a
comer, no lo habían hecho desde que salieran de la capital. En esos días estaba
por iniciarse el carnaval y se hacían preparativos aquí y allá para los desfiles y
los disfraces, se adornaban comparsas para las festividades. Sofía le decía a
Pedro Luis con cierta pena y dolor en la voz:
—Hace una semana escasa tuvimos un intento de tumbar al presidente y
aquí no ha pasado nada.
Unos niños disfrazados de militares y con fusiles de juguetes, ensayaban su
participación en el carnaval. Todos usaban una boina del mismo color con un
pañuelo alrededor del cuello, imitaban al personaje que Sofía había señalado
como su fuente.
Pedro Luis le susurró:
—La trampa sigue armándose Sofi, el abuelo tenía toda la razón, tenemos
que trabajar muy duro y con astucia para no volver a caer en ella. Fíjate en
quién está organizando el carnaval, el más sinvergüenza de los personajes del
pueblo, tú y yo lo conocemos desde que éramos jovencitos, ¿te acuerdas? Le
decíamos el pimentón, estaba metido en todos los guisos.
En el pueblo se toparon con conocidos y amigos del abuelo Edmundo y su
familia, estos les dieron el pésame por las pérdidas entre palmadas y abrazos.
Tarde ya se dirigieron al Cuchape, durmieron más de seis horas tendidos sobre
una colchoneta en la sala de la casa.
Al levantarse, aún el sol no había salido, se asearon y cambiaron, tomaron
la camioneta y se dirigieron a la bahía. La pesca y la agricultura le daban vida
a la región y el petróleo se explotaba en los estados vecinos, el dinero se
movía a manos llenas desde esos sitios hasta los pueblos aledaños, el turismo
daba sus pinitos y la droga corría desde allí a todos lados.
Pedro Luis y Sofía no eran ajenos a esta situación, sabían que en la costa,
secretamente, se traficaban todo tipo de sustancias, especialmente por aquella
bahía. Las autoridades, al hacerse de su tajada, se hacían de la vista gorda. Era
muy peligroso meterse con esa gente, podías aparecer muerto en cualquier
sitio, si es que aparecías.
Desayunaron muy cerca de donde llegaban los botes a descargar el pescado
para las cavas. De cuando en cuando Pedro Luis miraba a Sofía indicándole
una que otra cosa. Sofía sabía de qué se trataba, disimuladamente tomó a
Pedro Luis del brazo, se montaron en la camioneta y tomaron la vía a
Onapurac. Ya en el vehículo Sofía le preguntó: — ¿Desde cuándo lo sabes?
Este le respondió sin mirarla:
—Desde hace seis meses, el Abuelo Nicasio me lo dijo, al abuelo
Edmundo no le gustaba el negocio de las cavas, ese negocio está sucio, decía.
En el pueblo siempre han creído que soy ingeniero, nadie, hasta donde yo sé,
me ha visto con el uniforme militar, la droga está aquí en todo. Por lo menos
una de esas cavas tiene.
Al pasar por la “Punta del Diablo” Sofía le preguntó: — ¿Lo de la familia
no fue un accidente?
La respuesta fue rápida y tajante:
—No, estoy seguro de que los mataron.
De allí se devolvieron al Cuchape, compraron enlatados, galletas, café,
pan, jamón y queso, guardaron la camioneta en el garaje, donde otra
camioneta idéntica permanecía estacionada y se encerraron en el cuarto
secreto del abuelo. Tenían razones para esconderse. Pedro Luis temía por la
vida de ambos; si sus sospechas eran ciertas intentarían deshacerse de ellos esa
noche, así se lo dijo a Sofía.
Pedro Luis preparó todo el escenario para hacer ver que habían tenido
éxito, encendió la televisión, apagó la luz y colocó bultos y almohadas en la
colchoneta de la sala.
Metieron los morrales en el cuarto secreto, así como comida, agua y café
suficiente para trabajar toda la noche. En el trayecto desde la capital Pedro
Luis le había comentado a su hermana:
—El abuelo Edmundo ha sido precavido siempre, todas las propiedades es
posible que puedan venderse sin problemas.
Sofía le recordó a Pedro Luis de aquella conversación:
—El problema ahora radica en que tenemos que vender sin que nos
encuentren.
Una lucecita roja en el monitor que visualizaba el exterior de la casa
comenzó a titilar, Pedro Luis miró la hora en su reloj y eran las 2 de la
mañana, dos hombres armados daban vuelta al porche y miraban por la
ventana los bultos extendidos en el piso. Dispararon a quemarropa rompiendo
los vidrios, Sofía miraba aterrada el monitor. Los hombres no entraron a la
casa, caminaron por el porche mientras encendían dos cigarros y salieron
tranquilamente en la obscuridad. Pedro Luis los siguió cerro abajo; eran gente
del pueblo, y él sabía quiénes eran, el abuelo Nicasio les compraba pescado de
las cavas. Horas antes les habían dado el pésame.
Al rato regresó junto a Sofía que temblaba ostensiblemente, le tomó las
manos tratando de calmarla:
—Sofi, te necesito, tenemos que irnos del Cuchape, vamos a llevarnos los
archivos del Abuelo Edmundo, los morrales y su biblioteca, hay que meter
todo en la camioneta; quemaremos la sala, cuidaremos que la candela no
llegue al cuarto del abuelo y al resto de la casa, sé cómo hacerlo, solo se
quemará la sala, la convertiremos en cenizas, no quedará nada. En el garaje
está la otra camioneta, dejaremos la mía. En el pueblo no saben de este otro
vehículo, no lo han visto, vamos a tratar de desaparecer.
Eran las tres de la mañana cuando abandonaron el lugar, sin entrar al
pueblo. Seis meses después, un hombre y una mujer compraron la casa del
Cuchape y las tres hectáreas de terreno que la rodeaban, querían invertir en
una posada y les parecía que aquel sitio estaba perfecto.

Llegó el año 1.998 y aquel oficial trasnochado, después de haber sido


mandado a insultar, años antes, por un presidente que ya estaba masticando
agua, resultó que lo indultaron. Así las cosas, se lanzó al ruedo electoral y
arrasó en la contienda convirtiéndose en Presidente del País.
Los partidos políticos y los centros de poder se las ingeniaron de mil y una
maneras para evitarlo. No pudieron conseguir tal cosa. En tres años intentaron
congraciarse con él para compartir poder y privilegios; desacreditados todos y
desparramados por doquier, se quedaron con los crespos hechos.
La Constitución, reformada, le dio un nuevo nombre al país, aquellos
senadores dueños de bancos, medios de comunicación, inmensos lotes de
terrenos y fincas, compañías de servicios al estado, y pare usted de contar, se
quedaron como pajaritos en grama, viendo para los lados.
El mundo industrial y empresarial, al vislumbrar el nuevo poder político
que emergía y desplazaba un sistema, a todas luces agotado, quisieron
comprometerlo al servicio del poder económico. Se equivocaron. Se quedaron
sin fincas, sin empresas, sin medios de comunicación y muchas cosas más.
Los sindicatos, antes patronales, comenzaron a ser oficiales, ni siquiera el
paro petrolero de una de las mayores empresas del mundo, pudo detener al
“Nuevo Orden”. A trote y moche el soberano, el pueblo, se erigía con su líder,
a transformar aquel país en una sociedad de iguales para beneficiar a todos. La
nueva democracia dejó de ser representativa volviéndose participativa.
El último diciembre había sido de espanto y brinco, el soberano se las vio
negras con el paro de la industria petrolera, aquel paro puso en bandeja de
plata el control de la empresa en manos del Sr. Presidente; entrando el 2.002
las heridas de la oposición política sangraban en carne viva. El “Nuevo
Orden”, “El Régimen”, según los opositores, no era legítimo. El gobierno por
su parte encadenaba a los medios a cualquier hora, la lucha comunicacional se
volvió una auténtica guerra, el Sr. Presidente sustituía a las telenovelas con
una arenga de insultos que dividía más y más al país; las películas pasaron a
ser alocuciones presidenciales que llenaban de resentimiento y odio a todos.
Se hablaba de gallineros verticales, de huertos y sembradíos en casas y
apartamentos, nuevas centrales azucareras, comunas, redimensionamiento del
sistema educativo, planes de la patria, siembra petrolera, colectivos, misiones
para esto y aquello.
Desde hacía rato, aquella oposición, autonombrada ahora “Sociedad Civil”,
todavía con inmenso poder comunicacional y queriendo enmendar errores,
vendía la equivocación, la decepción y la frustración como una matriz de
opinión general. La “Sociedad Civil” no actuaba por impulsos, le habían dado
en el bolsillo y se estaba defendiendo. Lo que no sabían, ni les pasó por la
mente, es que el “Nuevo Orden” había estructurado, desde tiempo atrás, un
complejo complot para dar el golpe final a lo que habían dado en llamar una
conspiración del imperio.
En esos días, Pedro Luis y Sofía, desprendidos completamente de sus
anteriores ocupaciones, con nuevos rostros e identidades y una envidiable
posición económica, pasaban desapercibidos entre el común de la gente que
anteriormente eran parte de su entorno laboral y social.
Desde el año 1.992, cuando se quemó parte de la casa del Cuchape y
“murieron en aquel incendio”, buscaron cobijo en la casa de sus amigos
Bartolo y Columba González, eran hermanos huérfanos, como ellos. De algún
modo, la amistad se convirtió en amor y terminaron casándose.
Desaparecieron de La Capital abandonándolo todo, cambiaron sus rostros con
cirugía. Seis meses después, Bartolo y Columba, con nuevas identidades,
compraron la casa del Cuchape y la convirtieron en una modesta posada
turística con clientes exclusivos que hacían reservaciones con muchos meses
de anticipación.
Pedro Luis y Sofía, sin exponerse, se la pasaban en el Cuchape con sus
hijos, aquellos siete niños nacieron en dos cesáreas, el mismo día. Bartolo y
Sofía tuvieron trillizos, Columba de casualidad no se murió con los cuatro
tarajallos que trajo al mundo. Los niños cumplían el 11 de Abril del 2.002,
ocho años. Ese día un General, ataviado con un uniforme lleno de estrellas,
terminaba una transmisión en cadena nacional a un pueblo expectante
diciendo:
—… al Sr. Presidente se le pidió su renuncia… la cual aceptó.
En aquellos días, “La Sociedad Civil” tenía en vilo al país y al mundo con
las gigantescas movilizaciones de personas que concentraba en la Capital.
Exigían la salida del Sr. Presidente del poder.
Pedro Luis y Sofía, veían la televisión en ese momento. Aquel jueves de
abril, más temprano, una matanza debajo de un puente y un Presidente
hablando hasta por los codos en Cadena Nacional, ocultaban el drama que se
vivía a pocas calles del Palacio Presidencial, el poder comunicacional de la
“Sociedad Civil” salió unilateralmente de la cadena presidencial y partió las
pantallas de trasmisión en dos, mostrando al mundo su verdad oculta.
—Un Pueblo matándose entre ellos y el Sr. Presidente hablando y
hablando, —decían
La cúpula militar vio en aquello su hora estelar; sin tropas, se apresuraron
a montar el show. Toda una secuencia de acciones en vivo y en directo por
radio y televisión señalaban al Presidente como culpable de lo que ocurría.
En horas apenas, metieron preso al Sr. Presidente, un empresario se
nombró a sí mismo presidente, cientos de cámaras filmaron el momento
cuando se juramentaba. Derogaron la novísima constitución vigente,
destituyeron a todo el mundo en el gobierno, nombraron un nuevo gabinete, y
al país volvió a ponérsele el nombre que tenía antes. Se armó una cacería de
brujas que buscaba hasta debajo de las piedras a funcionarios del “Régimen”.
Todo lo hicieron en un santiamén.
Un periodista, muy conocido por Sofía Amanda, decía por televisión:
— Hoy Tenemos un Nuevo Presidente.
La sonrisa de aquel Periodista era tal que casi se muerde las orejas.
La nueva familia del Cuchape, apagó la televisión y las luces de la sala,
encendieron las velas de una torta inmensa, cantaron cumpleaños y comieron
de todo lo que había preparado Columba; jugaron con los cumpleañeros y
esperaron que el sueño los venciera.
Solo los niños durmieron, Pedro Luis, Bartolo, Columba y Sofía, como
millones de personas en el país, esa noche no pegaron un ojo.
Cuando la televisión mostró las dos imágenes en vivo en una pantalla
dividida y las trasmisiones oficiales dejaron de salir al aire, Pedro Luis y Sofía
se miraron, movieron la cabeza de lado a lado cerrando los ojos. La posada no
tenía huéspedes ese día, Bartolo y Columba se acercaron para ver la televisión
junto a ellos mientras los niños jugaban en el porche. En aquel momento, el
General de las estrellas terminaba diciendo:
—…la cual aceptó.
Bartolo miró a Pedro Luis y le dijo:
—Tú y yo conocemos a ese señor.
Pedro Luis miró a Sofía:
—Claro hombre, ese General es uña y mugre del arañero, jugaban El Truco
en la Academia, con sus tretas nadie les ganaba, eran unos oficiales del
montón, pero había algo en lo que sobresalían y eran reconocidos: La Filosofía
de la Guerra, sobre todo el arañero; te digo una cosa, daba gusto escucharlo
hablar de Historia, a veces, hablaba tanto que le decían: ¿Por qué no te callas?
No conseguían que dejara de hablar.
La breve presidencia de aquel empresario rompió el récord Guinness. El
“Nuevo Orden”, tiempo después, a través de sus voceros, decía a los medios al
comentar acerca de aquel récord:
—No tanto por lo breve, sino también por lo estúpido que hicieron todos
los que se metieron en esa pantomima. Lo cierto es que violentaron
abiertamente la Constitución y no sabían que hacer. Le tuvieron miedo al
soberano, al pueblo.
Cuando un General con tropa y aviones, compadre del arañero, les mandó
una nota a los que tenían el show en el palacio, se asustaron. Ya la fuerza aérea
que comandaba aquel General se dirigía al palacio, La nota decía:
Si el Sr. Presidente no es restituido a la brevedad, la unión cívico-militar
junto al soberano, el pueblo, hará lo que tiene que hacer.
En ese momento se terminó el golpe de estado. El día 13 de Abril, con un
Cristo en la mano, el Sr. Presidente retomó el control del cargo.
Horas después de aquella asonada golpista El General del montón de
estrellas le decía al Sr. Presidente junto a sus asesores:
— ¿Qué le pareció mi comandante?, usted tenía el perico y yo la perica,
los dejamos hacer la primera y se la comieron… como decía aquel gocho que
caminaba brincando charcos…, son unos ilusos.
El Sr. Presidente, con un café negro humeante en el escritorio y
estrechándole la mano, dijo:
—La trampa que montamos los llevó al sepulcro. Ahora de aquí no nos
sacan ni en mil años. No volverán.
Con los años, aquel General que acabó con el brevísimo golpe de estado al
Presidente, lo metió preso su propio compadre, el motivo: Corrupción.

Pedro Luis González y su esposa Columba, Bartolo González y su esposa


Sofía pasaron esa noche de Abril en el “cuarto secreto”. Bartolo había hecho
un excelente trabajo en la pared del fondo del cuarto y le ganó más de diez
metros en profundidad al cerro, lo modernizó colocándole televisión por
satélite y computadoras de última generación. Los morrales se mantenían en
su sitio original y los secretos del abuelo Edmundo ya no lo eran tanto.
Cuando se sentaron cómodamente en sendos sillones en el cuarto, Sofía
solo dijo:
—El abuelo Edmundo no se equivocó ni en una coma, en este país falta
mucha agua por correr.
Por esos días salían a entretener a los muchachos desde que salía el sol
hasta muy entrada la noche, los huéspedes, extranjeros en su mayoría, no
portaron por la posada en mucho tiempo, los González trabajaban en aquel
refugio cuando los niños descansaban por la noche.
El Sr. Presidente, con su popularidad por las nubes, no perdió el tiempo y
desplegó su entorno militar por los centros de poder del nuevo sistema que iba
arropándolo todo. Las instituciones, aún sujetas a los viejos esquemas, se
fueron doblegando.
El periodista que anunció al Nuevo Presidente, al que luego llamarían “El
Breve”, desapareció de las pantallas de televisión, se le escuchaba de vez en
cuando en un programa de radio, no parecía bravo ni molesto por aquello, el
espacio que tenía en la estación trasmitía música.
Las elecciones que se convocaron al poco tiempo, para darle legitimidad al
“Nuevo Orden”, contó con la participación de “La Sociedad Civil”, estos
apoyaron ciegamente a un oficial que ahora era enemigo público del Sr.
Presidente a quien tildaba de asesino.
—“Águila no caza moscas” — vociferaba el Presidente en la efervescencia
de la campaña para su reelección.
Aquel oficial perdió. Meses después, ostentaba un cargo de postín en el
tren ejecutivo del Sr. Presidente, ¿un premio?
Cuando se convocaron elecciones parlamentarias a la asamblea nacional, la
oposición llamó a la abstención y dejó los espacios libres al gobierno.
Pedro Luis, al observar aquella jugada política, le dijo a Bartolo:
—La Oposición se metió a bruta, no hay otro calificativo para ellos, no han
entendido que el gobierno es malandro, está saturado de delincuentes.
Todos los gobiernos han tenido aduladores de oficio, en todo el mundo los
hay, mientras están recibiendo favores y regalos, sin importarles nada,
aplauden. A todo le dicen sí, la “Sociedad Civil” comenzó a llamar a estos
personajes: “Pingüinos”.
Con los precios del petróleo en la estratósfera y un país tropical con
aquellas aves del polo, las arcas del tesoro nacional se llenaron a reventar de
dólares. El soberano, es decir, el pueblo, comenzó a recibir lo que por derecho
decían les pertenecía y el gobierno hizo lo que le dio la gana, sin control
alguno.
Las misiones sociales, sin lugar a dudas, necesarias para atender al pueblo,
se fueron transformando en mecanismos de adhesión al sistema. Los
sindicatos comenzaron a pedir el derecho de participación en la dirección,
toma de decisiones y rentabilidad de las industrias, empresas y fincas; el
estado se las expropió a los dueños, no les pagó y se las dejó gratis al
soberano, al pueblo. Las fincas ganaderas, lecheras, porcinas y avícolas
corrieron la misma suerte.
Los campesinos comenzaron a recibir grandes lotes de terrenos para el uso
agrícola y créditos para el cultivo, nunca sembraron una matica y tampoco
pagaron. Un país, otrora productor y exportador mundial de café y cacao,
ahora tomaba café y cacao importado en tazas de porcelana.
El gobierno, generoso, compraba conciencias en varios de los estados de
América y del mundo, los “Pingüinos” tropicales llenaron las organizaciones
internacionales del orbe y sus aplausos retumbaban dentro y fuera de sus
recintos. Por esos años el petróleo le generó al país muchísima más cantidad
de dinero que en toda su vida republicana.
La oposición, a través de sus portavoces decía:
—Esta nueva democracia participativa, no ha entendido las lecciones del
pasado, los oportunistas no tienen por qué entenderlas. Sus ambiciones y no el
país están primero.
El gobierno se transformó en una poderosa maquinaria comunicacional y
política al servicio del “Nuevo Orden”.
Desde el año 2.002 “El País de Edmundo” se terminó de partir en dos. La
nueva burguesía que emergió se hizo supermillonaria en un abrir y cerrar de
ojos.
Allá en el Cuchape Pedro Luis le decía a Bartolo y a Sofía:
—Los gobernantes de antaño eran unos roba gallinas al lado de los
integrantes del “Nuevo Orden”, el saqueo que han hecho de las arcas públicas
es asombroso, las deudas del país se han multiplicado, no hay quien los
controle, todo es una tapadera entre ellos mismos. Al parecer, todos
aprendieron muy bien el juego de El Truco. Te acuerdas de aquel General del
montón de estrellas, se ganó un buen puesto en una embajada. No volvió a
aparecer en televisión, nunca dio entrevistas. Cosas de estos políticos
tramposos. Pura tapadera.
El Imperio del Norte, desde años antes, veía con molestia y preocupación
lo que sucedía en aquel país. Tenía que estar contrariado, las economías de los
países asiáticos, Rusia, China, Japón, entre otras, abrían sus fauces para
tragarse el mercado de todo el hemisferio. El Coloso del Norte lo sabía y decía
en el senado:
—Estamos perdiendo negocios por culpa de un país desconectado de la
realidad internacional.
Una endiablada red diplomática de alto nivel comenzó entonces a tejerse
alrededor del “Nuevo Orden”. El imperio tenía su manera de hacer las cosas y
desde el congreso, unos y otros, comentaban:
—Estos advenedizos creen que se las saben todas.
Meses después de la derrota del desastroso paro petrolero convocado por la
“Sociedad Civil”, un curioso juego de golf se daba entre el Representante para
Asuntos Latinoamericanos del gobierno norteamericano y el Embajador de ese
país en la “Octava Isla” en Washington.
La reunión había sido sugerida por el propio Presidente de los Estados
Unidos, aquella partida entre los dos diplomáticos se daba para medir una
posible reconsideración de las relaciones entre los dos países.
El asunto a tratar era considerado “Top Secret”, el embajador había sido
llamado a Washington y nadie, ni siquiera su esposa, sabía que estaba allí.
Peter Gunsi, así se llamaba el Embajador, le decía a Ronald Thompson,
Representante del Coloso Norteño:
—De una fuente creíble se me indica que al hombre prácticamente ya no le
queda tiempo.
— ¿De cuánto tiempo estamos hablando Peter? — preguntó Thompson.
—Cuatro a cinco meses — respondió Gunsi.
La conversación se daba en perfecto español, ambos eran oriundos de los
Ángeles y lo hablaban muy bien.
Thompson le aclaró:
—Al igual que yo, tú no puedes creer ya en una salida militar, sabemos que
ese país ha madurado mucho para caer nuevamente en una dictadura, lo que
dices es una falacia, no van a salir de una dictadura para caer en otra.
Gunsi se apoyó en el palo de golf para aclarar a Thompson la situación que
a su juicio vivía aquel país:
—Okey Ronald, el pueblo es realmente muy maduro, democráticamente
hablando, el asunto es que el presidente moderará su lenguaje, según la fuente.
Thompson lanzó una estruendosa carcajada.
—No me digas que le van a poner un bozal al Presidente, esa será la única
manera que ese señor se pueda callar — le aclaró.
Gunsi le atajó al decir:
—Estoy convencido de que una política decididamente dura por parte de
Washington, no creará otro gobierno como el de Cuba, la “Sociedad Civil” no
lo permitirá.
Ronald Thompson no estaba de acuerdo con aquello y lo encaró:
—Caramba Peter, ese hombre es un radical, por no decir otra cosa, ha
enfrentado a todos en su país, dividiéndolos, se echó encima a los medios de
comunicación, a los empresarios, a la iglesia, no sabe nada de diplomacia, cree
que manda en la OPEP, se cree un sabihondo en economía y hasta imparte
clases magistrales en la Academia Militar de su país. Te acuerdas de aquel
Presidente que cantaba, ahora a éste le ha dado por lo mismo en sus cadenas
interminables. Ese señor es un perturbador de oficio, pelea hasta con su
sombra, su naturaleza no le permite otra cosa, es un resentido social.
Estaban completamente solos en el campo de golf, ambos diplomáticos se
miraban frente a frente.
—Ronald, el asunto es que el Tío Sam considera que hay que dejarlo hacer
lo que él quiere con su país. Debemos dejar que el sistema que está creando
haga implosión, cuidando que no nos afecte nuestra economía y sigamos
perdiendo mercados, ¿Por qué crees tú que nos pusieron a jugar golf aquí?,
nuestro Presidente no es tonto.
El Tío Sam se equivocó, el “Nuevo Orden” no hizo implosión, se equivocó
en la salida del presidente, solo unos años después el presidente dejaba el
poder porque una enfermedad lo estaba matando.
Cuando el Sr Presidente se enteró que la muerte la tenía muy cerca, no
quiso dejar desamparado a su pueblo y con la mano en el corazón presentó a
su sucesor.
En su peculiar estilo de liderazgo comunicacional anunció al país:
—Aquí tienen a mi hijo mismo, él continuará mi legado.
Ungido con la Presidencia de la República en elecciones libres y
soberanas, el hijo del Presidente fallecido comenzó a ver la caída de los
precios del petróleo, trató de esquivar la tormenta que sabía vendría. Creó un
Santuario en un cuartel en una montaña, sus asesores le diseñaron una
monumental campaña mediática que le permitiría llevar a su padre a la cúspide
de la gloria eterna. Sobre sus hombros sortearía el temporal. Sin formación
profesional alguna tomó las riendas del país y comenzó el viacrucis. Cada
decisión que tomaba lo acercaba más y más al abismo, arrastrando al “pueblo
mismo”, “al soberano” a la desesperación y a la hambruna.
Algunas empresas exitosas, al tener experiencias concretas de la situación
económica que estaban viviendo, trataron de amoldarse a ella con rapidez, no
lo consiguieron, el estado voraz no lo permitió y desaparecieron, se fueron con
sus reales a otra parte.
El País, ahora sin recursos para comprar la comida, no podía acceder a ella,
lo mismo pasaba con las medicinas.
Las industrias y empresas se habían ido y las que quedaban se caían a
pedazos.
El “Nuevo Orden” encontró una explicación para la desastrosa crisis que
estaban atravesando. La Guerra Económica, no ellos, como vociferaba la
oposición, eran la culpable de toda la situación que se vivía.
—El Coloso del Norte y sus aliados capitalistas se han confabulado para
destruir El País y apoderarse de todos sus recursos, — decían los voceros del
gobierno.
Ya las poderosas economías asiáticas habían encontrado, en aquel país, el
caldo de cultivo que necesitaban para mantener sus economías.
Sin disparar una sola bala entraron en aquella Guerra y ocuparon los
centros del poder económico que el “Nuevo Orden” les cedía, el Coloso del
Norte, junto a sus aliados, conformó, al mismo tiempo, bloques de influencia
comercial y financiera que aplicaron sanciones para asfixiar al gobierno que se
les había enfrentado.
La “Sociedad Civil” decía a los periodistas:
—El “Nuevo Orden” trajo la guerra económica al país.
Así las cosas, los relatos de la cotidianidad de la gente eran terribles.
Niños y adultos ansiosos y a la expectativa de los pipotes y bolsas de
basura, hurgando en ella por comida. Hileras de rostros somnolientos y
desencajados esperaban que los negocios y farmacias abrieran para conseguir
algo de alimentos o medicinas. Colas resignadas para procurarse un miserable
carnet con apelativo de patria y a la espera de que el gobierno les regalara algo
para sobrevivir. Políticos presos por traición a la patria. Jóvenes llenando las
cárceles por protestar, periódicos cerrados por falta de papel, televisoras y
radios autocensuradas, decenas de miles de automóviles, camiones y
autobuses estacionados en las calles y avenidas por falta de repuestos, líneas
aéreas cerradas, grandes empresas de transporte marítimo con unidades
destartaladas.
El país estaba en el umbral del colapso, los “Pingüinos” tropicales aún
seguían aplaudiendo en el Palacio Presidencial y en otros sitios del mundo. La
hambruna terminó por llegar al soberano, al pueblo y el mundo entero
contemplaba atónito la diáspora creciente de una población muriéndose de
hambre y desesperada. El “Nuevo Orden”, impávido ante aquello, insistía:
—No volverán.
Todo el tinglado que se montó para construir un nuevo sistema político,
económico y social, según los que entendían de ésta cosas, se basaba en una
economía rentista que se mantenía con la industria de los hidrocarburos.
La oposición a través de sus economistas decía hasta el cansancio:
—Han Utilizado la empresa estatal petrolera para hacerse millonarios con
negociados fraudulentos e ilícitos. Sin diversificar la economía, al caer los
precios del petróleo, todo se está viniendo abajo. Los Dólares se perdieron, se
los robaron.
A todas estas, Pedro Luís y Sofía jamás pensaron en huir del País de
Edmundo, sus hijos pensaban otra cosa. Comenzando otro año el gobierno les
expropió la posada, en menos de seis meses, la dejaron en ruinas entre montes
y culebras. Todo lo que expropiaba el gobierno terminaba abandonado. Aún
conservaban la casa del abuelo y todos sus secretos.
Los hijos de Pedro Luis y Sofía eran los últimos descendientes de
Edmundo, conociendo por sus padres la existencia de aquel “cuarto secreto”
en El Cuchape, propusieron a sus padres construir una goleta.
Desde muy jóvenes habían hurgado en los libros y en los archivos de la
familia, al enterarse de la odisea de aquel abuelo navegante, buscaron en sus
padres toda la ayuda que pudieran darles para fabricar una embarcación.
Pedro Luis y Sofía se pusieron renuentes en un principio, no obstante, al
ver la determinación de sus hijos y las oleadas sucesivas de emigrantes que día
a día buscaban escapar por cualquier vía, no les quedó más remedio que
aceptar lo inevitable. Ayudarían a sus hijos a salir del País. Al hablar con sus
hijos, Pedro Luís les decía:
— Quizás desde otro país puedan hacer más que quedándose a morir de
hambre o presos aquí.
Sofía le decía a los suyos:
—No necesitan fabricar una goleta, pueden reparar lo mejor que
encontremos, la gente prácticamente está regalando todo para irse.
Aquello fue lo que hicieron. Buscaron por toda la costa un navío que
pudiera repararse y al encontrarlo utilizaron los pocos recursos de que
disponían para comprarlo. Lo colocaron en la bahía y desde el Cuchape podían
verlo asomados por la ventana del cuarto del Abuelo Edmundo.

Los hijos de los González estaban por terminar sus estudios en Ingeniería
Náutica, Civil y Mecánica. El País se hundía con las decisiones
incomprensibles, según la oposición, de un gobierno que llevaba a todos al
colapso navegando hacia el caos. El “Nuevo Orden” decía:
—Nos quieren invadir.
Los bisnietos de Edmundo, después de graduarse, consiguieron convertir la
embarcación en una hermosa goleta, la bautizaron como “La Gonzalera”. No
conocieron al abuelo Edmundo, pero siempre escuchaban hablar de él. Cuando
les dijeron a sus padres que le pusieron aquel nombre a la goleta, no
entendieron al momento el motivo de las sonrisas escondidas entre ellos. Se
enteraron entonces del verdadero nombre de aquel Abuelo y el de sus amigos
de la isla, lo del nombre de la Gonzalera ya lo sabían
Las velas de tres colores permanecían recogidas en sus amarras. Ninguno
de los amigos de aquellos jóvenes estaban presentes para ver lo que habían
conseguido los González, todos se habían marchado, los padres y abuelos de
sus amigos vendieron lo que pudieron por unos centavos. El País de Edmundo
se estaba convirtiendo en un asilo de ancianos.
Los hijos de Pedro Luis y Sofía, terminada la embarcación y lista para
zarpar, miraron hacia la casa de El Cuchape que descansaba en el cerro en la
más completa ruina.
**
Los últimos descendientes de Edmundo: Agapito, Ángel, Tabito, Crisanto,
Mundo, Lencho y Esteban, hijos de Pedro Luis y Amanda, entre lágrimas de
dolor se habían despedido de sus padres allá en la casa. Observaron los
morrales amarrados a los siete salvavidas colgados en la cubierta, éstos tenían
sus nombres enmarcados en un timón. Entre lágrimas levaron anclas y
desplegando las velas pusieron proa hacia el mar abierto perdiéndose en el
horizonte.
Arriba, en el Cuchape, los padres de aquellos jóvenes observaron desde el
porche las maniobras de sus hijos en la goleta que se alejaba de la costa. Las
lágrimas que derramaron se confundieron con el hilo de agua que comenzaba a
bajar del cerro con la más espantosa lluvia que habían visto. Al rato, aquel
pequeño río arrastraba desde muy arriba piedras, troncos y palos enormes,
llevándose por delante todo lo que encontró a su paso. No hubo tiempo para
resguardarse de aquel torrente de agua. El vendaval arrastró consigo el “cuarto
secreto” del Abuelo Edmundo, destrozándolo y depositándolo en la bahía,
exactamente en el mismo lugar donde Mundo, más de un siglo antes, había
visto desaparecer su Gonzalera.
De aquel desastre muy poco se habló, los ancianos que quedaban en el
pueblo lo recordaban de vez en cuando. Las desgracias que se sucedían eran
tantas que se fueron convirtiendo en el pan nuestro de cada día. Una atmósfera
de sumisión y conformismo se respiraba en todas partes. Los militares, al
entrar en la política, se llenaron los bolsillos y al que protestaba le ponían la
bota encima o lo metían preso. El miedo y la desconfianza entre hermanos
alimentaban la impotencia y la sumisión.
La constitución, convertida en letra muerta, pisoteada por sus dirigentes,
dejó a sus ciudadanos indefensos. Por cientos de miles, millones, los jóvenes
se fueron.
Tiempo después se celebraron elecciones a la Presidencia de la República.
Al día siguiente el nuevo gobernante se dirigió al pueblo en Cadena Nacional
de Radio y Televisión. Solo dijo:
—Por ahora, necesitamos un Milagro.
Un anciano al escucharle dijo a otro:
—Este es el país que nunca quise.
Los últimos jóvenes ya se habían ido.
Ninguno de los “Pingüinos” tropicales aplaudió. —Amor con hambre no
dura, —decían.
La hambruna también les había llegado a ellos.
Pasaron los años y los jóvenes regresaron. El País de Edmundo logró
levantarse de las ruinas, sucedió el milagro.

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