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Nos Han Enseñado Mal La Historia
Nos Han Enseñado Mal La Historia
II
Continúo con la segunda parte del texto que anuncié desde el sábado pasado. El
primer párrafo se refiere a algunas de las medidas contenidas en las reformas borbónicas
que se aplicaron a rajatabla en las colonias españolas a mediados del siglo XVIII y que,
estoy convencida, fueron una de las muchas causas de la independencia, décadas después.
Va.
Alcabalas, reclutamiento de milicianos con lujo de violencia y represión contra los
que se resistieran, la expulsión de los jesuitas y otras medidas contra la Iglesia católica y el
desplazamiento de criollos de puestos en la burocracia virreinal para privilegiar a
peninsulares, fueron cuatro de las principales decisiones reales que removieron las lealtades
en América. Los intereses regionales eran fuertes. Patrimonios construidos y acrecentados,
heredados por generaciones y generaciones en tres siglos, no eran poca cosa; no había
lealtad real que pudiera prevalecer, mucho menos si era desdeñada, menospreciada.
Preso en Francia y en medio de una relación pésima con su padre (Carlos IV),
Fernando VII regresó a España seis años después de la crisis de 1808 y, según las
descripciones, estaba molesto por el rechazo de sus súbditos a Napoleón así que de un
plumazo desconoció la Constitución de Cádiz, rechazó las corrientes liberales al punto del
odio y reinstaló el absolutismo con la convicción de que seguía gozando del amor de sus
vasallos; por eso también subestimó las revueltas en sus posesiones ultramarinas, una punta
de provincias disidentes que volverían al redil. Se equivocó. Historiadores de la segunda
mitad del siglo XIX lo juzgan con una dureza directamente proporcional al imperio que en
14 años dejó perder. Abyecto y traidor son algunos de los epítetos que le endilgan al que
una vez fue el más deseado.
Fernando VII le restó valor a los movimientos en sus dominios pero eso no quiere
decir que no urdiera acciones para pacificar a las dos Américas, la meridional y la
septentrional. A través de sus representantes diplomáticos en el Vaticano y en un marco
europeo de alianzas a favor del absolutismo, consiguió primero una encíclica de Pío VII en
1816, a un año prácticamente de la ejecución de Morelos y de un estado de ánimo más bien
deprimido y desalentado en casi todo el continente sobre el sueño que ya se acariciaba, de
separarse de España. Los ejércitos realistas triunfaban y todo parecía indicar que sí, que las
revueltas serían sofocadas.
Los acontecimientos siguieron otro derrotero. En contextos compartidos en
diferentes puntos de la geografía, al mismo tiempo que se emitía y circulaba en América
con atraso la encíclica de Pío VII, Etsi longgisimo terrarum y Fernando VII y las
autoridades virreinales en Nueva España pensaban que todo volvía a la normalidad, Xavier
Mina se embarcaba en una empresa que reavivaría la guerra, ahora sí de Independencia.
Cuando tocó tierras mexicanas el panorama era desesperanzador, pero se removieron
sueños que se creían dormidos y enterrados junto con el cadáver del Siervo de la Nación.
Mientras tanto, en España los liberales se negaban a morir y trabajaban con denuedo
para que Fernando VII reconociera la Constitución de Cádiz. Lo lograron en 1820 e inició
lo que se conoce como Trienio Liberal. Terminó con eso el Sexenio absolutista, aunque
faltaba aún la Década ominosa. Es en estos tres momentos que en España tienen títulos tan
precisos e identificables, que Fernando VII intenta reconquistar primero México y después
el resto de sus posesiones. Estos propósitos, sin embargo, no hicieron más que reconfirmar
la determinación de los mexicanos de mantenerse libres e independientes. Vicente Guerrero
lo escribió así, con puntos y comas.
Durante el Trienio Liberal, para rematar, en México se consumó la Independencia y
se pasó del imperio de Iturbide a la primera República federal. El odio contra los
gachupines se había alimentado de manera intensiva y progresiva desde 1808: primero, los
peninsulares rechazaron la participación de criollos en Europa contra la invasión francesa,
cuando pocos años antes habían sido llevados a la fuerza; segundo: habían sido desplazados
por españoles peninsulares en los principales puestos burocráticos del virreinato, incluso en
el clero católico americano; tercero: los gachupines negaron una representación
proporcional al número de habitantes y extensión territorial en las juntas y en las cortes y,
cuarto (para no ser exhaustiva), la extracción de materias primas y caudales de lo que
franca y abiertamente los Borbones consideraban colonia, contra los intereses de las élites
americanas, había repercutido en una transformación del proceso que de autonomista pero
monárquico, pasó a separatista, independiente y republicano.
III
Antes de dar pie a la tercera entrega quiero agradecer los correos que he recibido de
varios lectores, creo que como nunca antes sobre ningún otro tema había recibido tanta
retroalimentación. Con esto reconfirmo lo que para mí es una certeza desde hace años: hay
conocimiento e interés generalizado por la Historia de México. Por mi parte puedo decir
que es apasionante y no me cansaré de agradecer al periodismo que desde mis inicios, por
allá en 1983, me acercó a historiadores fundamentales. Quién diría que mucho tiempo
después terminaría atrapada por la historia, gracias por enseñarme a amarla: Alfonso de
Alba, José María Muriá y Angélica Peregrina, y a través de ellos, Luis González y
González, Miguel León Portilla y Enrique Florescano. Son muchos más considerando ahora
a mis profesores y tutores, pero a ellos los mencionaré la próxima semana, historiadores,
profesores de historia, maestros de maestros cuya labor poco es reconocida pero es grande
y trascendente. Va la tercera parte:
Después de los Tratados de Córdova en donde se proponía una solución similar a la
de Portugal y Brasil; y de alguna manera congruente con lo que había propuesto el Conde
de Aranda y más tarde Lucas Alamán, diputado en las Cortes de Madrid, de que México,
Perú y Tierra Firme fueran reinos con monarcas de la Casa de los Borbones (autónomos
pero integrados al imperio español), tuvo lugar la primera noticia de la resistencia a perder
los dominios en los que no se ponía el sol: la toma de San Juan de Ulúa por el último
contingente de militares españoles a dos meses escasos de la entrada triunfal del Ejército
Trigarante a la Ciudad de México. No fue fácil lograr que capitularan. Sucedió al cabo de
cuatro años y decenas de presos y muertos, mercado negro y el deterioro del puerto de
Veracruz, el más importante en el Golfo. De noviembre de 1821 a noviembre de 1825 el
fFuerte de San Juan de Ulúa, un sitio estratégico en materia comercial y militar, estuvo en
posesión del Ejército español que recibía pertrechos y refuerzos desde La Habana; y casi al
final del lapso, en 1824, circuló en México otra encíclica: Etsi iam diu. La emitió el sucesor
de Pío VII, León XII, para pedir a obispos y arzobispos americanos que hablaran con la
feligresía y lograran desterrar a herejes y revoltosos, que reconocieran al gran rey católico
Fernando VII y todo volviera a la normalidad previa a 1808.
El rechazo fue brutal, se justificaba al Papa pero no al rey. Empezó a considerarse la
posibilidad de emitir una ley de expulsión de españoles, pero cuando las reacciones a la
encíclica, en México se fraguaba la república federal y no precisamente en términos de paz
y armonía. Las resistencias eran fuertes.
Falló la carta papal y aumentaron las conspiraciones, las reales y las imaginadas.
Después de la capitulación de los españoles en San Juan de Ulúa, la desconfianza era
grande y se llegó a proponer trabajar por la independencia de Cuba o por dominarla, para
quitarle a España ese punto de apoyo. Por lo pronto, Guadalupe Victoria reforzó la
presencia militar en Yucatán.
Sostiene Harold Sims, el autor de La Reconquista de México. La historia de los
atentados españoles, 1821-1830, que un gran error que impidió que España reconociera
pronto a México como país independiente, y que, por ende, el rey no cejara en sus intentos
de reconquista, fue la mala representación diplomática de México en Europa derivada de la
lucha encarnizada entre yorkinos y escoceses o, lo que es lo mismo, entre liberales y
conservadores o entre federalistas y centralistas.
Una conspiración efímera, aparentemente inocua y de un solo hombre, el padre
Joaquín Arenas en 1827, fue la causa de que, por fin, se emitiera una ley de expulsión; de
que las divisiones entre yorkinos y escoceses se acentuara (se acusaron mutuamente de la
conspiración), lo mismo que el odio contra los gachupines, pero al mismo tiempo ofreció
información a españoles expulsos e informantes del rey, de que las élites políticas en
México estaban enfrentadas a muerte, literal, y que sería fácil recuperar “el reyno rebelde
de la Nueva España”, los dominios más vastos e interesantes de las antiguas posesiones
americanas.
Fue así que en 1829 se emprendió la última expedición de reconquista. Duró más o
menos dos meses, terminó con las amenazas españolas, elevó por las nubes a Antonio
López de Santa Anna y reconfirmó, una vez más, la determinación de México y los
mexicanos por permanecer libres e independientes.
IV
Ahora sí, esta es la quinta y última parte. Es un texto que me sirvió también para
hacer catarsis y que resume reflexiones con respecto a lo aprendido, algo de lo aprendido; y
nuestra realidad ahora marcada por un contexto electoral que no es nuevo lamentablemente,
de hecho, es peor. Me preocupa la naturalidad y resignación con la que algunas personas
reconocen que en el Estado de México, fue una elección de Estado y se quedan tan
campantes. Me escandaliza el descaro de la compra de votos y de la manipulación
mediática; la única esperanza está agarrada de aquel espíritu público al que me he referido.
Sigo y concluyo:
El sentimiento nacionalista, el espíritu público que nació con fuerza y dio vida a
México, fue aplacado pronto, aplastado y desconocido; aunque no en el primer intento. Es
tan fuerte que todavía resurge y atemoriza. Entonces vuelve a ser sometido por el desdén y
la impotencia; muchas veces es reprimido con violencia y más frecuentemente de lo que
quisiéramos muchos, es cooptado por quienes tienen poder para maicear, los caciques de
feudos pequeños, medianos, grandes y extragrandes que logran que talentos extraordinarios
claudiquen y caigan en el juego de la deshonestidad y la desvergüenza. Lamentablemente,
universidades públicas son un ejemplo.
Todavía hace unos pocos años, a fines del siglo XX, vinieron historiadores a decir
que no tuvimos conciencia de nación sino hasta muy tarde. Que salvo las élites ilustradas,
lo demás eran poblaciones en donde campeaba la inconsciencia. Ni sentido de nación, ni
percepción de la extensión del territorio, ni orgullo, ni casta, ni espíritu público.
Nos han enseñado mal la historia.
Nos han contado relatos de héroes y villanos; la historia de una raza de bronce en
realidad débil y sumisa y nos han dicho que por eso estamos así, que por eso todas las
desgracias actuales las merecemos; que no exigimos lo suficiente; que nos conformamos
con una despensa para votar por el peor; y que en esencia somos corruptos, que a las
primeras de cambio sale de lo más profundo de nuestro ser el indio taimado y ladino que
todos llevamos dentro. No es así.
Nos han enseñado mal la historia.
Con maestría y paciencia, nos han cortado con la misma tijera y todos los
mexicanos de todos los tiempos quedamos reducidos a una masa ignorante, pobre, abusiva
y abusada; una multitud que busca el “sueño americano”, que se solaza con la música de
mal y peor gusto, que no lee y vota por el candidato “más guapo”. No somos así, no todos
somos así, ni siquiera la mayoría.
Nos han contado mal la historia.
A estas alturas, con un programa bien diseñado de mala educación y pobreza
extrema convenientemente mantenida; con televisoras que ofrecen producciones para la
enajenación, la manipulación y la violencia, para fomentar la frustración y llenar este país
de wannabes, la sociedad mexicana tiene hoy menos margen de maniobra y la clase en el
poder se sirve con la cuchara grande.
Les ha funcionado enseñarnos mal la historia para actuar a sus anchas, para venerar
al dios de la corrupción, honrar las bajezas, enorgullecerse por la falta de escrúpulos y por
los abusos infringidos a una sociedad noble, trabajadora, aguantadora, leal, pacífica,
sometida a través de la ignorancia y capaz de perder dignidad y orgullo para llevar de
comer a sus hijos.
No siempre fue así. Urge ahora difundir esa parte de orgullo y decencia que priva en
todos y que se ha manifestado a lo largo de nuestra historia, con irregularidad, inconstancia
y diversidad en las intensidades sí, pero que puede ser el clavo ardiente que nos salve, el
punto de reencuentro, recuperación, restitución, reconstrucción y autorreconocimiento con
la carga de identidad que incluye; volver a los tiempos cuando la dignidad y el honor eran
costumbre (Elena Hernández dixit); aquellas épocas en las que salimos en defensa del
objeto de nuestras lealtades porque creíamos en eso y éramos capaces de dar la vida por la
patria, el territorio donde nacieron y crecieron los hijos y sus hijos y sus nietos,
generaciones de mexicanos herederos de grandeza, sabiduría, honestidad, entereza,
determinación, creatividad, ciencia, arte, intelecto, filosofía de vida, solidaridad, amor por
la naturaleza, respeto por los ancestros…
Hay honor y orgullo en nuestra historia; dignidad y conciencia; cultura, raíces
profundas y significativas. Alimento para el espíritu público y la unidad nacional.
Realmente Fernando VII nos hizo un gran favor al insistir en pacificar y
reconquistar; también el autoritarismo y los abusos de José de Gálvez ayudaron y todos los
que rechazaron lo americano: Buffon, Pauwn, Raynal y Robertson. Antes ellos, ahora Peña
y todos los partidos y Trump… Es quizá nuestra forma de surgir de las cenizas. Sueño eso.