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Todas las legítimas religiones tienen este problema en común, y esto nos debería mantener humildes en
nuestro lenguaje religioso. Más aún, por encima de nuestra común lucha por tener un concepto de
Dios, todos luchamos también por entender a Dios amando en realidad de manera universal e
incondicional. Todas las religiones y todas las denominaciones luchan por no hacer a Dios tribal,
parcial ni carente de total amor y entendimiento. En el Cristianismo, el Judaísmo y el Islamismo, por
ejemplo, donde todos creemos en el mismo Dios, todos tendemos también a conceptualizar a ese Dios
como varón, célibe y frunciendo el entrecejo casi siempre; no exactamente el inefable, el Dios
incondicionalmente amoroso de la revelación.
Así, pues, ¿cuál es nuestra tarea? Nuestra tarea como creyentes es profundizar hacia una empatía
siempre creciente entre unos y otros, por medio de todas las maneras denominacionales y religiosas de
pensar. Ese es el auténtico itinerario para el diálogo ecuménico e interreligioso. A riesgo de sonar
herético o desleal a mi propia tradición de fe, digo esto. Nuestra tarea no es emprender el logro de
convertidos, tratar de persuadir a otros a que se unan a nuestra propia iglesia. Nuestra tarea es entrar
siempre más profunda, fiel y amorosamente en nuestra propia iglesia y denominación, aun cuando nos
empeñemos en estar en una empatía más profunda con todos los otros que adoran a Dios
diferentemente a como lo hacemos nosotros.
El renombrado eclesiólogo Avery Dulles enseñó que el camino hacia el ecumenismo cristiano y el
diálogo interreligioso no es el camino de la conversión, de intentar conseguir que otros se conviertan a
nuestra iglesia particular. El camino que seguir (en palabras suyas) es el camino del “gradualismo
progresivo”, esto es, el de cada uno de nosotros siendo siempre más fiel a Dios dentro de nuestra
tradición, de modo que mientras cada uno de nosotros crezca más cerca de Dios (y para los cristianos,
de Cristo) creceremos más cerca unos de otros y de todas las personas de sincera fe. La unidad que
buscamos no se halla en una única iglesia o comunidad de fe que al fin convierta a todos los otros a
unirse a ella, sino en que cada uno de sincera fe venga a ser progresivamente más fiel a Dios, de modo
que la unidad que deseamos pueda tener lugar algún día en el futuro, dependiendo de nuestra propia
fidelidad más profunda dentro de nuestra propia tradición de fe.
Nuestra tarea en tal caso no es la de tratar de convertir a otros para que se unan a nuestra propia
iglesia, sino la de profundizar más en nuestra propia iglesia, aun cuando hagamos lo imposible por
estar en una empatía siempre más profunda con otras iglesias y otras creencias. Necesitamos ser
hermanos y hermanas mutuamente, reconociendo que ya tenemos un Dios compartido, una humanidad
compartida y unas angustias compartidas.
Esto no implica que todas las religiones sean iguales, sino que más bien ninguno de nosotros está
viviendo la verdad plena y que el camino que seguir se funda en una conversión personal más profunda
dentro de nuestra propia fe y una relación más empática hacia otras creencias.