En mi corazón y mi cabeza habitan mundos conflictivos.
El tiempo ya no tiene sentido. ¿Cómo es posible que esta bebé a la que ayer mismo sostuve y alimenté con mi pecho, camine hacia el futuro, sin mirar atrás. ¿Tan solo lo suficiente como para atrapar un último beso soplado desde mis dedos temblorosos a los suyos tan tranquilos? Mi vaso está medio lleno, pero rebosa con las lágrimas que derramé antes de este día tan temido, pero también tan lleno de orgullo. Hija mía. Que la calidez y el amor que recibiste en nuestra casa te proteja y te brinde consuelo si los aspectos de tu nueva vida se vuelven fríos y desoladores. Que la ternura de tu corazón hable a los corazones de otros que quizás ya hayan comenzado a endurecerse. Que tu bondad innata sea atesorada y no explotada. Que tu valor intrínseco sea reconocido y respetado. Que seas admirada por tus elecciones en lugar de ridiculizada (y Dios mediante, que respetes esas elecciones). Que puedas ver la mano de Dios en lo cotidiano y que te deleites en los misterios del mundo. Que los valores que esperamos haber moldeado florezcan en ti. Y que lo hayamos acertado la mayoría de las veces, de modo que hayamos construido una base sobre la cual puedas convertirte en la mujer compasiva, decidida, lograda, reflexiva y feliz que debes ser. Hija mía, has sido mi mayor bendición y mi mayor desafío. Mi vida es más rica, más plena, más fuerte y mucho más significativa por tenerte en ella estos 18 cortos años. Te miro a los ojos una última vez y luego aparto la mirada, no porque me avergüence de que me veas llorar, sino porque brillas demasiado para mirarte directamente. Eres mi sol, dando vida a mi mundo. Quiero decir algo profundo a lo que ambas podamos aferrarnos. Y así, se acabó. Para mí, no hay un último momento perfecto. Lo único perfecto eres tú. Lleva siempre contigo estas palabras, que mi amor y mi corazón siempre te seguirá allí a donde vayas. Hoy, mañana y siempre seré tu mamá y tú mi bebé, mi hija querida y amada.