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Los fantasmas de Scrooge

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Charles Dickens
f cuentos
-nfanti les
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PR IMERA ESTROFA - EL FANTASMA DE MAR LEY

Marley esta ba muerto: empecemos por a hí.


Sobre eso no hay ninguna duda. El clérigo, el
funciona rio, el empresa rio de pompas
fúnebres y la persona que presidió el duelo fir
ma ron el registro del entier ro. Lo fir mó
Scrooge, y el a pellido Scrooge hacía bueno
cua lquier documento en el que a pareciera.
El viejo Marley esta ba ta n muerto como un
clavo de puerta.
Vaya mos por pa rtes: no quiero decir con
eso que yo sepa, por experiencia propia, qué
tiene de especia lmente muerto un clavo de
puerta. Por lo que a mí respecta, me
inclina ría a considera r que un clavo de ata úd
es el trozo de hierro más muerto que hay en
el mercado. Pero la sa biduría de nuestros a
ntepasa dos radica en el símil; y mis ma nos
pecadoras no lo pertur ba rán, porque, de lo
contra rio, el país iría a la ruina. Me
permitirán ustedes, por ta nto, que repita,
con rotundida d, que Marley esta ba ta n
muerto como un clavo de puerta.
¿Lo sa bía Sc rooge? Por supuesto que sí.
¿Cómo podría ser de otra ma nera? Marley y él
había n sido socios no sé cua ntísimos a ños.
Sc rooge fue además su a lbacea, administra
dor, cesiona rio, legata rio del rema nente,
a migo y única persona que lo acompa ñó a l
cementerio. Y ni siquiera Sc rooge quedó ta n
afecta do por el triste acontecimiento como
para no solemniza rlo -excelente hombre de
negocios que era - con un trato de lo más
ventajoso el día mismo del funera l.
La mención del funera l de Marley me devuelve
a l punto de pa rtida. No hay duda de que
Marley esta ba muerto. Esto hay que
entender lo con toda c la ridad; de lo contra rio la
historia que me dispongo a relatar perdería
todo su enca nto. Si no estuviéra mos
convencidos de que el padre de Hamlet muere
a ntes de que empiece la obra, no tendría nada
de particular que se diera un paseo de noche,
con viento de leva nte, por las mura llas de su
castillo: no pasa ría de hacer lo mismo que
cua lquier otro ca ballero de edad ava nzada
que, después de oscurecido, se presenta de
ma nera imprudente en un sitio ventoso -
ponga mos el
cementerio de Sa n Pa blo- pa ra deja r
estupefa cto a su hijo, un poco inesta ble
menta lmente.
Sc rooge nunca borró el nombre del v1eJ o
Marley. Allí seguía, a ños después, encima de la
puerta de su negocio: Sc rooge y Marley. A la
empresa se la conocía como Sc rooge y Marley.
Y los recién llegados unas veces llamaban
Sc rooge a Sc rooge, y otras lo llamaban Marley,
pero él contesta ba en a mbos casos. Le da ba lo
.
mismo.
Y es que el bueno de Sc rooge tenía la ma no
bien fir me en la piedra de afila r. ¡Era un ava
ro que sa bía a preta r, a rranca r, torcer, empuja
r, rasca r y sobre todo no solta r nunca !
Duro y corta nte como el peder nal, ningún
acero había hecho que se le esca para nunca
una chispa de generosida d; cer rado, sella do,
solita rio como una ostra. El fr ío interior le
hela ba las vieja s fa cciones, le mordía la nariz
puntiaguda, le a rruga ba las mejillas, le aga
rrotaba las extremida des, le enrojecía los
ojos y le a morata ba los labios; y se
ma nifesta ba hacia el exterior en el tono agrio
de su voz. Una esca rcha helada le teñía la
ca beza, las cejas y la
barbilla enjuta. Siempre lo acompa ñaba su
baja temperatura; hela ba su despa c ho en
los días de ca nícula; y ta mpoco entra ba en
ca lor por el hecho de ser Navidad.
El ca lor y el frío de fuera le influía n muy poco.
Ninguna tibiez a lo ca lenta ba, ni tiempo
inver nal a lguno lo enfria ba. Ningún viento, por
mucho que sopla ra, era más corta nte que él,
ninguna nieve que cayera esta ba más
concentra da en su propósito, ninguna lluvia
violenta menos dispuesta a escucha r súplicas.
El ma l tiempo no sa bía cómo hacer presa en
él. La lluvia más intensa, la nieve y el gra
nizo, al igua l que el agua nieve, solo podían
presumir de aventaja rlo en una cosa. Ellos,
a menudo, ca ía n "con profusión"; en el caso
de Sc rooge, eso no sucedía nunca.
Nadie lo paraba en la ca lle pa ra decir le,
con a legre sor presa: "Mi querido Scrooge,
¿qué ta l está ? ¿Cuándo vendrá a verme?".
Ningún mendigo le pedía un óbolo, ni los
niños le pregunta ban la hora, ni ta mpoco
hombre o mujer se le acerca ron una sola vez
en toda su vida para averigua r cómo ir a ta l
o cua l sitio. Incluso los perros de los
ciegos parecía n
conocer lo; y cua ndo lo veía n a cerca rse, tira
ba n de sus dueños pa ra meter los en un
porta l o en el interior de un patio, y luego
movía n la cola como si dijera n: "¡Que no lo
vea n a uno siempre es más seguro que el
mal de ojo, pobre a mo mío !".
Pero ¡qué más le da ba a Scrooge ! Era
precisa mente eso lo que le gusta ba. Pa ra
Scrooge, a brirse ca mino por los a barrotados
senderos de la vida advirtiendo a la buena
gente de la conveniencia de gua rdar las
dista ncias era como engullir pastelillos para el
goloso.
Sucedió en cierta ocasión -de todos los días
hermosos que hay en el a ño, una
Nochebuena - que el viejo Scrooge tra baja ba
como de costumbre en su esta blecimiento. El
tiempo era fr ío, desola do, corta nte, neblinoso;
y él oía a la gente fuera que estor nuda ba
mientras iba de aquí para a llá, que se golpea
ba el pecho con las manos y que da ba
patadas a los adoquines para trata r de ca
lenta rse. Los relojes de la ciudad aca baban
de da r las tres, pero ya había oscurecido -
a penas hubo luz en todo el día - y empeza
ban a encenderse vela s
en las venta nas de los despa chos vecinos,
como manchas rojizas en un a ire gris y espeso.
La niebla se introducía por las rendijas y los
ojos de las cer raduras y se espesa ba ta nto en
el exterior que, si bien el patio era de los más
estrechos, las casas del otro lado no pasa ban
de simples fa ntasmas. Al ver las nubes oscuras
descender más y más, ennegreciéndolo todo,
se podría haber pensado que la Naturaleza
había venido a insta larse a llí cerca, y que
fa brica ba cerveza a gra n esca la.
La puerta del despa cho esta ba a bierta
porque Sc rooge no quería perder de vista a
su emplea do, que, situa do un poco más lejos,
en un sombrío cubículo, una especie de celda
de presidia rio, pasa ba ca rtas a limpio.
Sc rooge disponía de un fuego pequeño, pero
el del emplea do era ta n diminuto que parecía
no tener más que un trozo de ca rbón. No
podía, sin emba rgo, a ñadir le combustible,
porque Sc rooge gua rdaba el cubo en su cua
rto; y, todas las veces que el pobre
desgra ciado entra ba con la pala, su patrón le
a nticipa ba que no iba a tener más remedio
que despedir lo. Con lo que el emplea do se
ponía su bufanda
blanca y trata ba de ca lenta rse con la vela,
esfuer zo en el cua l, por ser hombre de
poca imaginación, fracasa ba.
-¡Feliz Navida d, tío ! ¡Que Dios le bendiga !
- excla mó una voz a legre. Era el sobrino
de Scrooge, y ha bía a pa recido ta n de repente
que a quella excla mación fue la primera
seña l que recibió su tío de su presencia.
-¡Bah ! -dijo Scrooge -. i Pa pa rruchas !
Ta nto se había ca lentado ca minando a buen
paso entre la niebla y el hielo aquel sobrino de
Scrooge que esta ba todo él respla ndeciente, el
rostro encendido y cordia l; los ojos le brillaban
y lanza ba nubes de va por con la respiración.
-¿Pa pa rruchas las Navida des, tío? -preguntó
el recién llegado-. Estoy seguro de que no lo
dice en serio.
-Cla ro que sí -respondió Sc rooge-. ¿Por
qué demonios está s ta n a legre? ¿Qué
motivos tienes pa ra regocija rte? No has sa
lido de pobre, que yo sepa.
-Va mos, va mos -replicó a legremente el
sobrino -. ¿Qué derecho tiene usted a ver
lo
todo ta n negro? ¿Qué razón aduce para esta
r tacitur no? No le fa lta dinero, que yo sepa.
Scrooge, incapaz de improvisa r sobre la marcha
una respuesta contundente, repitió su "¡Bah !".
y concluyó de nuevo con su "¡Paparruchas !".
-¡No se enfa de, tío ! -dijo el sobrino.
-¿Cómo no me voy a enfada r -replicó el
tío-, si vivo en semeja nte mundo de
estúpidos? iFeliz Navida d ! iAI infier no con
vuestra feliz Navidad ! ¿Qué son las navida
des excepto un tiempo para no tener dinero
con que paga r las fa cturas; pa ra descubrir
que ha pasa do un a ño más pero no eres ni
una hora más rico; una época pa ra
cua dra r tu conta bilidad y tener todos tus
asientos, a lo la rgo, nada menos, de doce
meses, presentados sin remedio contra ti?
Si de mí dependiera -dijo Scrooge lleno de
indignación- a todo imbécil que va por a hí
con "¡Feliz Navida d !". en los la bios,
ha bría que cocer lo con su propio pudín y
enterra rlo con una rama de a cebo clava da
en el corazón. iTe lo aseguro !
-¡Tío! -suplicó el sobrino.
-¡Sobrino ! -replicó Scrooge con dureza -.
Celebra la Navida d a tu manera y déja me
que yo la celebre a la mía.
-¡Celebra rla ! -repitió el sobrino -. Pero
¡si usted no la celebra !
-Déja me entonces que la olvide -dijo
Scrooge- . ¿Es que a ti te va a servir de
a lgo celebra rla? ¿Te ha servido de a lgo
a lguna vez ?
-Hay muchas cosas de las que podría
ha berme beneficia do y que no he sa bido
a provecha r, me atrevo a decir -replicó el
sobrino -. La Navida d entre otras. Pero estoy
seguro de que siempre he pensado en ella,
cua ndo llega (a pa rte de la venera ción
debida a lo sagra do de su nombre y de su
origen, si es que a lgo relaciona do con ella se
puede sepa rar de eso), como una buena
época; un tiempo de a mabilidad, de perdón,
de ca ridad, de a legría; la única época,
que yo sepa, en el la rgo ca lenda rio del
a ño, en que hombres y mujeres pa recen, de
común a cuerdo, a brir su corazón sin
restricciones, y pensa r en sus inferiores
como si de verda d fuesen compa ñeros de
viaje hacia la tumba, y no otra raza de
criaturas empeña das en recor ridos
completa mente
distintos. Y en consecuencia, tío, a unque nunca
me ha metido en el bolsillo ni una pizca de oro
ni de plata, creo que la Navidad me ha hecho
bien, y me lo seguirá haciendo; y lo que digo
es: ique Dios la bendiga !
El emplea do, desde su celda, a plaudió sin
querer. Como se dio cuenta en el a cto de la
incorrección cometida, atizó el fuego y aca
bó pa ra siempre con el último débil destello.
-Como le oiga a usted hacer algún otro ruido
-dijo Scrooge - ¡celebrará la Navida d
perdiendo su empleo ! Eres un orador
muy elocuente, ca ba llerete -a ñadió,
volviéndose hacia su sobrino -. Me
pregunto por qué no estás a ún en el
Pa rla mento.
-No se enfade, tío. ¡Vamos ! Venga maña na
a cena r con nosotros.
Scrooge dijo que lo ver ía en el... Sí; cierto
que lo hizo. Dijo la frase entera, y a ñadió que
a ntes lo ver ía en a quella situa ción extrema.
-Pero ¿por qué? -excla mó el sobrino de
Scrooge- . ¿Por qué?
-¿Por qué te casaste? -preguntó Scrooge.
-Porque me ena moré.
-¡Porque te ena moraste ! -gruñó Scrooge,
como si a quello fuese la única cosa del
mundo más ridícula que una feliz Navida d-.
¡Buenas ta rdes !
-No, tío, recuerde que ta mpoco venía usted
a ver me a ntes de que eso sucediera.
¿Por qué da rlo como una razón para no hacer lo
a hora?
-Buenas ta rdes -dijo Scrooge.
-No quiero nada de usted; no le pido nada;
¿por qué no podemos ser a migos?
-Buenas ta rdes -repitió Scrooge.
-Siento, de todo corazón, encontra rlo ta n
mal dispuesto. Nunca nos hemos peleado, a l
menos por la pa rte que me toca. Pero hago
este intento en homenaje a la Navidad, y voy
a conserva r mi humor navideño hasta el fina l.
De manera que, ¡felices navida des, tío !
-¡Buenas ta rdes ! -insistió Scrooge.
-¡Y próspero Año Nuevo !
-¡Buenas ta rdes !
El sobrino, de todos modos, sa lió del despa cho
sin una palabra de enfado. Se detuvo en la
puerta para felicita r la Navidad a l emplea do,
quien, pese a l frío que esta ba pasa ndo, se
mostró más cá lido que Scrooge, porque
devolvió la felicita ción con la mayor
cordia lidad.
-Otro que ta l baila -mur muró Scrooge,
que oyó lo que decía -: mi emplea do, con
quince chelines a la sema na, mujer e hijos,
hablando
de una Navidad feliz. Como para irse a l
. .
man1com10.
El supuesto loco, a l a brir la puerta para deja r
sa lir a l sobrino de Scrooge, permitió el paso
a otras dos personas. Eran ca ba lleros
cor pulentos, de aspecto agrada ble, que
ava nza ron, destoca dos, hasta entra r en el
despa cho de Scrooge. Tra ían en las manos
libros y papeles y le hicieron una inclinación de
ca beza.
-Scrooge y Marley, según creo -dijo uno de
los ca ba lleros, consulta ndo su lista
-.¿Tengo el placer de dirigir me a l señor
Scrooge o a l señor Marley?
-El señor Marley lleva siete a ños enter
rado - replicó Scrooge -. Murió hace
siete a ños, la noche de este mismo día.
-No nos ca be la menor duda de que la
libera lidad de la fir ma está bien representa
da en la persona del socio supérstite -dijo
el ca ba llero, a l tiempo que presenta ba sus
credencia les.
Desde luego que sí, porque ha bía n sido a lmas
gemela s. Ante la ominosa pa labra "libera
lidad", Scrooge frunció el entrecejo, movió la
ca beza y devolvió las credencia les.
-En esta época festiva, señor Scrooge -dijo
el ca ba llero, toma ndo una pluma -, es, si
ca be, más desea ble que de ordina rio hacer
una pequeña donación pa ra los pobres y los
necesita dos, que sufren lo indecible en el
momento presente. A muchos miles de
personas les fa ltan hasta las cosas más
necesa rias; cientos de miles necesita n los
consuelos más elementa les, señor mío.
-¿No hay cá rceles? -preguntó Scrooge.
-En gra n número -respondió el ca ba llero,
deja ndo la pluma.
-¿Y los ta lleres para los pobres? -quiso sa
ber Sc rooge-. ¿Siguen todavía en
funciona miento?
-Así es. Todavía -respondió el ca ba llero-.
Bien me gusta ría decir que no.
-¿La rueda de disciplina y la Ley de Pobres
siguen en pleno vigor, entonces? - insistió
Sc rooge.
-Las dos se a plica n, señor mío.
-Ah. Me temía, por lo que aca ba de decir
me, que hubiera sucedido a lgo para detener
las en su útil opera ción -dijo Sc rooge- . Me
a legro de sa berlo.
-Como a lgunos esta mos convencidos de
que proporciona n en muy escasa medida
a legría c ristia na a l espíritu y a l cuer po -
respondió el ca ba llero-, nos hemos
propuesto recauda r fondos pa ra compra r
a los pobres comida y bebida, y medios
pa ra ca lentarse. Elegimos esta época
porque son unas fecha s, entre toda s, en las
que la necesida d se siente en lo más vivo y
la a bunda ncia a legra. ¿Con qué ca ntidad
quer rá que lo a punte?
-¡Con ninguna ! -replicó Sc rooge.
-¿Desea hacer lo en el a nonimato?
-Deseo que se me deje en paz -dijo
Scrooge- . Puesto que me pregunta n
ustedes lo que deseo, ta l es mi respuesta. La
Navida d no me procura ninguna a legría y no
me puedo permitir a legrar a los desocupa
dos. Ayudo a fina ncia r los esta blecimientos
que he menciona do, que son basta nte
onerosos; y es a hí donde deben ir quienes
ca recen de medios.
-Muchos no pueden; y muchos preferir ía n
.
morir.
-Si prefieren morir -replicó Scrooge -,
será mejor que lo haga n y contribuya n a
disminuir el exceso de población. Por lo
demá s, perdónenme, no me consta ta l
extremo.
-Pero podría llega r a consta rle -observó
el ca ballero.
-No es asunto mío -a rguyó Scrooge -.
Basta con que un hombre entienda sus
propios negocios y no interfiera en los de
otras personas. Los míos me ocupa n todo el
tiempo. iBuenas ta rdes, ca balleros !
Al ver con cla ridad meridia na que ser ía inútil
insistir, los ca balleros se marcharon. Scrooge
reanudó sus tra bajos con una opinión más
favora ble sobre sí mismo, y con un humor, en
su caso, más burlón que de ordina rio.
Mientras ta nto la niebla y la oscurida d se
había n espesa do ta nto que la gente cor ría de
aquí para a llá con teas encendida s, ofreciendo
sus servicios pa ra ir dela nte de los coches
de ca ballos y mostra rles el ca mino. La
centena ria tor re de una iglesia, cuya áspera
y vieja ca mpana miraba siempre de reojo a
Sc rooge desde una venta na gótica, se hizo
invisible, y da ba las horas y los cua rtos en las
nubes, seguido todo ello de unas vibra ciones
ta n tremendas como si le casta ñetea ran, a llá
en lo a lto, los dientes en su ca beza helada. El
frío se volvió intenso. En la ca lle principa l,
en la esquina del patio, a lgunos obreros
a rregla ban las tubería s del gas, y había n
encendido un gra n fuego en un brasero,
a lrededor del cua l se reunía un grupo de
hombres y muchachos a ndrajosos: se
ca lenta ban las manos y guiña ban, enca
ntados, los ojos dela nte de las llamas. El
agua de la fuente, a ba ndonada a su suerte,
se había helado mela ncólica mente,
convirtiéndose en hielo misa ntrópico. El brillo
de las tienda s donde las ramitas y las bayas
de acebo c repitaban a l ca lor de las luces
de los esca parates sonroja ba los pálidos
rostros de los via ndantes. Pollerías y tienda s
de ultrama rinos se convertía n en bromas
espléndida s: un desfile glorioso, con el que era
práctica mente imposible c reer que estuviera n
relaciona dos principios ta n grises como tratos y
venta s. El lord a lcalde, en su poderosa
forta leza del Ayunta miento, da ba órdenes a
sus cincuenta cocineros y c riados para celebra
r la Navidad como debe hacerse en el hoga r
del lord a lca lde; e incluso el insignifica nte
sa stre, a l que se había multado con cinco
chelines el lunes a nterior por esta r borracho
y mostra rse pendenciero en la ca lle,
removía el pudín del día siguiente en su
buha rdilla, mientras su fla ca esposa y su bebé
sa lía n a la ca lle para compra r ca rne.
Siguieron a umenta ndo las nubes y el frío.
Un frío que penetra ba, que corta ba, que
mordía. Si el bueno de sa n Dunsta n se
hubiera limitado a morder le la na riz a l Espíritu
Maligno con un toque de ma l tiempo como
aquél, en luga r de utiliza r sus a rmas
habitua les, el demonio
habría rugido a ún con mayor fuer z a. El
propieta rio de una joven naricilla, roída por el
frío fa mélico ta nto como los huesos por los
perros, se agachó a nte el ojo de la cer radura
para obsequia rle con un villa ncico, si bien
nada más oír las primeras palabras Dios le
conserve, a ma ble señor, o el cuer po y a
legre el coraz ón, Scrooge se a poderó de
una regla con ta nta energía y deter minación
que el ca ntor huyó, ater rorizado, y a
ba ndonó el ojo de la cer radura a la niebla y a
la esca rcha, mucho más a cordes con la
disposición a nímica del ca mbista.
Llegó por fin el momento de cer rar la
conta duría. A rega ñadientes Scrooge
descendió de su esca bel y admitió tácita mente
el fin de aquella jor nada labora l; el emplea do,
expecta nte en su cubículo, a pagó a l instante
la vela y se puso el sombrero.
-Quer rá usted tener libre todo el día de
..., . .
manana, 1 mag1no.
-Si es conveniente, señor Scrooge.
-No es conveniente -fue su respuesta -, ni
justo. Si le retuviera media corona de su
sueldo, se considera ría trata do
injusta mente, no me ca be la menor duda.
El emplea do esbozó una pálida sonrisa.
-Y, sin emba rgo -seña ló Scrooge -, no le
pa rece injusto que yo pague el sueldo de un
día sin recibir tra bajo a ca mbio.
El emplea do hizo notar que semeja nte
circunsta ncia solo se producía una vez a l a ño.
-¡Una excusa poco vá lida para meter me
la mano en el bolsillo todos los 25 de
diciembre !
-excla mó Scrooge, mientras se a botona ba
el a brigo hasta la ba rbilla-. Y supongo que
necesita rá el día en su tota lidad. Pero
pasa do maña na trate a l menos de esta r aquí
a su hora.
El emplea do prometió que así ser ía, y Scrooge
sa lió refunfuña ndo. La oficina quedó cer rada
en un sa ntiamén y el emplea do, con los
largos extremos de su bufanda blanca colgá
ndole por debajo de la cintura ( porque no
disponía de a brigo), fue a desliza rse veinte
veces por un tobogá n en Ca rnhill, detrás de
una hilera de muchachos, para celebra r así la
Nochebuena, y luego cor rió hasta su casa en
Ca mden Town lo
más deprisa que pudo, con la intención de
juga r a la ga llina ciega.
Sc rooge consumió su mela ncólica cena en su
ta berna habitua l, igua lmente melancólica; y,
después de leer todos los periódicos y de pasa r
agrada blemente el resto de la vela da con su
cuader no de conta bilidad, volvió a su casa
para acosta rse. Vivía en el mismo
a lojamiento que ocupa ra a ntigua mente su
difunto socio. Se trata ba de una serie de
habitaciones oscuras en fila que for ma ban
parte de un viejo edificio sombrío, situado a l
fina l de un patio, en un luga r donde resulta ba
ta n a bsurda su presencia que difícilmente
podía deja r de pensa rse que había llegado a
llí cor riendo cua ndo, todavía joven, juga ba a l
escondite con otras casa s, y que luego había
ter minado por olvida rse de cómo sa lir. Era
ya viejo, y basta nte triste, porque a llí solo
vivía Sc rooge: las resta ntes habitaciones se
a lquila ban pa ra oficinas. El patio esta ba
ta n oscuro que incluso él, que se conocía de
memoria hasta la última piedra, tenía que
encontra r el ca mino a tientas. La niebla y la
esca rcha se acumula ban de ta l ma nera en
su vieja entrada sombría que era
como si el genio del invierno se senta ra,
tristemente medita bundo, en el umbra l.
Si bien es del todo cierto que la a ldaba de la
puerta no tenía nada de extraordina rio,
excepto que era muy gra nde, ta mbién es una
verda d incontrovertible que Sc rooge la había
visto, día y noche, todo el tiempo que lleva ba
residiendo en aquel sitio; queda ba igua lmente
fuera de duda que el viejo ca mbista tenía ta n
poco de lo que se conoce con el nombre de
imaginación como cua lquier otra persona de la
ciuda d de Londres, sin excluir -lo que es toda
una a udacia - a l consistorio, a los conceja les y
a la servidumbre. Ta mpoco debemos perder de
vista que Scrooge no había vuelto a pensa r en
Marley desde que por la ta rde lo habían
confundido con su a ntiguo socio, bajo tier ra
desde hacía ya siete a ños. Y luego que a lguien
venga a explica rme, si es que puede, cómo
sucedió que Scrooge, a l introducir la llave en la
cer radura de la puerta, vio en el llamador, sin
que aquel objeto sufriera ningún proceso
intermedio de ca mbio, no una a ldaba, sino el
rostro de Marley.
El rostro de Marley. No se trata ba de una
sombra impenetra ble, como los otros objetos
del patio, sino que parecía rodea rlo una luz
siniestra, como de crustáceo en mal estado en
un sóta no oscuro. Su expresión no tenía nada
de enojo ni de ferocida d; se limitaba a mira r a
Scrooge como Marley solía hacer lo: con los
fa ntasma les lentes a lzados sobre una frente
igua lmente fa ntasma l y los ca bellos
curiosa mente a lborotados como por el soplo
de a lguien o por a ire ca liente; y, si bien los ojos
esta ban del todo a biertos, no se movía n en
a bsoluto. Eso, y su lívida palidez, lo hacía n
horrible; pero el horror que inspira ba parecía
ajeno a l rostro y sin control por parte del
interesado, por lo que no era, en realidad, un
componente de su expresión.
Mientras Scrooge observa ba a quel
fenómeno, el rostro de Marley volvió a
convertirse en llamador.
Decir que el ca mbista no se sobresa ltó ni sintió
en sus entra ñas una impresión terrible que no
había vuelto a experimenta r desde la infancia
sería fa ltar a la verda d. Pero colocó de nuevo
la mano sobre la llave que había a bandonado
en
la cer radura, la hizo gira r con decisión,
entró en la casa y encendió su vela.
Hizo una pausa, a l tener un momento de
va cilación, a ntes de cer rar la puerta; y procedió
a mira r, precavido, hacia atrás, en primer luga r,
como si temiera a medias espa ntarse con el
espectá culo de la coleta de Marley
sobresa liendo hacia el vestíbulo. Pero no había
nada del otro lado de la puerta, excepto los
tor nillos y las tuerca s que sujeta ban el
llamador, de ma nera que dijo "¡Bah !", y la
cer ró con fuer za.
El portazo resonó por toda la casa como un
trueno. Cada una de las habitaciones de los
pisos superiores, así como los toneles en las
bodegas del vinatero, se hicieron eco del ruido
por propia iniciativa. Pero Sc rooge no era
hombre que se dejase a medrenta r por unos
ecos. Cer ró la puerta con llave, atravesó el
vestíbulo y subió las esca leras; lo hizo despa
cio y, además, despa biló la vela de ca mino.
Me hablarán ustedes de subir un coche de seis
ca ballos por una buena y a mplia esca lera
de otros tiempos o de "pasa r" en el
Parla mento un ma l proyecto y convertir lo en
Ley; pero lo
que quiero decir les es que se podría haber
hecho subir una ca rroza fúnebre por aquella
esca lera, incluso coloca da de través, con la
barra a la que se ata n los tira ntes de los
ca ballos hacia la pared y la portezuela hacia la
balaustrada y hacer lo sin dificulta d. Había
a nchura suficiente para ello y a ún sobra ba
espa cio; lo que quizá fuese la razón de que
Sc rooge creyera ver un coche fúnebre en
movimiento que lo precedía en la oscurida d.
Media docena de fa roles de gas de la ca lle no
hubiera n iluminado la entrada por completo,
de manera que pueden ustedes suponer que
todo seguía basta nte oscuro pese a la vela de
Sc rooge.
Pero el ca mbista subió, sin importa rle un
comino todo aquello: la oscurida d es barata y a
Sc rooge le gusta ba. Pero a ntes de cer rar con
llave la puerta de su vivienda, muy pesada,
recorrió sus habitaciones para comproba r que
todo esta ba en orden. Se acorda ba lo basta
nte de la ca ra fa ntasma l de Marley para
desea r hacer lo.
Cua rto de esta r, dor mitorio, trastero. Todo
tra nquilo. Nadie debajo de la mesa,
nadie
debajo del sofá; un fuego modesto en la
chimenea; cucha ra y tazón, listos; y un cacillo
de ga chas (Sc rooge esta ba resfriado) sobre
el fogón. Nadie debajo de la ca ma; nadie en
el a rma rio; nadie en su bata, que colga ba en
actitud sospechosa contra la pared. El trastero,
como de costumbre. Vieja pantalla de
chimenea, za patos viejos, dos cesta s para
pesca do, lava bo sobre tres patas y un atiza dor
para el fuego.
Satisfecho, cer ró la puerta y echó la llave; le dio
dos vuelta s, a lgo contra rio a sus costumbres.
Protegido así contra las sor presas, se despojó
de la corbata; se puso la bata, las za patillas y el
gor ro de dor mir; y se sentó dela nte de la
chimenea para toma rse las gachas.
El fuego era en verda d modesto; insuficiente
para una noche ta n fría. Sc rooge se vio
obligado a senta rse muy cerca, y casi a
incuba rlo para extraer una mínima sensa
ción de ca lor de ta n exiguo montón de
combustible. La chimenea era a ntigua,
construida por a lgún comercia nte hola ndés
hacía mucho tiempo, y recubierta de
pintorescos azulejos ta mbién holandeses,
pensados para ilustra r las Sagra das
Escrituras. Allí había Ca ínes y Abeles, hijas de
Fa raón, reinas de Sa ba, mensajeros a ngélicos
que descendía n por el a ire en nubes como
lechos de plumas, Abra hames, Ba ltasa res,
a póstoles que se hacía n a la mar en barcos
con for ma de sa lsera, cientos de figura s para
atraer la atención de Sc rooge; el rostro de
Marley, sin emba rgo, muerto de siete a ños,
a parecía como la va ra de Moisés, y se lo
traga ba todo. Si, para empeza r, cada liso
azulejo hubiese estado en blanco, con ca
pacida d para for ma r en su superficie una
imagen con los fragmentos inconexos de los
pensa mientos del ca mbista, habría habido
una reproducción de la ca beza del viejo
Marley en cada uno de ellos.
-¡Paparruchas ! -dijo Sc rooge, a ntes de
empeza r a pasea rse por la habitación.
Después de da r va rias vuelta s volvió a senta
rse. Al reclina r la ca beza en el respaldo de la
silla, su mirada tropezó con una ca mpana,
una ca mpa na en desuso, que colga ba del
techo del cua rto de esta r y que comunica
ba, por a lgún propósito - olvida do ya -,
con una cá ma ra en el piso superior del
edificio. Sucedió que, con gra n asombro
y un miedo extra ño,
inexplica ble, Sc rooge vio que la ca mpana
empeza ba a balancea rse. Al principio ta n
suavemente que a penas hacía ruido; pero
pronto resonó con fuer za, y lo mismo sucedió
con todas las ca mpanas de la casa.
Aquello duró quizá medio minuto, o un minuto,
pero a Scrooge le pareció una hora. Las
ca mpanas ca llaron como había n empeza do,
todas a l mismo tiempo. Siguió un ruido
metá lico, muy profundo y subter ráneo, como si
a lguien a rrastrase una enor me cadena
sobre los barriles en la bodega del vinatero.
Scrooge recordó entonces haber oído que cua
ndo se describía a los fa ntasmas de las
casas enca ntadas siempre a rrastra ban
cadenas.
La puerta de la bodega se a brió con un ruido
retumba nte, y a continua ción Sc rooge oyó
otro, mucho más fuerte, en el piso de a bajo;
luego a lgo subió las esca leras y se dirigió
directa mente hacia su puerta.
-¡Siguen siendo paparruchas -dijo
! Sc rooge-. No me lo voy a c reer.
Su color ca mbió, sin emba rgo, cua ndo, sin
pausa, la a parición atravesó la pesada puerta y
se presentó en la habitación, dela nte de sus
ojos. Al a parecer el fa ntasma, la llama
agoniza nte dio un sa lto como si gritase "¡Lo
conozco ! iEI difunto Marley !", a ntes de volver
a caer.
El mismo rostro: exacta mente el mismo.
Marley con la coleta, el cha leco habitua l,
ca lzas y botas; las borlas de estas últimas,
eriza das, como la coleta, los fa ldones del
chaquetón y los ca bellos. La cadena que
a rrastra ba la lleva ba sujeta a la cintura. Era
la rga, se le enrosca ba como una cola y
esta ba hecha ( porque Sc rooge la vio muy de
cerca) de caja s de cauda les, llaves,
ca ndados, libros de conta bilidad, escritura s,
y macizos monederos tra baja dos en a cero.
El cuer po de Marley era tra nspa rente, por lo
que Sc rooge, a l contempla rlo y atravesa r el
c haleco con la vista, veía los dos botones en
la parte de atrás del chaquetón.
Sc rooge había oído decir a menudo que Marley
ca recía de entra ñas, pero no se lo había c reído
hasta aquel momento.
No; ta mpoco se lo c reyó, incluso a hora. Pese a
exa minar a l fa ntasma de a rriba a bajo y de ver
lo

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