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LOMO: 32 mm

PRUEBA DIGITAL
OTROS TÍTULOS Frente a mí, hay un mar de sal SUSANA LÓPEZ RUBIO VALIDA COMO PRUEBA DE COLOR
EXCEPTO TINTAS DIRECTAS, STAMPINGS, ETC.

Juan del Val hasta donde alcanza la vista.


Candela
Sólo que no es un océano, es un
DISEÑO 08/07/2019 Jorge Cano
(Premio Primavera de novela)
desierto. Todo es blanco e infinito EDICIÓN -

Emma Lira
Ponte en mi piel y la nada que me rodea es
Máximo Huerta sobrecogedora. La sal brilla tanto SELLO
COLECCIÓN
ESPASA

Intimidad improvisada que duele mirarla, el viento borra Susana López Rubio es una de las guionistas
FORMATO 15 X 23 cm
TAPA DURA

Paloma Bravo las huellas de mis pies tras de mí. más reputadas del momento.
Es la responsable de la adaptación
SERVICIO

Las incorrectas
televisiva de la miniserie El tiempo entre
Estamos en vísperas de la Gran Guerra. La joven y osada Julieta hace
costuras y creadora de Acacias 38. CARACTERÍSTICAS
Luis García Jambrina una larga travesía por mar para reencontrarse con su adorado padre, don Su primera novela, El Encanto,

SUSANA LÓPEZ RUBIO


El manuscrito de aire Gonzalo, un próspero empresario con minas en el corazón de Bolivia. tuvo un gran éxito entre los lectores IMPRESIÓN CMYK
- 4/0 tintas
y ha sido traducida a nueve idiomas. -
Inés Plana
Ante ella se despliega un mundo nuevo y desconcertante, con códigos muy
Antes mueren los que no aman
distintos a los de la buena sociedad madrileña. Para su horror, PAPELw -
Julieta descubre no sólo que su padre está dominado por su amante,
sino que sus trabajadores le consideran un explotador implacable. PLASTIFÍCADO SOFT TOUCH

El conflicto entre ellos estalla y don Gonzalo decide mandar a su hija


UVI Sí
a una de sus posesiones en el Salar de Uyuni, un lugar tan hermoso
como inhóspito donde la muchacha descubrirá que lleva dentro RELIEVE -
una fuerza capaz de enfrentarse a cualquier adversidad... y también
al amor de su vida BAJORRELIEVE -

STAMPING -
Susana López Rubio ofrece en esta novela una historia de aventuras
y de pasión ambientada en uno de los lugares más mágicos y desconocidos
FORRO TAPA -
del planeta, pero, sobre todo, el retrato de una mujer indómita
y dispuesta a salir adelante incluso en las peores circunstancias.

GUARDAS -

PVP 19,90 € 10238378 INSTRUCCIONES ESPECIALES


-
www.espasa.com Diseño de la cubierta: Planeta Arte & Diseño
www.planetadelibros.com Fotografía de la autora: © Asís G. Ayerbe

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Susana López Rubio

Flor de sal

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ESPASA NARRATIVA

© Susana López Rubio, 2019


© Editorial Planeta, S. A., 2019
Espasa Libros, sello editorial
de Editorial Planeta, S.A.

Preimpresión: MT Color & Diseño, S. L.

Depósito legal: B. 18.250-2019


ISBN: 978-84-670-5595-5

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08034 Barcelona

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y procede de bosques gestionados de manera sostenible.

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C uando yo era una niña, mi padre se marchó a vivir a


Sudamérica y me rompió el corazón. El día antes de par-
tir hacia el otro lado del mundo, me dio un consejo:
—Pequeña, no puedes encerrar a las hormigas. Lo entien-
des, ¿verdad?
Para comprender sus palabras, es preciso conocer algunas
cosas acerca de la vida de mi familia y, más concretamente,
de las de mis padres.
Mi madre, María Henar Vega-Pembroke, nació en el seno
de una familia acomodada y un tanto peculiar. Roque Vega,
mi abuelo materno, era un joven marqués madrileño aquejado
de asma que tuvo la buena fortuna de coincidir en un balnea-
rio en Valencia con Elizabeth Pembroke, una señorita londi-
nense que había recalado en Levante para tratarse de una neu-
monía persistente. Al poco de iniciarse sus relaciones, ambos
no solo recuperaron la salud, sino que volvieron a Madrid y
se casaron en menos que canta un gallo. Los Vega-Pembroke
vivían de las rentas que les proporcionaban un negocio de si-
mones y unas ganaderías, propiedad de la familia de mi
abuelo. Como los dos eran católicos devotos, tenían la per-

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manente ilusión de traer al mundo una generosa descenden-


cia, pero pasaron los años y, en el palacete en el paseo de la
Castellana en el que vivían, las habitaciones que habían des-
tinado para criar a su prole seguían vacías. Lo intentaron
todo: visitas a Lourdes, ofrendas en todas las iglesias de Ma-
drid e incluso infusiones de hierbas de las curanderas que vi-
vían bajo los puentes del Manzanares... Y nada. Así que cuan-
do los dos pasaban ya de los cuarenta y habían perdido la
esperanza de tener chiquillos, el embarazo de mi abuela fue
poco menos que un milagro. Ni que decir tiene que la peque-
ña María Henar se convirtió en su razón de vivir. Una prince-
sita mimada a la que las sirvientas daban de comer las papi-
llas con una cucharita de plata.
A diferencia de mi madre, criada entre sábanas de seda en
un palacete, la familia de mi padre, los Carrión Cordero, origi-
narios de Extremadura, eran gente campechana. Ninguno de
mis antepasados paternos había olido un título nobiliario y
se habían abierto paso en la vida a golpe de azadón y echán-
dose el petate al hombro para buscarse la vida por el mundo.
Gente con visión de futuro, viajeros, con olfato para los nego-
cios. Desde mi bisabuelo, los hombres de mi familia paterna
se dedicaban a la importación y fabricación de los artículos
más novedosos en cada momento. El mismo sistema les había
servido a los tres para amasar sus fortunas. Viajaban por Eu-
ropa y América en busca de nuevos inventos y hacían nego-
cios aquí antes que nadie.
Todo comenzó cuando don Diego, mi bisabuelo, se encon-
traba en Francia trabajando en los cultivos de patatas y cono-
ció a un farmacéutico francés que había inventado unas den-
taduras postizas con dientes de porcelana. Mi bisabuelo
había perdido varios dientes de joven por culpa la coz de un
caballo y para reemplazarlos utilizaba un incómodo trozo de
caucho con dientes de muertos encajados, lo que siempre le
había provocado repugnancia. Los dientes de porcelana eran
mucho más higiénicos que los dientes ajenos, y no había que
sufrir imaginándose qué cosas asquerosas habría masticado

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su antiguo propietario. Quedó fascinado con el invento. Tan-


to que no paró hasta convencer al inventor de que le dejara
comercializarlo en España. Las modernas dentaduras fueron
un éxito y de un día para otro le convirtieron en un hombre
adinerado, así que se animó a invertir en nuevos productos y
llegó a ser dueño de una fábrica de pararrayos de hierro.
Mi abuelo, don Rodrigo, siguió su ejemplo, e hizo próspe-
ros negocios con máquinas de coser y estetoscopios. Comer-
ció con pintalabios, tintes de pelo, pianos y bicicletas. Tam-
bién cometió errores, como cuando invirtió en la importación
de corsés eléctricos o en sombreros de copa plegables, pero
los éxitos superaron con creces a los fracasos. Sin embargo, lo
que le cambió la vida realmente fue asistir a la Exposición
Universal de Londres. Sin salir del Palacio de Cristal, tan in-
menso que habría podido albergar una catedral y que se ha-
bía construido para la ocasión en Hyde Park, los visitantes
podían explorar el mundo entero en un solo día. Entre los te-
soros que se exponían había maravillas como un barómetro
fabricado con frascos llenos de agua con sanguijuelas. Las
sanguijuelas anticipan el mal tiempo, y si se arrastraban has-
ta el borde de los frascos para salir del agua, accionaban unas
campanillas y eso significaba tormenta segura. Don Rodrigo
también admiró los daguerrotipos, y se quedó maravillado
ante una cama que tenía un mecanismo conectado a unos
muelles y expulsaba a su ocupante cuando llegaba la hora de
levantarse. Pero su encuentro más importante no fue con nin-
guno de estos ingenios, sino con la exposición misma: se per-
suadió de que las novelty fairs eran los escaparates perfectos
para encontrar los últimos inventos y hacer negocios, y a par-
tir de entonces mi abuelo se dedicó a viajar por Europa sin
descanso, visitando desde las grandes exposiciones hasta las
ferias más modestas. Llegó a acuerdos en París, Viena, Berlín,
Roma... De vuelta de uno de sus periplos, en Bayona, además
de llegar a un acuerdo con un fabricante de estatuas funera-
rias de mármol de imitación —igual de elegantes que las de
mármol de verdad, pero mucho más accesibles para la clase

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media—, se casó con una muchacha joven y animosa: Isabel.


Con la puntualidad de los árboles, que dan fruto cada año,
Isabel le dio tres hijos, tres varones. Pero el garrotillo se llevó
al primogénito, la escarlatina al del medio y solo sobrevi-
vió el menor: mi padre, don Gonzalo.
En definitiva, la tradición familiar era lucrativa, aunque
no exenta de complicaciones, ya que los inventos novedosos
tienen la desventaja de dejar de serlo cuando se popularizan,
y para cuando el hijo tomaba el relevo del padre, los objetos
que habían enriquecido a su predecesor ya no daban dinero.
Era hora de buscar más novedades. Cada generación debía
labrarse su propia fortuna. Un reto que mi padre aceptó gus-
toso.
Alto, de cabello moreno y rizado domado con pomada, con
un frondoso bigote, cuando se ponía su traje y su sombrero, mi
padre era lo que las abuelas llaman «un buen mozo».
Un buen mozo que lo que tenía de guapo también lo tenía
de listo y que supo revitalizar el negocio de las importacio-
nes de su abuelo y su padre con la venta en España de un in-
genioso artículo, procedente de Inglaterra, que le proporcio-
nó billetes a espuertas. Un pequeño objeto de alambre en
forma de S doblada sobre sí misma que tomó su nombre de
su función: sujetapapeles o clip. La recién nacida burocracia
provocó que en todos los ministerios u oficinas existiera la
necesidad de agrupar papeles, y coserlos o perforarlos, ade-
más de dañino para los documentos, era de lo más engorro-
so. Con los ingeniosos sujetapapeles, mi padre les ofrecía
una solución mucho más práctica.
Justo antes de que los caminos de mis padres se cruzaran,
mi familia materna no pasaba por un buen momento. Mi
abuelo y mi abuela estaban mayores y el negocio de los simo-
nes y las ganaderías, que les habían reportado buenas rentas
hasta entonces, empezaban a hacer aguas. Sin un heredero
varón, su única posibilidad de salir adelante era casar a Ma-
ría Henar con alguien de buena familia. Pero las familias
nobles de Madrid eran de todo menos tontas y, al olerse la

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desesperación, dieron instrucciones precisas a sus hijos para


que no se dejaran pescar por aquella jovencita encantadora,
de cabello castaño, piel suave y ojos de un verde gatuno. De
modo que María Henar, en plena edad de merecer, no tenía
pretendientes.
El primer encuentro de mis padres fue obra del cielo, li-
teralmente. Ocurrió el 10 de febrero de 1894, en la calle de Al-
calá. María Henar había salido a pasear acompañada de una
criada. Gonzalo iba de camino a la calle de Pontejos, a com-
prarse un abrigo. Eran las nueve y media de la mañana y la
ciudad estaba enredada en sus quehaceres. Hasta que, de
repente, el cielo entero se iluminó y un relámpago azulado
hizo que Madrid brillara intensamente durante unos segun-
dos. Después del fogonazo, una explosión hizo temblar la
calle entera. Los transeúntes, aterrados, se echaron al suelo,
mientras que la gente en las casas salió a los balcones, aún
con las ropas de cama, a ver qué sucedía. El susto lanzó a mi
madre en brazos de mi padre, que galantemente se ofreció a
acompañarla a casa, ya que la criada había salido corriendo
a refugiarse en la parroquia más cercana, convencida de
que estaba asistiendo al fin del mundo. En el camino, María
Henar no se soltó del brazo de Gonzalo. Hablaron poco,
pero se separaron encandilados los dos ante la reja del pala-
cete.
Al día siguiente pudieron leer en El Liberal que los restos
de un cometa, un bólido, había caído en Madrid. «Un cuerpo
extraño, de forma esférica y color rojizo, ha dejado deslum-
brados a cuantos contemplaban el fenómeno». El bólido se
convirtió en la sensación de la ciudad, ya que, tras el fogona-
zo, el cuerpo celeste había explotado y sus pedazos quedaron
esparcidos por multitud de barrios: Ventas, Vallecas, Getafe,
Prosperidad... El mayor fragmento de aquel meteorito, que
cayó cerca del hipódromo, se lo regalaron a Antonio Cánovas
del Castillo, el presidente del Consejo de Ministros. Y gracias
a su don de gentes y a su desparpajo, mi padre logró com-
prarle otro de los trozos, del tamaño de una patata, a un tra-

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pero de la Quinta de los Ángeles, que pretendía llevarlo a la


Escuela de Minas. Con el bólido en el bolsillo, a los pocos
días se presentó en el palacete de la Castellana para, con el
permiso de mis abuelos, regalárselo a María Henar. Así, mis
padres comenzaron a tratarse, y su amor avanzó a la veloci-
dad del bólido en su trayectoria hacia la Tierra. Al fin y al
cabo, ¿qué mujer no se enamoraría de un hombre que le rega-
la un pedazo de estrella en lugar de los manidos bombones o
las insípidas pastas de té?
Durante los primeros años de su matrimonio, mis padres
fueron muy felices. Su unión les solucionó la vida a ambos.
Mi madre aportó el lustre de su apellido y mi padre trajo a la
familia lo que tanto necesitaban para salir a flote: dinero.
Tras la boda, mi padre se mudó al viejo palacete de la Cas-
tellana y, cuando mis abuelos maternos murieron, heredó la
casa y el título. El resplandor espacial del primer encuentro
de mis padres dio enseguida el fruto de un bebé sano y rolli-
zo: yo, Julieta Carrión Vega. Pero el fulgor que los había uni-
do no resistió el paso de los años.
Como a nadie le gusta pensar en las costumbres de sus
padres dentro del dormitorio, yo no comprendí el error de
los míos hasta muchos años después: su atracción había sido
tan visceral que pasaron por alto sus diferencias, y eran mu-
chas. La rutina las acrecentó, y se formaron grietas en su his-
toria de cuento de hadas por las que terminó colándose el
mundo real.
Al poco de mi nacimiento, sus desavenencias comenzaron
a hacerse obvias. A mi madre le agradaba el orden, la tranqui-
lidad, gustaba de organizar veladas sociales en casa para de-
leitar a las visitas, y su idea de la vida aventurera se colmaba
con una excursión a la Boca del Asno los domingos. Mi pa-
dre, en cambio, se sentía encerrado en ese mundo de ágapes,
tapetitos y paseos por el Retiro. La sangre de sus antepasados
le impulsaba a viajar en busca de oportunidades. Ella casera
y él callejero, aquello no podía durar toda la vida. De hecho,
ni siquiera duró unos pocos años.

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F L O R D E S A L

Antes de que a mí me quitaran definitivamente los paña-


les, llegaron las discusiones, los berrinches de mi madre y los
desplantes de mi padre, que terminaban con la vajilla rota y
las criadas atacadas de los nervios. Y también los comenta-
rios envenenados y las miradas agrias, que herían más que
los gritos. Cuando mi madre empezó a recurrir al insulto y
mi padre a la falta de respeto, los dos supieron reconocer que
la cosa había llegado demasiado lejos. Y, para no acabar abo-
rreciéndose del todo, llegaron al acuerdo de llevar vidas se-
paradas dentro de su matrimonio. Dejarse ver en público lo
imprescindible para evitar las habladurías, pero luego, de
puertas adentro, no dirigirse la palabra más allá de los «bue-
nos días» o «buenas tardes» de cortesía. Los apasionados «te
quiero» que al principio se habían susurrado al oído entre las
sábanas de su cama se convirtieron en unos «te quiero» pro-
nunciados sin ilusión delante de la familia en los cumplea-
ños, las Navidades y otras fiestas de guardar.
Como el meteorito * que los había unido, su amor pasó de
ser un cuerpo celeste que iluminaba el cielo a estallar y con-
vertirse en la roca negra y fría que tenían guardada en un
aparador del salón para enseñar a las visitas.

*  Se trata de una licencia poética, ya que el meteorito mencionado cayó en


Madrid el día 10 de febrero de 1896 [N. de la A.].

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