la guerrilla ha sustituido aquí y allá a la guerra
«convencional» (el vocabulario tiene también sus «pudores»...). La paz, cuando se ha mantenido, no ha sido más que el equilibrio del terror, la amenaza de la muerte atómica siempre suspendida sobre nuestras cabezas. No hay nadie entre nosotros que en el trans- curso de esos años difíciles no haya percibido, un día de forma más trágica que otros, como por un resplandor que perforaba una noche de apocalip- sis, la contingencia radical de la ciudad terrestre. Y esa experiencia, la misma que el saco de Roma por los visigodos de Alarico representó para los contemporáneos de Agustín, conserva para el que la ha vivido un valor permanente. Nuestro papel, como testigos, es el de recordarla cuando todo pueda parecer que se arregla provisionalmente en nosotros y en nuestro contorno inmediato; a nosotros nos corresponde profundizar en ella y extraer la lección que de ahí deriva. Los hombres de nuestro tiempo nos hemos sen- tido como llevados —levantados por encima de nosotros mismos o dejados caer implacablemen- te—, por las marejadas de fondo del movimiento de la historia, como por un molino de dimensiones oceánicas. oceán icas. Y, Y , como en en las las esculturas de Angkor, Angk or, del movimiento del mar de leche salía no sólo el elixir de la inmortalidad, sino también el veneno capaz de matar al mundo \ 1 Angk Angkor or,, capital capital del del antiguo reino reino khmer (actual (actual Camboya), famosa por sus esculturas, en las que se mez-