Está en la página 1de 9

Nos han enseñado mal la historia

Laura Castro Golarte


Universidad de Guadalajara

El rey Fernando VII empeñó lo que le quedaba de vida en su propósito de


reconquistar la Nueva España, ese reino rebelde que no había sido posible pacificar desde
que revoltosos y sediciosos se rebelaron contra los gachupines en 1810. Como decía mi
abuela, los criollos ya tenían el hígado lleno de piedritas y ese rechazo a la vida, tan
cándida y auténticamente ofrecida para salvar al monarca de los herejes franceses, fue el
colmo. La lealtad se desmoronó.
Los criollos habían soportado las desventajas de no ser ni indígenas ni peninsulares
a lo largo de tres siglos; entre las concesiones y el proteccionismo de que “gozaban” los
indios y los privilegios de los europeos, los criollos debían conformarse con las migajas y,
además de todo, aguantar las ofensas que desde el Viejo Continente de manera cíclica se
proferían contra todo lo que fuera americano.
No había pasado mucho tiempo desde que Buffon (1747), Pauw (1768), Raynal
(1770) y Robertson (1777) escribieron que todo lo americano era degenerado y estaba
corrompido; que los seres humanos y hasta los animales eran inferiores a los europeos;
débiles, menos valerosos, de inteligencia escasa, menor estatura, sin vello, degradados en
todos los signos de virilidad, impotentes y cobardes y que la naturaleza era menos fértil.
Así.
Con todo, hay que agradecerles, porque esas ofensas motivaron las más airadas,
documentadas y extraordinarias defensas de lo americano y la reconfirmación del
patriotismo criollo. Se elaboraron estudios e investigaciones que concluían, como otros
antes, que las civilizaciones americanas eran de una grandeza sólo equiparable a la de las
culturas egipcia y grecorromana.
De México, Francisco Xavier Clavigero (1780) no fue el único ni el primero, pero
quizá sí el más notable y difundido. Su Historia Antigua de México, manuscrita en español
e impresa en italiano en las postrimerías del siglo XVIII, durante el destierro al que fue
obligado por Carlos III, está catalogada hoy como la obra precursora de la nacionalidad
mexicana.
Antes del jesuita, incluso antes de que se publicara la Historia de América del
escocés Robertson, Antonio Joaquín de Rivadeneira y Barrientos, inspirado en las ideas y
convicciones de Juan de Palafox, preparó y leyó un documento conocido como la
Representación de 1771, para defender a los criollos de los embates ejecutados por el
visitador José de Gálvez quien cumplió más allá de al pie de la letra la aplicación de las
reformas borbónicas.
La lista de agravios seguía en aumento, dolor y rencor acumulados por siglos
hicieron explosión en un periodo corto, muy corto si nos situamos en una perspectiva de
300 años. Eran tiempos de por sí convulsos, confusos. A la guerra de Siete Años que perdió
España le siguió la invasión napoleónica, mientras en América las nuevas disposiciones
generaban las más airadas protestas, motines y revueltas, no nada más en la Nueva España,
también en Perú con la revolución de Túpac Amaru convenientemente acallada y censurada
en su momento. El horno no estaba para bollos. Resistencia e inconformidad cubrían todos
los territorios hispanoamericanos.
Quiero compartir en este espacio un texto que preparé para mis clases de doctorado
en Historia. Las reflexiones, después del conocimiento de aquella época, me remiten a esta.
En historiografía eso se conoce como presentismo y no está mal, rechazar esa vertiente
sería como aceptar que no soy de este mundo, ni de este país, ni de este tiempo. Los
historiadores y, si me permiten (a riesgo de despertar polémica), los periodistas, somos
seres históricos. Sé que Ryszard Kapuściński estaría de acuerdo. Así que, hasta aquí dejo la
columna de hoy, pero no se la pierda porque a partir de ahora serán cuatro entregas en total,
faltan tres. De entrada, lo invito a la reflexión que motiva esta afirmación: Nos han
enseñado mal la historia. Y en general lo sabemos, y conocemos algún episodio o dos;
algún que otro mito… Trato de ir un poco más allá. Sí creo que nos han enseñado mal la
historia para que no tengamos conciencia de nuestra grandeza, de nuestra valentía, de
nuestro valor.
No es un artículo, como por lo general lo hago, a propósito de alguna fecha
emblemática, algún aniversario, son reflexiones a partir del conocimiento de nuestra
historia de una forma mucho más profunda y ampliada. Surgió a raíz de darme cuenta de lo
que nos han ocultado y tergiversado; y de cómo han usado (las clases políticas en México a
lo largo del tiempo) a la historia para llevar agua a sus molinos.
La invitación es a leer sobre nuestra historia, de una p ostura y de otra, a quienes
usan unas fuentes y otras; a los desconocidos, a muchos historiadores extranjeros que al
escribir al margen de las dinámicas internas nos ofrecen información mucho más precisa y
en muchos casos, más creíble. Por lo pronto, les recomiendo Orbe indiano de David
Brading, pero ya. Y seguimos la próxima semana porque… nos han enseñado mal la
historia.

II

Continúo con la segunda parte del texto que anuncié desde el sábado pasado. El
primer párrafo se refiere a algunas de las medidas contenidas en las reformas borbónicas
que se aplicaron a rajatabla en las colonias españolas a mediados del siglo XVIII y que,
estoy convencida, fueron una de las muchas causas de la independencia, décadas después.
Va.
Alcabalas, reclutamiento de milicianos con lujo de violencia y represión contra los
que se resistieran, la expulsión de los jesuitas y otras medidas contra la Iglesia católica y el
desplazamiento de criollos de puestos en la burocracia virreinal para privilegiar a
peninsulares, fueron cuatro de las principales decisiones reales que removieron las lealtades
en América. Los intereses regionales eran fuertes. Patrimonios construidos y acrecentados,
heredados por generaciones y generaciones en tres siglos, no eran poca cosa; no había
lealtad real que pudiera prevalecer, mucho menos si era desdeñada, menospreciada.
Preso en Francia y en medio de una relación pésima con su padre (Carlos IV),
Fernando VII regresó a España seis años después de la crisis de 1808 y, según las
descripciones, estaba molesto por el rechazo de sus súbditos a Napoleón así que de un
plumazo desconoció la Constitución de Cádiz, rechazó las corrientes liberales al punto del
odio y reinstaló el absolutismo con la convicción de que seguía gozando del amor de sus
vasallos; por eso también subestimó las revueltas en sus posesiones ultramarinas, una punta
de provincias disidentes que volverían al redil. Se equivocó. Historiadores de la segunda
mitad del siglo XIX lo juzgan con una dureza directamente proporcional al imperio que en
14 años dejó perder. Abyecto y traidor son algunos de los epítetos que le endilgan al que
una vez fue el más deseado.
Fernando VII le restó valor a los movimientos en sus dominios pero eso no quiere
decir que no urdiera acciones para pacificar a las dos Américas, la meridional y la
septentrional. A través de sus representantes diplomáticos en el Vaticano y en un marco
europeo de alianzas a favor del absolutismo, consiguió primero una encíclica de Pío VII en
1816, a un año prácticamente de la ejecución de Morelos y de un estado de ánimo más bien
deprimido y desalentado en casi todo el continente sobre el sueño que ya se acariciaba, de
separarse de España. Los ejércitos realistas triunfaban y todo parecía indicar que sí, que las
revueltas serían sofocadas.
Los acontecimientos siguieron otro derrotero. En contextos compartidos en
diferentes puntos de la geografía, al mismo tiempo que se emitía y circulaba en América
con atraso la encíclica de Pío VII, Etsi longgisimo terrarum y Fernando VII y las
autoridades virreinales en Nueva España pensaban que todo volvía a la normalidad, Xavier
Mina se embarcaba en una empresa que reavivaría la guerra, ahora sí de Independencia.
Cuando tocó tierras mexicanas el panorama era desesperanzador, pero se removieron
sueños que se creían dormidos y enterrados junto con el cadáver del Siervo de la Nación.
Mientras tanto, en España los liberales se negaban a morir y trabajaban con denuedo
para que Fernando VII reconociera la Constitución de Cádiz. Lo lograron en 1820 e inició
lo que se conoce como Trienio Liberal. Terminó con eso el Sexenio absolutista, aunque
faltaba aún la Década ominosa. Es en estos tres momentos que en España tienen títulos tan
precisos e identificables, que Fernando VII intenta reconquistar primero México y después
el resto de sus posesiones. Estos propósitos, sin embargo, no hicieron más que reconfirmar
la determinación de los mexicanos de mantenerse libres e independientes. Vicente Guerrero
lo escribió así, con puntos y comas.
Durante el Trienio Liberal, para rematar, en México se consumó la Independencia y
se pasó del imperio de Iturbide a la primera República federal. El odio contra los
gachupines se había alimentado de manera intensiva y progresiva desde 1808: primero, los
peninsulares rechazaron la participación de criollos en Europa contra la invasión francesa,
cuando pocos años antes habían sido llevados a la fuerza; segundo: habían sido desplazados
por españoles peninsulares en los principales puestos burocráticos del virreinato, incluso en
el clero católico americano; tercero: los gachupines negaron una representación
proporcional al número de habitantes y extensión territorial en las juntas y en las cortes y,
cuarto (para no ser exhaustiva), la extracción de materias primas y caudales de lo que
franca y abiertamente los Borbones consideraban colonia, contra los intereses de las élites
americanas, había repercutido en una transformación del proceso que de autonomista pero
monárquico, pasó a separatista, independiente y republicano.

III

Antes de dar pie a la tercera entrega quiero agradecer los correos que he recibido de
varios lectores, creo que como nunca antes sobre ningún otro tema había recibido tanta
retroalimentación. Con esto reconfirmo lo que para mí es una certeza desde hace años: hay
conocimiento e interés generalizado por la Historia de México. Por mi parte puedo decir
que es apasionante y no me cansaré de agradecer al periodismo que desde mis inicios, por
allá en 1983, me acercó a historiadores fundamentales. Quién diría que mucho tiempo
después terminaría atrapada por la historia, gracias por enseñarme a amarla: Alfonso de
Alba, José María Muriá y Angélica Peregrina, y a través de ellos, Luis González y
González, Miguel León Portilla y Enrique Florescano. Son muchos más considerando ahora
a mis profesores y tutores, pero a ellos los mencionaré la próxima semana, historiadores,
profesores de historia, maestros de maestros cuya labor poco es reconocida pero es grande
y trascendente. Va la tercera parte:
Después de los Tratados de Córdova en donde se proponía una solución similar a la
de Portugal y Brasil; y de alguna manera congruente con lo que había propuesto el Conde
de Aranda y más tarde Lucas Alamán, diputado en las Cortes de Madrid, de que México,
Perú y Tierra Firme fueran reinos con monarcas de la Casa de los Borbones (autónomos
pero integrados al imperio español), tuvo lugar la primera noticia de la resistencia a perder
los dominios en los que no se ponía el sol: la toma de San Juan de Ulúa por el último
contingente de militares españoles a dos meses escasos de la entrada triunfal del Ejército
Trigarante a la Ciudad de México. No fue fácil lograr que capitularan. Sucedió al cabo de
cuatro años y decenas de presos y muertos, mercado negro y el deterioro del puerto de
Veracruz, el más importante en el Golfo. De noviembre de 1821 a noviembre de 1825 el
fFuerte de San Juan de Ulúa, un sitio estratégico en materia comercial y militar, estuvo en
posesión del Ejército español que recibía pertrechos y refuerzos desde La Habana; y casi al
final del lapso, en 1824, circuló en México otra encíclica: Etsi iam diu. La emitió el sucesor
de Pío VII, León XII, para pedir a obispos y arzobispos americanos que hablaran con la
feligresía y lograran desterrar a herejes y revoltosos, que reconocieran al gran rey católico
Fernando VII y todo volviera a la normalidad previa a 1808.
El rechazo fue brutal, se justificaba al Papa pero no al rey. Empezó a considerarse la
posibilidad de emitir una ley de expulsión de españoles, pero cuando las reacciones a la
encíclica, en México se fraguaba la república federal y no precisamente en términos de paz
y armonía. Las resistencias eran fuertes.
Falló la carta papal y aumentaron las conspiraciones, las reales y las imaginadas.
Después de la capitulación de los españoles en San Juan de Ulúa, la desconfianza era
grande y se llegó a proponer trabajar por la independencia de Cuba o por dominarla, para
quitarle a España ese punto de apoyo. Por lo pronto, Guadalupe Victoria reforzó la
presencia militar en Yucatán.
Sostiene Harold Sims, el autor de La Reconquista de México. La historia de los
atentados españoles, 1821-1830, que un gran error que impidió que España reconociera
pronto a México como país independiente, y que, por ende, el rey no cejara en sus intentos
de  reconquista, fue la mala representación diplomática de México en Europa derivada de la
lucha encarnizada entre yorkinos y escoceses o, lo que es lo mismo, entre liberales y
conservadores o entre federalistas y centralistas.
Una conspiración efímera, aparentemente inocua y de un solo hombre, el padre
Joaquín Arenas en 1827, fue la causa de que, por fin, se emitiera una ley de expulsión; de
que las divisiones entre yorkinos y escoceses se acentuara (se acusaron mutuamente de la
conspiración), lo mismo que el odio contra los gachupines, pero al mismo tiempo ofreció
información a españoles expulsos e informantes del rey, de que las élites políticas en
México estaban enfrentadas a muerte, literal, y que sería fácil recuperar “el reyno rebelde
de la Nueva España”, los dominios más vastos e interesantes de las antiguas posesiones
americanas.
Fue así que en 1829 se emprendió la última expedición de reconquista. Duró más o
menos dos meses, terminó con las amenazas españolas, elevó por las nubes a Antonio
López de Santa Anna y reconfirmó, una vez más, la determinación de México y los
mexicanos por permanecer libres e independientes.

IV

Hoy presento la penúltima entrega del texto que da título a la columna. La


afirmación no es de forma, sino de fondo; y realmente la forma no es la ideal, pero ese es
otro tema. Esta idea de que nos han enseñado mal la historia surgió a raíz de la lectura y
análisis de muchos libros y artículos, de fuentes primarias y descubrimientos que me han
llevado a comprender cuestiones que nunca había entendido, que antes no había
considerado; que desconocía; o las daba por buenas o de plano, no las advertí. Esta certeza
me ha llevado a querer conocer más, a profundizar; ojalá, a partir de este texto, el lector
sienta lo mismo, vale la pena.
Antes de dar pie a la cuarta parte del texto (creí que con cuatro bastaría pero no,
habrá una quinta), simplemente quiero decir, y es un deseo, que ojalá los electores en el
Estado de México sobre todo, pero también los de los demás estados en donde habrá
elecciones, no voten con miedo, el miedo es la principal herramienta, la principal arma de
las clases en el poder para someter a la población. Cuidado con eso. Va la cuarta parte:
Todos los intentos fueron vanos e infructuosos (me refiero a los intentos de
reconquista de Fernando VII), desgastantes, pero sirvieron para que en México surgiera,
mucho antes de la amenaza e invasión estadounidense, una conciencia de nación sólida y
convencida; lo que en la época se conocía como espíritu público, por el orgullo de ser
mexicanos.
Después de consultar los periódicos y las hojas sueltas de la época, confirmo que los
intentos de reconquista lograron la unidad nacional de los mexicanos por México, un efecto
francamente perverso para Fernando VII. Y existía esa conciencia. Me referí al principio a
un texto de Vicente Guerrero, cabe aquí incluir esos párrafos que me maravillaron (respeté
la escritura de la época):
¡Mejicanos! debo deciros que el solo evento que nos faltaba para solidar nuestra
independencia y dar estabilidad á las instituciones republicanas, era precisamente la
irrupción de esos bandidos. Su ruina hará para siempre indestructible la libertad mejicana y
el influjo incontrastable de esta deidad de los hombres, seguirá los restos fugitivos de los
malvados hasta Cuba y Puerto rico, cuyos naturales abatidos tendrán la oportunidad de
levantar un brazo vengador contra sus implacables opresores.
Por lo que toca a nuestro país, primero se verá inundado en la heroica sangre de sus
hijos que sujeto a la arbitrariedad de tan odiosos extranjeros. Los mejicanos estamos
profundamente afectados por el oprobio de la esclavitud, para resignarnos á arrastrar sus
detestables cadenas.
Nos han enseñado mal la historia. Mal, para que no tengamos conciencia de nuestra
grandeza, de nuestra valentía, de nuestro valor.
Nos dicen flojos, transas y corruptos, ignorantes y acomplejados, que siempre estamos
deseando ser como otros, tener una nacionalidad distinta, pertenecer a otro país. Nos han
dicho que nuestra historia está plagada de traiciones y que las élites en el poder a lo largo
de la historia sólo han querido eso: poder y dinero. Es tentador y hoy es cierto, pero no
siempre ha sido así.

Nos han enseñado mal la historia.


Con vara en mano nos han inculcado el odio contra nosotros y contra los otros.
Hemos aprendido a odiar. Y cuando estas ideas ficticias estaban ya bien arraigadas en la
sique, vinieron los intelectuales y hasta uno que ganó después el Premio Nobel para
decirnos que somos lo peor… Y lo hemos creído. De pronto nos atacan los sentimientos de
culpa y hemos ido por la vida y por los siglos cargando remordimientos. Criticándonos y
cuestionándonos como pueblo, como sociedad.
Deliberadamente nos han ocultado nuestra grandeza, nuestra fuerza, nuestro poder
como pueblo creativo y trabajador, noble y alegre. Nos han dicho que tenemos el gobierno
que merecemos y no es así; ni los gobernantes son reflejo de la sociedad.
Y nos han dividido. Entre indígenas y españoles, la gran masa de mestizos que
somos no se reconcilia con las raíces, con las ramas primeras del gran árbol de la vida bajo
cuya sombra somos, crecemos y pertenecemos; ni con los que agregaron genes, apellidos,
costumbres, idiosincrasia y lengua.
Nos han enseñado mal la historia.
El sentimiento nacionalista, el espíritu público que nació con fuerza y dio vida a
México, fue aplacado pronto, aplastado y desconocido; aunque no en el primer intento. Es
tan fuerte que todavía resurge y atemoriza.
Nos han enseñado mal la historia.

Ahora sí, esta es la quinta y última parte. Es un texto que me sirvió también para
hacer catarsis y que resume reflexiones con respecto a lo aprendido, algo de lo aprendido; y
nuestra realidad ahora marcada por un contexto electoral que no es nuevo lamentablemente,
de hecho, es peor. Me preocupa la naturalidad y resignación con la que algunas personas
reconocen que en el Estado de México, fue una elección de Estado y se quedan tan
campantes. Me escandaliza el descaro de la compra de votos y de la manipulación
mediática; la única esperanza está agarrada de aquel espíritu público al que me he referido.
Sigo y concluyo:
El sentimiento nacionalista, el espíritu público que nació con fuerza y dio vida a
México, fue aplacado pronto, aplastado y desconocido; aunque no en el primer intento. Es
tan fuerte que todavía resurge y atemoriza. Entonces vuelve a ser sometido por el desdén y
la impotencia; muchas veces es reprimido con violencia y más frecuentemente de lo que
quisiéramos muchos, es cooptado por quienes tienen poder para maicear, los caciques de
feudos pequeños, medianos, grandes y extragrandes que logran que talentos extraordinarios
claudiquen y caigan en el juego de la deshonestidad y la desvergüenza. Lamentablemente,
universidades públicas son un ejemplo.
Todavía hace unos pocos años, a fines del siglo XX, vinieron historiadores a decir
que no tuvimos conciencia de nación sino hasta muy tarde. Que salvo las élites ilustradas,
lo demás eran poblaciones en donde campeaba la inconsciencia. Ni sentido de nación, ni
percepción de la extensión del territorio, ni orgullo, ni casta, ni espíritu público.
Nos han enseñado mal la historia.
Nos han contado relatos de héroes y villanos; la historia de una raza de bronce en
realidad débil y sumisa y nos han dicho que por eso estamos así, que por eso todas las
desgracias actuales las merecemos; que no exigimos lo suficiente; que nos conformamos
con una despensa para votar por el peor; y que en esencia somos corruptos, que a las
primeras de cambio sale de lo más profundo de nuestro ser el indio taimado y ladino que
todos llevamos dentro. No es así.
Nos han enseñado mal la historia.
Con maestría y paciencia, nos han cortado con la misma tijera y todos los
mexicanos de todos los tiempos quedamos reducidos a una masa ignorante, pobre, abusiva
y abusada; una multitud que busca el “sueño americano”, que se solaza con la música de
mal y peor gusto, que no lee y vota por el candidato “más guapo”. No somos así, no todos
somos así, ni siquiera la mayoría.
Nos han contado mal la historia.
A estas alturas, con un programa bien diseñado de mala educación y pobreza
extrema convenientemente mantenida; con televisoras que ofrecen producciones para la
enajenación, la manipulación y la violencia, para fomentar la frustración y llenar este país
de wannabes, la sociedad mexicana tiene hoy menos margen de maniobra y la clase en el
poder se sirve con la cuchara grande.
Les ha funcionado enseñarnos mal la historia para actuar a sus anchas, para venerar
al dios de la corrupción, honrar las bajezas, enorgullecerse por la falta de escrúpulos y por
los abusos infringidos a una sociedad noble, trabajadora, aguantadora, leal, pacífica,
sometida a través de la ignorancia y capaz de perder dignidad y orgullo para llevar de
comer a sus hijos.
No siempre fue así. Urge ahora difundir esa parte de orgullo y decencia que priva en
todos y que se ha manifestado a lo largo de nuestra historia, con irregularidad, inconstancia
y diversidad en las intensidades sí, pero que puede ser el clavo ardiente que nos salve, el
punto de reencuentro, recuperación, restitución, reconstrucción y autorreconocimiento con
la carga de identidad que incluye; volver a los tiempos cuando la dignidad y el honor eran
costumbre (Elena Hernández dixit); aquellas épocas en las que salimos en defensa del
objeto de nuestras lealtades porque creíamos en eso y éramos capaces de dar la vida por la
patria, el territorio donde nacieron y crecieron los hijos y sus hijos y sus nietos,
generaciones de mexicanos herederos de grandeza, sabiduría, honestidad, entereza,
determinación, creatividad, ciencia, arte, intelecto, filosofía de vida, solidaridad, amor por
la naturaleza, respeto por los ancestros…
Hay honor y orgullo en nuestra historia; dignidad y conciencia; cultura, raíces
profundas y significativas. Alimento para el espíritu público y la unidad nacional.
Realmente Fernando VII nos hizo un gran favor al insistir en pacificar y
reconquistar; también el autoritarismo y los abusos de José de Gálvez ayudaron y todos los
que rechazaron lo americano: Buffon, Pauwn, Raynal y Robertson. Antes ellos, ahora Peña
y todos los partidos y Trump… Es quizá nuestra forma de surgir de las cenizas. Sueño eso.

También podría gustarte