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Capítulo 1

Primavera de 1997 (Presente)

“El fatídico día del accidente”

Aquella primavera del año 1991 había sido extrema y sorprendentemente calurosa. El
terrible y catastrófico accidente que sacudió a la célebre y solemne familia Belmonte
Sans tuvo lugar un tórrido sábado 20 de abril de 1991. Ocurrió al mediodía, justo
cuando Tomás Navarro, el chico preadolescente de cabello liso y ojos color café que
solía repartir los periódicos en la bicicleta azul y blanca que le habían regalado sus
padres las últimas navidades, finalizaba su jornada laboral y volvía sano y salvo a su
casa.
Los pájaros seguían su canto, todo y cada uno de ellos felices y contentos en sus
copas de nidos que emanaban de entre los árboles, los cuales se mecían suave y
ligeramente con la leve y suave brisa que envolvía aquel fatídico día. Todo
aparentemente imperturbable. Como un día como otro cualquiera. Sin nada ni nadie
tener la menor idea de la terrible tragedia que estaba a punto de suceder en esa barriada,
tan pacífica e inalterada. Condenando a sus vecinos injustamente de por vida. Sin nadie
imaginarse todo el sufrimiento que acarrearía el accidente. Todo el sufrimiento que es
capaz de provocar una pérdida. Porque, en realidad, una pérdida, todo ese dolor que

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produce, nunca te lo puedes imaginar hasta que no lo vives en tus propias carnes. Es
mucho peor de lo que te puedas llegar a imaginar.
Hoy justo hacía seis años que Catalina y Carolina, la querida madre y la querida
hermana mayor de Daniela respectivamente, perdían la vida en un terrible y mortal
accidente de coche aquella cálida mañana a eso del mediodía, y, de aquella manera, les
dejaba solos y desamparados en la vida a ella y a su querido padre, el señor
Maximiliano Belmonte.
Daniela tenía tan solo doce años cuando eso ocurrió, y sin duda alguna ha sido el
mayor palo y la peor tragedia que le ha dado y que le dará la vida. O eso quería ella
pensar. Sinceramente, no cree que vaya a ocurrirle nada peor hasta el día en que se
muera. Aunque, en realidad, lo que era más triste de todo es que, de forma
completamente inexorable, una parte de su alma y, a la misma vez, un pedacito de su
corazón, habían muerto irremediablemente para siempre también aquel horrible día, y se
había marchado junto a ellas, su madre y su hermana.
Daniela ya no era aquella inocente y alegre que se divertía y se reía con todo.
Había cambiado. Ya no era aquella dulce niña que se levantaba cada día feliz y con
todas las ganas del mundo, con una sonrisa abismal de oreja a oreja. Feliz de tener a una
familia perfecta e idílicamente estructurada, dónde solo reinaba y florecía el amor, el
respeto, la bondad, la confianza y la comprensión. Pero todo eso cambió a raíz del
mortal accidente. Las sonrisas se transformaron en lágrimas, y la felicidad en una
profunda agonía. Algo hizo clic en ella y ya no volvió a ser la misma desde aquel día
tan horrible. Ya no era aquella pequeña niña para la cual cada día era como una
trepidante aventura. Ahora se había convertido en una persona diferente. Ya no tenía el
brillo en los ojos que antes siempre solía tener. Ya no tenía esa ilusión y emoción por la
vida. Todo eso se apagó. Algo se rompió dentro de ella. ¿Acaso había algo peor que
perder a dos de las pocas personas que más te importan, que más te querían en el mundo
entero y que daban sentido a tu vida?
Ella empezó a verlo todo desde una perspectiva completamente diferente. Su
vida ya no era de luz y de color, tal y como siempre había sido. Ahora era de colores
sombríos y de sombras. Ya no veía luz al final del túnel. Ahora lo único que podía ver
era oscuridad. Se había sumergido en una inmensa y eterna oscuridad. Y no podía salir
de ahí. En realidad, no podía ni quería.
Naturalmente, el accidente fue todo un acontecimiento totalmente caótico y
repentino para la familia. Y Daniela todavía se acordaba perfectamente del día en el que
sucedió todo. Con todo su pesar, recordaba impecablemente hasta el último detalle de lo
sucedido y del momento que lo acompañó. Se acordaba absolutamente de hasta lo más
mínimo e insignificante. De la temperatura que hacía aquel día, de la vestimenta que
llevaba puesta, del color de las sábanas de su cama... Aquel día le había marcado tanto,

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le había dejado tal huella, que todos esos pequeños detalles nunca se le iban a ir de su
memoria.
Todo empezó a eso de las doce de la mañana. Ella se encontraba plácidamente
tendida en la cama leyendo un tebeo. De pequeña su padre solía comprárselos ya que a
ella le gustaban bastante, le distraían y se reía con ellos. Lo cierto es que le entretenían
mucho. Al igual que leer libros. Si no leía tebeos, leía libros. Le encantaba perderse
entre las páginas de un libro, expandir su mente y aprender.
Daniela se encontraba tumbada en su bonito camastro boca abajo, con los pies
arriba, justo delante del a almohada. Aprovechando que era un fin de semana y que sus
padres no iban a trabajar y que ni ella ni su hermana tenían que ir a clases, su madre y
su hermana habían salido de casa por la mañana temprano para ir a hacer un par de
recados, y era ya casi la hora de la comida y todavía no habían regresado de vuelta a
casa.
El padre, Maximiliano, por su parte, se había quedado en la casa con su hija
pequeña para estar pendiente de ella y hacerle compañía. A eso de las dos de la tarde, el
estómago ya empezaba a rugirle a la pequeña y dulce Daniela y a pedirle comida con la
que alimentar su pequeño estómago. Ella esperaba expectante la llegada de su madre y
de su hermana mayor, puesto que antes de marcharse, su madre la había prometido que
comprarían algo de comida para llevar a la vuelta.
«Seguro que va a traerme algo que me gusta», pensaba Daniela. Le gustaba que
sus padres compraran comida para llevar los fines de semana. Les fascinaban sobre todo
las hamburguesas con doble queso y bacon. Actualmente, sin embargo, se decantaba
mejor por otras opciones más saludables.
Pobre inocente de ella. No tenía ni la más remota de idea de lo que ocurriría a
continuación. Ni en un millón de años se lo hubiese imaginado. Ni en sus peores
pesadillas hubiera ocurrido algo similar.
De repente escuchó cómo empezó a sonar el teléfono fijo que estaba colocado
justo en la entrada de la casa, y juraba que el corazón se le paralizó por un breve y fugaz
momento. El ruido le sacó instantáneamente del tebeo que tenía entre sus manos y le
puso algo nerviosa.
Lo cierto es que Daniela ya presentía algo malo. Algo muy malo. No sabría
explicar exactamente cómo en aquel momento podía saberlo, pero simplemente lo
intuía. Ella desde siempre había gozado de una fuerte e intensa intuición. Digamos que
era una persona poderosamente intuitiva. Y siempre se fiaba y se dejaba guiar por ella.
Su madre le decía que la intuición era muy poderosa, ya que era el susurro del alma. Era
una pequeña vocecita de nuestra conciencia que nos avisa de determinadas cosas. Era
una verdad desvelada a través de nuestro espíritu más intrínseco y alegórico.

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Con el corazón sumamente sobrecogido y consternado, Daniela recordaba
siempre como su madre era un ser tan sabio y especial.
Apenas a los diez minutos de haber sonado el teléfono, su padre interrumpió
súbitamente en su habitación.
Con el rostro desencajado.
Con la cara pálida como si acabara de encontrarse con un fantasma y blanco
como la pared.
En ese momento, Daniela se dio cuenta de que nunca antes lo había visto con
una expresión similar en su rostro. Y entonces se sobresaltó. Se asustó. Se asustó
mucho.
—Hija —masculló Maximiliano con tono apreciablemente preocupado trémulo
en cuanto abrió la puerta de la habitación de su hija.
Daniela, bastante inquieta y turbada por su parte, observó detenidamente el
rostro de su padre y se preocupó al instante. Era obvio que a su padre algo le inquietaba
y perturbaba, pues tenía el rostro apreciablemente desencajado y sudoroso y las manos
no le paraban de temblar todo el tiempo.
—Papá, ¿te encuentras bien? No tienes buena cara —juzgó Daniela—. ¿Ha
ocurrido algo?
Había algo dentro de ella que le decía que algo trascendental había tenido lugar.
Y, a juzgar por la expresión y el semblante del rostro de su buen padre, intuyó al
momento que no se trataba de nada bueno. Ni si quiera de algo meramente neutral.
Tenía que tratarse sí o sí de algo aterradoramente malo. Y muy en el fondo de su ser,
sabía que era así. Pero los seres humanos, además de ser seres complejos e
impredecibles por naturaleza, estamos llenos de luz y de esperanza a partes iguales, y en
aquel momento, dentro del corazón de Daniela, se podía observar un diminuto ápice de
esperanza. La esperanza de que no hubiese sucedido nada malo.
—Hija, tenemos que hablar. Siéntate, por favor —le rogó Maximiliano
absolutamente estremecido y desolado.
Lamentablemente, las sospechas de Daniela acabaron siendo ciertas. Las
palabras y el tono de voz que había empleado su padre, le confirmaban sin lugar a dudas
que no le iba a contar nada bueno.
El corazón le empezó a latir más rápido de lo habitual y notó que se le aceleraba
diligentemente también la respiración. Contuvo el aliento por un momento.
—Vale —pronunció ella como pudo.
Tragó saliva y las dos manos le empezaron a sudar y a temblar. Aquella maldita
manía la había heredado de su padre. Le pasaba cada vez que se ponía nerviosa y era
algo que no podía controlar.

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Se incorporó de inmediato en la cama, dejó el tebeo que tenía en las manos a un
lado y se sentó en la cama tal y como su padre le acababa de pedir.
A continuación, él se sentó a su lado. Le cogió suavemente las manos y se las
apretó. Naturalmente, eran el doble que las de ellas. Él sostenía con nerviosismo y
temblores sus finas y diminutas manos, pero no le miraba a la cara. Era evidente que no
era capaz ni de mirarle a los ojos.
—¿Qué ocurre, papá? —inquirió ella.
Daniela intentaba prepararse para lo peor. Pero en realidad el ser humano no está
preparado para esas cosas. Para una noticia mala. Para una pérdida. Para un abandono.
Simplemente, el ser humano no está preparado para la tragedia. Aunque se crea que lo
está, nunca se sabe cómo va a reaccionar un corazón.
Fue hacerle esa pregunta, y su padre rompió a llorar fuerte y desconsoladamente,
como nunca había antes lo había hecho. Estaba totalmente desolado. Completamente
roto por dentro. Realmente devastado. Y ella notó en su interior cómo su corazón se iba
quebrando en pedacitos poco a poco.
El ser humano tampoco está preparado para ver romperse a una persona que
quiere.
Daniela esperó pacientemente a que su padre pudiera hablar mientras le daba un
afectuoso abrazo, mientras él intentaba con todas sus fuerzas no temblar tanto como lo
hacía.
Pero hizo acopio de todas sus fuerzas y lo soltó de una vez por todas.
—Tu madre y tu… tu madre y tu hermana han… tenido un accidente —explicó
entre sonoros sollozos y lágrimas—. Y están muy graves en el hospital. Se encuentran
en estado crítico las dos.
Y ahí fue, en ese preciso instante, después de escuchar aquellas palabras que
iban directa a la yugular, cuando su corazón acabó de romperse por completo. En ese
mismo momento.

Primavera de 1991 (Pasado)


“Los comienzos de la familia Belmonte”
A principios de finales del siglo XX fue cuando ocurrió la tragedia de la poderosa y
amorosa familia Belmonte. Ellos eran conocidos por todas las personas en aquella
ciudad de Andalucía, en España. Vivían en una gran casa que colindaba con el valle que
se asentaba junto al frondoso bosque Valle de la Tierra.
Los Belmonte eran la típica familia feliz, a los que todo el mundo apreciaba y les
tenía una envidia sana. Juntos eran adorables, y solo hacía falta estar con ellos diez
minutos para percatarse del inmenso y genuino amor que se profesaban los unos a los

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otros. El señor Maximiliano Belmonte, el padre, era un rico financiero. La señora
Catalina Belmonte, la madre, se había convertido en una médica especializada en
cirugía. La joven Carolina Belmonte era la hija mayor, y la todavía más joven Daniela
Belmonte era la hija menor.
Maximiliano Belmonte había conseguido un puesto apenas a los veinte años
como asesor financiero y contable, dónde demostró que era el mejor de toda la empresa,
y apenas cinco años más tarde era uno de lo más importantes financieros en una
importante empresa a nivel nacional. Apenas a los veintidós años consiguió hacer una
estrategia financiera que hizo millonaria a la empresa. Realizó una acertada
combinación de ingresos activos y pasivos y alcanzó la libertad financiera, y a las pocas
semanas la empresa se hizo rica, gracias a la gestión que él llevó a cabo.
Maximiliano ejercía un poder sobre aquella hermosa ciudad y era plenamente
consciente de ello. Pero la realidad era que ni todo el poder ni dinero del mundo podrían
corromper a una persona como él. Era humilde, honrado y generoso. Y sobre todo era
trabajador como nadie. Todo el mundo que le conocía le respetaba. Porque él no
destilaba intimidación, sino respeto. Y sus empleados le apreciaban de verdad. Se
encontraban felices, satisfechos y seguros trabajando con un hombre como aquel.
Por otro lado, su excelente mujer lo admiraba con todo su corazón y lo amaba en
demasía. Admiraba su infinita bondad y su determinada diligencia. Él, por la parte que
le correspondía, también la admiraba a ella profundamente. Era un admiración mutua y
genuina. Porque el amor, más que tratarse de anhelo y deseo, trataba de admiración. Y
él a su mujer la admiraba por múltiples motivos, pero sobre todo por su carácter afable y
su alma generosa. Y ellos querían a sus dos maravillosas hijas por encima de todo y de
todos. Eran la razón de su felicidad y de su existencia. Carolina, la hija mayor, era una
hermosa jovencita de 18 años que se estaba convirtiendo en una mujer. Tenía unos ojos
azul cielo y unos cabellos rubios igual que su querida madre. Era inteligente, amable,
empática y encantadora. Era toda una verdadera hermosura y extremadamente dulce. Y
por otro lado estaba Daniela, la hija pequeña. Ella era algo más distinta a ellos. Tenía el
mismo pelo negro azabache que su querido padre y los mismos ojos azules que su
querida madre, al igual que su hermana. Daniela era más reservada y escéptica, pero
tenía el mismo espíritu risueño y jovial que su familia.
En la década finales de los 70 Maximiliano había ganado tanto dinero que la
mitad de él lo invirtió para construir la casa de sus sueños, tanto la de él como la de su
amada esposa. Al cabo de seis meses ya tenían construida la casa y en cuanto la vieron
se dieron cuenta de que aquella impaciente espera había merecido toda la pena. Se
quedaron asombrados a la par que embelesados por la belleza de la propiedad. La
arquitectura era de estilo gótico y contaba con más de 600 metros cuadrados. Contaba
además con una asombrosa piscina y un alucinante jardín de 50 metros cuadrados.
Pero todo cambió el 20 de abril de 1991 para esa familia, y desde entonces todo
el ambiente que les envolvían se tornó en colores grisáceos y oscuros. Y nada volvió a
ser lo mismo nunca jamás. La familia Belmonte no volvió a ser la que era. Y la gente a
raíz de entonces empezó a hacerse preguntas. Pensaban que el dinero y el poder traían
consigo cosas algo complejas y siniestras. Todo poder conllevaba un precio, decían.
Que el poder te corrompe. Pero la realidad era que no era así en todos los casos, y la
familia Belmonte era el claro ejemplo de ello. Ni todo el poder ni el dinero logró
corromperlos, porque ellos eran buenos y sabios por naturaleza, y esa inteligente y
bondad era la que le hacía no dejarse llevar por cosas tan superficiales y banales como
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la riqueza y el poder. Nunca se dejaron llevar la codicia ni por los privilegios que el
dinero le condecían.
En cierta manera, Daniela se sentía algo diferentes a los miembros de su familia.
Ella era buena y generosa, pero también podía ser egoísta y rencorosa si tenía que serlo,
y no le temblaba el pulso ni tenía pelos en la lengua si tenía que poner a alguien en su
sitio o ser grosera con quien tocaba serlo. Su hermana, por el contrario, jamás se le
ocurriría decir una palabra negativa de nadie y, mucho menos, le hablaba de mala
manera a ninguna persona. En eso era en lo que más se diferenciaban ellas dos, según
Daniela. Ella no tenía esa predilección por la benevolencia y esa inclinación por hacer
siempre, cueste lo que cueste, el bien. Daniela desde pequeña había sido una niña muy
inteligente, y desde bien temprano supo la diferencia entre bien y el mal, entre lo
correcto y lo incorrecto. Pero ella difería en la manera de pensar de pensar en cuanto a
sus padres y a su hermana en lo que se refería en ese sentido. Sabía que ellos no iban a
inclinarse hacia el mal ni aunque fuese estrictamente necesario, a diferencia de Daniela,
que actuaría desde el mal si debía de hacerlo. Y por esa precisa razón se sentía un
mínimo diferente con respecto a ellos. Decía que mientras supieras la diferencia entre el
bien y el mal, decía que sabrás cómo actuar en todo momento. Porque saber la
diferencia entre el bien y el mal no significaba precisa y directamente que hicieras todas
y cada una de tus acciones desde el bien porque era lo correcto y lo bien visto tanto
moral y éticamente, sino que sabrás en qué determinadas situaciones y circunstancias
hacer el bien o hacer el mal. Tener dudas entre si elegir el bien o el mal y, sobre todo,
inclinarse hacia un punto intermedio, es lo que nos hacía humanos. Porque ella estaba
firmemente segura de que, en ocasiones, no todo en la vida es bueno o malo, sino que a
veces la balanza se inclina más hacia en medio. No todo era blanco o negro. La vida
podía tener diversas tonalidades y era demasiado completa como para limitarla al bien o
al mal. O a lo correcto o incorrecto. ¿Quién determinaba qué era lo correcto o qué era lo
incorrecto? Éramos nosotros mismos quién teníamos que forjarnos esa idea, y actuar a
partir de nuestras propias opiniones personales, sentimiento, valores y principios. Puesto
que los principios eran de lo más importante en una persona, decía Daniela. Porque,
¿qué era entonces una persona sin principios y sin valores? Eso era precisamente lo que
definía a una persona, además de sus acciones, que era lo mejor podía describir a una
persona. A ella le llamaban la atención las personas con opiniones e ideas firmes y
fuertes y, sobre todo, aquellas personas cuyas acciones concordaban con lo que decían,
pensaban y creían. Porque, ¿qué valor tenía entonces una persona que no cumplía su
palabra o que hacía lo contrario a lo que decía? Para ella no valía nada una persona que
no tuviera palabra.
Lo cierto que sentirse un poco diferente era algo que no le incomodaba nada en
absoluto. Ella era una persona solitaria y compleja, aunque en el fondo era romántica y
dulce si se lo sacaban sacar. Siempre decía que lo mejor de ella era únicamente para
quien supiera sacárselo. Porque, ¿para qué malgastarlo con personas pasajeras o
personas que no te hacen bien? Prefería guardarlo y reservarlo expresamente para
aquellas personas adecuadas y que eran merecedores de estar en su vida. Podría decirse
que Daniela era una persona con tendencia a la soledad y, por ende, de pocos amigos,
pero poseía un hermoso fondo tanto emocional como sentimental. No le gustaba
mostrarse emotiva ni expresar sus más sinceros e intrínsecos sentimientos cuando se
encontraba en presencia de nadie, pero en la intimidad era capaz de emocionarse cuando
veía florecer la primavera, o cuando le dedicaban una palabra bonita. Porque en el fondo
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era una romántica y deseaba encontrar el amor verdadero, puesto que era fiel creyente
de que eso existía después de ver la relación tan idílica que compartían sus progenitores.
¿Cómo no creer en el amor al ver a sus padres perdidamente enamorados en el uno del
otro y absolutamente felices? Eran sus propios progenitores el claro ejemplo de que el
amor sí que existía realmente. Cuando se conocieron parecía el típico amor de película,
pero la realidad del amor no es esa. El amor se trata de ser un equipo, de saber
sobrepasar juntos las adversidades y cuidarse mutuamente. Aunque, a decir verdad,
después del inmenso desamor que tuvo Daniela en su época adolescente, el cuál le
rompió el corazón, fue a raíz de ahí fue cuando se convirtió en la chica fría y
complicada que era actualmente, le costaba cada vez más creer en él. Pero encontrar el
amor tampoco era algo que ocupara su mente, y el no encontrarlo no le atormentaba ni
perturbaba tampoco su cabeza. Su hermana, a diferencia de ella, sí esperaba encontrarlo
fervientemente.
En una tarde de invierno de principios de los 90, Carolina fue en busca de su
padre para poder hablar con él, el cual se encontraba como de costumbre en las frías
tardes de navidad en el salón enfrente de la chimenea.
—Papá, ¿tú crees que algún día podré encontrar a alguien del que me enamore y
que me quiera como quieres tú a mamá? —inquirió Carolina.
Maximiliano se subió las gafas con el dedo y dejó el libro en la mesita colocada
junto a él. Se tocó ligeramente su bigote, manía que tenía desde que le creció y se lo
dejó, y le dedicó una pequeña sonrisa a su querida hija mayor.
—Oh, claro que sí, cariño —respondió él—. Lo harás.
—No quiero morirme sin haber conocido lo que es el amor, ni tampoco sin haber
vivido un amor genuino y verdadero —le confesó su hija.
El padre se percató de cómo le brillaban los ojos a su hija al hablar de aquel
tema, y es que ella, al igual que él y su mujer, era una romántica empedernida.
—Por supuesto que lo vivirás y lo sentirás y serás enormemente feliz, que no te
quepa la menor duda de ello. Casi todo el mundo se enamora al menos una vez en la
vida y acababa encontrando a esa persona.
—¿Pero y si no me pasa a mí? ¿Y si yo estoy dentro de ese pequeño porcentaje
que no logran conocer el amor ni amar jamás a nadie de verdad?
—Eso no será así, cariño mío.
—¿Y cómo puedes estar tan seguro?
Entonces, Maximiliano cogió cariñosamente las finas y bonitas manos de su
querida hija mientras la miraba a los ojos fijamente, y le dijo:
—Porque eres mi hija y te conozco, Carolina. Eres una romántica de la vida y
amas amar y todo lo que está relacionado con el concepto del amor. Claro que
encontrarás a alguien a quien amar y con quien vivir tu vida feliz y plenamente, tal y
como lo hacemos tu madre y yo.
Y al cabo de un tiempo y sin ella esperarlo, encontró a esa persona y vivió ese
amor que tanto anhelaba desde lo más profundo de su corazón, pero ese amor, por
casualidades de la vida, fue sumamente fugaz.
Daniela miraba toda aquella escena de su padre y su hermana desde la puerta del
salón, dónde ellos no la veían y tampoco se daba cuenta de que estaba allí. Ella
suspiraba y reflexionaba sobre lo diferente que era de su hermana.

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Un día que se encontraban las dos hermanas solas en la cocina haciendo un
pudín de manzana, Daniela aprovechó para preguntarle a su hermana por aquel tema
que seguía rondando por su cabeza.
—Oye Carol, —dijo—, ¿puedo hacerte una pregunta?
—Sí, dime.
Daniela no dio ningún rodeo y se lo preguntó directamente:
—¿Por qué estás tan empeñada en encontrar a alguien?
Carolina se dio media vuelta y miró algo sorprendida a su hermana, y le
respondió con otra pregunta:
—¿Es que acaso a ti no te gustaría hacerlo?
Daniela simplemente se limitó a encogerse de hombros.
—Supongo que sí me gustaría —contestó con sinceridad—, pero también me
daría igual no hacerlo.
—Eso lo dices porque aún eres muy pequeña y no tienes por qué preocuparte por
esos temas.
—¿Y por qué se supone que tengo que preocuparme entonces?
—Por ser una niña buena y portarte bien.
Daniela frunció el ceño de inmediato en cuanto esas palabras salieron de la boca
de su hermana.
—¿Ser una niña buena y portarme bien? —inquirió.
—Sí —respondió la hermana—. Bueno, así es cómo nos educan a las niñas.
—Pues vaya asco ser una niña entonces.
Al escuchar esa frase, Carolina le echó una mirada de desaprobación a su
hermana pequeña, y exclamó regañándola:
—¡Dani! ¡Ese vocabulario! ¿Qué te tengo dicho?
—¡¿Qué?! ¡Es la verdad! ¡Jamás he escuchado decir a un niño que se tenga que
portar bien y que tenga ser un buen niño! ¿Por qué a nosotras sí?
Aquellas palabras que dijo su hermana pequeña le hicieron reflexionar a
Carolina. Tenía que reconocer que su hermana, aunque fuera relativamente pequeña,
pues tenía solamente apenas once años en aquel entonces y ella diecisiete recién
cumplidos, era extremadamente inteligente e ingeniosa para la corta edad que tenía. Ella
también era bastante lista, pero era una adolescente y no una niña pequeña. Y muchas
cosas que comentaba su hermana le hacían pararse a reflexionar y a cuestionar temas
que no se le hubiera ocurrido cuestionar por ella misma. Como por ejemplo el hecho de
que quisiera una pareja y un amor para toda la vida.
—¿Sabes? Puedes que tengas razón. Nunca lo había pensado desde esa
perspectiva.
—A mí es que me gusta cuestionarlo y debatirlo todo.
—Lo sé. Y eso es lo que te hace una niña tan especial.
Carolina se agachó y le dio un beso con aprecio a su hermana en la cabeza.
—¿Crees que soy especial?
—Claro que sí. Eres la niña más inteligente que conozco.
—Gracias. Eso dicen papá y mamá y mis profesores.
—Es porque es verdad.
—Bueno, tampoco creo que para pensar algo así haya que ser demasiado
inteligente —dijo Daniela encogiéndose de hombros—. Simplemente creo que todas las
personas podemos valer para todo, y que está mal darle unas tareas a las mujeres y otras
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a los hombres. Todos somos personas y somos iguales y no deberían diferenciarnos. Las
niñas, las mujeres, no solo valemos para casarnos y tener hijos, sino para muchas cosas
más, al igual que los hombres. Solo digo que no veo justo que por ser mujer o por ser
hombre te correspondan unas tareas o no te correspondan solo por el hecho de ser mujer
o de ser hombre.
—Me siento muy orgullosa de tenerte como hermana. Eres tan madura para tu
edad y hablas tan bien.
—Solo digo lo que me parece lo más lógico y justo.
—Es maravilloso qué pienses de esa manera, y que tampoco quieras casarte y
todo eso también me parece perfecto, pero no deberías juzgarme a mí si yo quiero.
—Y no te estoy juzgando, así que no te sientas juzgada.
—No pretendo ni mucho menos hacer que cambies de opinión, solo me basta
con que te pongas en mi lugar y me comprendas.
Daniela le miró.
—Lo hago, hermanita.
—Es que para mí es muy importante amar y ser amada. Para mí la vida sin amor
no tiene sentido.
Daniela, en el fondo, comprendía a su ansiada hermana mayor. Para ella
encontrar a un buen hombre caballeroso del que enamorarse, vivir un amor verdadero,
casarse y tener hijos junto a esa persona como fruto del amor, era de lo más crucial.
Comprendía que el amor pudiera ser tan importante para alguien, y aún más para una
mujer, que desde hacía años la sociedad patriarcal había asignado a las mujeres el rol de
sumisas y de amas de casa y quedaban relegadas a un segundo plano. Su función se
limitaba básicamente a tener marido, cuidar de la casa y tener bebés. En aquella época,
no servían para otra cosa, e incluso veían bien los maridos la maltratasen si no se
comportaban como ellos exigían. Una sociedad caracterizada sobre todo por la
desigualdad más brutal, la desigualdad de género. Los padres de Daniela le habían
explicado todo aquello, y eso mismo le hizo abrir los ojos y darse cuenta de aquella
injusta realidad. Por eso no quería seguir el rol que se le había asignado automática y
directamente al haber nacido mujer. No quería hacer ninguna de las cosas que se
esperaba de ella que hiciera. Quería vivir a su propia manera.
Daniela se quedó un momento reflexionando y, de pronto, se acordó de algo que
leyó la ora tarde.
—¿Sabías que la palabra amor procede de la palabra del latín amoris? La a
significa “negación”, y mori significa “morir”. Amor significa de manera literal lo que
no muere.
Carolina sonrió de forma inexorable por aquella expresión tan maravillosa.
—Pues no, no lo sabía. Y me parece precioso. Pero me sorprende que tú si lo
supieras.
Daniela se encogió de hombros.
—Me gusta conocer el significado de las palabras en latín.
—Pues para no ser una romántica, bien que te has tomado la molestia de buscar
lo que significa amor el latín y acordarte.
—Me he acordado porque me gustó, simplemente.
—Eso me recuerda a un poema que leí ayer del último poemario que me
compré, que dice así: “Los que son amados no pueden morir, porque amar significa
inmortalidad”. Es de Emily Dickinson.
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—Es precioso. ¿Me lo prestarás algún día?
—¡Pues claro que sí, hermanita!
Y se sonrieron mutuamente.
Aquella frase se le quedó grabada a Daniela en la mente, ya que le llegó hasta lo
más hondo de corazón debido a la profundidad y la belleza que destilaban aquellas
palabras. Desde aquel momento, se interesó más por los poemas. Desde pequeña
siempre le había interesado leer y la literatura, porque nunca se había decidido a leer
poemas ya que aún era bastante pequeña como para llegar a comprenderlos del todo.
Pero con el tiempo y conforme fue creciendo se fue comprando más y más poemas y le
encantaban. Decía que ayudaba a expresar y reconocer tus propios sentimientos y
emociones, además de que ayudaba a la imaginación. Ella se refugiaba entre palabras y
libros. Porque las palabras eran magia. Podían crear vidas. Podían hacerte emocionarte
o sentir cosas que muy pocas veces habías sentido. Los libros te cultivaban la mente y te
hacían abrir puertas y los rincones más recónditos de tu cabeza y de tu imaginación.
Porque un libro es un refugio. Es un abrazo. Es libertad. Es un modo de vivir y de
sentir.

Primavera de 1997 (Presente)

“El fatídico día del accidente II”

Su padre se inclinó suavemente hacía ella y le abrazó. Mejor dicho, se abrazaron los dos
a la misma vez. Ella sabía que él había dado lo que fuera por no tener que pronunciar
esas aterradoras palabras. Notó con su contacto que él estaba temblando.
Y así era. A Maximiliano le temblaba todo el cuerpo. Y mucho. No podía dejar
de temblar.
No estaba muy segura de ello, puesto que todo le daba vueltas, su corazón le iba
a mil por ahora y los latidos de éste sonaban tan fuertes que ni le permitían ni escuchar
sus propios pensamientos, pero Daniela creía que también comenzó a temblar en mitad
de ese tan emotivo abrazo.
Desgraciadamente y como era de esperar, a la media hora de conocer la
espantosa noticia, su madre y su hermana fallecían en el hospital, terminando de esa
manera con las pocas esperanzas que podían tener ella y su padre de que pudieran salir
con vida del coma. Y de ese triste modo, ese día se había convertido en el peor y en el
más doloroso de toda su vida. Al igual que para su padre.
Cuando el médico les dio la horrible noticia, Maximiliano dejó escapar un grito
desgarrador a la vez que desolador, y a su hija le temblaron tanto las piernas que se dejó
caer hasta el suelo, agarrándose de la pierna de su padre con el brazo, con su alma y su
corazón hecho pedazos por completo.
El segundo día más doloroso que había tenido hasta ahora Daniela fue el día del
funeral sin duda alguna. No puedo aguantar ni cinco minutos observando el ataúd. Le

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entraban náuseas, mareos y fatiga. Tenía el corazón completamente roto y hecho añicos.
Se encontraba todavía en estado de shock y sin poder asimilar del todo que se habían
ido. Que se habían marchado para siempre y que nunca más volverían. Que nunca más
volvería a verlas. Que nunca más volvería a olerlas. Que nunca más volvería a tocarlas.
Que nunca más volvería a sentirlas. Nunca más. Nunca más volvería a tener una simple
conversación con ninguna de ellas, al igual que su humilde y buen padre.
La vida les había rebatado injustamente lo que más querían en todo el mundo,
sin ningún mínimo atisbo de miramiento ni de compasión.
Desde aquel fatídico momento, el cual marcó un antes y un después en su vida.
Daniela se encontraba terriblemente enfadada con la vida. Con el mundo en general.
Ésta no había sido nasa justa. Ni con ella ni con su padre.
A día de hoy todavía le costaba horrores aceptar la compleja realidad, y ya ni
hablemos de superar. Porque se puede aceptar una situación, pero eso no implica que se
pueda superar. Hay cosas que te dejan tal huella que nunca se superan. Jamás en la vida.
Por mucho tiempo que pueda haber pasado. Hay cosas tan grandes que te acaban
marcando para siempre y significan en tu vida un antes y un después.
El día del funeral estaba abarrotado de caras de lástima, de pena y de compasión
por todos los rincones que era posible. Daniela sentía que esas miradas de compasión
eran como finos alfileres que le calaban hasta lo más dentro de su piel y de su
organismo. Era excesivamente asfixiante y angustiante. Ese día verdaderamente
espantoso, extenuante y aterrador. Y por si todo aquello no fuese poco, hacía un
temporal de miedo, lluvia, viento y tormenta, y todo los que estuvieron allí presentes
acabaron con una gripe que no se les fue hasta pasadas dos semanas largas. Desde ese
momento, odió los temporales con todo su ser. De manera inevitable le recordaba y le
transportaba a aquel terrorífico día. No es que le tuviese miedo a la lluvia o padeciese de
pluviofobia, pero nunca más volvió a salir a la calle mientras estuviese lloviendo,
excepto si tenía que cumplir con alguna obligación y no le quedase otro remedio.
Se podría decir que cualquier persona normal y corriente sobre la faz de la tierra
en una situación compleja, delicada y traumático suele buscar apoyo, cariño y
compasión en sus seres queridos para poder soportarlo de una forma más amena y
llevadera. Y Daniela era plenamente consciente de ello. Pero no hacía eso. Ese no era su
caso. Ella no hacía lo que se suponía que tenía que hacer. En situaciones dificultosas,
ella necesitaba estar totalmente sola y aislada. Necesitaba su espacio. Todo el espacio
posible. Y cuánto más, mejor. La compasión, lástima o piedad el único efecto que tenía
en ella era que alimentaba su dolor, pesar y sufrimiento. Y demasiado tenía ya ella con
lo suyo como para tener que aguantar, un día tras otro, caras de misericordia mirase allá
donde mirase. Y fuese donde fuese.

12
Desde ese momento, Daniela se encerró en sí misma. Construyó una especie de
barrera que nada ni nadie podía penetrar. Se aislaba de todo y de todos. Porque si se
alejaba de la gente, no volvería a sufrir de tal manera.
Con respecto a la tragedia, lo que ella se imaginó que ocurrió fue que un maldito
borracho o una maldita borracha no se percató de que iba a demasiada velocidad, no vio
venir a su madre y se la comió con el coche junto con su hermana. Ella aquel día había
perdido a una madre y a una hermana. Pero su padre ese día había perdido a su esposa,
el indudable gran amor de su vida, y a su encantadora y perfecta hija mayor.
Daniela no tenía ni idea de qué habían hecho en otra vida su padre y ella para
merecerse eso, pero no cabía duda alguna de que en esta vida ya lo habían pagado con
creces. Los dos, tanto él como ella, estaban terriblemente condenados. Condenados a
vivir con la pesadumbre en el pecho hasta el último día de sus vidas.
«Nosotros éramos felices. Éramos una familia normal. Con una vida de lo más
normal. Hasta que un desconocido o desconocido decidió meterse por medio y destruir
nuestras vidas y a nuestra familia para siempre. La verdad es que nunca llegué a conocer
a la persona que asesinó que les arrebató la vida a mi madre y a mi hermana. Resulta
que el o la muy cobarde se dio a la fuga rápidamente después ocurriese. Nunca le he
pedido nada a dios —suponiendo que exista, claro está, porque la verdad es que después
de lo que ocurrió me permito ser escéptica ante la idea de la existencia de un Dios
bueno, generoso y todopoderoso que pueda permitir que sucedan semejantes cosas tan
horribles—, pero lo único que le pedía era que el asesino o la asesina se sintiera
culpable de lo que hizo hasta el día de su muerte. Que la culpa desorbitada le devorase
las extrañas desde lo más profundo y hondo de su ser. Y que cada vez que cerrase los
ojos se le apareciese el más bello, puro y angelical rostro de las dos mujeres más
importantes de mi vida. Ya que, evidentemente, la vida no me iba a devolver a mis dos
seres más queridos, al menos que la persona que me las arrebató pagase justamente por
el atroz que cometió», pensaba aquella joven constantemente.
Entonces, cogió todos esos pensamientos, todas esas emociones tan vivaces e
intensas y las plasmó en su querido diario. Eso era lo que solía hacer. Dedicaba cada día
unos minutos a expresar sus sentimientos a través de las palabras. Cuando sentía que se
ahogaba, las palabras le ayudaban a no terminar de ahogarse. Era una forma de
liberarse.
También recordaba que, en esa misma mañana del accidente, cuando se
levantó, su querida madre le preguntó a ella si le apetecía salir a la calle un rato, en vez
de preguntárselo a su hermana. Se lo preguntó a ella y a no a su hermana. Porque ella no
tenía nada importante que hacer y su hermana tenía que estudiar para un examen de
biología que tenía a la semana siguiente.

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Pero Daniela se negó. Ella le respondió que no, que le apetecía más quedarse
tirada en la cama relajada y leyendo su tebeo que salir a la calle. Desde pequeña había
sido muy casera. Al contrario que su hermana. Lo cierto es que desde siempre habían
sido como la noche y el día. Cuánto la extrañaba. Cuánto las extrañaba. Lo cierto era
que aún las seguía echando tanto de menos que el dolor era insoportable. Todas las
noches se acordaba de ellas y el corazón se le encogía, pero nadie sabía que acostaba
llorando todas las noches.
La cosa era que, como se negó a acompañar a su madre, pues acto seguido ésta
fue a preguntárselo a su otra hija, la cual decidió finalmente irse con ella, ya que no iban
a estar demasiado tiempo fuera y consideró que llevaba el examen al día y que no
perdería un tiempo de estudio excesivo de todos modos.
Y Daniela no dejaba de pensar en eso. Cada día. Después del accidente. Si
hubiera contestado a su madre que sí la acompañaría, su hermana se habría quedado en
casa aquella mañana y a día de hoy seguiría viva. Su madre y ella habrían muerto, como
es lógico, puesto que el accidente fue algo inevitable. Pero en aquel caso hipotético, su
hermana no hubiese fallecido. Se hubiera salvado. Y seguiría estando viva.
«Mi hermana, la chica, novia e hija increíblemente perfecta, hubiera podido
seguir con vida, y no lo hizo por mi maldito culpa», se martirizaba ella.
Muchísimas veces, incluso más de las que sería capaz de admitir, se cuestionaba
en su cabeza si eso hubiese sido mejor. Si hubiera resultado más rentable, por decirlo de
alguna manera, si hubiese muerto ella, la hija fría y testaruda de la familia, y no,
Carolina, la hija óptima e incomparable de la familia.
Cada vez que dicho pensamiento intrusivo le rondaba por su mente, le recorría
un álgido escalofrío por todo su grácil cuerpo.
Incluso hubo una ocasión en el que llegó a tal estado de paranoia que por un
momento sospechó que su padre también hubiese preferido que ese día hubiera estado
ella montado en el coche, y no su hija mayor.
Aunque hasta ahora nunca había llegado a comprobar si esa teoría que rondaba
por su cabeza desde hacía años atrás era una certeza o si se trataba de imaginaciones
suyas debido al shock postraumático que le acarreó lo sucedido.

Primavera de 1991 (Pasado)

“La cara oscura de las enfermedades mentales”

Carolina Belmonte Sans siempre había sido la hija ejemplar y modélica que desearía
tener todo padre y madre. Era la hermana que deseabas tener en tu casa y con la que

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quieres compartir cómplices secretos y esa complicidad que solo saben tener los
hermanos entre ellos. Era la novia con la que querías compartir tu tiempo y tus anhelos
y presentar a tus padres. Era la prima, sobrina, nuera, cuñada o yerna con la que te
apetece encontrarte en las comidas familiares porque tiene buena presencia, buen
corazón y una mente bien amueblada y cultivada.
Todo el mundo podría considerar a simple vista que su vida era lo más parecido
y similar a una vida idílicamente perfecta. Unos padres que se quieren y que la adoran a
ella y a su hermana.
Y, aunque, bien es cierto que aparentemente gozaba placenteramente de una
vida envidiablemente feliz, la verdad era que nada nunca es lo que parece. Porque nunca
es oro todo lo que reluce. Y no te puedes hacer ni una remota idea de por todo lo que
puede estar atravesando una persona en su vida hasta que decide contártelo. Por eso ella
era amable con todo el mundo. Sabía, lamentablemente por experiencia propia, que la
mayoría de las personas tenemos batallas internas constantes y muchas ni si quiera se lo
contamos a nadie. Y tenemos que luchar solos contra todas clases de demonios internos
que se cuelan intrusivamente en sus cabezas.
Aunque puedas tener una vida de lo más corriente y normal, con nada
aparentemente de lo que tener que preocuparte, todos y cada uno de nosotros tenemos
que luchar con nuestra cabeza día sí y día también. Todos tenemos monstruos internos
con los que enfrentarnos prácticamente a diario. Por triste que suene y que parezca
nuestra cabeza puede llegar a ser nuestro peor enemigo. Y, a veces, cuando te vas a dar
cuenta, ya es demasiado tarde. Y todo eso te acaba sobrepasando. Y, lamentablemente, a
veces puede terminar contigo.
Carolina podría estar abierta, extrovertida y divertida con la gente de alrededor y
con sus amigos más íntimos. Pero realmente eso no era más que una mera fachada. Sus
secretos y pensamientos más oscuros e intrínsecos se los reservaba para ella sola y no
los compartía absolutamente con nadie más que no fuera ella misma.
La alarma sonó a la siete de la mañana como todas las mañanas entre semana en
casa de la familia Belmonte Sans. Y, con ello, también empezaba a la misma vez el
tormento que sufría a diario Carolina en silencio. Se levantó de mala gana de la cama y
se fue directa a la ducha. Ella era el tipo de gente que prefería ducharse por la mañana
en vez de por la noche. Por las mañanas le despejaba. Cerró los ojos y dejó que el agua
relajase todos sus músculos.
Después de meterse una ducha fría e intentar calmar sus pensamientos de forma
fallida, se vistió y bajó a la cocina a desayunar con sus padres y su hermana pequeña
Daniela, a la que adoraba con todas sus fuerzas y con cada centímetro de su ser.
—¿Qué tal habéis dormido? —les pregunto el señor Belmonte a sus hijas
mientras su untaba apaciblemente una deliciosa tostada con mantequilla.

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—Yo muy bien papi —le respondió su hija Daniela con una enorme sonrisa.
—Me alegro cielo —le dijo él dándole un suave beso en la cabeza—. ¿Y tú,
cariño? —preguntó Maximiliano a su otra hija.
—Eh… ¿yo? Bien. Bien. Bueno, normal. Como siempre —respondió ella
encogiéndose de hombros para restarle importancia al asunto y para que no siguiera
preguntando.
Pero aquello era mentira. Otra de tantas que les decía a sus padres para
ocultarles lo que estaba ocurriendo. Ni en mil años se lo podrían imaginar. Aquella
noche, al igual que las anteriores desde que empezó su semana de exámenes, no había
pegado apenas ojo. Se quedaba casi toda la noche en la vela repasando los apuntes una y
otra vez. Y cuando se daba el lujo de acostarse en la cama, apenas conseguía dormir
nada. Su mente no paraba de dar vueltas y parecía más activa que incluso de día.
Y sintió una leve intensa y visceral. Punzada en el centro del estómago. Le
pasaba eso cada vez que mentía. Odiaba mentir y las mentiras en general y todo lo que
aquello conllevaba, y odiaba todavía el hecho de mentirles a sus padres. Pero no podía
evitarlo. Sabía que era lo que tenía que hacer. No quería preocupar a sus padres, a los
que amaba por encima de todos y de todo. Y, mucho menos, hacerles cómplices de su
espantoso suplicio. Si una cosa tenía clara es que esa guerra tenía que batallarla ella
sola. No podía meter a nadie. No quería que nadie se preocupara más de la cuenta ni
sufriese por ella. Eso le haría sentirse peor todavía peor de lo que ya se encontraba. La
solución tenía que encontrarla ella sola. Aunque, por ahora, estaba muy perdida y no
tenía ni la más remota idea de cómo enfrentarse a ello, y mucho menos cómo superarlo.
—Hoy os llevará vuestro padre a clase, ¿vale preciosas? —indicó la madre a sus
chicas preferidas con una cariñosa sonrisa.
Normalmente era Catalina quien llevaba a sus hijas ya que era la que cogía el
coche y de camino las acercaba al instituto. Maximiliano, por su parte, no cogía el coche
ya que su trabajo se encontraba cerca de casa y solía ir andando.
—¿Y eso, mami? —inquirió Daniela.
—Hoy tengo a primera hoy una reunión bastante importante con el jefe y otros
directores de otras empresas, así que hoy debo estar un poco antes en el trabajo. No me
puedo permitir llega tarde o justa en esta ocasión.
—Pues que te vaya genial, mami —le infundió ánimos Carolina a su madre
mientras le acariciaba suavemente la mano.
—¡Eso, mami! ¡Mucha suerte! —exclamó Daniela sonriente.
—Muchas gracias mis vidas. Os adoro.
Catalina se agachó y les dio un beso en la cabeza a sus dos hijas.
—Si te va bien la reunión… ¡¿podrás ser la directora?! —preguntó su hija
pequeña emocionada.

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—No te creo, cariño… Aunque si va todo bien, a lo mejor me ascienden y todo.
Quién sabe —respondió ella guiñando un ojo.
—Pues ojalá te asciendan, mami.
—Ojalá, cariño.
La familia terminó de desayunar y el padre las llevó a clases antes de ir a
trabajo.
En aquel año Daniela tenía apenas doce años y su hermana dieciséis. Era el
primer año de instituto de su hermana y, para ella, en cambio, era el último. Aunque este
año no lo estaba llevando bien. Era justo cuando empezó su calvario. Estaba deseando
que ese fatídico año acabara por fin.
A los diez minutos de salir de casa, Maximiliano aparcó su Renault negro justo
en la entrada del instituto de sus niñas.
—¡Que tengáis un buen día chicas, luego os veo, os quiero!
—¡Gracias papi, yo también te quiero! —exclamó Daniela despidiéndose con la
mano.
—Adiós papá, te quiero —se despidió Carolina intentando mostrar una sonrisa.
Las hermanas Belmonte anduvieron unos escasos metros más y se despidieron
ya que cada uno cogía por un sitio diferente.
—¡Adiós, Carol! ¡Luego nos vemos! —se despedía alegremente la pequeña
Daniela de su hermana.
—¡Hasta luego peque! ¡Que te vaya bien! ¡Te quiero! —le dijo Carolina
lanzándole un beso.
—¡Y a ti! ¡Yo también te quiero! —le respondió su hermana despidiéndose de
ella con la mano.
Las hermanas Belmonte terminaron de despedirse y Carolina se fue
encontrando con su grupo de amigos poco a poco. El primer encuentro fue con su mejor
amiga Margarita. El segundo con su novio. Y el tercero con sus otros tres amigos.
—Hola guapa, ¿qué tal? —le preguntó su amiga Margarita mientras se
colocaba a su derecha e iba andando juntas hasta la clase.
—Bien. Ya sabes, un poco estresada por los exámenes. ¿Y tú qué tal?
—No te estreses, cariño. No merece la pena. Y menos por un examen de Gómez.
Ya sabes que casi toda la clase copia o hace el cambiazo. Mejor dicho, casi toda la clase
excepto tú.
—Yo y también mi novio —puntualizó Carolina sonriendo con orgullo, como si
le enorgulleciera que su chico no sucumbiera tampoco a las trampas.
—Sí, es cierto, si sois la parejita empollona e ideal —respondió su amiga
bromeando.
—Nadie nos llama así —se defendió Carolina rodando los ojos divertida.

17
—Mi vida, todo el mundo os llama así —aseguró Margarita con un ápice de
humor.
Carolina puso los ojos en blanco y se rieron. Adoraba a aquella chica que le
hacía los días malos, menos tristes, y los días buenos, más buenos. De eso se trataba la
amistad realmente. Una de tus fuentes de apoyo. Una fuente vital. Una fuente de energía
que cuando te caes, estará ahí para levantarte todas las veces que sean necesarias.
Margarita era de las típicas chicas despampanantes que llaman la atención no solo por
su atractivo y atributos físicos, sino sobre todo por su fuerte y única personalidad que
arrasaba con todo y con todos. Era de las típicas personas que o amas con todo tu
corazón u odias con toda tu alma. No había punto intermedio con ella. Su presencia lo
invadía todo. Y conseguía llamar la atención de quien quisiera. Y bien cierto era que se
ganara el cariño de los demás con mucha facilidad. Era muy adorable cuando quería, y
realmente odiosa cuando se lo proponía. También es de las típicas personas que si sabe
que te cae mal, lo hace más a conciencia para que te caiga aún peor. Sus looks, además
de su arrolladora personalidad, tampoco pasaba desapercibido. Aquel día llevaba su
pelo enmarañado y rizado recogido en un moño, una camiseta de tirantes, una chaqueta
negra de cuero, una falda de leopardo, unas medias negras y unas converses blancas.
—Mira, tú relájate —le tranquilizó Margarita—. Te aseguro que no tienes por
qué estar nerviosa. Eres literalmente la más brillante de la clase. Y de todo el instituto
estarás
entre las que más destacan. ¡Por dios, si hasta yo desearía tener tu cerebrito!
—Lo sé. Y como todo el mundo espera a que apruebe, tengo que estar a la
altura.
—Oye Carol, escúchame atentamente. No tienes que estar a expensas de las
expectativas de los demás. Que le joda al resto. Solo tienes que estar a expensas de t-u-s
expectativas. ¿Entiendes? ¿Por qué tienes siempre que satisfacer a los demás? Eso es
tremendamente absurdo, te lo prometo. Olvídate por completo de eso y céntrate en lo
que quieres tú y en tus necesidades.
Ella tenía razón. Sabía que su amiga tenía toda la razón del mundo en ese
aspecto. En temas estudios, era cierto que Margarita no era la más brillante ni por
asomo, pero en temas de la vida era toda una veterana.
De repente Carolina notó como alguien posaba un brazo en su hombro y le
regalaba un suave beso en su mejilla izquierda.
Resultaba que era su guapo novio Ramón, que le están dedicando una tierna,
bonita y deslumbrante sonrisa.
—Buenos días cielo —le saludó su novio con una sonrisa amorosa.
—Buenos días amor —le saludó ella con una sonrisa enternecedora.

18
Al presenciar aquella escena, Margarita en seguida puso los ojos en blanco y
sacó la lengua colocando dos dedos en ella, simulando como si fuera a vomitar.
La pareja ya estaba acostumbrada a la personalidad tan transparente y descarada
de Margarita.
Ellos dos se miraron y se rieron.
—Hola Marga, tú tan divertida como siempre —le saludó él.
—Hola Ramón. ¿Tú también estás estresado por el examen?
—No —respondió encogiéndose de hombros—. Creo que lo llevo bastante bien.
—Sí. Bueno, en realidad tengo una pequeña ayudita que me dará un empujoncito
para aprobar —dijo él descarado mientras se sacaba un diminuto papelito del bolsillo de
su vaquero.
Margarita soltó una carcajada y exclamó:
—¡Guau! ¡Quién lo diría! El señorito empollón sabelotodo haciendo chuleta.
Por alguna razón le parecía divertido ver como Ramón se dejaba vencer y
acababa cediendo a la inmoralidad, que era lo que hacía prácticamente todos los de la
clase. De él sí que no se lo hubiera esperado jamás.
—Todos caemos como moscas —confesó él algo avergonzado.
Carolina no daba crédito a lo que estaba oyendo. No podía ser cierto aquello.
—¡¿Qué? ¡¿Tú también?! ¿Pero por qué? —le reprochó Carolina sorprendida a
la par que decepcionada.
—Cariño, estoy que no doy abasto. Entre el entrenamiento y las clases de inglés
tengo menos tiempo para estudiar del que me gustaría. Y, sinceramente, tampoco me
voy a matar por un sobresaliente. No voy a poner en juego mi salud mental. Y tú
tampoco deberías.
Esas palabras se producían una y otra vez en la cabeza de Carolina y la fatiga
volvió a aparecer en su garganta.
—Eh… Yo no lo hago —dijo ella con un atisbo de nerviosismo mientras tosía
para ahuyentar la fatiga—. Tranquilo. Lo que quiero decir es que es mejor sacar un
aprobado justo limpiamente sin hacer chuleta que sacar un aprobado alto con trampas.
Créeme, te sentirás mejor si juegas limpiamente. Además, no es moral ni ético. No va
contigo. Y, por supuesto, va en contra de tus principios. La verdad es que me sorprende
y me decepciona que vayas a ir en contra de ellos y no te mantengas fiel a ti mismo.
—Ya llegó la reina de la moralidad —Margarita rodó los ojos divertida—. No le
des tampoco la lata al chaval. Él no tiene la culpa en absoluto. En realidad, es una
víctima más de este sistema. Todo es culpa de la nefasta y precaria educación de esta
maldita sociedad de mierda. Si la mayoría de nosotros, las verdaderas víctimas de este
sistema educativo opresor, nos sentimos presionados y nos dedicamos a estudiarlo todo

19
de memoria para tener que vomitarlo después y nos aprendemos nada realmente, es que
algo está fallando claramente —declaró ella rotundamente convencida.
—Tú cállate que ni estudias y ni estás agobiada —respondió Carolina
bromeando.
—Touché. Es que hoy tenías ganas de quejarme sin más —respondió su amiga
escogiéndose de hombros.
Carolina le dedicó una sonrisa a su amiga. Aunque fueran tan diferentes tanto
por dentro como por fuera, conseguían compaginar a la perfección. A veces era cierto
de que los polos opuestos se atraen. Carolina tenía siempre los pies en la tierra, mientras
que Margarita era muy alocada. Carolina era extremadamente responsable y exigente,
mientras que Margarita no se tomaba realmente en serio ninguna responsabilidad.
Carolina tenía la cabeza asiduamente puesta en el futuro, mientras que a Carolina lo
único que le preocupaba era disfrutar del presente y del aquí y ahora. Eran como el Ying
y el Yang, y se compenetraban de una forma extraordinariamente espectacular.
—Aunque estoy de acuerdo con lo que comentas —Carolina parecía reflexiva
—. Si todos sentimos que no estamos aprendiendo todo lo que deberíamos y de la forma
adecuada, es que algo falla.
—Lo digo en serio, ósea, parecemos borregos que no son capaces de pensar por
sí mismos y que ni parecen capaces de poder forjar una opinión propia. Somos simples
borregos que esperan meterse toda una asignatura en la cabeza para luego echarlo todo y
olvidarlo. Es un sin sentido y, por supuesto, contraproducente.
—Es un tema bastante interesante para debatir y reflexionar, aunque si no os
importa seguimos con la conversación en otro momento —intervino Ramón— Oye,
cielo, voy a saludar un momento a los chicos —comentó dirigiéndose a su novia
mientras señalaba con la cabeza al grupo de chicos que se encontraba casi al final del
pasillo— Tenemos que aclarar una cosa del próximo entrenamiento. Te veo en clase.
Mucha suerte en el examen.
Se despidió con un dulce y breve beso en la mejilla y se alejó, adentrándose y
desapareciendo entre la multitud para encontrarse con su grupo de amigos del
baloncesto. Ramón, naturalmente, era el capitón del equipo.
—¡Mucha suerte a ti también, cariño! Seguro que lo bordas.
Ramón se giró para mirarla y se lanzaron un beso en el aire.
Margarita puso una cara de asco y Carolina le echó una mirada de
desaprobación.
—Bueno… ahora que por fin el romeo se ha ido y nos hemos quedado tú y yo
solas... Suelta por esa boquita —le empezó a decir divertida Margarita a su querida
amiga—. ¿Ya habéis…? Ya sabes.

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Ramón era el primer novio formal de su amiga y estaba emocionada y contenta
por ella. Quería que empezara a disfrutar de los enormes placeres que acarrean las
relaciones sexuales, como hacía ella. Estaba segura de que esa forma al menos estaría
un poco más feliz y desestresada y no se agobiaría tanto por todo. O al menos lo veía de
esa manera.
—¿Que si hemos consumado el acto sexual?
—¿Consumar el acto sexual? ¡Dios! ¿Pero de qué película de los años cincuenta
has salido tú? ¿Consumar? ¡Esa clase de palabas debieron de dejar de usarse desde hace
mil años por lo menos! ¿Hola? ¿Siglo XV llamando a Carolina?
—¡Oye, no seas mala!
Carolina intentó parecer ofendida, pero no podía evitar reírse por las ocurrencias
de su amiga.
—Lo siento, pero es que es buenísimo —dijo ella mofándose, y a continuación
se colocó la mano derecha en su oído derecho simulando que fuera un teléfono—
¿Hola? ¿Diga? ¿Sí? Es para ti, te llama Pedro Almodóvar, que dice que quiere
contratarte en su nueva película situada en los años 50 porque piensa que eres tan
antigua y anticuada que quedarías ideal en la película porque no te haría ni interpretar.
—¡Marga! ¡No te pases!
—Lo siento, lo siento —dijo la amiga intentando parecer seria y retenerse la risa
—. Bueno, entonces, ¿qué? ¿Te ha dado ya lo tuyo o no te ha dado lo tuyo todavía?
—¡Pero qué vulgar eres! ¡¿Cómo se te ocurre preguntarme algo así en un sitio
como éste?! ¿Estás loca o qué te pasa? ¡Alguien nos podría escuchar!
—¿Y? Te sorprendería saber lo que hace la gente cariño, ¿es que no ves porno?
Carolina le miró seriamente arqueando las cejas.
—Si es que no sé ni para qué pregunto —dijo Margarita rodando los ojos hacia
arriba.
Carolina se limitó a encogerse de hombros.
—Bueno, ¿me piensas responder hoy o mañana?
—Está bien, tú ganas… Pues no, aún no. Aún no hemos encontrado el momento
indicado.
—¡Pero si lleváis casi medio año saliendo! Joder, si es que desde luego que sois
tal para cual.
Y entre broma y más risas, a las chicas se les acercó el resto del grupo, Julio,
Xavier, Sergio y Leire, y se encaminaron todos juntos a la primera clase del día, la cual
era física con el señor Gómez, el profesor que les impartía física desde que entraron en
el instituto.
Todos los alumnos se sentaron en sus correspondientes sitios de siempre
mientras el profesor Gómez repartía los exámenes a los alumnos.

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Carolina procedió a leer el examen con toda la concentración que pudo. Lo
cierto era que física era una de las asignaturas que más le gustaba y que mejor se le
daba. Le encantaba todo lo que estuviera relacionado con la ciencia. Pero estaba
demasiado nerviosa aquella vez. La nota que sacase en cada uno de ellos era sumamente
fundamental.
Suspiró e intentó enfocar toda su concentración en el folio que tenía delante de
sus narices. Ese dichoso folio podría hacer la diferencia entre entrar en la carrera que
tanto ansiaba o entre quedarse fuera.
De pronto la bilis se le subió hasta la garganta y sintió repentinamente unas
ganas tremendas de vomitar y echarlo todo fuera. Bueno, lo poco que había comido esa
mañana. Llevaba unos meses comiendo menos de lo habitual y se le iba notando cada
vez más. A cara de los demás no era una diferencia particularmente llamativa, pero ella,
que se veía en el espejo desnuda todos los días, sí que lo notaba. Tenía la cara más
chupada, las piernas más flacas de los que solía tenerlas y los brazos más finos.
Se miró las manos. Estaban huesudas y feas. Se estaba quedando en los huesos,
y lo peor de todo es que no podía hacer nada para evitarlo. Se estaba consumiendo por
dentro. Estaba acabando con ella misma. Y no podía controlarlo.
Desechó este último pensamiento de su cabeza e intentó respirar. Pero no podía.
Se asfixiaba. Los latidos de su corazón iban aumentando por segundos. Ya era
demasiado tarde. Había sido presa de otro ataque de ansiedad. Uno de los tantos que le
habían dado en ese último año.
Las manos le empezaron a sudar tanto que el examen se les resbaló de las manos
y cayó al suelo, sacando a todos sus compañeros de la concentración y el silencio
característico de una clase en medio de un examen.
El profesor Gómez, un hombre de pelo pobre y con unas gafas negra de montura
que se colocaban por encima de su nariz aguileña y grande, se levantó de su silla y alzó
la mirada hacia Carolina.
La mencionada se levantó de su silla y miró a su profesor con lágrimas en sus
ojos.
—Yo-o… Yo… —tartamudeó ella con la respiración entrecortada—. No puedo
hacer esto. Lo siento.
—¡Señorita Belmonte! —exclamó el profesor verdaderamente contrariado y
confuso.
El señor Gómez no entendía nada. ¿Por qué se había marchado su alumna más
excelente en un examen en el que se juzgaba el último trimestre, que era el más
importante? Nunca antes le había ocurrido nada parecido con ningún alumno.
Además, él mismo era el tutor de esa clase y pasaba más tiempo con ellos que
sus otros profesores, por lo que podía conocer medianamente bien a cada uno de sus

22
alumnos. Y, desde luego, conocía bien a Carolina. Su alumna favorita. Elegante, con
clase, responsable, inteligente, culta, educada y disciplinada.
Y, de la persona que se esperaría un comportamiento semejante, sin duda era de
ella. Por eso se quedó a cuadros, sin saber muy bien cómo reaccionar, al comportarse de
la manera diferente de la que siempre se había comportado.
Eduardo Gómez, el profesor, no había tenido mucha suerte en la vida. Cuidaba
de su vieja madre y estaba soltero. La única compañía que tenía en su casa aparte de la
de su madre, era la de sus perros. Y como tenía tanto tiempo libre, lo invertía en planear
excursiones con sus alumnos, powerpoints, vídeos educativos sobre la materia que
impartía… La realidad era que se desvivía por sus alumnos. Y siempre estaba dispuesto
a echarles una mano en lo que hiciera falta. No le importaba en absoluto si tenía que
quedarse en los recreos explicando alguna lección, o quedarse hasta las tantas
corrigiendo exámenes o tareas para que sus alumnos lo tuvieran al día siguiente a
primera hora de la mañana sin falta. Se entregaba por completo a sus alumnos. Era un
profesor de diez y con él los alumnos aprendían de la forma más acertada, de eso estaba
seguro.
La enseñanza y sus alumnos eran una parte fundamental en su vida. Pero nunca
le había ocurrido nada parecido con ningún alumno, y menos con la alumna más
brillante de toda la clase. Por eso se quedó absolutamente perplejo y sin reaccionar.
Ramón y Margarita contemplaron la escena desde sus asientos completamente
aturdidos sin entender nada de lo que estaba pasando. Se miraron el uno al otro
confusos.
Sin pensárselo dos veces, Ramón Torres, también se levantó de su silla y se
digirió con suma determinación hasta la mesa de su profesor.
—Lo siento profesor, pero me temo que tendrá que suspender a mí también —
dijo él entregándole el examen en blanco.
El profesor se quedó estupefacto.
—¡Dos de mis mejores alumnos! ¿Cómo puede ser eso posible? No entiendo
nada. Tampoco he puesto el examen tan difícil, de verdad.
—Mire, nunca había visto a Carolina comportarse de esa manera, así que yo
estoy tan confundido como usted ahora mismo. Lo único que le puedo pedir es que esto
no nos perjudique ni a mí ni a ella. También le pido que le perdone por haberse
marchado de clase. Y a mí por ir marcharme e ir a buscarla. Le ruego que sea
comprensivo, pero tengo que marcharme yo también. Tengo que hacerlo.
—¡No, otro más no! ¡Vuelva a clase, señor Torres! ¡Ni se le ocurra salir por esa
puerta!

23
—Es mi novia, así que como comprenderá, tengo que saber si está bien o si le
ocurre algo. Lo siento, señor Gómez, pero, en este caso, debo hacer caso omiso a sus
ruegos.
En ese instante, sin importarle nada más que su novia y el bienestar de ésta,
cruzó la puerta y se marchó del instituto. Instintivamente, se dirigió hacia la casa de ella.
El primer lugar dónde tenía que mirar era ahí. Si no la encontraba allí, ya pensaría algo,
pero algo le decía que la encontraría en su casa.
Y ahí era justo dónde se encontraba Carolina. Cuando salió repentinamente por
la puerta del instituto no sabía muy bien qué hacer ni a dónde ir. Pero cuando se acordó
de que su casa estaría vacía toda la mañana ya que sus padres estaban los dos trabajando
y su hermana pequeña en clase, no dudó en dirigirse hacia allí. Como estaba tan
aturdida, no se dio cuenta de que no había cerrado del todo la puerta y se quedó una
rajita abierta.
Cuando cruzó la puerta de su casa se encontraba aún peor y su estado de
ansiedad iba a peor. De lo rápido que le iba al corazón sentía que le iba a dar un ataque
al corazón o algo parecido. Cada vez que sufría esos ataques de pánico y ansiedad, lo
único que le apetecía era que le tragase el mundo y desaparecer de la faz de la tierra.
Decidida, subió las escaleras y se metió instantáneamente en el baño. Se puso
frente al espejo y se recogió el pelo en una coleta baja. Se miró al espejo y se observó el
rostro. Cada día que pasaba estaba peor. Su estado físico y anímico iba en decadencia.
Ella era plenamente consciente de ello. Las ojeras iban en aumento al igual que su
pérdida de peso. Mientras examinaba el morado debajo de sus ojos, su piel pálida y pelo
sin brillo, las lágrimas empezaron a caer por sus mejillas. Llena de furia y de
desesperación, empezó a golpear con fuerza y rabia el espejo, y a consecuencia de esto
algunos pequeños trozos de cristal se rompieron y se cayeron al suelo.
En ese momento entraba Ramón por la puerta de la casa y escuchó los golpes y
el estruendo, lo que le llevó hasta arriba, que era de dónde procedía aquellos golpes.
Pero Carolina todavía pensaba que estaba sola.
Ella, como cada vez que era dominada por la ansiedad. Por el miedo. Por el
pánico.
Abrió el segundo cajón del lavabo y sacó un paquete de pastillas. De forma
automática, se llevó tres a la boca de un único tirón.
Y, justo en aquel preciso instante, irrumpía súbitamente Ramón en el cuarto de
baño.
Carolina abrió los ojos como platos al verle y se le cayó el tarro de pastillas al
suelo. Su corazón iba más rápido aún si cabe.
—¿Ramón? —pronunció con un hilo de voz.

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—¿Carolina? ¿Qué estás haciendo? —inquirió él con voz trémula y la cara
lívida.

Primavera de 1997 (Presente)

“Reencuentros”

A los ojos de Daniela, su hermana mayor era una chica preciosa de 18 años llena de
vida y de alegría. Y le quedaba toda la vida por delante. Toda una bonita vida por vivir.
Ella podía cautivar y enamorar a cualquier persona con su carácter atrevido y arrollador,
su inteligencia y sensibilidad, su sedosa cabellera larga y rubia, y sus dos grandes ojos
azules con tonalidades grisáceas. De hecho, tenía a tantísimos chicos detrás que hubiera
podido estar si quisiera cada semana con un chico diferente.
Y Carolina sabía perfectamente que tenía a demasiados pretendientes, era muy
consciente de ello, pero a ella le daba exactamente lo mismo. Siempre había tenido ojos
solo y únicamente para su chico, Ramón Torres, su novio mayor del instituto.
Después de ella fallecer, el chico iba a ver a Daniela y a su padre con cierta
frecuencia para ver cómo les iba todo y si necesitaban cualquier cosa.
En general, a la joven Daniela, no solían agradarle las personas, pero con Ramón
Torres era diferente. Él le caía bien y disfrutaba de su presencia. No le disgustaba en
absoluto que saliese con su hermana. Todo lo contrario. Era atractivo, carismático,
noble, buen estudiante y deportista. Pero lo que Daniela sobre todo apreciaba era su
lealtad y entrega hacia su hermana. Realmente parecía el chico ideal para su hermana.
Fue como si el destino le hubiese puesto delante de sus narices al chico de sus sueños.
Y, además, lo más importante, siempre le vio muy enamorado de Carolina y que
su corazón le pertenecía a ella.
Desde que salían juntos, él trataba con mucho cariño y amabilidad a la familia.
De hecho, él y Daniela tenían los números el uno del otro y aún tenían contacto de vez
en cuando, aunque el contacto que tenían hoy en día ya no era el mismo que antes. Pero
a ella le agradaba encontrárselo alguna que otra ocasión por la calle y conversar con él.
Le ponía contenta ver que, a pesar de todo, hacía conseguido seguir hacia adelante y ser
feliz.
«Ojalá yo pudiera ser tan fuerte como él y conseguir superarlo de una vez por
todas y pasar página», pensaba.
Daniela, por su parte, y por el contrario que su hermana, se podría decir que
espantaba a los chicos. No se llegaba a considerar del todo fea, pero suponía que su
rostro pálido como la gélida nieve, sus ojos claros como el cielo azul y su cabello negro

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y oscuro como la noche sombría, podía resultar de cierta manera una especie de mezcla
llamativa y atrayente.
Aunque tampoco se consideraba una belleza ni nada por el estilo. Siempre había
pensado que su cuerpo era de lo más simple y sencillo. Consideraba que no gozaba ni de
delantera ni de parte trasera, que estaba bastante delgada y que no llamaba la atención
por
sus curvas, puesto que para ella éstas eran nulas. Sin embargo, a pesar de su opinión con
respecto a su apariencia física, sabía que no podía quejarse de la considerable cantidad
de pretendientes que había acarreado hasta ahora, pero no acababa teniendo nada con
ninguno ya que, aparte de tener un gusto extremadamente exquisito y exigente, tenía un
carácter algo complicado y difícil de manejar a veces.
En partes generales, Daniela era una chica bastante difícil, tanto de llevar como
de comprender. Su mente era compleja y enrevesada. Y, además, apenas solo un par de
chicos habían conseguido llamar su atención. Si solo se acercaban a ella por mero
interés sexual y carnal, directamente su interés decrecía enormemente, por mucho que el
chico pudiese gustarle. A lo máximo que había llegado con un chico era a un beso, nada
más allá de eso.
A Daniela le parecía perfecto que una persona, independientemente de su
género, buscara exclusivamente relaciones sexuales, pues cada cual hace lo que quiere
con su vida y es completamente válido y correcto que cada uno disfrute de su total
libertad sexual a su verdadero antojo. Es totalmente correcto. Y es fantástico que se
pueda gozar de dicha libertad, porque al final al cabo el ser humano siempre está en esa
busca de la libertad. Pero, en realidad, ese rollo no iba ni encajaba del todo con ella. Era
demasiado reservada de su intimidad. Y muy celosa de su privacidad. Muchas veces se
cuestionaba si era excesivamente extraña, un bicho raro o algo parecido. Lo cierto es
que a veces tenía la sensación de serlo. Pero también era cierto que le daba exactamente
lo mismo si lo era o no.
En el caso de que un chico no buscara solo un rato para poder desfogarse, no le
parecía lo suficientemente interesante o divertido como para invertir su tiempo y/o
centrar su interés amoroso y sentimental en ellos.
En conclusión, su suerte con los chicos era totalmente nefasta. Y las chicas
nunca la habían atraído ni llamado la atención, ni erótica ni románticamente hablando,
por lo que básicamente se podía decir con certeza que, hasta ahora, no había triunfado
con respecto al amor.
Pero la parte buena era que eso no le importaba nada en absoluto. Había
centrado su cabeza durante estos años en ámbitos, desde su punto de vista, muchísimo
más importantes. Francamente, no tener ningún tipo de relación carnal ni amorosa que
no era algo que no le dejase dormir por las noches. No tener relación de ese tipo no te

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hace ser un/a fracasado/a o un/a desgraciado. ¿Porque qué significa ser un/a fracasado/a
o desgraciado/a en el amor? Que no tengas un ámbito de tu vida cubierto, por así
decirlo, no quiere decir que ya hayas fracasado. Que no tengas pareja no significa que
ya no puedas alcanzar la felicidad plena por ti mismo. Hay otros ámbitos de tu vida que
son igual de importantes. Es un gran error centrar y focalizar la felicidad de uno en el
amor y en la pareja. Porque, además, hay amores
De repente la gatita de Daniela se subió a su cama y se frotó contra ella,
sacándole inmediatamente de sus cavilaciones.
—¡Miau!
Que su gata se frotase contra ella era su manera de pedirle más comida, por lo
que Daniela dejó su diario a un lado, se levantó de su cama y procedió a llenar su
cuenco de comida después de acariciarla. Su padre la adoptó unos meses después de lo
del accidente y la trajo a casa cuando solo apenas tenía un mes. Era una pequeña gata
negra de ojos azules. Aportó un poco de felicidad a la vida de padre e hija en aquellos
momentos tan difíciles y desafortunados. Era una gatita muy cariñosa y siempre les
hacía compañía. Daniela le puso de nombre Luna porque sus ojos le recordaban a la
preciosa y enigmática Luna llena. Su luna preferida de todas.
Daniela se encontraba ahora mismo echando un vistazo a la página web de la
universidad en la que estaba interesada. Aunque todavía estaba a mitad del último curso
y quedaba bastante meses para la entrada a la universidad, quería estar bien enterada de
todo con antelación. Se estaba informando sobre todo lo que podía. Precios, matrículas,
residencias, clases, asignaturas, profesores, pisos de estudiante y bibliotecas cercanas a
la universidad… etc.
Su hermana iba a ir a esa misma universidad. Era a la que quería ir desde que iba
al colegio. Ella quería ser enfermera. Ayudar a los demás. Estaba segura de que hubiera
sido la enfermera de todas. Hubiera dado lo que sea por poder haberla vista graduarse y
con el uniforme de enfermera. Seguro que hubiera estado preciosa.
Y aquí se encontraba Daniela ahora. Con la misma edad en la que ella falleció e
intentando por todos los medios entrar en esa prestigiosa universidad de la que tanto
hablaba su hermana y a la que hubiera ido si siguiera con vida a día de hoy.
Se estaba esforzando al máximo para que su querido padre se enorgulleciera de
ella. Si su hija mayor no iría a esa universidad, al menos le quedaba el consuelo de que
iría su hija pequeña.
En parte, como que sentía que se lo debía como hija suya que era. Francamente,
se sentía un poco en la obligación. Tenía que llenarle de orgullo. Tenía que darle esa
satisfacción. Se lo merecía. Se merecía tener como mínimo una alegría en su vida.
Entonces, indagando e informándose a la conclusión de que se salía
exageradamente de sus capacidades económicas. Ni con todos sus ahorros de lo que

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había estado trabajando en estos años podía llegar a pagar un año entero de universidad,
y eso teniendo en cuenta que las aprobara todas del tirón. No sabía cómo se las iba a
apañar para poder ir. Y ahora mismo no le apetecía amargarse pensando en eso.
Se estaba empezando a agobiar y le faltaba el aire. Necesitaba que le diese un
poco de aire fresco de la calle.
La joven sacudió la cabeza levemente y se puso la primero que se encontró en su
armario: camiseta blanca de tirantes, unos pantalones vaqueros cortos y unas converses
blancas. Justo antes de salir de la habitación decidió llevarse una chaqueta ligera de
color azul marino por si refrescaba.
Ella y su padre vivían desde siempre en el sur, donde la zona costera solía ser
agradable y e abarrotaba de gente turista durante el tiempo veraniego. Y a Daniela le
encantaba vivir rodeada de playas y del aire estival. Pero era cierto que por las noches
solía refrescar bastante. Y no tenía ni idea de cuánto tiempo iba a estar fuera.
Se peinó el cabello por encima y bajó las escaleras en busca de su padre.
—Oye, papá —dijo—, voy a salir a dar una vuelta. Creo que iré a la biblioteca
Seguramente vuelva a la hora de la cena.
—Vale, cielo. Ten cuidado —respondió su padre con una tierna sonrisa.
Ella le devolvió la sonrisa y asintió suavemente con la cabeza.
—Sí, papá. Hasta luego.
Justo cuando se dio media vuelta, ya lista para marcharse por la puerta, escuchó
de nuevo la voz aterciopelada de su padre:
—Eh, mi vida, ¿estás bien? —le preguntó él en tono preocupado.
Naturalmente, Maximiliano, al igual que su hija, también se acordaba
perfectamente del día que era hoy. Había pasado seis años justamente desde el
accidente. En un día como hoy, perdía el gran amor de su vida y a su adorada hija
mayor. Sabía que ese día era igual de duro para él que para su hija, que había perdido y
a su adorada hija mayor. Sabía que ese día era igual de duro para él que para su hija, que
había perdido a su querida madre y a su buena hermana mayor. Y en días tan sombríos y
oscuros como aquel, intentaba mimar todo lo posible a su hija.
Volvió a girar la cabeza para quedarse justo enfrente de su padre y respondió en
tono suave:
—Sí, no te preocupes.
—¿Estás segura?
—Segurísima.
Ella se acercó hasta él y le dio un suave beso en la mejilla.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo —le aseguró ella sonriendo—. ¿Y tú cómo estás?

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—¿Yo? Bien, cielo. No te preocupes por mí. Te voy a hacer la mejor cena del
mundo mundial: pasta gratinada con salchichas y bacon y con mucho queso.
Ya le estaba sonando las tripas de lo mucho que le encantaba esa comida. Desde
que era pequeña aquella había sido su comida favorita. Y su padre siempre se la
preparaba con esmero y cariño, el toque esencial para una comida salga buena y
deliciosa.
—¡Mi comida preferida! ¡Qué rico papi! —exclamó ella dándole un abrazo.
—Comida preferida para mi chica preferida.
—¿Y después me prepararás un cuenco de helado con vainilla y chocolate con
sirope de caramelo?
A Daniela le rugían las tripas y se le caía la baba tan solo de pensar en la
deliciosa cena que le iba a preparar su padre.
A continuación, ella puso cara de puchero y su padre no se pudo resistir al
encanto de su hija.
—Por supuesto que sí, cariño. Sabes que no puedo decirte que no si me pones
esa cara.
—Ya lo sé. Por eso lo he hecho.
—¡Eres una tramposa!
Su padre frunció el entrecejo divertido y comenzó a hacerle cosquillas a su hija.
—¡Para, para! —exclamó ella.
Los dos se rieron juntos durante unos segundos.
—Bueno, tengo que irme ya, papi. Te quiero.
—Hasta luego, cariño. Yo también te quiero.
Daniela necesitaba escabullirse de sus pensamientos y que le diese un poco el
aire. Además de todo el dilema de la universidad, hoy hacía ya seis años de lo del
accidente. Todos los años en este día necesitaba estar sola. Todavía era demasiado duro
y trágico para ella.
Cuando salió de su casa, el móvil le vibró en el bolsillo izquierdo trasero del
pantalón. Era su amiga Judith, que le estaba llamando.
—¡Hola nenita! —saludó su amiga entusiasmada—. ¿Qué tal estás?
Ese era el apodo con el que le había bautizado desde hace años. Desde que eran
unas adolescentes. “Nenita”.
Su amiga sabía perfectamente que este día no era nada fácil para ella.
Daniela simplemente se limitó a responderle lo siguiente:
—Bien. Ahora voy de camino a la biblioteca. ¿Y tú?
—Aquí hartándome de patatas de paquete. Ya sabes que cuando estoy con la
regla solo me apetece comida basura.
—¿Te apetece venir a mi casa esta noche?

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—¿Qué hay de cenar?
—Mi padre hará su deliciosa para gratinada con salchichas, bacon y extra de
queso.
—Mmm, me has convencido. Allí estaré sobre las nueve. No puedo perderme la
famosa pasta gratinada del Maxi.
—No esperaba menos —respondió Daniela satisfecha con una sonrisa— Pues
luego nos vemos.
—Chao nenita. Te quiero.
—Yo también.
Las dos amigas terminaron de despedirse y colgaron la llamada.
Daniela había decidido dar una vuelta por la biblioteca de la ciudad. Le apetecía
mirarse algún libro nuevo. Bajó la cuesta y giró la calle hacia la derecha, dónde tuvo la
interesante y sorprendente casualidad de encontrarse con Torres. Ramón Torres. La
última y la más importante expareja de su hermana Carolina cuando aún seguía con vida
—el otro había sido un tal Diego de su misma clase, pero solo habían durado un par de
meses y la cosa tampoco había sido muy seria—. A decir verdad, Torres era el tipo de
chico en el que se hubiera fijado Daniela si tuviera unos cuantos años más o él unos
cuántos años menos. Y si no hubiera estado involucrando sentimentalmente con su
hermana, evidentemente.
Llevaba el pelo corto hacia atrás, un buen afeitado y un notable moreno. Daniela
suponía que había empezado a ir ya con cierta regularidad a la playa. El chico ya era
moreno de por sí, pero se notaba la diferencia. Y la camiseta de tirantes que llevaba
dejaba a ver lo en forma que estaba. Sin duda, había estado ejercitando su cuerpo los
últimos meses como mínimo.
Llevaba una bolsa larga y negra pegada al hombro, las típicas que se usan
cuando vas al gimnasio. Vestía con ropa deportiva y el sudor brilloso le cubría la frente.
Estaba claro que acababa de salir de entrenar.
En conclusión, se encontraba tan guapo como de costumbre.
Y le estaba dedicando una dulce sonrisa.

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