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Más que un recuerdo

Andrea Cunningham no se planteaba todavía la posibilidad de casarse y tener


hijos. Pero Brandon Hamilton sí. El maravilloso propietario del hotel tenía una cabeza
perfecta para los negocios, un cuerpo hecho para el amor y un corazón tan cálido
como sus abrazos. Al igual que Andrea, sabía que dos semanas eran muy poco tiempo
para comprender lo que estaba ocurriendo entre ellos. Pero, a diferencia de Andrea,
él estaba dispuesto a sentir todo aquello a lo que ella se resistía.
Andrea pensaba que aquellas dos semanas con Brandos pasarían a ser solamente
un hermoso recuerdo. Pero aquel atractivo soltero iba a entrar en forma tan especial
en su corazón, que los recuerdos no serían suficientes.
Capítulo Uno
El deportivo rojo se aferraba al asfalto de la carretera. El potente motor que
escondía la reluciente carrocería no parecía en absoluto forzado mientras ascendía.
Andrea Cunningham pisó el acelerador hasta alcanzar el límite de velocidad permitido
y asintió, satisfecha con su nueva adquisición.
El coche era el regalo de Navidad que se había hecho a sí misma, un capricho que
hasta a ella le había sorprendido.
Llevaba casi seis meses buscando un coche, leyendo catálogos, comparando precios y
probando vehículos.
Buscaba un discreto coche de color blanco, que consumiera poca gasolina, fuera fácil
de mantener y se adaptara sin problemas al tráfico de la gran ciudad.
Pero en cuanto había visto aquel resplandeciente deportivo que parecía estar
llamándola a gritos, había cambiado de opinión.
Andrea pisó el acelerador, adelantó a un modesto coche que subía renqueante la
montaña y redujo la velocidad.
¿Qué diablos iba a hacer con un coche así?, se preguntó, sacudiendo mentalmente la
cabeza. Aquel deportivo le había costado mucho más de lo que calculaba gastarse cuando se
había visto obligada a dar de baja su viejo coche.
¿Andrea Cunningham, vicepresidenta de la empresa Challenge Publicidad detrás del
volante de un llamativo deportivo rojo? Era increíble, ridículo, y casi vergonzoso.
Aquel coche no tenía nada que ver con ella.
Andrea suspiró, sintiendo una repentina oleada de cansancio. Aderezada para colmo
con un ligero dolor de cabeza.
Estaba furiosa consigo misma, y también con su cuerpo por no haber sido capaz de
mantener el ritmo de trabajo. Era una situación tan frustrante que le entraban ganas de
gritar.
Tras pasar varias semanas encontrándose mal, Andrea por fin se había decidido a
hacerse un chequeo para averiguar el motivo de su insomnio, su falta de apetito y sus
dolores de cabeza. Y el médico prácticamente la había obligado a marcharse de la ciudad.
Después de diagnosticarle un completo agotamiento, le había ordenado que se tomara dos
semanas de vacaciones en algún lugar tranquilo en el que nadie de la oficina pudiera
localizarla. Sólo Jack, su jefe, podía ser informado de cuál iba a ser su destino.
El doctor conocía su historia personal y sabía que no tenía familia con la que pasar las
vacaciones. Los padres de Andrea habían muerto en un accidente de tráfico cuando ella
tenía solamente cuatro años.
Aquella niña que había visto hecho añicos el plácido escenario en el que transcurría su
vida, no contaba con ningún cariñoso pariente dispuesto a acogerla en su hogar.
En ese momento se dirigía hacia Prescott, un lugar en el que nunca había estado y
donde iba a tener que pasar la Navidad.
Para ella no tenía ninguna importancia pasar aquellas fechas lejos de su casa. Nunca
les había prestado demasiada atención a las fiestas. Compraba algunos regalos a sus
mejores amigos, pero rechazaba educadamente sus ofrecimientos cuando la invitaban a
cenar con ellos. Aquella era una fecha para disfrutarla en familia y Andrea no quería
sentirse como una intrusa en ninguna mesa.
Pero la idea de pasar la Navidad en Prescott tampoco la entusiasmaba. Y menos
todavía las razones que tenía para ello: sufría un cuadro de extenuación física. Era
frustrante.
El dolor de cabeza iba en aumento, pero por lo menos ya sabía que sus frecuentes
jaquecas se debían al cansancio.
Sólo tenía veintisiete años, por el amor de Dios, no ciento siete. Aquello era un
desastre, una situación verdaderamente mortificante.
¿Qué se suponía que iba a hacer durante dos semanas en un lugar tan diminuto como
Prescott? ¿Sentarse a hacer punto en una mecedora, con una manta sobre las rodillas? Para
empezar, no sabía hacer punto... Y mucho menos cómo pasar un día tras otro sin hacer nada.
Odiaba aquella situación.
Andrea se vio obligada a abandonar sus furibundos pensamientos ante una repentina
concentración de coches y comprendió que estaba llegando ya a su destino.
Miró el trozo de papel que llevaba encima de la guantera. Había escrito con precisión
todas las indicaciones tras estudiar el recorrido en el mapa.
La imagen de su apartamento vacío irrumpió en su cerebro, pero no evocaba ningún
tipo de nostalgia. Para ella no era más que un conjunto de habitaciones en las que comía y
dormía. La mayor parte de su vida estaba centrada en Challenge Publicidad.
Mientras su mente vagaba por las habitaciones de su apartamento de Phoenix, no era
capaz de recordar la última vez que había comprado algún objeto personal para aquel lugar
al que desde hacía diez años llamaba su hogar.
¿Pero por qué se habría puesto de pronto a pensar en su apartamento? Haría mejor en
prestar atención a lo que la rodeaba si no quería pasar de largo Hamilton House, el hotel en
el que había reservado habitación para aquellas dos semanas.
—Oh, magnífico —dijo Andrea en voz alta, frunciendo el ceño—. Y ahora empieza a
nevar.
Andrea odiaba el invierno. Odiaba la nieve, odiaba Arizona y odiaba la razón por la que
estaba allí.
El doctor le había descrito aquella ciudad como si fuera una postal navideña: un lugar
tranquilo, hermoso y con gente amistosa. Y al carecer de fuerza para poner en juego sus
propias opiniones, hacia allí se había dirigido Andrea sin pensárselo dos veces.
—A ese medicucho de mala muerte se le podría haber ocurrido decirme que nevaba —
protestó Andrea ante un semáforo en rojo—. ¡Aghh! ¡Odio esta ciudad!
Brandon Hamilton permanecía tras el mostrador, tatareando los villancicos que
sonaban suavemente en el vestíbulo del hotel.
Excelente, pensó mirando el libro de registros. En cuanto Andrea Cunningham llegara,
Hamilton House estaría al completo.
No podía pedir un regalo mejor, teniendo en cuenta que aquel era el primer año que el
hotel estaba en marcha tras las reformas realizadas en aquel antiguo edificio.
Brandon miró a su alrededor, incapaz de contener la sonrisa que curvaba sus labios.
Tenía un aspecto magnífico, pensó. El árbol de Navidad que estaba en frente de la venta
era espectacular y el piano que habían colocado ante él parecía esperar ansioso a que algún
músico se decidiera a acariciar sus teclas.
Asintió satisfecho. Los meses de estrés, de insomnio y de preocupaciones por las
inversiones astronómicas que había arriesgado para convertir Hamilton House en un hotel
majestuoso habían merecido la pena.
Sólo faltaba que llegara Andrea Cunningham para poder regodearse en la emoción de
saber que el hotel estaba lleno de felices huéspedes.
Brandon miró el reloj, ya eran casi las tres. Alzó a continuación la mirada hacia la
puerta, esperando la llegada de una huésped sonriente rebosante de espíritu navideño y
dispuesta a disfrutar de unos maravillosos días de vacaciones.
Andrea salió del coche. Lo había aparcado en el estacionamiento del hotel que, por
cierto, estaba bastante lejos del mismo. Leyó con el ceño fruncido un letrero. Al parecer,
podía dejar su equipaje en el coche y algún trabajador del hotel se lo llevaría después a la
habitación.
Ni pensarlo, se dijo. No tenía ninguna gana de que la asociaran con aquel coche cuando
ella todavía tenía problemas para reconocerse como propietaria de aquel deportivo rojo.
Minutos después, Andrea abandonaba el aparcamiento inclinándose ligeramente hacia
a un lado a causa del peso de su maleta.
La nieve continuaba cayendo. Y además de hacerla resbalar un par de veces, le estaba
empapando el traje azul.
No tenía abrigo, puesto que en Phoenix no lo necesitaba. Y en el estado de fatiga en el
que se encontraba, no se le había ocurrido averiguar el tiempo que hacía en aquella ciudad
de la montaña.
Prescott estaba a sólo unos cien kilómetros de Phoenix. Y no se había enterado de que
estaba a miles de metros más de altura hasta que no estaba a punto de llegar.
No era propio de ella ser tan desorganizada, pensó mientras cruzaba la calle. Pero
nada de lo que estaba ocurriendo últimamente en su vida parecía guardar demasiada
relación con ella.
La mirada de Brandon voló hacia la puerta en cuanto oyó el campanilleo que anunciaba
que había sido abierta. Cuando su mente registró la increíble imagen que tenía frente a él,
se quedó doblemente boquiabierto.
Acababa de entrar en el hotel una mujer que estaba tiritando de frío, completamente
empapada y cubierta de copos de nieve. Del pelo le caían reguerillos de agua y no sonreía en
absoluto.
Sintió una profunda decepción al ver a aquella mujer, tan fría en todos los sentidos,
que era, sin lugar a duda, la mismísima Andrea Cunningham.
—Oh, Dios mío —musitó Brandon.
Salió de detrás del mostrador, cruzó el vestíbulo y se detuvo frente a ella, buscando
desesperadamente algo que decir.
— ¿Señora Cunningham? —la recibió con una radiante sonrisa—. Yo soy Brandon
Hamilton y quiero darle la bienvenida a Hamilton House.
Antes de responder a aquel meloso recibimiento, Andrea tomó aire y lo exhaló
suavemente. De pronto, sintió en los oídos un desagradable zumbido y comenzó a ver motas
ante sus ojos.
Alzó la mirada hacia los oscuros ojos de Brandon Hamilton, pestañeó y, sin ser capaz
de decir una sola palabra... se desmayó.
—Oh, Dios mío —exclamó Brandon con los ojos abiertos como platos. Y cuando la que
debía de ser Andrea Cunningham comenzó a derrumbarse, la levantó instintivamente en sus
brazos.
Brandon permaneció quieto durante un rato, mirando fijamente a aquel fardo
empapado que se acurrucaba en sus brazos.
Si aquella era Andrea Cunningham, pensó, era una mujer absolutamente adorable. Sus
ojos, que continuaban cerrados, eran tan oscuros como enormes, sus facciones
agradablemente delicadas, y sus labios... Sus labios parecían hechos para ser besados.
Y era tan ligera como una pluma, a pesar de sus ropas empapadas. Era bastante alta,
debía de medir algo más de uno setenta... Una altura perfecta para su metro noventa de
estatura.
¿Y cuántos años tendría? Veintiséis o veintisiete quizá Lo único que estropeaba su
precioso rostro, eran las ojeras que...
—¡Basta ya, Hamilton! —se dijo a sí mismo en voz alta—. Ya es hora de que hagas algo.
Se volvió y vio que Jennifer estaba cruzando el vestíbulo.
— ¡Jennifer! —la llamó—. Necesito ayuda.
Jennifer corrió inmediatamente hacia Brandon.
—Dios mío, Brandon, ¿quién es esa mujer? ¿Qué le pasa?
—Creo que es Andrea Cunningham, una de nuestras huéspedes. Por favor, llama a Ben
Rizzoli. Dile que necesitamos un médico urgentemente. Después, dile a Mickey que se
encargue de esa maleta y que encuentre a alguien que se ocupe de atender la recepción.
—Ahora mismo —respondió Jennifer, y se alejó corriendo.
Andrea se despertó en los brazos de Brandon en el momento en el que éste estaba
cruzando la puerta de su despacho. Brandon cerró la puerta con el pie y dejó a la joven
sobre un sofá de cuero.
—¿Andrea? —preguntó, agachándose al lado del sofá.
Vaya, vaya, pensó Andrea, qué voz tan maravillosamente masculina estaba
pronunciando su nombre. Se encontraba en medio de un sueño inmejorable, al lado de uno de
los hombres más atractivos que había visto jamás. Alto, moreno y atractivo. El tipo de hom-
bre que sólo podía aparecer en sueños o en el cine.
El timbre de su voz era perfecto; una voz rica, profunda. Brandon había dicho que se
llamaba... Un nombre que le quedaba perfecto.
—¿Andrea? ¿Puedes oírme? Abre los ojos, por favor.
Jamás le había parecido tan dulce y femenino su propio nombre, pensó Andrea. La voz
de Brandon flotaba sobre ella, acariciándola como un manto de terciopelo.
Caramba, era un sueño fantástico. Pero, como todos los sueños, tenía que terminar.
Tenía que despertarse para ir al trabajo. Además, estaba muerta de frío. Realmente,
estaba helada hasta los huesos. Sentía la manta húmeda. Quizá hubiera olvidado meterla en
la secadora... Pero ella no era capaz de haber hecho la cama con la manta húmeda. Claro que
no. Así que, por atractivo que fuera Brandon, aquel sueño tenía que terminar.
Andrea abrió los ojos lentamente. Y al instante siguiente gimió al descubrir frente a
ella al hombre de sus sueños.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó, mientras intentaba incorporarse—.
¿Desconoces acaso las normas de los sueños? Ahora estoy despierta, así que sal de la
habitación.
—Tranquila, tranquila —le dijo Brandon, presionándole delicadamente los hombros
para que permaneciera tumbada—. ¿Es usted la señora Andrea Cunningham?
—Sí, soy yo, pero...
—Yo soy Brandon Hamilton. ¿Sabe dónde está? —preguntó, pensando que aquella
mujer estaba completamente loca—. Píenselo un momento.
—¿Tú eres Brandon? —repuso Andrea frunciendo el ceño—. Esto no tiene sentido. El
hombre de mis sueño se llamaba... —abrió los ojos horrorizada—. Oh, Dios mío, esto no es
un sueño. Estoy en Prescott, en el hotel Hamilton, y...
—Y usted se ha desmayado nada más llegar. Ahora vendrá un médico a verla —la
tranquilizó—. Todo está bajo control, señora Cunningham. Andrea, ¿puedo llamarte Andrea?
No puede decirse que seamos desconocidos. Acabas de desmayarte en mis brazos, como en
las películas.
—No me puedo creer lo que me está pasando —dijo Andrea, llevándose la mano a la
frente—. No me había desmayado en mi vida. Me siento terriblemente avergonzada. Creo
que me iré cuanto antes a casa.
—No, no —repuso rápidamente Brandon—. No tienes de qué avergonzarte —esbozó su
mejor sonrisa—. Tú eres mi amuleto de la suerte, gracias a ti, no queda una sola habitación
libre en el hotel. Y supongo que sabes que los amuletos tienen ciertas responsabilidades.
—Después de lo que me ha pasado, esas son las palabras menos convincentes que he
oído en toda mi vida.
La sonrisa de Brandon se heló en sus labios.
—Oh. Tengo que reconocer que me has asustado. Jamás había pasado nada parecido
en el hotel.
—Para mí también ha sido la primera vez —contestó. Una mujer podría perderse en las
profundidades de aquellos ojos negros, pensó. Un extraño calor, mucho más agradable que
el frío que la consumía, comenzó a irradiar todo su cuerpo. De aquel hombre emanaba una
virilidad sobrecogedora por su intensidad.
—Nadie se desmaya porque sí —dijo Brandon, sacando a Andrea de sus sensuales
pensamientos—. Quizá debería llevarte al hospital si estás... Bueno, si estás embrazada o
algo así...
—No, no estoy embarazada, ni me pasa nada extraño. Simplemente, estoy cansada.
—Muy cansada, entonces. Deja que lo averigüe: el médico te ha ordenado que dejes
Phoenix unos días y vengas a descansar a Prescott.
—¿Cómo sabes de dónde soy?... Ah, claro, al reservar la habitación tuve que dar mi
dirección.
—Exacto. ¿Dónde tienes el abrigo?
—No tengo abrigo de invierno. No se me ocurrió preguntar qué tiempo hacía aquí. El
médico me sugirió que viniera y he venido. Pero este viaje no ha sido una buena idea.
—Claro que sí —replicó Brandon sonriente—. Prescott es un lugar muy agradable para
escapar de las presiones de Phoenix. ¿A qué te dedicas allí?
—Soy la vicepresidenta de una empresa de publicidad.
Y también una mujer muy hermosa, pensó Brandon mientras recordaba lo
fantásticamente que se había sentido al tenerla en sus brazos.
—Publicidad —se aclaró la garganta, intentando ignorar el calor que lo había asaltado
al recordar lo cerca que había estado de Andrea—. Un sector muy duro, y muy estresante,
supongo.
—Me gusta mi trabajo, y se me da muy bien lo que hago —contestó Andrea a la
defensiva.
—En ningún momento lo he dudado, pero por mucho que te guste, parece haberte
llevado al agotamiento. Supongo que ha sido eso, combinado con la altitud a la que nos
encontramos, lo que ha provocado tu desmayo. Tu cuerpo te está enviando señales, Andrea.
Te está hablando bien claro. Yo ya conozco ese camino, y te sugiero que, por tu propio bien,
escuches el mensaje.
—Mmm —dijo Andrea, frunciendo el ceño.
—Has reservado habitación para quince días. Y yo te propongo que te quedes y
disfrutes de tus vacaciones.
—De acuerdo —elevó los ojos al cielo—. Así no tendré que preocuparme por mi posible
cansancio. Lo malo es que me voy a morir de aburrimiento.
Brandon se echó a reír.
—Ni lo sueñes. Prescott tiene mucho que ofrecerte. Yo soy un hombre soltero y aquí
encuentro miles de cosas que hacer. Además, la gente de Prescott es excepcionalmente
amable.
—¿No serás representante de la cámara de comercio o algo parecido? —preguntó
Andrea con ironía.
Brandon se encogió de hombros.
—Sólo estoy ateniéndome a los hechos —se interrumpió un instante—. Me alegro de
que no te ocurra nada grave, Andrea —continuó diciendo, mirándola fijamente a los ojos.
—Gracias —contestó ella suavemente.
Durante unos segundos, ninguno de ellos se movió. Continuaban mirándose el uno al
otro en silencio. Una espiral de calor parecía rodearlos, haciéndolos acercarse cada vez
más, cada vez más...
Unos golpes en la puerta hicieron que Andrea y Brandon se irguieran sorprendidos.
Casi inmediatamente, entró un hombre en la habitación.
—Rizzoli al rescate —se presentó alegremente, cruzó la habitación y se sentó en el
sofá.
Dios santo, pensó Andrea. Prescott debía de ser la localidad con el mayor porcentaje
de hombres atractivos de todo el estado, se dijo mientras observaba a aquel italiano alto y
moreno.
Pero había una sutil diferencia entre los dos hombres, pensó. Brandon Hamilton
llevaba un traje patentemente caro. Su soltura y sus gestos denotaban que era un hombre
con clase y dinero y sus facciones eran algo más refinadas que las del italiano.
Del señor Rizzoli podría decirse que era un diamante en bruto, vestido con vaqueros,
una camisa de franela y una cazadora.
—Creo que me voy a ir a casa —susurró Andrea, intentando levantarse otra vez.
—Ni pensarlo —repuso Ben Rizzoli alzando la mano—. Todavía no he comenzado mi plan
de rescate. Soy el doctor Benjamin Rizzoli, puedes llamarme Ben. Los médicos tenemos la
terrible necesidad de sentirnos necesitados, así que tendrás que permitirme que te
examine. ¿Y tú eres?
—Me voy —repitió Andrea.
—Es la señorita Andrea Cunningham —contestó Brandon—. Nada más entrar en el
hotel se ha desmayado. Pero no tiene nada que no pueda curarse con unos días de descanso.
Algo que va a conseguir quedándose durante un par de semanas en Hamilton House.
Ben asintió.
—Muy bien, Andrea. Yo te llamaré Andrea y tú me llamarás Ben. En Prescott no nos
gustan mucho las formalidades. Mira, Andrea, creo que después de lo que te ha pasado ya
sé muchas cosas de ti.
—Como cuáles —contestó Andrea secamente.
—Bueno —le explicó Ben sonriente—. Para empezar, que eres una persona organizada
y eficiente. Caramba, podrías haberte desmayado antes de entrar al hotel y haberte
golpeado la cabeza con la acera. El hecho de que hayas esperado hasta entrar en este
magnífico establecimiento demuestra lo que digo. En cuanto al resto del diagnóstico, parece
que Brandon ha estado haciendo mi trabajo por mí. Tu problema es que estás agotada.
—Ahí lo tienes —dijo Brandon, sonriente.
—¿Hacéis esto muy a menudo? —preguntó Andrea, fulminándolos con la mirada—. Esto
es ridículo. Me voy a casa.
—Venga, será mejor que nos pongamos serios —dijo Ben, pero su expresión desmentía
por completo sus palabras—. Como médico, tengo algunas preguntas que hacerte, Andrea.
Brandon, quítate de en medio, quiero hablar a solas con Andrea.
Brandon se metió las manos en los bolsillos y miró a Ben de reojo.
—Estaré al otro lado de la puerta. Si me necesitas, sólo tienes que gritar.
—De acuerdo. Vete.
Brandon vaciló. Miró a Andrea durante unos segundos y salió. Cerró la puerta tras él y
al momento comenzó a caminar frente ella, preguntándose nervioso qué otras preguntas
podría querer hacerle Ben a Andrea. ¿Sospecharía que le ocurría algo grave? No, eso era
imposible.
Andrea, bonito nombre. Y bonita mujer.
Y se acomodaba tan bien a sus brazos... Era como si aquel fuera su lugar, cerca de él,
protegida y cuidada por él...
—Diablos, Hamilton —musitó para sí—. ¿En dónde tienes la cabeza? Pareces tan
chalado como Andrea hace unos minutos.
Pero era imposible negar lo que había sentido mientras llevaba a Andrea a su oficina.
Brandon se detuvo sobre sus pasos y miró hacia la puerta.
Venga, Rizzoli, le ordenó mentalmente. ¿Qué diablos estaba pasando allí? Se negaba a
que el problema de Andrea lo hubiera causado algún motivo serio.
No, tenía que estar bien, perfectamente bien,
Brandon frunció el ceño y se pasó nervioso la mano por el pelo. Estaba exagerando.
Exagerando a lo grande. Ni siquiera conocía a Andrea. No tenía ningún sentido que se
acumulara el miedo en su pecho al pensar que podría estar seriamente enferma. Y tampoco
el deseo por ella que había explotado en su interior.
Bueno, quizá sí. Al fin y al cabo, sólo era un ser humano conmovido, deseando que otra
persona estuviera bien. Y también era lógico que la libido de un hombre perfectamente
saludable reaccionara ante ciertas cosas.
A cualquiera podría haberle pasado lo que le ocurría a él. ¿O no?
Capítulo Dos
Antes de que Brandon pudiera continuar aclarando sus atribuladas dudas, la puerta
del despacho se abrió y apareció Andrea, seguida por Ben.
—¿Estás bien? —le preguntó Brandon, mirándola intensamente. Desvió su mirada
escrutadora hacia Ben—. ¿Está bien? Os veo muy serios. ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué no me
lo contáis?
Ben soltó una carcajada.
—Te veo muy nervioso, Brandon, algo que por cierto me resulta muy interesante.
¿Pero cómo quieres que digamos nada si no paras de parlotear?
—Oh, lo siento —se interrumpió—. ¿Entonces? Di algo, Rizzoli.
—No puedo. Una conversación entre médico y paciente es algo completamente
confidencial. Si Andrea quiere contarte que su único problema es su estado de agotamiento
combinado con la altitud de Prescott, que lo haga ella. Mis labios están sellados.
—Oh, sois insoportables —intervino Andrea, riendo.
—Es la primera vez que te veo sonreír —dijo Brandon lentamente— Y tu risa me
recuerda a un repicar de campanas.
—Bueno, yo... —comenzó a decir Andrea, pero de pronto dejó de hablar para mirar
directamente a los profundos ojos de Brandon.
Aquellos ojos otra vez, se dijo. No podía moverse, ni pensar, apenas podía respirar
cuando los miraba.
Brandon Hamilton tenía los ojos más hechiceros y cautivadores que había visto en su
vida.
Ya no tenía frío. No, de hecho sentía un calor que se extendía por todo su cuerpo a
una velocidad considerable.
Que el cielo la ayudara, ¿qué extraña influencia tenía aquel hombre sobre ella?
Ben se aclaró la garganta.
—Odio interrumpir —dijo, divertido—. Pero Andrea necesita cambiarse de ropa y
comer algo. Lo que le he recetado es que tú, Brandon, como propietario de Hamilton House,
dispongas de una dosis especial de ternura y amorosos cuidados para tu fatigada huésped.
Y tengo la sensación de que no tendrás ningún problema en proporcionárselo.
—¿Qué? Oh, sí... Claro que sí... Claro.
—Siempre me ha asombrado tu facilidad de palabra —contestó Ben, riendo—. Ahora
tengo que volver a mi consulta. Tengo pacientes esperándome. Eh, caramba, aquí están mis
novias favoritas.
Andrea abrió los ojos de par en par al ver a dos mujeres que ya debían haber cumplido
sus setenta años acercándose hacia ellos.
Las dos eran físicamente idénticas. Pero ahí terminaban todas sus similitudes. Una de
ellas llevaba un vestido de seda gris de manga larga, con un collar de perlas. La otra iba
vestida de rojo satén, con un vestido que a Andrea le hacía acordarse de las chicas de un
salón del oeste.
Ambas sonrieron amablemente al llegar a ellos.
—Andrea —dijo Brandon—, quiero presentarte a mis tías abuelas. Esta es Prudence —
señaló hacia la más discreta—, y esta Charity. Las gemelas Hamilton.
—Hola —las saludó Andrea con una sonrisa.
—Buenas tardes, querida —Prudence fue la primera en hablar—. Hemos oído que te
habías desmayado y hemos pensado que podrías necesitar ayuda.
—¿Por qué va a necesitar nuestra ayuda, Pru, cuando tiene a dos hombres tan
atractivos como Brandon y Ben revoloteando sobre ella? Al único que se echa de menos aquí
es a Taylor, el otro soltero de oro.
—Conocerlas es quererlas, Andrea —explicó Ben mientras besaba a las dos ancianas
en las mejillas—. Me voy. Te llamaré más tarde.
—Adiós, Benjamin —dijo Prudence.
—Nos veremos pronto, campeón —se despidió Charity.
Ben soltó una carcajada y se alejó a grandes zancadas.
—Andrea tiene que instalarse en su habitación —les explicó Brandon a sus tías.
—Ha sido un placer conocerlas —les dijo Andrea a las dos mujeres.
—Oh, estoy segura de que volveremos a vernos —repuso Prudence—. Vivimos aquí, en
el hotel. ¿Cuánto tiempo piensas estar entre nosotros, querida?
—Dos semanas —contestó Brandon por ella—. Vamos Andrea. Tenemos que seguir las
órdenes de Ben. Necesitas cambiarte de ropa y comer algo.
—¿Dos semanas? —preguntó Charity asombrada—. ¿Y no tienes ninguna familia que te
eche de menos durante estas vacaciones?
—Charity, eso no es asunto nuestro —la regañó Prudence—. Eres terriblemente
entrometida.
—Bueno, ¿y cómo se supone que voy a averiguar lo que me interesa si no lo pregunto?
¿Andrea?
—No —contestó Andrea quedamente—, no tengo familia, señora Hamilton.
—Bueno, pues la tendrás mientras estés aquí —contestó Prudence decidida—. Puedes
llamarme tía Pru, cariño, y a mi hermana tía Charity, y a Brandon... bueno, Brandon será
simplemente Brandon.
—Y si tiene la mitad de sentido común del que presume, terminará siendo algo más que
Brandon —añadió Charity.
—Charity, cállate —la regañó nuevamente su hermana—. Controla tus modales, estás
siendo muy picara.
Brandon agarró a Andrea del brazo y la alejó rápidamente de allí.
—Adiós —se despidió Andrea de las ancianas, volviendo la cabeza.
—Chao, chao, querida.
—Y maquíllate —le aconsejó Charity—. Estás más pálida que los fantasmas que viven
en esta casa.
—¿Fantasmas?
—No les hagas caso —le recomendó Brandon. Cuando llegaron al mostrador de
recepción, Brandon soltó a Andrea y se metió tras él.
—Siento lo de mis tías —se disculpó—. A veces pueden llegar a ser un poco
indiscretas.
—A mí me han parecido encantadoras —le dijo Andrea, sonriente—. Para ser gemelas,
tienen personalidades completamente diferentes.
—Ah, y olvida lo que ha dicho tía Charity de los fantasmas. Le encanta enredar las
cosas. Pero las dos tienen un corazón de oro.
—Y tú las adoras.
—Bueno, yo... Sí, las quiero mucho. Sus miradas se encontraron por encima del mos-
trador.
Oh, pensó Brandon. Allí estaba otra vez... el calor, aquel intenso calor que inundaba
todo su cuerpo. Los enormes ojos de Andrea tenía extraños efectos en su mente y, que el
cielo lo ayudara, también en su libido.
—Firma aquí —le pidió, apartó la mirada de Andrea y le tendió una tarjeta—. Le pediré
a Mickey que te enseñe tu habitación y te lleve la maleta. ¿Te apetece que te envíe una
sopa y un sandwich?
—Sí, gracias, me encantaría —Andrea se interrumpió—. Brandon, quiero pedirte
disculpas por todas las molestias que he causado desde que he llegado.
—No vuelvas a repetirlo, Andrea. No nos has causado ningún problema.
El único problema realmente preocupante era el impacto que tenía sobre él. Bastaba
que lo mirara con aquellos ojos tan enormes como expresivos para que se sintiera consumido
por el deseo.
Una sensación a la que no estaba últimamente muy acostumbrado y que no auguraba
nada bueno para su tranquilidad emocional. Y para completar el cuadro, aquella joven le
inspiraba unas ganas de cuidarla y protegerla que estaban completamente fuera de lugar.
Oh, Andrea Cunningham era un auténtico problema. Y él iba a tener que procurar
guardar una prudente distancia con ella mientras estuviera en Hamilton House.
Una de las principales normas que se había impuesto era la de no mezclar nunca el
trabajo con el placer, previendo sobre todo los futuros dolores de corazón. Los clientes
llegaban y se iban. Eso era lo único que podía esperarse de ellos.
Jennifer llegó corriendo en ese momento.
—Lo siento, Brandon —le dijo, casi sin respiración—. Estaba atendiendo la recepción,
pero me han llamado del comedor para que fuera a resolver un problema.
—¿Dónde está Teddy?
—En casa, con gripe. Ha comenzado a sentirse mal y hemos visto que tenía fiebre —
Jennifer miró a Andrea y sonrió—. Espero que ya se encuentre mejor, señorita Cunningham.
—Me llamo Andrea, y sí, me encuentro estupendamente, gracias.
—Maravilloso —contestó Jennifer—, eso significa que podrás quedarte con nosotros y
participar en todas las actividades navideñas que se organizan en Prescott. Has elegido el
lugar ideal para pasar unas vacaciones. Oh, yo me llamo Jennifer Mackane, y soy la
encargada del comedor.
—Es mucho más que eso —repuso Brandon, mirándola con cariño—. El comedor
funciona como una máquina bien engrasada gracias a ella. Sin Jennifer, estaría perdido.
—Es admirable —contestó Andrea, educadamente. Jennifer Mackane era, además,
preciosa, pensó. Tenía una hermosa melena rubia y rizada que caía graciosamente hasta sus
hombros y unos chispeantes ojos verdes. Era alta y tenía un tipo perfecto que el vestido de
lana verde que llevaba se encargaba de realzar.
Brandon había dicho que se sentiría perdido sin ella, ¿hablaría literalmente? En ese
momento, habría dado cualquier cosa por saber qué importancia tenía aquella mujer en la
vida de Brandon.
Oh, por el amor de Dios, Andrea, se regañó. ¿Qué más le daba que Brandon pudiera
tener una relación o no con aquella mujer?
Se estaba comportando como la peor de las envidiosas. Aquella mujer era tan
espectacularmente atractiva que a su lado se sentía como un triste ratón.
Pero ya estaba bien de tonterías.
—La verdad es que estoy deseando instalarme en mi habitación —dijo Andrea.
—Oh, sí, por supuesto. Ahora mismo llamo a Mickey. Mickey es nuestro botones —le
explicó Brandon.
—Ahora mismo está en el aparcamiento, ayudándole a cambiar una rueda a uno de
nuestros huéspedes. Si quieres acompaña tú a Andrea y yo me quedaré en recepción —se
ofreció Jennifer.
Maldita fuera. Claro que no quería. Se había propuesto mantenerse alejado de aquella
mujer. Y acompañarla a su dormitorio no era la mejor forma de hacerlo. Pero no había nada
que pudiera hacer para evitarlo.
Tomó la llave de la habitación, levantó la maleta de Andrea y rodeó el mostrador.
—¿Vamos? —preguntó, sin atreverse a mirarla a los ojos.
—Encantada —dijo Andrea—. Estoy soñando con darme una ducha caliente y
cambiarme de ropa.
Brandon contuvo un gemido. No había terminado Andrea de hablar cuando ya estaba
imaginándosela desnuda bajo el chorro del agua caliente y alzando sensualmente los brazos
mientras extendía el champú por su pelo.
Cerraría los ojos, extasiada al sentir que su cuerpo volvía a entrar en calor.
Suspiraría, sería un femenino suspiro de placer y...
—Vamos —dijo, casi de mal humor, y comenzó a cruzar el vestíbulo.
—Encantada —contestó Andrea, y corrió tras él.
Jennifer, con los codos apoyados en el mostrador, observaba a la pareja dirigiéndose
hacia el ascensor.
—Interesante —musitó con una sonrisa—. Muy, muy interesante.
Hamilton House era un edificio de cinco plantas y parte del proyecto de restauración
de Brandon había consistido en recuperar su aspecto Victoriano. Cada una de las
habitaciones de aquella área estaba decorada de forma diferente.
La residencia de Brandon estaba en el quinto piso, al igual que la de sus tías. Para
hacerlas, habían unido varias habitaciones, de manera que en el último piso sólo quedaban
dos habitaciones para huéspedes. Y Andrea iba a ocupar una de ellas.
Después de una tensa y silenciosa subida en ascensor, Andrea sonrió encantada
cuando por fin entraron a su habitación.
Había una enorme cama de madera en medio, con un escritorio y una cómoda a juego;
todos de madera oscura. Completaban el mobiliario una mesa camilla y una silla. Las paredes
estaban forradas de papel verde pálido y la alfombra era de color salmón.
—Oh, es preciosa —exclamó, volviéndose hacia Brandon, que no se apartaba de la
puerta.
—Me alegro de que te guste —dejó la maleta en el suelo y dejó encima de ella la llave
de la habitación—. Dentro de una hora te subirán la comida— Así tendrás tiempo de
ducharte y... Hacer todo lo que tengas que hacer.
—Sí, gracias.
—Bueno, si necesitas algo, lo que sea, estaré en recepción. Adiós. Oh, y bienvenida a
Hamilton House. Bueno, eso olvídalo. Creo que ya te lo he dicho unas quince veces.
—¿Brandon? —dijo Andrea, frunciendo ligeramente el ceño—. ¿Ocurre algo malo?
Pareces... No sé. De pronto tengo la sensación de que estás enfadado.
Brandon tomó aire y lo soltó lentamente, hinchando sus mejillas en el proceso.
—No, no estoy enfadado, Andrea —dijo quedamente—. Me parece que no estoy
comportándome como debe hacerlo el propietario de Hamilton House.
—Debe de ser muy difícil —dijo Andrea pensativa—, tener que estar siempre
trabajando, comportándose como un profesional.
—He estado haciéndolo durante seis meses, desde que iniciamos las reformas... Antes
incluso de la gran apertura. Y esta es la primera vez que me olvido de mi profesionalidad —
Brandon sacudió la cabeza—. Tienes un efecto extraño en mí. Te miro y... Tú también lo
sientes, ¿verdad?
Andrea se cruzó de brazos y susurró:
—Sí.
—Tendremos que ignorarlo, fingir que no existe. Lo comprendes, ¿verdad?
—Claro que sí —contestó enfadada—. Me estás hablando como si fuera una
adolescente incapaz de controlar sus hormonas. No soy una niña, Brandon Hamilton. Soy una
mujer.
—Créeme. De eso ya me he dado cuenta.
—Y esto que nos ocurre es... Es perfectamente comprensible.
—¿De verdad? Pues ya que tú lo comprendes tan bien, ¿por qué no me lo explicas?
—Por supuesto —alzó la barbilla con expresión desafiante—. En mi caso, mi exagerada
reacción se debe...
—¿Tu exagerada reacción? —la interrumpió Brandon con una carcajada.
—Si no te importa, estaba hablando yo —intervino Andrea indignada.
—Te ofrezco mis humildes disculpas —contestó Brandon sonriendo—. ¿Estabas
diciendo?
—Estaba diciendo que la ridícula forma en la que reacciono hacia ti, se debe mi estado
de agotamiento. Estoy especialmente vulnerable, no me comporto como lo haría
normalmente.
—Ya veo —dijo Brandon, frotándose la barbilla—. Supongo que eso tiene sentido.
—Claro que sí. Eres un hombre atractivo, Brandon, pero trato con decenas de
hombres atractivos diariamente debido a mi profesión. Y ninguno de ellos me impide pensar,
ni moverme, ni me causa problemas para respirar cuando me mira.
—¿Y yo sí? —preguntó Brandon, sonriendo otra vez.
—¿Te importaría dejarme terminar? —preguntó Andrea, con los brazos en jarras.
Brandon se aclaró la garganta.
—Lo siento.
—En cuanto haya descansado, estaré estupendamente y en condiciones de ignorar a
cualquier hombre atractivo que se cruce en mi camino.
—¿De verdad?
—De verdad.
—Y mi exagerada reacción hacia ti, ¿cómo la explicas?
—Es muy sencillo, Brandon. Al desmayarme en tus brazos, te he hecho sentirte como
una especie de Tarzán cuidando a Jane, como un caballero andante protegiendo a su dama.
No es nada de lo que debas preocuparte.
—Déjame ver si te he entendido bien. ¿Estás insinuando que estoy sufriendo un
ataque de machismo por que te has desmayado en mis brazos?
—Sí.
—¿Y que en cuanto te repongas, pasaré a ser un hombre más?
—Bueno, sí, supongo que es una buena forma de resumirlo —dijo Andrea,
retrocediendo mientras Brandon avanzaba hacia ella convertido de pronto en una pantera
acechando a su presa.
Pero no estaba asustada. En realidad, aquella actitud la excitaba, haciendo que su
pulso alcanzara una velocidad vertiginosa.
¡Aquello era una locura! Lo que debería hacer era exigirle a Brandon que se fuera
inmediatamente de su habitación.
Pero no lo hizo.
Y no lo hizo, porque una parte de ella, que hasta entonces ni siquiera había sabido que
existía, quería saber, necesitaba averiguar, qué pretendía hacer Brandon cuando por fin
acortara la distancia que los separaba.
Brandon se detuvo frente a ella y le enmarcó el rostro con las manos. La miró
directamente a los ojos y con voz muy grave le dijo:
—Es posible que tus grandes teorías sean totalmente acertadas. Tú sabrás. Lo único
que yo sé es que no me hace ninguna gracia que me digas que para ti no soy nada más que un
tipo como otro cualquiera. Eso es totalmente inaceptable.
—No pretendía ofenderte —replicó Andrea, con voz ligeramente temblorosa—. Sólo
pretendía explicarte mi teoría sobre lo que ocurre entre nosotros.
—Mmm. Pues grábate esto en tu memoria, Andrea Cunningham, y quizá llegues después
a una conclusión distinta.
Oh, Dios santo, pensó Andrea. Iba a besarla.
Brandon bajó lentamente la cabeza, capturó los labios de Andrea y deslizó la lengua al
interior de su boca.
Sus cuerpos permanecían separados, sin tocarse, pero el calor de la pasión los
envolvía, convirtiéndolos en una sola entidad.
El beso continuaba, y el deseo crecía.
«¿Qué diablos estás haciendo?», tronó una voz en el interior de Brandon.
Estaba permitiendo que su maldito orgullo dominara su sentido común y su decoro.
Brandon interrumpió bruscamente su beso, tomó aire y apartó las manos del rostro de
Andrea. Sin decir nada, se volvió, cruzó la habitación y salió cerrando la puerta tras él con
más fuerza de la necesaria.
Andrea pestañeó, se llevó la mano a su acelerado corazón y posó otra en sus labios.
Jamás, en toda su vida, había recibido un beso como el de Brandon. Aquel beso le
había robado hasta la última brizna de respiración.
Había recreado peligrosas imágenes en su mente. La había hecho desear
desprenderse de sus ropas para eliminar la única barrera que la separaba de Brandon.
Aquel beso había sido el preludio del éxtasis que alcanzaría haciendo el amor con
Brandon.
Aquel beso no debería haber ocurrido jamás.
—Qué hombre tan irritante —musitó con los ojos entrecerrados—. ¿Cómo se atreve a
besarme así? ¿Quién diablos se cree que es?
Pero al momento suspiró y dejó caer los hombros, asaltada por una repentina oleada
de cansancio. Podía decir lo que quisiera, pero por mucho que protestara, sabía que ella
había colaborado con entusiasmo en aquel beso. De hecho, no quería que terminara... Jamás
en su vida había sido tan imprudente... Ni tan atrevida.
—Esa no soy yo —se dijo, llevándose la mano a la frente.
No le importaba lo mucho que sus teorías pudieran enfadar a Brandon. Sabía que eran
ciertas. Su cansancio le hacía reaccionar de una forma impropia en ella.
Y el descanso que tan desesperadamente necesitaba la haría volver a la normalidad.
Las dos semanas de estancia en aquella gélida y diminuta ciudad, pronto acabarían. Entonces
volvería a montarse en el ridículo deportivo rojo que había comprando y regresaría a
Phoenix, al lugar al que pertenecía.
Andrea abrió la maleta con decisión y sacó ropa seca. Cuando entró al baño, se
sobresaltó al ver su reflejo en el espejo y estalló en carcajadas.
Tenía el aspecto de un gato empapado. El pelo se le pegaba a la cabeza; el tamaño y la
oscuridad de sus ojeras era tal que le daba la apariencia de un fantasma y, desde luego, el
traje y la blusa que llevaba, habían conocido mejores momentos.
—¿Por qué diablos habrá deseado besarte un hombre como Brandon Hamilton? —se
preguntó, acercándose al espejo.
Se irguió de pronto, sobrecogida por una dolorosa certeza: Brandon no había querido
besarla a ella, pensó. Habría besado a cualquier mujer que hubiera ofendido su masculino
orgullo, como había hecho ella. El beso había sido producto del enfado, no del deseo.
Sí, aquello tenía sentido.
¿Pero entonces a qué diablos se debía aquel desagradable sentimiento de rechazo?
—No lo sé ni me importa —se dijo a sí misma, consciente de que lo mejor que podía
hacer era olvidarse para siempre de aquel hombre.
Capítulo Tres
Cuando Brandon salió de la habitación de Andrea, permaneció mirando durante largo
rato la puerta de su apartamento, situado al final del pasillo. Sacudió después la cabeza y
caminó hacia el ascensor. Una vez allí, vaciló.
Bajaría andando los cinco pisos, decidió, en vez de refugiarse en su apartamento en
busca de intimidad. No sería justo dejar a Jennifer al frente de la recepción cuando tenía
tantas cosas que hacer en el comedor.
Brandon comenzó a bajar así la escalera alfombrada. Con cada escalón que bajaba,
aumentaba su enfado consigo mismo.
Debería ser fusilado al amanecer, se regañó mentalmente. O colgado por los pulgares.
Deberían echarlo de la ciudad.
¿Dónde tenía la cabeza? ¿Cuándo habría perdido el sentido del bien y del mal? El
mismísimo propietario del hotel había besado a una de sus huéspedes sin permiso.
Probablemente tendría que enfrentarse a un juicio que arruinaría el prestigio de su
establecimiento.
Brandon se detuvo en el tercer piso y se llevó las manos a la cara. Andrea Cunningham
había puesto a prueba su orgullo de hombre y él había actuado como un Neandertal. Por
motivos que no acertaba a comprender, su desprecio por la atracción que había entre ellos
había encendido su furia. De pronto, se había descubierto deseando demostrar su ridícula
teoría.
Por eso la había besado.
Brandon sacudió la cabeza y continuó bajando.
El beso había sido sensacional. En su interior se había despertado un deseo intenso y
abrasador a la velocidad de un cohete. Había estado muy cerca de perder completamente el
control.
Y, maldita fuera, estaba seguro de que la reacción había sido mutua. Andrea le había
devuelto el beso con total abandono.
¿Qué significaba eso? ¿Por qué no lo habría empujado y lo había abofeteado como se
merecía?
Diablos, ni sabía lo que había pensado Andrea cuando la había besado ni lo que podía
estar pensando en ese momento, tras haberse quedado sola. Las mujeres eran tan
complicadas... Hacía falta más de una vida para llegar a comprenderlas.
La pregunta esencial era: ¿y después de eso, qué?
¿Qué debería decir, cómo debería actuar la próxima vez que viera a Andrea?
Quizá lo mejor fuera esperar y ver, dejar que ella le diera alguna pista. Sí, parecía
una buena idea, sobre todo teniendo en cuenta cómo terminaban las cosas cuando actuaba
atendiendo a su propio criterio.
—Eres un completo idiota, Hamilton —musitó para sí al llegar al vestíbulo.
Jennifer le dirigió a Brandon una sonrisa cuando éste volvió al mostrador.
—¿Ya te has ocupado de Andrea?
—Supongo que podría decirse que sí —contestó de mal humor.
Jennifer frunció el ceño.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Nada. ¿Podrías tener listos unos sandwiches y una sopa para Andrea dentro de una
hora?
—Sí, pero... —Jennifer miró el reloj—, se está haciendo tarde. ¿No crees que quizá le
apetezca tomar una cena completa?
—Buena idea.
—¿Por qué no la llamas y le preguntas si quiere que le subamos la cena o prefiere
bajar al comedor? Incluso es posible que no quiera cenar en el hotel. Sí, será mejor que la
llames, Brandon.
—No.
—¿Por qué?
—Porque... Porque sería una pérdida de tiempo. Si Andrea me dice que sí quiere cenar,
tendría que localizarte a ti. Así que adelantaremos más si la llamas tú directamente.
—Bueno, de acuerdo —Jennifer se interrumpió un instante—. Andrea es bastante
bonita, ¿no crees? Tiene unos ojos preciosos.
—Mmm.
—Espero que no se sienta sola pasando las vacaciones aquí en el hotel, sin familia ni
amigos. Puede ser una Navidad muy triste para ella.
—Eso no es asunto nuestro, Jennifer. ¿No tienes nada que hacer en el comedor?
—Quizá deberíamos invitar a Andrea a la cena de los empleados. Así le alegraríamos
un poco la Navidad.
—No seas tonta. No podemos empezar a hacer cosas así. ¿Qué ocurriría si los demás
invitados se enteraran de que Andrea ha participado en la fiesta? No, definitivamente no.
Los empleados son los empleados y los huéspedes son los huéspedes.
Aunque era una huésped a la que él ya había besado, diablos.
—De acuerdo, Mr. Scrooge —se burló Jennifer—. Quizá las tías quieran proteger a
Andrea bajo sus alas, para que no se sienta tan sola.
—Estoy seguro de que lo harán. Ya saben que Andrea no tiene familia.
—¿Nada de familia?
Brandon se encogió de hombros.
—Aparentemente no.
—Qué pena. Me pregunto cómo es posible que una mujer tan atractiva como Andrea no
esté casada.
—Yo diría que está casada con su trabajo. Ben ha dicho que se ha desmayado por
agotamiento.
—Ah, ya entiendo —Jennifer asintió—. Así que necesita aprender a pararse y ser
capaz de oler las flores.
—Jennifer, ¿eres consciente de que estamos metiéndonos en la vida de una de
nuestras huéspedes? Esto no me gusta nada. Bueno, ya puedes irte.
Jennifer soltó una carcajada.
—Sí, jefe. Lo que usted diga, jefe. Sus deseos son órdenes para mí.
—Eso espero.
—Todavía no me has dicho si Andrea te parece bonita.
—Adiós, señorita Mackane —dijo Brandon, frunciendo el ceño.
—Adiós —contestó Jennifer divertida.
—Mujeres —murmuró Brandon mientras Jennifer desaparecía de su vista.
Las dos horas siguientes pasaron volando mientras Brandon atendía las demandas de
sus huéspedes.
Les suministró folletos con las actividades que podían realizar en Prescott, les indicó
las principales tiendas de regalos de la localidad, ayudó a algunas parejas a descifrar mapas
y contestó tres llamadas de teléfono, encantado de poder decir que no había una sola plaza
libre en su hotel.
Ni una sola, repitió Brandon lentamente mientras colgaba el teléfono. Una mujer
acababa de ocupar la única habitación libre que les quedaba.
Andrea.
Jennifer había aparecido brevemente una hora antes para anunciar que Andrea había
pedido una ensalada, un filete y un vaso de té, y que prefería que se los subieran a la
habitación. Jennifer lo había mirado atentamente, como si estuviera esperando su reacción.
Él se había limitado a encogerse de hombres, haciendo que Jennifer lo fulminara con la
mirada.
¿Qué quería Jennifer que dijera sobre lo que Andrea iba a cenar, por el amor de
Dios? La comida era la comida.
Aunque, la verdad, había que reconocer que no era muy abundante la cena que había
solicitado. Seguramente era eso lo que Jennifer pretendía hacerle notar. Andrea debería
haber añadido por lo menos unas patatas y un postre a su cena. Estaba físicamente agotada
y debería recuperar energías.
Cuando había levantado a Andrea en brazos, había sido perfectamente consciente de
lo poco que pesaba. Necesitaba que alguien la cuidara, que alguien se ocupara de ella.
Brandon sacudió la cabeza y frunció el ceño.
Sí, de acuerdo, pensó secamente. Andrea era una ejecutiva que se había entregado
totalmente a su trabajo, excluyendo todo lo demás, incluida su propia salud.
No quería, no parecía necesitar, que nadie se metiera en su ocupada vida
Brandon había experimentado lo que era aquel tipo de existencia durante más años de
los que le gustaba admitir. Y cuando había acudido al médico a causa de los dolores que
comenzaba a sentir en el pecho, el médico le había dicho que era un hombre afortunado. Su
cuerpo le había avisado de un cercano ataque al corazón. Y Brandon tenía sólo treinta y
cinco años. Brandon había decidido entonces que debía hacer algunos cambios en su vida.
Así que, se había alejado del mundo de las grandes empresas neoyorquinas, había
hecho un curso de dirección de hotel y había regresado a Prescott, el lugar en el que
estaban sus raíces, había tomado posesión Hamilton House y había comenzado a
restaurarlo.
El edificio pertenecía a la familia Hamilton desde principios de siglo. Pero cuando su
bisabuelo había muerto, el hotel había caído en manos ineficaces y extrañas y cuando
Brandon había vuelto a hacerse cargo de él, lo había encontrado hecho un desastre.
Pero en vez de enfrentarse a los proyectos de restauración con la tensión que antes
lo caracterizaba, lo había hecho con una actitud diferente. Estaba feliz, satisfecho, y había
considerado las dificultades que aparecían ante él con entusiasmo. Los dolores del pecho
habían desaparecido por completo.
Una pareja de jóvenes que cruzaba el vestíbulo llamó la atención de Brandon,
sacándolo de su ensimismamiento.
Los observó dirigirse hacia el ascensor y deseó que la pareja de recién casados
hubiera disfrutado de la cesta de fruta y el champán que les habían enviado a su habitación
para celebrar su boda.
Un frío extraño se apoderó de él cuando vio a la pareja besarse dentro del ascensor.
¿Qué sentimiento era ese?, pensó malhumorado. ¿Era posible que a esas alturas de su
vida estuviera sintiendo la tristeza de la soledad? Quizá, se dijo. La Navidad era una época
capaz de despertar sentimientos como aquel en un hombre solo.
Había habido un número incontable de mujeres durante su vida en Nueva York. Pero
no había vuelto a disfrutar de la íntima compañía de ninguna desde que había regresado a
Prescott.
Hasta ese momento.
Hasta que había aparecido Andrea.
Brandon contuvo una maldición al darse cuenta de que el simple recuerdo de aquel
beso encendía su deseo.
Aquella mujer era una amenaza. Le hacía pensar en cosas extrañas y provocaba
estragos en su cuerpo. Las dos semanas que iba a pasar en el hotel, iban a parecerle una
eternidad.
Dos semanas. Y cuando acabaran, Andrea bajaría un buen día con su maleta, pagaría la
cuenta y se marcharía. Y ya no volvería a verla jamás.
¿Jamás?, repitió su mente.
Pues claro. Eso era lo que hacían todos los huéspedes del hotel. Llegaban, se iban y fin
de la historia. A no ser que Andrea decidiera visitar Prescott otra vez y eligiera Hamilton
House para alojarse. Pero el caso era que dentro de dos semanas estaría fuera de su vida y
de su mente.
Mentira, se dijo al instante. Tenía la velada sospecha de que le iba a costar algo más
apartar a Andrea definitivamente de su cabeza.
Brandon miró la puerta del ascensor.
¿Llegaría a celebrar aquella joven pareja sus bodas de oro?, se preguntó. ¿O pasarían
a engrosar las estadísticas de divorcio? Había conocido demasiadas parejas en Nueva York
que no habían sido capaces de pasar más de cinco años unidas.
El matrimonio. Hacía años que había dejado de pensar en él. Y no estaba solo en su
condición de soltero satisfecho. Sus mejores amigos, Ben y Taylor, jamás habían dicho que
echaran de menos la vida de casados. Y en su ajetreada vida de Nueva York, no había
espacio ni para una esposa ni para un hogar y una familia.
¿Pero en Prescott?
Había vuelto a casa. Estaba de nuevo en el lugar en el que había crecido al lado de
unos padres a los que adoraba. Unos padres que habían muerto en un accidente de avión
cuando él estaba en el primer año de universidad. Desde entonces, su familia eran la tía Pru
y la tía Charity, y se sentía muy afortunado al poder contar con aquellas mujeres en su vida.
Matrimonio, repitió Brandon mentalmente.
¿Por qué se había obsesionado de pronto con aquel tema? Quizá fuera lógico. Estaban
en Navidad, unas fiestas que tenían como centro a la familia. Sí era eso, las culpables de
que de pronto fuera tan consciente de su estado de soltería eran aquellas fiestas que a la
gente le parecían tan entrañables.
—Maldita sea —murmuró con el ceño fruncido.
Lo que necesitaba era poner fin a aquel extraño día y despertarse renovado y fresco
a la mañana siguiente. Se sentiría mucho mejor tras una noche de sueño. Entonces sería
capaz de ver a Andrea como una mujer atractiva que iba a pasar dos semanas en el hotel.
Una huésped como otras muchas. Nada más.
Pero le resultaría mucho más fácil si no hubiera besado a Andrea Cunningham.
—Buenas noches, querido —se despidió Prudence, sacando bruscamente a Brandon de
sus inquietantes pensamientos.
—¿Qué? Ah, hola tía Pru, tía Charity. ¿Os ha gustado la cena?
—Oh, sí —exclamó Prudence—, mucho. ¿Vas a cenar tú esta noche en el comedor,
cariño?
—No, creo que no —repuso Brandon—, no tengo hambre. Me subiré un sandwich a mi
habitación. Jerry va a venir a sustituirme dentro de unos minutos.
—Jerry es un hombre encantador —comentó Prudence—, aunque últimamente, desde
que está esperando el nacimiento de su primer hijo está hecho un manojo de nervios.
—No sé por qué está tan nervioso —repuso Charity—. Lo más duro no ha comenzado
todavía, y esa parte le va a tocar a su esposa. Y lo peor de todo es que cuando el niño nazca,
seguro que es él el que se lleva todo el mérito.
—Eso no es justo, Charity —replicó Prudence—. Jerry está nervioso porque quiere a
su esposa y a su hijo. Esos nervios forman parte del amor y del matrimonio.
—Y ya que hablamos de eso —comentó Brandon, intentando imprimir un tono
indiferente a su voz—. ¿Nunca os habéis arrepentido vosotras de no haberos casado?
—Muérdete la lengua —dijo Charity—. No tengo ganas de sacar a relucir trapos
sucios.
Prudence suspiró.
—Después de que mi pretendiente muriera en la guerra, nunca encontré ningún
hombre capaz de conmover mi corazón. Mis sueños de llegar a tener un marido y una familia
pasaron al olvido. Pero estoy deseando que tú te cases para poder mimar a tus pequeñuelos.
—Eso no sucederá nunca —la desengañó Charity—. A Brandon lo único que le gusta es
saltar de cama en cama.
—¡No señor! —repuso Brandon casi gritando. Miró a su alrededor y bajó la voz—. Has
dicho algo terrible, tía Charity.
Charity se encogió de hombros.
—Me remito a los hechos. Y de momento no veo ninguna alianza en tu dedo.
—Las cosas ya no son como antes —dijo Prudence—. La gente joven se concentra en su
trabajo y no en el amor. Esa adorable Andrea es un ejemplo perfecto de lo que estoy
diciendo. Estoy segura de que aunque la cortejara el mismísimo Brandon, lo rechazaría.
—Bueno, pero quizá sí esté dispuesta a tener una aventura —añadió Charity.
—Charity, por favor —la regañó Prudence—. A veces hieres mi sensibilidad. Me
gustaría que aprendieras a pensar antes de hablar.
—¿Y en qué hay que pensar? Andrea no se casaría con Brandon ni borracha.
—¿Por qué no? —dijo Brandon—. ¿Acaso soy un monstruo? No soy muy mal partido...
Aunque ahora esté endeudado hasta las cejas. Pero soy simpático, amable e inteligente.
—O sea, como un cocker spaniel —dijo Charity—. ¿Para qué iba a quererte Andrea?
Por lo que he visto, me parece una mujer muy inteligente.
Y además besaba como los propios ángeles, pensó Brandon.
—Quizá —dijo Prudence—, Andrea esté deseando tener un marido y una familia, pero
ha enterrado esos sueños por las exigencias de su trabajo. Sería una pena. El verdadero
amor puede pasar por delante de ella sin que se dé cuenta... Quizá nunca haya visto la danza
de las mariposas.
—¿De quién?
—De las mariposas, querido —Prudence suspiró—. Oh, era maravilloso cómo bailaban
las mariposas cuando yo paseaba por el jardín con mi pretendiente. ¿Sabes? A veces las
mariposas saben incluso antes que la propia pareja dónde florece el verdadero amor.
Brandon se echó a reír.
—Bueno, supongo que si esa teoría es cierta, nadie se enamora en Prescott en
invierno. No creo que haya muchas mariposas revoloteando por encima de la nieve.
—En eso te equivocas. Las mariposas pueden aparecer en cualquier estación del año.
—¿Tú también te crees eso de las mariposas, tía Charity?
—Tengo que admitirlo —le contestó Charity, asintiendo—. Porque vi las mariposas
danzando alrededor de Pru y de su prometido. Y cuando vino para despedirse de Pru porque
se iba a la guerra en medio del invierno, las mariposas aparecieron de pronto.
—Sí —susurró Prudence con la mirada perdida—, aparecieron.
—Ya sabes que a mí me gusta hablar de los fantasmas de Hamilton House, Brandon —
le explicó Charity—, pero eso son tonterías, disparates para distraer a tus huéspedes. Pero
lo de las mariposas es completamente cierto.
—Oh —dijo Brandon, incapaz de contestar otra cosa.
—Es tan triste —se lamentó Prudence—, que la gente esté tan ocupada, tan atrapada
por su trabajo, que no sea capaz de ver las mariposas, o desprecie el verdadero amor... Y
me temo que eso es lo que le puede ocurrir a Andrea.
—Y también a ti, grandullón —le dijo Charity a Brandon—, si no vigilas tus pasos. Oh,
ya sé que has bajado mucho el ritmo de trabajo desde que abandonaste Nueva York, pero
no te has tomado un solo día libre desde que llegaste a Prescott.
—No sé si lo recuerdas, pero he estado bastante ocupado. Este lugar no se ha
arreglado solo.
—Ya, pero las obras de restauración hace meses que han terminado —contestó
Charity—. Ya es hora de que dejes de pasarte el día trabajando. Es posible que hayas
cambiado de ciudad, pero no de forma de vida.
Brandon apoyó los brazos en el mostrador y se inclinó hacia su tía.
—¿Olvidas que has vendido la casa de la familia y has invertido todo el dinero de la
venta en este hotel? Creo que deberías sentirte aliviada al ver que estoy completamente
dedicado a convertir Hamilton House en un éxito.
—El hotel va perfectamente —dijo Charity—. Ya es hora de que descanses un poco.
Brandon se enderezó.
—Sí, bueno, para el año que viene las cosas ya estarán más tranquilas. Pero hasta
entonces... —se encogió de hombres.
—Hasta entonces —lo regañó Prudence—, es posible que las mariposas dancen y no las
veas —se interrumpió—. Bueno, ¿subimos, Charity?
—¿Quieres venir a tomar una copa con nosotras? —le ofreció Charity.
—No, gracias, esta noche no. Ha sido un día muy ajetreado.
—De acuerdo, cariño —dijo Prudence—. Hasta mañana. Vamos, Charity.
Mientras observaba a sus tías desaparecer en el ascensor, Brandon sacudió la cabeza.
La conversación que acababa de mantener con ellas había sido ridícula de principio a fin.
¿Mariposas bailando? ¿Y qué iba a ser lo siguiente? ¿La llegada de Santa Claus? Se
imaginaba a sus tías anunciándole que lo tenían en su habitación y que por favor le subiera
un vaso de leche y unas galletas.
Sí, adoraba a sus tías, pero a veces eran completamente absurdas. Y además ya era
hora de poner fin a aquel agitado día, decidió. Al día siguiente, después de una reparadora
noche de sueño, se sentiría mucho mejor.
¿Y dormiría bien Andrea?, se preguntó. Esperaba que se hubiera hecho ya a la idea de
que, le gustara o no, iba a tener que pasar dos semanas en Prescott y estuviera dispuesta a
disfrutarlas.
Diablos, lo que realmente debería preocuparle era haber recuperado la cordura y el
control sobre sí mismo al día siguiente.
Y ser capaz también de arrinconar el recuerdo del beso que había compartido con
Andrea en el último rincón de su mente.
Aunque sospechaba, pensó consternado, que no le iba a resultar tan fácil.
Capítulo Cuatro
A la mañana siguiente, Andrea estaba sentada en una de las mesas del comedor del
hotel, disfrutando de un desayuno consistente en un té, una tostada y un poco de fruta
fresca.
Tenía extendido frente a ella un mapa de Prescott, junto a un catálogo en el que
figuraban las mejores tiendas de la ciudad.
Andrea dio un sorbo al delicioso té y miró alrededor de la estancia, un bonito comedor
lleno de gente disfrutando de su desayuno. Había una emoción en el ambiente casi palpable
y el volumen de las risas y las conversaciones era más alto de lo habitual.
El espíritu navideño, pensó Andrea, suspirando mientras dejaba la taza en el plato.
Quizá debería empaparse de él para que mejorara su humor.
Pero no, tampoco podía decirse que estuviera especialmente abatida. En realidad se
sentía un tanto fría y escéptica.
Había dormido profundamente y tenía auténtica hambre al despertar. Incluso había
llegado a olvidar la mortificante escena que había tenido lugar en su habitación y había
relegado a Brandon a lo más recóndito de su mente, negándose a pensar en él.
Se había puesto unos pantalones azul marino, un jersey rojo y unos mocasines. Sin
embargo, el espíritu navideño no parecía haberla atrapado.
Bueno, era lógico, reflexionó. Jamás se había dejado arrastrar por el entusiasmo de
las navidades. ¿Por qué iba a ser diferente en aquella ocasión?
El problema era que nunca las había pasado rodeada de gente que pareciera tan feliz.
Se sentía fuera de lugar, como una inadaptada.
Y por algún extraño motivo, no le gustaba nada aquella sensación.
Brandon salió del ascensor y cruzó el vestíbulo para dirigirse al mostrador de
recepción. Saludó a Ryan, el recepcionista, se aseguró de que se hubiera recuperado y se
dirigió al comedor.
Iba a tomarse el día libre, decidió. Había sido incapaz de olvidar lo que sus tías le
habían reprochado la noche anterior y no había tenido más remedio que obligarse a cambiar
su rutina.
La tía Charity tenía razón. Había mantenido un horario de trabajo agotador durante
más tiempo del necesario. Y los ataques al corazón podían sorprender a un hombre tanto en
Nueva York como en Prescott. Y hacía tiempo que él había decidido que no estaba dispuesto
a correr riesgos.
Sí señor. Tenía todo el día libre. Saldría del hotel y...
Brandon disminuyó el ritmo de sus pasos y frunció el ceño.
¿Y qué? Maldita fuera. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que había
tenido tiempo libre que ni siquiera sabía cómo llenar sus horas de ocio.
Había resuelto el problema de los regalos de Navidad para sus tías, Ben, Jennifer y
Joey, Taylor y los trabajadores del hotel comprándolos por catálogo. No habían tardado en
llegar por correo. Los había envuelto lo mejor que había podido y allí los tenía, esperando en
su apartamento a que llegara el gran día. Fin de la historia.
En fin, los huéspedes del hotel solían mantenerse muy ocupados mientras estaban en
la ciudad, se dijo mientras entraba al comedor. Desayunaría y después ya pensaría en qué
podía ocupar su tiempo.
El problema era que él había nacido allí, con lo cual, había visto las ofertas turísticas
de la ciudad miles de veces.
El ayudante de comedor recibió a Brandon con una sonrisa.
—Buenos días, Brandon —lo saludó—. Hoy ha bajado a desayunar una multitud.
—Ya lo veo, Peter —dijo Brandon, devolviéndole la sonrisa—. Y te aseguro que no me
ofende en absoluto que no puedas disponer de una mesa para mí.
Brandon miró a su alrededor, complacido al ver que el restaurante del hotel
demostraba una vez más haberse convertido en un lugar en el que a la gente le gustaba
comer. Pero el corazón se le encogió al ver a Andrea sentada en una de las mesas
consultando un mapa. La sonrisa se le heló en los labios.
Allí estaba Andrea Cunningham a la luz del nuevo día.
Un golpe de calor invadió su cuerpo, informando a su cerebro de que una noche de
sueño no había bastado para evitar el sensual impacto que Andrea Cunningham tenía sobre
él. Maldita fuera.
—Tendré una mesa libre dentro de unos quince minutos —dijo Peter—. Eso si no
deciden tomarse otro café.
—No te preocupes, tengo un plan —replicó Brandon con los ojos entrecerrados.
Si no podía vencerla, se dijo, se uniría a ella. Sí señor, eso era lo que tenía que hacer.
Darse la oportunidad de estar cerca de Andrea. Esa era la única forma de que llegara a
comprender que no era más que una mujer atractiva. Eran las circunstancias que habían
rodeado su llegada las que lo habían alterado, no Andrea en sí misma.
—¿Vas a salir a desayunar fuera del hotel?
—¿Qué? No, qué va. Voy a desayunar aquí —Brandon tomó una carta y la examinó
atentamente—. Voy a desayunar con una de nuestras huéspedes. Dile a una de las
camareras que se acerque a mi mesa, ¿quieres?
—Ahora mismo, Brandon.
Brandon cruzó el comedor, saludando y sonriendo a los huéspedes y sintiendo cómo
crecía la determinación en su interior con cada uno de sus pasos.
—Hola, Andrea —dijo, parándose a su lado—. ¿Te importa que me siente contigo?
Andrea se sobresaltó al ver a Brandon. Vestido con un jersey y unos vaqueros, ambos
de color azul marino, estaba tan devastadoramente maravilloso como con traje. Estaría loca
si permitía que se sentara en su misma mesa.
—Bueno yo... —comenzó a decir.
—Gracias, eres muy amable —Brandon se sentó a su lado y abrió la carta, a la que
fingió prestar toda su atención, a pesar de que en ese momento no era capaz de reconocer
una sola letra—. Mmm. ¿Qué tenemos para desayunar esta mañana?
Andrea estaba magnífica vestida de rojo, pensó. Aquel jersey hacía resplandecer su
piel, y sus ojos parecían incluso más oscuros. Tenía aspecto de haber descansado, las ojeras
no eran tan profundas como el día anterior. Su pelo brillaba, parecía una cortina de seda
negra enmarcando su rostro.
Era una suerte saberse de memoria la carta, se dijo secamente, porque no estaba
comprendiendo una sola palabra de lo que se suponía que estaba leyendo.
Quizá su plan terminara siendo un fracaso. Pero tenía que ponerlo en práctica.
Dejó la carta en la mesa, se cruzó de brazos y sonrió.
—¿Has dormido bien? —le preguntó a Andrea.
—Sí, gracias —contestó ella fríamente—. No he dejado que nada alterara mi descanso
y he dormido como un bebé.
Primer tanto para la señorita Cunningham, pensó Brandon obligándose a no perder la
sonrisa. Andrea estaba haciéndole saber que no había dedicado ni un segundo de su tiempo
a pensar en el beso que habían compartido.
—A mí sin embargo me costó conciliar el sueño. Tenía cosas importantes en las que
pensar.
—¿Sí? —Andrea sintió un escalofrío. ¿Estaría Brandon a punto de decirle que no había
podido dormir pensando en ella? ¿En el beso que habían compartido? La verdad era que le
extrañaba.
—Sí —contestó Brandon—. Mi tía Charity me dijo que necesitaba tomarme el día libre,
que estaba trabajando aquí a un ritmo tan intenso como en Nueva York.
—¿Sí? —preguntó nuevamente Andrea mientras se advertía a sí misma con enfado que
no era desilusión lo que sentía—. Ya entiendo.
—Mi tía tenía toda la razón del mundo —continuó diciendo Brandon—. Y tengo que
corregir inmediatamente la situación. Así que he decidido tomarme el día libre —miró el
mapa que la joven tenía en la mesa—. Parece que tienes grandes planes, ¿dónde piensas ir?
—A ningún lugar especialmente bonito —contestó Andrea, desviando la mirada hacia el
mapa—. Tengo que comprarme un abrigo. La cuestión es averiguar dónde puedo ir a
comprarlo sin haberme muerto de frío antes de llegar.
Brandon se frotó mentalmente las manos. Andrea estaba proporcionándole la
oportunidad perfecta para acompañarla sin necesidad de inventar ninguna excusa. Aquello
iba a ser mucho más fácil de lo que imaginaba.
—Eso no es ningún problema —dijo Brandon—. Te llevaré a comprarte el abrigo.
—Oh, pero... —comenzó a decir Andrea, pero le interrumpió la camarera que acababa
de aparecer al lado de la mesa.
—Hola, Brandon. ¿Vas a desayunar?
—Sí, por favor. Tomaré el número tres —miró el desayuno de Andrea—. No has
comido mucho, ¿no te apetece nada más?
—No, gracias, esto ya es mucho para mí.
—Entonces un número tres —apuntó la camarera, y se alejó rápidamente.
—Deberías comer más —le aconsejó Brandon a su compañera de mesa—. Estoy seguro
de que Ben también te lo diría. Te repondrás mucho más rápido si consumes más
combustible para tu máquina.
—Gracias, doctor Hamilton —contestó Andrea, frunciendo el ceño—. Acerca de lo de
acompañarme a comprar el abrigo, realmente no creo...
—Iremos en cuanto termine de desayunar —la interrumpió Brandon—. Mientras tanto,
relájate y tómate otra taza de té. Estamos en Prescott, ya sabes. Aquí todo va mucho más
despacio que en Phoenix.
Excepto Brandon Hamilton, pensó Andrea.
Salir de compras con él era una pésima idea. Lo último que necesitaba era estar cerca
de un hombre capaz de provocarle reacciones desenfrenadas completamente impropias en
ella.
Lo que tenía que hacer era levantarse y salir del comedor... Inmediatamente.
Pero no le gustaba la idea de salir huyendo y esconderse de Brandon Hamilton.
Siempre le habían gustado los desafíos. Llegar, ver y vencer.
Y aquella vez no iba a ser diferente. Así que iría a comprarse el abrigo con Brandon y
se demostraría a sí misma que había vuelto a recuperar el control sobre su cuerpo y su
cerebro.
Sí, eso sería exactamente lo que haría.
Andrea se reclinó en la silla, alzó su taza y le dirigió a Brandon una dulce sonrisa.
—«Cuando estés en Roma, actúa como los romanos». Así que me quedaré aquí sentada,
disfrutando de mi taza de té mientras tú devoras tu número tres.
Brandon asintió con la mirada fija en el rostro de Andrea.
¿Qué se propondría aquella mujer?, se preguntó. ¿Qué podía significar aquella
misteriosa sonrisa? Habría dado cualquier cosa por averiguar lo que se escondía dentro de
aquella preciosa cabecita.
No, definitivamente, no iba a vivir tiempo suficiente para aprender a comprender a las
mujeres.
El número tres que había pedido Brandon resultó ser un enorme bizcocho rebosante
de mantequilla, acompañado con un cuenco de jarabe de arce.
Andrea se echó a reír al ver aquel bizcocho gigante.
—¿Va a venir tu amigo Ben a desayunar contigo? Porque supongo que alguien tendrá
que venir a ayudarte a comerte esa cosa tan grande.
—No —dijo Brandon sonriente—. Es todo mío y pretendo disfrutar hasta el último
mordisco.
—Pues adelante —Andrea frunció ligeramente el ceño—. ¿Y no te preocupan las
calorías, ni el azúcar ni el colesterol?
—Como a todo el mundo supongo —Brandon se encogió de hombros, extendió la
mantequilla sobre el bizcocho y lo cubrió de mermelada—. Me hago una revisión médica
completa todos los años y estoy en buena forma. Jamás tuve problemas de salud hasta... —
dejó de hablar para darle un mordisco a su bizcocho—. Mmm, está delicioso.
—¿Hasta?
—Ya sabes, tú me recuerdas a mi forma de funcionar en Nueva York, Andrea.
Trabajaba hasta dieciséis horas diarias y la mayor parte de los fines de semana los
dedicaba a una estresante vida social.
—Bueno, la verdad es que yo no puedo decir que mi vida social sea en absoluto
estresante.
Realmente, pensó, eran pocas las veces que salía de casa cuando no estaba trabajando.
Muy de vez en cuando la llamaban para salir a cenar o ir al teatro. ¿Cuándo había tenido su
última cita? ¿Hacía dos meses? ¿Tres? Ni siquiera era capaz de recordar a dónde había ido
o con quién.
—De acuerdo —dijo Brandon, sacando a Andrea de sus pensamientos—. Olvida lo de la
vida social. Pero lo que sí es cierto es que tú te dedicas casi exclusivamente a tu trabajo.
—Para mí es mucho más que un trabajo, es una carrera profesional —contestó con
frialdad—. Un trabajo es un lugar en el que te pagan al final de mes por haber hecho algo.
Una profesión implica mucho más: esperanzas, sueños, metas. Y requiere una dedicación
total.
—No, eso no es cierto —Brandon sacudió la cabeza y dio un nuevo mordisco a su
bizcocho—. Créeme, yo tenía esa teoría hasta que... —se interrumpió nuevamente para
masticar.
—Brandon, ¿quieres hacerme el favor de no dejar colgada otra vez la conversación?
¿Hasta qué?
Brandon bebió un sorbo de café y miró a Andrea a los ojos.
—Hasta que mi corazón me avisó de que estaba a punto de sufrir un ataque. Tuve
mucha, mucha suerte.
—No pareces un candidato al infarto.
—Lo sé, pero para ello he tenido que cambiar mi forma de vida y mis prioridades. Tuve
que alejarme de mi trabajo anterior y regresar a un lugar más tranquilo. Y aquí estoy ahora,
en Prescott, Arizona, el lugar que me vio crecer.
—Ya entiendo —contestó Andrea quedamente.
—Y le estoy infinitamente agradecido a tía Charity por haberme acorralado anoche
contra la pared para reprocharme que estaba cayendo de nuevo en mis viejos hábitos —
Brandon se echó a reír—. Bueno, estoy seguro de que aquí no se puede tener una vida social
especialmente estresante, pero me estaba concentrando exclusivamente en mi trabajo. Y
no quiero tomar ese camino nuevamente.
—Me alegro por ti.
—Te estás perdiendo lo verdaderamente importante de esta historia, Andrea. Tú
eres la réplica exacta de cómo era yo en el pasado. Y tu cuerpo acaba de darte un aviso, te
está diciendo que si no te detienes puedes tener problemas mayores. Esta es una
oportunidad ideal para que le des un repaso a tu vida y hagas los cambios que consideres
oportunos.
—Brandon, ni siquiera me conoces —repuso Andrea, elevando la voz—. Y ahí estás,
regañándome por mi forma de vida cuando no tienes la menor idea de quién soy yo.
—¿No?
—No —contestó cruzándose de brazos—, desde luego que no.
—De acuerdo, enfádate contigo si quieres. Pero estoy seguro de que eres la primera
en llegar a la oficina y la última en marcharte. Trabajas casi todos los fines de semana. Y
sólo te detienes para comer cuando tienes alguna comida de negocios con un cliente.
—Yo...
—Chss. Tengo yo la palabra. Tienes un bonito apartamento, pero carente de ningún
toque personal, porque jamás has tenido tiempo de convertirlo en un verdadero hogar.
Cuando consigues robarle algunas horas a tu trabajo para hacer algo distinto, te descubres
pensando en el proyecto en el que estás trabajando. Tú...
—Ya es suficiente —a Andrea le temblaba ligeramente la voz—. Ya es suficiente.
—¿He puesto el dedo en la llaga?
—Eso no es asunto tuyo.
Brandon se inclinó hacia ella.
—Ayer te desmayaste en mis brazos, Andrea. Te has convertido en asunto mío desde
que eso ocurrió.
—Claro que no. Ya te he pedido disculpas por mi dramática entrada en el hotel, así que
asunto concluido. Y, sólo para recordártelo, mi corazón no me ha hecho ninguna advertencia.
Estoy cansada, eso es todo. Y después de dos semanas de condena... o como te apetezca
llamarlo, en Prescott, estaré de nuevo lista para comenzar a trabajar.
— ¿Así que pretendes regresar a Phoenix y retomar las cosas donde las has dejado?
—preguntó Brandon—. Por el amor de Dios, Andrea, despierta de una vez. Estás
conduciendo tu vida hacia un desastre físico y emocional.
Andrea plantó ambas manos en la mesa y se inclinó hacia Brandon.
— ¿Y se puede saber por qué diablos tienes que meterte tú en mi vida?
Brandon cubrió una de sus manos y la miró a los ojos.
—No lo sé, Andrea, de verdad que no lo sé.
—Entonces no volvamos a hablar de ese tema. Andrea intentó liberar su mano, pero
Brandon se lo impidió.
—No —dijo—. No pienso dar el tema por zanjado. Sé lo que te estás haciendo y eso
me afecta. Yo... Me importa lo que te ocurra, Andrea Cunningham. Para mí tiene tan poco
sentido como para ti, pero el caso es que es verdad.
Andrea abrió la boca, con intención de informar al señor Metomentodo Hamilton, de
que debería dejar de meterse en asuntos que no eran de su incumbencia.
Pero fue incapaz de decir nada y, repentina e inesperadamente, sintió un nudo en la
garganta que le impedía articular palabra.
Estaba a punto de llorar, pensó Andrea con incredulidad, cerrando inmediatamente la
boca. ¿Qué diablos le ocurría?
Había sido el modo en el que Brandon había dicho que le importaba lo que pudiera
ocurrirle el causante de aquel extraño calor que de pronto había envuelto su corazón.
¿Cuánto tiempo hacía que nadie se preocupaba por ella? ¿Años? ¿Décadas? Oh, qué
más daba. Brandon estaba metiéndose en su vida y a ella le molestaba aquella intromisión en
su privacidad.
Pero en ese momento la estaba mirando tan intensamente, y se reflejaba de forma
tan clara la preocupación y el cariño en sus ojos, que lo que en realidad le apetecía era
alargar la mano para acariciarlo y pedirle que la tocara, que la envolviera en su calor.
¿Qué diablos le estaba haciendo aquel hombre?
Nada, nada en absoluto, decidió frenética. Una vez más, estaba siendo víctima de la
fatiga y la vulnerabilidad causada por el cansancio.
—¿Andrea?
Andrea desvió la mirada y se aclaró la garganta.
—La cámara de comercio estaría orgullosa de ti, Brandon. Eres un representante
excelente de la amabilidad de los habitantes de Prescott —alzó la barbilla y volvió a mirarlo
—. ¿Puedes soltar de una vez mi mano, por favor?
Un relámpago de furia cruzó el rostro de Brandon. Le soltó la mano, se reclinó en la
silla y suspiró con evidente exasperación.
—Hola, queridos —los saludó entonces Charity. Llevaba aquella mañana un vestido de
satén violeta, que parecía tener metros y metros de tela.
— ¿Puedo sentarme un momento? —preguntó, e inmediatamente procedió a ocupar una
de las sillas vacías de la mesa—. ¿Qué tal estáis esta mañana? ¿Bien? Estupendo, ¿vais a
salir? Oh, por supuesto que sí, en caso contrario, Brandon no habría dejado de ponerse su
traje. Por cierto, me gustaría que me hicieras un favor.
—Hola, tía Charity —la saludó Brandon riendo, a pesar de su mal humor—, ¿qué clase
de favor?
—Bueno, como ya es evidente que has decidido hacer caso de mi magnífico consejo y
no trabajar hoy, muchachote, me gustaría que fueras a buscar la caja de música que quiero
regalarle a Pru por Navidad. Aquí tienes el recibo —lo dejó en la mesa—. Así no correré el
peligro de que se hiele el tutu en la calle.
—Sin problema —contestó Brandon, guardándose el recibo—. Vamos a ir a comprarle
un abrigo a Andrea, así que no nos costará nada ir a recoger la caja.
—Estupendo —se levantó de un salto—. Procurad no volver demasiado pronto, chicos.
Adiós.
—Me alegro de haberte visto, tía... —comenzó a decir Brandon, pero Charity ya se
había alejado—. ¡Dios mío! Espero tener la misma energía cuando llegue a su edad.
—A mí me gustaría tener esa energía en este momento —Andrea miró rápidamente a
Brandon—. Olvida lo que he dicho. No quiero que empecemos a hablar otra vez de mi salud.
No soy una estúpida, Brandon. Sé que estoy cansada, pero estoy aquí en Prescott, haciendo
algo para remediarlo. Sé que el mundo de la publicidad es muy exigente, pero lo adoro. Y un
poco de cansancio no es un precio demasiado alto para pagar el respeto que me he ganado
en ese campo.
—Bonito discurso. ¿Y ese maravilloso trabajo te sirve también para caldear las frías
noches de invierno?
—En Phoenix, las noches de invierno no son especialmente frías. El valle es mucho más
cálido que la montaña.
—Santo Dios —Brandon dejó la servilleta en la mesa—. Eres un caso, ¿sabes? No
cedes ni una pulgada.
—He llegado hasta donde estoy porque me he negado a ceder una sola pulgada.
—Hola —los saludó Prudence, materializándose de pronto frente a su mesa.
—Podíamos haber organizado una reunión —susurró Andrea mientras Prudence,
vestida con un vestido de lana verde de cuello alto, se sentaba a la mesa.
—Acabo de encontrarme a Charity en el vestíbulo —dijo Prudence—, y ya me ha dicho
que vais a salir a comprar un abrigo para Andrea. ¿Podría abusar de vuestra amabilidad y
pediros que me traigáis el regalo de Navidad que he encargado para Charity?
—Claro —respondió Brandon.
—Gracias, querido —le agradeció Prudence mientras le tendía un pedazo de papel—.
Es una caja de música, y ya está pagada.
—Te la traeré —Brandon tomó el recibo y se lo metió en el bolsillo.
—Muchas gracias. Y ahora, Andrea, procura comprarte un buen abrigo. No quiero que
te resfríes mientras estás entre nosotros. Y no corras cuando salgas. Intenta conservar
tus fuerzas y tu energía. Y tú, Brandon, asegúrate de invitarla a un buen almuerzo.
—Sí, señora —dijo Brandon sonriente.
—Habremos vuelto antes de la hora del almuerzo —intervino Andrea.
—Oh, Dios mío, espero que no. Brandon necesita alejarse de este hotel. Por favor, no
volváis demasiado pronto. Podéis ayudaros mucho el uno al otro. Ambos necesitáis relajaros
y disfrutar. Bueno, chao.
Y antes de que Andrea tuviera oportunidad de despedirse ya se había marchado.
—Bueno, parece que tenemos tarea que hacer —comentó Brandon, arrastrando su silla
—. ¿Lista para marcharte?
—Sí, supongo que sí.
—Una idea interesante, ¿no crees?
— ¿A qué te refieres ahora?
—A lo que ha dicho tía Pru —Brandon se levantó y bajó la mirada hacia Andrea—. Ha
dicho que podemos ayudarnos el uno al otro. Insisto, me parece una idea muy interesante.
Andrea prefirió no contestar mientras se levantaba.
¿Interesante?, repitió mentalmente. No, se corrigió, era absolutamente ridículo. Ella
y Brandon no se convenían en absoluto. Lo único que hacían era discutir, más que ayudarse,
era posible que terminaran asesinándose.
Y dijeran las tías de Brandon lo que dijeran, ella no estaba dispuesta a pasar más de
dos horas en la calle con él.
El resto del día, lo pasaría en su habitación, leyendo una novela.
Y sola.
Capítulo Cinco
Poco más de una hora después, Andrea salía de una tienda con las bolsas de sus nuevas
compras: un chaquetón grueso de color rojo, y unos guantes y una bufanda de lana roja y
azul marino.
—Voy a parecer un tomate maduro —exclamó, incapaz de contener la risa.
—Claro que no —replicó Brandon—. Estás ofendiendo mi gusto. Si te hubiera dejado
sola, habrías terminado comprándote ese aburrido abrigo de color gris, o el negro. Así vas
mucho más acorde con las fiestas. Además, la selección del abrigo rojo, ha ganado por
mayoría.
—Sí, claro —contestó Andrea secamente—, pero da la casualidad de que la propietaria
de la tienda, que, por cierto, ha participado en la votación, fue contigo al instituto, señor
Hamilton.
Brandon se encogió de hombros.
—En cualquier caso, te habría resultado mucho más difícil participar del espíritu
navideño con un chaquetón aburrido, señorita Cunningham.
—Pues tu cazadora no es que sea muy original.
Brandon bajó la mirada hacia su cazadora de ante, forrada con piel de borrego.
—Por favor, señora, muérdase la lengua. ¿Es que no te das cuenta de que esta es una
creación que, literalmente, rebosa machismo? Parezco un vaquero fuera del oeste.
—De acuerdo, de acuerdo —contestó Andrea, alzando sus manos enguantadas—. Me
rindo.
—¿Te rindes? —le preguntó con una enorme sonrisa—. Magnífico. Así no podrás
protestar cuando veas el siguiente punto de la agenda.
— ¿Ir a buscar las cajas de música de tus tías? No pensaba protestar aunque no me
hubiera rendido.
—No, eso no es lo que toca ahora —Brandon la agarró de la mano—. Vamos, crucemos
antes de que cambie el semáforo.
—Pero...
Andrea dejó de hablar mientras corría intentando seguirle el paso a Brandon, que
avanzaba a grandes zancadas.
Aquello era una locura, pensó. Acababa de comprarse un chaquetón, una bufanda y
unos guantes que estaban tan alejados de sus gustos habituales como su coche.
La escena que habían montado en la tienda había sido completamente estúpida y...
Bueno, sí, divertida. No podía recordar la última vez que se había reído tanto. Que se había
sentido tan joven y despreocupada.
Brandon y la propietaria de la tienda habían atacado en grupo, gritando su
desaprobación cada vez que se probaba alguna prenda de colores sombríos. Al final, había
sometido la elección a votación y había dejado que aquellos dos la disfrazaran de semáforo.
Y como no comenzara a comportarse tal y como solía hacerlo Andrea Cunningham, sólo
Dios sabía lo que podía ocurrir durante aquellas dos semanas en Prescott.
Andrea alzó la mirada hacia Brandon mientras éste continuaba urgiéndola a avanzar.
Aquello era desolador, pensó. Parecía hundirse cada vez más en los hechizos de aquel
hombre tan increíble como atractivo y encantador.
¿Por qué no le pedía a Brandon que dejara de hacer tonterías, fueran directamente a
la tienda a la que debían ir a buscar las cajas de música y regresaran rápidamente al hotel?
Buena pregunta, pensó. ¿Pero cuál era la respuesta? Allí estaba, permitiendo que aquel
hombre la arrastrara hacia sólo Dios sabía dónde sin siquiera protestar. ¿Por qué? La
verdad era que no lo sabía.
Después de cruzar la calle, Brandon abandonó la acera y se desvió hacia una zona
totalmente cubierta de nieve.
— ¿Qué estás haciendo? —protestó Andrea—. Esto es nieve.
—Muy bien —contestó riendo—. Eres muy lista, Andrea. Ahora mismo estás en la plaza
de la ciudad. Aquel majestuoso edificio es el ayuntamiento. Y la pérgola que está a tu
derecha ha sido decorada de manera que parezca el taller de Santa Claus. ¿Bonito, eh?
—Sí, sí, muy bonito —contestó Andrea, mirando a su alrededor—. Esos árboles
cubiertos de nieve parecen sacados de un cuento de Navidad. Realmente precioso. ¿Pero de
verdad hace falta que nos quedemos en medio de la nieve para disfrutar de esta bonita
vista?
—Sí, porque vamos a hacer un muñeco de nieve.
— ¿Qué?
— ¿Alguna vez has hecho un muñeco de nieve, Andrea?
—No.
—Entonces tengo el deber, como ciudadano de Prescott, de rectificar esa penosa
situación.
Brandon se interrumpió un momento y miró a su alrededor.
—Mis padres ya no viven, pero cuando yo era niño —le contó—, mi padre y yo
implantamos una tradición. Tras la primera nevada del invierno, me traía aquí y hacíamos un
muñeco. Cuando llegábamos a casa, mi madre nos recibía con chocolate caliente y montañas
de merengues.
—Es un bonito recuerdo —dijo Andrea suavemente—. Y envidiable.
Brandon asintió y la miró a los ojos.
—Hagamos algo digno de recordar, Andrea. Juntos. Haremos un muñeco de nieve
magnífico.
Andrea abrió la boca para protestar, para replicar con un enfático «no», para decirle
a Brandon que tenía ya los pies fríos, que eran adultos y no unos niños dispuestos a retozar
en cualquier momento en la nieve. No, definitivamente no.
«Hagamos algo digno de recordar, Andrea. Juntos»
Pero cuando su mente registró las palabras de Brandon envolviendo su corazón en una
bocanada de calor, se olvidó por completo de la fría condición de sus pies.
—Sí —susurró—, hagámoslo —aquel recuerdo sería inigualable. Un recuerdo muy
especial. Con Brandon—. Haremos un muñeco de nieve maravilloso.
Y lo hicieron.
Y fue extraordinariamente divertido.
Pronto se unieron a ellos algunos niños, que los ayudaron a rodar las bolas en la nieve
antes de colocar cada una en su lugar. Resbalaban a cada momento, cayendo sobre la nieve
mullida y húmeda, pero rápidamente volvían a levantarse.
Andrea reía con tanta fuerza que sabía que corría peligro de sufrir un ataque de hipo.
Pero se estaba divirtiendo tanto... Estaba ayudando a construir un auténtico muñeco de
nieve por primera vez en su vida y aquello estaba resultando ser una aventura fabulosa.
—Bravo —gritó Brandon, elevando un puño—. La cabeza ya está en su lugar. Hacemos
un buen equipo.
— ¡Ya voy, Brandon! —se oyó gritar de pronto a una mujer—. El problema es que ya no
puedo andar tan rápido como antes.
El grupo se volvió y vio acercarse corriendo a una mujer regordeta de unos sesenta
años. Llevaba unas enormes chanclas, un jersey grueso en una mano y una cesta en la otra.
— ¡Martha! —exclamó Brandon, dándole un enorme abrazo cuando llegó hasta ellos—.
Andrea, esta es Martha Hill. Ella y su marido son los propietarios del café que está al final
de la calle. Martha, esta es Andrea Cunningham, una huésped de Hamilton House. Y esto —
señaló hacia el muñeco—, es el primer muñeco de nieve de Andrea.
—Oh, es precioso —contestó Martha sonriendo—. Cuando te he visto aquí, Brandon, no
sabes la alegría que me ha dado. Inmediatamente me he acordado de cuando venías con tu
padre a hacer un muñeco de nieve tras la primera nevada del invierno. Entonces yo era la
encargada de traer la zanahoria para la nariz, rábanos para la boca e higos secos para los
ojos. Así que aquí estoy.
—Te adoro —dijo Brandon, dándole un beso.
—Toma —le tendió la cesta con la zanahoria y todo lo demás—. Venid a tomar un café
caliente cuando acabéis. Es todo vuestro. Brrr. Está haciendo mucho frío.
Martha se alejó corriendo y Brandon colocó las hortalizas en su lugar.
—Oh, Dios mío —exclamó Andrea—. Parece que ha cobrado vida. Y tiene cara de estar
muy contento.
Brandon deslizó el brazo por los hombros de la joven.
— ¿Te gusta?
—Es maravilloso —contestó Andrea, mirándolo a los ojos—. Gracias, Brandon. Jamás
olvidaré el día que hice mi primer muñeco de nieve.
—Estupendo. Pero lo hemos hecho los dos. Hemos construido juntos este recuerdo.
—Sí, es cierto.
Y delante del sonriente muñeco de nieve y de los atentos niños, Brandon bajó
lentamente la cabeza y la besó.
No podía permitir una cosa así, pensó inmediatamente Andrea. Brandon estaba
besándola en público. En mitad de la plaza de Prescott. Era terrible. Era vergonzoso. Era...
Divino.
Aquel beso era otro recuerdo para compartir.
Brandon alzó con desgana la cabeza.
—Debes de estar muerta de frío —dijo con la voz ligeramente ronca.
La verdad era que no, pensó Andrea soñadora. ¿Cómo podía tener alguien frío cuando
su corazón se estaba derritiendo? No, no tenía ni una sola gota de frío.
—Eh, Brandon —dijo entonces un hombre.
Brandon volvió la cabeza, pero mantuvo a Andrea a su lado.
—Jeff. ¿Qué tal te va?
—No puedo quejarme —contestó—. Me han dicho que estabas haciendo un muñeco de
nieve, y he venido a hacerle una fotografía para el periódico. Probablemente salvemos con
esto el especial de Nochebuena.
Andrea pestañeó, descendiendo al instante de la nube de sensualidad en la que se
había instalado.
— ¿Un muñeco de nieve es una noticia importante?
—Desde luego —respondió Jeff—. Este es el primer muñeco de nieve del año. Venga,
colocaos todos, con el muñeco en medio. Después me daréis vuestros nombres.
—Oh, no pienso... —comenzó a decir Andrea.
—Exactamente —dijo Brandon—. No pienses. Esto no es Phoenix, Andrea. No tienes
por qué preocuparte por tu reputación. Ninguno de tus importantes clientes leerá nuestro
periódico —frunció el ceño—. Además, tampoco sería tan terrible que uno de esos jefazos
viera que eres capaz de hacer algo tan humano con un muñeco de nieve.
Andrea frunció ligeramente el ceño.
—Los hombres tienen libertad para hacer prácticamente lo que quieran en el
competitivo mundo de los negocios. Pero a las mujeres no se nos permite dar ni un mínimo
traspié. Y supongo que si has conocido ese mundo, serás consciente de ello.
—En la firma de Nueva York en la que yo trabajaba, había una abogada que tenía un
hijo.
— ¿Y ascendió en la firma tras tener su primer hijo?
—Bueno, no, pero...
—No tengo nada más que decir.
—Eh, Brandon. ¿Hago la foto o no? —preguntó Jeff.
— ¿Andrea?
¿Qué debía hacer?, se preguntó Andrea. Allí estaba, hecha un auténtico desastre
después de haber estado revolcándose en la nieve como si fuera una niña. Definitivamente,
no quería que ninguno de sus clientes la viera en ese estado.
Pero Brandon tenía razón. Estaban en Prescott, no en Phoenix. ¿Qué razón podía
tener ninguno de sus clientes para leer el periódico de una ciudad tan pequeña como
aquella?
—Sí —contestó sonriente—. Haremos la foto con el mejor muñeco de nieve que se
hizo nunca en la plaza de Prescott, Arizona.
—Allá vamos —dijo Brandon, y le dio un rápido beso en los labios.
Se hizo la foto, y, a continuación, el grupo se dirigió hacia el café de Martha. Los
niños ocuparon los taburetes de la barra, mientras Andrea y Brandon se sentaron en una
mesa, uno frente a otro.
Martha les sirvió una enorme taza de chocolate caliente cubierta de merengue.
Brandon se quedó mirando fijamente la taza.
—Sé que tu madre siempre os esperaba con una taza de chocolate caliente cuando
volváis de hacer el muñeco, Brandon —le explicó Martha, quedamente—. Tu madre era una
de mis mejores amigas, y todavía la echo de menos. Cuando cayó ese avión, me quedé
destrozada. Espero no haberte entristecido al servirte este chocolate.
—No, no. Estoy bien —Brandon le sonrió a Martha—, has tenido una gran idea, Martha.
Martha asintió y se alejó rápidamente de allí.
—Eres muy afortunado, Brandon —le dijo Andrea—. Toda esta ciudad es para ti como
una gran familia.
Brandon asintió.
—Sí, tienes razón. No había pensado en ello —se echó a reír—, aunque a veces se echa
de menos cierta intimidad. Es imposible mantener una noticia en secreto. De hecho,
apostaría a que ya se han enterado más de veinte personas de que he besado a una preciosa
joven con un chaquetón rojo en la plaza.
—Oh —exclamó Andrea, con los ojos abiertos como platos.
—No te asustes —le pidió Brandon—. Mira, ¿por qué no empiezas a tomarte de una vez
tu estancia aquí como unas verdaderas vacaciones? Nada de nervios, nada de
preocupaciones. Limítate a disfrutar. Haz en cada momento lo que te apetezca. ¿Qué te
parece la sugerencia?
—No he hecho nada parecido en toda mi vida —Andrea frunció el ceño, pero al
instante soltó una carcajada—. Mentira, llevo actuando así desde que se me ocurrió
comprarme en Phoenix un deportivo rojo, justo antes de venir.
— ¿Tienes un deportivo rojo? —preguntó Brandon entre enormes carcajadas—. No me
lo puedo creer.
—Ni yo tampoco —contestó, sin dejar de sonreír—. Ese es un ejemplo de lo que el
agotamiento está haciendo en mi cerebro —se interrumpió—. He estado comportándome
como una extraña. Es todo un misterio.
— ¿Pero no te parece del todo mal? —preguntó Brandon, repentinamente serio.
—No, no me parece del todo mal —dijo suavemente.
Nada en absoluto, pensó. De hecho, besar a Brandon, encontrar refugio en sus
fuertes brazos, había sido, sencillamente, maravilloso.
Tanto la compra del abrigo como el hacer el muñeco, habían sido dos de los episodios
más divertidos de toda su vida.
Conocer a personas como tía Pru y tía Charity, Ben y Jennifer, tan amables y
acogedoras, era también muy agradable.
Aquel mundo se parecía muy poco a aquel al que estaba acostumbrada. No,
definitivamente, pasar unos días en Prescott no estaba resultando nada mal.
— ¿Entonces? —preguntó Brandon, casi sin respiración—. ¿Lo harás? ¿Estás dispuesta
a vivir el momento durante el tiempo que dure tu estancia aquí?
—Bueno —comenzó a decir Andrea, suavemente—. Sí, supongo que sí. Se supone que
en realidad, es eso lo que estoy haciendo ya, así que, si sigo tu sugerencia, por lo menos no
tendré la sensación de haber perdido el control de la situación —sacudió la cabeza—. Oh, no
sé. Entre el agotamiento y lo que me está costando adaptarme a la altura, tengo la
sensación de que no soy capaz de pensar correctamente. No soy tan sensata y organizada
como normalmente. Así que me temo que no tengo mucho donde escoger.
—Estupendo. Eso es magnífico —Brandon tomó aire—. Lo único que tienes que hacer
es quedarte donde estás.
—Bueno, en este preciso momento, pretendía ir al lavabo —contestó ella riendo.
—Lo tienes detrás de ti.
Andrea se dirigió hacia allí y Brandon estuvo observándola hasta que desapareció tras
la puerta. Miró la taza de chocolate de la joven y su silla vacía. Le gustaba estar sentado
frente a Andrea Cunningham, pensó. Sólo iba a estar en el baño unos minutos, pero ya la
echaba de menos. Quería que volviera pronto para volver a ver su sonrisa, oír su risa,
observar las emociones que tan claramente reflejaban sus expresivos ojos.
Andrea estaba convirtiéndose en alguien muy importante para él a una velocidad de
vértigo, tenía que admitirlo.
Si Andrea no hubiera ido a Prescott, él no habría hecho un muñeco de nieve, no habría
revivido el recuerdo de su padre.
En ese momento estaba compartiendo con ella una taza de chocolate y merengue,
llevándola a su mundo, a su pasado.
Y se sentía bien.
Muy, pero que muy bien.
Era como si, desde que se había hecho cargo de Hamilton House, faltara algo en su
existencia. Había habido un vacío del que no era consciente y que había llenado con largas
horas de trabajo en el hotel.
Pero estando Andrea allí, se sentía mucho más completo, más tranquilo. No era capaz
de recordar un momento en el que se hubiera sentido tan bien.
Brandon se llevó las manos a la cara.
Dios santo. ¿Qué estaba pasando allí? ¿Qué le estaba haciendo Andrea? ¿Qué estaba
ocurriendo entre ellos?
Brandon no lo sabía, pero tenía intención de averiguarlo.
«Mariposas bailando».
Brandon se tensó; cada uno de los músculos de su cuerpo se tensó, mientras su mente
susurraba la extravagante historia de las mariposas que sus tías le habían contado.
¿Qué pretendía, exactamente? ¿Enamorarse, ver las mariposas bailar, tener un hogar,
ser un marido y un padre?
Toda su vida cambiaría si tomaba ese camino. ¿Y sabía ya si era aquel viaje el que
echaba de menos? Quizá no, no había habido ninguna mujer que hubiera despertado en él
esos sueños.
Hasta que...
Hasta que había aparecido Andrea.
Brandon se quedó mirando fijamente el asiento vacío que había frente a él,
imaginándose a Andrea con tanta nitidez que tenía la sensación de que había vuelto ya a su
lado.
¿Qué le estaba ocurriendo?, pensó, mientras sentía su cuerpo empapado en sudor.
¿Estaría Andrea abriendo un corazón que había permanecido cerrado hasta que ella se
había desmayado en sus brazos?
Brandon alzó la mirada y vio a Andrea dirigiéndose hacia él, con el chaquetón sobre un
brazo y una dulce sonrisa en los labios.
¿Se estaría enamorando de aquella mujer?, pensó frenético. ¿Quería enamorarse de
Andrea Cunningham? Tenía que tener algunas respuestas antes de dejarse arrastrar por
sus alocados sentimientos.
Andrea se sentó frente a él, tomó la taza de chocolate y bebió un sorbo.
—Mmm —dijo—. Está delicioso. Pero tú no has tocado tu taza, Brandon.
— ¿Qué? —sacudió la cabeza ligeramente—. Oh, de acuerdo —levantó la taza para
brindar—. Por el muñeco de nieve y los viejos recuerdos.
¿Y por el baile de las mariposas?, se preguntó. No lo sabía. Simplemente, no lo sabía.
—Por el muñeco —repitió Andrea, acercando su taza a la suya.
Estuvieron hablando sobre todo tipo de temas hasta que terminaron el chocolate.
Después se levantaron y se despidieron de Martha y de los chicos.
Cuando salieron, descubrieron que estaba nevando otra vez. Andrea echó la cabeza
hacia atrás, sacó la lengua y atrapó un enorme copo de nieve.
—Mira, otra de las cosas que hago por primera vez —dijo riendo—. Pero la nieve no
sabe tan bien como el chocolate con merengue.
—No —contestó Brandon, esforzándose por esbozar una sonrisa—, seguramente no.
Andrea inclinó la cabeza hacia un lado y lo miró con expresión interrogante.
— ¿Ocurre algo, Brandon? Pareces... No sé, de pronto pareces estar tenso,
preocupado.
— ¿Yo?
—Sí, tú Brandon.
—Bueno, yo...
—Eh —gritó alguien de pronto—. ¡Ahí estáis!
Brandon volvió la cabeza al escuchar aquella voz familiar.
«Salvado por Rizzoli», pensó.
Ben se acercó a Andrea y a Brandon.
—Ah, esta es la misteriosa mujer del abrigo rojo —dijo Ben sonriendo—. La mismísima
a la que ha besado Brandon Hamilton después de hacer un muñeco de nieve en la plaza. ¿Y
quién es esta mujer? La señorita Andrea Cunningham en carne y hueso.
—Oh, Dios mío —dijo Andrea, sintiendo cómo el rubor cubría sus mejillas.
—Eres un cotilla, Rizzoli.
—No lo soy —respondió Ben—. Simplemente, me gusta escuchar con atención. Cuatro
personas me lo han contado. Por cierto, el muñeco os ha quedado muy bonito. Me recuerda a
los que hacías con tu padre cuando eras niño, Brandon.
Brandon asintió.
—Es el primer muñeco de nieve que he hecho en mi vida —explicó Andrea, sonriéndole
a Ben.
— ¿De verdad? Tengo la sensación de que has tenido una infancia demasiado
protegida. Me temo que tendremos que hacer algo para remediarlo.
—Ya lo estamos haciendo —repuso Brandon—. Vamos, Andrea, tenemos que ir a buscar
las cajas de música de mis tías.
—Ángeles de nieve —dijo Ben, ignorando a Brandon—. No puedes irte de Prescott sin
haberte tirado en la nieve para dejar marcada en ella la huella de un ángel.
Andrea soltó una carcajada.
—Suena divertido, un poco frío, pero divertido. ¿Te gusta mi abrigo, Ben?
—Es precioso —respondió Ben—. El rojo te sienta muy bien, y además hace juego con
el color de tu nariz.
Andrea y Ben soltaron una carcajada que consiguió poner a Brandon al límite de sus
nervios.
¿Qué diablos hacía Ben Rizzoli coqueteando con Andrea? Rizzoli estaba poniendo en
juego sus encantos italianos de una forma repugnante. Pues bien, Ben iba a tener que
buscarse otra mujer, porque Andrea era suya. ¿Era suya? ¿Andrea Cunningham era la mujer
de Brandon Hamilton?
Diablos, se estaba volviendo loco.
—Eso es —dijo Brandon—. Bueno, nos vamos.
— ¿Qué es qué? —preguntó Andrea, alzando la mirada hacia él.
— ¿Qué? Oh, bueno, el tiempo, la nieve, la temperatura. Vas a terminar resfriándote
si seguimos aquí. Vamos.
— ¿Queréis venir a comer conmigo? —preguntó Ben.
—No —contestó Brandon rápidamente—. Quiero decir... Acabamos de tomarnos un
chocolate.
—Con merengue —le aclaró Andrea—. Estaba delicioso.
—Seguro —dijo Ben—. ¿Cómo te encuentras hoy, Andrea?
—Está perfectamente —replicó Brandon por ella, agarrándola del brazo—. Pero dejará
de estarlo si no te apartas de una vez y nos dejas seguir nuestro camino. Di adiós, Ben.
—Adiós —dijo Ben, conteniendo la risa—. Ben.
—Muy gracioso —contestó Brandon, frunciendo el ceño.
—Ha sido una placer volver a verte —dijo Andrea.
—El placer ha sido todo mío, adorable dama —contestó Ben.
—Muy educado —se burló Brandon—. Adiós, Ben.
Mientras Andrea y Brandon se alejaban, Ben se cruzó de brazos y los observó con una
enorme sonrisa en los labios.
—Fascinante —susurró—. Caramba, no me perdería esto por nada del mundo. Bueno,
supongo que es mejor que le pase a Brandon que a mí, y estoy seguro de que Taylor estará
de acuerdo conmigo.
Y riendo para sí, entró en el café.
Capítulo Seis
Los días y las noches parecían volar mientras Andrea iba acomodándose a su nueva y
extraordinariamente agradable rutina.
Desayunaba con Brandon en el comedor del hotel todas las mañanas y después se
dirigían hacia el lugar que Brandon hubiera decidido mostrarle ese día.
Visitaron tres museos, vieron infinidad de tiendas, donde Brandon era recibido por
personas que conocía y daban la bienvenida a Andrea con una amabilidad emocionante.
Brandon la llevó hasta lo más alto de las nevadas montañas, mostrándole las espectaculares
vistas de la región.
Ben Rizzoli se reunía de vez en cuando a cenar con ellos y Andrea disfrutaba de la
compañía del médico. Reía a carcajadas con las bromas entre Brandon y Ben, sabiendo en el
fondo que su amistad era inquebrantable.
Le contaron interminables historias de su juventud, en muchas de las cuales estaba
incluida Jennifer Mackane.
—Todavía nos comportamos como si fuéramos sus hermanos mayores —recordaba
Andrea que le había dicho Ben—. A veces la volvemos loca.
—Oh —había contestado ella sonriendo. ¿También para Brandon Jennifer sería como
una hermana? ¿Sería ese el papel que Jennifer jugaba en su vida? Pero, por el amor de
Dios, ¿por qué la aliviaba que así fuera?
—Jennifer es viuda —le había aclarado Brandon—. Tiene un hijo de cuatro años
llamado Joey. Es un niño maravilloso. Ben, yo y unos cuantos más hacemos las veces de tíos
de Joey.
—Es un niño afortunado, si puede contar con todos vosotros —le había dicho Andrea
quedamente.
Ella no había contado en su infancia con nadie a quien pudiera considerar su tío, o su
tía, pensó. A Joey Mackane jamás le faltaría alguien que lo abrazara, ni personas que se
ocuparan de atender sus necesidades. El pequeño Joey era un niño afortunado. Pero debía
dejar de lamentar su pasado, se regañó. Ella tenía su carrera, sus sueños. Aquella era su
vida, y nadie podría apartarla de ella. Su carrera era todo lo que necesitaba. ¿O no?
Sí, por supuesto que sí. Su empresa era su familia. Ella bastaba para satisfacer todas
sus necesidades. ¿O no?
El día en el que se cumplía su primera semana de estancia en Prescott, Andrea
recordó que aquella noche se celebraba la Nochebuena, y en vez de dedicar la tarde a
descansar en su habitación, salió a comprar regalos para Brandon, las tías, Ben, Jennifer y
Joey.
Pasó por la tienda en la que había comprado su abrigo y con ayuda de la propietaria
escogió un vestido para la cena que iban a celebrar los empleados del hotel, a la que había
sido invitada.
Cuando regresó a su habitación, envolvió los regalos con todo el cuidado que pudo,
mientras escuchaba villancicos por la radio.
En cuanto hubo terminado con los regalos, comprendió que se había dejado atrapar
por el espíritu navideño por primera vez en su vida.
Y se sentía maravillosamente bien.
Con una sonrisa en los labios, se tumbó en la cama, mirando hacia el techo, y comenzó
a cantar, desafinando terriblemente, los villancicos que sonaban por la radio.
Santa Claus, pensó, estaría haciendo ya la lista para ver si aquel año había sido buena
o mala. Andrea suspiró y frunció ligeramente el ceño. Definitivamente, había sido muy
buena se dijo. Todas las noches, Brandon la acompañaba hasta la puerta de la habitación y
la besaba hasta la locura antes de dirigirse a su apartamento.
Y así era como debían ser las cosas, no lo dudaba. Pero su más profundo interior, lugar
que Santa Claus debía conocer perfectamente, rebosaba de pensamientos atrevidos.
Quería hacer el amor con Brandon Hamilton. El calor de la pasión bullía con más
intensidad cada vez en su interior.
Andrea suspiró nuevamente. Jamás se había sentido así. Nunca. Su experiencia sexual
se limitaba a unas cuantas relaciones en el pasado que no habían tenido ninguna implicación
emocional en su vida. ¿Pero Brandon?
Brandon consumía cada uno de sus pensamientos, incluso cuando no estaba con él.
Podía ver su sonrisa, oír su risa tan nítidamente como si estuviera a su lado. Y le bastaba
imaginárselo para sonreír, para sentirse llena de un agradable calor que envolvía tanto su
cuerpo como su corazón.
Había aprendido mucho sobre él durante las horas que habían pasado juntos. Adoraba
que le contara anécdotas de su infancia en Prescott, y el respeto y el amor que se percibía
en su voz cuando hablaba de sus padres. El mismo amor era evidente cuando hablaba de sus
tías.
Poco a poco, ella le había ido revelando la soledad de su propia infancia, pasando de
una casa de adopción a otra, lenta, pero confiadamente, le había ido contando todos sus
secretos.
—Siento que hayas tenido una infancia tan solitaria —le había dicho Brandon.
—Bueno, eso ya ha pasado —dijo Andrea—. Ahora cuento con mi trabajo y con las
personas con las que lo comparto y estoy contenta.
—Una empresa no es una verdadera familia, Andrea.
—Claro que sí. ¿Cómo puedes discutirme tú eso, Brandon? Tú tampoco estás casado, ni
tienes una familia.
—En esto tienes razón. No puedo imaginarme a mí mismo cortando el césped, o yendo
a las reuniones de la asociación de padres de alumnos. Eso no quiere decir que no disfrute
de la compañía de una mujer. Pero un compromiso para toda la vida, un hogar y eso de tener
que sacar la basura todas las noches después de cenar no está hecho para mí.
—Prefieres aventuras ocasionales, y no ataduras para toda la vida —había dicho
Andrea.
—Eso suena un poco vulgar.
— ¿Pero es cierto?
La sonrisa de Brandon había desaparecido de su rostro.
—Sí, supongo que sí. No he pensado mucho en el tema. Me gusta mi vida tal como es —
se había interrumpido un instante—. Andrea, te agradezco que me hayas hablado de tu
infancia. No tiene que haberte resultado fácil recordar todo eso. Ha sido un honor para mí
que hayas querido compartirla conmigo.
—Eres una persona que sabe escuchar —le había contestado con una sonrisa—, ni
siquiera las personas que considero amigas en Phoenix saben nada sobre mi infancia.
Phoenix, pensó Andrea. Desde que estaba en Prescott, habían sido muy pocas las
veces que se había acordado de aquella ciudad o de su trabajo. Tanto su empresa, como su
vida en Phoenix, parecían haber desaparecido de su mente.
Se estaba comportando exactamente como Brandon le había pedido... Haciendo lo que
le apetecía en cada momento.
Y en ese momento, lo que más le apetecía, casi lo necesitaba, era hacer el amor con
Brandon Hamilton.
Andrea se cubrió con las manos sus acaloradas mejillas.
¿Podría hacerlo? ¿Tomaría la iniciativa y le diría a Brandon que quería hacer el amor
con él?
A la Andrea Cunninghan que había llegado a Prescott hacía una semana, jamás se le
habría ocurrido algo así. Y tampoco, suponía, a la Andrea Cunningham que pronto volvería a
Phoenix.
Pero mientras estuviera allí, todo sería diferente.
Brandon sabía que ella se iría al cabo de una semana, que lo que compartían era
temporal, algo que encajaba perfectamente con lo que él esperaba de su relación con una
mujer. Compartían vivencias que recordar en el futuro.
Nadie iba a sufrir el día que Andrea hiciera su maleta, pagara su cuenta en Hamilton
House y se alejara de aquel lugar montañoso en su deportivo rojo. Tanto ella como Brandon
lo sabían.
Sí, se gustaban, pero eso no era estar enamorado.
Y tras haber considerado fríamente su situación, todo lo que tenía que hacer era
reunir valor suficiente para hacerle conocer a Brandon sus más intensos deseos.
—Esta noche —susurró para sí—. La Noche de Navidad. Una noche mágica, especial.
Una noche perfecta.
Una llamada a la puerta la sacó de sus pensamientos. Se levantó de la cama y corrió a
abrir. Se encontró frente a ella a un sonriente adolescente.
—Hola, Andrea —la saludó.
—Hola, Mickey —le dijo—. ¿Qué te trae por aquí? Me temo que mi coche no necesita
gasolina.
—Ya lo sé, y me encantaría que me dejaras dar una vuelta en ese coche. Pero bueno,
estoy aquí porque Brandon me ha pedido que te traiga el periódico. Sales en la portada, con
el muñeco de nieve.
Andrea soltó una carcajada.
—Oh, Dios mío. Me había olvidado completamente de la fotografía que nos hicieron
ese día. Bueno, supongo que nuestro maravilloso muñeco de nieve ya se habrá derretido, así
que será divertido tener algo que me permita recordarlo.
—Ahora está empezando a nevar. Puedes hacer otro muñeco.
—Me basta con haberme helado ya los pies una vez. Gracias por haberme traído el
periódico.
—De nada. Feliz Navidad, Andrea.
—Igualmente —contestó, mientras tomaba el periódico.
Andrea cerró la puerta, se dirigió lentamente hacia la cama y abrió el periódico. Al
fijar la mirada en la fotografía a todo color de la portada se detuvo en seco. Tomó aire y,
con piernas temblorosas se acercó a la cama para tomar asiento.
El muñeco era espectacular. Los niños que estaban a su derecha, sonreían con orgullo.
Ella y Brandon estaban al otro lado del muñeco. Brandon sonreía a la cámara, mientras le
pasaba a ella el brazo por los hombros. Y, que el cielo la ayudara, pensó Andrea con
desmayo, ella aparecía mirando a Brandon como si estuviera en la mismísima gloria.
—Oh, Dios mío —susurró, llevándose la mano a los labios.
Lo que todo Prescott vería cuando abriera aquel periódico, era la fotografía de una
mujer enamorada, completamente concentrada en el hombre que le había robado el corazón.
Había una tenue sonrisa en sus labios, y sus ojos irradiaban un mensaje de amor tan
claramente como si lo estuviera gritando a pleno pulmón.
—No —musitó con los ojos llenos de lágrimas—. No, no es verdad. No estoy enamorada
de Brandon. ¡No lo estoy!
¿O sí? Si estuviera enamorada lo sabría. Sí, por supuesto que sí.
¿Pero cómo iba a saberlo cuando no había estado enamorada en toda su vida?
No, eso era ridículo, una locura, algo totalmente inaceptable. Le gustaba Brandon, eso
lo sabía. Sí, sí, le gustaba mucho... Pero no se había enamorado de él durante el tiempo que
había pasado en Prescott. Absolutamente no.
Andrea, que estaba ya sentada en la cama, al lado del periódico, se levantó de un
salto.
Tenía que tranquilizarse, se dijo a sí misma, pestañeando para alejar las lágrimas.
Tenía que pensar tranquilamente sobre ello.
Pero si estaba enamorada de Brandon, como aquella maldita fotografía parecía estar
anunciando al mundo, no quería saberlo.
Nada había cambiado. Sólo iba a pasar en Prescott una semana más. Después volvería
a dedicarse a su carrera, regresaría a la vida que llevaba en Phoenix.
Sí, Brandon le gustaba mucho, y ella guardaría maravillosos recuerdos sobre él y de lo
que juntos habían compartido.
Pero el día de Año Nuevo, haría la maleta, pagaría la cuenta del hotel y se alejaría
para siempre de Prescott.
Y jamás volvería a ver a Brandon.
Un frío helado la atravesó mientras continuaba caminando por la habitación.
No, jamás volvería a ver a Brandon. Cualesquiera que fueran sus sentimientos hacia él,
tendrían que terminar desapareciendo.
En su vida no había ni tiempo ni espacio para el amor. Enamorarse y ser correspondida
en el amor era el primer paso hacia el matrimonio, la casa y los niños. Y en su vida no había
lugar para esas cosas.
Y en cualquier caso, aunque realmente hubiera sido suficientemente estúpida como
para enamorarse de él, Brandon no estaba enamorado de ella.
Un hombre como él no se conformaría con un beso de buenas noches si estuviera
enamorado de ella. Le gustaba sí, pero no estaba enamorado. Ni siquiera había insinuado que
le apeteciera hacer el amor con ella.
Andrea se detuvo bruscamente.
Había decidido que aquella noche se acostaría con Brandon. ¿Sería capaz de seguir
adelante con su objetivo sin conocer el verdadero alcance de los sentimientos de Brandon
hacia ella?
Andrea se acercó de nuevo a la cama y volvió a mirar la fotografía.
Quizá fuera una ilusión óptica. En cualquier caso, lo mejor que podía hacer era
ignorarlo.
Y todavía seguía queriendo hacer el amor con Brandon.
Y no había ninguna razón para que ninguno de ellos sufriera si daba ese paso.
—Ohh —dijo, dejándose caer de bruces sobre la cama—. Debo de estar volviéndome
completamente loca.
Jennifer caminaba por el pasillo que conducía desde el comedor hasta el vestíbulo en
el momento en el que Ben entraba en el hotel. Y en ese mismo instante, tía Pru y tía Charity
salían del ascensor.
Y los cuatro llevaban en la mano un número de la edición especial del periódico. Los
cuatro se dirigían hacia el mostrador de recepción, donde Brandon estaba hablando por
teléfono.
Brandon alzó la mirada, y pestañeó al ver al cuarteto observándolo con tanta atención.
Tras despedirse de su interlocutor, colgó el teléfono y sonrió al grupo.
—Era Jerry. Su mujer está en el hospital, de parto. Lo que no saben todavía es si
nacerá en Nochebuena o en Navidad —los miró atentamente—. Habéis llegado un poco
pronto, ¿no? La fiesta no empieza hasta dentro de tres horas. Es a las nueve, ¿no os
acordabais?
—Claro que nos acordábamos —respondió Jennifer—. No sé los demás, pero yo he
venido para hablarte de la fotografía que aparece en la portada del periódico.
—Y yo —dijo Ben.
—Sí, querido —añadió Pru—. Charity y yo hemos venido en cuanto hemos visto la
fotografía.
—Eres un diablillo —dijo Charity—. Has trabajado rápido, ¿eh?
Brandon frunció el ceño.
—Estoy totalmente perdido. ¿De qué diablos estáis hablando?
— ¿Has visto esa fotografía? —le preguntó Jennifer—. ¿La has visto de verdad?
—Claro que sí —contestó Brandon, encogiéndose de hombros—. Es muy buena. El
muñeco de nieve es magnífico, ¿no os parece? Mi padre se sentiría orgulloso.
—Mira que eres bruto —dijo Ben, sacudiendo la cabeza. Dejó su ejemplar en el
mostrador—. Mírala otra vez.
—Y si no te importa, Brandon —le pidió Pru—, podrías decirnos lo que ves.
—Os veo a todos muy misteriosos —dijo Brandon, mirándolos con recelo.
—Échale un vistazo al periódico —insistió Charity.
Brandon miró confundido la fotografía.
—Es terrible. No sabéis cuánto me apena que os hayáis vuelto locos todos al mismo
tiempo.
—Hamilton —le dijo Ben, en tono amenazador.
—De acuerdo, de acuerdo. Bueno, aquí tenemos una fotografía a todo color de tres
árboles de Navidad y de un muñeco de nieve. El muñeco de nieve y los niños están sonriendo.
Y también Andrea y yo. Estamos todos cubiertos de nieve, y, evidentemente, empapados y
helados, pero no nos importa.
—Definitivamente bruto —se lamentó Ben—. Pero si hasta yo, que no soy ningún
experto en estas cosas, he sido capaz de verlo.
— ¿Ver qué? —preguntó Brandon—. ¿Podríais darme una pista?
— ¿Quién quiere tener el honor? —preguntó Jennifer.
—Tía Pru —contestó Ben—, háblale tú a este idiota. Si lo hago yo, probablemente se
desmaye.
—Buena idea —dijo Charity—. Voto yo también por Pru.
—Estáis empezando a ponerme nervioso —se quejó Brandon—. ¿Qué diablos está
pasando aquí?
—Brandon, querido —le explicó Pru—, tengo que admitir que me decepcionas un poco.
— ¿Pero qué he hecho yo ahora?
—El problema es lo que no has hecho —contestó Pru—. Todos los demás lo hemos visto
claramente —suspiró—. Brandon, mira la cara de Andrea, mira cómo sonríe en la fotografía.
Brandon bajó la mirada hacia la fotografía y miró de nuevo a su tía.
— ¿Y?
—Querido —le explicó amablemente Pru—, esta es la fotografía de una mujer
enamorada, mirando al hombre que ha cautivado su corazón. Esa es la mirada capaz de
invocar a las mariposas.
— ¿Qué? —Brandon comenzó a balbucear—. Yo...
Ella... ¿Qué?
—Andrea Cunningham está enamorada de ti, idiota.
—Exacto —intervino tía Charity—. Y lo que todos queremos saber es qué vas a hacer
ahora.
—Estáis locos —dijo Brandon, frunciendo el ceño—. Lo que voy a hacer es meteros en
un psiquiátrico. Andrea no está... —miró la fotografía otra vez—. ¿O sí?
—Sí, querido —dijo Pru—, claro que sí.
—Me pregunto si Andrea lo sabrá —comentó Jennifer con expresión pensativa—. Es
posible que esté tan ciega como él.
—No me sorprendería en absoluto —contestó Charity—. Recuerda que Andrea vive
completamente volcada en su trabajo.
—Oh, ¿y qué vamos a hacer ahora? —se preguntó Pru.
Brandon posó las manos en el mostrador y se inclinó hacia delante.
—Lo que vais a hacer todos vosotros —dijo apretando los dientes—, es desaparecer
inmediatamente.
Los cuatro retrocedieron a la vez.
—Oh —exclamó Jennifer.
—Por favor, no pienses que nos estamos metiendo en tu vida —le pidió tía Pru—.
Hemos venido a hablar contigo de este asunto porque te queremos y nos preocupas.
—Creíamos que quizá no fueras capaz de ver lo que tenías delante de tus narices, algo
que ha demostrado ser cierto —dijo tía Charity.
Ben disimuló con toses su risa.
—Adiós a todos —les dijo Brandon.
—Nos veremos más tarde, señoras. Hasta luego, Brandon —se despidió Ben.
—Mmm —musitó él, fulminándolos a todos con la mirada.
Jennifer se dirigió hacia el comedor. Ben caminó de nuevo hacia la puerta de entrada
y las tías regresaron al ascensor.
Brandon mantuvo su expresión de furia hasta que estuvo seguro de que ninguno de
ellos podía verlo. Entonces tomó aire, sacó un taburete de debajo del mostrador, se
derrumbó sobre él y volvió a mirar la fotografía del periódico.
¿Andrea estaba enamorada de él? ¿Era posible? ¿Habría alguna posibilidad de que
fuera cierto? Cuatro personas que lo querían y en las que confiaba y respetaba, le habían
dicho que Andrea parecía estar enamorada de él.
Miró la fotografía y se quedó con la mirada perdida.
La semana que había pasado con Andrea había sido lo más parecido a la gloria que
había experimentado en su vida.
Andrea había llenado el vacío que había en su interior, sustituyéndolo por un
agradable calor.
Aunque también había conocido aquella semana lo que era el infierno.
Besar a Andrea todas las noches y tener que meterse después solo en su apartamento
estaba volviéndolo loco. Había pasado las noches dando vueltas en una cama que de pronto
le parecía demasiado grande, demasiado fría y vacía.
Quería hacer el amor con Andrea.
El deseo era tan intenso que amenazaba con consumirlo. No se parecía a nada de lo
que había experimentado hasta entonces.
Para dejar a Andrea cada noche, había tenido que hacer uso de hasta la última gota de
su fuerza de voluntad. No quería presionarla, temía que lo rechazara y se negara a volver a
verlo.
¿Estaría enamorado de Andrea? ¿Sus sentimientos serían los mismos que sus tías,
Jennifer y Ben suponían a Andrea?
No lo sabía. Oh, maldita fuera, le aterrorizaba el mero hecho de pensarlo. No quería
estar enamorado. No era un hombre hecho para el matrimonio, por supuesto que no.
Además, Andrea era una huésped de Hamilton House, iba a estar temporalmente en
Prescott. Al cabo de una semana, se iría, desaparecería de su vida para siempre. Andrea era
una mujer dedicada a su trabajo, en su vida tampoco había espacio para un hombre y una
familia.
Brandon suspiró y se frotó la cara. ¿Cómo podría averiguar cuáles eran sus verdade-
ros sentimientos hacia Andrea? ¿Y qué sentiría Andrea por él? Aunque estuviera
enamorada, estaba convencido de que poseía la fuerza y la voluntad suficiente para apartar
aquel sentimiento y retornar a su existencia en Phoenix. Y sabía que sería eso lo que haría.
¿O no?
¿Qué ocurriría si...?
Brandon se tensó. El corazón le latía violentamente.
¿Qué ocurriría si todos tenían razón y Andrea estuviera enamorada de él? ¿Y si ese
amor fuera más fuerte que su dedicación a su carrera? ¿Y qué pasaría si él estuviera
enamorado de Andrea, le confesara sus sentimientos, le pidiera que se quedara en Prescott
y se casara con él? Realmente, se estaba volviendo loco.
—Tranquilízate, Hamilton —musitó para sí—, tranquilízate.
En primer lugar, necesitaba algún indicio que demostrara que Andrea realmente lo
amaba.
En segundo lugar, tenía que saber cuáles eran sus verdaderos sentimientos.
Tenía que averiguar si estaba o no enamorado de Andrea Cunningham antes de
continuar pensando locuras.
Y aquella noche era la noche.
Era Nochebuena, noche de magia y milagros. Una noche especial para hacer preguntas
y obtener respuestas. Para conseguir las respuestas que tan desesperadamente necesitaba.
Sí, aquella era su noche.
Capítulo Siete
A las ocho en punto, una pareja de jubilados, que había sido muy amiga de los padres
de Brandon, entró en el hotel, tal como estaba previsto.
El caballero tocaría villancicos en el piano del vestíbulo y la dama se haría cargo de la
recepción mientras Brandon asistía a la cena de Nochebuena.
—Hemos visto esa encantadora fotografía del periódico, Brandon —le dijo la mujer
sonriente—. Recuerdo que tu padre y tú hacíais un muñeco de nieve en la plaza todos los
inviernos.
—Mmm —contestó Brandon, mirándola con intensidad—. ¿Y has notado algo especial
en esa fotografía?
—Parecías tener frío —comentó el hombre.
—Sí, realmente hacía frío. ¿Y algo más?
—Bueno... —comenzó a decir la mujer pensativa.
— ¿Sí? —la interrumpió Brandon, inclinándose ligeramente hacia ella.
—Yo diría que esa joven... ¿Andrea se llama? Sí, Andrea Cunningham. Yo diría... —le
falló la voz.
Brandon tuvo que morderse la lengua para no gritarle que le dijera de una vez lo que la
foto le había parecido.
— ¿Qué pasa con Andrea? —insistió, obligándose a sonreír educadamente.
—Creo que a Andrea Cunningham le gustas, Brandon. Hay algo en la forma que sonríe,
en cómo te mira... —asintió—. Sí, es muy posible que Andrea esté enamorada de ti.
—Oh, Dios mío —dijo Brandon, dejando caer la cabeza.
—No le hagas caso, Brandon —le dijo el hombre—. Todas las mujeres son una
románticas. No pueden evitarlo, se pasan la vida emparejando a gente. He visto esa foto.
Andrea parece estar empapada y muerta de frío —se interrumpió un instante—. Bueno,
aunque a pesar del frío y la humedad parece estar muy contenta, una auténtica locura.
—Por supuesto que parece feliz. Está enamorada de Brandon —dijo la mujer.
—Tengo que ir a comprobar cómo van los arreglos para la fiesta —dijo Brandon—.
Gracias por haber venido esta noche. Feliz Navidad, adiós.
Brandon salió corriendo. No quería escuchar una sola opinión más sobre el estado
emocional de Andrea y deseaba con toda su alma no haber sacado el tema de la fotografía.
La fiesta se iba a celebrar en un salón de conferencias localizado al final del vestíbulo
principal. Un enorme abeto navideño decoraba una de las esquinas de la habitación. Bajo él
descansaban los regalos de los empleados de Brandon. Se habían dispuesto mesas y sillas
por toda la estancia y se había servido un sabroso buffet a lo largo de una de las paredes.
A las nueve de la noche, llegaría la orquesta que iba a amenizar la fiesta.
Todo estaba bajo control.
Brandon subió a su apartamento a ducharse y cambiarse de ropa para el
acontecimiento. Cuando llegó a la quinta planta, caminó lentamente por el vestíbulo,
sintiéndose de pronto agotado.
Se detuvo frente a la puerta de la habitación de Andrea y la miró con los ojos
entrecerrados.
En ese momento, se dijo, habría vendido su alma por tener poderes sobrehumanos,
particularmente la capacidad de ver a través de las paredes y ser capaz de descifrar los
secretos que escondían la mente y el corazón de Andrea.
—Estoy completamente perdido —susurró para sí.
Si realmente tuviera esos poderes, pensó mientras entraba en su apartamento, lo que
debería hacer era emplearlos en averiguar qué estaba ocurriendo en su mente y en su
propio corazón.
Andrea tarareaba los villancicos de la radio mientras se maquillaba.
Se había dado un delicioso baño de burbujas y después se había lavado y secado el
pelo. Movió la cabeza, complacida con el resultado.
Faltaba sólo un toque de lápiz de labios... Y ya. Ya estaba lista. Lo único que le quedaba
por hacer era ponerse su vestido nuevo, los zapatos de tacón y esperar a que Brandon
llegara para acompañarla a la fiesta.
Se sentó en el borde de la cama y sonrió.
Se sentía maravillosamente. Joven, libre, feliz y... maravillosamente. Estaba a punto
de asistir a una fiesta con un hombre atractivo y estaba dispuesta a disfrutar de cada uno
de los minutos que la esperaban.
—Recuerda, Andrea —se dijo—. Nada de pensar. Hagas lo que hagas, no pienses.
No, durante la fiesta, no permitiría que saliera ni uno solo de los confusos y
complicados pensamiento que había decidido enterrar en el último rincón de su mente.
Andrea frunció el ceño.
¿Pero qué ocurriría después de la fiesta, cuando ella y Brandon volvieran a la quinta
planta y...?
—No, no —dijo en voz alta, sacudiendo la mano en el aire—. Borra eso, olvídalo.
No tenía idea de lo que haría cuando Brandon la acompañara hasta su puerta y no tenía
sentido pensar en ello todavía. Cuando el momento llegara, simplemente se limitaría a hacer
lo que considerara oportuno.
Brandon soltó una maldición, a la que añadió al instante una obscenidad para
tranquilizarse mientras se ataba el nudo de la corbata.
Hacía ya semanas que había tomado la decisión de vestirse de etiqueta para la fiesta.
Era una forma de decirles a los empleados que eran importantes para él.
Pero estaba tan nervioso pensando en las horas que iba a pasar con Andrea que los
dedos parecían habérsele transformado en gelatina y no era capaz de hacer un nudo a esa
maldita corbata.
—Una vez más —dijo, intentando calmarse.
Con movimientos rápidos, hizo por enésima vez el nudo y volvió a maldecir al ver el
resultado en el espejo.
—Magnífico —dijo secamente.
Había quedado bien, casi perfecto. El problema era que lo había hecho en dirección
horizontal, en vez de en vertical.
—Olvídalo —dijo mientras volvía a deshacerlo.
Podía, lo sabía, pedirle a cualquiera de sus tías que lo ayudara.
Pero no estaba de humor para oír un comentario más sobre la fotografía que había
aparecido en el periódico.
No, gracias. No pensaba acercarse a sus tías hasta que no estuvieran rodeados de
gente en la fiesta.
Así que le pediría a Andrea que le hiciera el nudo.
Brandon se encogió de hombros. Quizá fuera una suerte que la corbata se hubiera
negado a colaborar, después de todo. De esa forma, Andrea podría estar muy cerca de él, y
sin duda lo miraría a los ojos en algún momento del proceso. Eso le permitiría mirar
directamente aquellos oscuros y enormes ojos e intentar ver en ellos el mensaje que sólo él
era capaz de descifrar.
Porque a partir de ese momento, iba a estar completamente alerta, preparado para
percibir la menor señal que Andrea le enviara. Necesitaba tener alguna pista de cuáles eran
sus verdaderos sentimientos.
Tenía una misión en aquella fiesta.
No sólo estaba decidido a determinar al final de la noche qué era lo que Andrea sentía
por él, sino que también pretendía averiguar cuáles eran sus sentimientos hacia ella.
Caramba, no era extraño que estuviera tan nervioso.
Brandon tomó aire, lo soltó lentamente, irguió los hombros y salió de su apartamento.
Y a los pocos segundos estaba llamando a la puerta de la habitación de Andrea.
Andrea se sobresaltó al oír la llamada. Inmediatamente tomó aire.
Acababa de llegar el Príncipe Azul, pensó emocionada. Cenicienta estaba a punto de
acudir al baile. Estupendo. Estaba lista. Estaba tranquila, fría y serena. Simplemente,
quería disfrutar.
Cruzó la habitación y abrió la puerta.
—Hola, Brandon —lo saludó sonriente.
Oh, Dios santo, pensó al mirarlo. Estaba tan guapo vestido de smoking que se quedó
sin aliento. Era tan alto, y sus hombros tan anchos, y su pelo tan espeso y oscuro... Estaba
magnífico.
—Entra —le dijo.
Pero Brandon no podía entrar porque no era capaz de moverse. La conexión entre su
cerebro y sus pies había cortocircuitado por la explosión de calor y deseo que se había
producido en su interior al ver a aquella adorable mujer delante de él.
Andrea iba vestida con un vestido largo, de color rojo y unos tirantes casi invisibles
que dejaban al descubierto sus hombros y dibujaba, ¡y cómo!, su esbelta figura. Sus senos,
sus...
— ¿Brandon?
— ¿Qué? —preguntó Brandon, sacudiendo ligeramente la cabeza—. Ah, sí, que entre.
Sí, ya voy, ahora —entró en la habitación y Andrea cerró la puerta—. Vengo a hacer el
nudo... Quiero decir, ¿podrías hacerme el favor de hacerme el nudo de la corbata, que
parece haberse enfadado conmigo? —se interrumpió un instante—. Andrea, estás
absolutamente maravillosa.
—Gracias. Tú también. Tu amiga, la propietaria de la tienda en la que compramos el
chaquetón, me ayudó a elegir el vestido. Esta noche soy Cenicienta. Eso te convierte en el
Príncipe Azul. Y ahora veamos qué puedo hacer con esa corbata.
Andrea se acercó a Brandon y emprendió su tarea.
Olía a jabón y a flores, pensó Brandon. Le cosquilleaban las manos de ganas de
acariciarla, de posarse sobre sus hombros desnudos. Sus labios seguirían a sus manos, y
entonces...
«Déjalo ya, Hamilton», se regañó a sí mismo.
Tenía que prestar atención a todo lo que Andrea dijera e hiciera, y no olvidarse de
escudriñar atentamente su mirada en cuanto tuviera oportunidad.
Pensó en lo que la joven acababa de decir. Ella era Cenicienta y él, el Príncipe Azul.
¿Qué significaría aquella frase? Quizá esperaba Andrea que su relación llegara a
transformarse en un verdadero amor. ¿Serían esos los sueños de Andrea?
—Ya está —dijo Andrea, palmeando la corbata—. Ya tienes el nudo.
Brandon se quedó mirándola fijamente con los ojos entrecerrados.
— ¿Qué te ocurre? —preguntó Andrea, retrocediendo—. Me miras como si tuviera una
mancha en la nariz.
—Oh, lo siento —contestó. Nada, en los hermosos, enormes y oscuros ojos de Andrea
no era capaz de ver nada. No había ningún anuncio de neón diciéndole lo que con tanta
ansiedad necesitaba saber—. ¿Nos vamos?
—De acuerdo. Sólo tengo que buscar el bolso. Estaba deseando que llegara esta noche.
¿Por qué?, se preguntó Brandon. ¿Qué parte de la noche era la que Andrea había
estado esperando con la emoción que su voz reflejaba? ¿El baile? ¿Ver a Ben?
Pues esperaba, por el bien de Ben Rizzoli, que fuera a la fiesta con alguna mujer,
porque Andrea Cunningham aquella noche iba a ser sólo y exclusivamente para Brandon
Hamilton.
Caramba, pensó Brandon. A ese paso, en menos de una hora iba a estar babeando como
un idiota. Lo mejor que podía hacer era dejar de pensar durante un rato y limitarse a
disfrutar de la compañía de Andrea. Pero no podía hacer eso. Había demasiadas cosas en
juego. Aquella noche era demasiado importante.
Cuando salieron al pasillo, Brandon dirigió una mirada fugaz al apartamento de sus
tías, pidiéndole al cielo que no se les ocurriera aparecer en ese momento. Condujo a toda la
velocidad que la discreción permitía a Andrea al ascensor y apretó el botón con más fuerza
de la necesaria.
— ¿Estás nervioso por la fiesta de esta noche? —le preguntó Andrea, mientras las
puertas del ascensor se cerraban—. Pareces muy nervioso.
— ¿Yo? Bueno, yo... Bueno, sí, la fiesta. Quiero que todo salga bien. Los empleados de
Hamilton House se merecen todo lo mejor que pueda ofrecerles.
—Estoy segura de que será perfecta —contestó Andrea amablemente—. A todo lo que
haces le dedicas un gran esfuerzo y concentración —a sus besos, a sus caricias, a sus
sonrisas. Oh, debía de ser maravilloso hacer el amor con un hombre así—. Lo he visto con
mis propios ojos.
— ¿Lo has visto?
—Claro que sí —le dijo sonriendo—, estaba contigo cuando hiciste ese muñeco de
nieve en la plaza, ¿te acuerdas? Y dedicaste a nuestro muñeco todo tu esfuerzo y
concentración.
Como casi todos los empleados habían acudido con alguien a la fiesta, en el salón de
conferencias había cerca de un centenar de personas dispuestas a disfrutar de aquella
velada.
Había todo tipo de delicias para cenar y Brandon y Andrea se sentaron a disfrutar de
ellas en una mesa junto a las tías, Jennifer y Ben. Ni Ben ni Jennifer habían llevado pareja
a la fiesta.
— ¿Por qué no te has traído a nadie? —le preguntó Brandon a Ben al oído, para que
nadie pudiera escucharlos.
Ben se encogió de hombros.
—No tenía ganas de andar preguntándole a todo el mundo que si le apetecía venir
conmigo a la fiesta.
— ¿Y con quién vas a bailar? —le preguntó Brandon, frunciendo el ceño.
—No lo sé. Supongo que con las tías, con Jennifer, con Andrea...
—Mmm —Brandon lo fulminó con la mirada.
Ben soltó una carcajada y sacudió la cabeza.
—Estás perdido, Hamilton. ¿Por qué no lo admites? Eres un hombre con suerte, y lo
sabes.
—No tengo ganas de discutir. Venga, disfruta de tu cena.
Ben se echó a reír, y después dirigió a Andrea su atención.
—Señorita Cunningham —dijo con aire de solemnidad—, si me permite decírselo, esta
noche la encuentro adorable.
—Gracias, doctor Rizzoli —contestó ella sonriendo e inclinando ligeramente la cabeza.
—Y tú también, Jennifer —dijo Brandon—. Y tía Pru, y tía Charity.
—Gracias, cariño —contestó Pru.
— ¿Y qué pasa conmigo? —preguntó entonces Brandon—. ¿A mí no vas a dedicarme uno
de tus empalagosos halagos, Ben?
—Tú pareces un pingüino —contestó Ben. Todo el mundo se echó a reír, Brandon
incluido, y continuaron disfrutando entre bromas y risas de la cena.
Poco tiempo después, se retiraron los platos y apartaron la mesa del buffet para que
la gente pudiera bailar.
Brandon hizo un pequeño discurso, deseándole a todo el mundo unas felices vacaciones
y expresando su gratitud por lo duramente que todos habían trabajado para que Hamilton
House saliera adelante.
Mickey a pareció entonces con un enorme sombrero de Santa Claus y ayudó a Brandon
a sacar los regalos de debajo del árbol.
Justo cuando Brandon hizo una señal para que bajaran la intensidad de la luz y
comenzara el baile, la mujer que estaba atendiendo la recepción, se acercó a Brandon y le
tendió un papel.
—Muy bien —dijo Brandon después de leer el mensaje—. El bebé de la esposa de
Jerry ha nacido en Nochebuena. Pesa cerca de cuatro quilos y se llamará Nicolás.
Sonaron los aplausos de alegría por el nacimiento.
—Y ahora comenzará el baile —anunció—. Vuelvo a desearos feliz Navidad y mis
mejores deseos para el año que viene.
Un bebé nacido en Nochebuena, pensó Andrea con la mirada fija en Brandon. Un
milagro. Un precioso y diminuto bebé.
¿Qué se sentiría al tener una criatura así entre los brazos, un niño creado junto al
hombre al que se adoraba?
Si alguna vez había deseado tener un hijo en el pasado, debía de haber sido muy
fugazmente, puesto que ni siquiera lo recordaba.
Un hijo. ¿Por qué se le ocurría pensar en ese momento en ello? ¿Tendría algo que ver
con sus cada vez más intensos sentimientos hacia Hamilton?
Oh, por favor, se había prometido no pensar en nada esa noche. Y teniendo en cuenta
el rumbo que estaban tomando sus pensamientos, cuanto antes lo hiciera, mejor.
Brandon se acercó a la mesa y le tendió la mano a Andrea mientras la orquesta
comenzaba a tocar un vals.
— ¿Me concedes este baile, Andrea? —le pidió muy serio.
—Sí —susurró Andrea, tomando su mano.
Mientras observaba a Brandon y a Andrea dirigiéndose hacia la pista de baile,
Jennifer suspiró.
—Oh, es tan romántico —dijo—. Andrea y Brandon hacen una pareja maravillosa, ¿no
os parece? Él es tan guapo y ella tan bonita. Son la pareja ideal.
—Sí, pero las apariencias pueden no servir de nada si estos dos no se dan cuenta de lo
que les está ocurriendo —dijo Charity.
—Tienes razón, tía Charity —asintió Ben.
— ¿No os gustaría tener una bola de cristal para ver lo que nos traerá el futuro? —
preguntó Pru.
—No —contestó Ben, cortante.
— ¿Ben? —lo recriminó Jennifer, con el ceño fruncido.
Ben suspiró.
—Lo siento, tía Pru. No pretendía ser tan brusco. Vamos, Jennifer, salgamos a bailar.
En cuanto Jennifer y Ben abandonaron la mesa, Prudence y Charity intercambiaron
miradas.
—Algo le preocupa a nuestro Ben, Charity.
—Sí, tienes razón. No me gusta que Jennifer haya venido sola a la fiesta. Y Brandon y
Andrea son capaces de echar a perder su futuro. Nuestros jóvenes son muy complicados.
—Y que lo digas, Charity. Oh, tengo tanto miedo de que las mariposas comiencen a
bailar y ninguno las vea...
Capítulo Ocho
Mientras se deslizaban entre las mesas para llegar a la pista de baile, Andrea tenía la
sensación de que tardaban una eternidad.
Era intensamente consciente de la presencia de su acompañante mientras andaban.
Brandon era alto, fuerte, y la envolvía en un manto de sensualidad casi tangible.
El calor se incrementaba por segundos en su interior, haciendo palpitar su cuerpo con
una suave cadencia mientras esperaba el momento de hallarse en los brazos de Brandon.
Rápido, le demandaba su mente. Se movían con una lentitud tortuosa. Su piel vibraba.
Su corazón latía a una velocidad vertiginosa. Rápido.
La música del vals parecía estar llamándola.
Brandon caminaba con los puños apretados para no ceder a la tentación de tocar a
Andrea mientras caminaba tras ella.
Dios, pensó, la distancia de su mesa a la pista de baile parecía la de un campo de
fútbol. El calor abrasaba su cuerpo y podía sentir las gotas de sudor deslizándose por su
espalda.
Más rápido, le pedía a Andrea mentalmente, más rápido.
Pero por fin, por fin, llegaron.
Andrea se detuvo en la atiborrada pista y se volvió hacia Brandon. Permanecieron
frente a frente, a sólo unos centímetros de distancia, sin tocarse.
La sala, la gente... Todo se sumió en el olvido, conscientes solo del círculo de
sensualidad que los rodeaba. Estaban ellos solos, ellos y la música.
Brandon alzó la mano lentamente y Andrea se hundió en sus brazos, dejando que
escapara de sus labios un suspiro de placer.
Brandon cerró los ojos para sentir plenamente el cuerpo de Andrea acurrucado contra
el suyo.
El calor continuaba invadiéndolo, haciéndole sentirse vivo, poderoso. Andrea era tan
delicada, tan femenina. Sus estilizadas curvas se ajustaban a su cuerpo a la perfección.
Comenzaron a mecerse al ritmo de la música. La canción terminó, y comenzó otra.
Brandon y Andrea continuaron bailando.
—No puedo acordarme de la última vez que bailé —susurró Andrea—. Así que te
pediré disculpas por adelantado, por si te piso.
—No creo que llegues a pisarme —repuso Brandon—. Creo que bailar es una de las
cosas que jamás se olvida, igual que...
—Montar en bicicleta —dijeron al unísono.
Andrea inclinó la cabeza ligeramente hacia atrás y miró a Brandon sonriente.
—Gracias —susurró.
— ¿Por qué?
—Por esta noche, por esta noche tan especial. Estoy disfrutando de unos días
maravillosos —la sonrisa de Andrea desapareció de su rostro—. Estamos creando
constantemente recuerdos que tendré que atesorar en mi corazón.
Brandon asintió.
—Sí, es cierto. Y... Me gusta llenar tu corazón de recuerdos. Es hermoso, muy
hermoso.
—Mmm —Andrea apoyó la cabeza en el pecho de Brandon—. Me parece mentira que
sólo lleve en Prescott una semana. Han sucedido tantas cosas desde que crucé las puertas
de Hamilton House y me desmayé...
—Es cierto —dijo Brandon—. Han ocurrido muchas cosas.
¿Pero a qué se referiría exactamente Andrea?, se preguntó. ¿Querría decir que
durante esa semana se había enamorado de él?
¿Estaría Andrea analizando su vida y contemplando la posibilidad de quedarse a vivir
en Prescott, a su lado? ¿Estaría pensando en convertirse en su esposa?
No, Andrea jamás se permitiría fantasear de esa forma. Ella no tenía idea de lo que él
sentía. Ni siquiera se atrevería a imaginarse una relación más duradera con él sin saber si la
amaba.
¿Amar a Andrea para siempre? ¿Transformar a su lado una casa para convertirla en
un hogar? ¿Tener un hijo como fruto de su amor? ¿Era eso lo que de verdad quería?
¿Estaba enamorado de Andrea Cunningham?
Una niebla helada pareció descender alrededor de Brandon. Pestañeó, intentando
desesperadamente ver a Andrea a salvo en sus brazos, pero era incapaz de distinguirla a
través de la densa nube que lo rodeaba. De pronto Andrea se apartaba de sus brazos y
desaparecía entre la niebla.
Andrea se había ido.
Y Brandon estaba solo, completamente solo.
Empezaron a desfilar vividas y crueles imágenes frente a él. Se vio a sí mismo en la
recepción del hotel, buscando desesperadamente algo que no podía encontrar, algo que
necesitaba para estar completo.
La escena se repetía en su apartamento. Y allí estaba de nuevo el vacío, la soledad. El
dolor.
¡No!
— ¿Brandon?
Bastó un susurro de Andrea pronunciando su nombre, para disipar la niebla. Brandon
estaba de nuevo en la fiesta de Nochebuena. Podía oír las voces, ver y sentir a Andrea en
sus brazos.
Gotas de sudor cubrían su frente.
Bajó la mirada hacia la mujer que bailaba entre sus brazos. Ella lo miraba con una
mezcla de confusión y preocupación.
Y en ese momento lo supo.
En ese momento, en aquella noche mágica, Brandon supo que estaba profunda e
irrevocablemente enamorado de Andrea Cunningham.
— ¿Brandon? —repitió Andrea—. ¿Te ocurre algo? ¿Estás bien?
— ¿Que si estoy bien? —repitió. Diablos, no, no estaba bien. No quería participar en
aquel peligroso viaje sentimental. Tenía que hacer algo para detener lo que estaba
ocurriendo. Pero aquella era su fiesta—. Sí, Andrea, estoy estupendamente. No podría
estar mejor.
Giró con ella en brazos y Andrea rió encantada.
— ¿Hemos dejado de ser Cenicienta y el Príncipe Azul? —le preguntó, sonriente—.
¿Has decidido que pasemos a ser Ginger y Fred?
—No, señora —dijo Brandon, intentando esbozar una sonrisa—. Continuamos siendo el
Príncipe y la Cenicienta.
Andrea se tambaleó ligeramente y Brandon rió y la estrechó con fuerza entre sus
brazos.
—Cuidado, Cenicienta. Si te piso, voy a hacer añicos tus zapatitos de cristal.
— ¡Ni se te ocurra pisarme! —contestó ella, obligándose a fingir una alegría que en ese
momento no sentía.
Hecha añicos. Así era como se había sentido cuando Brandon había dicho que
continuaban siendo el Príncipe y la Cenicienta.
Cenicienta, que tuvo que interrumpir una noche mágica y volver a su triste y sombría
realidad.
Mensaje recibido, le dijo mentalmente a Brandon. Acababa de dejarle meridianamente
claro que lo que estaban compartiendo era algo temporal. Una semana más y todo habría
terminado.
Andrea tomó aire y lo dejó escapar lentamente.
Ya estaba bien, había conseguido poner sus sentimientos bajo control. Brandon no le
había dicho nada que ella no supiera. Pero todavía pretendía hacer lo que su cuerpo le
pidiera en el momento que Brandon la acompañara hasta su puerta.
Señor, pensó Brandon. Cuando Andrea había tomado aire, haciendo que sus senos se
estrecharan más íntimamente contra su pecho, había estado a punto de morir.
Había tenido que contener un gemido que luchaba por escapar de sus labios. Iba a
terminar calcinado por el deseo por culpa de aquella mujer.
Aquella mujer de la que se había enamorado, a pesar de su férrea determinación de no
hacerlo.
Qué cosa tan increíble, pensó. Qué acontecimiento. Era la primera vez en su vida que
se enamoraba verdaderamente de alguien.
Si el mundo fuera un lugar perfecto, en ese momento él estaría en una nube. Él sería
la clase de hombre que había pasado toda su vida buscando y por fin había encontrado a la
mujer de sus sueños, su futura esposa y la futura madre de sus hijos.
Si el mundo fuera perfecto, vivirían juntos. En un verdadero hogar. Y tendrían hijos. Y
Hamilton House. Y Andrea montaría su propia empresa de publicidad en Prescott.
Y amor.
El amor que los ayudaría a vencer los rigores del tiempo. Amor para vencer las
depresiones y para compartir la alegría. Se amarían para siempre, hasta que la muerte los
separara.
¿Y cuál era aquel disparate del que hablaban sus tías? Ah, sí, las mariposas. Sí, eso
era. Pronto podrían ver bailar a las mariposas, porque Andrea y él estaban enamorados
Sí, así serían las cosas si el mundo fuera perfecto.
Pero no lo era.
Andrea vivía dedicada a su profesión, excluyendo a todo y a todos. Aunque estuviera
enamorada de él, como parecía demostrar la fotografía que había aparecido en el periódico,
probablemente se alejaría de ese amor, lo ignoraría. Se marcharía a Phoenix y jamás
regresaría.
¿Y él? Él tampoco era un hombre preparado para el matrimonio. El día no tenía horas
suficientes para que pudiera atender a una esposa y a una familia. Ni tampoco tendría
tiempo para hacer un muñeco de nieve en la plaza con su hijo, ni para sentarse en el porche
en verano a ver brillar las estrellas. No tenía tiempo para disfrutar de un matrimonio como
el que sus padres habían compartido.
Lo sabía desde hacía años, y a esa certeza había ajustado su vida social. Siempre se
había movido rápido, nunca se había detenido a disfrutar del olor de las flores, porque así
era como había decidido estructurar su vida.
Brandon tropezó, pero recobró inmediatamente el equilibrio, abrazó a Andrea y
continuó bailando al ritmo de la música.
Dios santo, pensó, sintiendo sobre su frente un rosario de gotas de sudor. De pronto
lo veía todo claro. Veía con una nitidez pasmosa todo lo que había estado ocultándose.
Tía Charity se había entrometido en su vida porque lo veía comportarse como lo hacía
en Nueva York. Y, de alguna manera, estaba analizando su relación con Andrea desde la
misma perspectiva. Estaba considerando sus sentimientos con los ojos de un hombre que
había enterrado sus esperanzas y sus sueños en las presiones de una gran ciudad.
Pero ya no estaba en Nueva York.
Estaba en su casa.
Era libre para vivir, libre para soñar y libre para amar a la mujer que había cautivado
su corazón.
Andrea.
—Andrea —dijo, sin darse cuenta de que estaba hablando en voz alta.
Andrea alzó la cabeza lentamente para mirarlo a los ojos.
— ¿Sí? —susurró.
Libre, repitió la mente de Brandon mientras clavaba la mirada en los oscuros ojos de
Andrea. Libre para amar. Y lo haría. Sí, oh, Dios, amaba a aquella mujer. Y no era algo
terrible. Era maravilloso, casi le producía una plácida sensación de alivio.
Lo quería todo. Una esposa, una casa, hijos... Sí, quería niños llenando la casa de risas.
Y quería ver, junto a Andrea, bailar a las mariposas.
— ¿Brandon? —dijo Andrea, mirándolo con expresión interrogante.
— ¿Qué? ¿Estás bien?
—Claro que sí —contestó, sonriendo—. No puedo recordar haber disfrutado nunca
tanto —se interrumpió durante unos segundos—. ¿Sabes? Cuando llegué a Prescott y
comencé a darme cuenta de que todo el mundo estaba al tanto de la vida de los demás,
pensé que era... Bueno, que era muy agobiante esa continua invasión a la privacidad.
— ¿Y ahora? —le preguntó Brandon, sin apenas respiración.
—Ya no pienso así. Aquí la gente es como una familia grande y acogedora. Creo que al
principio no me gustaba porque jamás había conocido nada ni remotamente parecido a una
familia. Tienes mucha suerte al vivir aquí, Brandon. Prescott es un lugar muy especial. Y me
encanta.
«Entonces quédate», gritaba la mente de Brandon. «Cásate conmigo y quédate a mi
lado hasta que la muerte nos separe. Ah, Andrea, te quiero tanto».
Basta, se ordenó a sí mismo Hamilton. Tenía que tranquilizarse. Había encontrado
respuesta para muchas de las preguntas que lo inquietaban, pero todavía tenía un buen lío
que resolver.
¿Lo amaba Andrea? ¿Estaría dispuesta a renunciar a su profesión para quedarse en
Phoenix? ¿Sería siquiera capaz de imaginar un futuro a su lado?
Quizá no, entre otras cosas porque no tenía la menor idea de lo que sentía por ella.
Brandon quería decírselo en ese momento, repetirle que la amaba hasta quedarse sin
respiración.
Deseaba gritar, pedirle a todo el mundo que le prestara atención para confesar
después su amor por Andrea.
Pero no, no pensaba hacer una cosa así. Se estaba moviendo por un terreno muy
resbaladizo y tenía que tener mucho cuidado si no quería que Andrea se asustara.
Cuando más tarde estuvieran solos, la miraría a los ojos y le diría que la amaba.
Después le pediría que se casara con él, que fuera su compañera para toda la vida.
Todo el mundo, excepto él, estaba convencido de que Andrea lo amaba después de
haber visto la fotografía del periódico. Pero él todavía tenía que asegurarse.
Mientras tanto, intentaría mostrarle a Andrea la profundidad de sus sentimientos
hacia ella. De momento ya le había dejado claro que eran como Cenicienta y el Príncipe Azul,
que habían encontrado juntos la felicidad.
¿Habría comprendido Andrea el mensaje sobre Cenicienta y el Príncipe? se preguntó
Brandon. Bueno, claro que sí. Era una mujer aguda, inteligente. Seguramente sabía que
Cenicienta y el Príncipe habían superado todos los obstáculos que se habían encontrado en
el camino y se habían comprometido para siempre. Andrea probablemente no se
sorprendería cuando le declarara su amor y le propusiera matrimonio esa misma noche.
—Bueno, estupendo —dijo Brandon—. Me alegro de que te guste Prescott, porque para
mí es un lugar prácticamente perfecto. De hecho, creo que la vida aquí es todo lo perfecta
que puede llegar a ser.
— ¿Sí?
—Sí —asintió—. ¿Y sabes por qué?
—No.
—Porque, mi dulce Andrea —dijo Brandon sonriente—, esta noche viene Santa Claus.
Andrea soltó una carcajada, Brandon la estrechó con fuerza y continuaron bailando.
Durante la hora siguiente, Ben le pidió un baile a Andrea. La joven también bailó con el
jefe de cocina y con Mickey, mientras Brandon lo hacía con sus tías y con Jennifer.
A las once en punto, Prudence y Charity se despidieron de todo el mundo. La tía Pru
invitó a Andrea y a Brandon a desayunar con ellas en su apartamento al día siguiente.
Diez minutos después, Jennifer se dirigió hacia su casa y Ben la imitó al cuarto de
hora. Poco a poco, fueron yéndose muchos de los invitados.
Andrea y Brandon permanecieron sentados en la mesa.
—Bueno —comentó Brandon—, me alegro de cómo han ido las cosas. Creo que todo el
mundo lo ha pasado muy bien.
—Estoy segura —dijo Andrea—. Ha sido una fiesta maravillosa. ¿Tienes que quedarte
a cerrar la sala?
—No, Harry, el encargado de mantenimiento se ha ofrecido a hacerlo.
Faltaban quince minutos para la media noche, pensó Andrea. Ella todavía era
Cenicienta. Y eso era lo que deseaba seguir siendo cuando subiera con Brandon a la quinta
planta.
—Me gustaría irme ahora, Brandon, si no te importa —le dijo—. Los zapatos de cristal
me están empezando a hacer daño.
— ¿Que te hacen daño? —Brandon se echó a reír—. Así que para eso te ha servido
toda una noche de baile.
—Es un precio muy pequeño —se levantó—. He disfrutado hasta el último minuto.
Brandon la imitó y se despidió de Harry con un gesto.
—La orquesta tocará un par de canciones más —le comentó a Andrea mientras
abandonaban el salón—, y después ya habrá terminado todo. Caramba, la fiesta ha sido todo
un éxito —se interrumpió un momento—. Eh, si estamos ya casi en Navidad.
Pero todavía era Nochebuena, pensó Andrea, y ella continuaba siendo Cenicienta.
Mientras subían en ascensor, Andrea sentía una agradable sensación de paz
invadiendo su corazón y su mente.
Aquella era su noche, una noche robada al tiempo, y sabía, con una certeza absoluta,
que quería hacer el amor con Brandon Hamilton.
Nada podía interrumpir aquel momento, pensó. Brandon había dejado muy claros todos
sus sentimientos. Y allí estaba ella ahora, dispuesta a disfrutar del instante y a compartir
con Brandon otra experiencia que pronto pasaría a convertirse en recuerdo.
Se iría de Prescott y no vería nunca más a Brandon, pero aquella Nochebuena era para
ellos.
Salieron del ascensor y comenzaron a caminar por el pasillo.
«Te amo Andrea», repetía la mente de Brandon constantemente, «quiero que seas mi
esposa, mi compañera de vida, la madre de mis hijos. Quédate a mi lado, dulce Andrea, para
siempre. Démosle un final feliz a nuestra historia, como Cenicienta y el Príncipe.
Díselo, Hamilton. Dile a Andrea que estás enamorado de ella y que quieres hacer el
amor con ella. Maldita sea, díselo».
Brandon disminuyó el ritmo de sus pasos cuando se acercaron a la puerta de Andrea y
tragó saliva, mientras se preparaba para hacer el discurso más importante de toda su vida.
Y pestañeó confuso cuando Andrea pasó de largo su habitación y continuó avanzando
por el pasillo. Brandon tuvo que correr para alcanzarla. Al final, Andrea se detuvo frente a
la puerta del apartamento de Brandon y se volvió.
Estaba tan nerviosa que le temblaban las rodillas. No había hecho nunca nada
parecido. Pero sabía que había tomado la decisión correcta. No habría arrepentimientos el
día de Navidad.
—Brandon —le dijo, mirándolo abiertamente a los ojos—. Soy Cenicienta y tú eres el
Príncipe, y sé perfectamente lo que eso quiere decir.
— ¿De verdad? —preguntó Brandon. El corazón le latía de forma salvaje. Andrea
había comprendido lo que había querido decir cuando le había dicho que continuaban siendo
Cenicienta y el Príncipe. Andrea Cunningham estaba verdaderamente enamorada de él—.
Andrea, yo...
—Chsss —lo silenció posando un dedo en sus labios—. No habrá malentendidos entre
nosotros, así no nos haremos daño —tomó aire—. Brandon, quiero hacer el amor contigo. De
verdad.
El deseo explotó en el interior de Brandon con tal fuerza que éste tuvo que cerrar los
ojos durante unos segundos para recuperar el control sobre su cuerpo.
—Y yo te deseo —susurró Brandon con voz ronca. Consiguió sacar la llave del bolsillo
de su pantalón, la insertó en la cerradura al segundo intento y empujó la puerta. La tenue
luz dorada de una lámpara iluminaba la habitación.
Andrea entró y recorrió con la mirada la sala, decorada con una elegante mezcla de
antigüedades y muebles de moderno diseño.
Brandon cerró la puerta, se metió de nuevo la llave en el bolsillo y se colocó frente a
Andrea. Andrea retrocedió, posándose contra la puerta. Brandon posó la mano en la puerta,
la miró a los ojos.
— ¿Estás segura? —«¿de verdad me amas?», le preguntó mentalmente.
—Totalmente —susurró. «Quiero hacer el amor contigo».
Brandon se inclino hacia delante, hasta que su rostro quedó a sólo unos milímetros del
de Andrea. Rozó sus labios. Andrea se estremeció.
Brandon dibujó sus labios con la punta de la lengua. Andrea retorció con los dedos el
satén de su vestido.
Brandon trazó un camino de tentadores besos por su garganta. Andrea escuchaba el
eco de su propio corazón en los oídos.
—Brandon —le susurró.
—Dime —dijo con voz ronca, pidiéndole en silencio que confiara en ella.
—Te deseo.
—Yo... —comenzó a decir Brandon, pero se interrumpió bruscamente.
No, pensó Brandon, esperaría antes de decir las palabras mágicas, antes de declararle
su amor. No podía adquirirse un compromiso para toda la vida en el calor de un momento
como aquel, en el que el deseo los estaba consumiendo.
La besó, entreabrió sus labios con la lengua y la deslizó en el húmedo terciopelo de su
boca hasta buscar su lengua y acariciarla a un ritmo sinuoso.
Andrea lo abrazó mientras se separaba de la puerta para moldearse contra él.
Brandon la estrechó con fuerza y buscó con las manos sus caderas, para que se uniera
todavía más a él.
Brandon alzó la cabeza para tomar aire, inclinó nuevamente la cabeza y capturó sus
labios. Andrea se aferró a sus hombros, temiendo que las piernas dejaran de sostenerla.
Estaban ardiendo. Las llamas del deseo los lamían, aumentando la pasión hasta un
punto que ninguno de ellos había experimentado jamás.
Brandon interrumpió el beso para tomar aire.
—Andrea.
—Sí —contestó ella estremecida de deseo—. Oh, sí.
Brandon la levantó en brazos y la llevó desde el cuarto de estar hasta el dormitorio.
Allí se sentó con ella en brazos en la enorme cama que ocupaba la habitación.
Le enmarcó el rostro con las manos y la besó delicadamente, con tanta reverencia que
a Andrea se le llenaron los ojos de lágrimas.
Mientras la miraba con tanta intensidad que Andrea temía que en cualquier momento
fuera a detenerse su corazón, Brandon comenzó a deslizarle los tirantes del vestido.
Andrea permitió que el satén descendiera, revelando plenamente la pálida piel de su escote.
—Exquisita —susurró Brandon con voz extraña.
Él comenzó a quitarse la chaqueta con dedos visiblemente temblorosos. Andrea
comenzó también a liberarse de sus ropas. Brandon iba quitándose pieza a pieza, dejando
que cayeran al suelo de cualquier manera.
De pronto se detuvieron, permanecieron a unos centímetros de distancia el uno del
otro, desnudos, mirándose y disfrutando de lo que veían.
—Eres el hombre más atractivo que he visto en toda mi vida —dijo Andrea, buscando
la ardiente mirada de Brandon.
—Y tú una mujer muy hermosa.
Brandon se acercó a la cama, apartó las sábanas y se volvió hacia Andrea. Con enorme
ternura, la dejó en medio de la cama y se tumbó a su lado.
El viaje de descubrimiento había comenzado. Se besaron, se acariciaron, con
reverencia, con asombro. Estaban solos en un mundo mágico que estaban creando con los
latidos de sus acelerados corazones. Aquello era el éxtasis.
Brandon saboreó la dulce carne de los senos de Andrea con los labios, acariciando
sensualmente sus pezones. Andrea hundía los dedos en su pelo, presionando su cabeza con
firmeza contra ella, regocijándose en las sensaciones que experimentaba.
Brandon buscó entonces el otro pezón mientras posaba una mano en su vientre y
descendía hasta alcanzar su húmedo sexo.
—Oh, Brandon —susurró Andrea, casi sollozando—. Por favor. Te deseo tanto.
Brandon se colocó sobre ella y se hundió en su interior.
—Oh, Dios mío —exclamó Andrea entre gemidos de placer—. Oh, Brandon.
Brandon comenzó a moverse. Lentamente al principio, pero incrementando poco a poco
la velocidad. Andrea elevó las caderas y se adaptó a su ritmo con una sincronización total.
El calor era cada vez más intenso, los alzaba a nuevas alturas y ambos volaron juntos
hasta alcanzar el éxtasis.
— ¡ Brandon!
— ¡Sí, Andrea, sí!
Al cabo de unos segundos, descendieron al lugar en el que todo había empezado.
Brandon se tumbó al lado de Andrea y hundió los dedos en su pelo.
—Perfecto —dijo quedamente.
—Sí. Perfecto —le confirmó Andrea.
«Te amo, Andrea», susurró Brandon mentalmente. Quería decírselo, sellar lo que
acababan de compartir con una declaración de amor.
Pero no. Esperaría. Decírselo en ese momento sería como estar siguiendo el guión de
una película. Lo había visto miles de veces en televisión: un hombre y una mujer hacían el
amor y cuando terminaban él le declaraba su amor. No, lo que había compartido con Andrea
era algo especial, no podía evitar que se confundiera con algo mucho más cotidiano.
Esperaría.
—Mmm —susurró Andrea—, me estoy durmiendo.
—Entonces duerme, Cenicienta —Brandon la besó en la frente.
Cenicienta, pensó Andrea somnolienta. Sí, eso era, y haría mejor en no olvidarlo.
Brandon miró el reloj.
— ¿Andrea?
— ¿Hmm?
—Feliz Navidad.
Capítulo Nueve
El teléfono de la mesilla de noche sonó a primera hora de la mañana, despertando
bruscamente a Brandon.
— ¿Diga? —preguntó en voz baja, mirando rápidamente a Andrea, que dormía
plácidamente a su lado.
—Soy Ryan, te llamo desde recepción. Siento molestarte a estas horas, pero tengo un
problema. Una pareja que debería haber llegado esta tarde acaba de entrar en el hotel.
Han estado toda la noche conduciendo para poder dar una sorpresa a su familia, pero no
tenemos ninguna habitación vacía.
—De acuerdo, ahora mismo bajo y veremos lo que podemos hacer.
—Gracias —contestó Ryan—. Ah, y feliz Navidad.
—Mmm —respondió Brandon, frunciendo el ceño mientras colgaba el teléfono.
Maldita fuera, pensó. Definitivamente, no era esa la forma en la que pretendía
comenzar el día. Su plan era llevarle a Andrea una taza de café a la cama, despertarla con
un beso y esperar después a que la cafeína hubiera cumplido su objetivo.
Y en cuanto hubiera visto en el rostro de Andrea su sonrisa habitual, la habría mirado
a los ojos, le habría declarado su amor y le habría pedido que se casara con él.
Lo único que iba faltar en su propuesta de matrimonio era una sortija, pero la
conseguiría en cuanto tuviera oportunidad. Después irían a desayunar con sus tías y les
anunciarían su intención de casarse cuanto antes.
Un proyecto demasiado ambicioso y que de momento tenía que descartar. Pero de lo
que sí estaba seguro era de que esa misma mañana le propondría matrimonio a Andrea
Cunningham.
Brandon comenzó a caminar hacia el baño y de pronto se detuvo, retrocedió sobre sus
pasos y se quedó mirando a Andrea fijamente,
Increíble. La noche que habían pasado juntos había sido... increíble. Por primera vez
en su vida, había hecho el amor con una mujer a la que amaba y que lo amaba. Su Cenicienta.
Lo que había compartido con Andrea había sido especial, exquisito, maravilloso... No se
parecía a nada de lo que había experimentado anteriormente.
Ambos se habían despertado en medio de la noche, como si una mano invisible los
hubiera tocado, y se habían abrazado para comenzar a hacer el amor de forma dulce, lenta,
embriagadora... sensacional.
Dios, cómo amaba a aquella mujer.
Brandon giró sobre sus talones, se duchó y afeitó todo lo rápido que pudo, se vistió y
tras mirar por última vez a Andrea, abandonó la habitación.
Con un poco de suerte, resolvería el problema en un santiamén y volvería al
apartamento antes de que Andrea se hubiera dado cuenta de que se había ido.
Y entonces podría retomar el plan original.
Pero aquel día la suerte no estuvo de su lado.
Entre otras cosas, porque la pareja que lo esperaba en recepción era bastante difícil
de tratar.
No querían dejar su equipaje en algún lugar seguro del hotel y dirigirse a casa de su
familia. Antes de salir querían ducharse y cambiarse de ropa.
Y aunque eran conscientes de que habían llegado antes de lo previsto, argüían que en
cualquier hotel tenían capacidad para flexibilizar un poco los horarios. ¿O no era acaso
Hamilton House un hotel de primera?
Brandon, aparentando los dientes para no estallar, se preguntaba si sería posible
encontrar la solución a aquel dilema estrangulando a aquella desagradable pareja.
Andrea se estiró en la cama, bostezó, abrió los ojos y volvió la cabeza. Al no ver a
Brandon a su lado, frunció el ceño. Se sentó y se cubrió con las sábanas hasta la barbilla.
— ¿Brandon?
Pronto comprendió que no estaba en el apartamento. ¿Adonde diablos podía haber
ido? Él era el propietario de Hamilton House. Posiblemente estaría atendiendo cualquier
emergencia que hubiera podido surgir.
Satisfecha con su deducción, se dejó caer sobre la almohada y se estiró
perezosamente.
Sentía en su cuerpo las huellas de la noche. Oh, había sido una noche gloriosa. Brandon
había resultado ser un amante magnífico.
¿Y qué era lo que él había dicho? Ah, sí, había declarado que su unión había sido
perfecta.
Andrea suspiró satisfecha, pero su euforia comenzó a decaer en cuanto se despertó
la irritante voz de su conciencia.
La Nochebuena había terminado. El reloj había dado las doce y Cenicienta tenía que
volver a su solitaria realidad.
Pero no se arrepentía de lo que había ocurrido aquella noche. Todo lo contrario.
Guardaría con celo aquel recuerdo, lo conservaría como al más preciado tesoro.
Andrea volvió la cabeza hacia el lado de la cama en el que Brandon había dormido.
Lo echaba de menos, pensó. De pronto, quería que se materializara a su lado, para
poder besarlo, para poder acariciarlo, sentir sus fuertes brazos estrechándola contra su
magnífico cuerpo desnudo.
Deseaba hacer el amor con Brandon en ese momento, remontarse con él hasta la
cumbre del éxtasis.
Sí, lo echaba de menos.
Andrea suspiró y miró hacia el techo con el ceño fruncido.
Aquello no estaba nada bien, pensó. Si ya echaba de menos a Brandon, sabiendo que
estaba en algún lugar del hotel, ocupándose de algún asunto importante, ¿qué le ocurriría
cuando abandonara Prescott la semana siguiente y regresara a Phoenix?
¿Se pasaría las noches dando vueltas en la cama, llorando y suspirando por él?
¿Sería incapaz de dejar de pensar en Brandon?
¿Descolgaría el teléfono cada vez que sonara esperando oír su voz?
No, todo eso era una tontería. Aquellas eran las cosas que hacía una mujer enamorada.
Y ella no estaba enamorada de Brandon Hamilton.
¿O sí?
Andrea se sentó de un salto en la cama y se rodeó las rodillas con los brazos.
Se estaba comportando como un avestruz, admitió para sí. Se estaba negando a
descubrir la verdad, cualquiera que esta fuera, o la profundidad de sus sentimientos hacia
Brandon.
Un frío repentino descendió sobre Andrea, que se sintió de pronto como si estuviera
rodeada por una nube que había oscurecido el luminoso humor con el que se había
despertado aquella mañana.
Estaba experimentando una extraña sensación de haber vivido aquello anteriormente.
Era como si hubiera recorrido aquel camino en alguna otra ocasión y se negara a escuchar la
voz de su conciencia.
—Eso es ridículo —dijo, alzando la cabeza—. Imposible.
Brandon le gustaba más que ningún otro hombre con el que hubiera salido. De eso sí
estaba segura. Su relación con Brandon no era ni remotamente parecida a nada de lo que
había sentido o hecho antes.
Pero entonces, ¿por qué no era capaz de desprenderse de aquel incómodo sentimiento
de soledad?
—Esto es una locura —se dijo disgustada—. Olvídalo, Andrea. Jamás deberías ponerte
a pensar antes de haber tomado el primer café de la mañana. Andrea miró el despertador.
Se estaba haciendo tarde. Y habían quedado en ir a desayunar a casa de las tías. Por mucho
que le apeteciera esperar a Brandon en la cama, no tenía tiempo para hacerlo. Tenía que ir a
su habitación a ducharse y cambiarse de ropa.
De pronto, Andrea soltó una carcajada. Estaba a punto de salir al pasillo con el
vestido de la noche anterior; esperaba que nadie la viera antes de que hubiera llegado a su
puerta. No había hecho nada igual en toda su vida. Pero aquello se estaba convirtiendo ya en
algo habitual durante su estancia en Prescott.
Brandon subía lentamente los tramos de escaleras que lo separaban de la quinta planta
del hotel.
Una rápida mirada al reloj le indicó que probablemente Andrea ya no estuviera en su
apartamento, quizá hasta estuviera ya tomando un café con sus tías.
Así que tendría que seguir retrasando su declaración de amor.
Se palmeó las mejillas con dureza, para asegurarse de que la falsa sonrisa que había
mantenido en su rostro para tratar con aquellos viajeros tan ricos como insoportables había
desaparecido.
Caramba, pensó, aquella gente era increíblemente desagradable. Habían terminado
cancelando la reserva en Hamilton House y habían reclamado, de un humor pésimo, que les
dejaran el teléfono para intentar reservar habitación en algún otro hotel de la ciudad.
—Pero entonces la tormenta ha vuelto a empezar —dijo Brandon en voz alta, mientras
continuaba subiendo.
No había ni una sola habitación vacía en Prescott. De modo que la pareja se había visto
obligada a pedirles que les reactivaran la reserva en Hamilton House.
Brandon había suavizado su malhumor haciendo que les llevaran de la cocina del hotel
una docena de pasteles de canela, para que endulzaran con ellos su visita sorpresa a la
familia.
Pero ya era hora de que dejara de pensar en ellos, se regañó. Había llegado el
momento de concentrar toda su energía en Andrea, en las tías, en el desayuno y en el
intercambio de regalos.
Pero en cuanto pudiera marcharse de allí sin herir los sentimientos de sus tías, se
quedaría a solas con ella y le pediría que se casara con él.
Oh, aquél iba a ser el día de Navidad más fantástico de toda su vida. Un día que jamás
olvidaría.
El día más adecuado para poder decir: «hoy es el primer día del resto de tu vida». De
una vida gloriosa. Una vida rebosante de amor y felicidad. Con Andrea.
Andrea Cunningham Hamilton. La señora de Brandon Hamilton. Brandon y Andrea
Hamilton.
¡Sí!
Brandon aceleró sus pasos cuando llegó a la quinta planta. Y cuando la tía Pru le abrió
la puerta del apartamento, la sonrisa con la que la saludó era completamente sincera.
—Feliz Navidad, cariño —le deseó tía Pru con un beso—. Venga, entra. Andrea ya está
aquí y el desayuno nos está esperando.
Brandon cruzó la habitación para besar a tía Charity.
—Feliz Navidad, grandullón —le dijo Charity.
Brandon se volvió entonces hacia Andrea.
—Buenos días —le dijo sonriente—. Y feliz Navidad.
—Sí, buenos días —contestó ella con una sonrisa igualmente radiante—. Y muy feliz
Navidad.
—Te has vestido de forma muy adecuada para esta fecha.
Andrea bajó la mirada hacia el jersey verde brillante y los pantalones blancos que
llevaba.
—Si me pusieran unas cuantas bombillas encima, podría pasar por un árbol de Navidad.
Brandon visualizó al instante la imagen de un árbol de Navidad, con sus rígidas ramas,
seguida por la visión de una Andrea desnuda en sus brazos, suave y femenina, moldeándose
perfectamente contra él.
—No —dijo, y se aclaró la garganta—. Me temo que no eres un árbol.
—El desayuno está servido —anunció tía Pru.
A los pocos minutos, los cuatro estaban disfrutando de unos sabrosos huevos
revueltos, crujientes lonchas de beicon y fruta fresca.
—Lo hemos hecho nosotras —dijo Charity—. Así que disfrutad de él porque no creo
que esto vuelva a repetirse a menudo. Estoy acostumbrándome a comer en el restaurante
del hotel y ésta va a ser la última vez que trabajo como una esclava en la cocina.
—Estupendo —Brandon alzó su taza mostrando su acuerdo.
—Antes de que llegaras estábamos teniendo una deliciosa conversación con Andrea,
Brandon —dijo Pru—, sobre la posibilidad de abrir algunas tiendas especializadas en el
vestíbulo. Coméntaselo tú, Andrea.
—Sólo estábamos charlando —repuso Andrea, encogiéndose ligeramente de hombros
—. El vestíbulo es enorme. Hay espacio para tres o cuatro tiendas pequeñas.
—Continúa —dijo Brandon, asintiendo con la cabeza—. Soy todo oídos.
—Las tiendas podrían ser abiertas, para no limitar la visión del vestíbulo. Podrías
separar cada una de ellas mediante columnas, dándole al conjunto el aspecto de una especie
de ciudad victoriana.
—Ya me lo estoy imaginando —dijo Brandon—. ¿Y en qué tipo de tiendas estás
pensando?
Andrea se echó a reír.
—Le tendré que cobrar por mis consejos, señor Hamilton. Bueno, tienen que ser
tiendas en las que la gente entre casi por impulso. En primer lugar, estaría bien una
floristería, en la que un huésped pueda comprar flores para su esposa, o un viajante
mandárselas a su casa... Seguro que tendría éxito.
—Me parece una excelente idea —dijo Brandon, tras darle un bocado a una tostada—.
¿Y qué más?
—Quizá una tienda de dulces —dio un sorbo a su café—. Los estudios de ventas
demuestran que los hombres gastan más impulsivamente que las mujeres cuando están lejos
de sus casas. También te sugeriría que abrieras una tienda de ropa exclusiva. Jerséis,
lencería, cualquier cosa...
—Muy interesante.
—La publicidad es también crucial —continuó Andrea, inclinándose ligeramente hacia
él—. Las tiendas serán pequeñas, sucursales de firmas que ya estén bien establecidas en
otras partes. No sé, podrías tener una sucursal de Bertha Burp Chocolates, por ejemplo.
— ¿Bertha Burp Chocolates? —dijo Brandon estallando en carcajadas.
—Sólo era una idea lanzada al aire. Pero si te gusta, puedes quedártela.
—Claro que me gusta. Tendré que pensar en todo lo que me has dicho y hablar con mi
contable —se interrumpió un momento y la miró pensativo—. Andrea, eres muy buena en tu
trabajo, ¿verdad?
—Sí —contestó, alzando la barbilla—. Si no fuera extremadamente buena en mi
profesión, no trabajaría en Challenge Publicidad.
—Pero también es un trabajo que te agota, Andrea —intervino tía Pru—. Hasta me
entristece acordarme del estado en el que llegaste.
—El de la publicidad es un mundo muy estresante y exigente —comentó Andrea.
—No tendría por qué serlo si trabajaras en una empresa más pequeña —por ejemplo,
en una ciudad como Prescott, pensó para sí—. Pásame la mermelada, por favor.
—Challenge está creciendo constantemente —explicó Andrea—. Así que si
continuamos manteniendo nuestro nivel, dudo mucho que vaya a trabajar nunca en una
empresa de menores dimensiones.
—Mmm —Brandon sonrió complacido—. La mermelada está deliciosa.
—Es más importante la vida que el trabajo —comentó tía Charity.
«Que Dios te bendiga, tía Charity», pensó Brandon.
—Sí, bueno... —contestó Andrea.
Pero el trabajo era lo único que tenía en Phoenix, pensó. No había nada ni nadie que
ocupara su mente o su tiempo. Ni su corazón. Oh, por el amor de Dios, ¿a qué se debía aquel
lamentable ejercicio de autocompasión? La vida que llevaba en Phoenix siempre le había
parecido suficientemente completa. No necesitaba nada más.
¿O sí?
«Andrea, detente ahora mismo», se ordenó. Sus pensamientos estaban tomando un
rumbo ridículo.
La conversación se centró en la fiesta de la noche anterior. Andrea intervino con
algún que otro comentario, sonrió en los momentos indicados y se mostró de acuerdo en que
la fiesta había sido un gran éxito.
Pero una parte de ella estaba ocupada en apartar la extraña y oscura nube que volvía a
cernirse sobre ella.
—Dejemos todo esto en la mesa —dijo tía Charity cuando terminaron de desayunar, y
se levantaron los cuatro—. Ya lo recogeremos más tarde Pru y yo. Ahora lo que quiero hacer
es abrir los regalos.
—Hace lo mismo todos los años, Andrea —explicó Brandon, riendo—. Normalmente
hasta me obliga a masticar más rápido para poder ver cuanto antes sus regalos. Esta vez se
ha portado mejor porque estabas tú de invitada.
—Bueno, ¿y para que están los regalos de Navidad, si no es para que se abran?
Pasaron todos juntos a la sala de estar. Andrea y Brandon se sentaron en el sofá y las
tías en sus respectivos sillones favoritos.
—Brandon, he dejado debajo del árbol los regalos para Ben, Jennifer y Joey.
—Se pasarán por aquí a saludar en algún momento del día. Has sido muy amable al
acordarte de ellos —dijo Brandon.
—Ben, Taylor, Jennifer y Joey son parte de nuestra pequeña familia —comentó tía
Pru—, que para suerte de todos está creciendo cada vez más.
¿Qué habría querido decir con eso?, se preguntó Andrea. ¿Que ella formaba parte ya
de la familia? Qué idea tan adorable.
Una familia.
Andrea no había tenido una verdadera familia desde que sus padres habían muerto
cuando ella tenía solamente cuatro años. Y ya ni siquiera era capaz de recordar el rostro de
sus padres.
Una familia. Durante una semana más. Sí, sólo podría seguir alimentando aquella cálida
sensación durante una semana más.
Y después, ¡plaf! Todo desaparecería de golpe. Abandonaría aquel lugar tan especial
para volver al lugar al que pertenecía.
Pero le gustaba la idea de poder contar con una familia mientras estuviera allí.
Andrea dirigió una mirada fugaz a Brandon.
Y, sí, pensó, también saborearía el recuerdo de lo que había compartido con Brandon
durante su estancia en Prescott.
—Supongo que habrás vuelto a vaciar varias jugueterías para Joey —dijo Brandon,
sacando a Andrea de sus pensamientos.
—Por supuesto que sí —le contestó Charity muy digna—. Las navidades son para los
niños, ¿no?
Brandon soltó una carcajada.
—Y para las tías a las que les gustan los regalos tanto como a los niños.
— ¡Vigila esa boca, tontorrón! —lo regañó Charity—. Soy ya una anciana, y eso me
permite ser todo lo excéntrica que me parezca —se frotó las manos—. Brandon, a partir de
ahora, serás Santa Claus, así que ya puedes empezar a repartir los regalos.
La diversión comenzó.
El suelo fue llenándose de montones de papeles de colores a medida que los regalos
iban siendo abiertos, acompañados de las debidas exclamaciones de alegría y sentidos
agradecimientos.
Brandon les regaló a sus tías unos chales de cachemira y un par de perfumadores. Las
tías le regalaron a Brandon un elegante maletín y a Andrea un libro sobre Prescott.
—Es precioso —dijo Andrea, pasando la mano delicadamente por la portada del libro—.
Mira Brandon, han puesto una fotografía de la plaza en verano. Y también sale el
ayuntamiento, y esa bonita pérgola.
—Sí, muy bonito —asintió—. Estoy seguro de que no tienes oportunidad de ver muchos
árboles como esos en Phoenix.
—No muy a menudo —contestó Andrea riendo.
—Queríamos que te llevaras fotografías, recuerdos de nuestra pequeña ciudad —le
dijo Pru—. También es nuestra forma de decirte lo felices que nos ha hecho que hayas
venido, haber tenido oportunidad de conocerte.
—Muchas gracias —contestó Andrea, sonriendo con cariño—. Lo guardaré siempre.
—Bueno, y ahora veamos que tenemos aquí —dijo Brandon, tomando dos pequeños
paquetes—. Aquí hay un regalo para tía Pru y otro para Charity. Me parece que son de
Andrea.
Las dos mujeres aceptaron los paquetes de Brandon y los abrieron. Una radiante
sonrisa iluminó el rostro de Pru al ver su contenido.
—Perfecto —dijo—. Absolutamente perfecto. Esto me dice que tu corazón se dirige
en la dirección correcta. Estaba segura de que iba a pasar.
— ¿Perdón? —preguntó Andrea, confundida por la reacción de tía Pru.
—Creo que no hay nada más que decir sobre el tema, Pru —intervino entonces Charity
—. Gracias, Andrea.
—Sí, gracias, querida —dijo Pru—. Es más de lo que jamás habría sido capaz de decir
con palabras.
—Prudence, chss —la acalló su hermana.
— ¿Me he perdido algo? —preguntó Andrea mirando a Brandon—. Tengo la sensación
de que aquí está pasando algo de lo que no me estoy enterando.
Brandon se echó a reír.
—Bueno, les has regalado a las tías unas mariposas de cristal. Y, curiosamente, parece
que las mariposas están bailando.
— ¿Bailando? Lo que se supone es que están volando.
—No —la corrigió Brandon—. Definitivamente, están...
—Bailando —dijeron Brandon, Charity y Prudence al unísono.
—Sea lo que sea —dijo Andrea, mirándolos con los ojos abiertos como platos—, me
alegro de que os hayan gustado.
—Lo más importante —le aclaró Prudence—, es el hecho de que las hayas elegido,
querida. Has elegido unas mariposas bailando.
—Chss, Prudence —volvió a decir Charity—, estás hablando demasiado.
Todavía confundida, Andrea sacudió la cabeza ligeramente. Después, observó a las
tías abrir las cajas de música que ambas se habían comprado. Ella todavía no había visto las
cajas, puesto que en la tienda se las habían entregado ya envueltas.
—Oh, son exactamente iguales —dijo sonriendo—. Qué coincidencia.
—No, no lo es —contestó Brandon—. Sucede continuamente. Ya he perdido la cuenta
de la cantidad de veces que se han comprado la misma cosa la una a otra.
—Fascinante —dijo Andrea—. ¿Y crees que sucede porque son gemelas?
—Lo que creemos es que nos sucede porque nos queremos la una a la otra —contestó
Prudence sonriendo.
—Sí —asintió Andrea—. Eso es mucho más bonito que cualquier posible explicación
científica.
Brandon le tendió a Andrea una caja envuelta en papel de regalo y tomó él otra.
— ¿Qué es eso? —preguntó tía Charity.
—Estos son los regalos que Andrea y yo nos hemos comprado el uno al otro.
—Estupendo —dijo Charity.
Brandon y Andrea se pusieron a desenvolver sus regalos, y acabaron al mismo tiempo.
Andrea se quedó sin respiración.
Y en el rostro de Brandon apareció una enorme sonrisa.
Se habían hecho el uno al otro un regalo idéntico.
Era una bola de cristal del tamaño de una naranja, con un muñeco de nieve dentro.
Cuando Andrea le dio la vuelta a la estatua, cayó una cascada de copos plateados
sobre ella.
Un ligero rubor tino las mejillas de Andrea, que mantenía la mirada fija en el muñeco
mientras intentaba recobrar la compostura.
El mismo regalo, pensó. Lo mismo que habían hecho las tías. Todos la estaban mirando,
y sabía exactamente por qué: las cuatro personas que había en aquella habitación, incluida
ella misma, estaban recordando lo que la tía Pru había dicho, que no era una coincidencia que
se hubieran comprado el mismo regalo, que era señal de que se querían.
—Gracias —dijo Brandon, quedamente, acariciándole la mejilla con el pulgar.
Andrea alzó lentamente la mirada hasta cruzarla con la suya y el corazón le dio un
vuelco al encontrarse con el calor y... ¿cómo definir aquella expresión? que irradiaban sus
ojos.
—Yo también quiero darte... —se interrumpió bruscamente, por culpa de unas lágrimas
tan inesperadas como poco bienvenidas.
—De nada —dijo Brandon.
La habitación, las tías, todo cayó en el olvido mientras se miraban a los ojos.
Pero el estridente sonido del teléfono los sacó del hechizo. Andrea, sobresaltada,
miró a su alrededor, buscando el aparato del que procedía la llamada.
Brandon dejó el muñeco de nieve en el sofá y se levantó bruscamente.
— ¿Y ahora qué será? —se aclaró la garganta al advertir la calidez temblorosa de su
voz—. Ya he tenido que tratar con unos viajeros infernales esta mañana.
Cruzó la habitación y descolgó el teléfono del recibidor.
— ¿Diga? —se interrumpió—. Sí, está aquí con nosotros... ¿Quién?... Espera un segundo
—se volvió hacia Andrea—. Tienes una llamada de Jack Jacobs, que dice que necesita hablar
urgentemente contigo.
Andrea se levantó de un salto, con el muñeco de nieve entre las manos.
—Jack es mi jefe, el propietario de Challenge Publicidad —dijo, frunciendo el ceño.
—Quizá quiera desearte una feliz Navidad —sugirió tía Pru.
—No —Andrea sacudió la cabeza—. Jack jamás haría algo así. De hecho, ni siquiera se
acordaría de que es Navidad si no fuera porque los empleados no van a trabajar. Si quiere
hablar conmigo, debe de ser por algún asunto relacionado con el trabajo.
—No aceptes la llamada —le pidió Brandon malhumorado—. Le diré a Ryan que le diga
que no te ha podido localizar.
—No, tengo que hablar con Jack.
—Andrea, no —insistió Brandon.
—Tengo que hacerlo, Brandon. Tiene que ser algo muy importante para que Jack me
haya localizado en Hamilton House. No le dije que iba a estar en Prescott, sólo que iba a
venir a este hotel.
—Maldita sea, Andrea. Estamos en Navidad.
—Maldita sea Brandon —dijo Andrea, con ojos relampagueantes—. Ya lo sé, pero
pienso contestar esa llamada de teléfono. Mi profesión es lo primero.
Capitulo Diez
El silencio que se hizo en la habitación tras el brusco estallido de Andrea era
prácticamente palpable.
—Lo siento —dijo, llevándose la mano a la frente—. No pretendía gritarte, Brandon,
pero por favor, comprende que tengo que contestar esa llamada. Debo hablar con Jack.
Lo miró con gesto de impotencia.
—Jack es viudo desde hace años, y tampoco tiene hijos. Para él la empresa es como un
hijo, es toda su vida. Jamás se le ocurriría pensar que no tiene ningún derecho a llamarme el
día de Navidad, pero si me negara a contestar, lo consideraría una insubordinación. Estoy
acostumbrada a sus caprichos. A veces me llama en medio de la noche, cuando de pronto se
le ocurre una idea que quiere compartir conmigo.
Andrea suspiró.
—Lo único que quiero, Brandon, es que comprendas que no puedo ignorar esa llamada.
—Lo comprendo perfectamente —contestó Brandon con la voz apagada—. Tu
profesión es lo primero. No podrías haberlo dicho más claro, Andrea.
—Pero...
—Estoy seguro de que a las tías no les molestará que contestes desde alguno de sus
dormitorios —continuó diciendo Brandon—. Diré que te pasen aquí la llamada. Tienes un
teléfono al lado de cada una de las camas.
—Pero... Bueno, de acuerdo —dijo Andrea suavemente, y miró a las tías—. Perdonad
por favor esta intrusión en vuestra fiesta.
—También es tu fiesta, Andrea, esta Navidad también es para ti —dijo Prudence con
amabilidad.
—Y no recuerdo haber disfrutado nunca de otra tan adorable —contestó Andrea con
una sonrisa—. Ahora, si me perdonáis, iré a contestar y... Gracias.
Andrea prácticamente corrió hasta el primer dormitorio que vio, deseando escapar
cuanto antes de aquella tensión.
Al pasar delante de Brandon, lo miró fugazmente, y advirtió sus labios apretados y el
enfado que se reflejaba en sus ojos.
Sonó entonces el teléfono del dormitorio y Andrea lo descolgó.
—Hola, Jack —le dijo, intentando imprimir a su voz una alegría que no sentía—. Feliz
Navidad. ¿Qué se te ha ocurrido en una fecha como ésta para que me llames?
Brandon caminó lentamente hasta el sofá, tomó asiento y miró hacia el techo.
—Diablos —dijo.
—Esta vez tienes razón, Brandon —dijo Charity—. La relación de Andrea con su
trabajo es peor de lo que me imaginaba. Imagínate, a ese hombre tan odioso no se le ocurre
otra cosa que llamarla en Navidad —continuó—. Y se supone que Andrea tenía que pasar dos
semanas reposando. Evidentemente, ese Jack tampoco se ha acordado de eso. Qué estúpido
—se interrumpió al ver la expresión de su sobrino.
—Amo a Andrea —dijo éste quedamente, sin dejar de mirar hacia el techo—. Estoy
enamorado por primera vez en mi vida.
—Las dos somos conscientes de lo que te ocurre —le dijo tía Pru—. Y no sabes la
ilusión que nos hace.
— ¿De verdad? —Brandon la miró—. Me alegro de que estéis emocionadas, porque yo
estoy empezando a pensar que he cometido uno de los errores más grandes de mi vida.
—No seas tonto —dijo tía Pru—. Andrea está tan enamorada de ti como tú de ella.
Pero me parece que todavía no se ha dado cuenta.
—O se niega a reconocerlo —sugirió tía Charity.
— ¡Bingo! —exclamó Brandon, levantándose de un salto y comenzó a caminar por la
habitación—. Sería maravilloso tener un interruptor con el que poder apagar o encender los
sentimientos inconvenientes —se derrumbó en el sofá—. Ya habéis oído lo que ha dicho: su
profesión es lo primero —entrecerró los ojos—. Sí, esa maldita carrera es lo primero.
Siempre lo ha sido y siempre lo será. Maldita sea, esa mujer me ha robado el corazón, y
quiero que me lo devuelva.
—Qué vergüenza —se lamentó Charity—. ¿Vas a renunciar a ella sin luchar? ¿Qué
clase de Hamilton eres?
—Brandon, cariño —intervino entonces tía Prudence— ¿ya le has dicho a Andrea que la
amas? ¿Que deseas casarte con ella?
—No presupongas tanto, Pru —dijo tía Charity—, conociendo a Brandon, no creo que
esté pensando en ir tan lejos.
—Pues esta vez te equivocas, tía Charity. Por supuesto que quiero casarme con
Andrea. Y no, tía Pru, todavía no he tenido oportunidad de sentarme tranquilamente con ella
para decirle lo que siento y pedirle que se case conmigo.
—Genial —contestó Prudence, cruzó las manos en el regazo y sonrió—. Supongo que
eso es lo primero que tendrás que hacer. Brandon, tienes que decirle cuanto antes que la
quieres.
—En eso estoy completamente de acuerdo contigo.
Brandon se pasó nervioso la mano por el pelo.
—Quizá tengáis razón.
—Nosotras siempre tenemos razón —replicó Charity.
—Y además tengo toda una semana para convencer a Andrea de la seriedad de mis
sentimientos.
—Claro que sí, querido —lo animó Prudence.
—Siete días —dijo Brandon.
—Y siete noches —dejó caer Charity, mientras se examinaba con atención las uñas de
una mano.
— ¿Qué? —preguntó su sobrino con los ojos abiertos como platos.
—No te alteres tanto, hijo —contestó Charity—. No he nacido ayer.
—Charity, querida —dijo Prudence—, creo que quizá te estés pasando un poquito.
— ¡Un poquito! Te estás pasando mucho, tía.
—Entonces demándame.
—Charity, por favor, cállate un momento —la regañó Prudence—. Brandon, ¿estamos
de acuerdo en eso? ¿Hablarás con Andrea cuanto antes?
—Sí.
—Espléndido —dijo Prudence, con una sonrisa radiante.
Brandon cerró los ojos y se llevó las manos a la frente.
—No me lo puedo creer. Tengo treinta y cinco años y aquí estoy, pidiéndoles consejo a
mis tías, como si fuera un adolescente completamente loco por una compañera de clase.
Desde luego, no puedo decir que esto alimente mucho mi orgullo.
—No seas tan duro contigo, querido —lo consoló Pru—. Ésta es la primera vez que
estás enamorado. La edad no tiene nada que ver, no siempre es fácil saber qué es lo mejor.
De hecho, te respeto todavía más por haber sido capaz de pedir consejo.
—No pierdas tu oportunidad —le dijo Charity—, no hagas como yo.
— ¿A qué te refieres, tía Charity?
—Hubo un joven —le explicó Charity—, al que yo amé mucho. El me cortejaba, pero yo
me dedicaba a hacerme la difícil, me gustaba verlo tan enamorado. Y disfrutaba tanto
siendo el centro de su atención, que no fui capaz de decirle lo que sentía por él.
— ¿Y qué sucedió? —preguntó Brandon.
—Por supuesto, yo pretendía aceptar su propuesta de matrimonio en cuanto regresara
a casa después de la guerra. Pero nunca volvió. Murió en combate, sin saber que yo lo amaba
con todo mi corazón.
—Oh, tía Charity, lo siento...
—No cometas el mismo error que cometí yo, querido. Dile a Andrea que estás
enamorado de ella. Díselo, Brandon.
Antes de que Brandon hubiera podido contestar, Andrea regresó a la sala. Brandon se
levantó y se volvió hacia ella.
—Bueno, yo... Bueno —farfulló Andrea, cruzándose nerviosa de brazos.
— ¿Sí? —la urgió Brandon.
—Supongo que podría decirse que han sido buenas y malas noticias —explicó,
fracasando estrepitosamente en su intento de forzar una sonrisa—. El propietario de una
empresa de Chicago al que pretendíamos convertir en cliente ha estado en Phoenix esta
Navidad y se ha alojado en casa de Jack. Jack ha conseguido convencerlo y el empresario
nos va a permitir organizar un paquete publicitario para su empresa que está dispuesto a
revisar.
—Continúa —le pidió Brandon, sin apenas respiración.
—El hombre se ha mostrado de acuerdo, pero con la condición de que yo dirija el
equipo porque conoce algunos de mis proyectos. Para mí es todo un triunfo.
—Oh —dijo Brandon. Era incapaz de decir otra cosa mientras sentía cómo la ansiedad
le devoraba las entrañas.
—Ésa es la buena noticia —dijo Andrea—. La mala es... —se interrumpió para tomar
aire—. Que tengo que irme hoy mismo de Prescott para reunirme con ese hombre mañana a
primera hora.
¡No!, tronó la mente de Brandon. Se suponía que Andrea iba a permanecer una semana
más en Prescott. Contaba con siete días, y sus respectivas noches, para convencerla de que
la amaba sinceramente, para mostrarla lo que podían llegar a compartir si aceptaba ser su
esposa.
Andrea lo amaba, maldita fuera, lo sabía. Todos los que habían visto la fotografía del
periódico lo sabían. ¿Cómo era posible que estuviera allí, tan tranquila, anunciando que se
iba?
El problema era que ella no sabía que lo amaba.
Brandon comprendió que tenía que tranquilizarse, poner bajo control sus emociones y
abordar el problema de la forma más tranquila posible.
—Ya entiendo —dijo—. Bueno, supongo que lo primero que tengo que hacer es
felicitarte. ¿Y de qué clase de empresa es propietario ese tipo?
—Tiene una empresa de comida para gatos —contestó Andrea con una débil sonrisa—.
Quiere cambiar la imagen de su... —se aclaró la garganta y alzó la cabeza con dignidad—
comida para gatos.
¿Estaba compitiendo contra un montón de comida para gatos?, pensó Brandon con
incredulidad, sintiendo cómo ganaba fuerza su enfado. ¿Andrea iba a salir de su vida por
culpa de la comida para gatos?
—La comida para los gatos es importante —comentó tía Charity, mirando a su sobrino
con los ojos entrecerrados—. Para los gatos... Y para sus propietarios. Estoy segura de que
ese es uno de los sectores más rentables del mercado. ¿Verdad, Brandon?
—Oh, sí claro —afirmó—. Claro. Los gatos son muy quisquillosos. Hace falta una
importante campaña publicitaria para que esos gatos, o, mejor dicho, sus propietarios,
prueben una clase diferente de... Diablos —sacudió la cabeza—, comida para gatos.
—Siento interrumpir de esta forma la celebración —se disculpó Andrea—, pero tengo
que irme ya a hacer las maletas. No sé ni cómo agradeceros que hayáis convertido mis
vacaciones en algo tan especial. Ha sido la Navidad más hermosa que he disfrutado en toda
mi vida.
Andrea cruzó la habitación y besó a las tías.
—Adiós —dijo, intentando contener las lágrimas—, Gracias.
—Ha sido maravilloso tenerte con nosotros —dijo tía Pru.
—Sí, maravilloso —repitió tía Charity—. Brandon, ve a ayudarla a hacer las maletas.
—Oh, yo no...
—Cuanto antes las hagas, antes podrás marcharte de Phoenix —le dijo tía Charity—.
Así podrás empezar a pensar en la comida para gatos durante el viaje.
Brandon metió el regalo de Andrea cuidadosamente en su caja y tomó después el libro
de Prescott que le habían regalado las tías.
—Vamos —dijo con una indiferencia que estaba muy lejos de sentir—. Tienes muchas
cosas que meter en la maleta. Te vas a ir con muchas más cosas de las que trajiste.
Incluido un terrible dolor de corazón, pensó Andrea, mientras caminaba hacia la
puerta.
No quería irse. Todavía no.
No quería despedirse tan pronto de Brandon. Todavía no estaba preparada para
enfrentarse al hecho de que ya nunca lo volvería a ver.
Pero no tenía otra opción, se dijo con firmeza. El deber la llamaba. No podía negarse a
volver a Phoenix antes de lo que había planeado.
La posibilidad de ganar a aquel cliente era uno de los pasos más importantes de su
carrera, sobre todo cuando el cliente en cuestión había requerido específicamente sus
servicios.
Y su profesión era lo primero.
Ya dentro de la habitación de Andrea, Brandon dejó los regalos encima de la cómoda
mientras Andrea sacaba la maleta del armario. La joven la dejó en la cama y la abrió. Se
quedó mirándola fijamente durante algunos segundos y se volvió hacia Brandon.
—Brandon —dijo en voz baja y ligeramente temblorosa—, espero que te des cuenta de
que no es así como me gustaría que fueran las cosas, que sepas que no tengo ganas de
marcharme tan pronto de Prescott.
— ¿No? —preguntó Brandon, arqueando con gesto irónico una ceja.
—No. Lo que hemos compartido esta noche ha sido... Muy hermoso, algo especial. Y
pensaba que la semana que teníamos por delante, con sus días y sus noches, sería también
maravillosa, que podríamos llenarla de momentos dignos de recordar.
—Pero te vas —dijo Brandon totalmente inexpresivo.
—No me queda otra opción. Es lo mismo que te ha pasado a ti esta mañana; cuando me
he despertado, no estabas a mi lado en la cama porque habías tenido que ir a atender una
emergencia.
—Estaba en el vestíbulo, Andrea, no me había ido de la ciudad.
—Pero el motivo es el mismo. Estoy segura de que lo entiendes.
—Perfectamente. Sin embargo, creo que hay algo que tú no comprendes.
Brandon acortó la distancia que los separaba y agarró a Andrea por los hombros.
—Andrea Cunningham —dijo, mirándola a los ojos—. Te amo. Me he enamorado
profundamente de ti. Y creo que tú también estás enamorada de mí. Quiero pedirte que te
cases conmigo, que seas mi esposa y te quedes conmigo en Prescott.
Andrea no podía respirar. Un extraño zumbido le taladraba los oídos y veía motas
negras frente a sus ojos. Tomó aire, sacudió la cabeza y se quedó mirando a Brandon
fijamente.
— ¿Qué has dicho? —susurró.
—Ya me has oído —contestó Brandon sonriendo—. Te amo. Ah, Andrea, ¿es que no te
das cuenta? Podemos tenerlo todo. Claro que podemos. Vivir juntos, tener hijos, un hogar.
Tú puedes continuar trabajando, simplemente tendrás que hacerlo en un lugar más pequeño.
Dime que sí, Andrea. Acepta ser mi esposa. Dime que me amas tanto como yo.
La mente de Andrea comenzó a poblarse de voces. Las palabras se confundían en su
cerebro, impidiéndole discernir ninguna de ellas.
Un frío helado la atravesó, y fue seguido por una oleada de miedo. Volvía a
experimentar la sensación de haber vivido alguna vez algo parecido, pero no era capaz de
saber por qué.
—No —dijo, retrocediendo y obligando a Brandon a soltarla—, no digas que me
quieres.
Brandon frunció el ceño.
— ¿Por qué no? Es verdad. Me ha costado averiguarlo porque nunca había estado
enamorado, pero ahora sé que estoy completamente enamorado de ti. Y también que tú me
amas.
—No —Andrea sacudió la cabeza mientras las lágrimas inundaban sus ojos.
—Andrea, vamos —dijo Brandon—. Todos los que han visto esa fotografía en el
periódico saben que me amas. Está ahí, en tus ojos, en tu cara.
Andrea se llevó la mano a los labios para contener un sollozo.
—Andrea, y está también el asunto de las mariposas —continuó Brandon—. Has
elegido unas mariposas bailando como regalo de Navidad para mis tías. Al principio, yo
pensaba que el asunto de las mariposas era sólo otra de las locuras de mis tías. Pero ahora
me lo creo sin ningún género de duda.
—No te comprendo —Andrea se llevó las manos a las sienes—. ¿Qué pasa con las
mariposas?
—Cuando alguien está enamorado, las mariposas bailan —le explicó Brandon, mirándola
intensamente—. De verdad. Tú escogiste esas mariposas de cristal porque ellas te eligieron.
Eres una mujer enamorada. Y estás enamorada de mí.
—No, no lo estoy —replicó Andrea mientras las lágrimas comenzaban a descender por
sus mejillas—. No puede ser. No. Estás sacando demasiadas conclusiones de un simple
regalo de Navidad. Me gustas, Brandon, pero no estoy enamorada de ti.
Un intenso dolor apresó el corazón de Brandon. Quería gritar su enfado, exigirle a
Andrea que reconociera que lo amaba. Quería suplicar, llorar, obligarla a mirar en su
interior y enseñarle a reconocer sus sentimientos.
Porque, maldita fuera, Andrea Cunningham estaba enamorada de él.
Todo lo demostraba, incluyendo la noche que habían pasado juntos.
—Siento hacerte daño, Brandon —dijo Andrea, secando las lágrimas de sus mejillas—.
Pensaba que ambos sabíamos que teníamos un número limitado de días para estar juntos,
que sabías que me iría y todo habría terminado. Como Cenicienta en el baile.
—No puedes estar hablando en serio. ¿Eso ha sido todo para ti? ¿Una simple
aventura? —Brandon se pasó la mano por el pelo—. Perdona, pero no me lo trago. Estoy
convencido de que no es eso lo que sientes.
—Maldita sea, Brandon —contestó Andrea, de nuevo al borde de las lágrimas—. Deja
de decirme lo que siento. Soy una mujer, no una máquina a la que puedas programar como te
convenga. Estoy siendo contigo todo lo sincera que puedo.
Brandon se quedó mirándola fijamente, intentando vencer el inmenso dolor de oír a
Andrea declarando que no lo amaba.
Su futuro, el futuro que pretendía compartir con ella, acababa de quedar en la
estacada.
—Lo que deberías hacer, Andrea, es preguntarte si estás siendo sincera contigo
misma —entrecerró los ojos—. ¿A qué tienes miedo, Andrea? Dímelo, ¿qué es?
—Nada. No tengo miedo de nada. ¿Por qué no puedes limitarte a aceptar la verdad tal
y como es? Brandon, por favor, vete. Déjame sola. No quería que las cosas terminaran de
esta forma, pero no me estás dejando otra opción. Vete.
Brandon apretaba los puños, luchando contra la urgencia de abrazar a Andrea y
besarla para demostrar la falsedad de cuanto estaba diciendo. No podía, jamás podría,
creerla.
Brandon tomó aire y lo soltó lentamente.
—De acuerdo —dijo con voz queda—. Me iré. Te dejaré sola.
Caminó a grandes zancadas hasta la puerta y una vez allí se volvió hacia Andrea.
—Aun así, Andrea, nada podrá borrar ni lo que te he dicho ni lo que siento por ti. Te
amo con todo mi corazón. Recuérdalo. Y piensa en ello. Enfréntate a tus miedos e intenta
averiguar de verdad lo que sientes. Hazlo, por favor, por nosotros, por lo que podemos
llegar a compartir durante el resto de nuestras vidas. Te amo, Andrea Cunningham, y
siempre te amaré.
Brandon salió de la habitación, cerrando con extremo cuidado la puerta tras él.
Andrea se derrumbó en la cama, se cubrió el rostro con las manos y lloró.
Capítulo Once
« ¿De qué tienes miedo? Te amo, Andrea Cunningham, y siempre te amaré. ¿De qué
tienes miedo? Te estoy pidiendo que te cases conmigo, que seas mi esposa, que te quedes
conmigo en Prescott. ¿De qué tienes miedo? Podemos tenerlo todo. Vivir juntos, niños, un
hogar. ¿De qué tienes miedo? ¿De qué tienes miedo?»
—Oh, basta ya —gritó Andrea, presionándose la frente.
— ¿Perdón? —le preguntó el joven que estaba sentado frente a ella.
— ¿Qué? —preguntó a su vez Andrea—. Oh, lo siento, Richard. No me he dado cuenta
de que estaba hablando en voz alta. Estaba... Regañando a mi dolor de cabeza. Sí, eso es lo
que estaba haciendo. Qué tontería, ¿verdad?
—Si te funciona, avisa —contestó Richard sonriendo—. El dolor de cabeza me está
matando. Demasiado café y poco sueño, supongo que ese es el problema.
—Desde luego —comentó una atractiva joven—. No hemos parado de trabajar desde
el día siguiente a la Navidad.
—Formáis un gran equipo —dijo Andrea, sonriendo al grupo que componían dos
hombres y dos mujeres—. Os elegí para este proyecto porque sabía que podíamos sacar
adelante el paquete publicitario perfecto para este cliente. Cuando esté terminado, será
uno de los mejores trabajos que conste en vuestros expedientes.
—Eso es lo que me digo constantemente —comentó Richard—. Pero, caramba, estamos
en Noche Vieja. Se supone que deberíamos estar fuera, brindando con champán para
celebrar la llegada del Año Nuevo. Y sin embargo, ¿dónde estamos? Aquí sentados, a las
ocho de la tarde, dándole vueltas a la idea número tres para vender comida para gatos. Os
aseguro que en este momento odio a esos animales. De verdad.
—Yo también —dijo otra de las chicas— En este momento, me importa un comino lo
que puedan comer esos gatos. El propietario de la empresa ha rechazado nuestras dos
primeras propuestas sin escucharnos siquiera. Ya no tengo ninguna esperanza.
—No, no te desesperes ahora —intervino inmediatamente Andrea—. Vamos a
revolucionar el mercado de la comida para gatos, lo sé —se interrumpió un momento—.
Pretendía daros la noche libre, pero Jack se ha negado. Iba a cenar con el cliente esta
noche, y querían pasarse por aquí para ver cómo íbamos.
—Oh, estupendo —dijo Richard—. Y lo que tenemos es... Nada.
Andrea se reclinó contra el respaldo de su silla y suspiró.
Aquella semana había sido horrible, pensó. Las horas de trabajo se le habían hecho
eternas. El estrés que creía superado volvía a amenazarla mientras pasaba los días
intentando complacer a aquel exigente cliente.
Pero lo peor de todo eran las noches. Las pasaba dando vueltas en la cama, reviviendo
su última conversación con Brandon una y otra vez.
Y para colmo de males, pensó consternada, las palabras de Brandon comenzaban a
repetirse en su cerebro cuando estaba en la oficina, llenando su fatigada mente de
insidiosas criaturas dispuestas a atormentarla.
«Te amo, Andrea Cunningham y siempre te he amado».
Increíble. Brandon Hamilton estaba enamorado de ella, le había pedido que se
convirtiera en su esposa, que se quedara siempre a su lado.
Sí, era increíble. Increíblemente maravilloso y...
Terrorífico.
« ¿De qué tienes miedo?»
De todas las cosas que le había dicho Brandon el último día, aquello era lo que
continuamente martilleaba su mente y su corazón.
Andrea habría dado cualquier cosa por comprender a qué se debía el frío glacial que la
había invadido cuando Brandon le había dicho que la amaba, qué motivaba aquella sensación
de haber experimentado antes algo parecido. Dios. ¿Qué querría decir su terror?
—Hojas cayendo —dijo una mujer.
Andrea pestañeó, obligándose a apartar ese problema de su mente.
— ¿Hojas cayendo, Mary Ann? —le dijo—. ¿En qué estás pensando exactamente?
—Mira, nuestro cliente ha rechazado la idea de vestir a los gatos como personas y
hacerlos ir al supermercado. Tampoco le han gustado los dibujos animados.
—Tampoco —repitió Andrea, frunciendo el ceño.
—Entonces intentemos esto —comentó Mary Ann—: hagamos algo sutil, elegante.
Podemos limitarnos a filmar unos gatos haciendo cosas propias de gatos. Ya sabes,
corriendo por un campo lleno de flores silvestres, dos jugueteando entre ellos, otro alzando
las patas mientras caen flotando sobre él un montón de hojas...
—No te detengas —dijo Andrea—, me parece maravilloso, ¿qué más?
—Suena una música suave —continuó explicando Mary Ann—. Quizá podríamos hacer
los anuncios a cámara lenta. Al final, los gatos aparecen frente a los cuencos con la comida
y una voz dice: «al final de un atareado día, no se conforman con menos que un plato
rebosante de Yucky Cat».
—Genial —dijo Andrea entre dientes.
Todo el mundo comenzó a hablar a la vez. El cansancio y el desánimo pasaron al olvido.
—Empecemos a hacer los bocetos —dijo Andrea—. Mary Ann, eres un genio. Pero creo
que en vez de hojas cayendo, deberían ser mariposas bailando. Sí, me gustaría que fueran
mariposas —sacudió la cabeza con dureza—. Bueno. Ya lo tenemos, chicos, lo sé. Y os
aseguro que esta noche no vamos a echar de menos el brindis de champán, Richard. Ya
tenemos dos cosas que celebrar.
Ben Rizzoli entró a grandes zancadas en el vestíbulo de Hamilton House. Se cruzó de
brazos y se quedó mirando fijamente a Brandon.
—Tienes un aspecto infernal —le dijo.
—Gracias, colega —dijo Brandon, fulminándolo con la mirada—. Me alegro de que te
hayas pasado por aquí para decírmelo. Sí, muchas gracias.
—De nada —contestó Ben—. No has dormido bien, ¿verdad? Tía Pru me ha dicho
además que no estás comiendo bien.
Brandon se encogió de hombros.
— ¿No has sabido nada de Andrea desde que se fue de Prescott? —preguntó Ben.
Brandon suspiró.
—No. Estoy intentando tener paciencia, pero... —sacudió la cabeza—. Creo que ha
llegado el momento de actuar, Ben. Creo que me voy a volver loco si sigo aquí, esperando a
que Andrea averigüe lo que quiere, sin hacer nada.
—Actúa entonces —dijo Ben, palmeando el mostrador—. ¿Y en qué clase de acción
estás pensando?
—Ojalá lo supiera. ¿Flores? ¿Un telegrama? ¿Dulces?
—Por Dios, Brandon, piensa en algo más original.
— ¿Como qué? —preguntó Brandon, pasándose la mano por el pelo—. Mi intuición, que
probablemente no valga nada, me dice que debería ir a buscarla, hacer imposible que me
ignore, hacerle saber lo que significamos el uno para el otro.
—Pues hazlo —Ben miró su reloj—. Son las ocho. Puedes estar en Phoenix en menos de
dos horas. Busca la dirección de Andrea en el registro de clientes y ve a buscarla. Yo me
ocuparé de atender la recepción.
—Es Noche Vieja, Ben. Probablemente Andrea estará en una fiesta —Brandon frunció
el ceño—. Aunque no creo que se le haya ocurrido ir a una fiesta con ningún patán. Esa
mujer está enamorada de mí.
—Lo sé. Todo el mundo lo sabe. No hay una sola persona que haya visto la fotografía
que salió en el periódico que no lo sepa. Andrea Cunningham sólo necesita que alguien le dé
un empujoncito para que se atreva a reconocerlo. Y deberías ser tú el que se lo dieras.
Venga, Brandon, busca su dirección. Y llévate también la de su empresa.
—No creo que esté allí en una noche como ésta.
—No estés tan seguro, Brandon. Se fue de aquí el día de Navidad porque la había
llamado su jefe.
—Sí, en eso tienes razón —frunció el ceño—. No lo sé, Ben. No sé si debo seguir con
esto.
—Venga, Hamilton.
—Tienes razón, Rizzoli. Me voy —le golpeó cariñosamente el brazo—. Gracias, amigo.
—De nada.
Ben miró a Brandon mientras éste se dirigía hacia el ascensor.
—Buena suerte, amigo —susurró.
Andrea y su equipo estuvieron trabajando febrilmente para dar cuerpo a la idea de
Mary Ann. Pronto los gatos estuvieron esbozados sobre enormes hojas de papel
transparente, sobre el que podían probarse diferentes efectos.
Richard y Susie se fueron a otra habitación, con la esperanza de encontrar la música
perfecta para el anuncio.
Andrea sentía un intenso zumbido en los oídos, y el dolor de cabeza alcanzaba ya un
nivel insoportable.
Estaba en el proceso, pensó con desmayo, de consumir las energías con las que había
regresado de Prescott.
Estaba agotada, tanto mental como físicamente.
Aquella interminable semana de trabajo, combinada con los estragos que el recuerdo
de Brandon estaba causando en su sistema emocional, estaba dejándola sin fuerzas. Estaba
tan cansada que podría llorar. Lo único que le apetecía en ese momento era apoyar la cabeza
sobre la mesa y aullar como un animal herido.
Justo antes de las once, terminaban de montar el proyecto. Tenían ya listas las
láminas, el caballete en el que las iban a exponer y la música que acompañaría su exposición.
Estaban listos.
Estaban todos pálidos y ojerosos. Hasta la eterna sonrisa de Susie había
desaparecido de su rostro.
—Lo hemos conseguido —dijo Andrea—. Sois maravillosos, absolutamente magníficos.
—Lo que somos es un montón de trabajadores destrozados —replicó Richard,
frotándose el cuello.
—Desde luego, cuando Jack ha dicho que se pasaría por aquí a última hora, no estaba
bromeando —comentó Mary Ann—. Mirad qué hora es.
—Ese empresario parece estar disfrutando de su cena —dijo Andrea—. Es un hombre
soltero, y evidentemente, le gustan las fiestas. Jack se ha pasado toda la semana
acompañándolo a cenar y a tomar copas.
—Qué suerte. A mí me encantaría estar ahora mismo en una fiesta de Noche Vieja.
—Bueno... —comentó Andrea, presionándose las sienes—. Haz lo que quieras. Desde
luego, creo que te merecerías quedarte aquí a presentar el proyecto, pero si prefieres
marcharte, no voy a negarme. No hay ninguna razón para que todos celebremos la llegada
del Año Nuevo presentando una campaña publicitaria de comida para gatos.
—En ese caso me voy. Buena suerte, Andrea.
—Yo no quiero saber nada de fiestas —dijo Susie—. Lo único que me apetece es
meterme en la cama.
Los otros dos también decidieron marcharse y, tras desearle a Andrea éxito en su
exposición y una feliz entrada de año, se dirigieron precipitadamente hacia la puerta.
Andrea permanecía en la habitación vacía, tambaleándose ligeramente sobre sus pies,
asaltada por un repentino ataque de náuseas. Miró anhelante la silla que había en la
cabecera de la mesa, pero rechazó inmediatamente la idea de sentarse por temor a ser
incapaz de levantarse después.
—Ven pronto, Jack —musitó—. Espero que no estés pensando en pasarte toda la noche
cenando.
Andrea comenzó a caminar por la enorme habitación, repasando mentalmente la
exposición.
No sabía de dónde iba a sacar fuerzas, pero tenía que bullir de entusiasmo, hablar
como si estuviera tan emocionada con aquella repugnante comida para gatos que apenas
podía contenerse. Su equipo se merecía su mejor representación.
¿Y ella? ¿Qué se merecía ella?, pensó. Más aún, ¿qué esperaba ella de la vida, de su
futuro? Echaba de menos a Brandon con una intensidad sobrecogedora. Anhelaba ver su
sonrisa, oír su risa, ser la receptora de sus magníficos besos, hacer el amor con él.
—Andrea no, ahora no —se regañó en voz alta, sin dejar de pasear por la habitación.
Era una estupidez dedicarse a añorar a Brandon cuando necesitaba hasta su última
gota de energía para presentar su proyecto.
Comida para gatos, pensó. Qué ridiculez. Estaba física y mentalmente destrozada.
Estaba sola una hora antes de empezar un año nuevo por culpa de una estúpida comida para
gatos. ¿Tenía sentido?
Sí, claro que sí, por supuesto que lo tenía. Ella había elegido aquel trabajo, la
profesión a la que quería dedicar su vida. Aquel trabajo le había proporcionado importantes
beneficios económicos. Le hacía sentirse satisfecha con su vida.
¿O no?
—Claro que estoy satisfecha con mi vida —frunció ligeramente el ceño—. ¿O no?
«Oh, olvídalo», se dijo al momento. Estaba demasiado cansada para ponerse a pensar
en su vida.
Comida para gatos. En lo único en lo que debía concentrarse en ese momento era en la
condenada comida para gatos.
Llegó entonces hasta ella un sonido de voces y corrió hacia el caballete.
«Sonríe, Andrea», se dijo. Tenía que parecer orgullosa y animada, entusiasmada. Y
para ello era imprescindible una sonrisa.
Jack entró acompañado de un hombre corpulento cercano a los sesenta años.
—Ésta es Andrea —la presentó Jack con una radiante sonrisa—. La mejor publicitaria
del oeste, después de mí, claro. ¿Dónde está tu equipo, Andrea?
—Han hecho un trabajo maravilloso —contestó Andrea—, y les he pedido que se
fueran. Pero este trabajo es tan mío como de ellos. De hecho, la genial idea ha sido de Mary
Ann.
—Sí, bueno, de quien sea —dijo Jack—, ¿está ya listo el proyecto para ser
presentado?
—Sí, claro.
—Perfecto, jovencita —dijo Bert, sentándose pesadamente en una silla—. Enséñame lo
que has hecho. Espero que esta vez sea algo mejor que las otras. Me decepcionaron mucho
los otros proyectos.
«Por mí como si te pudres en el infierno», pensó Andrea, mirándolo con los ojos
entrecerrados.
— ¿Andrea? —preguntó Jack.
— ¿Qué? Oh, sí, estoy muy contenta con este proyecto —dijo—. Es el mejor trabajo
que he hecho nunca con mi equipo.
—Veámoslo entonces —dijo Bert entre bostezos.
El único argumento que encontraba Andrea para no estrangularlo era que no merecía
la pena acabar en la cárcel por un tipo como aquél.
—Estupendo —dijo—. Ahora entonces...
Andrea hizo un breve resumen de la filosofía de la campaña, después se volvió y
apretó el botón de la grabadora para que sonara la música, una mezcla perfecta de
optimismo y tranquilidad.
—Los gatos aparecerán —ella misma advertía el cansancio de su voz—, en colores
suaves, rodeados por un aura dorada, o quizá rosa. Las imágenes iban fundiéndose unas con
otras. Los gatitos aparecerán jugando, retozando, durmiendo y...
—Y eso que iba a ser un resumen —la interrumpió Bert alzando las manos—.
Durmiendo. Eso es exactamente lo que has conseguido, jovencita: me estoy durmiendo. Y no
creo que pueda vender mucha comida para gatos durmiendo a la gente.
Se levantó.
—Ya he visto suficiente. Esto es basura. Y por favor, apaga esa maldita música de
funeral.
Andrea apagó la música. Una niebla roja le dificultaba la visión.
—Llevo ya treinta años trabajando con la misma agencia —dijo Bert, palmándose su
abultado vientre—. Y pienso continuar haciéndolo. Porque tu gente no me ha ofrecido nada
que se parezca ni remotamente a una idea fresca.
Sacudió la cabeza.
—Vuelvo a Chicago mañana y renovaré mi contrato con la agencia que ya conozco. Por
lo menos puedo confiar en que ellos hagan algo digno de ser utilizado. Señor, unos gatos
intentando atrapar qué ¿mariposas? Qué porquería.
Aquello ya era demasiado.
Andrea temblaba de furia y cansancio. Todo parecía estar derrumbándose a su
alrededor.
El enfado con Bert y su agotamiento se unían al dolor y la confusión de saber a
Brandon lejos, a la fría soledad que despertaba en ella su recuerdo.
Y estaba otra vez allí aquella extraña y amenazadora sensación de haber vivido antes
algo idéntico.
Andrea pestañeó, sacudió la cabeza y de pronto escapó un gemido de sus labios.
Comenzó a revivir con una nitidez pasmosa imágenes de su infancia en un hogar de
adopción. Cada recuerdo despertaba en ella un dolor intenso como el de una puñalada.
Oía voces de gente adulándola, diciendo lo bonita y educada que era. Y oía también la
promesa de que iban a adoptarla, de que podría tener un nuevo hogar en el que la querrían
como a una hija.
Y oyó también a la responsable del hogar diciendo que la gente había cambiado de
opinión, que ya no iban a adoptarla.
Sucedía una y otra vez. Promesas hechas y promesas rotas. Esperanzas y sueños
hechos añicos continuamente. Su confianza en el futuro destrozada.
Había aprendido, y de qué manera, a enterrar sus sentimientos en lo más profundo de
su interior. A proteger su corazón, su alma, contra todos los males del amor.
Promesas rotas.
Dios, ¿qué le habían hecho? ¿En qué se había convertido?
Poco a poco fue dándose cuenta de que Jack estaba intentando aplacar a Bert,
diciéndole que Andrea y su equipo volverían a comenzar a la mañana siguiente y pronto
tendrían un nuevo proyecto para él.
—No —dijo Andrea—, no lo haremos.
—Claro que sí —la contradijo Jack, mirándola intensamente.
Andrea se acercó tambaleándose hasta una silla que le permitiera agarrarse a su
respaldo.
—Jamás has considerado la posibilidad de cambiar de agencia, ¿verdad, Bert? —
preguntó con voz temblorosa—. Todo esto ha sido una farsa, una forma como otra
cualquiera para escapar de un frío invierno en Chicago y venir a disfrutar del vino, los
manjares y el sol de Phoenix. Viniste aquí prometiendo ver nuestras propuestas con la
mente abierta. Pero era una promesa que en ningún momento pretendías cumplir, ¿no es
cierto, Bert?
—Andrea, ya basta —le advirtió Jack.
—Déjame decirte algo, señor propietario de millones de toneladas de comida para
gatos —continuó Andrea, ignorando a su jefe—, me has hecho un tremendo favor. Me has
descubierto algo que ni siquiera sabía.
Las lágrimas comenzaron a rodar por las pálidas mejillas de Andrea.
— ¿Y sabes una cosa, Bert? —le preguntó, conteniendo un sollozo—. Las mariposas que
aparecían con los gatos no estaban volando... Estaban bailando. ¿Y cómo lo sé? Porque soy
una mujer enamorada del hombre más maravilloso de la tierra. Enamorada. Y sólo la gente
enamorada puede hacer que las mariposas bailen.
—Andrea —le dijo Jack—, has perdido completamente el control.
—Oh, no —contestó Andrea, sacudiendo la cabeza—, al contrario. Es la primera vez
que lo recupero desde que era una niña. Estoy enamorada, y rezo al cielo para que no sea
demasiado tarde. Espero no haber perdido ya al hombre que me amaba.
—No lo has perdido —se oyó una voz grave y profunda—, porque está aquí.
Brandon entró a grandes zancadas en la habitación y Andrea se quedó mirándolo como
los ojos abiertos de par en par, preguntándose frenéticamente si estaría imaginando su
presencia.
— ¿Y quién demonios es usted? —preguntó Jack.
Brandon continuó caminando hacia Andrea, posó las manos en sus hombros y la miró a
los ojos.
— ¿Yo? —respondió Brandon, sin apartar los ojos de Andrea—. Soy el hombre que ama
a esta mujer con toda su alma. Soy el hombre que junto a Andrea puede conseguir que las
mariposas bailen.
—Ya estoy harto de locuras —se quejó Bert—. Me voy. Y gracias por tus atenciones,
Jack. La verdad es que he pasado unas buenas vacaciones.
— ¿Qué? —preguntó Jack—. ¿Entonces lo que ha dicho Andrea es cierto? ¿No tenías
ninguna intención de cambiar de agencia?
—Claro que no. Mi empresa funciona perfectamente. He venido hasta aquí para
disfrutar de unos días de sol a costa tuya. Hasta luego —y sin más, abandonó la habitación.
—Ese patán... —comenzó a decir Jack, pero entonces miró a Andrea—. Andrea, cariño,
vete a casa, descansa y tómate mañana el día libre. Seguro que en cuanto duermas un poco
verás las cosas de otra manera.
—No, Jack. No voy a volver a este trabajo. Y si quieres denunciarme por
incumplimiento del contrato, hazlo.
—Pero... Ah, diablos, lo olvidaba. Las mariposas bailando y todas esas locuras. Sois tal
para cual. Los dos estáis completamente locos —terminó diciendo antes de abandonar la
habitación.
Brandon lo observó marcharse y miró después a Andrea a los ojos.
—Andrea Cunningham —susurró—: ¿quieres casarte conmigo? ¿Estás dispuesta a ser
mi esposa? ¿A vivir conmigo en Prescott?
—Sí, claro que sí —contestó llorosa.
Se arrojó a los brazos de Brandon y éste la estrechó cariñosamente contra él.
—No sabes cuánto lo siento, Brandon —le dijo entre sollozos—. Tenía miedo de
amarte, de confiar en ti y en tus promesas. Perdóname, por favor, perdona que te haya
hecho daño. Te lo explicaré todo más tarde, pero ahora créeme si te digo que la culpa la han
tenido los fantasmas del pasado. En cualquier caso, Brandon, el futuro es nuestro.
—Andrea —musitó Brandon.
Andrea sonrió a través de las lágrimas.
—Te amo, Brandon Hamilton.
—Y yo a ti, Andrea Cunningham —respondió Brandon, con la voz atragantada por la
emoción.
Llegó entonces hasta ellos el sonido del repicar de las campanas y las bocinas de los
coches.
—Es media noche —dijo Andrea.
Brandon le enmarcó el rostro entre las manos.
—Feliz Año Nuevo, mi amor.
Bajó la cabeza lentamente y atrapó la boca de Andrea para darle un beso con el que
sellaba su compromiso. Con él, la soledad y el sufrimiento de los días anteriores pasaron a
formar parte del olvido.
—Vámonos de aquí —le pidió Brandon, interrumpiendo el beso.
—Sí —contestó Andrea—. Regresaré mañana a buscar mis objetos personales.
Podemos pasar la noche en mi apartamento —se interrumpió y se quedó mirando al vacío con
expresión pensativa—. Sí, eso es lo único que es, un frío apartamento. Y lo que tú y yo
tendremos será un hogar, un verdadero hogar rebosante de amor.
Brandon deslizó el brazo por los hombros de Andrea y comenzó a caminar.
—Espera —le pidió Andrea.
Se acercó al caballete y sacó la lámina en la que aparecían los gatos con las mariposas.
La metió enrollada en un tubo y dijo sonriente:
—Quiero guardar esto.
—La enmarcaremos —añadió Brandon sonriente—. Vamos, deberíamos estar ya en la
calle, recibiendo al nuevo año, saludando al primer día del resto de nuestras vidas.
Horas más tarde, Andrea se despertó sobresaltada. Al mirar el reloj, gimió con
desmayo.
Eran las tres y cuarto de la mañana. Se había quedado dormida mientras Brandon se
duchaba. Pretendía esperarlo despierta, ansiosa como estaba por hacer el amor con él. Pero
el cansancio la había vencido y se había quedado completamente dormida.
Volvió la cabeza. En sus labios se dibujó una suave sonrisa al ver a Brandon durmiendo
pacíficamente a su lado.
Oh, cuánto lo quería, pensó. El futuro se extendía ante ellos como un inmenso campo
lleno de regalos de Navidad. ¿De verdad sabría Brandon cuánto lo amaba?
—Quizá sea mejor que se lo demuestre.
Andrea se tumbó boca abajo y comenzó a acercarse a Brandon centímetro a
centímetro. Mientras se movía, podía sentir el deseo empezando a vibrar en su cuerpo
desnudo.
De pronto, Brandon alargó el brazo y la agarró de la cintura por sorpresa. Como si no
pesara más que una pluma, la levantó y la colocó sobre él.
— ¿Se puede saber a dónde ibas? —le preguntó, sonriendo.
—Me has dado un susto de muerte —contestó ella, también sonriendo—. Venía hacia ti
para intentar seducirte.
—Te habría resultado imposible.
— ¿Estás seguro?
—Completamente —contestó riendo—. Porque para que me sedujeras, haría falta que
yo me estuviera resistiendo a tus femeninos encantos y tú intentaras convencerme para
que dejara de rechazarte. Y puedes estar segura de que no vas a encontrar el mínimo de
resistencia en todo mi cuerpo.
—Qué bien.
Andrea bajó lentamente la cabeza y reclamó la boca de Brandon para fundir con ella
sus labios en un apasionado beso.
De la garganta de Brandon escapó un gemido mientras rodaba sobre ella, atrapándola
entre sus brazos. Brandon profundizó el beso y Andrea cerró los ojos, saboreando el sabor
y el calor de la pasión que comenzaba a extenderse por su cuerpo.
Se sentía tan viva, pensó soñadora. Tan joven, tan despreocupada y feliz. Estaba
enamorada, y era glorioso.
Brandon interrumpió el beso para buscar los senos de Andrea, que acarició lentamente
con la lengua.
Al mismo tiempo, Andrea deslizaba las manos por su pecho, regocijándose en la fuerza
de aquel hombre, en su poder, su carácter y su delicadeza.
Se besaban y acariciaban recordando el pasado y anticipando el futuro mientras el
deseo consumía sus cuerpos. Brandon cubrió de besos el vientre de Andrea y descendió
lentamente. Andrea cerraba los ojos con fuerza y susurraba su nombre, hasta que ya no
pudo seguir soportándolo.
—Brandon, por favor —dijo, con la voz convertida en un sollozo.
Brandon se irguió, para hundirse casi inmediatamente en ella, fundiendo sus cuerpos
en una milagrosa entidad.
—Oh, sí —musitó entonces Andrea, alzando las caderas para unirse más íntimamente
con él.
El ritmo de sus movimientos fue aumentando hasta convertirse en una danza salvaje
en la que expresaban la fuerza de su deseo. Al igual que la vez anterior, volaron juntos
hasta alcanzar las más altas cumbres del placer.
— ¡Brandon!
Allí estaban, estallando en su cielo particular, en medio de una lluvia de brillantes
colores.
Y…
Mariposas.
Había una multitud de hermosas mariposas y todas, cada una de ellas, estaba bailando.
Regresaron exhaustos a la realidad. Brandon deslizó la mano por la cintura de Andrea
y posó los labios en su frente. Poco a poco fueron recobrando el ritmo normal de la
respiración.
— ¿Las has visto, Brandon? —preguntó Andrea, consciente del asombro que vibraba
en su voz—. ¿Has visto a las mariposas bailando?
—Sí, las he visto. Eran increíbles.
—Y son nuestras.
Brandon suspiró satisfecho.
—Y van a pasar con nosotros toda una vida.
Epílogo
Se casaron en la misma iglesia en la que se había celebrado la boda de los padres de
Brandon.
En el periódico local dieron la noticia de la boda, informando también de que el señor y
la señora Hamilton habían decidido instalarse en Hamilton House hasta que encontraran el
hogar perfecto. Durante la primavera, organizarían una fiesta en la plaza para que pudieran
asistir a ella cuantos lo desearan.
Andrea se metió detrás del mostrador de recepción y agarró a su marido por la
cintura.
—Hola —la saludó Brandon, y le dio un beso en los labios—. ¿Qué tal ha ido el día?
—Acabo de conseguir a mi cuarto cliente —contestó sonriente—. Voy a prepararle una
campaña publicitaria a una amiga tuya, a la dueña de la tienda en la que me compré el abrigo
rojo el año pasado.
—Por cierto, eso me recuerda que Mickey ha estado lavando tu coche. Creo que
pretende pedirte que le dejes conducirlo otra vez —se interrumpió un instante—. Y muchas
felicidades por tu cuarto cliente.
—Gracias —contestó Andrea, inclinando la cabeza—. Estoy muy contenta. Hoy el
cuatro es mi número de la suerte. No sé si recuerdas que hoy es nuestro cuarto mes de
casados.
—Claro que sí —Brandon la abrazó—. Feliz aniversario, señora Hamilton.
—Igualmente, señor Hamilton.
—Eh —se oyó una voz profunda—. Nada de tonterías en el trabajo. ¡Basta ya!
Andrea y Brandon se separaron bruscamente. Al ver al autor de aquella broma,
Brandon esbozó una sonrisa de oreja a oreja.
— ¡Taylor! Dios mío, ¿cuándo has venido? Andrea, éste es Taylor Sinclair, del que has
oído esas cosas tan terribles. El padre de Taylor, Clem, es mi contable, ¿te acuerdas?
Taylor, ésta es Andrea, mi mujer desde hace cuatro meses.
—Lo siento, Andrea —la compadeció Taylor.
Andrea soltó una carcajada mientras observaba al atractivo amigo de su marido.
Taylor Sinclair era también un hombre alto y de complexión atlética. Pero mientras
Brandon y Ben tenían el pelo oscuro, del de Taylor casi podía decirse que era rubio. Sus
facciones eran fuertes y sus ojos de color castaño.
El terrible dúo de Brandon y Ben, pensó Andrea, iba a convertirse en un trío.
—Estoy aquí en misión oficial —dijo Taylor, llamando al instante la atención de
Andrea.
— ¿Qué ocurre?
Taylor frunció el ceño.
—Mi padre no está bien, Brandon. Ya sabes que tuvo que mudarse a Phoenix porque los
médicos dijeron que la altitud de Prescott no era buena para su corazón.
Brandon asintió.
—Bueno —continuó explicando Brandon—. Ha tenido un trabajo abrumador con las
declaraciones de la renta, pero por fin ha admitido que está dispuesto a jubilarse. Yo he
dejado San Francisco y me he trasladado a Phoenix para estar cerca de mi padre y hacerme
cargo de la contabilidad de las empresas que él llevaba. Ahora estoy visitando a mis
clientes, para saber si están dispuestos a contar conmigo.
—En mi caso está claro —contestó Brandon—, pero siento que Clem no esté bien.
—Si se toma las cosas tranquilamente, todavía podrá vivir muchos años. Él dice que
está preparado para jubilarse, pero ya veremos si consigue acostumbrarse a no trabajar.
—Dale recuerdos de mi parte.
—Se los daré.
—Escucha, Taylor, me alegro de que te hayas dejado caer por aquí. A Andrea y a mí
nos gustaría hablar contigo de la posibilidad de abrir algunas tiendas en el vestíbulo de
Hamilton House. Nos gustaría tener una visión financiera del asunto.
—Suena interesante, aunque habrá que hacer números.
—Bueno, bueno. Ya era hora de que te dejaras caer por aquí —se oyó una voz familiar.
Taylor se volvió y apareció en su rostro una enorme sonrisa.
— ¡Tía Charity! —exclamó—. ¡Y tía Pru! ¡Dadme un abrazo!
—Estás muy guapo —comentó Charity, escrutándolo con la mirada después de haberlo
abrazado—. ¿Estás casado?
Taylor soltó una carcajada.
—No, todavía soy un hombre libre, y eso es exactamente lo que quiero seguir siendo.
—Por ahora, querido —contestó Prudence con dulzura—. Pero quizá cambies de opinión
en el futuro, como cambió Brandon.
—No —Taylor sacudió la cabeza—. Yo no.
—Prudence —dijo Charity—, éste es un trabajo para nosotras. Ben, Jennifer, y ahora
este guapetón de Taylor, no, no podemos consentir que pasen solos el resto de sus vidas.
—Desde luego —dijo Brandon.
—Estoy completamente de acuerdo —añadió Andrea.
—Pero todo a su tiempo —dijo Pru—. Todo a su debido tiempo. Y hay una cosa de la
que por lo menos no tenemos que preocuparnos.
Todos la miraron con expresión interrogante.
—Las mariposas —dijo tía Pru con serenidad—. Estando estos dos tan enamorados,
nunca dejaremos de ver bailar a las mariposas.

Joan Elliott Pickart - Serie Apuesta de solteros 1 - Más que un recuerdo


(Harlequín by Mariquiña)

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